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Los libros “que me fueron dados” (sic)

Sergio Gómez Moyano

Aquella tienda de libros era tan pequeña que sólo la formaban tres estanterías: una en cada pared. Más que una

librería, parecía un armario; y en su interior solo podían caber dos personas con dificultad.

Me encontraba en el londinense barrio de Bloomsbury, muy cerca del British Museum. Buscaba unos libros muy

raros, para mi tesis, que no había sido capaz de hallar a través de internet. Así que, reservé un vuelo de bajo coste y

viajé a la capital del Reino Unido con la intención de buscarlos en persona, cuerpo a cuerpo, como se hacía

antiguamente, buceando por las librerías de segunda mano, siempre con la ilusión de encontrar la preciada perla.

Había comenzado mi búsqueda a las nueve de la mañana y el reloj ya marcaba las cinco de la tarde. Había viajado por

la red del metro londinense todo el día. Del hotel a Tottenham Court Road, para luego dirigirme a Marylebone. De

Marylebone a King’s Cross, y de ahí al Soho. Luego hacia Notthing Hill, para volver de nuevo a Tottenham Court

Road. En cada una de las librerías me indicaban la dirección de otra donde me aseguraban que sí tendrían lo que

buscaba. Cada vez me convencían menos, porque en algunos de los establecimientos ni siquiera conocían al escritor

en cuestión. Pero, como la alternativa era rendirse, seguí el improvisado juego de pistas en el que me hacían participar.

En Notting Hill, en una gran librería de varios pisos, plagada de Best Sellers y libros insulsos de famosillos, un

dependiente imberbe y sonriente me dijo, como todos los anteriores, que mis libros “me serían dados” (sic) en

Bloomsbury.

- ¿Y dónde está ese lugar? –pregunté.

- Es el barrio del British Museum –contestó él enseñando los dientes en una estudiada sonrisa-. Cuando salgas de la

estación de metro de Ton’am Co’ Ro’…

- ¿De qué estación? –pregunté acercando el oído al chaval.

Me miró socarronamente y me arrebató el plano del metro que llevaba en las manos. Lo abrió y me indicó de qué

parada se trataba.

- ¡Tottenham Court Road! –exclamé.

- Claro, Ton’am Co’ Ro’ –repuso él sin rubor alguno.

Pensé que aquel vendedor sonriente era un canalla, pero no por la economizante pronunciación del toponímico, sino

porque allí era donde había empezado mi estéril ruta esa misma mañana.

- Cuando salgas del metro –continuó el dependiente-, gira la primera a la derecha y luego…

Luego no lo recuerdo bien. Creo que me dijo la primera a la izquierda… o la segunda. No lo sé. Pero sí estoy seguro

de que me dijo que me fijara bien, porque la tienda era pequeña. Pues muy generosa había sido el mozo respecto a las
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dimensiones del establecimiento, porque más que pequeña era diminuta. No me podía creer que me hubiera enviado

a ese cuchitril; pero si parecía majo el dependiente aquel, lampiño de cara y sonriente de boca, prototipo de anunciante

de dentífrico. Cuando me propuse ir a Londres no se me ocurrió que tendría que lidiar con los engaños de los ingleses.

¿Sería otra forma de su característico humor?

Pero, en fin, ya me encontraba allí, con la puerta abierta, sosteniéndola con mi mano derecha, inmóvil, contemplando

la pared que tenía delante, a unos dos metros, atestada de libros, colocados tanto en vertical como en horizontal. La

tienda en sí, o el armario, como se prefiera, irradiaba una atmósfera arcana: como si se tratara de una cueva en la que

reside un secreto, oculto desde antiguo a los no iniciados.

- Buenas tardes.

“¿De dónde venía aquella voz?”, pensé desconcertado. Ah, el dependiente, claro. Sentado sobre un taburete en el

rincón, había un hombre con una calva muy avanzada, bordeada a modo de corona de laureles por cabello blanco

enmarañado. Sus labios estaban rodeados por una barba y bigote también blancos e igualmente descuidados. Sus

cejas eran canosas y tremendamente pobladas, como un techo de paja blanquinegra para unos ojos grises inquisitivos,

inquietantes. Se puso en pie. Algo en su aspecto no cuadraba. Su complexión física y la escasa presencia de arrugas

en su rostro parecían contradecir la plata de sus sienes.

- ¿Le puedo ayudar en algo? –me preguntó, mientras clavaba su mirada en mis ojos-. ¿Qué libro deseas “que te sea

dado” (sic)?

Le expliqué, sin convencimiento alguno, que buscaba un ejemplar de A Mirror of Shalott de Robert Hugh Benson del

año 1907. En realidad no sabía exactamente por qué me molestaba en pedirlo. Estaba claro que no lo tenía y que yo

volvería a casa con las manos vacías. Me sentí un poco cohibido, porque el hombre no dejaba de mirarme fijamente a

los ojos. Permanecimos así unos segundos. Supuse que no sabía de qué le estaba hablando, como en las otras

librerías. Me sentí obligado a explicar algo más.

- Robert Hugh, eh –le dije pronunciando con cuidado el nombre del autor, y casi como si le hablara a un tonto-, no

Edward Frederic, ni Arthur Christopher… Esos eran sus hermanos. Robert Hugh Benson era un converso, hijo del

arzobispo de Canterbury, que…

Sin dejar de mirarme alzó el brazo derecho y extrajo un volumen delgado. Se veía lo suficientemente viejo como para

aparentar 100 años de antigüedad. ¡Ay! El corazón empezó a latirme muy deprisa, casi me dolía. Lo colocó en mis

manos trémulas. En la portada se veía la figura de un hombre con toga blanca mirándose a un espejo ovalado. En

letras rojas mayúsculas se leía: “A MIRROR OF SHALOTT”, y debajo: “REV. ROBT. HUGH BENSON”. Sin salir
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de mi asombro quise asegurarme de que se trataba de la primera edición. Debía ser de Pitman, publicado en

Londres…

- Oiga –le dije al dueño de la tienda-, aquí dice que esta edición es de Benzinger Bros. de Nueva York. No es la

primera edición.

- Usted ha pedido un ejemplar de 1907, y es lo que “le ha sido dado” (sic) –argumentó el hombre, cargado de razón.

- Bueno, bueno. Necesito también otro volumen que es, en concreto, la primera edición de John Inglesant, escrita por

John Henry Shorthouse –recalqué cuidadosamente en mi segunda petición.

El libretero siguió mirándome y, como antes, se quedó inmóvil.

- Publicada en 1881… –continué. No se movía ni un ápice- …en Londres… -hice una pausa-, por Macmillan.

Esta vez le había especificado tanto lo que quería que no podía más que darme el libro deseado.

Estiró entonces su brazo izquierdo y cogió un ejemplar situado en la estantería lateral a la altura de su cadera. No me

lo podía creer. Ahí estaba: John Inglesant, el libro que más influyó en la juventud de Robert Hugh Benson, y además

en su edición original. ¿Sería cierto? Tapas rojas un poco gastadas... En la parte baja del frontispicio se leía “London”

en caracteres góticos, y una línea más abajo en mayúscula “MACMILLAN AND CO.”. El año era el 1881. Pero,

¡qué veían mis ojos! En medio de la página había escrito: “Vol. II”. ¿Volumen 2? ¿Es que la primera edición constaba

de 2 volúmenes?

- Oiga –interpelé preocupado al librero-. Aquí dice volumen II. ¿Dónde está el primero?

- Tú dijiste un volumen –contestó él.

- Pues también quiero el otro –repliqué indignado.

- Las cosas no funcionan así –me dijo esbozando una sonrisa.

Parecía que aquella tienda sólo “me daba” (sic), aquellos libros que se desprendían estrictamente de mis palabras. Así

que, despechado, le pedí la “Eneida”, en primera edición, por supuesto, escrita por Voltaire y editada en 1937 en

Madrid. Fue la ocurrencia literaria más absurda que se me ocurrió en aquel momento. Un libro imposible. La Eneida

la escribió Virgilio en el siglo I de nuestra era. Voltaire murió en 1778, y el Madrid de 1937 se preocupaba más por la

Guerra Civil que por la publicación de libros surrealistas.

El viejo, entonces, no se rio de mí. Al contrario, se agachó, retiró de la estantería trasera un libro bastante voluminoso,

encuadernado exquisitamente en piel oscurecida por el paso de los años, y, sin mediar palabra, me lo ofreció. Miré al

librero y luego al libro; de nuevo al librero.

- Y esta obra, ¿me “está siendo dada” (sic)? –le pregunté sin saber si lo hacía bajo los efectos de la ironía o de la

sorpresa más absoluta.


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- En efecto –me respondió el dueño de la tienda, arqueando sus copiosas cejas canosas, y mirándome aún más

intensamente.

En la portada se leía claramente “Voltaire. L’Enéide”. Tomé el libro inexistente en mis manos y lo abrí. “Espasa

Calpe, Madrid. 1937”. Sin duda mi rostro debió adquirir una mueca de estupefacción exagerada; al menos así me

sentía por dentro. Con el libro abierto en mis manos, no fui capaz de articular palabra, ni de moverme, ni de

desarrollar pensamiento alguno. Luego volví a pasar la vista del librero al libro y viceversa varias veces. Al final

conseguí hablar:

- Pero… el libro… Voltaire… ¡Olvídelo! ¿Cuánto le debo?

El viejo arqueó la ceja izquierda más que la derecha, al mismo tiempo que sus pupilas miraban hacia arriba, en un

gesto claro de cálculo mental. Murmuró rápidamente una serie de números y me comunicó el resultado:

- Redondeando… cincuenta libras.

- ¿Cincuenta libras! –exclamé. Me parecía un regalo.

- ¿Lo cree caro, señor? –me preguntó inclinando su cabeza calva hacia la izquierda y casi sonriendo irónicamente.

- Bueno, bueno –le contesté-. Dejémoslo así.

Le pagué y nos despedimos. Coloqué el libro de Benson y el de Shorthouse en el interior de la bolsa de papel que me

había dado el librero, pero el otro, el de Voltaire lo llevaba en la mano. Lo inspeccioné desde todos los ángulos. No

tenía pinta de ser un engaño. Además al viejo loco de la tienda-armario no le había dado tiempo a prepararme este

libro. Ni siquiera yo sabía que lo iba a pedir. ¿Casualidad? No soy matemático, pero el cálculo de probabilidades de

que ese librero de Londres tuviera ese libro, justo en el momento en que yo fui a verle, y que fuera precisamente el

mismo que a mí se me ocurrió en aquel preciso instante según los parámetros más ilógicos imaginables, debe de dar

un resultado situado a más de mil kilómetros tierra adentro en el país de lo irrealizable. Tenía entre mis manos una

quimera en forma de libro, y lo contemplaba ensimismado y boquiabierto. Lo imposible se había hecho realidad.

Como no me lo podía creer, se lo mostraba a la gente, cuando pasaba a mi lado, para comprobar si lo veían y que, por

tanto, no me lo estaba imaginando. Pero, como es lógico, se fijaban más bien en mí, y alguno se llevó el dedo índice a

la sien, moviéndolo circularmente sobre su propio eje. ¿Qué iban a pensar, pobres londinenses? Para ellos era un libro

más.

Subí al metro en dirección al hotel. No pude sentarme, porque venía muy lleno. Una pena, podría haber comenzado a

hojearlo, para descubrir que se escondía detrás de un libro inexistente. Me recorría un escalofrío de excitación, solo de

pensar en ello.
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Dos paradas más allá, subió mucha gente y los espacios desaparecieron completamente del vagón. Guardé el libro

imposible en la bolsa de papel. No quería que se maltratara o se cayera al suelo. La gente se apretujaba, aquello era un

cuerpo a cuerpo en toda regla. Resultaba imposible moverse. La gente se quejaba y veía cabezas que se movían y

cambiaban de sitio. Entonces lo vi claramente: alguien intentaba cruzar de un lado a otro. Pero, ¿es que no se daba

cuenta de que era imposible? No solo eso, sino que le pareció que el lugar más adecuado para seguir su camino,

cuando llegó a mi altura, era junto a mí. Me estrujó tanto contra la pared, que todavía me sorprende que no tenga una

costilla rota. Llevaba barba de tres días, era de mediana edad, con un gorro de lana negro en la cabeza. Vestía una

chaqueta vaquera. El pantalón no pude verlo, por la aglomeración de gente. Por un segundo nuestras miradas se

cruzaron. Había algo familiar en sus ojos. Cuando, por fin, pasó, me sentí bastante aliviado. Se detuvo delante de la

primera puerta después de haber pasado por delante de mí. En la siguiente estación se apeó. A mí me tocaba dos

después.

Cuando llegué a mi habitación, me lavé las manos y me refresqué la cara. Me senté en la cama y deposité en la

mesilla el contenido de mis bolsillos. Pero, ¡cuál fue mi sorpresa al comprobar que mi cartera no estaba! Miré en los

bolsillos de la chaqueta, de nuevo en los del pantalón. ¡Me la habían robado! Quizá la había dejado en la bolsa de

papel de la librería, después de pagar. Miré. No, no estaba. ¡Oh, Dios mío! ¡Tampoco el libro, el libro imposible!

Entonces me acordé del hombre del metro, el que pasaba de un lado a otro contra todo sentido común. De hecho se

detuvo ante mí más rato del necesario, como si pugnara más de lo que lo había hecho al pasar delante de los demás.

Sus ojos… ¡Parecía el viejo de la tienda! Me había robado la cartera y el libro imposible. Entonces sonó el teléfono.

- Diga.

- Soy el conserje. Un caballero acaba de traer una cartera, que al parecer es suya. Dice que se la dejó en su tienda.

Baje a buscarla cuando crea conveniente.

- Gracias. ¿Ha traído también un libro?

- ¿Qué tipo de libro? –indagó cortésmente el conserje.

- Se trata de un libro inexist… Es igual, déjelo. Ahora bajo.

Colgué el auricular, y también mi alma se quedó colgada, perpleja. Ya no entendía nada. Volví a mirar el contenido

de la bolsa: A Mirror of Shalott de Robert Hugh Benson y el volumen segundo de la primera edición de John

Inglesant de John Henry Shorthouse. Me podía dar por satisfecho. Bajé a recepción, recuperé mi cartera, a la que no

le faltaba ni un céntimo, y me fui a comer algo, que me lo merecía. Confiaba en que una buena comida sí que “me

sería dada” (sic), y que sería tan posible como existente.

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