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Ulster

M A R C E L O R I Z Z I
quizá se sepa hoy más que ayer
acerca de la naturaleza de mi
cráneo; si es una fruta
incandescente lo que va dejando
a su lado, si carga un sol que
desaparece segundos antes de
que regrese el alba;
he oído entredormido la discusión
de los doctores: miden la tierra
otra vez por su circunferencia
y explican el dolor por su significado;
con intrumentos de precisión
calculan ahora las volumetrías
del poema, y escriben todavía
sus recetas en libretas de almacén
mientras borran con el codo
mi lista de regalos
hace su aparición la mujer
deseada, y abre de par en
par su forma singular de
entender los equinoccios
—el labio apretado entre
sus piernas, desnudo el
entresijo de sus nalgas,
mientras va extrayendo
de una invisible biblioteca
bilingüe animales al azar;
ahí viene levantando
moradas conclusiones
frente a la duda del
escarnio —el vuelto que
me da de lo prestado
hace semanas; porque
no acaba nunca de
desvestirse va dejando
un reguero de cenizas,
un dislocado astrolabio,
la página inconclusa que
escribe durmiéndose al
sol en las cornizas
hay un momento en que nos
elevamos por encima de las
oleografías, con arcana sensación
de vuelo; para luego apagar
los motores y dejarnos caer como
una pluma; es mucho más
inquietante la sombra que se
proyecta desde ella descendiendo
y oscilando de a cientos de pies
a cada hora; de la presión que
hicimos con los dedos algún día
todavía hoy quedan las marcas
en la carne y el aire; la memoria
es una idea y la idea una palabra
—basta una simple caída libre
para acabar con todas ellas
se está de acuerdo en que
para que los héroes existieran
antes debieron desaparecer
los dioses; se decía que los
hombres estaban ciegos a lo
suprasensible y escasamente
capacitados para escuchar
el canto radiofónico del pájaro
de cada mañana; hoy tememos
a veces algo peor o lo imposible:
que el mismo sea el que colma
la prosa áurea de los hospitales,
pintadas sus plumas de colores
infinitos, y con su pico goteando
sobre sábanas esterilizadas
resinas amargas de su luna
muere el que llevaba apretadas
estadísticas de involución y de
extinción de especies inciertas:
“yo sólo quería pan y protección”,
decía cada vez que visitaba la
tumba de sus ancestros, es decir
siempre que se sentaba frente
a una cartulina en blanco;
“que me dejaran, quería, algún
día vestirme con los atributos
que le confiaríamos a una mala
copia”, pedía como cualquier
otros de los mortales, antes
de que a su finalísimo acto
lo leyesen como un prematuro
obituario por los altoparlantes:
leticias de la fe, queridos amigos,
por lo que nunca se termina,
autócratas sin privilegio con
fondo de ruidosos elefantes
no saber hasta el final que jamás
es uno el que elije; prestar mucha
atención antes que nada en lo que dice
y no hace; más tarde si en lo que calla
luego se contradice, y después comparar;
esperar a que llegue la hora en que
aparezcan todos juntos: la pitanza,
la justicia, el salario; encarcela a quien
te ama y entonces serás el que devenga
su esclavo
de conquistas aparentes y de
su costado inverso se obtiene
el filisteísmo de todo manjar;
nos detenemos un instante
frente a la casa del poeta
sublime; justo cuando se echa
a andar en su bicicleta plegable
nos abre las puertas hacia lo
intangible: todo sustantivo
puede transformarse en verbo
transitivo, para que las palabras
se distorsionen, estiren el arco
hasta lo imposible y atraviesen
el mismísimo escudo de metal
considera el reiterado
golpetear de unos pistones
como un diálogo entre
violas y violines:
metáforas sonoras
que sólo se completan
con esfuerzos de observar
al que las ejecutas
con grasas en las manos;
considéralas también en
similares proporciones a
como cuando por momentos
nuestra actitud hacia
la fortuna deviene la misma
que se tiene sobre la pintura,
pero sabiendo que de dicha
conjunción de astros
dislocados no se tienen
noticias precisas sobre
su generación
en una gama que va del rojo al azul,
con espectrógrafos podemos hoy medir
la mayor concentración de calor que
entre las cosas existe; en sus estrategias
de sobrevivencia son las arañas de
Namibia las que salen al ruedo con
ventajas, aunque vibraciones desmedidas
puedan atraer al predador —toda astucia
de salvación requiere la máxima velocidad;
cuando finalmente se acercan a sus némesis,
el único objetivo les es de una vez revelado:
sorprender a los que ya no están, ni siquiera
a sus víctimas de grado cero, y la naturaleza
que nuevamente habría así conjurado, con
optimismos negativos, relatos confusos y vagos
de pastores del desierto
ser natural de otros lugares
y recoger con mano rápida
igual el diezmo puntual
de cada estación; cargar
con apenas una pequeña
maleta siempre repleta
de inquietos animales de
invierno, y con los fuegos
procurados con la piel en
fogatas inusuales omitir
la precisión de los mapas;
quien es invitado al final
de la tarde a beber aguas
salobres de un mediodía
marino puede sentirse por
la noche como en su propia
casa: porque o bien nunca
se la posee de modo
definitivo, o porque
la misma está hecha
de las astillas
primerísimas del árbol
de la ambigüedad
los especialistas sostienen
que la representación que
se hace comúnmente del
mal no difiere en gran
medida de aquella que se
hace en nombre del bien;
en tal sentido, y por
ostentación de sus
neumáticas conclusiones,
se dice que apenas una
pequeña variación cromática
en la primera —sumada a
la fascinación por extraer
auspicios ligeros— otorgaría
una mayor licitud a toda
teoría del crimen; mientras
que la otra —con sesgos
de falsos tenebrismos— se
ufanaría en el mismo crimen
para montar la escena en donde
se come profuso y se exhorta
con libaciones a la liberación
definitiva del mundo
ésta es la paradoja del gusano:
vivo y le resto a mi muerte sus
años por vivir; después tiende
como un gentilhombre, vestido
de domingo, su blanca mano,
a quien ya no la necesita porque
cruzándose de vereda a otra
llama con fortunas de remolinos
negros ya se ha acercado;
con los eclipses totales de luna
el gusano se siente desorientado:
duda si ahora no es una serpiente,
si la piedra ha sido una esfinge o
desde siempre un canto rodado
nada promete mayor equidad
entre almas distantes que la
melancolía por lo que jamás
ocurrirá; ella surje siempre de
un imprevisto desajuste, el cual
a menudo incluso perfecciona
la silueta de unos seres que se
piensan adyacentes pescando al
borde de un mismo lago profundo;
sucede, por lo mismo, a aquel
que se asoma a la ventana y no
puede saber la razón exacta
por la que los que pasan allá
abajo siempre giran sobre puntos
fijos cuando piensan en amores
lejanos —sólo regresa a sus índices
para onomásticos de lo que desde
ayer sin anunciarse, numeroso,
desde abajo de la mesa prospera
mirando fijo una noria detenida
hasta creerla un cadáver insepulto,
sobreviene una especie de ceguera
—se sabe que la conciencia es extraña
siempre a las cosas que suele querer
representar: rasgos familiares del viajero
que no tiene ni siguiera en el torrente la
consoladora compulsión al canto; y va
tanteando la tierra con seguridad serena
creyendo que son manzanas las piedras
que va recogiendo del huerto preguntando:
¿si nuestra tragedia a nadie más
convino que a dioses extranjeros,
por qué no habrá de dar sus frutos
compasivos el jugo fermentado que
ahora mismo en cuencos nos bebemos?
cambian de semblante
cuando ven venir por el
aire la máscara que se
les arroja a la cara; se
diría que esas fronteras
entre la épica y la estética
diseñan en silencio ciertas
formas de un nuevo trabajo:
el carcelero con su manojo
de llaves supera esa fe que
opone al movimiento
descentrado la supresión
del resposo —todo comercio
que requiere velocidad echa
mano a esos seres que siempre
comen del fruto tardío que
se ha demorado en la rama
más alta del árbol
se sabe que del pasaje
del ser al no ser se tiene
poca fortuna al intentar
demostrarse —menos
aún lo que sostiene su
formulación inversa;
es siempre un tiempo
agradable para el que
se prepara para la caza
o la pesca algunos días
antes; aunque víctima
de su patria excesiva,
o de sus propios y
reiterados males,
regresa justo fuera
de calendarios,
como un ejército
derrotado por huestes
de un enemigo incierto
el cantor que dice oír
su voz mientras canta,
miente; pero después
sin darse cuenta se
retracta, justo cuando
quita el polvo de los
muebles; se presume
y se asegura que su
ventriloquia es un arte
de familia, parecido
al rumor de las hojas,
que se lo practica
quedándose solo,
huzmeando hasta
el último rincón
de la casa
exentos los bolsillos de monedas
extranjeras, aunque repletos
ya de sal y tierra originaria,
quien vende recoletos espejismos
se pregunta qué va del cuerpo
a la palabra y de ésta a los libres
de mandamientos?
¿un ojo de tifón que sube por las
azoteas a buscar su vespertillo,
confiado, que teje con su errático
ir y venir espaldas para el tiempo?
¿o el objeto invisible que una mano
ofrece a otra que a su vez recibe
para asomarse las dos al envés
de un mismo espejo que los mira?
estaríamos tal vez muy bien
tomando el vino, y por más
que fuese breve la costumbre
de ignorarlos, la charla sobre
infieles nos condujo como
a través de puentes levadizos;
y tal vez así también porque
bebiendo con el nodo del ojo
crepitante se hacen las apuestas
y los pactos más audaces:
lo que para otros más sobrios
puede considerarse el agujero
por donde se asoman el
consabido muerto, o la creencia
fuerte y penetrante de que no
se escapa así nomás de la
amnesia parcial de los padres
cada cual repara de noche
y en silencio lo que durante
el día ha ofrecido a los otros
la opción de destruir; luego
del accidente se hacen las
abluciones y se perfuma
confiado en las fragancias
que se traen del extranjero;
detrás de las moradas bocas
hay otras más pequeñas
y doradas: por la forma de
insistir en alcanzar lo impropio
se parecen a los barcos
semihundidos del antiguo
fondeadero
supongamos que las dos
premisas para mover esferas
son a) mirar de frente a los
ojos y b) usar pulseras de oro,
de modo que el ojo descienda
rápidamente hacia las manos
de quien las lleva; luego entonces
para echar raíz en el aire convendrá
a) no despegar jamás los pies
del suelo y b) procurar que todo
se eleve con el primer traspiés
y recobre el equilibrio susurrado
de la última caída en la vereda
un hombre que se ha reencontrado
con su sombra cree haber alcanzado
un grado más de verosimilitud;
la ha tomado del brazo tiernamente
y juntos han caminado el tramo
que va de la cafetería a la parada del
autobús; en cierto modo es allí mismo
donde ha comenzado nuevamente
el desconcierto: cuando ella de un
salto ágil al vehículo ya en movimiento
se despedía agitando un diminuto
guante blanco
uno vuelve siempre hacia atrás:
hacia la intransigencia; luego se
siente un poco menos prisionero
porque ha soltado un par de pájaros,
de mañana, o visto de cerca la
hermosa ingle de una mariposa;
con ellos se ha hecho un exhaustivo
relevamiento de objetos de alto
valor testimonial para futuros
horóscopos y tests de sangre;
mas en las estaciones, mientras
se espera que los trenes traicionen
sus horarios oficiales, todos leemos
el mismo libro: el personaje escapará,
por la escalera de incendio,
abandonando hogar y amigos,
por temor a enloquecer; y el castigo
caerá otra vez sobre las ciudades
llega la hora en que jugamos,
encerrados, igual que en
días de lluvias torrenciales,
a que nos vemos por primera vez;
todos tenemos algo que ver
más tarde o más temprano
con limpiadores de retretes:
se hace la tarea con pesar
pero se la olvida pronto
por unos pocos centavos,
que se disfrutan siempre
con placer austero como
si se tratase de algo
que nos hemos robado
lleva al niño hasta el bosque
para que no tema más de la
razón por la que el fresno
siempre se inclina, el parecido
que a veces adquieren sus
frondas con el rostro elusivo de
su padre; ponle además en la
alforja tu antigua red de pescar;
cuando entonces ya de regreso
hacia sus propios mediodías
sepa decirte de la justicia
de los usurpadores, del vello
ensimismado en la nicotina
usual de los desayunos,
háblale a su vez del agonista
que muerde la mano del dios
que ignora, de aquello que
nadie más que un insomne
viajero conoce
“te compro con cuatro denarios
todos tus perros y después
los mato”, propone el que
desde hace días sólo come
de la mano del que al pasar
le acerca un tierno racimo;
los más se sorprenden de la
forma en la que el trueque
se efectúa por estos días;
los menos, atemporales,
bajan o suben las escaleras
con aviesa y demorada
confianza en sus peldaños
el director elije la mejor
toma y hace entonces hablar
al personaje: “temo que nadie
esté de mi lado el día en que
me convierta en otra persona”;
luego indica con señales la
mueca que debe emerger
de la boca del que oye,
la mortecina luz que invada
el recinto, fingida como si
fueran resplandores oblicuos
de una memorable tarde:
“ojalá fuera pasadomañana
ahora mismo, ya que los
sábados acaban todas las
eternidades”;
finalmente ordena a la mujer
que dude, como si todo fuera
verdad, un instante, y lleve
su mano dilatada por su
sombra, muy lenta aunque
segura, hacia la espalda
del que por propia voluntad
ya se ha levantado
ve hacia aquello que ves
sin intervención alguna
del que siempre antes
pregunta; dime luego si
escriben como hablan,
si encienden la llama
con igual devoción con
la que después la apagan;
si se miran entre ellos
cubriéndose con la mano
la cara; si van y vienen
de la aldea original con
alocado pie que gira
como rueda de triciclo
en el anticuario, protegido por
una campana de cristal, está
el esqueleto de una mano;
una arquitectura liminar para la
carne supo otorgarle otras de
mayor complejidad; si aún parece
conservar la espesa turbación de
un peregrino, nada podemos
imaginar del mísero dolor de
aquel al que se la han cortado,
ni de la poliédrica razón
que en su cuenco pudo haber
contenido un cielo sin esferas;
mano de santo o de transgresor:
cínica felicidad la suya, que acaba
siempre sólo por contigüidad con
la nuestra; pelea todavía hoy en
su disecado silencio la cíclica
batalla contra toda clase de vacío;
su juicio especinado, sin redención
y aún brutal sobre la nada
poner en la bolsa de cretona antes
del viaje un reloj despertador; y si
también cupiesen el jadeo de una
máquina que en dos días estallase
y el chasquido gordo de la cadena
que se corta, se estaría más que bien;
afila, sin previo aviso antes de la
partida, tu gubia con la idéntica
convicción que ayer teníamos por
el tirar los dados: nunca está de
más saber que no hay nada antes
ni después del secreto de las
partidas con piezas similares
—que jamás un pie solo se anima
sobre un indisimulado radio de
acción a menos que el otro le
asegure un calculado desenlace
una caminata por el parque
es algo que una civilización
puede considerar como modelo
a imitar por el conjunto de todas
sus partes; pero a menudo sucede
que ella puede entenderse como
un enigma más si se la considera
en la particular fidelidad que une
a los seres que la llevan a cabo;
como si fuese una danza inefable
—quizás inmemorial— cuyo
instrumento, el que ignoran a su vez
ejecutar, hace crear más de una
vez la ilusión de otros instrumentos,
de por sí no menos neutrales,
para que de allí en más,
desanudando los brazos de los
cuerpos o separando los dedos
de las manos, se descienda
suavemente hacia los bordes
mismos del silencio
bebíamos sentados a la mesa
rodeados de impostores: de
aquel que llena las tinajas hasta
el borde porque dice vaciarlas
así de contenido; que habla
incluso de mutar en oro
crisantemos, predice todos
los cataclismos conocidos
y nos propone un brindis
final en mitad de la comida
para salud de los desprevenidos;
de ese otro que distribuye
falsas direcciones, si al tomar
por el sendero de los desertores,
nos vemos conducidos al olivo
que crece en el jardín
de nuestras casas; ese mismo
que al inventar toda clase
de humoradas lo hace
quizá para reirse luego solo
en los rincones
en verano, bajo cipreces o
pinos, buscamos el refugio
exacto: visión núbil de la
grieta en la danza de la
mano, que el crepúsculo
hace suya para su futuro
anterior; velamos al muerto
sin cuerpo presente porque
sigue siendo intolerable
sus conquistas sin esfuerzo,
su amistad reiterada siempre
a cambio de nada
la mejor vista del valle
puede obtenerse a cierta
hora de la tarde, cuando
los seres que la colman
se anteponen los unos
a los otros, el aire se
se llena de ambiciones,
y el círculo se transforma
gradualmente en elipse;
cada perímetro coincide
con su afuera como sucede
con las superficies invisibles
o con las piedras de una
antigua ciudadela; todos los
hombres pasan a ser
entonces rápidamente
memoria: instrumentos
misterioros cuyos fines
se olvidaron; máscara
hay tras la máscara, ropas
que al final se queman,
la gota que el topógrafo
se bebe de su segundo
vaso de ajenjo morado

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