La estatua descubierta
Juan Villoro
L grsbones mearsime dan deconfianza Meade pri
ta espuma parecia condensar la suciedad de otras manos.
—AMe subes el cierre? —sdlo entonces advert que Mau
1a eepetia la pregunta
‘Me gusta su espalda, el delta tenue que baja de los om6-
platos; los mejores lunares suelen estar en las espaldas, cinco
seis en el caso de Maura, una minima constetacién que cu
bei con el clerre que levaba a Maura vestida, lista para fa
ceremonia, Ela sostenia una corbata; la anudé mientras yo
miraba el plafon del techo. Estdbamos en un hotel que por
casualidad sobrevivi6 2 los bombardeos: las imparas con
abalorios, as paredes tapizadas en tela y los vidrios bisela-
dos hacfan que uno olvidara el mundo de alld afer, la plaza
presidida por un musculoso héroe del pueblo y el Milcboar
{que no defaba de difundir un rock probablemente huingar.
Maura me dio una palmada en el pecho: podia represen:
tara mi pais (después de dos aos en la Embajada, lla seguta
2 cargo de impedir que escogiera mi corbata verde; soy es
‘cultor y durante afios vivi sin otras prendas que mis overoles
rmanchados de yes0).
Mis exposiciones en pequefias galerias me dieron est
clase de renombre que apenas disimula el fracaso: mis ate
vimientos no se vendian. Un antiguo compatiero de escuela
ttabajaba en Relaciones Exteriores y se impuso la tarea de
rescatarme; la verdad, su ayuda two algo de agravio; me mo-
lesté que me ofreciera un puesto que no tenfa ninguna post
bilidad de rechazar
‘Maura se adapt6 sin problemas ala nueva vida. Esa no-
che volvi a admirar la seguridad que acompafiaba sus gestos
‘ms nimios; se maquillé con una rapidez controlada, como
si no hubiera otra forma de hacerlo. La vi frente al espejo;
sus ojos se cruzaron con los mios y sonri6. Nunca la he visto
sonreir para sf misma,
Salimos ala calle. El vient frio se mezci6 con el perfume
de Maura. Hay ciudades replegadas en si mismas, que no se
revelan por entero, En todas sus zonas, Potsdam parece mis
pequetia de lo que es; con frecuencia nos encontrabamos en
una plaza vaca y avanzdbamos 2 otra plaza también vacia
En la mafiana, la gente del museo nos habia servido un
doppetkorn que no logr6 mitigate! fro y en cambio contr-
buy6 a que el pasaje se me grabara con una curiosa plastic
dad. Viel bosque, la torre de telecomunicaciones de Berlin
Occidental, ls veleros que navegaban con cautea y, en esta
oil, junces, redes con hojas secas, anques, metraletas des
puntando entre las ramas.
Recorrimos el jardin de Sanssouct aletargados por ell
cor. Los étboles se alzaban como inseguros filamentos; las
estatuas habian sido cubieras.Jamds habia visto algo seme:
jante: los pedestaes se sucedian unos 2 otros, soportando
Caja rectangulares y grses. “Para que no se datien con el
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Naimero 189 Agosto de 1992
invierno", me dieron. Fingi interés en tas explicaciones so-
bre el nimero de jardineros que trabajaba ahi y la super:
ficie total de parques del pais. Sélo adverti que Maura ya
no estaba con nosotros cuando un funcionario sugiri6 que
Ja buscéramos,
‘Avancé por una calzada, con la impresién de tener el
parque entero ante mis ojos. Me sorprendié que un jardin re:
Uilineo pudiera ocultar a alguien. Finalmente, encontré el e-
‘creto: la terraza de césped desembocaba en unas escaleras que
baaban abruptamente hacia otra terraza, un coto para uso ex
clusivo de! monarca.
En una rotonda de plantas estaba Maura pensativa, co-
smo si siguiera una idea lejana, un hilo muy delgado. Pisé unas
amas secas y se volvié: vi un leve temblor en su mejila y
luego su sonrisa radiante, como si al verme regresara a tert
toro conocido. Cotti6 2 abrazarme. Me bes6 varias veces.
“Siempre me recibe como si me hubiera perdido".
‘Al fondo, més alé de los arbustos, distingu’ una estatua
desnuda, Sé que la expresién es absurda, pero despues de tan-
tas cajas me parecié sobreexpuesta. La piedra mordida por
‘el moho y los ojos, suplicantes en su ceguera, hacian pensar
en un castigo; se diria que estaba descubierta 6lo para just
ficar el cuidado que recibian las otra.
Pensé en el jardin de las estatuas mientasfbamos ala inat-
guracién. Exponia uno de nuestros mayores geometrstas, un
genuino seguidor de Josef Albers. Preparé un discurso para
fingie que se trataba de un revteal de las grecas mexicas y
clatco triangular maya; las Kineas reetas de un ltinoamerica
‘no solo interesan si provienen de un pasado remoto, de pre-
ferencia mégic.
Los cuadros no tuvieron tanto éxito como el pelo y los
Cos negros de Maura. Ni siquiera el agregado austriaco —un
hombre de mérmol— fue ajeno a su belleza. Habl6 con una
parcialidad que en nada se debia a la pintura.
‘La gente se despedia cuando ofmos gritos al fondo de
{a sala. Junto a una mesa repleta de vaso, Julio Obligado, con-
sejero argentino, alzaba una mano ensangrentada. Le oftect
mi pafuelo
—No es nada, una conada noms,
tar como si lo degollaran
Era el nico del cuerpo diplomdtico al que llamtamos
por diminutivo, quizd para contrarrestr su intimidante ape-
llido. Hubo exclamaciones de “‘Julito” en varios acentos.
El se comport con su cortesia de siempre, bromed sobre la
fuerza con que atrapaba los cocteles y tuvo presencia de dni-
‘mo para contar una historia de cuchilleros.
Maura salid de algin lado y dijo con apremio:
—Vamonos, ya no aguanto.
Un calvo la mir6 con descaro. También a él le pareci6
sds atractiva en su ansiedad
deci, luego de gr-
‘VoettaLa estatua descubieria
En el camino al hotel recordé la primera vez que hici-
mos el amor, en casa de Nacho Riquelme, a quien le vendi
‘un bronce tleno de turgencias que pretendian ser sensuales.
Lo puso en su jardin con el aire de quien tiene un Moore y
‘freci6 una fiesta de locura. Al develar la estatua un curioso
‘Pregunté si quello tenia ‘una historia". No tuve que inventar
‘un relato que jusificara esos gajos desesperados porque Maura
legé al jardin con el rostro de quien ha visto algo peor que
‘mi obra, Seial6 una luz gue primero significs la cocina y luego
encontrar a Edgar Gutiérrez con la mano cubierta de sangre.
—Me corté picando cebollas —explicé.
Las verduras ensangtentadas hicieron que un pedante ha-
blara de Frida Kahlo; bebimos hasta el amanecer y Maura y
yo despertzmos en la misma cama. La felicidad, como mis
eores esculturas, no tiene historia. Una vez cumplida, can-
Cela todo misterio. De poco sirve hablar de los afios felices
y banales vividos junto a Maura
Me estacioné frente al hotel, en un lugar prohibido. El
ruidoso café de la mafana era una mancha con un letrero des-
dentado: M Icbd r. Los edificios en tomo al héroe parecian
tener media hora de reconstruidos.
En el pasillo respiré el olor carbinico deta calefacciGn,
‘Nos tumbamos en fa cama blandisima, que parecta haber so-
portado millaes de cuerpos y entré en un suefio donde apa:
fecia una calle infinita, lena de sol, la calle de un barrio que
s6lo veo cuando duermo lejos.
Horas después, escuché algo: un amortiguado tableteo se
filtraba al suetio. Desperé y me cost6 trabajo hacer una com-
posicién de lugar; de un modo denso, inconexo, recordé lo
‘que nos habfan dicho de las ametralladoras automaticas. El
suelo de la frontera tenfa sensores para detectar pisadas; en
‘asiones, bastaba el peso de una ibe para activar ka metralla
Encendila luz del velador. Aun antes de volverme hacia
1a derecha supe que Maura no estaba ahi
Bajé de prisa y saqué de su sopor al portero de noche.
Die algunas palabras rotas hasta que él aticul6 una pregunta:
—lbre Gattin?
No sé qué me impuls6 2 salir por la puerta trasera. Co-
rf sobre el césped: me habla abrigado mal, el aire me cor-
taba el pecho.
CChoqué con unos arbustos que me daban a la rodilla y