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La perinola

Álbum de fotos infantiles


Álex Ramírez-Arballo

La primera imagen es ominosa: una criatura de aproximadamente cinco o seis


años camina apoyándose en una rústica muleta, avanza trabajosamente y se
detiene frente a la mirada del fotógrafo extranjero. Tiene en su mirada un halo
de melancolía profundísima y unas facciones finas que el horror no ha logrado
borrar. No tiene nombre, eso no importa, porque en este lugar los niños son
menos que personas y a veces menos que animales. Necesita apoyarse porque
le falta una piernita, la que le arrebató una mina antipersonal, una de las
tantas que han sido sembradas en los campos de Colombia; pero el problema
no es sólo de este país, esta clase de artefactos se cuentan por millones
alrededor del mundo y cada año causan la muerte o la mutilación de muchas
personas. Son como las semillas del odio, el testimonio de la fascinación del
género humano por la subyugación, el control y la destrucción sistemática de
sus hermanos.

La segunda imagen consiste en un rostro de niño o niña trastocado


digitalmente para proteger la identidad de la víctima. Sin embargo el cuerpo, la
posición y la actitud general que proyecta sólo puede calificarse con una
palabra: desconfianza. Los pies bailotean y se entretienen el uno con el otro, lo
mismo que las manos, que no saben estarse quietas ni saben tampoco dónde
esconderse. La criatura está sentada en una silla enorme y ahí su cuerpo se
reduce aún más y empequeñece ante la mirada curiosa de los presentes. El
comunicador narra sin esconder la emoción una historia macabra: el profesor
de una escuela particular abuso de la criatura, lo había hecho durante mucho
tiempo, aparentemente, y el criminal fue protegido por el director del plantel; la
madre busca el auxilio de la justicia: no la encontrará y lo sabe.

Vemos ahora los ojos de cristal del niño, la mirada en ninguna parte, los
cabellos sucios se mueven con el viento caliente de la tarde. No es uno más, es
uno entre los demás, una criatura salvaje en la ciudad. Se mueven como los
peces, como si todos ellos fueran un solo organismo que deambula y gasta la
vida, la poca vida, en el vagabundeo interminable. Poco a poco, de a uno, de a
dos, van cayendo al mundo de la alcantarilla y ahí se unifican más, se acoplan
como un solo cuerpo y comparten el poco pan y la alegría ácida de su guarida.
Nadie los ve, ni siquiera cuando corretean por las calles y avenidas o se suben
a los árboles de un parque a inhalar una estopa empapada de solvente. No han
dejado de ser niños y eso se alcanza a percibir debajo de esos harapos y esos
gestos endurecidos por la vida perra que les ha tocado en suerte. La
indiferencia de la gente, aunque ellos ya no se den cuenta, los va forjando, los
va llenando con los licores del odio. Mañana o pasado, o en unos pocos años,
tendrán tiempo de hacerse ver por la fuerza, ejerciendo una violencia que si
bien no es aceptable es -si es que se tiene el corazón bien puesto hay que
admitirlo- mucho más que comprensible.

P.S. El juego es un derecho que los niños tienen y que los padres debemos
salvaguardar, fomentar y difundir. Desde que me convertí en papá me di
cuenta de esta verdad de a kilo pero que por mi inmadurez o ignorancia había
pasado siempre por alto. Los padres adquieren un gravísimo compromiso de
salvaguarda que no puede ni debe limitarse a la manutención, pues es de todos
conocido que la formación de una persona reclama más que los elementos
materiales: se requiere, pues, de la presencia y el amor cotidiano. Cuán poco se
escucha hoy en los medios de comunicación sobre estos delicados temas
esenciales, como si nada importara más que la delincuencia de los narcos o las
fechorías legales de la clase política, como si hablar de la formación humana
fuera un asunto menor o franca cursilería.

Tengo dos amigos que no saben aún que son mis amigos, pero que se han
echado a la ruta con tal de ver de primera mano los rostros infantiles y las
voces que noche a noche los arrullan. Se llaman Antón y María y puedes visitar
su sitio de Internet para que entiendas de qué se trata su estimulante proyecto,
un esfuerzo antropológico que va dando ya sus frutos y que va llamando la
atención de la gente sobre los derechos infantiles en materia de juego y
formación.

Termino recordando que en la generación de nuestros padres la figura paterna


se desvanecía (por machista conveniencia) y era sólo la madre quien trataba de
formar a la persona. Hoy que veo hacia atrás me lamento mucho por ellos,
pues perdieron la oportunidad de vivir la aventura más dulce y más fascinante
que pueda vivir persona alguna. Por mi parte puedo afirmar que no estoy
dispuesto, y conmigo muchos hombres de mi tiempo, a perderme de la dicha
que brota segundo a segundo del corazón de nuestros niños. Hay esperanza.

Álex Ramírez-Arballo es doctor en literaturas hispánicas por la University of Arizona y


actualmente trabaja como profesor en el departamento de Español, Italiano y
Portugués de la Pennsylvania State University. Su correo electrónico es
alexrama@orbired.com

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