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M.D.

ROCHA

UN AMIGO
INSEPARABLE

TERROR
Diseño de Tapa: JAXR3
Copyright © 2007 by Mario Da Rocha Sat.
Derechos reservados.
Edición digital revisada noviembre 2007.
1

En el nombre del Padre; Hijo; Espíritu Santo…

El teniente Woodrow quiso rezar sus oraciones en voz alta para resistirse desesperadamente
a escuchar aquella ridícula conversación que mantenían los alemanes. Pero hubiese sido un
hecho demasiado estúpido ante su situación actual. Así que procedió a repetirlas mental-
mente mientras sentía el bamboleo del camión Opel donde era trasladado. Estaba impedido
de la visión, pero sabía que franqueaban un bosque de abetos y pinos muy altos, ya que el
viento se oía danzar en espiral haciendo crujir y sisear sus ramas. Su respiración, viciada, se
escuchaba con un extraño efecto acústico dentro de esa tétrica bolsa de tela que encerraba
completamente su cabeza. Sin embargo, podía percibir cómo la brisa fría, helada, cargada
de nieve espesa, azotaba los costados del rústico como si fuera arena de playa.
La sangre le chorreaba por sus dedos y caía a un ritmo casi monótono sobre su pan-
talón de campaña. El intenso frío parecía anestesiarle el dolor que le producía el acerado
alambre de púas alrededor de sus muñecas. Pero el miedo lo tenía más distraído que la baja
temperatura. No era terror a morir, sino más bien a presenciar cosas siniestras, cosas como
el dolor y el hambre, y a coexistir en un mundo lleno de muertos; de cuerpos que alguna vez
albergaron fantasías, ilusiones y sueños; de personas tan normales como su madre, la cual
encontró electrocutada en la bañera del baño, con el asesino secador de pelo a su lado, abo-
llado a flor de agua y soltando mechas de humo grises que impregnaban el aire con la feti-
dez eléctrica de la carne incinerada.
De ahí su trauma con los muertos. De ahí, esa horrible repulsión contra los Nazis. Los
muy malditos asesinaban, y dejaban muertos, muertos que él vería, y de nuevo aborrecería.
No obstante el capitán Elmer Braun logró hacerlo más fuerte contra esto que lo carcomía.
Era estúpido pensar que lo curaría, pero lo hizo aprender a superar ese temor...
Se percató, al instante, de que había dejado de repetir sus oraciones mentalmente,
aquellas que a todos los Ranger se les hacía aprender para que en éste tipo de situaciones se
convirtieran en un sitio para refugiarse. Seguro que todos sus fallecidos compañeros las
habían repasado desesperadamente, una vez tras otra, mientras veían como fusilaban a sus
compatriotas. Mientras morían. Sus maestros les habían ordenado escribirlas en un papel,
leerlas antes de empezar su misión, y luego guardarlas en cualquiera de los bolsillos de sus
uniformes. Woodrow acostumbraba guardarlas en el bolsillo izquierdo, allí, justo sobre su
corazón. La razón no era nada personal, sólo que era una clase de ejemplos aprendidos, ya
que el capitán Elmer Braun, su mejor maestro, siempre hacía lo mismo.
Y ahora que recordaba al capitán, se preguntaba si estaría con vida. Pues ya no se
acordaba muy bien de cuánto tiempo llevaba sin saber de él. Elmer Braun no sólo le había
enseñado gran parte de lo que sabía sobre el arte de la guerra, sino que entre ellos había
surgido una amistad especial a lo largo de su carrera, un afecto igual al de un padre y su
hijo.
Por un momento permaneció tratando de evocar la cara del capitán, pero no pudo
hacerlo, porque no dejaba de escuchar a los soldados de la SS. Hablaban que hoy era do-
mingo, el día de la cremación. Uno de ellos rió, pero con asco. Segundos antes le había con-
tado a su grupo de camaradas que aquel maldito olor a Judío calcinado no se le quitaba
nunca de su mente. Otro hizo un gruñido de repulsión y dijo que para hoy debía haber más
de cien judíos muertos ya acumulados en el rincón; qué débiles eran esos hombrecillos
blancos. De pronto, dejaron de hablar, y hubo un pequeño siseo casi inaudible entre ellos.
Woodrow no lo entendió, pero en el fondo sospechó que decían algo sobre él. Después,
todos rieron. Y de repente, con voz de júbilo, uno de ellos dijo algo así como... «Quizá
pronto sabremos a qué huele la carne Americana cuando se incinera en los hornos.»

Aproximadamente como a la hora de camino, el vehículo se detuvo haciendo chirriar sus


frenos frente a la caseta principal de un campo de concentración. Las altas alambradas elec-
trificadas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, hendidas entre montículos de nieve
ondulada a lo largo del terreno y bajo colosales torres de control que se alzaban y se perdían
entre la bruma gris. Woodrow no advirtió que el Opel se había detenido para pasar el punto
de control, ni que los soldados se habían bajado del vehículo rústico, pues le faltaba poco
para congelarse. No sentía ni las muñecas ni las manos, y padecía de un entumecimiento en
las piernas que le hacía pensar que sus miembros no tenían huesos con qué sostenerse.
No obstante supo que su viaje estaba finalizando, porque un olor repugnante y acre lo
saeteó desgarrando una parte de su cerebro. Maldita sea, era el crematorio.
Ellos volvieron a subir al rústico, haciendo que se tambaleara sobre sus amortiguado-
res, y de pronto arremetió contra el camino, ahora pantanoso y rodeado por nieve, escupien-
do trombas de lodo espeso contra los guardabarros. El Opel se zarandeó un poco, patinando
sobre sus cuatro ruedas, pero continuó adelante, con un ronquido sistemático, siguiendo un
grupo de largas vías férreas y varias casas de madera sin ventanas, hasta detenerse ante una
estructura de concreto delimitada por vallas de alambre de púas. Pastores alemanes brinca-
ban y ladraban detrás de éstas, con una mueca brutal, enseñando sus dientes, la baba espu-
mosa alrededor del hocico. Más allá, como a cincuenta metros al norte, y espolvoreados con
nieve arenosa que parecía azúcar de repostería, se veían los barracones del campo, hechos
de tablas de madera oscura, donde eran concentrados los Judíos.
Uno de los soldados de la SS, uno que era calvo y de ojos ofensivamente verdes,
agarró a Woodrow por el cuello de su uniforme y lo sacó del camión con techo de lona,
arrojándolo a la inmaculada nieve como si fuera un muñeco de trapo.
¡Vamos, Musselmann, arriba! gritó, descolgándose la carabina del hombro, una
KAR98K . ¡Te ordené que te levantaras, maldito infeliz! ¡Te he dicho que vamos!... ¡Si-
no te levantas, irás derechito al carretón! ¡Qué esperas, puerco americano!
Los otros guardias se acercaron a él, también descolgándose las carabinas del hombro,
dándole la espalda a la puerta principal de una casa de madera, de donde se asomaba una
chimenea de piedra que lanzaba humo negruzco al cielo. Sus rostros flacos y brillantes, es-
bozaban una mueca morbosa, con ojos centelleantes, bajo un sol que apenas era una man-
cha amarillenta asomada entre las turbias nubes de la Alemania Nazi.
Woodrow comenzaba a arrastrarse, cuando sintió que una culata se fundió en sus cos-
tillas. No había motivos, él estaba obedeciendo, pero las culatas de los rifles bajaron empu-
jadas por una fuerza descomunal. Y se descargaron en sus costillas, haciendo que tosiera
con sangre. Repentinamente, los soldados dejaron de arremeterle, desviando su atención
hacia lo lejos, de donde provenía un ruido vago... creciente. Era un silbato de vapor que
venía aullando, clamando, como si convergieran en él todos los gritos espantosos del dolor
judío del mundo, seguido de un chirrido metálico que daba comienzo a un persistente tra-
queteo rechinante. Algo tan espantoso como ese olor a personas abrasadas.
Los soldados levantaron a empujones al teniente Woodrow, y en seguida le quitaron
la capucha. Lo que vio después, le hizo aflojar aún más sus piernas y empezar a vomitar.

El ladrido de los perros fue lo único que siguió a aquel terrorífico silbato, como una resu-
rrección, cuando vieron que se acercaba el carretón, crujiendo y traqueteando, mientras es-
cupía un chorro de humo pardo al cielo. Woodrow se quiso echar a la nieve, entre múltiples
sensaciones de arcada y con varios hilos de vómito chorreándole por el mentón, pero las
manos de los soldados, apretándolo fuertemente por los brazos y el pelo, se lo impidieron, y
tuvo que observar, muy a su pesar, aquella pequeña locomotora que avanzaba trabajosa-
mente por las vías férreas, tirando de una plataforma con ejes oxidados y cargada de cientos
de cuerpos de judíos muertos, de una extraña coloración cianótica.
El pequeño tren se detuvo al costado de un muro de concreto, siseando y bufando,
soltando nubecillas de vapor hacia sus ejes, y de pronto la plataforma comenzó a elevarse,
inclinándose hacia el piso, haciendo rodar la ruma de muertos en dirección al concreto, con
una lentitud enfermiza, demencial, macabra, casi tan igual a una pesadilla; donde los pinga-
jos de piel, muñones de brazos y piernas y cuerpos tan delgados como los de un niño de seis
años, caían lánguidos con sonidos viscosos y esponjosos, pero pesados. Las moscas bordo-
neaban agitadas, posándose, saboreando y despegando de nuevo al aire haciendo un espiral.
Los Nazis volvieron a carcajear sintiendo que lo visto había descoyuntado al teniente
Woodrow. Uno de ellos recogió la bolsa de tela de la nieve, llena de manchas grotescas,
teñidas de un siniestro color carmesí, y, a la fuerza, se la puso cubriéndole la cabeza.
El teniente luchó con algunas de sus fuerzas restantes, pero al final, cayó al piso con
el dolor de una bota Alemana en su espalda, con el aliento sofocado y con el siseo que hacía
el aire dentro de su pecho. Y escuchando cómo las palas que recogían los cuerpos judíos del
piso de concreto, raspando y chasqueando, dejaban un eco fantasmal en su cerebro.
¡Párate maldito! ¡O te montaré yo mismo en el carretón! graznó el guardia de
ojos verdes, pateándole el abdomen. Los otros guardias preparaban sus carabinas para apa-
learle.
Woodrow no podía sentir cuál parte de su cuerpo era golpeada. En ese momento esta-
ba sumido en la oscuridad, viendo, con sus párpados cerrados, los cuerpos caer del carretón.
Quería, desesperadamente, no ver eso. Era mejor morir, era mejor morir, era mejor mo...
Un estampido recorrió el cielo como si fuera un trueno.
La sirena de alarma se encendió, los perros comenzaron a ladrar más seguido, los
guardias de las altas torres buscaron de disparar hacia el posible agresor, otros soldados
salieron de sus barracas, desorientados, en pantalones y camisetas, con fusil en mano, como
si fuera una plaga de chiripas Alemanas, regándose por todos los rincones.
Los de la SS que golpeaban al teniente Woodrow, se detuvieron en el acto, con expre-
siones de asombro, intentando, descontroladamente, colocar sus armas en posición de ata-
que y repeler el fuego. Pero al voltearse, sólo vieron con asombro, a un hombre pulcramente
vestido con el abrigo negro de los altos oficiales de la SS, guardando su Luger en la fornitu-
ra de cuero y parado en el último peldaño de la escalera de la casa que estaba a sus espaldas.
El alto oficial hizo una señal a los soldados de las torres. En pocos segundos, la sirena
dejó de sonar y todo volvió a la normalidad bajo el cielo del campo.
Dirigió una mirada escrutadora a los guardias de la SS.
Ya todos se habían parado firmes, dejando a Woodrow retorciéndose en el suelo.
Señor... dijo uno, con facciones contraídas y pálidas en su cara. Los demás pa-
recían sólo abrir la boca y cerrarla al mismo tiempo, pero sin mencionar una palabra.
El alto oficial cerró los puños a los costados de las revolveras y juntó sus botas.
Agarren al prisionero ordenó, y llévenlo dentro..., al cuarto.
El oficial les dio la espalda y contempló las altas chimeneas del crematorio, con aire
de desprecio, mientras su respiración formaba nubes de vaho blanco ante su cara.

El cuarto no era más que una habitación oscura, de tablas de madera salpicadas con estalli-
dos de sangre, por donde la luz se filtraba tenuemente entre las rendijas, dejando ver haces
polvorientos que atravesaban la estancia oblicuamente. No se veían ventanas, solo la puerta
y una mesa cuadrada, con un jarrón despostillado en el centro y un viejo banquillo sin res-
paldar, que esparcía su deforme e inútil sombra sobre el piso de madera.
El teniente fue sentado en éste. Apenas si podía descifrar en qué posición estaba.
Quería que le quitaran esa asquerosa bolsa de tela de la cara y tener sus muñecas libres de
esas púas que le habían perforado el hueso, pero ni siquiera podía hablar para exigirlo.
No había podido abrir los ojos del todo, cuando los volvió a cerrar respirando afano-
samente. Sin embargo pudo ver que al frente de él se hallaba parado un hombre. ¿Es qué
estoy soñando, Dios mío?, se dijo, puesto que el hombre que había visto, era el capitán
Braun vestido como un Nazi, con los brazos cruzados y detallándolo casi que con lupa.
Al principio, lo creyó errado, pero al volver abrir los ojos, se dio cuenta que Braun se
pasaba la mano por la cabeza logrando que algunas hebras de su cabello gris dejaran de
caerle por la frente, y se acercó hasta Woodrow, encorvándose un poco hacia él.
¿Está despierto, Teniente?
Woodrow no respondió, sólo lo miró con ojos desencajados, ahogando sus palabras,
notando por primera vez y de una forma racional, que no tenía la capucha cubriéndole la
cabeza. Pero sus muñecas seguían insensibles, clavadas por las púas del alambre. Comenzó
a pensar, en tanto detallaba al hombre, que debía de ser una buena coincidencia y nada más,
el parecido. Ya que aquella mirada, aquel acento tan perfecto, era cosa absurda imitar.
Lamento no poder hacer algo al respecto con el alambre, teniente siguió el hom-
bre. Pero ya he hecho demasiado con traerlo hasta aquí y arriesgar mi misión. Es duro
saber lo qué les pasó. Pero no quiero caer en sentimentalismos, es así, esto es la guerra, de
lo que siempre te hablé. Hoy lo vives en carne propia, Woodrow.
Capi...? ¿Capitán..., de veras es usted? Intentó pararse, pero sus piernas se do-
blaron. Estaba débil, y sus costillas aullaban de dolor.
Calla dijo quedamente. Cerró sus puños. Luego extrajo de uno de sus bolsillos,
un pequeño pedazo de papel enrollado toscamente entorno a unos cerillos. Toma.
Woodrow tendió sus manos, crispadas y unidas por el alambre, obedeciendo en el ac-
to, y tomó el pequeño rollo de papel que enrollaba los cerillos. Después se inclinó lo sufi-
ciente y lo guardó, insertándolo dentro del borde de su bota militar.
Pero cómo...
No hagas más preguntas lo interrumpió, ni te preocupes en saber cómo estoy
aquí. No podemos perder más tiempo; sólo hay una oportunidad para sacarte con vida. En la
nota te describo el plan. Confía en mí. Sé que es horrible, pero es lo único que puedo hacer.
Es hora de irme. Contrajo su mandíbula y una sombra espantosa le corrió por el rostro,
como si en su ser apareciera un dolor abrumador. Algo horrendo.
Los malditos ladridos de los perros no dejaban de estallar una vez tras otra, en tanto el
fuego de artillería florecía a lo lejos, casi al final del mundo.

La estancia ya estaba totalmente a oscuras, pero la voz de Braun, con ese acento Alemán,
todavía flotaba dentro del cuarto, dando vueltas y cruzando sus oídos. Hacía largo rato que
revisaba sin cesar el absurdo plan, no le gustaba para nada, pero no tenía otra salida.
Se inclinó para que sus manos atadas, llegaran hasta el tobillo, donde se cerraba su
bota, y sacó solo el juego de cerillos, el trozo de papel se lo había comido. En aquella oscu-
ridad no pudo distinguirlos, pero no hacía falta, en sus recuerdos los veía bien. Todos eran
largos y de cabezas rojas, tal cual lo normal, menos uno que, no obstante, resaltaba por ser
más corto que el resto y de un rojo más claro, era especial. No, no era de veneno. Era un
potente somnífero que podría hacer pasar por muerto a una persona ante un equipo de
médicos profesionales.
Woodrow no conocía su nombre genérico, pero muchos le llamaban la «resurrec-
ción».
El plan consistía en que el viernes, Woodrow lo ingiriera, y cuando éste químico
hiciera efecto, él dormiría aproximadamente hasta el domingo a las doce del mediodía. Se-
guro que los Nazis le darían por fallecido, y como era de suponer, lo llevarían al crematorio.
Sí, junto y revuelto, a los demás muertos. Braun le escribió que cuando ya estuviera dentro
del horno, él procedería a sacarlo, antes de iniciar fuego, mediante la apertura de una pe-
queña compuerta que quedaba en la parte trasera, y que se usaba para el oreo y ventilación
después de la crema. El capitán sabía que todo no era tan sencillo como parecía, pues am-
bos tenían que confiar en que el químico diera el efecto deseado y, segundo, que Woodrow
despertara a tiempo para poder salir por sus medios cuando se abriera la compuerta de oreo.
Además, también le mencionó que esta era la última vez que se verían allí, pues mañana
llegaría el Comandante del campo de concentración y debería de prestarle la mayor colabo-
ración al infeliz, y no levantar sospechas de un inusitado interés por ese americano.
Otra cosa importante era que no podría demostrar privilegios hacia él, llámese, por
ejemplo, quitarle ese desalmado alambre de púas de las muñecas. Y que de seguro vendrían
a sacarle información con algunos métodos, pero que Braun sabía que resistiría a ellos bien.
Por otra parte, era importante que comiera la mierda de alimentos que daban allí, porque
necesitaba ahorrar todas las fuerzas posibles para soportar ese tiempo que iba a estar dormi-
do, además de el poder emprender la huida, hacia el bosque helado, cuando saliera de los
hornos.
6

El fulgor del sol invadió todo el lugar de un golpe, cuando la puerta se abrió.
Woodrow despertó bajo la mesa, golpeándose la cabeza, y arrugando la cara por el
efecto de la luz, y vio que una sombra granulosa se estiraba sobre las tablas del piso y tre-
paba por una de las patas del mesón. Un hombre mayor con un abrigo similar al que llevaba
en capitán Braun, se hallaba parado bajo el marco de la puerta, con expresiones casi inani-
madas. Su mirada era dura, del mismo color que el cielo Alemán. Tras de sí, un fondo des-
lumbrante, que no dejaba ver quién más rondaba por allí. Tenía dos detalles que impresio-
naban sobre manera: el primero era que en sus correas de cuero negro no aparecían armas
de fuego, ni siquiera la funda de su pistola vacía. Lo segundo era lo escalofriante que se
veía la esvástica alemana entorno a su brazo.
Veo que no ha dormido bien..., teniente dijo, con un pésimo acento inglés. Si
aprovecha bien esta oportunidad, no será necesario que se escude bajo una mesa. Es mi de-
ber... Se cortó de pronto, haciendo el gesto de querer traducir mejor sus ideas alemanas a
otro idioma. Es su deber escoger de qué manera prefiere vivir de ahora en adelante.
Entrelazó sus dedos y los tronó. Pero primero salga de allí abajo, y tome asiento. Solo
estamos usted y yo. Nadie le hará daño, nada más queremos algo que sólo usted sabe en
dónde está. Ahora, bien, siéntese y dígame dónde está el combustible.
Woodrow salió de abajo de la mesa, pero se negó rotundamente a hablar.

Veo que usted no nos sirve de nada. El hombre se tronó de nuevo los dedos y se frotó
la quijada como si se la pusiera en su sitio. Le daré otra oportunidad... Mire, uno de mis
oficiales nuevos, sabía de su itinerario. Sabía quienes eran usted y sus hombres. Lo sabía
porqué hace algún tiempo atrás casi lo matan, justificó él. Me gusta hablar claro para que su
mente, seguro muy hábil, no tenga trabajo de inventar... Conozco a muchos como usted..., y
sabe..., por desgracia los he tenido que matar con mis propias manos. Eran muy listos.
Lo miró a los ojos por algo más de diez segundos, y pareció divertido, pero no rió. No
le digo ésta experiencia personal para inquietarle..., no. Nada de eso. Sólo quiero que sepa
porqué se encuentra aquí con vida, mientras a sus hombres se lo comen los gusanos.
»Hace unos días que supe que vendrían, y le pregunté a mi nuevo oficial de confianza,
ése que le mencioné hace poco, qué haría él en mi caso. No es de dudar que el oficial haya
exigido la muerte de todos... Pero sabe algo, teniente... Éste oficial no es como cualquiera,
pues según lo expuesto es muy bueno manejando información enemiga. Y creo que les co-
noce bien..., demasiado diría yo. Un gesto irónico. Teniente, está vivo gracias a que él
dijo que le apresaran, ya que usted era el único que sabe con seguridad dónde está el com-
bustible. Pero no sé preocupe usted por él, conmigo estará a salvo, toda ésta transacción
será manejada por mí. Para su seguridad, lo alejé del tema, ordenándole que lleve a cabo
una misión encubierto dentro del campo de concentración.
»Ahora, después que conoce bien la historia, no haga que mi buen humor se agote.
Sabe, americano, con la edad he dejado de ser agresivo. Antes, de seguro que ya tendría sus
orejas en mis puños..., pero uno se va haciendo más maduro, sosegado, y aquel goce se va
haciendo menos febril, hasta que se convierte en paciencia.
Woodrow comenzó a depurar aquella sarta de mierdas que había escuchado. Y algu-
nas de ellas dejaron de ser sólo mierda, para transformarse en sensaciones que reñían por
aclararse. ¿Había dicho que su oficial de confianza sabía de su ubicación? ¿Su nuevo ofi-
cial? Un hombre que manejaba muy bien la información enemiga? ¡Que exigió la muerte
de todos, menos la de él!... «Teniente, está vivo gracias a que él dijo que le apresaran, ya
que usted era el único que sabe con seguridad dónde está el combustible...»
Veo que se ha vuelto muy pálido, teniente. Me imagino que estará cavilando que no
le queda otra salida que decir la verdad. Sonrió. Se agarró las manos atrás de su espalda
y elevó una de sus cejas. Es normal que piense que es un traidor a su patria, que merece
la muerte, que usted no puede hacerles esto... Pero, teniente, le digo que cuando se está en
su pellejo, los héroes..., los héroes no existen. Lo que existe: es el instinto de supervivencia.
Créame, el dolor no es bueno. ¿Ya decidió de qué forma quiere vivir de ahora en adelante?
Woodrow mantuvo silencio. En su cabeza no había espacio para escuchar lo que de-
cía el oficial alemán. Sólo se preguntaba cómo era posible que Braun hubiera hecho esto.
De una forma inconsciente ya había pensado que el capitán había cambiado a sus hombres
por seguir una misión, qué porquería tan absurda.
Miró por algunos segundos al oficial y luego rodó su mirada por todo el cuarto, recor-
dando a sus hombres. Dios..., Braun, te aborrezco. Quizá deberías morir igual que mis
hombres. ¿Qué se sentirá que te descubran? Porque eso haré, por que eso...
Se sobresaltó con la mirada penetrante del alemán y, súbitamente, se arrimó hacia
atrás haciendo que su banquillo rechinara sobre las tablas de madera. Le había dado la im-
presión de que todo lo que había pensando, éste hombre lo estaba escuchando.
El alemán suspiró.
¿Sigue pensando, no es cierto? Sus ojos se mueven de aquí para allá como buscan-
do las respuestas, las frases adecuadas para empezar. Creo que va por buen camino, tenien-
te. Pero no agote usted toda su paciencia. Acuérdese de que he madurado.
Woodrow sintió que había llegado la hora de delatar a Braun, pero sin duda que era su
palabra contra la de él. Además, lo más probable era que todo fuera a parar al mismísimo
infierno. Debía de pensar cómo vengarse, y vengarse bien. Pero una voz en su interior lu-
chaba por salir a flote entre tantas sensaciones de color fuego, se trataba de que ante todo
Braun había pugnado por él, arriesgándose, inventando quién sabe qué cuento chino para no
dejar que lo mataran como a un perro. Quizá el amor de un padre hacia su hijo.
Woodrow, no pudo explicárselo, porque el dolor y la rabia que experimentaba eran de
las peores. En el fondo sabía que él, en el lugar de Braun, hubiera hecho lo mismo. Era
fácil de entender que no había nada que hacer para salvar a sus hombres, era algo así como:
unos pocos por un bien mayor..., el bien del mundo, por así decirlo, y no el bien personal.
Braun era un patriota, sabe Dios cuánto debió de sufrir para tomar esa decisión delan-
te de esos miserables... No obstante, no quería seguir oyendo ésa voz, había que taparla,
enterrarla bajo todas las voces de guerra que ahora subían hacia su cabeza. Donde había
odio. Braun pagarí... De pronto, estalló un golpe seco que lo sacó de sus pensamientos. Y
cuando subió la cara, la puerta se había cerrado, ya no había luz, el Alemán no estaba frente
a él.
Acaba de salir. Nada más.
8

Entre un llanto silente y el frío, se quedó dormido, como si estuviera hincado en reverencia.
Y no supo qué sucedió, hasta que la puerta volvió abrirse al día siguiente.
Bajo la extraña luz titilante que había arropado el cuarto, una gran sombra fantasmal
se extendió por el piso hasta cubrir el rostro melancólico de Woodrow. Deslumbrado, vio
los vagos contornos de tres hombres muy juntos, avanzando hacia allá, y dejando el eco de
sus botas militares sobre su cabeza y a sus costados. El trío se detuvo frente a él, y poco a
poco, su visión se fue acostumbrando, hasta poder ver con toda claridad que dos guardias
sostenían a un cadáver que se encontraba en el medio de ambos, con los brazos lánguidos,
sobre el hombro de cada uno, la cabeza mirando hacia abajo, las puntas de sus botas
arrastrándose por el piso. Un charco de sangre se formaba bajo el tipo. Woodrow no podía
verle la cara, pues estaba sumergida en una lóbrega sombra formada por el resplandor que
venía desde afuera.
El teniente dejó escapar un sonido gutural, y luego se arrastró debajo de la mesa como
si fuera un perro que acaban de apalear, con un rictus facial convulsionado por la repulsión.
Los de la SS rieron moviendo sus estómagos, sus ojos se habían tornado más oscuros
y brillantes, y fue entonces cuando se echaron hacia atrás para coger impulso, y lanzaron al
hombre sobre la mesa. El cuerpo se descargó de frente, con las manos como garfios, sus-
pendidas en el aire, y se estrelló contra el centro del tablón, quebrándolo a la mitad. El pe-
queño jarrón se deshizo en astillas. Los dos pedazos casi asimétricos de la mesa se hundie-
ron hacia la base crujiendo, siseando y rechinando, elevando los extremos laterales como si
fueran alas gigantescas, despidiendo aserrín en todas direcciones. El tipo quedó de espaldas
encajado entre los largueros de la base, dando la impresión de ser uno más de los toscos
maderos. Woodrow pudo salir casi por los pelos antes que el cuerpo se precipitara contra la
mesa, reptando como una víbora hasta las sombras de un rincón, donde ahora permanecía
emitiendo entrecortadas exhalaciones de vapor que se remontaban ante sus ojos.
Los dos guardias se miraron a las caras y una nueva sonrisa se dibujo en sus rostros.
Y Woodrow pensó que le había llegado la hora de morir.

Uno de los guardias lo alzó por el cuello del uniforme, y lo recostó contra la esquina de la
pared, mientras el otro sacaba de uno de sus bolsillos una pequeña cizalla con el filo brillan-
te.
Esto no te dolerá dijo en burla, pues se nota que ya no las sientes. Dentro de
poco me suplicarás que te las corte... Parecen gangrenosas. Se dispuso a cortarle el
alambre de púas, esbozando una mueca de asco con su boca.
El pensamiento abyecto de la muerte se disipó de la mente del teniente al ver cómo la
pinza iba presentando su acerado filo entre las púas. Sin embargo, fue reemplazado por otro
que le sugería que ese milagroso acto debía ser obra de su... de Braun, el traidor de traido-
res. De seguro, éste ya se había enterado que el Comandante le había hablado un poco sobre
sus actuaciones. Y, entonces, había mandado a que le quitaran las púas para que la ira en su
contra no fuese tan grande. Braun le conocía bien, y sabía que haciendo algo arriesgado
para su pellejo, y el de la misión, podría comprometerlo de tal forma que sería el principio
para que Woodrow lo perdonara. Pero se equivocaba, jamás le perdonaría. ¡Jamás le
per...dona...!
Woodrow se desplomó hacia atrás, casi desvanecido, con el rostro violáceo. La pri-
mera de las púas había salido expulsando un surtidor de sangre purulenta por los huecos
horadados en su piel. Luego salió otra, y otra..., y una más, hasta que el alambre completo
se despegó de sus muñecas hecho un espiral rojo parecido a una hebra espinosa de la corona
de Cristo.
Woodrow cayó de rodillas en el suelo, con las manos crispadas y un brillo enfermizo
sobre sus mejillas. En ese momento los soldados no rieron. Sólo miraban cómo él se veía
las muñecas, blancas, con surcos, llenas de huecos oscuros como los hechos por gusanos, y
con una espantosa mueca desesperad de dolor. Uno de ellos se tomó el abdomen y se fue
hacia un rincón vomitando. El otro jamás se había imaginado que su compañero vomitaría
por semejante tontería. Pero a escuchar las arcadas de su camarada, sintió que la boca se le
aguaba. No obstante tragó en seco y sacó de sus bolsillos unas esposas de cadena larga, muy
brillante entre las sombras, y se agachó al costado del teniente.
Extiende una de tus mugrosas manos ordenó, abriendo la garganta del grillo. Pe-
ro ni siquiera esperó a que Woodrow extendiera el brazo, el mismo se lo estiró y lo engarzó.
Luego se puso en pie, y halándolo por el otro extremo de las esposas, le gritó: ¡Arriba!
Woodrow intentó impulsarse hacia arriba, pero sus piernas no le respondieron y se
fue de bruces sobre el piso, aullando, con alaridos ululantes y frenéticos, que flotaron en
espiral más allá del cuarto, remedando al silbato del carretón.
¡Basta! le gritó el otro guardia, que en ese instante regresaba, limpiándose la bo-
ca con el antebrazo. Hagamos lo que se nos ordenó, y larguémonos de aquí.
El otro se le quedó mirando, y asintió soltando el extremo de las esposas.

10

Ya era de noche. Y su visión muy escasa. Pero aun así, Woodrow seguía viendo lo que hab-
ía al otro extremo de la larga cadena como si jamás se hubiera hecho de noche.
Estaba cansado por todo lo que había gritado y llorado compulsivamente, pero no
podía ni siquiera apartar los ojos y dejar que esa cosa se moviera para tocarlo. Había aga-
rrado un mellado listón de madera de la despedazada mesa, y lo sostenía levantado por en-
cima del hombro, esperando a que se le ocurriera mover un dedo. Los Nazis le había dicho
que viera bien esas cadenas, porque era algo así como su cordón umbilical. Acabas de co-
nocer a tu amigo inseparable, americano. El Comandante tiene la convicción que después
de una semana, hablarás. Sabes, tener a un muerto atado a tu muñeca no es nada reconfor-
tante...
Woodrow no quiso seguir recordando, pero la escena le llegaba con mucha nitidez. Y
evocó, con expresión de impotencia, cuando uno de los guardias sacó el cuerpo de entre los
restos de la mesa, halándolo por las piernas, y lo dejó de espaldas muy cerca de él, para en-
yugarlo al otro extremo del grillo. Después, se arrodilló a un costado y lo volteó, con apa-
rente esfuerzo, y la cara se torció hacia Woodrow. ¡Oh, mi Jesús!... Le habían arrancado los
ojos, y sus cuencas oscuras y vacías parecían contener una visión universal de lo maligno y
lo espantoso. Su cara estaba totalmente descamada, mostrando el hueso y la sangre supuran-
te, con la boca muy abierta, y el maxilar desencajado en un aparente grito inaudible de do-
lor. Gritó. Pero su grito no duró mucho; el otro guardia le había golpeado en la nuca.

11

Los días fueron pasando y no hubo más visitas que las de un obeso soldado que le traía los
alimentos. Aparentemente, el Comandante sí esperaría a que transcurriese esa semana para
interrogarlo. Cuando seguro algunos signos de descomposición aparecieran en su amigo.
Pronto tenía que tomar una decisión, de acuerdo al plan, hoy debía ingerir el químico
que le haría dormir, o tendría que abortar todo, hasta entregarse completamente a los Nazis.
La oscuridad colmó de nuevo el cuarto y lo único que realmente se distinguía era el
mortecino brillo proveniente de la cadena que lo unía a su amigo. Tenía que decidir. Pero su
mente estaba confusa y relegada al miedo y la repulsión que le causaba todo.
Recostó la cabeza de la pared y cerró sus ojos. Todo le daba vueltas. Creía que se iba
a desmayar. Era el momento en que lo que había que hacer se juntaba con el miedo, la ra-
bia, la desidia y la realidad. Necesitaba que alguien lo ayudara a tomar esta decisión. Pero
estaba solo... Intentó decir esas palabras, pero sus labios estaban como muertos, pensó gra-
ciosamente que su boca estaba hecha de la carne babosa de un caracol.
Y su hilaridad mental fue cortada por un fría vocecilla sedante que tremoló en sus oí-
dos: Estoy a cincuenta centímetros de ti, Woodrow.
Pudo abrir los ojos, y lo vio allí, inanimado, desparramado sobre la pared, con el des-
figurado rostro hacia él. Supo que esa voz no fue real, sino que vino impulsada por un mo-
mentáneo instante de locura. Sabía que estaba sumergido en una condición transitoria de
desfallecimiento que lo hizo caer en un estado entre despierto y dormido.
En una dimensión de extrema lentitud.
Giró la cabeza en aquella oscuridad y respiró profundamente para sentirse mejor. Sí,
en realidad su amigo comenzaba a podrirse. Qué fetidez tan tétrica. Quiso pasarse la mano
por la nariz, para disipar un poco el mal olor, pero al levantarla, tiró sin querer de la cadena
que los mantenía atados, y, ante los inciertos contornos oscuros, su amigo pareció que le-
vantaba el brazo y lo dejaba caer perezosamente con un movimiento de enfado.
Woodrow lo vio, y cerró los ojos experimentando una extraña sensación de alivio y
placer por no estar totalmente solo.

12

Sí, amigo, sé que no te he tomado muy en cuenta le dijo, por primera vez. Y
tienes todo el derecho de hacer gestos de mal humor. Yo hubiera hecho lo mismo.
El amigo le dijo que descuidara, y le preguntó en qué le podía ayudar.
Pues, me alegro que me lo preguntes, porque estoy pasando una desafortunada si-
tuación, y parece que no tengo salida... Sabes, es Braun quien no me ha dejado salida.
El amigo se mostró comprensivo.
Ya sabes cómo es el capitán Braun, amigo... continuó Woodrow un tipo que
espera que uno siempre resuelva. Está acostumbrado a ser un patriota, un maldito patriota,
y por ende quiere que uno lo sea. ¿Es justo, no? Una pausa, rió. Y claro, eso espero
ser, pero... pero tengo miedo. Estoy casi solo en esto. Además, él me traicionó.
El amigo le dijo que era normal sentir miedo, pues a pesar de que él estaba muerto,
sentía miedo. Además, le preguntó que cómo le había traicionado el capi.
¡Uff!... Es un cuento largo, amigo. Pero... Pero le contó todo.
El amigo hizo silencio analizando lo escuchado, luego le respondió que no debía ver-
lo así, pues el capi sólo actuaba para el bien de Millones en el Mundo, seguro que había
evaluado la situación y fue fuerte con su carácter. Añadió que debía de imitar ése carácter,
que si quería salir vivo debía de dejar a un lado los odios y utilizar todo aquello que Braun
le había enseñado, por ejemplo: Las oraciones que seguro todavía tenía en su bolsillo.
¡Dios!... ¿Por qué tardaste tanto en hablarme? Hizo silencio reflexionando lo an-
terior. Sabes, después de todo no es malo que estés aquí. Te recordaré siempre.
El amigo se sintió agradecido y le dijo que ya era tarde para el formalismo, que quizá
era hora de tragarse la pequeña cabeza del fósforo.
Ese acto requiere de mocho carácter le respondió Woodrow con voz aflautada y
temblorosa. Pues, fíjate que no sé que será de mí. ¿Crees que podré salvare, amigo?
Con toda sinceridad, el amigo no podía asegurar semejante cosa.
Fue un momento muy duro para Woodrow, pues ahí tubo que decidir... No podía de-
mostrar, ante su amigo, que le faltaba suficiente carácter, cuestión de orgullo.
Sabes, amigo... Ya decidí, y lo haré. Sí, señor, no hay más que hablar. Hizo una
pausa viendo como su compañero asentía y sonreía con orgullo. ¿Has estado en alguna
situación así?
El amigo reconoció que hubo un par de veces.
Woodrow llevó a la bota la mano que no estaba esposada y extrajo los cerillos. Los
palpó con detenimiento y supo cuál había desprendido. Ese que tenía en la mano era la resu-
rrección. Sonrió y vio a su amigo.
El amigo le dijo que debía ser fondo blanco, salud, Woody.
A tú salud, amigo. Y con la pequeña cabeza del fósforo en el puño, hizo la imi-
tación de que tenía un pequeño vaso de Brandy en su mano, y se la llevó a la boca.
La pequeña materia que había pasado a su lengua empezó a disolverse y a convertirse
en parte de él. El sabor amargo cesó, y una tibieza le subió por los pies.
Ya, listo, me marcho dijo Woodrow. Quién sabe el viaje qué me espera, quién
sabe si te volveré a ver otra vez... Abrió los ojos, y esta vez vio que su amigo se iba res-
balando hacia el otro costado. Hey, compañero, ¿quieres leer las oraciones...?
Woodrow calló de pronto. Comprendió que su amigo se había dormido.
Poco después, él también dormiría.

13

Oscuridad. Eso fue lo primero que Woodrow percibió al despertar. Si a eso se le puede lla-
mar despertar, pues se hallaba en una nebulosa de ideas confusas, una serie de carrera de
ideas que iban cruzando una tras otra como en una competencia para ver cuál pasa primero
dejando su estela de desordenes aviesos. Pero al paso de los minutos pudo advertir otras
sensaciones además de las mentales. La primera, la que le dijo con claridad en dónde se
encontraba, fue ese intenso e inconfundible olor que se encontraba volatilizado, un hedor
recalcitrante y viscoso, una fetidez que nadie podría negar que era producto de la corrup-
ción de la carne y la aparición de los gusanos y las moscas. No podía ser otra cosa... ¡Estaba
en los hornos! Rodeado y cubierto de brazos y piernas, de costillas, y de manos de dedos
largos y fríos.
Profirió un grito, uno que no llegó a salir de su boca porque no tenía suficiente aire en
los pulmones. Un tufo se infiltraba por su garganta quedándole la sensación de que algún
tipo de arenilla filosa se había mezclado con su saliva para crear un barro pastoso con sabor
a tuétano. El corazón le palpitaba sordamente dentro de su pecho, mientras algo zumbaba.
Entonces percibió una segunda sensación: Eran insectos. Muchos. Que sonaban como si
estuvieran dentro de una botella de plástico. Son moscas. ¡Dios..., son moscas!
Y no pensó más, y salió a flote de ese océano de muerte.
Poco después, identificó una tercera sensación. Era el fabuloso peso que impedía que
su mano izquierda se moviera con libertad: la cadena de las esposas que lo mantenían to-
davía unido a su amigo. Por un instante se había olvidado de él. Tenía la intención de en-
contrarle, pues de repente, le dio la impresión de que todos esos muertos también estaban
esposados a su mano. Sus piernas todavía se encontraban enredadas con todo ese reguero de
putrefacción. Así que en un impulso inconsciente intentó sacarlas, pero era como si no tu-
viese fuerza alguna. O más bien, que su fuerza fuera inútil, pues seguro había extremidades
con dedos muy largos que le halaban hacia abajo.
Pero ese pensamiento era mentira, puesto que de buenas a primeras las logró sacar, no
sin antes sentir que una mano muerta y esquelética se deslizó por los cordones de su bota y
luego cayó secamente, dejando un eco esponjoso.
Se acuclilló, tratando de calmarse, de rezar sus oraciones. Pero era inútil, se imagina-
ba todos esos muertos abriendo los ojos, mirándolo desde sus cuencas vacías. Pugnando por
acercarse y agarrarlo. Aquellos dedos largos descarnados y llenos de gusanos se acercaban a
su cara... ¡No, por Dios! Cerró los ojos durante un segundo y luego los volvió a abrir. Si-
lencio. Todo estaba en calma, nada se movía. Excepto las moscas.
Se sentó cansadamente sobre algo en forma de ángulo que parecía molestarle en el
trasero, quizá fuera un codo, pensó cuando se arrimaba un poco más allá. Se reclinó sobre
una de las paredes del horno notando cómo las moscas se estrellaban contra su frente. Se
dio un manotazo y sintió como aquellas asquerosas alas se arremolinaban en su palma, pero
no mató a ninguna, y si la mataba, nada importaba, habían cientos de ellas posadas encima
de los cadáveres, copulando, frotando sus patas, zumbando una letanía infinita que tenía
cómo letra: El tiempo sigue pasando y tú todavía estás aquí...
Woodrow se desesperó y comenzó a tirar de la cadena de su amigo, pensando que es-
taba sumergido, pero hubo algo que le contestó que no. Aquella pesada cabeza descarnada
se estrelló con la de él, dejándole aturdido con un fogonazo rojo y un constante latido.
14

¿Hacia dónde estaría la compuerta de oreo? Se tendría que ver, ¿no?, se preguntó, con la
intención de hallarla para estar lo más cerca posible en el momento que se abriera. Pero no
había luz... Pero la podría haber, se dijo con una mueca vulpina en los labios.
Llevó la mano derecha hasta las botas, y palpó hasta que halló un juego de cerillos.
Lo puso frente a sus ojos, como si pudiera ver algo más que la oscuridad, y rascó uno. La
llama estalló con un fugaz chisporroteo encandilante que despidió mechas blancas. Algunas
moscas elevaron el vuelo. El débil fulgor del fósforo alumbró una pequeña porción a su
alrededor, dejando en evidencia un movimiento rítmico bajo sus pies. Cuando Woodrow se
fijo bien, constató que eran pequeños gusanillos blanquecinos. Qué asco. Subió la cabeza e
intentó buscar la compuerta de oreo, pero no había suficiente llama para eso... y su cerillo
llegó, siseando, hasta el final, quemándole la punta de los dedos. De nuevo oscuridad.
De pronto, afuera del homo, hubo un gran grito, algo así como una orden, luego se es-
cucharon pasos en los pasillos contiguos al crematorio. Volvieron a sonar puertas, una, dos,
tres de ellas… dejando un eco de hierros retumbantes. Después... más pasos alejándose.
Woodrow, que se estaba quedando dormido con la cara chorreante en sudor, pensó que todo
aquel movimiento fuera de los hornos podría ser Braun.
Había llegado el momento.

15

Pero el tiempo siguió pasando. Y el calor y el aire viciado aumentaban gradualmente. Des-
cargó su cabeza contra la de su amigo. Sentía que un hormigueo le corría por todo el cuer-
po. Braun... ¿cuánto te falta? Sus ojos se cerraban. Advirtió que se iba durmiendo, ya todo
aquello se le hacía casi normal. Podría dormir un rato... un rato... nada más, se dijo.
Pero algo en su cabeza le despertó: ¡No puedes, muchacho, el plan!
Sus ojos se abrieron de golpe. Juró que había escuchado la voz de su amigo. Todos
los poros de su cuerpo se le erizaron. Creía que si no se distraía de inmediato con algo se
quedaría dormido. Piensa, Woodrow. Piensa. Entonces volvió a tomar otro de los cerillos, y
lo rascó. El fulgor apareció iluminando el destrozado y descompuesto rostro de su amigo.
En ese momento, de una de sus cuencas umbrías y vacías salía un gusano blanco que se
precipitó por el mentón dejando un caminillo húmedo. Woodrow le acercó aún más el ceri-
llo y detalló el uniforme que llevaba puesto. Sí, era americano. Sin duda, el tipo dio la vida
en esta cruel guerra. Seguro su nombre, cualquiera qué fuese, aparecería tallado en La Cruz
de Piedra en el campo de héroes... El cerillo volvió a apagarse.
Antes de apagarse el fósforo, hubo un detalle que le llamó la atención en el uniforme
de aquel hombre, y tenía que verificarlo. Ése cadáver podía ser alguno de sus hombres.
Woodrow encendió el penúltimo cerillo. Ahora el sudor comenzaba a correrle desde
la frente hasta el pecho. No debió de haber malgastado el cerillo en esas estupideces, quién
haya sido éste hombre ya qué importa. Pero ésa intriga, era lo único que le había mantenido
despierto hasta este momento. Y... mientras pensaba, el fósforo se consumió.
Se dejó caer sobre el hombro húmedo y blando de su amigo. Estaba harto, desespera-
do. Dios, tengo que respirar. Y de alguna manera pudo ver el vago contorno de su amigo
inseparable. Y un sentimiento le hizo olvidarse de todo. ¡Ya estoy harto de llamarte amigo!
¡Cuál es tu nombre!... ¿Eh...? ¿Responde?... Su voz recorrió cada rincón del horno como si
sus palabras pudieran dar vueltas sin parar. Y notó que hace segundos las moscas habían
comenzado a volar, chocándose con todo. Fue extraña la sensación que pasó por él.
Desprendió el último cerillo, y lo encendió. Aquella pequeña llamarada lo despabiló
un poco. La duda seguía dando vueltas en su cabeza. Acercó el fósforo. Contempló que el
hombre tenía un pequeño bulto en el bolsillo izquierdo de la camisa. Subió por un segundo
la vista viendo como las moscas volaban desesperadas por todo el lugar; era como si desea-
ran dejar atrás el festín, para huir. Sin embargo, mientras el cerillo se iba extinguiendo,
alargó la mano hasta el bolsillo abultado, y palpó algo. Abrió la solapa, ya sin botón, e in-
trodujo sus dedos. Tenía que darse prisa, la llama se duraría poco. Entonces escarbó, sin-
tiendo que un pedazo de papel crujía como si fueran brasas de una hoguera.
Cuando lo acercó al fulgor moribundo, su vista se desenfocó y sus manos temblaron,
pero comprobó que allí habían escritas las mismas oraciones que el mantenía a resguardo
sobre su corazón. Comenzaba un hedor que desplazaba a todos. Era un ubicuo tufo a carne
humana en brasa. ¡Oh Dios..., oh Dios! Y el papel se le cayó de las manos.
Se apresuró a volver a introducir los dedos en el mismo bolsillo. Oh, Dios... Allí,
oh… allí había otra cosa. Era más dura que un pedazo de papel. Se dio cuenta que era un
porta identificación de cuero. Cuando la acercó por fin, sintió que el aire se hacía polvo y
que las moscas empezaban a caer muertas sobre su cabeza. ¡Oh, por Dios!...

16

La abrió, ya sin sentir la llama del fósforo lacerándole la piel, y vio de quién se trata-
ba...
...en el nombre del Padre; Hijo; Espíritu Santo...
El nombre que vio en la identificación fue: CAPITAN ELMER BRAUN.

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