“El estilo se manifiesta en el lenguaje. El vocabulario de un escritor es
su moneda, pero es papel moneda cuyo valor depende de las reservas de mente y corazón que lo respaldan.” Cyril Connolly, Enemigos de la promesa, 1938
Aquí estamos, casi tres años después, nuevamente metidos en el
doble ejercicio de entrega que demanda (me demanda; nadie me pidió nada, es cierto, pero esta crónica arranca con aviso: aquí estamos) cada nuevo estreno de Wes Anderson. Un desdoblamiento, espalda-con-espalda, en el que un yo se entrega completa y felizmente a WA, a una idea del cine y del mundo, y el otro yo, espada láser en mano, se entrega simultáneamente a la defensa de ese tesoro, a veces polvoriento, cuyo valor es cada vez más discutido y que mañana (nótese que esto queda escrito) será incomparable. WA es un director enorme y la salida directo a DVD de Fantastic Mr. Fox, su nueva fantasía animada (de ayer, hoy), la primera realizada con “técnicas de animación tradicional”, también habla de una idea del cine (acaso no tanto del mundo), que no ha de ser discutida aquí porque ya aburre. Fantastic Mr. Fox es la adaptación de una historia de Roald Dahl realizada en stop-motion color terracota acerca de un zorro, Mr. Fox, que es lo que es aunque intente disimularlo: roba aunque no lo necesite (tendremos que entender en algún punto que sí lo necesita, y de eso se trata la película), es un chico aunque crezca, es un salvaje aunque trabaje de editorialista en un diario. Es un zorro con crisis de los 40 (cifra que vaya uno a saber cuántos años zorrunos representa) casado con la Señora Fox y padre de Ash, un adolescente que busca su destino al igual que él mismo. Aunque en su día le prometió a la Señora Fox que no iba a volver a robar gallinas ni ninguna otra cosa, Mr. Fox la emprende alegre, casi cívicamente contra las propiedades de Boggis, Bunce y Bean (these horrible crooks), ricos y despiadados granjeros de su nuevo barrio. La venganza de la oligarquía rural no se hará esperar, y en busca de matar a Mr. Fox, el trío acorrala al zorro, a su familia y a unos cuantos vecinos en un hoyo a mitad de camino entre la luz del sol y el centro de la tierra. Habrá final feliz para la aventura (para la de Mr. Fox y para la de WA, también acorralado por unos horrible crooks de los que habíamos prometido no hablar), pero tampoco es cuestión aquí de seguir por el lado de los detalles argumentales (aunque eso implique no mencionar al sobrino Kristofferson). Mientras está alejado de la vida que merece ser vivida, la de robar gallinas, Mr. Fox se pregunta: “¿Quién soy? ¿Por qué un zorro? ¿Por qué no un caballo, un escarabajo, un águila? ¿Y cómo puede un zorro llegar a ser feliz sin, y perdonen la expresión, un pollito entre sus dientes?”. En manos de WA, el cuento conserva el retrato compacto de-la-piel-para-afuera del personaje, con el padre de familia procurando sustento y protección, pero también incluye tremendos viajes a la dimensión subcutánea: los robos de Mr. Fox derivan en unas comidas pantagruélicas y sofisticadas (un dandismo alimentario, de ser esto posible) y la lucha del protagonista es fundamentalmente contra la domesticación. WA y Mr. Fox tienen bastantes cosas en común, y acaso sea esta, además de la primera película del primero animada con “técnicas tradicionales” (hay una suerte de stop-motion espiritual en sus películas anteriores: lo único que le faltaba a esos actores era ser de plastilina), su obra más tersa emocionalmente, por no decir autobiográfica, que no sería preciso y además es una vulgaridad. Hay algo muy moderno y tremendamente atávico a la vez en todo el film, empezando por el stop-motion, pero siguiendo con giros del habla, modos, ropa y música; no es algo precisamente retro (retro-moderno, dirá alguien, y eso sí que es vulgar), sino más bien una especie de distinción instintiva, que alcanza a Mr. Fox y a WA, empujados ambos a hacer cosas que prefirirían no, y con un único final feliz posible llamado destino: no poder escapar de aquello que son y que seguirán siendo. La escena en la que Mr. Fox lee el diario y desayuna es perfecta a la hora de definir, bien temprano en la película, al personaje: el zorro está sentado a la mesa, leyendo el diario y hablando con su esposa, haciendo gala de unos modales exquisitos, y cuando aparece frente a su hocico un plato de waffles se lo zampa con una voracidad y una violencia extraordinarias, para, al instante, volver al modo razonamiento sin conflicto alguno. Más allá del “contenido” del cuento y del punto de la vida en el que Dahl se encontraba cuando escribió la historia (la muerte de una de sus hijas y el accidente de su hijo varón, la necesidad de defender a la familia robando alegremente o cavando un hoyo de camino al centro de la tierra), es posible buscar en los claroscuros de otro escritor las huellas de la hermosa criatura de dos cabezas que ahora conocemos como WA/Mr. Fox, el modo en que estilo e instinto terminan siendo palabras complementarias. En una entrevista publicada por The Writer en septiembre de 1961, Eric Phillips le adjudicaba al escritor británico Julian Mclaren-Ross, dandi descarriado y nostálgico, una personalidad que “de algún modo contradice su aguda conciencia de los tiempos en que vivimos”. “No hay ningún indicio de condescendencia en su uso repetido de las palabras: ‘My dear boy’... Es sólo una parte de su crianza y de la dignidad natural. Toma un trago y fuma un cigarrillo a la manera de un hombre que disfruta fumando y bebiendo. Con él, fumar y beber son placeres positivos, no hábitos”. Para ir terminando, se pega aquí abajo el comienzo de la ya citada entrevista de Mr. Phillips, con el pedido de un pequeño ejercicio: donde se lee Julian Mclaren-Ross tachen (o apunten el nombre en alguna to-do list, que vale la pena: existen impecables traducciones locales de Veneno de tarántula, 1945, y De amor y de hambre, 1947) y pongan WA; y donde dice escritor… no, nada, déjenlo como está: “Julian Maclaren-Ross es algo más que un mero escritor. Es también un calígrafo. Sus originales están escritos a mano con una letra que es clara, particular y hermosa a la vista. Y si asumimos que el de la buena letra es un arte casi perdido, usted debe sentirse tentado a pensar que Maclaren-Ross está detrás de los tiempos, y entonces lo mejor será releer algunos de sus cuentos sobre la Segunda Guerra Mundial. Cuando aparecieron fueron aclamados como obras maestras; hoy se leen como obras de vanguardia”.