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LOLO, EL LOBO BUENO

Un día el Lobo Feroz se levanta con un tremendo cargo de conciencia. El lobo


de todos los cuentos de todos los tiempos está muy viejo y muy casado. A través
de los años han escrito cosas terribles sobre él. Tantas y tantas fechorías le han
achacado, que tuvo que vivir escondido por el resto de sus días. De todos los
sitios lo echaban, lo amenazaban, lo apaleaban. Y ya está cansado. Solamente
quiere vivir en paz con la gente el resto de sus días.

--Fíjate tú-- piensa el lobo—que nunca, jamás en ningún cuento, han escrito
algo agradable de mí. Soy el malo; el ruin; el canalla. Ya estoy muy viejo, y muy
cansado de que la gente me mire con repelillo. Siempre tengo que esconderme
porque quieren lincharme. Es triste vivir de esta manera. Pero es más triste tener
que morir sin haber hecho nada por cambiar mi imagen. Sobre todo, morirme y
que los niños sigan pensando que fui un ser malo, ruin y perverso. ¡Ya es hora de
hacer algo! ¡No aguanto más este cargo de conciencia!

Decide entonces tirarse a los caminos para ver si se tropieza con la


oportunidad deseada. Necesita que la gente lo vea como la víctima que es de
escritores inescrupulosos. Siempre manchando su imagen y su dignidad. Porque,
es cierto que el Lobo Feroz ha cometido algunas faltas, como todo ser imperfecto.
Errores que la gente ha malinterpretado. Y él quiere aclarar todo de una vez para
siempre.

Se echa a caminar por el parque y se tropieza con un policía.

--¡Mira, mira a quien tenemos aquí! ¡El Lobo Feroz!—exclama el policía


levantando la macana presto a emplearla en la cabeza del infortunado.

--Un momento, Señor Policía, quiero aclarar ciertos errores…

--Desaparece de mi vista. Que no te vea donde están los chicos, ni los


cerditos, ni las ovejas, ni las gallinas, ni las ancianitas enfermas, ni las niñas con
caperuzas rojas. ¡Cómo te vuelva a ver rondando esos lugares, vas a saber cómo
duele esta macana!

No hay forma de que el policía comprenda. Así que el Lobo Feroz tiene que
salvar su viejo pellejo huyendo a esconderse.
Pero el Lobo Feroz no se da por vencido. Está decidido a cambiar su imagen.
¡Si tan solo le dejaran aclarar los malos entendidos! Pero nadie está dispuesto a
escucharle. Sus patas cansadas y viejas apenas le permiten correr. Por eso trota a
pasos cortos. Y a cada paso debe detenerse a tomar aliento.

Se echa sobre una piedra a descansar un poco. De momento el Lobo Feroz


olfatea el aire. Alguien se acerca. Se pone en guardia. Entonces escucha voces.
No se esconde, como hace siempre. En vez se queda quieto. Arregla con sus patas
su pelusa alborotada. Se fabrica una sonrisa, tratando de esconder los dos
colmillos que le quedan. No quiere asustar a nadie. Por eso pone su mejor cara de
lobo bueno. Quiere demostrar su buena voluntad a quienquiera que se acerque.

Son dos ancianas. Vienen muy apacibles, paseando sin prisas, apoyadas en
sendos bastones y conversando animadamente. Están solamente dando un paseo
por el parque.

--¡Buenos días, abuelitas!—dice el Lobo Feroz queriendo ser amable.

Las ancianitas quedan tiesas del susto.

--¡El Lobo Feroz!—gritan a coro, y ponen unos rostros de espanto que meten
risa.

--No voy a hacerles daño—suplica el lobo. Solo quiero conversar.

--¡Conversar! No nos engañas taimado bribón. ¡El bastón, Engracia, el


bastón!—dice una blandiendo al aire el bastón.

--¡Acércate, tunante, y probarás en tus costillas este palo!—replica la otra.

--Están equivocadas. No pienso hacerles daño. Quiero aclarar ciertas


medias verdades que se han ido contando a través de los años.

--No hay nada que aclarar, pillo. No creas que nos hayamos olvidado de la
Caperucita Roja y su pobre abuelita.

--Tampoco de los pobres cerditos a quienes quisiste engullir, títere.

--Ni las ovejas indefensas que has aterrorizado toda la vida.

--O a las gallinas que te atiborras de los corrales que encuentras a tu paso.

--Sí, te conocemos muy bien, pícaro.

Y ya el Lobo Feroz no tiene tiempo de convencerlas por tener que esquivar la


lluvia de bastonazos que le viene arriba.
Huyendo de la furia de las ancianas, se tropieza con un corro de niñas.
Juegan a saltar a la cuica en un claro del parque. El lobo ve la oportunidad de
hablar con ellas. Las niñas suelen ser atentas y amables, piensa. Pero no bien lo
divisan, todas ellas corren despavoridas. Mientras corren, gritan pidiendo auxilio.
De seguro todas han leído el cuento de la Caperucita Roja. El Lobo Feroz queda
solo, con un plantón de narices en medio del parque. Tiene miedo que acudan los
guardianes y la emprendan a palos contra él. Echa a caminar muy triste. Nadie
quiere saber de él. Nadie quiere escuchar lo que tiene que decir.

Entonces escucha una vocecita a sus espaldas.

--¡Eh, tú! ¿Acaso no eres el Lobo Feroz?

Y cuando se da vuelta, ve a una niña como de siete años. Va descalza y mal


vestida. Camina resuelta, sin miedo.

--¿Y tú, no me tienes miedo?—pregunta el lobo lleno de esperanza.

--No, ¡qué va! ¿Por qué he de tenerte miedo?

--¿No habrás leído el cuento de la Caperucita y la Abuelita; el de los tres


cerditos; o el de las ovejas y las cabras?

--Sí. Los he leído. Pero no creo lo que dicen. Me parece que no cuentan
toda la verdad.

--¿En serio? ¿Crees entonces que no he cometido todas las tropelías que me
achacan?

--Para nada—exclama la niña tan tranquila.

El Lobo Feroz quiere llorar de la emoción. Es la primera vez que alguien cree
en su inocencia.

--Mira, tal vez la abuelita de la Caperucita era muy traviesa. Quien sabe te
convenció para que te vistieras con sus ropas mientras ella se escondía en el
ropero. Quería hacerle travesuras a su nieta. Mi abuelita lo hace conmigo. Y yo
disfruto de sus travesuras.

--¡Eres una maravilla de niña!—exclama el lobo loco de contento—. Y bien,


entonces no creerás tampoco lo de los tres cerditos. Te puedo asegurar que la
historia no es como la cuentan.

--No tienes que decirme nada—lo interrumpe la niña—Sé la verdad de los


tres cerditos. Mi padre me contó la verdadera historia. Escucha: Uno era holgazán.
Fabricó su casita de pajas para no pasar mucho trabajo. El otro era avaro.
Compró por bagatelas una madera apolillada. Y el tercero fabricó su casa con
ladrillos que hurtó de la ferretería. Y tú solamente querías que te invitaran a jugar
a los dados.

--¡Qué maravilla de niña!—exclama de nuevo el lobo--¿Cómo te llamas?

--Me llamo Aída. ¿Y tú? Todos te conocen como el Lobo Feroz, pero sé que
debes tener un nombre como todo el mundo, ¿no?

--Me llamo Lolo—dijo él tristemente—pero a quién le importa mi nombre. Lo


que les interesa a la gente es si me comí a la abuelita, si asusté a la Caperucita con
mi nariz larga, mis orejas puntiagudas, mis enormes ojos y mis afilados dientes.
Que si eché abajo a soplidos las casas de los pobres cerditos para almorzármelos.
Que si me engullí a la ingenua oveja y correteé a la inocente cabrita. A nadie le
importa que me llame Lolo, que haya sido malinterpretado por la historia. Que los
escritores se hayan ensañado conmigo. Ni siquiera les importa averiguar si en
realidad hice todo lo que me achacan.

--¡A mí me importa!—exclama Aída, mientras le pasa la mano por la pelusa


reseca del lomo.

--Y, ¿por qué te importa un pobre lobo viejo y desacreditado como yo,
Aída?— pregunta Lolo con los ojos aguados por las lágrimas.

--Porque a mí tampoco me comprenden. Porque soy pobre. Porque las


niñas no quieren jugar conmigo. Por eso me alegro que las hayas asustado.

--Pero no lo hice a propósito—protesta Lolo.

--Aún así, me alegro que huyeran asustadas. No quisieron que jugara con
ellas a saltar la cuica.

--¿Y eso por qué?— Lolo no acaba de comprender.

--No lo sé. Quizás porque ando descalza. O porque mi vestido es viejo y


remendado. Tal vez porque no voy a su escuela.

--¿No vas a la escuela?

--No a la de ellas. Voy a la escuela pública. Mis padres no tienen dinero


para pagar una privada.

Lolo se rasca una oreja con sus garras. Parece preocupado.

--Pues mira. Es una suerte que te encuentre. Eres la primera persona que
me comprende, Aída. Todos me llaman pillo, villano, ruin. De milagro no me
acusaron de empujar al Ratoncito Pérez en el caldero hirviente de sopas de
cebolla. Me atrevo a asegurar que más de uno pensaría que conduje a los
hermanitos Hansel y Gretel a casa de la bruja malvada. Tal vez hayan creído que
fui yo quien envenenó la manzana que le dio la bruja malvada a la Bella Durmiente.
O que acusé a Cenicienta con la madrastra y sus horribles hermanastras. Quien
sabe la de atrocidades que me han endilgado de siempre.

--Sí, Lolo, la gente a veces es injusta.

--Sí, Aída. Pero aunque todo el mundo sea injusto, si encuentras una sola
persona que te comprenda, la vida puede ser más agradable.

--Cuando sea grande, escribiré tu historia de diferente manera—asegura Aída


sonriendo.

--¿En serio? ¿Harías eso por mí?

--Te lo prometo.

Y Lolo, el Lobo Feroz, se fue muy feliz a terminar de vivir su vida en un


bosque tranquilo. Tal vez un día, Aída escriba la historia como verdaderamente
ocurrió.

Tina Casanova

San Juan, Puerto Rico

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