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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 18: Las cadenas del miedo

Una de las grandes tentaciones de nuestra generación es el miedo. Y una de las más extendidas. Al menos
yo me encuentro cada vez con más personas que viven acobardadas, a la defensiva, no tanto por lo que les
ocurre cuanto por lo que venir.

Y lo peor del miedo es que es una reacción espontánea y -a poco que el hombre se descuide- casi
inevitable. Sobre todo en los grandes períodos de cambios como el que vivimos.

Quizá lo más característico de nuestra civilización sea, precisamente, el endiablado ritmo con que ocurren
las cosas. Lo que ayer mismo era normal, hoy se ha convertido en desusado. Las ideas en que nos
sosteníamos son socavadas desde todos los frentes. La inseguridad se nos ha vuelto ley de vida. La gente
mira a derecha e izquierda inquietamente y te pregunta: Pero ¿qué es lo que nos pasa? Y no se dan cuenta
de que lo que nos pasa es, precisamente, que no sabemos qué es lo que nos pasa.
Y surge el miedo. El hombre -lo queramos o no- es un animal de costumbres. En cuanto pasan las
inquietudes de la juventud, todos tendemos a instalarnos: en nuestras ideas, en nuestros modos de ser y de
vivir. Cuando alguien nos lo cambia, sentirnos que nos roban la tierra bajo los pies. Y, al sentirnos
inseguros, brota el miedo.

Un miedo que se percibe en todos los campos: hay creyentes angustiados que temen que les «cambien» la
fe. Hay padres que tiemblan de sólo pensar en el futuro de sus hijos. En el campo político son muchos los
que ya cambiaron las ilusiones de los años setenta por los miedos del ochenta.

Y hay que decir sin rodeos que no hay mejor camino para equivocarse que el que juzga y construye sobre
el miedo. Porque si el pánico paraliza el cuerpo del que lo sufre, también inmoviliza y encadena su
inteligencia. El miedoso se vuelve daltónico.- ya no ve sino las cosas que le amenazan. Y no se puede
construir nada viviendo a la defensiva.

El miedoso es alguien que apuesta siempre por el «no» en caso de duda. Se rodea de prohibiciones y
murallas. Y termina provocando los efectos contrarios a los que aspira. Un padre aterrado ante el futuro
de sus hijos no tardará mucho en convertirlos en rebeldes. Un obispo o un cura que tiembla ante el futuro
de la fe fabricará descreídos o resentidos. Un viejo que temo la muerte se olvidará de vivir. Un joven
dominado por el temor se volverá viejo antes de tiempo.

Esto, naturalmente, no significa canonizar todo cambio. Los hay en los que el mundo avanza (y deben ser
apoyados por todos) y algunos en los que se camina hacia atrás. Y habrá que resistir frente a ellos. Pero
resistir desde la seguridad de aquello en lo que se cree, no desde el pánico de lo que se teme. El miedoso
no se atreve a confesárselo, pero en realidad teme porque no está seguro ni de sus creencias ni de si
mismo. Entonces se defiende y patalea. Pero ya no defiende su verdad, sino su seguridad.No hay que
tener miedo. Nunca. A nada. Salvo a nuestro propio miedo.

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