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Tecnología matapasiones, por Sonia Lira.

La escena no tenía nada que envidiarle a una sacada de Lo que el viento se llevó. Con los perfiles de Scarlett
O'Hara y Rhett Butler recortados contra una ciudad del viejo sur de los Estados Unidos en llamas. Y eso que
la escena de la que hablamos apenas ocurrió en un almacén de Santiago; claro que en uno de esos chic que
ahora llaman emporio gourmet .

Ana esperaba a su marido rodeada de cochayuyo premium.


Pero Juan Cristóbal no llegaba.

Casi a los 20 minutos apareció su amiga Paula, quien no aguantó preguntarle qué hacía allí plantada y por qué
no mejor llamaba a Juan Cristóbal al celular. Eso era lo obvio en situaciones de tal naturaleza.

Ana le respondió con una frase que remeció hasta la soya (siempre tan zen) que vendían en el mercado: "Es
que entre nosotros no usamos celular", le dijo.
Entonces pasó como en las películas. Juan Cristóbal apareció ipso facto con un ramo de proteas (flor que
representa la rareza y el salvajismo) en la mano, a modo de disculpas por el atraso, y Paula fue testigo del
momento en que a Ana se le iluminaron los ojos como si protagonizara un romance lleno de chispa
adolescente.

Paula no entendía nada. Y no porque sus amigos treintones y con más de cinco años de casados no usaran
celular ya avanzado el siglo XXI, sino porque le pareció que Ana y Juan Cristóbal de verdad experimentaban
en ese momento la sensación de incertidumbre tan propia de los enamorados y de los loros en el alambre.

Acto seguido, se acordó de su propio matrimonio y, no sin inquietud, se dio cuenta de lo mucho que la
lateaba ver a su propio marido en cuanta página Facebook de su círculo de amistades abría cuando sentía
ganas de copuchar. Tenía la sensación de que Fernando -que así se llama- se le aparecía hasta en la sopa
ciberespacial. Como buen geek, él estaba en Twitter; tenía la costumbre de reportarse vía mensajes de texto
cada dos horas y, ahora último, gracias a Foursquare, hasta por GPS podían ubicarse como si fueran dos
presos cumpliendo cadena perpetua. "Hasta que la muerte los separe", pensó Paula.

¿Y dónde había quedado el misterio, la intriga, el echarse de menos, ahhh?

Como si el estrés, el exceso de trabajo y la televisión no fueran suficientes, la sicología ya identificó a un nuevo
matapasiones de la modernidad: la hiperconectividad amorosa.

Se trata de parejas que pasan todo el día llamándose por sus celulares (hasta dentro de su propia casa),
enviándose mensajes de texto y, peor aún, recaditos a través de las redes sociales a vista y paciencia de quien
quiera enterarse de sus aburridas vidas "de a dos". Aunque, en realidad, debería ser aburrida vida "de a tres".

Según explicó a ABC News Harris Stratyner -profesor asociado de siquiatra del Mount Sinai Medical Center
(Estados Unidos)-, el gadget tecnológico pasa en los casos de adicción a ser un tercero en la relación de pareja.
Se forma así un triángulo amoroso donde el convidado de piedra es frío, cibernético y repetitivo. Lo más
parecido a tener a Arturito, el androide de la Guerra de las Galaxias, como patas negras. Tal cual.

Tanto se ha extendido este fenómeno, que algunos terapeutas recomiendan a las parejas que atienden practicar
un tipo de abstinencia tecnológica para recuperar (siempre en la medida de lo posible) el interés romántico,
como se dice. Incluso, taquilleros programas de Estados Unidos del estilo Good Morning América, han
desafiado a matrimonios tecnoadictos a ver cuánto tiempo logran mantenerse desconectados sin entrar en la
desesperación que -paradoja- implica tener que contarse las cosas "cara a cara".

Son tres los comportamientos que, según Stratyner, se busca que las parejas hiperconectadas retomen:
-El viejo teléfono familiar, cada vez más en desuso, pero con la ventaja de ser un objeto separado del propio
cuerpo.

-Las relaciones "cara a cara".


- El silencio.

Sí, el silencio. Qué importante es el silencio. Quizá sea la prueba de fuego en toda relación, porque estar
cómodos y sin abrir la boca no lo logran quienes no disfrutan de auténtica intimidad.

Por todo esto, cuando Paula sintió el bip bip del SMS en su cartera, deseó con toda el alma que fuera el
Correcaminos y no el latero de su marido informándole, como gran cosa, que había sorteado un taco en la
Avenida Kennedy gracias al retwitteo de no sé quién siempre tan informado.

Miró con envidia cómo Ana y Juan Cristóbal partían a buscar soya con el amor reseteado, mientras que a ella
no le quedó más remedio que ir a comprar cochayuyo premium para festejar la media hazaña de su marido.

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