Está en la página 1de 2

Es tarde y debería ir a casa, pero por alguna razón ajena a mí no puedo dejar de ver hacia ese

maldito edificio. Desde que llegue a casa ayer por la noche me la pasé pensando en cómo sería la
vista desde ahí arriba…en qué podría encontrar… Incluso cuando logré dormir alrededor de las 3
de la mañana soñé con esa maldita maraña de acero y concreto. Me levanté excesivamente
temprano, a las 5. Para perder el tiempo prendí la tele de la sala pero entonces el noticiero decidió
mostrar su reportaje especial en el tráfico para este día festivo. Se veía todo Monterrey desde los
cielos. Desde la punta del obispado hasta lo más lejano de Escobedo y Guadalupe. Y entonces
entre tomas pude verlo de nuevo. Juro que ese maldito edificio tiene malas intenciones hacia mí.
Si no es eso entonces debe ser una señal divina o algún churro fumado de ese tipo. El punto es que
salí de casa alrededor de las 7 y tomé el camión al centro. Es un largo recorrido desde mitras al
centro, pero ¿qué se le puede hacer? Llegó el camión, que hoy estaba considerablemente más
lleno con 10 personas más de las que normalmente acostumbran tomarlo. Decidí sentarme hasta
atrás. Ésta es una costumbre que se pierde con el tiempo: disfrutar el ir en el último asiento del
camión. Pero hoy decidí dejarme llevar. Pasamos por los mismos lugares pero hoy la avenida
principal estaba bloqueada por un maldito camión. Seguro llego más tarde, fue lo que pensé en el
momento. El conductor tomó una ruta alterna que me llevó por zonas de la ciudad que jamás
había visto. Gracias a Dios me tocó uno de esos camiones que tienen despejadas las ventanas
traseras, por lo cual pude ver todos estos lugares desde la comodidad de mi asiento. Una brisa
suave comenzó a soplar por la ciudad y a colarse por la ventana. Mi cabello se alborotó un poco, lo
suficiente para verme sexy o por lo menos así categorizo a ese tipo de brisa. Estábamos cerca del
centro cuando me di cuenta que pasaríamos junto al edificio. No me bajaría, de ninguna manera…
debía llegar al trabajo o no me pagarían el día. Estábamos ya en la calle que pasa junto al edificio
cuando el autobús se paró junto a marco. Amo este museo. De chiquilla venía muchas veces con
mamá y papá. Aún me gusta el arte, pero ya no voy más que una vez al año. No lo pensé. O por lo
menos me di cuenta que no lo pensé cuando me vi pisando la banqueta. No sé cómo, pero me
bajé del camión por puro instinto. Me quedé ahí sin saber qué hacer. Te podrás imaginar lo rara
que se veía una tipa de unos veinte años parada en la parada del camión; vestida con ropa formal
completamente de negro cual secretaria de despacho de viejos amargados, con una bolsa rosa
colgando de un hombro, una cebolla medio caída en la cabeza, casi sin maquillaje y viendo como
estúpida al edificio que tenía enfrente. De acuerdo…eso no se vería tan raro en el centro, pero
cuando noté la posición en la que me encontraba me sentí así de ridícula. Entonces crucé la calle.
Pasé debajo del edificio y me paré ahí justo donde los abuelitos van a bailar danzones los
domingos. Volteé hacia arriba pero solo pude ver el techo y una que otra persona que caminaba
en los pisos superiores. Entonces esa necesidad de llegar al techo de aquel edificio volvió a mí.
Maldito sea este edificio y el maldito que decidió construirlo. Me dirigí al elevador y cuando se
abrió subí junto a un señor bastante amplio con un bigote que combinaba a la perfección con esa
barriga y la bolsa de tortas que traía en la mano. No me prestó atención, simplemente se limitó a
tomar su celular y hacer sabrá Dios quién sabe qué con él. Este señor bajó en el tercer piso. Yo
llegué hasta el último. Entonces salí del elevador y me di cuenta que ese piso estaba casi vacío a
excepción de una oficina justo al extremo contrario de donde yo me encontraba. Miré alrededor
intentando descubrir cómo llegar al techo de un edifico al que jamás habías entrado. Algo cayó al
final del pasillo hacia mi derecha y cuando volteé solo vi la puerta de servicio cerrándose. Ahí
estaba yo con la clave para llegar al techo, las ganas para salir corriendo y abrir esa puerta también
y perderme detrás de ella y mi consciente racional que me decía que probablemente un violador
me esperaba allá arriba. Sí, no le hice caso a mi consciente. A fin de cuentas, cuando más sabes
que no debes hacerlo lo haces. Abrí la puerta y entonces recordé que debería checar que nadie me
viera y me fijé alrededor, pero no había nadie. Entré por la puerta y me encontré con las escaleras
de emergencia. Un vuelo de escaleras llevaba a los pisos inferiores, el otro llevaba a una puerta un
piso más arriba. Dejé mis cosas junto a la puerta. Por si acaso saqué un suéter de la bolsa, puse la
bolsa en el suelo y la cubrí con el suéter. No haría gran diferencia, pero podría llegar a despistar a
un ladrón tonto o al menos ayudar a la policía a saber que estuve ahí. Subí corriendo y cuando
llegué a la puerta la abrí. Salí y la brisa me golpeó la cara y terminó con lo que quedaba de mi
cebolla. Ahí, justo frente a mí en el extremo opuesto del edificio estaba un joven parado. Cuando
escuchó que la puerta se cerraba volteó. Estaba recargado en un extremo del edificio que hacía la
función de barandal, como una terraza. Sus ojos me penetraron hasta el alma. No pude moverme.
Él no pudo moverse. Él me había estado esperando como yo había estado esperando el momento
de venir a él. Ninguno de los dos lo sabíamos, pero en ese momento estuvimos seguros. Di un
paso al frente y puso sus manos en el barandal. El miedo que sentía dentro no se comparaba con
la emoción y felicidad que estaban comenzando a surgir. Cuando me vio dudar su semblante se
suavizó y se volvió tierno. Dio un paso. Di otro. Bajó la mirada a su mano. Me miró de nuevo. Su
mano extendida hacia mí. Corrí hacia él. No pensé. No racioné. No hice caso a mi cerebro. Me
tomó en sus brazos. Era como si su complexión estuviera hecha para ajustarse exactamente a la
mía. Me abrazó fuertemente. Lo abracé fuertemente. Entonces recordé tantas vidas. Recordé
tantos encuentros. Recordé tantos tiempos y momentos junto a él. En ciertas vidas yo era rica, en
otras pobre, en otras tonta, en otras soberbia. Él llegó a ser político, campesino, guerrero,
cantante, poeta. Nuestros encuentros llegaron a ser desde la cuna, en la niñez, en la adolescencia,
a veces él era mucho mayor que yo o yo era la mayor. Pero siempre llegué a él y él siempre esperó
por mí.

“Tardaste.” Me dijo esa voz que al momento identifiqué.

“Pero llegué.” Dije en su oído.

Al momento encontró mis labios y supe que esta sería una vida tranquila y que no pasaríamos
todos esos problemas, angustias y desesperaciones de hace 200 años. Oh no. Esta sería una vida
conmemorativa. Pobre, pero hermosa.

“Recuerdo que hace 200 años te encontré debajo de aquella iglesia con ese cura gritando. Tenías
los ojos más hermosos y las trenzas mejor peinadas del pueblo.” Dijo tomando mi barbilla para
poder mirarme a los ojos.

“Sí, y tú tenías ese horrible bigote, pero los brazos fuertes de quien se entrega al campo y la
sonrisa más increíble del mundo.”

Ambos reímos. Esa vez la guerra nos separó. Esta vez nos unió. Solo que ahora los malos no se lo
llevarían de mí. Era solo mío por esta vida.

También podría gustarte