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--Fíjate tú-- piensa el lobo—que nunca, jamás en ningún cuento, han escrito
algo agradable de mí. Soy el malo; el ruin; el canalla. Ya estoy muy viejo, y muy
cansado de que la gente me mire con repelillo. Siempre tengo que esconderme
porque quieren lincharme. Es triste vivir de esta manera. Pero es más triste tener
que morir sin haber hecho nada por cambiar mi imagen. Sobre todo, morirme y
que los niños sigan pensando que fui un ser malo, ruin y perverso. ¡Ya es hora de
hacer algo! ¡No aguanto más este cargo de conciencia!
No hay forma de que el policía comprenda. Así que el Lobo Feroz tiene que
salvar su viejo pellejo huyendo a esconderse.
Pero el Lobo Feroz no se da por vencido. Está decidido a cambiar su imagen.
¡Si tan solo le dejaran aclarar los malos entendidos! Pero nadie está dispuesto a
escucharle. Sus patas cansadas y viejas apenas le permiten correr. Por eso trota a
pasos cortos. Y a cada paso debe detenerse a tomar aliento.
Son dos ancianas. Vienen muy apacibles, paseando sin prisas, apoyadas en
sendos bastones y conversando animadamente. Están solamente dando un paseo
por el parque.
--¡El Lobo Feroz!—gritan a coro, y ponen unos rostros de espanto que meten
risa.
--No hay nada que aclarar, pillo. No creas que nos hayamos olvidado de la
Caperucita Roja y su pobre abuelita.
--O a las gallinas que te atiborras de los corrales que encuentras a tu paso.
--Sí. Los he leído. Pero no creo lo que dicen. Me parece que no cuentan
toda la verdad.
--¿En serio? ¿Crees entonces que no he cometido todas las tropelías que me
achacan?
El Lobo Feroz quiere llorar de la emoción. Es la primera vez que alguien cree
en su inocencia.
--Mira, tal vez la abuelita de la Caperucita era muy traviesa. Quien sabe te
convenció para que te vistieras con sus ropas mientras ella se escondía en el
ropero. Quería hacerle travesuras a su nieta. Mi abuelita lo hace conmigo. Y yo
disfruto de sus travesuras.
--Me llamo Aída. ¿Y tú? Todos te conocen como el Lobo Feroz, pero sé que
debes tener un nombre como todo el mundo, ¿no?
--Y, ¿por qué te importa un pobre lobo viejo y desacreditado como yo,
Aída?— pregunta Lolo con los ojos aguados por las lágrimas.
--Aún así, me alegro que huyeran asustadas. No quisieron que jugara con
ellas a saltar la cuica.
--Pues mira. Es una suerte que te encuentre. Eres la primera persona que
me comprende, Aída. Todos me llaman pillo, villano, ruin. De milagro no me
acusaron de empujar al Ratoncito Pérez en el caldero hirviente de sopas de
cebolla. Me atrevo a asegurar que más de uno pensaría que conduje a los
hermanitos Hansel y Gretel a casa de la bruja malvada. Tal vez hayan creído que
fui yo quien envenenó la manzana que le dio la bruja malvada a la Bella Durmiente.
O que acusé a Cenicienta con la madrastra y sus horribles hermanastras. Quien
sabe la de atrocidades que me han endilgado de siempre.
--Sí, Aída. Pero aunque todo el mundo sea injusto, si encuentras una sola
persona que te comprenda, la vida puede ser más agradable.
--Te lo prometo.
Tina Casanova