Las cálidas hojas de otoño se desprendían de los árboles, haciendo remolinos
alrededor de esa dulce niña que giraba entre ellos; con los brazos estirados y el rostro hacia el cielo, sonriendo. A simple vista se veía tan frágil. Sus risas rellenaban ese absurdo silencio, repleto de la alegría que ella irradiaba. Su vestido de puntos giraba junto a ella, haciéndola parecer una campanita, su pelo rojizo ondulaba en el aire a medida que ella giraba, y sus ojos azules, brillaban como nunca lo habían hecho. Entre giros y risas, sus ojos lograron vislumbrar una cabaña a lo lejos, se detuvo y sonrío antes de echar correr hacia ésta. Su manita tembló sobre la manija helada de la puerta, dudó por momentos entre abrir o no, se decidió por hacerlo. Tenía sed de aventura. Sus ojos se pasearon por la vieja estancia, recorriendo el mecedor de madera, el gabinete, una peinadora y el grupo de muebles en la esquina alejada, todos cubiertos por una débil capa de polvo. Luego, se detuvo a ver el closet. Terminó de entrar y la puerta se cerró a sus espaldas, se giró sólo para cerciorarse de que no había nadie atrás de ella, y volvió a su detallada observación. Esa cabaña era tan acogedora. Se acercó al mecedor y sus dedos trazaron tres líneas sobre su madera, dibujadas al retirar el polvo con un simple roce. Siguió acariciando cada textura, con suavidad y delicadeza, dejando sus huellas por doquier. Con un débil esfuerzo, abrió la primera gaveta, encontrándose con varios conjuntos de ropas. El segundo, estaba completamente vacío, lo cual le extraño, pero no le impidió abrir el tercero, repleto de retazos de revistas, hojas, y varias cartas. Se sentó en el piso de madera y comenzó a abrir las cartas, que al parecer no habían sido abiertas por nadie jamás. Las dedicatorias decían de un tal Romeo para una Julieta, adentro tenían escritas frases de amor, mensajes, y sueños. Las devolvió a su lugar, dejando todo tal cual como estaba, intacto. Se dirigió al closet, y al abrirlo encontró varios vestidos antiguos, algunos con colores rojos desvaídos, colores cremas difuminados con polvo y uno que otro blanco. Se alzó sobre la punta de sus pies y tomó uno de los blancos, al sacarlo el polvo se esparció por el aire, lo que hice que estornudara varias veces. Se lo puso sin dudarlo mucho y se contempló en el espejo de la peinadora. Abrió las gavetas de ésta y encontró collares junto con pulseras, se las colocó y se imagino a su madre, vestida de ésta misma forma. Tomó una de las pinturas de labio que había a simple vista, se pintó los labios de un rojo carmesí, muy bien pintado para ser tan pequeña. Se lo quitó con la manga del vestido y lo arrastró hasta la puerta que le faltaba por revisar. Se sorprendió al encontrar altas estanterías repletas de libros, las paredes llenas de éstos, de todos los colores habidos y por haber. Ella conocía esto como “biblioteca”. Se acercó y tomó uno de los primero que vio, titulado “El príncipe”; Le recordó cuando veía las películas de princesas en la televisión, cuando eran salvadas por un príncipe apuesto, de cabellos dorados y ojos azules, tal cual como el que ella soñaba. Tomó otro libro que le asombró bastante, de nombre “Molliet”, le sorprendió que se llamara igual que ella, pero no se detuvo a preocuparse, lo hojeó para seguir deleitándose con los dibujos, pero su sorpresa no llegó hasta ahí; el último dibujo que había era el de una pequeña niña sentada en el suelo de una biblioteca, leyendo un libro. Lo dejó caer y se quitó el vestido de novia apresurada, dejando a los dos tirados en el suelo. Salió corriendo de la cabaña, con una sensación de alegría y extrañeza. Corrió entre los árboles amarillentos por las hojas, viendo como sus huellas quedaban marcadas en el camino. Se tropezó con una fuente de deseos y buscó en los bolsillos de su vestido una moneda, la encontró y la tomó entre sus dos manos con fuerza. -Deseo que un príncipe me rescate. –dijo para si misma y soltó la moneda. Escuchó como el agua salpicaba al caer y la vio destellar por la luz del sol.
10 años después.
Molliet contemplaba su reflejo frente al espejo de la peinadora. El vestido
blanco que le había entregado su madre le esculpía su esbelta figura de una muchacha de veinte años. Se iba a casar, efectivamente. Sonrío al verse realizada, tal cual como soñaba cuando la mitad de su edad. -¿Lista? –preguntó su príncipe azul, que entraba por la puerta triunfalmente. -Quiero ir a un lugar, antes de que sea la boda. –murmuró. Se colocó un mechón detrás de la oreja y miró a su príncipe, el cual asintió. Salieron tomados de la mano y caminaron hasta la vieja cabaña. Él abrió la puerta caballerosamente para ella. Caminó sin dudar hasta la puerta de la biblioteca, fue derecho al libro y lo tomó entre sus manos. Se sentó en el suelo y él se sentó junto a ella, mirando detrás de su hombro. El libro reflejaba su vida, como había crecido, y ahí estaba la última imagen. Como un buen cuento, mostraba como besaba a su príncipe azul, el espejo lo reflejaba. Dejó el libro donde lo había encontrado para volver otros diez años más tarde, y ver su vida desde otros ojos. -¿Qué era eso? –preguntó él. Ya cuando iban saliendo de la casa. -Mi vida. –respondió ella con una dulce sonrisa. -¿Estoy en tu vida? Ella asintió y acercó su rostro al de él, sus labios se rozaron con ternura y al alejarse, ella pudo ver sus rostros unidos en el reflejo de la peinadora, ambos felices, ambos sonriendo.