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Zambra
Zambra
Difícil es definir el estilo, tan difícil como permanecer insensible ante su presencia; no
discernirlo en las cosas que lo tienen, pues nada fascina tanto. Ciertas épocas de la Historia
son perdurables por haberlo logrado en extremo, como ciertas mujeres famosas cuyo
la belleza natural sin más, sino a que fueron la encarnación de un estilo o le crearon. Ciertas
ciudades, ciertos palacios y aún casas sin pretensiones; ciertos rostros y figuras y hasta
plantas y flores. Pues el estilo resplandece a veces en una sonrisa, en una línea sutil,
Toda obra humana persigue un estilo, aunque no logre, ni aún lo sepa. Todo aquel que
construye, o traza una línea apetece perdurar si no en los siglos, en la mente de quien lo
contemple. En el fondo, nadie quiere producir —cuando de obras visibles se trata— sino
una imagen; una imagen perdurable. Cuando alguien pregunta: “Le gusta a Ud. la ciudad”,
La Habana, por ejemplo, está preguntando en realidad, si de su visión, múltiple y confusa
Pues, las necesidades prácticas que parecen regir cada día más la vida no podrán borrar esa
otra previa que los hombres sienten de quedarse con la imagen de lo visto; y de exigir que
se aproxime cuanto sea posible a las imágenes dibujadas que alberga su alma. Abrimos los
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ojos ante la realidad, aún la más cotidiana, con la esperanza de encontrar en ella la
realización de algún ensueño no declarado o su pasto. Y así, las ciudades, los edificios que
hoy con frenético impulso se levantan en esta Era que pasará a la historia con el doble
nombre de Era de las Edificaciones y de las Destrucciones, caerán, si algún día, el hombre
que las hizo y las habita, se da cuenta de que no sirven a sus ojos, de que sólo funcionan en
el estricto sentido de las necesidades vitales... ¡Vitales! ¡aún más vital es esta necesidad de
fondo inabarcable de proveerse de imágenes, de imágenes que fascinan, que atraen, que
consuelan y apaciguan; de vivir entre esa suma de armonía, de gracia conjugada con la
El estilo no es la persecución de una línea arbitraria, ni de una imagen hija de una quimera.
la obra desempeña, obedece igualmente a esa cifra secreta que todo paisaje físico y social
alberga en su seno.
Y así, el estilo viene a ser un lenguaje. Si sabemos leer en las cosas que lo tienen,
descubriremos no sólo los ensueños y anhelos de quienes las fabricaron y usaron, sino
también su vida, su vida en la expresión más vulgar, que ha dejado justamente de ser vulgar
Los países no son excepción de esta Ley del estilo. Por el contrario se podría decir de un
país que ha entrado en posesión de su Carta de Independencia, que tiene un nombre propio
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política, de tener voz y voto en el concierto de las Naciones, posee un estilo. Todavía más,
aún antes de gozar de estos beneficios, existe históricamente si tiene un estilo. Tal es el caso
política. Cuando Cuba alcanzó su independencia, tenía su estilo hacía largo tiempo, su
estilo... esa imagen que el viajero llevaba consigo, esa imagen que acompañaba al criollo
por tierras lejanas y que trasmitía a los extraños; esa imagen que se anticipa al
conocimiento físico y que produce nostalgia aún en quienes no han gozado de su presencia.
Coincidente con la emancipación de la Isla, allá en la vieja España corría una versión
fabulosa, casi mítica de su rara hermosura. Isla y por ello lugar de gracia y maravilla. Las
islas sugieren en la mente del hombre de tierra firme, la imagen de una vida libre de
aquellas sombras de lo que falta en una vida, donde todo ha de ser conquistado, se unen
Islas hay muchas, pero algunas se llevan la palma representando a las demás. Así, Cuba
para la imaginación española: gracia y levedad, que coincide con la imagen que el cubano
debe de tener de sí mismo, pues “pesado” es el atributo más denigrante, delito casi, en
labios criollos. Se puede ser todo, pero ¡pesado!... No desacertada la nostalgia del hombre
de tierra firme cuando la palabra “Cuba” liberada en su alma una imagen leve, impalpable
como la de una muchacha apenas mujer. La levedad, cifra del encanto que proviene de una
esencia apenas incorporada, como la muchacha en quien florece con toda su fuerza la
feminidad sin más cuerpo que el preciso para que sea visible.
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Y así es la Isla cuando al fin se la ve; se la sigue buscando por un tiempo, pues su tierra a
pesar de la intensidad de la luz o por ella, es más que corpórea, fantasmal. Eso tan raro que
es un fantasma luminoso; un sueño que la luz del día no deshace. Las imágenes del sueño
parecen salir de un fondo oscuro que les presta contorno; la imagen real de la tierra cubana
emerge de la luz. Isla en la luz, más que e el mar, imagen inasible de una tierra que apenas
pesa. Posada sobre las aguas como una imagen descendida de ese su cielo, tan cercano;
sostenida en el cielo más que fijada en las entrañas de la tierra. En los días luminosos del
invierno, se la siente pender del cielo rozando apenas el mar como imagen apenas
Obediente a lo más secreto en lo más visible, a esa imagen de la propia Isla, el arquitecto
español, y el criollo levantaron las ciudades, las iglesias, las casas residenciales y también
las casas de los pobres. Todo respondía a la levedad de la Isla, hasta en el horror de la
piedra desnuda en el gusto del color que extendían sobre toda superficie. Colores leves;
rosados, azules, esos azules cubanos que son como la librea de la servidumbre a su cielo. Y
amarillos, como el cielo a veces se pone un instante tan solo, fugitivo a la caída de la tarde
y otro instante más largo cuando todo el levante es un mar de oro, como si el Sol se
Y la gracia de la palma real, casi invisible, pura línea, inspiró también al arquitecto, al
maestro de obras, al albañil mismo que cumplía su tarea sabiendo que aquellos techos y
aquellas paredes no eran fortín contra una naturaleza ceñuda. La casa cubana, como la
son los muros que se conjugan con la luz; por eso la columna es elemento esencial. Y en el
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centro, el patio, espacio ofrecido en una suprema cortesía a la luz, al aire, a las estrellas. Las
casas del Norte deben de venir de la cueva prehistórica, como se ve en esas cuevas
gigantescas que son los templos góticos. La del Mediodía, nacida en el Mediterráneo, viene
del oasis de sombra y frescura; son oasis recubiertos a medias; su centro es el patio donde
el agua salta de una fuente o brota de un manantial. Es la casa del agua, verdadera Diosa de
leer la vida, toda la vida de un país; su pasado, allí retenido, y su futuro, pues ¿habrá futuro
gozoso de que se le guarde. Tal ciertas casas que todavía conserva la Isla; entre ellas me
aparece como la cifra de la Cuba verdadera, real, la Quinta de “San José”, enclavada en el
reparto de Pogolotti.
No es obra del azar; unas manos que saben y sienten la han ido llevando hacia su
perfección. Y al verla se dice: “Así debió de ser exactamente, ella y la vida en Cuba”. La
Escondida al fondo de un ancho parque, la casa de “San José” aparece como en un sueño al
visitante que tiene la fortuna de que ante él se abra su puerta. Una puerta simple, con esa
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sobriedad de lo que no tiene necesidad de anunciar lo que encierra. Así es en los sueños y
en las viejas Leyendas del Oriente; un viajero pasa indiferente y distraído a lo largo de un
muro que nada precioso parece encerrar; un presentimiento agita, sin embargo su ánimo y
levanta los ojos; y entonces, una puerta cede, como obediente a un conjuro que le abre un
lugar encantador, un espacio diferente de todos donde la belleza rige. Aparece una avenida
y al final; la casa de rosadas columnas entre los laureles que le sirven de fondo; no se está
cierto de que la casa esté de verdad allí y hay que avanzar y ver que se abre otra puerta,
pasado el pórtico de columnas y por ella seguir hasta el patio azul, donde el galán de noche,
la diamela y el jazmín hacen del aire un vehículo de comunión con la vida sutil y secreta de
las plantas. Y, lentamente, como si fueran surgiendo por sí mismas, con esa infalibilidad de
las cosas que están en su lugar y son como deben de ser, van surgiendo los azulejos del
zócalo, la fuente, los lavamanos de mármol adosados a las paredes, el tejadillo que sombrea
un lado del patio, las puertas abiertas en esa corola del medio punto, tan cubano; la calma,
la gracia leve, como la respiración de una deidad que hubiese encontrado allí su morada.
El interior de la casa; sus galerías, sus salones, bibliotecas y estudios, sin aire alguno de
dictar lección ofrecen un ejemplo, museo viviente de la casa señorial del dieciocho que la
vida del diecinueve enriqueció con un sutil refinamiento y el veinte con el necesario
confort. Muestra así en una perfecta continuidad la vida cubana en su más puro estilo, sin
Museo viviente del estilo de Cuba; del estilo logrado hecho ya cifra. Los muebles, lejos de
robar espacio aquí dónde el espacio es lujo imprescindible, lo dejan ampliamente. Alacenas,
composición plástica acabada; que el espacio llegue a cobrar valor musical y sea como una
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cadencia que todo lo envuelve. Desde cualquier rincón la impresión es la misma: la
A la hora en que la destrucción amenaza a las más bellas y puras muestras del estilo
cubano, la presencia viviente de esta Quinta de “San José” adquiere categoría de ejemplo.
Al vivir con estilo sustituye hoy el vivir con lujo y tanta distancia hay de lo uno a lo otro
que viene a ser lo contrario. En una casa con estilo el lujo no se nota; el precio se ha
transformado en valor; el “tanto ha costado” ha dejado el paso a lo que vale, a lo que es. En
la obra de estilo y aún en la vida de quienes lo tienen, hasta el esfuerzo mismo queda
escondido; la armonía parece haberse producido por sí misma y sostenerse en ella misma.
En verdad, sucede lo contrario; lo que es lujo solamente cuesta lo que fue su precio que el
tiempo desvaloriza. Más, el sostener un estilo es siempre obra de sacrificio. No hay estilo
que podría producir…, pues la belleza necesita espacio y tiempo a más de inteligencia y
devoción como semidiosa que es. Sin los altos laureles, sin el espacio que aísla esta Quinta,
mantenimiento de un estilo sea no sólo de valor estético, sino moral y allá en el fondo
aliente una cuestión de deber, religiosa —escrupulosamente sentida. Sin esa conciencia
vigilante, moral, no hay estilo que no se deshaga entre el vaivén de los tiempos cargados de
dificultades. El esfuerzo tenaz e invisible guiado por la inteligencia y el sentido del deber
con su Patria, ha sostenido sin duda, a la señora María Teresa de Rojas, heredera de una
vieja estirpe cubana, y a Lydia Cabrera, hija de uno de los más ilustres fundadores de la
devoción inteligente de estas dos damas, esta Quinta que habitan y que los viajeros
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muestra el rostro señoril y lleno de gracia de la vieja Cuba… ¡la vieja Cuba!; junto a ella,