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LA DICTADURA DEL BLACKBERRY

“Mira, ¿por qué no me das tu PIN?” La primera vez que me hicieron esta
pregunta, me sonó tan, pero tan estúpida, que un poco más y escribo a los
encargados de los “record” para que la inscribieran como la pregunta más
estúpida que me han hecho en mi puta vida. Pero que conste: yo no sabía
qué cojones era un “PIN”. Quizá la pregunta me pareció atrozmente estúpida
por la cara de imbécil y el tono de idiota por convicción que usó el
muchachito (que no era un muchachito sino una hombre que ya pasaba de 20
años, y que posiblemente era capaz de empreñar a una burra corriendo) al
pedirme el “PIN”. “¿Qué te dé mi qué has dicho?” Tengo que reconocer que
cuando le hice esa pregunta, me empeñé en desbordar torrencialmente la
mala leche que siempre reservo para estos casos, que considero
particularmente peligrosos. Digo, por lo estúpidos. No hay nada más
peligroso que un estúpido que no ha hecho conciencia de que lo es. “Ay, tu
PIN, para que estemos comunicados por BB (que así dijo, BB) Messenger”. No,
pues en este momento ya yo me encontraba al borde de un ataque de pánico.
No pude más. “¿Pero qué dices, muchacho imbécil?” Con la pregunta así,
textualmente formulada, se rompió todo el encanto divinamente estúpido del
gesto de muchachito fino que había puesto aquel idiota para pedirme el
“PIN”. “Mira, tú disculpa, de verdad, pero no sé de qué coño me estás
hablando. No sé lo que es un PIN, mucho menos lo que es un BB”. “Ay, de
pana, qué insoportable eres”. Dio media vuelta y se marchó desplegando una
tan visible arrechera, que no sé dónde le quedó la… ¿clase es como le dicen?
En fin… Nunca celebro más que cuando hago huir a un imbécil. Y aquel
muchacho lo era.

Por supuesto que no tardé en olvidar aquel incidente, sin tomarme la más
mínima molestia por saber de que se trataba el “PIN” y el “BB”. En aquel
momento estaba empeñado en uno de los inútiles tema de la filosofía y no
andaba yo como para estarme ocupando de esa cosa, que no sabía qué era,
pero que tampoco me interesaba. Pero no tardé en salir de mi ignorancia,
cuando un buen amigo me mostró su flamante adquisición: un teléfono
Blackberry. No escatimó esfuerzo alguno para mostrarme las “bondades” de
ese aparato, aunque mientras él me explicaba con lujo de detalles las
funciones de ese teléfono, lo escuchaba con la estoica actitud que asumo
cuando tengo que escuchar algo que no me interesa, pero que me lo tengo
que calar, lo cual sucede muy pocas veces. Pero como dice el refrán,
“cochino que come mierda, ni que le quemen la jeta”, y le lancé una
preguntita: “¿Por casualidad ese teléfono no tendrá alguna función para
acallar el torbellino de la pasión sexual convertida en desenfrenada lujuria?”
Ya mi amigo sabía que después de esa pregunta lo que le venía encima no era
normal. Detuvo la explicación con un “chico, tú y tus cosas” y pasamos a otro
tema.

Uno de esos días, en los que andaba libando el dulce licor del hastío, me
animé a leer un reportaje sobre los entonces nuevos teléfonos celulares: en
definitiva un celular con una serie de funciones, diseñado para los hombres y
mujeres de negocios… ¿Pero qué “negocios” tenía aquel muchachito imbécil
que me pidió el “PIN”? Ninguno, ciertamente. ¿Entonces a santo de qué tenía
un aparato como ese? Simple: sus padres disponen del suficiente dinero como
para darle ése y otros muchos caprichitos más a su “bebé”. ¡Cuánta miseria,
Dios mío! ¡Cuán bizarro es este mundo, donde ser imbécil es motivo de
galardón! Después hube de enterarme que el “MSN Blackberry”, es
sencillamente, una de las funciones de este teléfono para cuando los
empresarios o andan aburridos o tienen que emitir informaciones muy
puntuales a quienes corresponda. Pero los niños de papi y de mami –y los de
no tan de papi y mami también- lo usan para chatear, un asunto que pueden
resolver fácilmente con la mensajería instantánea hasta del teléfono celular
más chimbo. Pero no, la nota es el “PIN”, la nota es el “BB”. Y pensar que
por la mensajería de texto de mi paupérrimo teléfono celular, que creo
ningún ladrón se tomaría la molestia de robarme, puedo comunicarme de
manera instantánea, a través de la mensajería de texto, con amigos que viven
en Irán y en Qatar, pasando por los que están en España. ¡Qué mundo más
bizarro! ¡Qué país tan bizarro es Venezuela!

Porque esa es la otra que hace que uno mee y no eche gota: resulta que
Venezuela es uno de los principales países consumidores de BlackBerry en el
mundo. Sí, sí, hablo el mundo y no de América. No hace mucho tuve la
oportunidad de alternar con un muchacho que trabaja como vigilante de una
empresa, con un sendo aparato de esos. Seguramente algún cabeza de
alcornoque, de los que nunca falta para desgracia de este mundo, dirá: “¿Y es
que los pobres no tenemos derecho a tener un BlackBerry?” ¡Pues claro, claro
que tienen derecho a tener un BlackBerry! Como si quieren tener cinco. Pero
a lo que nadie tiene derecho es a ser idiota, e idiota es aquel que no tiene la
capacidad de situarse críticamente frente a la dictadura de la moda y del
esnobismo. A lo que nadie tiene derecho es a pesar que sus problemas de ser
los puede resolver con la posibilidad de tener. El eterno problema –drama
diría yo- de lo que ya de por sí es un lugar común: el ser y el tener. Aparte de
eso, a nadie le está permitido tener una “escala de valores” donde las
necesidades básicas sean puestas en entre paréntesis o en el “ya veremos”
por andar satisfaciendo las demandas de la dictadura de la moda.

El año pasado estuve cuarenta y cinco días en España. Durante ese tiempo
fue mucho lo que recorrí en tren, en carro y en bus (no quiero ni recordar el
viajecito de Granada a Madrid en bus) porque estuve en varias ciudades de
España: Toledo, Ávila, Salamanca, Segovia, Almería, algunos pueblitos de
Burgos y otros de Toledo. ¿Puede creérseme que en esos cuarenta y cinco
días no pude ver a una sola persona con ese tipo de teléfonos? Ni en los
trenes, ni en las plazas, ni en los parques, ni en los sitios especialmente
turísticos, abarrotados de gente. Ni siquiera en el Metro de Madrid, que es
mucho decir.

Pero bueno, algunos dirán que España es lo último de Europa. ¿Pero y


Amsterdam? Creo que en ese aeropuerto pasé las seis horas más torturantes
de mi vida. Todo porque no encontré ni una sola de las discriminatorias
casetas que se han inventado para darnos un lugar a los desadaptados que
todavía tenemos los riñones de fumar. En las caminatas que me di por todo el
aeropuerto, buscando una puta caseta, tampoco pude ver un solo BlackBerry,
y eso que hice el propósito de examinar, por curiosidad estadística, a cuántas
personas podía ver allí con un aparato de esos.

Luego pasé veinte días en Asia. La mayor parte del tiempo lo pasé en Hong
Kong y, para mi desgracia, tuve que aguantar el ruido, el congestionamiento,
el agitamiento de una ciudad como esa. Parece que es poco menos que un
pecado mortal ir a una ciudad como Hong Kong y no quedar exhausto del
agotamiento, por el afán de “conocer”. Con lo que detesto andar en la calle,
aunque se trate de Hong Kong. Pero no, parece que el asunto es “conocer”,
sin respetar el derecho que tenemos los que no queremos conocer y
sencillamente preferimos ir a hacer lo que tenemos que hacer y ya. Y no es
que sea “virtuoso” del trabajo y del cumplimiento del deber, sino que me
produce urticaria la sola idea de salir para aquello que no sea un asunto
puntual que resolver. No me encontraba en Hong Kong por razones
turísticas, sino de trabajo; pero había que “conocer”. Pero claro, lo que
conocí allá fue la nueva forma de esclavitud existente en esa espantosa
ciudad: los varios centenares (¿miles, acaso?) de mujeres filipinas que
encuentran la posibilidad de ser “mano de obra barata” en una ciudad
completamente corroída por el consumismo más desbordante.

Pero a lo que voy: tampoco logré ver en Hong Kong un BlackBerry. Uno de los
días más aterradores de ese fatídico periplo fue cuando el “grupo” decidió ir
Macao. No recuerdo quién acuñó la expresión “la dictadura de las mayorías”,
pero lo que sí sé es que eso se dio en este caso específico: tener que
desplazarse de una isla a otra, con ese calor tan asfixiante, para luego
recorrer los “lugares históricos” de esa isla colonizada por portugueses y que
lo único que exhibe con impúdico desparpajo es la decadencia de los
colonizadores y de los colonizados. Una isla que vive de los juegos de azar en
los casinos es como para… mejor no uso ningún calificativo aquí, porque no
quiero seguir desbordando la mala leche, aunque tengo de sobra. Por
supuesto que uno de los sitios obligatorios para ir a “conocer” era “El
Venecia”, un casino que en la sala de abajo tiene novecientas mesas de
juegos, con un centro comercial que reproduce parte de Venecia, con sus
góndolas y demás, y donde los que padecen el terrible drama de la ludopatía
pueden hacer “negocios” para poder obtener dinero y seguir jugando, a través
de la compra de joyas costosísimas. Un casino con un hotel de cinco mil
habitaciones. No sé cómo puede caber tanta decadencia junta en un solo
lugar. Ah, pero lo dicho: tampoco allí había un solo BlackBerry, no al menos
con la visibilidad que tienen en Venezuela.

Porque es que ese es otro asunto: no sólo somos uno de los principales países
consumidores de BlackBerry, sino que parece que somos el país que más y
mejor los exhibe: en la calle, en el Metro, en el bus, en el carro, en el
parque, en la plaza… Mientras, los ladrones hacen su agosto en cualquier mes
del año, porque nunca falta el acomplejado exhibicionista que desea, a costa
de su misma vida si es posible, que los demás nos enteremos de que tiene un
BlackBerry. Pero lo que muchos de esos acomplejados no saben es que
existimos anormales como yo que, lejos de celebrar un BlackBerry, los
miramos con el más visceral de los desprecios, hasta un punto tal de que,
como quien suscribe, ha tenido el tupé irreverente de despreciar tres
BlackBerry que le llegaron a título de regalo. ¿Por qué tengo que aceptar un
regalo que no voy a utilizar? ¿Por convencionalismo? ¿Por dar gusto y
contento? Lo siento, pero no tengo vocación de dar contentamiento a nadie.

Habrá que seguir reflexionando sobre esto, aunque prometo hacerlo en otra
ocasión, porque ahora mi cerebro se marchó a un plan vacacional. Pero
supongo que alguna vez tendré que explicitar las únicas razones por las que yo
tendría un BlackBerry. Además, no sé si deba pedir perdón a tantas personas
cercanas a mí, por haberme expresado en los términos en que lo hice;
personas que tienen de esos teléfonos, que forman parte del reducido mundo
de mis afectos, pero personas que supongo también saben mi extraña
capacidad de decir las cosas como las siento, aunque por ello me maten.

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