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Los Libros Que "Me Fueron Dados"
Los Libros Que "Me Fueron Dados"
Aquella tienda de libros era tan pequeña que sólo la formaban tres estanterías: una en cada pared. Más que una
librería, parecía un armario; y en su interior solo podían caber dos personas con dificultad.
Me encontraba en el londinense barrio de Bloomsbury, muy cerca del British Museum. Buscaba unos libros muy
raros, para mi tesis, que no había sido capaz de hallar a través de internet. Así que, reservé un vuelo de bajo coste y
viajé a la capital del Reino Unido con la intención de buscarlos en persona, cuerpo a cuerpo, como se hacía
antiguamente, buceando por las librerías de segunda mano, siempre con la ilusión de encontrar la preciada perla.
Había comenzado mi búsqueda a las nueve de la mañana y el reloj ya marcaba las cinco de la tarde. Había viajado por
la red del metro londinense todo el día. Del hotel a Tottenham Court Road, para luego dirigirme a Marylebone. De
Marylebone a King’s Cross, y de ahí al Soho. Luego hacia Notthing Hill, para volver de nuevo a Tottenham Court
Road. En cada una de las librerías me indicaban la dirección de otra donde me aseguraban que sí tendrían lo que
buscaba. Cada vez me convencían menos, porque en algunos de los establecimientos ni siquiera conocían al escritor
en cuestión. Pero, como la alternativa era rendirse, seguí el improvisado juego de pistas en el que me hacían participar.
En Notting Hill, en una gran librería de varios pisos, plagada de Best Sellers y libros insulsos de famosillos, un
dependiente imberbe y sonriente me dijo, como todos los anteriores, que mis libros “me serían dados” (sic) en
Bloomsbury.
- Es el barrio del British Museum –contestó él enseñando los dientes en una estudiada sonrisa-. Cuando salgas de la
Me miró socarronamente y me arrebató el plano del metro que llevaba en las manos. Lo abrió y me indicó de qué
parada se trataba.
Pensé que aquel vendedor sonriente era un canalla, pero no por la economizante pronunciación del toponímico, sino
porque allí era donde había empezado mi estéril ruta esa misma mañana.
- Cuando salgas del metro –continuó el dependiente-, gira la primera a la derecha y luego…
Luego no lo recuerdo bien. Creo que me dijo la primera a la izquierda… o la segunda. No lo sé. Pero sí estoy seguro
de que me dijo que me fijara bien, porque la tienda era pequeña. Pues muy generosa había sido el mozo respecto a las
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dimensiones del establecimiento, porque más que pequeña era diminuta. No me podía creer que me hubiera enviado
a ese cuchitril; pero si parecía majo el dependiente aquel, lampiño de cara y sonriente de boca, prototipo de anunciante
de dentífrico. Cuando me propuse ir a Londres no se me ocurrió que tendría que lidiar con los engaños de los ingleses.
Pero, en fin, ya me encontraba allí, con la puerta abierta, sosteniéndola con mi mano derecha, inmóvil, contemplando
la pared que tenía delante, a unos dos metros, atestada de libros, colocados tanto en vertical como en horizontal. La
tienda en sí, o el armario, como se prefiera, irradiaba una atmósfera arcana: como si se tratara de una cueva en la que
- Buenas tardes.
“¿De dónde venía aquella voz?”, pensé desconcertado. Ah, el dependiente, claro. Sentado sobre un taburete en el
rincón, había un hombre con una calva muy avanzada, bordeada a modo de corona de laureles por cabello blanco
enmarañado. Sus labios estaban rodeados por una barba y bigote también blancos e igualmente descuidados. Sus
cejas eran canosas y tremendamente pobladas, como un techo de paja blanquinegra para unos ojos grises inquisitivos,
inquietantes. Se puso en pie. Algo en su aspecto no cuadraba. Su complexión física y la escasa presencia de arrugas
- ¿Le puedo ayudar en algo? –me preguntó, mientras clavaba su mirada en mis ojos-. ¿Qué libro deseas “que te sea
dado” (sic)?
Le expliqué, sin convencimiento alguno, que buscaba un ejemplar de A Mirror of Shalott de Robert Hugh Benson del
año 1907. En realidad no sabía exactamente por qué me molestaba en pedirlo. Estaba claro que no lo tenía y que yo
volvería a casa con las manos vacías. Me sentí un poco cohibido, porque el hombre no dejaba de mirarme fijamente a
los ojos. Permanecimos así unos segundos. Supuse que no sabía de qué le estaba hablando, como en las otras
- Robert Hugh, eh –le dije pronunciando con cuidado el nombre del autor, y casi como si le hablara a un tonto-, no
Edward Frederic, ni Arthur Christopher… Esos eran sus hermanos. Robert Hugh Benson era un converso, hijo del
Sin dejar de mirarme alzó el brazo derecho y extrajo un volumen delgado. Se veía lo suficientemente viejo como para
aparentar 100 años de antigüedad. ¡Ay! El corazón empezó a latirme muy deprisa, casi me dolía. Lo colocó en mis
manos trémulas. En la portada se veía la figura de un hombre con toga blanca mirándose a un espejo ovalado. En
letras rojas mayúsculas se leía: “A MIRROR OF SHALOTT”, y debajo: “REV. ROBT. HUGH BENSON”. Sin salir
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de mi asombro quise asegurarme de que se trataba de la primera edición. Debía ser de Pitman, publicado en
Londres…
- Oiga –le dije al dueño de la tienda-, aquí dice que esta edición es de Benzinger Bros. de Nueva York. No es la
primera edición.
- Usted ha pedido un ejemplar de 1907, y es lo que “le ha sido dado” (sic) –argumentó el hombre, cargado de razón.
- Bueno, bueno. Necesito también otro volumen que es, en concreto, la primera edición de John Inglesant, escrita por
- Publicada en 1881… –continué. No se movía ni un ápice- …en Londres… -hice una pausa-, por Macmillan.
Esta vez le había especificado tanto lo que quería que no podía más que darme el libro deseado.
Estiró entonces su brazo izquierdo y cogió un ejemplar situado en la estantería lateral a la altura de su cadera. No me
lo podía creer. Ahí estaba: John Inglesant, el libro que más influyó en la juventud de Robert Hugh Benson, y además
en su edición original. ¿Sería cierto? Tapas rojas un poco gastadas... En la parte baja del frontispicio se leía “London”
en caracteres góticos, y una línea más abajo en mayúscula “MACMILLAN AND CO.”. El año era el 1881. Pero,
¡qué veían mis ojos! En medio de la página había escrito: “Vol. II”. ¿Volumen 2? ¿Es que la primera edición constaba
de 2 volúmenes?
- Oiga –interpelé preocupado al librero-. Aquí dice volumen II. ¿Dónde está el primero?
Parecía que aquella tienda sólo “me daba” (sic), aquellos libros que se desprendían estrictamente de mis palabras. Así
que, despechado, le pedí la “Eneida”, en primera edición, por supuesto, escrita por Voltaire y editada en 1937 en
Madrid. Fue la ocurrencia literaria más absurda que se me ocurrió en aquel momento. Un libro imposible. La Eneida
la escribió Virgilio en el siglo I de nuestra era. Voltaire murió en 1778, y el Madrid de 1937 se preocupaba más por la
El viejo, entonces, no se rio de mí. Al contrario, se agachó, retiró de la estantería trasera un libro bastante voluminoso,
encuadernado exquisitamente en piel oscurecida por el paso de los años, y, sin mediar palabra, me lo ofreció. Miré al
- Y esta obra, ¿me “está siendo dada” (sic)? –le pregunté sin saber si lo hacía bajo los efectos de la ironía o de la
intensamente.
En la portada se leía claramente “Voltaire. L’Enéide”. Tomé el libro inexistente en mis manos y lo abrí. “Espasa
Calpe, Madrid. 1937”. Sin duda mi rostro debió adquirir una mueca de estupefacción exagerada; al menos así me
sentía por dentro. Con el libro abierto en mis manos, no fui capaz de articular palabra, ni de moverme, ni de
desarrollar pensamiento alguno. Luego volví a pasar la vista del librero al libro y viceversa varias veces. Al final
conseguí hablar:
El viejo arqueó la ceja izquierda más que la derecha, al mismo tiempo que sus pupilas miraban hacia arriba, en un
gesto claro de cálculo mental. Murmuró rápidamente una serie de números y me comunicó el resultado:
- ¿Lo cree caro, señor? –me preguntó inclinando su cabeza calva hacia la izquierda y casi sonriendo irónicamente.
Le pagué y nos despedimos. Coloqué el libro de Benson y el de Shorthouse en el interior de la bolsa de papel que me
había dado el librero, pero el otro, el de Voltaire lo llevaba en la mano. Lo inspeccioné desde todos los ángulos. No
tenía pinta de ser un engaño. Además al viejo loco de la tienda-armario no le había dado tiempo a prepararme este
libro. Ni siquiera yo sabía que lo iba a pedir. ¿Casualidad? No soy matemático, pero el cálculo de probabilidades de
que ese librero de Londres tuviera ese libro, justo en el momento en que yo fui a verle, y que fuera precisamente el
mismo que a mí se me ocurrió en aquel preciso instante según los parámetros más ilógicos imaginables, debe de dar
un resultado situado a más de mil kilómetros tierra adentro en el país de lo irrealizable. Tenía entre mis manos una
quimera en forma de libro, y lo contemplaba ensimismado y boquiabierto. Lo imposible se había hecho realidad.
Como no me lo podía creer, se lo mostraba a la gente, cuando pasaba a mi lado, para comprobar si lo veían y que, por
tanto, no me lo estaba imaginando. Pero, como es lógico, se fijaban más bien en mí, y alguno se llevó el dedo índice a
la sien, moviéndolo circularmente sobre su propio eje. ¿Qué iban a pensar, pobres londinenses? Para ellos era un libro
más.
Subí al metro en dirección al hotel. No pude sentarme, porque venía muy lleno. Una pena, podría haber comenzado a
hojearlo, para descubrir que se escondía detrás de un libro inexistente. Me recorría un escalofrío de excitación, solo de
pensar en ello.
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Dos paradas más allá, subió mucha gente y los espacios desaparecieron completamente del vagón. Guardé el libro
imposible en la bolsa de papel. No quería que se maltratara o se cayera al suelo. La gente se apretujaba, aquello era un
cuerpo a cuerpo en toda regla. Resultaba imposible moverse. La gente se quejaba y veía cabezas que se movían y
cambiaban de sitio. Entonces lo vi claramente: alguien intentaba cruzar de un lado a otro. Pero, ¿es que no se daba
cuenta de que era imposible? No solo eso, sino que le pareció que el lugar más adecuado para seguir su camino,
cuando llegó a mi altura, era junto a mí. Me estrujó tanto contra la pared, que todavía me sorprende que no tenga una
costilla rota. Llevaba barba de tres días, era de mediana edad, con un gorro de lana negro en la cabeza. Vestía una
chaqueta vaquera. El pantalón no pude verlo, por la aglomeración de gente. Por un segundo nuestras miradas se
cruzaron. Había algo familiar en sus ojos. Cuando, por fin, pasó, me sentí bastante aliviado. Se detuvo delante de la
primera puerta después de haber pasado por delante de mí. En la siguiente estación se apeó. A mí me tocaba dos
después.
Cuando llegué a mi habitación, me lavé las manos y me refresqué la cara. Me senté en la cama y deposité en la
mesilla el contenido de mis bolsillos. Pero, ¡cuál fue mi sorpresa al comprobar que mi cartera no estaba! Miré en los
bolsillos de la chaqueta, de nuevo en los del pantalón. ¡Me la habían robado! Quizá la había dejado en la bolsa de
papel de la librería, después de pagar. Miré. No, no estaba. ¡Oh, Dios mío! ¡Tampoco el libro, el libro imposible!
Entonces me acordé del hombre del metro, el que pasaba de un lado a otro contra todo sentido común. De hecho se
detuvo ante mí más rato del necesario, como si pugnara más de lo que lo había hecho al pasar delante de los demás.
Sus ojos… ¡Parecía el viejo de la tienda! Me había robado la cartera y el libro imposible. Entonces sonó el teléfono.
- Diga.
- Soy el conserje. Un caballero acaba de traer una cartera, que al parecer es suya. Dice que se la dejó en su tienda.
Colgué el auricular, y también mi alma se quedó colgada, perpleja. Ya no entendía nada. Volví a mirar el contenido
de la bolsa: A Mirror of Shalott de Robert Hugh Benson y el volumen segundo de la primera edición de John
Inglesant de John Henry Shorthouse. Me podía dar por satisfecho. Bajé a recepción, recuperé mi cartera, a la que no
le faltaba ni un céntimo, y me fui a comer algo, que me lo merecía. Confiaba en que una buena comida sí que “me