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Crisis
(C) Las explicaciones de la crisis
sistematizadas recientemente (a partir del
año 2000)
El cielo por asalto. El movimiento
de Liberación Nacional
(Tupamaros) y la izquierda
uruguaya (1963-1972)*
*GATTO, Hebert. El cielo por
asalto. El movimiento de Liberación
Nacional (Tupamaros) y la
izquierda uruguaya (1963-1972).
Taurus-Santillana, Montevideo,
2004. Páginas 413 –425.
Epílogo
115
En la primera mitad del siglo XX la crítica de Occidente fue la obra de sus
poetas, sus novelistas y sus filósofos. Fue una crítica singularmente violenta y
lúcida. La rebelión juvenil del 60 recogió esos temas y los vivió como una
apasionada protesta. [...] Fue un fenómeno que nuestros sociólogos aún no han
sido capaces de explicar. Negación apasionada de los valores imperantes en
Occidente, la revolución cultural de los 60 fue hija de la crítica, pero, en un
sentido estricto, no fue un movimiento crítico. Quiero decir, en las protestas,
declaraciones y manifiestos de los rebeldes no aparecieron ideas y conceptos que
no se encontrasen ya en los filósofos y los poetas de las generaciones
inmediatamente anteriores. La novedad, de la rebelión no fue intelectual sino
moral. Los jóvenes no descubrieron otras ideas, vivieron con pasión las que
habían heredado. En los 70, la rebelión se apagó y la crítica enmudeció.
Los Tupamaros, al igual que la mayoría de los grupos de la izquierda de la década del
sesenta, nunca pusieron en duda la necesidad de la revolución armada como herramienta
para imponer en el Uruguay la ansiada sociedad socialista. Su originalidad radicó en que
creyeron que las condiciones para su éxito no eran necesariamente preexistentes a la
aparición de una voluntad revolucionaria más o menos generalizada. Sostuvieron que ella
podía generarse sobre la marcha, en un proceso que se autoalimentaba. La guerrilla fue así
el mayor exponente de lo que puede calificarse como ultravoluntarismo, por más que
inscripto en un discurso cientificista y determinista como fue, y es, el marxismo en casi
todas sus versiones. Su disparidad con otros grupos de izquierda, fundamentalmente con
los comunistas, no radicaba, pese a matices, en temas de principio referidos a los fundamentos
últimos de la doctrina, ni a la pertinencia moral de la revolución socialista, sino a una
cuestión táctica o instrumental: su convicción de que era posible comenzar de inmediato la
lucha armada incluso en la pacífica sociedad uruguaya de la década del sesenta. Una
comunidad donde, fuera de la breve interrupción terrista, regía desde principios del siglo
XX una democracia liberal estable y una cultura mesocrática y dialogal que, con capacidad
para integrar la fuerte corriente inmigratoria europea, hacía décadas que había enterrado
la tradición montonera.
Los guerrilleros pensaron resolver esta dificultad contextual que consideraron menor
asumiendo el rol de una vanguardia poseedora de una novedosa herramienta: el foco
urbano, no ya una base territorial definida, una base de lanzamiento protegida del enemigo,
sino una presencia ofensiva de localización difusa, desarrollada mediante agentes ocultos
en la gran ciudad. A partir del foco y de su efecto demostración creyeron factible generar
las condiciones para un alzamiento popular generalizado. Sumaron a esta táctica su confianza,
compartida con toda la izquierda de la época, en la crisis general del capitalismo, exteriorizada
en su percepción de la creciente inestabilidad social y económica de ese modo de producción.
La ratificaron magnificando la relevancia de las revoluciones socialistas y nacional-
antiimperialistas por entonces en curso en los márgenes del mundo desarrollado y la coronaron
con un aporte teórico propio: un esquema interpretativo vernáculo sobre la debilidad del
capitalismo de las periferias que expresaba en términos "científicos" sus aspiraciones políticas.
Aludimos a la teoría de la dependencia, renovación de los viejos planteos antiimperialistas
de comienzos del siglo XX que tradujo no tanto a Karl Marx —poco necesitado en ese
terreno de mediadores— sino a Frantz Fanon y su desgarradora visión tercermundista de lo
que él denominó, en apelación que conseguiría difusión universal, los condenados de la
tierra, es decir, los pobres entre los pobres.
Este planteo político-económico inaugurado por Paul Barán en 1968, que renegaba
definitivamente del capitalismo como instrumento para el desarrollo de las "colonias y
116 semicolonias", sumado a la nueva vía que abría la triunfante revolución cubana prologando
las inminentes revoluciones latinoamericanas, resultó del todo irresistible para la
intelectualidad uruguaya, enrolada desde comienzos de la segunda guerra mundial en un
equidistante pero precario tercerismo entre ambos contendientes de la guerra fría. Cuando
los barbados guerrilleros tomaron el poder, la neutralidad crítica que el tercerismo intelectual
había mantenido entre "los dos imperialismos" comenzó a plegarse a las evoluciones del
gobierno de la isla para, al cabo, acompañar su condena lisa y llana de la política de los
Estados Unidos y al mismo tiempo reconsiderar su anterior rechazo frontal a la URSS. Este
se transformó en una mirada crítico-comprensiva — ni entusiasta ni cariñosa— hacia el
campo soviético, un mundo donde, como admitieron paulatinamente varios intelectuales,
pese a las dificultades y errores, aun así se construía el socialismo. El proceso, visto a la
distancia, constituyó un sinuoso y no siempre fácil desplazamiento desde el socialismo
independiente que el tercerismo cultivaba en sus orígenes — nos referimos a un modelo
descentralizado, autogestionario o de matriz cooperativa pero con libertades políticas—
hacia el socialismo a la cubana con el que, no sin desgarramientos internos, concluyeron el
tránsito.
Llegada la década del sesenta y a influjos de lo que ocurría en el mundo, este conjunto
de convicciones políticas se transformó en una hipercrítica cultura renovadora cuyas metas
ya no eran únicamente la sustitución del modelo económico capitalista, pese a la importancia
de este empeño, sino una mutación civilizatoria que se pretendía de alcance planetario y
que ni siquiera se detendría en los límites de la biología. Un empeño de tal intensidad que
tendría la capacidad de renovar las conductas heredadas por centenas de millones de
hombres y mujeres en todas las latitudes abriendo paso a una sociedad sin explotación.
Para ello planteaban valerse de un redivivo jacobinismo sustentado en un marxismo crítico
que, superando el evolucionismo de la línea Marx-Engels-Plejanov-Lenin, se transformara
en un huracán — como Sartre, uno de sus portavoces, calificó a la revolución cubana— con
epicentro en el mundo subdesarrollado, que arrasaría una civilización corrupta y explotadora
para fundar sobre sus ruinas un nuevo mundo y un diferente ser humano.
Esta renovación cultural tendría tal dinámica que ni siquiera respetaría la exangüe realidad
del socialismo soviético, el que también sería transformado por sus ondas de choque. Tal la
vocación de este proyecto — mirado con la necesaria distancia— que parecía carecer de
límites. Interrogarse sobre sus alcances reales o sobre sus posibilidades en términos de su
efectiva inserción popular no era preocupación de los sesentistas. Acaudillados por los
intelectuales vernáculos, ellos se sentían el pelotón de avanzada, los representantes de lo
mejor y más generoso del pensamiento de Occidente, su más pura conciencia moral;
además de quienes a riesgo de su vida, en el caso de los guerrilleros, concretaban en hechos
sus consignas. De esa matriz, ratificada por la efectiva presencia de Cuba y su revolución y
el deslumbrante éxito de la gesta vietnamita — por entonces la síntesis más cabal de
nacionalismo y socialismo con la que un conjunto de campesinos desarrapados derrotaba a
la primera potencia mundial— , surgieron las guerrillas latinoamericanas, entre ellas el MLN.
En todo aquello que la relacionó con sus congéneres continentales esta guerrilla obedeció
a una cultura política epocal que se diseminó por el mundo subdesarrollado y particularmente
por gran parte del territorio de América Latina, y en lo que tuvo que ver con sus tonos
locales, con sus características más propiamente uruguayas, respondió a las acumulaciones,
éxitos, logros y falencias de nuestra historia política, social y económica. Ambos aspectos
fueron mediados por las particularidades del campo intelectual nacional y su propia percepción
y capacidad de refracción de las dos influencias que sobre él incidieron. Un esquema
explicativo proyectado en dos dimensiones nos daría un conjunto de círculos concéntricos,
la primera de cuyas bandas estaría constituida por el entorno exterior y la siguiente por la
coyuntura nacional y la crisis que la signaba, ambas gravitando sobre el círculo de los
intelectuales, el que a su vez circunscribe al espacio central conformado por los guerrilleros.
Sin desconocer la posibilidad de incidencia de otras variables de mayor generalidad y menor
visibilidad, esta explicación prioriza la influencia cultural externa y su incidencia sobre los
intelectuales como determinante principal, aunque no único, del fenómeno guerrillero 117
uruguayo.
Hacia dentro de la izquierda la guerrilla resolvió por su mera presencia un viejo debate
que abarcaba aspectos referidos a las características o fases alcanzadas por el capitalismo,
las posibilidades de este para superar o "desarrollar el subdesarrollo" y las particularidades
socioculturales de estas áreas (existencia o no de una burguesía con intereses nacionales,
grado de extranjerización de las oligarquías, actores revolucionarios reales o potenciales,
etc.). Al mismo tiempo, la estrategia revolucionaria desplazaba cualquier alternativa evolutiva
y centraba el debate exclusivamente en los medios para el quiebre revolucionario: guerrilla
urbana o rural, insurrección, doble poder, movimiento, partido, vanguardia, relaciones con
las masas, etc. Con estos planteos, los instrumentos (y su problemática) desplazaron la
cuestión de los fines. A partir de ellos la topografía de la izquierda quedó claramente
delimitada: el culposo reformismo comunista— tan parecido a la despreciada
socialdemocracia— en un extremo, la izquierda sesentista y su lucha armada en el otro; en
el medio, un centro indeciso, de progresiva simpatía tupamara pero no del todo decidido a
la acción directa, conformado por muchos de los votantes y simpatizantes del Partido
Socialista y grupos de la izquierda independiente que el ingenio de la época definió como los
bocamaros.
En este encuadre, qué hacer y cuándo hacerlo quedaron contestados por las opciones
tácticas señaladas; por qué hacerlo o con qué fundamentos político-morales no constituyeron
preguntas para ninguna de las izquierdas del período, excepto para sectores minoritarios
de su expresión cristiana o para ejemplos individuales apegados a la democracia liberal. Lo
cierto era que en el Uruguay el MLN traducía en hechos concretos lo que hasta ese momento
había sido un discurso, una muestra retórica de principios y, en algún caso, una polémica
interna a la izquierda. Por otra parte no debe olvidarse que ésta, pese a su marcada
presencia social, constituía un sector del espectro partidario global cuantitativamente muy
reducido.
La guerrilla también expresaba la creciente ajenidad e impaciencia crítica de la juventud
estudiosa más influida por sus mentores intelectuales, respecto a los ritmos nacionales. El
malestar se generaba en la injusticia social que percibían a su alrededor, en la incapacidad
de trascenderla — para ellos absoluta— de los elencos políticos tradicionales, en la creciente
postergación de sus expectativas y en la certeza, originada por su nivel educativo y su
cultura política, de tener medios para superar tanta y tan devastadora inacción e injusticia
y no poder hacerlo, dada su lejanía del poder. Demasiadas certidumbres para tantas,
cotidianas y repetidas frustraciones.
Desde tales presupuestos la estrategia del MLN, en la ruta de sus mentores intelectuales,
daba definitivamente la espalda a la tradición democrática, que con algunas renuncias,
como las democraduras de los treinta, se había afianzado en el país desde principios de
siglo. Procesaba así una ruptura decisiva con los partidos tradicionales y una radical inflexión
respecto a la cultura política liberal y sus correspondientes sustentos éticos. Con ello se
alejaba no sólo de la realidad política circundante, que sentía empantanada y triste, sino
también del conjunto de principios que la sustentaban y que, pese a la crisis, aún se
mantenían vivos. Al desconocer no ya su mala aplicación sino su esencia misma, la guerrilla
se afilió, quizás sin clara conciencia de ello, a la gama de teorías éticas perfeccionistas (que
incluyen la mayoría de las morales religiosas y la marxista).
Es en este contexto ideológico, enmarcado por el clima de crisis que afrontaba el Uruguay
de los sesenta, que hacía que los principios igualitaristas que pocos años antes todavía
distinguían al país se degradaran cada vez más, donde debe situarse la aparición de la
guerrilla. Un movimiento que, si surgió bajo un clima de desazón y pérdida de confianza y
templó sus convicciones midiéndose con el autoritarismo que la represión pachequista propició,
no tuvo como objetivo derrocar ninguna tiranía política sino liberar al Uruguay de la explotación
burguesa-imperialista para instaurar en su lugar el socialismo. Por eso, defendiendo esa
idea, exigió que, en aras de su necesaria extensión continental, el país se constituyera en
otra muestra del collar de levantamientos que desde el Cabo de Hornos hasta México
alumbrarían la soñada patria latinoamericana de los próceres.
Si, como efectivamente ocurrió, la aparición de los Tupamaros colaboró con la emergencia
reactiva del autoritarismo de los gobiernos de la época, aunque no la determinó — por lo
menos en forma exclusiva— , ello en los planes del Movimiento no era una consecuencia a
deplorar. Por el contrario, como expresamente manifestó el MLN, ayudaba a generar las
condiciones para la lucha emancipadora, creaba ámbitos para que las masas asumieran la
explotación en que vivían. En este sentido a la guerrilla, en contraposición a lo que sostenía
el resto de la izquierda, bastante más prudente respecto a la oportunidad insurreccional, le
era esencialmente indiferente la naturaleza política del gobierno capitalista con que se
enfrentaba. De ahí que -van insistir porque el punto es esencial para la valoración del
fenómeno- para los Tupamaros la guerra era justa por la naturaleza del enemigo; era
correcta porque se desarrollaba contra el capitalismo, fuera cual fuera la forma política en
que este se manifestara. Lo era en tanto se proponían instalar una sociedad que suponían
libre de cualquier forma de explotación económica, para ellos la única forma de justicia
aceptable sobre esta tierra.
Cualquier teoría de la justicia edificada sobre exigencias tan fuertes no puede eludir el
perfeccionismo ético. Ni soslayar sus consecuencias: la arrogancia moral y el radicalismo
político, aquel que transforma, sin mediaciones ni evaluaciones de su factibilidad, principios
abstractos en proyectos, ignorando las reales preferencias de sus beneficiarios, al tiempo
que practica una voluntad intervencionista que fácilmente — como ha ocurrido en todos los
ejemplos históricos conocidos— se desplaza hacia el totalitarismo.
Por iguales razones no puede aceptarse la operación que acota el fenómeno tupamaro
reduciéndolo a las características sicológicas y morales de sus integrantes y/o a la pureza
de sus intenciones, por sobre las características, objetivos e ideología del grupo insurgente
como tal. Mediante este procedimiento los guerrilleros aparecen adornados de compartibles
virtudes cívicas: un grupo de hombres y mujeres empeñados en la lucha por una patria
regida por la voluntad desalienada de sus habitantes. Pero tal interpretación histórica, que
confunde las partes con el todo, es doblemente falsa. Lo es como método de análisis y
evaluación del fenómeno y lo es en sus propias afirmaciones respecto a los guerrilleros
individualmente considerados. El MLN fue un grupo revolucionario socialista, ni mejor ni
peor que los tantos movimientos armados que al influjo de la revolución cubana florecieron
por varias partes del continente latinoamericano en el período. Algunos de ellos — como
ocurrió en la Argentina durante la dictadura de Onganía— insurgieron contra regímenes
políticamente despóticos y autoelegidos (lo que en cierto modo los legitimaba), pero siempre
con la finalidad última de imponer un régimen similar al que imperaba en la isla caribeña
(con lo que empañaban esa legitimación). Otros, como fue nuestro caso, contra democracias
liberales, no siempre ejemplares en su práctica pero, de todos modos, más atentas a las
reglas de Bobbio que el modelo que se ofrecía para sustituirlas.
No obstante, como dice Octavio Paz, la crisis de los sesenta fue mucho más que la
insurgencia política estudiantil; fue una ruptura social y generacional que estalló, casi sin
noticias previas, condensando contradicciones provenientes de muy diferentes ámbitos
120 sociales. En los hechos supuso la repentina puesta en cuestión de valores, tradiciones,
costumbres, ritos e instituciones heredados desde muchas generaciones anteriores; un
corte que dividió épocas para recordarnos que el tiempo no es lineal, que admite meandros,
embalses, lapsos de autorreflexión, pero también abruptas aceleraciones que cuestionan
autoridades y jerarquías pacíficamente admitidas hasta el momento de su súbito
cuestionamiento. La crisis ya pasó y ya costó, pero cuarenta años más tarde nos sigue
interpelando para advertirnos que hay pasajes en el curso de la historia en que la fatiga, el
hastío, el rechazo profundo al entorno y a sus mandarines genera inesperadas resistencias.
Revueltas grupales o generacionales que intentan, con éxito variable, borrar el pasado,
pergeñando reemplazos que solo se explican por la intensidad del desprecio al legado recibido,
pero que a menudo condensan — y a veces superan— desesperanzas que parecían irrebasables.
Vista desde nuestra geografía, bastante diferente de la atalaya norteamericana o europea,
pero también de la asiática o africana, la década conllevó la confluencia, ni armónica ni
congruente, de tres grandes afluentes: la rebelión generacional de los estudiantes, una
revuelta cultural más general en el ámbito de las costumbres, las normas y los modos de
vida de la civilización occidental y, concomitantemente, la insurgencia política de la nueva
izquierda, enmarcada y sostenida por los procesos de descolonización y liberación
tercermundista.
El segundo fenómeno, solapado con el anterior pero más amplio, de consecuencias más
perdurables y de portadores más heterogéneos, fue la revuelta contra la herencia cultural,
moral y estética vigente o, con más precisión, contra el orden burgués heredado. Los
sesenta visualizaron al poder como una potencia hostil oculta en cada uno de los pliegues de
la sociedad, desde la familia al orden público institucional, y reaccionaron cuestionándolo
en todos los niveles. Se problematizaron todas las jerarquías: las relaciones padre-hijo,
hombre-mujer, blanco-negro, obrero-patrón, profesor-alumno. La crítica llegó tan a fondo,
se vivió como tan decisiva, implicó tal discontinuidad — el hippismo y la droga de las sociedades
desarrolladas parecieron problematizar incluso la inserción de las futuras generaciones de
recambio— , que hubo quienes pensaron que lo que peligraba era la sociedad occidental en
su conjunto, capitalismo incluido. Nada de eso sucedió; la ruptura del orden establecido,
como siempre ocurre en la historia, mucho menos dramática de lo que las crisis hacen
suponer cuando se juzga desde ellas, no logró transformar las variables básicas de la
civilización occidental. Pero no fue inútil ni se borró sin dejar huellas; algunas de ellas muy
profundas y duraderas.
El tercer fenómeno, el de la insurgencia política que aquí nos ocupó, es el que genera
más interrogantes. Hablamos de la forma como ella se planteó en Latinoamérica y en el
Uruguay en particular, donde se asumió como la gran corriente en la que desembocaban y a
la que se subordinaban las restantes reivindicaciones. Creyendo — como la izquierda tenía
que hacerlo a la luz de su visión economicista y de sus urgencias rupturistas— que la lucha
política era el campo privilegiado para los restantes cambios sociales y culturales, asumió
que las teorías que había heredado del siglo XIX eran adecuadas para modificar las sociedades
de la segunda mitad del siglo XX. Seguramente no le faltaba cierta razón en sus propósitos
finalistas, pero para tarea de tal magnitud no podía valerse de un instrumento que ya había
perdido su filo cuando se propuso emplearlo. El sesentismo, deslumbrado por Cuba, quiso
cambiar el mundo mediante una teoría y una práctica que en cada una de sus anteriores
aplicaciones habían probado que generaban efectos contrarios a los que prometían.
El desarrollo de aquella guerrilla en un país que había transitado medio siglo de vida
pacífica, en el que las diferencias (más allá de excepciones) se habían dirimido en el
terreno político electoral, plantea profundas interrogantes -ya en el siglo XXI- acerca de los
motivos que determinaron ese fenómeno, desafiando no sólo al sistema de partidos, sino al
Estado mismo.
Ya sin Guerra Fría y sin una de las dos grandes potencias que alimentaron el mundo
bipolar de la segunda posguerra, persisten en América Latina algunos movimientos
guerrilleros. Colombia, desangrada con grupos como las FARC y el ELN10 que aún hablan de
revolución y de socialismo; y México, con un Ejército Zapatista de Liberación Nacional cuyo
objetivo, según ha dicho su figura emblemática el subcomandante Marcos, no es la toma
del poder, cuestionan también acerca de aquellos motivos y alertan acerca de la persistencia
-bajo algunas circunstancias- de la vía armada. Y ante la permanencia o profundización de
condiciones socioeconómicas críticas en varios países latinoamericanos, incluido Uruguay,
surge la cuestión de si se trata de un camino cerrado para este país o, al menos, si las
variables que determinaron aquel fenómeno persisten en el tiempo y resurgen por el solo
124 empeoramiento de la situación económica y del desarrollo.
En el corto período de seis días de setiembre de 1971, ocurrieron tres hechos sucesivos y
decisivos para el futuro. Hasta entonces el combate del Estado uruguayo contra los rebeldes
estaba a cargo de la Policía. Pero la irrupción en la escena bélica de las Fuerzas Armadas a
partir de aquel momento liquidó militarmente a los Tupamaros en pocos meses.
Paradójicamente, una de sus más exitosas y espectaculares acciones -la fuga de 106 de sus
dirigentes y militantes junto a 5 presos comunes del Penal de Punta Carretas el 6 de
setiembre- terminó desatando la ofensiva final de las fuerzas represivas.11
10
FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) de origen comunista. ELN (Ejército de Liberación Nacional)
de tendencia más nacionalista.
11
No fue ésta la única fuga. El 8 de marzo de 1970, en un operativo comando denominado Operación Paloma,
fueron liberadas 13 tupamaras de la Cárcel de Mujeres. Durante 1971 ocurrieron otros tres escapes, uno colectivo
y dos individuales. El 30 de julio, 38 guerrilleras volvieron a fugar de la Cárcel de Mujeres, esta vez por la red
cloacal, en un operativo llamado Estrella. El 26 de mayo escapó de un juzgado el dirigente e ingeniero Juan
Almiratti y el 17 de julio Raúl Bidegain Greissing aprovechó una visita de un hermano a Punta Carretas, cambió
ropas con él y se fue caminando sin dificultades por la puerta. El 12 de abril de 1972, se produjo una nueva fuga
de Punta Carretas: esta vez fueron 15 tupamaros y 10 delincuentes comunes los que lograron huir por un túnel que
unía el hospital penitenciario con las cloacas.
Tres días antes el Parlamento había tomado una decisión que también sería muy importante
para el futuro inmediato e incluso a largo plazo: finalmente había dado la venia de ascenso
a los entonces coroneles Esteban Cristi y Gregorio Álvarez, resistidos por no pocos políticos.
Cristi ascendía por selección, Álvarez por concurso. Y tres días después de la fuga, comenzó
a funcionar de hecho el Estado Mayor Conjunto (ESMACO), dirigido por el propio Álvarez y
que sería fundamental en la nueva estrategia de combate a la guerrilla.
La “Operación Tero”
“El Abuso”, como se denominó el plan de fuga concretado en setiembre
de 1971 que permitió la evasión de 106 tupamaros y 5 presos comunes del
Penal de Punta Carretas, había sido cuidadosamente planificado y contó
con el apoyo de los CAT (Comandos de Apoyo a los Tupamaros) y militantes
de izquierda, muchos de los cuales no tenían idea de qué se trataba.
La fuga (“El Abuso” en la jerga tupamara) tuvo otro efecto muy negativo para los
guerrilleros: poco después de la misma fueron trasladados de esa cárcel donde estaban
organizados y desde la que emitían órdenes y opiniones y que manejaban casi a su antojo.
Primero, fueron llevados a cuarteles, y luego al Penal de máxima seguridad de la localidad
de Libertad.
La noticia de la construcción del Penal de Libertad fue incluida por los guerrilleros en un
boletín con un resumen de informaciones para los miembros del MLN que permanecían
clandestinos. La detallada información no dejaba dudas respecto al cambio de condiciones
que iban a sufrir los guerrilleros presos. De un penal antiguo ubicado en plena ciudad -del
que ya habían fugado dos veces- serían trasladados a otro, fuera de Montevideo, y con
medidas de seguridad mucho más severas.
Los Tupamaros pensaron en volar la nueva cárcel antes de su habilitación, pero desecharon
la operación. “Era tanta la dinamita que precisábamos que no teníamos posibilidades. Y
además, si se conseguía destruir, la onda expansiva hubiera generado destrozos hasta en el
pueblo Libertad, pese a que estaba a 2 kilómetros en línea recta.” (Marcelo Estefanell, ex
comandante tupamaro, en entrevista con el autor, Montevideo, abril del 2001).
En 1973 los principales líderes fueron retirados del propio Penal de Libertad y trasladados
irregularmente a distintos puntos del país donde permanecieron durante más de una década
encerrados en condiciones inhumanas. Tampoco las mujeres volvieron a la Cárcel de Miguelete
y fueron trasladadas a un centro especial de detención (Punta de Rieles). En ese proceso de
traslados, de dos años, el MLN perdió todo contacto con la mayoría de sus líderes históricos
y casi toda comunicación con el resto de los guerrilleros presos. Puede decirse que se habían
cortado las amarras entre la organización inicial y los grupos y dirigentes que quedaban en
acción.
Aunque oficialmente las Fuerzas Armadas pasaron a encabezar el combate contra los
Tupamaros enseguida de la gran fuga, existían antecedentes que mostraban una progresiva
presencia militar en el escenario de la lucha antiguerrillera. El 20 de marzo de 1971 el
Ministerio de Defensa Nacional había ordenado al Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea que
126 desarrollaran “una serie de estudios y planes referentes a la lucha antisediciosa, incluyendo
inteligencia, acción sicológica y operaciones”. El hecho que precipitó esa decisión fue el
hallazgo en la Ciudad Vieja, el 2 de marzo, de un impresionante archivo del MLN “que
incluía fichas individuales de prácticamente todos los integrantes de la Policía de Montevideo,
y de las fuerzas armadas en actividad y retiro”, además de documentación que probaba “el
incremento que los Tupamaros habían impuesto a su movimiento y a la organización del
mismo.” (D’0liveira, Sergio Luis, Coronel (R), “El Uruguay y los Tupamaros, crónica de
una década de sedición”, Departamento Editorial General Artigas del Centro Militar,
Montevideo, 1996, Pág. 108).
El lema de los guerrilleros era “Habrá Patria para todos o no habrá Patria para Nadie”.
Pero, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Qué pasó en aquella “sociedad hiperintegrada” de la que
hablaba Rama, o de la sociedad amortiguadora a la que se refería Real de Azúa, para que
naciera y se desarrollara un movimiento armado que, tratando de romper con las tradiciones
uruguayas del siglo XX, optara por la vía armada? Y más aun: ¿qué pretendía realmente ese
movimiento armado? ¿Era en su germen, como afirman algunos de sus miembros, un grupo
de autodefensa que incluso se armaba ante un eventual golpe de Estado, lo que de hecho
implicaba una defensa de la democracia liberal; o era un movimiento que desde el comienzo
pensaba en la revolución socialista? Y además, su nacimiento y su posterior desarrollo,
¿estaban determinados esencialmente por variables nacionales, o por el contexto internacional
y particularmente por el triunfo de la revolución cubana, como indica Hobsbawn? ¿Eran de
algún modo, “políticos en armas” preocupados en primer lugar por el deterioro o presunto
deterioro de las condiciones políticas? ¿O eran “luchadores sociales” preocupados por el
deterioro socioeconómico? ¿O eran ambas cosas a un tiempo? Éstas son algunas de las
preguntas que hoy, en el albor del siglo XXI, despierta la opción violentista que abrazó un
grupo de uruguayos a comienzos de la década del 60, que alcanzó un importante desarrollo,
llegó a conquistar a miles de jóvenes12 y generó un fenómeno político y social ineludible a la
hora de analizar la segunda mitad del siglo XX. Desde luego que las respuestas a cada
interrogante nos indicarán caminos diferentes al momento de estudiar aquellas circunstancias.
12
No existe un registro certero sobre el número de miembros que llegó a tener el MLN. La mayor parte de las
estimaciones -tanto de fuentes tupamaras como militares y policiales— fluctúan entre 4 mil y 5 mil, incluyendo
simpatizantes con cierto grado de compromiso e integrantes de los Comités de Apoyo a los Tupamaros (CAT). El
inspector Alejandro Otero, que encabezó inicialmente la lucha antiguerrillera, asegura que “el movimiento nunca
pudo haber superado -y generosamente dicho— una cifra cercana a las 4 mil personas. Si ellos hubieran llegado a
20 mil personas como se ha dicho en alguna oportunidad, hubieran triunfado”. Y añade que los combatientes
fueron unos cincuenta al comienzo, pero llegaron a ser unos cuatrocientos. Las estimaciones de De Lucía son
bastante similares. “Diez mil -dice— me parece una barbaridad. Pero puede ser que en 1971, en el apogeo, antes de
la debacle del 72, y contando a todos, hayamos sido entre 2 mil y 3 mil. Combatientes tendrían que ser muchos
menos: podrían ser, a reventar, 500 tipos. Con 10 mil en Uruguay era un pic nic”. Mauricio Rosencof estima que
eran muchos más y asegura que sólo la Columna 70 (política) tenía más de 2 mil integrantes. Luis Alemañy
calcula en cinco mil el número de integrantes que llegó a tener el MLN, contando todos sus niveles. Unos mil de
ellos, según el mismo dirigente, recibieron a lo largo del tiempo entrenamiento en Cuba. Efraín Martínez Platero
estuvo a cargo de los tupamaros que vivieron en Cuba después del derrocamiento de Allende y asegura que en ese
momento había entre 300 y 400.
En cuanto a la derrota militar del MLN, existen iguales divisiones entre quienes la vieron
como producto de una acción salvadora de las Fuerzas Armadas y aquellos que la consideraron
el trágico desenlace de atropellos impulsados por Estados Unidos y por traiciones decisivas
de algunos de los ex guerrilleros.
Es cierto que al analizar las causas del desarrollo del MLN, resulta indispensable estudiar
las variables políticas, económicas y sociales del Uruguay, pero parece necesario ubicar en
un plano privilegiado el contexto internacional, la Guerra Fría y en particular la influencia
de la revolución cubana.
Luis Eduardo González, por su parte, ha sostenido que los Tupamaros “trasmitieron la
imagen -como mínimo- de que la Policía por sí sola no podía con ellos. Por un lado esto
contribuyó al temor de que la “seguridad del Estado” y del orden existente estaban hasta
cierto punto en peligro; por otro, esta situación como es natural involucró al Ejército en el
esfuerzo antiguerrillero”. En segundo lugar, ha sostenido que los Tupamaros eran la opción
revolucionaria inmediata, verdadera; a tal punto que eran la oposición de izquierda de la
izquierda legal, que quedó atrapada entre fuerzas opuestas sobre las cuales a corto plazo
no tenía influencia alguna. Esos, entre otros factores vinculados a la actuación guerrillera,
tuvieron efectos enormes en la polarización del sistema. (González, Luis Eduardo, Estructuras
Políticas y Democracia en Uruguay, FCU, Instituto de Ciencia Política, Montevideo, 1993,
Pág. 66).
129
Al explicar el avance militar en el Uruguay de comienzos de los 70, Carlos Real de Azúa
sostenía: “un Ejército profesional y neutral -sino apartidario- sin otro proceso de politización
coherente que el muy sumario al que se vio sometido a lo largo de los años de pentagonización
técnica e ideológica que ha vivido su cuerpo de oficiales, fue encargado un día de una tarea
concreta. Se trataba ya no sólo de reprimir sino de eliminar la actividad subversiva entonces
creciente, la original modalidad paraguerrillera del movimiento tupamaro y algunas formas
conexas de disenso violento. Lo hizo exitosamente, no tanto durante los siete primeros
meses de empeño sino a partir de abril de 1972 (...) Pero en esta actividad, ese mismo
Ejército descubrió por el camino una serie de realidades nacionales respecto a las cuales vivía
muy ajeno. Fue una superficie que entra en contacto con otras superficies. Y la lucha contra
los Tupamaros se convirtió en una de esas relaciones ‘agónicas´ o ‘agonales’ en las que,
mediante una dialéctica de interacción, de acción recíproca, algunas, o muchas, o todas las
posiciones del enemigo son percibidas y conceptualmente procesadas por el rival”. (Real de
Azúa, Carlos, ¿Una sociedad amortiguadora?, Ediciones de la Banda Oriental, 2000, Pág.83).
Los políticos y autores mencionados parecen reconocer, entonces, que el combate contra
la guerrilla significó para los militares uruguayos un disparador, que en esa cadena acción-
reacción, el avance militar fue una reacción que le abrió espacios. Y, en todo caso, aquellos
militares que buscaban proyectar a las Fuerzas Armadas más allá de sus roles tradicionales,
encontraron el escenario propicio para hacerlo.
Como se señaló antes, muchas veces se analiza el problema de los Tupamaros poniendo
el foco -incluso para explicarlos- en sus momentos de apogeo y derrota, entre finales de los
60 y principios de los 70 y se descuida el hecho de que comenzaron a actuar y a organizarse,
aún en forma embrionaria, a comienzos de los 60 y ejecutaron su primer gran golpe en
1963. Era la etapa que Eleuterio Fernández Huidobro califica y analiza como “los orígenes”
de los Tupamaros. (Fernández Huidobro Eleuterio, Historia de los Tupamaros, tomo 1.
TAE. Montevideo).
César Aguiar explicaba al finalizar la dictadura, que el juego de cuatro factores -la
participación creciente, el bipartidismo fragmentario, la baja “convertibilidad” electoral
de las adhesiones de base social y el predominio de sistemas de legitimidad retributiva
particularista y sectorial- “llevaron a la constitución de una estructura de proceso político
caracterizada por la dualidad de tiempos y de escenas. Por una parte, períodos electorales
con crecientes niveles de participación y competitividad, dominados por un compuesto de
‘clivajes’ sociales y políticos en el que pierden fuerza y visibilidad los “clivajes’ clasistas y
sectoriales; por otra parte, períodos interelectorales en los que disminuye la participación
política, adquieren dominancia los ‘clivajes’ clasistas y sectoriales y la escena política
montevideana”.
“La dualidad en cuestión -explica Aguiar- pone las bases en la inestabilidad estructural
del sistema político, y a poco que operen factores coyunturales específicos, abre las puertas
a su ruptura. Por el lado de la izquierda, la ‘inconvertibilidad’ política de las adhesiones
clasistas abre lugar a los que niegan la capacidad del sistema electoral de abrir los cauces a
una transformación que satisfaga sus demandas sectoriales, y legitima, así, según los
casos, las expectativas ‘peruanistas’, populistas o los reclamos de violencia armada ‘foquista’
o no”.
Lo más curioso, sin embargo, es que el inicio de las acciones armadas es reivindicado
hoy por no pocos ex guerrilleros, bien como una reacción de autodefensa y/o prevención
ante posibles golpes militares13,bien como el resultado de la lucha por los derechos humanos
de los cañeros, un sector que se encontraba en condiciones deplorables, pero que conformaba
una ínfima minoría de la sociedad.
El peso de los factores políticos, entonces, pareció ser mayor que el de los económicos y
sociales. Este tema, en todo caso, nos lleva a una de las primeras preguntas que se hace
13
Los rumores de golpe de Estado en los 60, durante los gobiernos blancos, han sido utilizados para sostener uno de
los argumentos que justifican la gestación de la guerrilla. Enrique Beltrán, diputado desde 1958 hasta el golpe de
Estado de 1973 y hermano de Washington Beltrán que fue diputado, senador y presidente del Consejo de Gobierno
en 1965, niega cualquier amenaza real de golpe durante aquellos años. (Entrevista con el autor).
El general Líber Seregni ubica los orígenes de los problemas del Ejército y el surgimiento de una línea nacionalista
y golpista, en los choques entre batllistas y antibatl listas que se remontaban a la salida del golpe de Estado de
1933. “En el 64 se hablaba seriamente de golpe militar”sostuvo Seregni, aunque reconoció que bajo la presidencia
de Beltrán “hubo una actitud diferente”que mejoró la situación, la que se volvió a complicar “cuando accedió Titito
Heber al gobierno”. (Por más información ver Estado de Guerra. Op. Cit. Págs. 26 a 37).
este trabajo. ¿Por qué nacieron los Tupamaros y a qué apuntaban? Y aún más: ¿Por qué
miles de jóvenes engrosaron sus filas, arriesgando sus vidas, aun sin preparación ni condiciones
suficientes para combatir? ¿Por qué esos jóvenes dejaron de lado la tradición de más de
medio siglo de democracia electoral y creyeron que la única vía posible o tal vez la única que
valía la pena, era la de la violencia revolucionaria? Parece claro, por lo pronto, que hubo una
notoria incapacidad de los partidos tradicionales para satisfacer las demandas de esos
jóvenes, captarlos y ajustarse a una nueva época. Fue quizás un punto de partida que más
adelante sabría aprovechar el nuevo Frente Amplio, el que desde 1971 no dejó de crecer en
base fundamentalmente al voto nuevo. Estudios realizados por sociólogos y analistas como
César Aguiar, Luis Eduardo González y Agustín Canzani han explicado cómo los ciudadanos
fallecidos, votantes de colorados y blancos, han sido sistemáticamente sustituidos por jóvenes
que en su mayor parte han preferido a la coalición de izquierda.
“Yo digo que Pacheco fue el más grande creador de tupamaros que hubo en el Uruguay
jamás, lo digo como tupamaro (...) Y viene Pacheco y empieza a dar palo a todo el mundo,
a los bancarios, a los empleados públicos, a los estudiantes. Y empieza a arrojar sobre filas
un crecimiento que era incontenible. De algún modo también era la confirmación de nuestras
previsiones teóricas de cuando nacimos. Pero el hombre que confirma eso es Pacheco. Y de
ahí en adelante se produce el auge de los Tupamaros”. (Fernández Huidobro, Eleuterio,
Estado de Guerra, Op. Cit. Pás. 201 y 202).
Las afirmaciones de Fernández Huidobro avalan la idea de que las políticas represivas 131
implementadas por el gobierno de Pacheco Areco -incluyendo la permanente utilización de
las medidas prontas de seguridad- retroalimentaron fuertemente la violencia en el país, del
mismo modo que el posterior gobierno de Juan María Bordaberry. Esto lleva a preguntar
qué habría ocurrido si el Estado hubiera adoptado otras políticas para combatir la insurgencia.
¿La violencia desde el gobierno y la derecha se erigió en factor decisivo para alimentar el
crecimiento del MLN? ¿Si el gobierno hubiera escogido otra estrategia, los Tupamaros se
habrían desarrollado como lo hicieron o su crecimiento se habría truncado? ¿Se habría
alterado la espiral de violencia e incluso los acontecimientos políticos que desembocaron en
el golpe de Estado?
El Uruguay había ingresado en una crisis que se reflejaba, por ejemplo, en una importante
caída del salario real (...). Pero, pese a todo, seguía exhibiendo a comienzos de los 60
realidades muy distantes de las predominantes en América Latina, en términos políticos,
económicos y sociales. Era todavía el “país hiperintegrado” al que se refiere Germán Rama
o la sociedad amortiguadora que analiza Carlos Real de Azúa. (...)
Los arroceros de Treinta y Tres y los cañeros del norte del país, con quienes Raúl Sendic
comenzó su trabajo político, corporizaban excepciones más que fenómenos representativos
de las mayorías uruguayas.
Como señaló Carlos Real de Azúa, no se trató de una respuesta a determinantes
socioeconómicas ni de una reacción ante restricciones a la acción política, sino de una
intención ideológica de romper con los métodos de cambio político practicados por la
izquierda y establecer un desafío. (Ibid Pág. 163 y Carlos Real de Azúa, 1971, Pág. 237).
Regía la democracia y la vida política poco tenía que ver con la de otros países en los que
imperaban dictaduras a las que desafiaban movimientos armados locales. Incluso países
como Argentina, en los que se podía identificar un escenario social y económico similar al
de Uruguay, se diferenciaban de éste por una variable política clave: la sucesión de golpes
de Estado que durante décadas frustró el desarrollo de una verdadera democracia. Este
factor, como se verá en el trabajo, es reconocido por connotados guerrilleros argentinos
como decisivo para posibilitar la eclosión de dos poderosos grupos violentistas: el trotskista
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y el peronista Montoneros, además de otros menores
casi mayoritariamente ligados al peronismo. En Argentina, asimismo, jugó otro elemento
inexistente en Uruguay: un caudillo y ex presidente de gran arraigo popular, Juan Domingo
Perón, quien desde el exilio alentó a los jóvenes a tomar las armas.
Todo esto nos permite vislumbrar por qué la apuesta guerrillera uruguaya constituyó un
proyecto con escasas oportunidades de éxito, y finalmente derrotada.
La revolución que los Tupamaros querían para el Uruguay era imposible: una sucesión de
errores en el análisis sobre la sociedad en la que actuaban, sobre su historia y el papel y
peso de varios protagonistas centrales, resultaron decisivos para la caída. A ello se sumaron
las marcadas diferencias y contradicciones ideológicas que coexistían dentro del movimiento,
producto de su heterogéneo reclutamiento y que se reflejaban en la existencia de objetivos
132 muy diferentes -al menos en el mediano y largo plazo- entre los guerrilleros. Esas
contradicciones se hicieron evidentes con el correr de los años.
Muchas declaraciones públicas de dirigentes del MLN exhiben hoy tajantes contradicciones
con las de otros dirigentes y ex guerrilleros, e incluso con los propios documentos de la
organización.
El intento del MLN se materializó en un contexto poco propicio para la violencia como
principal instrumento político, como este país de tradición democrática y pacífica, que
había hecho del voto, en el siglo XX, el arma para dirimir las diferencias. Esa tradición
ejercía un gran peso sobre la mayoría de los ciudadanos, aun en las agitadas décadas del 60
y 70, en parte quizás como resultado del sangriento costo que había tenido el surgimiento
de los partidos políticos, del sistema democrático e incluso del propio Estado, hasta comienzos
del siglo XX.
Así se explica en buena medida el cambio operado en la opinión pública tras algunas
simpatías iniciales despertadas por las primeras acciones del MLN, aquéllas de la llamada
etapa de “Robin Hood”, cuando la organización actuaba sin exceso de violencia y distribuía
el producto de sus operaciones entre los pobres. Era todavía la fase de propaganda armada.
Ese hecho causó a su vez polémicas internas e incrementó las críticas de quienes, desde
dentro, aseguraban que el MLN necesitaba de un verdadero partido de masas. Cuando llegó
la derrota, las discusiones entre la necesidad de impulsar un partido de masas y la concepción
militarista, terminarían paralizando a la organización. Esas discusiones, escondían otro
tema de fondo: la conveniencia de continuar o interrumpir la lucha armada. Fue, para el ex
líder guerrillero Fernández Huidobro, la traición de la dirección que estaba en el exterior,
perdida en debates teóricos.
133
La izquierda armada.
Ideología, ética e identidad
en el MLN –Tupamaros*
*ALDRIGHI, Clara. La izquierda armada.
Ideología, ética e identidad en el MLN –
Tupamaros. Trilce, Montevideo, 2001.
Páginas 41 –44; 52 –65.
La acción de la guerrilla, junto a las luchas del conjunto de la izquierda y las movilizaciones
de masa del período, fueron acrecentando la percepción, en parte de la opinión pública, de
la vulnerabilidad del sistema y de sus facetas de ilegitimidad y resistencia al cambio; esta
percepción contribuyó al crecimiento de las organizaciones armadas pero también al de
toda la izquierda, proceso que culminó en la creación de la nueva coalición electoral de tipo
progresista, el Frente Amplio.
Con el aumento de la eficacia y espectacularidad de las acciones del MLN, las instituciones
estatales comenzaron a percibirlo como una real amenaza, una fuerza en condiciones de
generar un cambio social revolucionario. La interacción entre el Estado y el MLN se fue
procesando como una auténtica guerra: directa, en el plano represivo, indirecta, a través
de los medios de comunicación.
114
Washington Beltrán, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en Wilson Ferreira Aldunate, Estadista y
Parlamentario, ob. cit., p. 877.
A partir de 1968 y con más intensidad desde 1971, se produjo en Uruguay un proceso
similar al que afectó a los países europeos en la primera posguerra, acertadamente definido
por George L. Mosse como “brutalización de la política”, y que fue el fundamento de la
expansión de los fascismos y particularmente del nazismo.115 Especialmente la república de
Weimar fue el escenario donde, en medio de la complicidad o la impotencia de las fuerzas
políticas y el Parlamento, las derechas extremas, y en especial los integrantes de los Cuerpos
Francos apoyados en el Ejército, deshumanizaron al “enemigo interno” representado en un
primer momento por el comunismo y más tarde por los judíos, gitanos y la oposición
socialdemócrata y liberal.
Mediante la retórica del “enemigo interno”, el gobierno y parte del sistema político
expulsaron virtualmente a los tupamaros de la comunidad nacional. Ya no eran sólo disidentes
o delincuentes, sino extraños, ajenos, enemigos. Se justificaba este enfoque mediante una
operación cultural: el subversivo era transformado en un estereotipo que encarnaba todo lo
negativo, la antítesis de los valores que la sociedad aceptaba como propios y por lo tanto
representaba la mayor amenaza para su estabilidad. Como denunciaba casi diariamente El
País, se trataba de enemigos cuyas finalidades políticas eran idénticas a las del Partido
136 Comunista: imponer una sociedad totalitaria “de estilo nazi o soviético”.116
115
George L. Mosse, Le guerre mondiali. Dalla tragedia al mito dei caduti, Bari, Laterza, 1990, pp. 175-199.
116
Cfr. por ejemplo, El País, 6, 7, 1970, p. 5, “Un fin, dos tácticas”.
117
Azul y Blanco, 24.5.1972, p. 3, “La marcha de la guerra”. Cfr. también 22.2.1972, p. 3, “Perfil sociológico de
un tupamaro”.
“Apresados, esposados y en el suelo, ni un solo compañero o compañera se salvó de ser
golpeado. Puñetazos, patadas, culatazos, en la cara, en la cabeza, en los testículos, en
cualquier parte del cuerpo. Se le suben encima, caminan sobre ellos hundiendo a cada
paso el taco de las botas. Buscan las heridas para machacar allí, donde más duele,
mientras gruñen, ríen, insultan y amenazan de muerte. ‘Hay que matarlos a todos’. ‘De
aquí no salís vivo, hijo de puta´. Esgrimen armas cortas y largas, colocan los caños en la
cabeza, en la sien, en la nuca, en la boca, en el pecho, mientras ajustan y presionan el
dedo en el disparador, haciendo sentir así, y más de una vez, el ‘gusto’ de la muerte a sus
prisioneros. Todos pegan, todos amenazan. Terminan unos y vienen otros. Se disputan el
turno, la presa y la herida para golpear. Los que han terminado, recomienzan. Una
jauría interminable e insaciable, un festín de fieras”.118
La retórica del “enemigo interno” anulaba toda posibilidad de negociación y fue creando
un clima que presentaba como aparentemente ineludible la adopción de medidas cada vez
más coercitivas, de legislación especial y finalmente el pasaje a la esfera militar de la 137
represión de la guerrilla. En este sentido, podría compararse el caso uruguayo con otras
situaciones históricas donde el Estado aplicó la represión contrainsurgente dentro de los
límites de la ley, no consintiendo la violación de los derechos humanos, preservando el
sistema democrático liberal y el Estado de derecho y sin apelar a la construcción de un
“enemigo interno”.120 A fines de 1971, excluida del horizonte político toda perspectiva de
conciliación, el momento del enfrentamiento decisivo parecía encontrarse cercano. Los
intensos debates ideológicos y políticos en la prensa, en el interior de la izquierda, en el
Parlamento, revelaban que lo que estaba en juego era el poder del Estado y su posibilidad
de implementar el reajuste conservador económico-político que perseguían las derechas
desde el gobierno. Todos los instrumentos de que disponía el Estado habían sido gradualmente
lanzados a la arena en una ofensiva destinada a asegurar el triunfo de esta política,
primero para sofocar el movimiento popular, más tarde contra las organizaciones guerrilleras.
118
Actas Tupamaras, Montevideo, TAE, 1987, p. 182.
119
Palabras del subcomisario Costa Rocha (Seccional 15ª) por la muerte del agente Armando Leses, en El País,
6.7.1970, p. 1. “Hubo dolor y rebeldía en la despedida del fallecido”. En esta misma oportunidad, entre los
pronunciamientos de repudio de la violencia del MLN, el Movimiento Blanco Popular y Progresista del senador
Francisco Rodríguez Camusso ratificaba “su repudio a la violencia provocada en nuestro país, expresando su total
solidaridad con los abnegados rabajadores policiales, sacrificados por el terrorismo y explotados por el régimen”, en
Ibid., 8.7.1970, p. 3, “Política y Gobierno. Repudio a la violencia”.
120
Un ejemplo reciente es el de la ofensiva del Estado italiano contra las organizaciones terroristas de derecha e
izquierda que actuaron en los años setenta y ochenta. Cfr, Gianfranco Pasquino, “Il controllo politico delle Forze
armate”en Il Mulino, Bologna, 1986; Franco Ferraresi, “La destra eversiva”en Donatella della Porta (ed) I
Ideologie, movimenti, terrorismi, Bologna, Il Mulino, 1990.
fue impuesto desde 1973 por las Fuerzas Armadas hasta las bases de la sociedad. Se utilizó
para imponerlo la coacción más tosca y brutal y una propaganda ideológica primitiva. Para
obtener paz social y eliminar toda oposición se recurrió al terror, el asesinato, la tortura, la
cárcel, el control ideológico, el adoctrinamiento y el disciplinamiento.
El sistema implantado por la dictadura -un Estado policial opresivo- no pudo ofrecer
valores satisfactorios a la mayoría de la ciudadanía uruguaya, habituada por décadas de
sistema democrático representativo a las complejidades del pluralismo en la vida política y
al ejercicio de los derechos individuales.
152
Sobre este proceso, cfr. Samuel Blixen, Seregni, La mañana siguiente, Montevideo, Ed. de Brecha, 1997, en
especial caps. III a VI. Gonzalo Varela ob. cit., pp. 151-177 y Carlos Real de Azúa, “Ejército y política en el
Uruguay”, Montevideo, Cuadernos de Marcha, Nº 23, marzo de 1969.
153
Azul y Blanco, 23.2.1972, pp. 4-5, “¿Cuáles serán las armas de la Patria?(VIII) Armas, Fuerzas Armadas y
guerra revolucionaria”.
Junta de Comandantes en Jefe y del Estado Mayor Conjunto. Con el apoyo y el estímulo de
los Estados Unidos, las Fuerzas Armadas afinaron entre 1967 y 1970 su preparación
contrainsurgente, inspirada en la doctrina de la Seguridad Nacional. Señalaba en 1990 el
capitán de Fragata Francisco Valiñas que este proceso fue estimulado por la actividad de la
guerrilla, “que proporcionó el enemigo real y tangible para combatir, cerrando el triángulo
de fuego” y desembocó en la creación de nuevos organismos, el SID (Servicio de Información
de Defensa) y la OCOA (Ó rgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas). Pero también
posibilitó un cambio de mentalidad, que Valiñas compara a “un brusco despertar del letargo
de unas Fuerzas Armadas castradas por el control civil subjetivo”.154
Desde 1971, en efecto, sectores de las Fuerzas Armadas manifestaron claros propósitos
de sustraerse a las directivas del poder político y violar la Constitución. Este proceso tuvo su
punto de partida en setiembre de 1971, cuando la Junta de Comandantes en Jefe y el
Estado Mayor Conjunto elaboraron un documento, inspirado en la Doctrina de la Seguridad
Nacional, que fue presentado a Bordaberry, Sanguinetti y Luis Barrios Tassano (y según el
testimonio de Bordaberry, aceptado por ellos sin cuestionamientos).155 Este documento
revelaba el propósito de trascender sus funciones específicas y de acceder a cuotas de
poder político apenas se lograra la derrota de la subversión. Un primer resultado político
fue aquí alcanzado por las Fuerzas Armadas: la injerencia de los militares ya incumbía sobre
el Estado parlamentario.
Este texto, junto a otros del mismo tenor, revela que sectores decisivos de las Fuerzas
Armadas percibían su lucha antisubversiva no tanto como una defensa de la democracia
liberal y del Estado de derecho, sino de la “integridad de la nación”: “La inacción es
complicidad, renunciar a pensar es cobardía. No puede haber militares cómplices de la
antipatria, ni militares cobardes y traidores a su promesa de salvaguardar la Independencia
Nacional. No olvidar que ella es la primera y más sagrada de todas las obligaciones
contraídas. Pero no olvidar tampoco que [...] para sembrar la duda y obtener la paralización
aparecerán los que recuerden la obligación de ‘respetar los dictados de la Constitución y
la ley’, como si la Independencia Nacional no fuera un concepto de trascendencia,
154
A. Lessa, ob. cit., pp. 83-84
155
Ibíd, pp. 68-69 y “Entrevista a J.M. Bordaberry”,pp. 282-283. El documento de carácter secreto, era la Resolución
Nº 1 de la Junta de Comandantes en Jefe y el ESMACO, de setiembre de 1971. Su texto en Junta de Comandantes
en Jefe, El Proceso político. Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental, Montevideo, s/e, 1978, pp. 50-53.
156
Azul y Blanco, 15.2.1971, p. 4, “Fuerzas Armadas. Cerebro, corazón y músculo”por “Militar con Espíritu
Militar”.
157
Ibíd.
indudablemente superior a aquéllos, los cuales existen en tanto exista éste. [...] Hoy
más que nunca, ya que la Patria peligra y necesita de la manifestación valerosa del
cerebro y del corazón, para que caiga más violento sobre el enemigo el golpe del músculo
del Militar con Espíritu Militar”.158
Los comandos militares difundieron el 10 de mayo de 1973 una circular interna, leída en
los cuarteles y aprobada en todos sus términos por el presidente Bordaberry, en la que se
acusaba al “trasnochado y criminal liberalismo” vigente en Uruguay en las últimas décadas
del proceso de “deterioro y corrupción” del país.159
Para las Fuerzas Armadas, los enemigos tupamaros representaban la traición, las fuerzas
ocultas de una conspiración al servicio de intereses extranjeros, dirigida contra la patria, la
familia y las Fuerzas Armadas: “El MLN-T configura el más cercano ejemplo del famoso
caballo de Troya, es decir, del enemigo que se introduce en el hogar y, aparentando ser
un miembro más de la familia, sólo aspira a traicionarla y destruirla. [...] nada más
ilustrativo del desarraigo nacional tupamaro, del odio calculado y sistemático que llegó a
imponer en sus militantes, de la ausencia de todo sentimiento ético y de patriotismo, de
sometimiento al culto de la traición solapada al servicio de intereses foráneos, que el
sutil mecanismo de espionaje montado para aniquilar a las FFAA. En este sentido, el
MLN-T llega a constituirse en un émulo perfecto de la mentalidad totalitaria, comunista
y nazi [...] Que el lector pueda medir el verdadero grado de corrupción mental, de
peligrosidad y de antipatria a que llegó este movimiento de traición contra la Nación
Oriental, que farisaicamente intentó aglutinar apoyo y opinión popular con falsas
invocaciones de patriotismo”.160
158
Ibíd.
159
Amílcar Vasconcellos, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en Wilson Ferreira Aldunate, Estadista y
Parlamentario, ob. cit., p. 845.
160
Junta de Comandantes en Jefe, Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental. t. 1, La subversión, Montevideo, s/e,
1977, pp. 408-409.
161
Cfr. por ejemplo, Junta de Comandantes en Jefe, “Apreciación de la situación de Mandos Militares a fin de
determinar la política de acción conjunta de las FFAA”, 12.12.1972, en Junta de Comandantes en Jefe, El
Proceso Político, ob. cit., pp. 60-64.
Alvarado. Desde octubre de 1972 estas expectativas fueron sostenidas, con distintos matices,
por los dirigentes frenteamplistas y la CNT, incluso en los momentos cruciales y resolutivos
de febrero de 1973.162
Las derechas de los partidos tradicionales (en especial la Unión Nacional Reeleccionista y
los nacionalistas liderados por Aguerrondo) aceptaban la tutela e injerencia anticonstitucional
de los militares en el poder civil, justificándolas por el cumplimiento de ciertos principios
fundamentales: “orientalidad”, “desarrollo nacional” y “seguridad”: “Mi sector político
-expresaba Ángel Rath poco antes del golpe de Estado- tiene una hipótesis interpretativa,
por la que se admite una mayor participación de las Fuerzas Armadas en la cosa pública y
en la conducción del gobierno. Lo ha dicho públicamente, uno de los que dijo fui yo, y no
tengo inconveniente en volver a manifestarlo”.163
Desde esta perspectiva, declaraba el senador Michelini en marzo de 1973: “Aspiro a que
con la ayuda de las fuerzas progresistas que hay dentro de los grupos militares, comandadas
por el pueblo, se produzca la gran revolución que el país espera y necesita, y que el
pueblo uruguayo no puede demorar más, como tampoco puede demorarla el pueblo
latinoamericano [...] Golpeando las manos y diciendo: el Ejército a los cuarteles, el
Ejército no volverá a los cuarteles. De lo que se trata es de [...] darle a las Fuerzas
Armadas, en el proceso del país, el lugar que deben ocupar de acuerdo con la realidad de
1972, y no sólo en Uruguay, sino en América Latina y en el mundo. Y digo además: si el
país, como yo creo, se está definiendo en fuerzas completamente contrarias, nadie dude:
militar y pueblo y partidos políticos estarán de un lado, y militar, pueblo y políticos
estarán del otro. Y llámesele izquierda y derecha, llámeseles progresistas o reaccionarios,
llámesele como se le llame, en los próximos meses, lo verá el país, estarán enfrentadas
estas líneas”. Precisaba Michelini que este enfrentamiento no se trataría de “ninguna
aventura militar ni actitud golpista”, sino de un proceso de reformas en el que “el
pueblo” tendría el comando. Rodríguez Camusso sostenía una posición similar.165
162
Cfr. por ejemplo, el texto del discurso de Líber Seregni el 9.2.1973 en El Popular 10.2.1973, pp. 8 y 16, “Seregni:
Bordaberry agotó la confianza”. Las posiciones del Partido Comunista y la CNT en ibídem, p. 4, “La culpabilidad
del Sr. Bordaberry”; p. 16, “La CNT se pronuncia”, 11.2.1973, “Los objetivos expuestos por las FFAA”. Cfr.
Vivián Trías, intervención en la Asamblea General, DSAG, sesión del 29 y 30. 11. 1972, pp. 550-552.
163
Ángel Rath, intervención en el Senado, 15 y 16 de mayo de 1973, en Wilson Ferreira Aldunate, Estadista y
Parlamentario, ob. cit., pp. 854-855.
164
Entrevista a Luis Vicente Queirolo, en A. Lessa, ob. cit. p. 148.
165
Zelmar Michelini y F. Rodríguez Camusso, intervenciones en el Senado, 29 30 y 31.3.1973, en en Wilson
Ferreira Aldunate, Estadista y Parlamentario, ob. cit., pp. 765, 768, 781,800.
A estas sugestiones no se sustraían tampoco los dirigentes de más larga trayectoria
política. El senador Enrique Rodríguez, en mayo de 1973, presentó a las Fuerzas Armadas
como defensoras de las reivindicaciones sindicales, en oposición a la presidencia de la
República, que encarnaba los intereses de la oligarquía. Valoró positivamente, por ejemplo,
el desacato militar de setiembre de 1972, cuando el Ejército desconoció un mandato
represivo de Bordaberry: “Por suerte [...] fue por los mandos militares que no se entró en
una represión violenta del movimiento sindical, que hubiera teñido de sangre, sin duda,
las barriadas obreras y las calles de Montevideo. No hablemos más de las crisis, ni
siquiera de la del mes de febrero, porque mas allá de las violaciones evidentes que hubo
a la Constitución y de la inserción de los mandos en actitudes que no le están permitidas
por la Carta Máxima, tampoco les estaba permitido a los mandos en setiembre desobedecer
las órdenes del presidente Bordaberry. Y lo hicieron para no reprimir una huelga
sindical”. 166
Carlos Quijano, advirtiendo desde octubre de 1972 el cambio de rumbo de las fuerzas
políticas, había señalado como imperativo en esas “horas difíciles y sombrías” la defensa
de la Constitución, en el sentido de la plena sujeción del poder militar al poder civil.
Condenaba también las recientes tratativas entre MLN y Fuerzas Armadas: “Por estos
tiempos confusos es más necesario que nunca volver a tan elementales verdades, cuando
la desobediencia de algunos a quienes se ha confiado el fusil, parecería asomar
peligrosamente; cuando ciertos reaccionarios trogloditas y viscerales, sueñan con el
‘hombre fuerte’, cuando otros no menos reaccionarios, por cobardía abyecta toleran y
aun festejan todas las transgresiones, siempre que de ellas sean víctimas aquellos a
quienes consideran sus enemigos; y cuando también ciertos catecúmenes de la ‘revolución’
y aun de la política, que ignoran la historia -la ajena y la de este país- por novelería,
desesperación, frustración o maquiavelismo barato, del cual serán las primeras víctimas,
se han prestado y se prestan a mezclar las cartas. [...] No se trata de la defensa del
régimen, sus paniaguados y sus corifeos. Se trata de obligarlo a que cumpla, por lo
menos, con la Constitución; de obligarlo a que no se incline ante la fuerza y defienda,
pura y simplemente, el poder civil del cual -sin duda por error, como ya se ha visto y se
verá- es el representante. Y se trata de que la oposición, incluidas las fuerzas de izquierda,
no sacrifique el deber a la prudencia”.169
166
Enrique Rodríguez, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en ibíd., p. 964.
167
Amílcar Vasconcellos, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en ibíd., p.942. Vasconcellos cumplió un papel
destacado en el Parlamento y en los medios de difusión intentando contrarrestar la sedición militar, cfr. por ejemplo,
DSAG, sesión del 29 y 30.11.1972, p. 583-587.
168
Carlos Julio Pereyra, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en Wilson Ferreira Aldunate, Estadista y
Parlamentario, o. cit. pp. 834-835.
169
Carlos Quijano, “Los dados que se echan a rodar”, Marcha, 20.10.1972, p. 7.
Ferreira Aldunate coincidía con Quijano y advertía al Frente Amplio (y en particular a
Michelini a quien incluía en la categoría “de aquellos a quienes desearía ver más preocupados
de lo que lo noto a él”): “Cuando se dice que el Ejército debe volver a los cuarteles, el
argumento que se recibe es una sonrisa más o menos irónica, con la cual se quiere
señalar que no basta la decisión, porque hay un hecho social, una realidad que sabemos,
o que muchos saben, que no se puede vencer. Asimismo, es verdad que una cosa es
resignarse -si es que cabe la resignación en esta materia- ante la imposibilidad en que a
veces se encuentra el derecho de verse cumplido, y otra llevar la resignación a grados
tales, que no sólo no se trate de que el Ejército vuelva a los cuarteles, sino hacer lo
posible por ayudarlo a que salga de ellos. [...] Porque el problema final termina siendo
quiénes deciden cuáles son los populares y cuáles los reaccionarios [en las Fuerzas Armadas].
De esta manera estamos entrando en el peligrosísimo sendero que conduce a que esto es
cosa que depende de la determinación de algunos y es por autodesignación que estamos
transformando a determinados depositarios de la fuerza en protagonistas de causas
populares. En los hechos, yo todavía no he visto nada más que alguna tendencia peligrosa
a no cumplir determinados mandatos constitucionales y legales, a lo sumo lo que he visto
es una clara disposición a dirigir los juegos contra los partidos políticos, herramientas de
democracia absolutamente indispensables [...] un empeño por desprestigiar el Parlamento,
al sistema de partidos y a los políticos como tales, no distinguiendo, como debe hacerse,
entre aquellos que utilizan la investidura para servirse de ella y quienes sacrificadamente
se esfuerzan, en el acierto y en el error, para servir a su país”.170
Desde esta perspectiva y en nombre de su sector político. Ferreira Aldunate planteó a las
cúpulas militares el 7 de febrero de 1973, a través de los generales César Martínez
(comandante en jefe del Ejército hasta el día siguiente) y Ventura Rodríguez, una propuesta
de salida de la crisis institucional. En la misma se preveía una reforma de la Constitución
que consintiera la convocatoria a elecciones en noviembre de 1973 o 1974 y la implantación
del ballotage que permitiría superar la distorsión del mandato electoral que provocaba la
legislación electoral vigente.
Como lo fundamentó meses después en el Senado, Ferreira Aldunate realizó esta propuesta
creyendo que el régimen parlamentario, aunque ya in extremis, podía ser preservado si las
fuerzas moderadas accedían al gobierno, desplazando a la derecha autoritaria. En estas
elecciones anticipadas el mismo Ferreira Aldunate hubiera podido ser el vencedor, impulsando
entonces, desde la presidencia, una política liberal de pacificación y recuperación de la
institucionalidad.
170
Wilson Ferreira Aldunate, intervención en el Senado, 29, 30 y 31.3.1973, en ibíd., Estadista y Parlamentario,
ob. cit. pp. 789-791. Cfr. también “Declaración del Partido Nacional”,27.3.1973, en Junta de Comandantes en
Jefe, El proceso político, ob. cit. pp. 79-80.
171
B. Nahum et. al., ob. cit., pp. 79-80.
votos en ambas ramas del Parlamento, poniendo de manifiesto de esta forma el sistema
político su consenso. La presidencia sería asumida, hasta que se realizaran las nuevas
elecciones, por el entonces vicepresidente Jorge Sapelli.172
Las Fuerzas Armadas fueron interpeladas por el líder nacionalista muy probablemente
para que ejercieran, si aceptaban la propuesta, una presión sobre el poder civil, dado que
Bordaberry no tenía intenciones de renunciar a la presidencia. En efecto, consultado dos
días después -el 9 de febrero, en plena sublevación militar- por Benito Medero y Héctor
Gutiérrez Ruiz. Bordaberry les comunicó su “rechazo y negativa categórica” a cualquier
proyecto de abandono de su cargo.173
Esta Iniciativa de Ferreira Aldunate fue meses después dada a conocer por Bordaberry,
para socavar la imagen pública de los Movimientos Por la Patria y de Rocha, empeñados en
una fuerte oposición a la subversión castrense apoyada por el presidente de la República. La
renuncia de Bordaberry, también exigida por el Frente Amplio y la CNT, fue considerada por
algunos parlamentarios colorados como una nueva vulneración de las instituciones y un
síntoma de debilidad frente al avance militar: “Tengo que rechazar esa tesis ya reiterada -
declaraba el senador Singer- y para mí francamente subversiva del pedido de renuncia del
presidente de la República. Las instituciones no se pueden acomodar al gusto de cada
uno, porque ellas no sirven sólo cuando le vienen bien a un determinado partido o
sector; o sirven para todos, o de lo contrario, no hay instituciones”.174
MLN y Estado reivindicaban la superioridad moral de sus acciones respecto de las del
144 adversario. El Estado porque mediante ellas afirmaba garantizar el respeto de la Constitución
y de la ley, que tutelaban los derechos ciudadanos, amenazados o violados por la guerrilla. El
MLN porque fundamentaba su violencia como respuesta a una violencia precedente,
estructural, enmascarada o manifiesta, económica y política, y declaraba perseguir, a la
vez, objetivos democráticos y altruistas, tendientes a afirmar una nueva legalidad que
garantizara más cabalmente los derechos del individuo.
172
Wilson Ferreira Aldunate y Juan Adolfo Singer, intervenciones en el Senado, 15 y 16 .5.1973, en Wilson Ferreira
Aldunate, Estadista y Parlamentario, ob. cit. pp. 858, 863, 867, 868.
173
Wilson Ferreira Aldunate, ibíd., p. 862.
174
Juan Adolfo Singer, intervención en el Senado, 15 y 16.5.1973, en ibíd., p. 965.
175
Con este nombre se denominaron en la prensa y en los textos del MLN los distintos grupos clandestinos que
realizaron acciones de terrorismo de Estado hasta 1973.
no significaba que el Estado pudiera utilizar cualquier forma de violencia en la lucha por
preservar su poder y los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad de los ciudadanos
atacados por la guerrilla.
El carácter criminal del terrorismo de Estado está determinado no sólo porque actúa
fuera de la ley, sino porque viola los derechos humanos. Aunque existiera una legislación
que autorizara el secuestro, el asesinato de prisioneros y la tortura por finalidades bélicas o
políticas (como ocurrió en los Estados fascistas europeos y en la URSS de Stalin) la legislación
internacional la volvería inaplicable: lex iniusta non est lex.177
Las acciones del terrorismo de Estado son de naturaleza completamente diferente a las
del estado de guerra y van, además, contra las reglas de la guerra, por ejemplo al asesinar 145
tanto a los revolucionarios como a los civiles favorables o simpatizantes de la revolución.
Son acciones criminales que pueden ser juzgadas por tribunales nacionales e internacionales.178
Pueden no tener una específica finalidad militar, como ocurrió, por ejemplo, con el asesinato
de los cinco tupamaros tomados prisioneros en Buenos Aires, cuyos cuerpos fueron hallados
en Soca luego de la muerte de Ramón Trabal en 1974.179
176
P. Gilbert, ob. cit. pp. 172-173.
177
Ibíd., pp. 178-179.
178
Ibíd., p. 216.
179
SERPAJ, Uruguay Nunca Más, ob.cit, pp. 273-275.
180
M. Walzer, ob. cit., p. 62.
181
El Comisario Alejandro Otero declaraba en 1969 que las denuncias de torturas de los tupamaros no eran verídicas
y obedecían a “una consigna de la Organización”. Por otra parte, afirmaba que “tanto yo como mis funcionarios no
La defección de las mayorías parlamentarias tuvo su más grave y temprana expresión en
la indiferencia del Parlamento frente a las denuncias de torturas y malos tratos a los
detenidos en las medidas de lucha gremial, como en los casos de Julio Arizaga y Washington
Rodríguez Belletti en 1965, de los estudiantes de magisterio Yamandú González, Gustavo
Inzaurralde, Lilián Celiberti y Elena Quinteros en 1967, de los trabajadores de UTE
militarizados en 1968. En este mismo año denunciaron haber sido sometidos a torturas
algunos integrantes de los grupos guerrilleros como Julio Marenales y Leonel Martínez Platero.
Si existió una fuerte reacción de la Asamblea General frente a la muerte de Líber Arce, las
sucesivas muertes de manifestantes no provocaron la misma indignación.182
El 17 de abril de 1972, mientras en el país se abría una nueva etapa caracterizada por el
creciente poder del Estado sobre los individuos, Ferreira Aldunate expresaba: “Todos sabemos
146 que hay un Escuadrón de la muerte que asesina gente, todos sabemos quiénes lo dirigen
y quiénes lo integran. El azar quiso que fuera el primero en recibir las actas de los
tupamaros. No puedo asignarle veracidad a lo arrancado a un hombre encarcelado, [Nelson
Bardesio] sujeto a quién sabe qué presiones. Pero algunas cosas que ese hombre escribe
de su puño y letra están respirando verdad, porque coincide con información que ya
teníamos. El día que haya que ponerlos en manos de encargados de estas cosas, muchos
aportarán información, y yo aportaré más. Lo cierto es que el país entero tiene la
convicción de la veracidad de algunas de estas cosas”.184
creemos en métodos violentos, ya que por las características de las leyes de nuestro país y de acuerdo a la norma que
siempre ha imperado [...]las declaraciones obtenidas mediante violencia no son tenidas en cuenta”. Entrevista a
Alejandro Otero”, 1969, en A. Mercader y J. de Vera, ob. cit., p. 77.
182
B. Nahum et al., ob. cit., p.63.
183
Los datos sobre la sucesión de acciones de terrorismo de Estado han sido extraídos de M. Machado y C. Fagúndez,
ob. cit.
184
Wilson Ferreira Aldunate, intervención en el Senado, en El País, 18.4.1972, p. 4, “Senado: discutió los incidentes
de la víspera”.
185
Wilson Ferreira Aldunate, intervención en el Senado, en Acción, 18.4.1972, p. 4. “El Ministro Magnani ratificó
voluntad de luchar contra toda violencia”.
Aunque hubiera cabido esperar una reacción positiva del gobierno, meses después el
senador Enrique Rodríguez observaba que las mayorías parlamentarias y el Ejecutivo actuaban
con “sentido de la impunidad” y su actitud con relación a este problema era “la de
ponerse tapones en los oídos o irse a dormir y dejar que habláramos los que hacíamos
denuncias, porque después se trataba de venir a votar y nada más”.186 En efecto, y pese a
los detallados informes y denuncias presentados, no fueron atendidas las demandas de
investigación solicitadas en la Comisión del Senado constituida en junio de 1972 para la
investigación del Escuadrón de la muerte.
14. La tortura
Entre los “hechos probados” que la Comisión del Senado documentaba en su informe, se
incluían los golpes en el momento de la detención, la privación de agua y comida, los
“plantones prolongados generalmente acompañados de palizas sistemáticas”, el uso de la
picana eléctrica en diferentes partes del cuerpo, “especialmente talones, órganos sexuales,
en un caso concreto se pudo constatar en los ojos”. También se señalaban los malos tratos
de palabra, las presiones psicológicas, los “intentos de violación y manoseo a mujeres
detenidas y exposición en lugares donde tienen acceso funcionarios; de jóvenes, incluso
menores de edad, obligadas a desnudarse; mujeres embarazadas sometidas a trato
inhumano” así como las “quemaduras de cigarrillos en los genitales, en el ano, y se ha
señalado el caso concreto conocido de un procesado que resultó quemado con más de
sesenta quemaduras de cigarrillo en el bajo vientre (declaración del médico forense)”.188
La tortura sistemática aplicada por la Policía a partir de 1968 y por el Ejército desde
1971, en especial contra integrantes de las organizaciones guerrilleras, significó el primer
paso para la institucionalización del terrorismo de Estado. Aun antes del ascenso de las
Fuerzas Armadas al gobierno, los límites impuestos por la ley fueron anulados, desde este
momento en adelante, el Estado consintió la violación de los derechos humanos en todas las
formas posibles. La persecución ilegal había entrado en escena.
186
Enrique Rodríguez, intervención en el Senado, 7 y 8.6.1972, en Wilson Ferreira Aldunate, Estadista y Parlamentario,
ob., cit., p. 627.
187
SERPAJ. Uruguay Nunca Más, ob. cit., pp. 44-45. M. Machado y C. Fagúndez. ob. cit, pp. 44-45.
188
Cámara de Senadores, Comisión Especial investigadora sobre violaciones de los derechos humanos y comisión de
actos de torturas a detenidos y regímenes de detención vejatorios a la dignidad humana. “Informe”, Carpeta Nº
1368 de 1969, Distribuido Nº 216 de 1970, pp. 8-9.
A partir de 1972 la tortura fue aplicada sin mayores preocupaciones por su ocultamiento.
En las inmediaciones de cárceles y cuarteles, el vecindario oía habitualmente los gritos y
lamentos de los torturados; la brutalidad de los procedimientos de captura era frecuentemente
observada por transeúntes. De este modo las Fuerzas Conjuntas demostraban la voluntad
de difundir entre la población la arbitrariedad que había adquirido su poder de coacción,
que ya no conocería límites ni condicionamientos morales. Azul y Blanco había recomendado
a los tupamaros no lamentar “. ..cuando al final de un operativo aparece algún
moretón...”. 189
Ferreira Aldunate en 1972 intentó suscitar en las Fuerzas Armadas una reacción fundada
en el honor militar y en el pasado prestigio de la institución, que les llevara a aislar “a los
degenerados que torturan. ¿Qué tienen que ver las Fuerzas Armadas, las armas de la
patria, con los degenerados?”. Consideraba que lo que estaba en juego era el país, sus
tradiciones y su futuro: “Los Tribunales de Honor de las Fuerzas Armadas siempre han
tenido un celo muy especial. Se vienen constituyendo por las cosas mas nimias, más
intrascendentes. Yo he tenido que ir a declarar a dos o tres por algunas referencias
hechas en episodios parlamentarios, a veces simplemente sobre temas de orientación
política. Varios senadores están en la misma circunstancia. Y cuando se trata de estas
cosas que son las que lesionan más intensamente el honor ¿la sensibilidad desaparece?
Tendrían que estar funcionando a la vez todos los Tribunales de Honor averiguando qué
fue lo que pasó, quién fue el desalmado que se atrevió a tomar a un profesional y meterle
la cabeza abajo del agua a ver si se moría, cuánto demoraba en morirse con la cabeza
debajo del agua [...] No hay ningún uruguayo que pueda eludir su obligación de sentirse
preocupado hoy por la circunstancia de que, ante la repetición de estos cuadros de horror
-repito- probados, como éste, [..] no exista una sanción. ¿Quién fue el responsable?
148 ¿Será soldado, será teniente, será capitán, será civil? Alguien tiene que estar preso aquí
por esto. Y si no hay gente presa por estas cosas, la batalla esa de que se envanece, en la
cual parece que se está triunfando, en realidad se está perdiendo”.190
Desde 1972 los prisioneros fueron mantenidos, durante los meses en que se les torturaba
en los cuarteles o en las dependencias policiales, en condiciones degradantes de suciedad y
desnutrición, para lograr que la víctima fuera objeto de desprecio y repulsión no sólo por
sus ideas, sino también por su fetidez y debilidad, que subrayaban su condición de derrotado,
de culpable.
Durante los años de prisión bajo la dictadura, desde 1973 a 1985, la violencia estatal
189
Azul y Blanco. 26.4.1972, p. 11
190
Wilson Ferreira Aldunate, intervención en el Senado, 15 y 16.6.1972. en ibíd.. Estadista y Parlamentario, ob.
cit., pp. 705-706.
191
Amnesty International, Uruguay: muertes por torturas 1975-1977. Londres, 1978.
intentó también despojar al preso de toda faceta de heroicidad y resistencia mediante
vejámenes sádicos; este fenómeno tuvo su expresión más elocuente en las condiciones de
reclusión de los “rehenes”.192
Recuerda Henry Engler: “El aislamiento como rehén, duró once de los trece años que
pasé preso. [...] No puedo decir que nos consideraran seres humanos, incluso ni animales.
Nosotros estábamos por debajo de todo lo que existía. Mantenemos con vida era
absolutamente necesario, para que pudiésemos sufrir. Era como la negación de la
existencia. ¿Cómo puede concebirse que grupos humanos se deleiten en el castigo, la
venganza, la humillación, día tras día, durante años y años? Ya no podían decir que los
castigos se aplicaban porque querían información y que por eso nos tenían así. Hubo el
desarrollo de una perversión paulatina muy fulera, por parte de buena parte de los
oficiales. [...] Mis delirios religiosos (yo me había convencido de que era el nuevo
Mesías) me permitieron en buena medida soportar prácticamente cualquier cosa: hambre,
sed, la mugre, la falta de lecturas, dormir en el piso en invierno, los golpes, las palizas
gratuitas en Navidad, en Año Nuevo o los 18 de mayo, en conmemoración de la muerte de
los cuatro soldados”.193
Denunciaba Ferreira Aldunate frente al Congreso de los Estados Unidos en 1976: “Resulta
difícil estimar con precisión cuántos son los ciudadanos actualmente presos, acusados de
delitos contra la seguridad del Estado, o de atentar contra la moral de las Fuerzas
Armadas, o simplemente no acusados de nada, dada la ausencia de información sobre los
arrestos, pero su número puede calcularse con seguridad entre 5 o 6 mil. [...] Se afirma
corrientemente que, de todos estos detenidos, aproximadamente la mitad han sido
sometidos a torturas. Pero para hacer esta afirmación, es menester reservar la expresión
tortura para calificar sólo las formas más sádicas e inhumanas de tratamiento de los
presos, ya que todos, absolutamente todos, han sido encapuchados durante días y semanas 149
enteras, y han sufrido, en esas condiciones, ‘plantones’ hasta perder el conocimiento, y
múltiples vejámenes sin consideración de edad o sexo. Los formas más brutales de tortura
incluyen: el uso de la picana eléctrica; atar al prisionero a un caballo o un vehículo y
arrastrarlo (o arrastrarla) por el suelo; el ‘submarino’ (el prisionero es sumergido cabeza
abajo en un tanque de agua y mantenido así hasta que está a punto de ahogarse);
etcétera”.194
192
Cfr. los testimonios de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, Memorias del calabozo. Montevideo,
TAE, 1989; Jorge Torres, “La tortura, un tema de nuestro tiempo”(inédito): Ernesto González Bermejo y David
Cámpora, Con las manos en el fuego, Montevideo, Banda Oriental. 1985; Samuel Blixen, Sendic, Montevideo,
Trilce, 2000, pp. 290-305.
193
Henry Engler, entrevista para este trabajo.
194
Wilson Ferreira Aldunate, El exilio y la lucha, Montevideo, Banda Oriental, 1988. La cita pertenece a la “Declaración
ante el Congreso de los EEUU”, 17 de junio de 1976, pp. 26-27.
Legisladores electos por el Partido Nacional han sido golpeados en la cárcel, y algunos
han sufrido refinadas y brutales torturas no acompañadas por interrogatorio alguno, es
decir, infligidas simplemente para castigar o amedrentar.”195
195
Ibíd., p. 30.
196
Las citas pertenecen al testimonio de Henry Engler para este trabajo.
Cómo nos domina la clase
gobernante. Orden político y
obediencia social en la democracia
posdictadura. Uruguay 1985-2005*
*RICO, Álvaro. Cómo nos domina
la clase gobernante. Orden político
y obediencia social en la democracia
posdictadura. Uruguay 1985-
2005. Trilce, Montevideo, 2005.
Páginas 27–39; 44–52.
Entonces, vale la pregunta: ¿cómo hace la clase gobernante que asume el 1° de marzo
para relegitimar la democracia, la autoridad del Estado y el respeto a su capacidad directriz
asegurando la obediencia consensual de la sociedad a sus mandatos?
Empiezo por tratar de establecer — en base a nuestra propia experiencia política de fines
de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado— , que el imprescindible
deslinde entre dictadura y democracia como regímenes político-estatales no necesariamente
tiene su correspondencia cuando se analiza el autoritarismo como fenómeno político,
psicosocial o cultural. Por lo tanto, los fenómenos autoritarios no necesariamente están
asociados a un único régimen político-estatal: la dictadura, sino que se pueden constatar,
también, en un régimen democrático, en los sesenta y en los noventa.
Una de las tantas funciones enmascaradoras que ha cumplido el discurso político dominante
en el Uruguay posdictadura ha sido, precisamente, la de asociar autoritarismo y dictadura
a los efectos de mostrar la crisis institucional en los sesenta como “ajena” al Estado de
derecho y al sistema político democrático y, por otra parte, presentar al Estado de derecho
y a la democracia de los años noventa sin pasado autoritario ni dudas que la cuestionen.
“La relación entre democracia y dictadura no es tan lineal como a veces se afirma”. El
mismo Franz Neumann, en El Estado democrático y el Estado autoritario, estableció una
relación funcional entre tipos históricos de dictadura (simple, cesarista, totalitaria) y las
democracias. En ese sentido, la dictadura puede ser: a) un “instrumento de la democracia”
ante situaciones de emergencia; b) la “preparación para la democracia” en las dictaduras
educativas o c) la “negación de la democracia” en el totalitarismo moderno. Por eso,
“llegamos forzosamente a la conclusión de que el acostumbrado enfrentamiento de la
democracia liberal y la dictadura, como antítesis de lo bueno y lo malo, es insostenible
desde el punto de vista histórico. Cuando se moraliza respecto a los sistemas políticos se
hace difícil comprender sus funciones”.10
Para el caso de América Latina, Yamandú Acosta sostiene que tanto el autoritarismo
(condición genérica) como el totalitarismo (condición específica) “no puede ser considerado
como ‘lo otro’ respecto de la democracia. (...) El totalitarismo en su carácter de
manifestación neoautoritaria se ha constituido condición de posibilidad de las ‘nuevas
democracias’, las que lejos de haberlo desplazado, han apuntalado su consolidación por la
vía de su legitimación en su condición de fundamento de esta nueva especie democrática”.14
Tanto es así, que cuando finalmente se impone la dictadura como un nuevo régimen
político-estatal en el país, muchos de los presupuestos autoritarios, en el plano político,
jurídico, discursivo y militar, estaban ya prefigurados en la institucionalidad democrática
(violación a los derechos humanos, tortura, desaparición forzada, encarcelamiento masivo,
tipificación de guerra interna, ampliación de la jurisdicción militar, militarización de los
10
Neumann, F., p. 233.
11
Leffort, C., pp. 75-77.
12
Leffort, C., p. 47.
13
Leffort, C., pp. 42-43.
14
Acosta, Y., p. 79.
trabajadores, ilegalización de partidos y grupos políticos, existencia del Escuadrón de la
Muerte, violencia estigmatizadora, etcétera).
Así, los dualismos que el propio pensamiento moderno presenta como excluyentes:
autoritarismo y democracia, dominar y gobernar, fuerza-legalidad, orden estatal-orden
constitucional, particularismo-universalismo de la ley, interioridad-exterioridad de la fuerza
en el derecho, constituyen dualismos o relaciones contradictorias que forman parte del
orden político desde su propia conformación originaria. Por consiguiente, no son “exteriores”
al mismo ni son superados “definitivamente” por su evolución posterior. Se combinan en
permanente tensión y transitan hacia un lado (autoritario) o hacia el otro (democrático),
hacia la crisis o hacia la absorción de la crisis, por métodos violentos o por métodos
pacíficos, según las épocas históricas, las cambiantes relaciones de fuerza, el contexto
internacional, los niveles de cuestionamiento social al statu quo, la existencia o no de
grupos antisistema, la voluntad e intención de los gobernantes y otras variables que se
definen (y definen) una coyuntura histórica determinada.
En las circunstancias de los años 1960-1970 del siglo pasado, esas distintas tensiones y
contradicciones estructurales llegaron a entablar relaciones antagónicas y hasta rupturistas.
En esa coyuntura concreta, pues, la defensa del principio de la soberanía interna del Estado
predominó, finalmente, sobre la vigencia del principio democrático de la soberanía popular;
el principio de asegurar la autoridad y la unidad del orden estatal sobredeterminó el principio 153
del pluralismo social; el principio de controlar legalmente el poder resultó una limitante del
principio de ejercer el poder; los mecanismos coercitivos y represivos se impusieron a los
del consenso y la negociación.
Por lo general, en todos los países del Cono Sur de América Latina (Brasil, Argentina,
Bolivia, Uruguay, Chile y, nuevamente Argentina), entre 1964 y 1976, las contradicciones y
conflictos internos de los sistemas políticos se resolvieron definitivamente por la vía autoritaria
e institucional del golpe de Estado y las dictaduras.
Así, también, resultan insuficientes los argumentos del tipo: “la estabilidad política
depende de la relación entre institucionalización y participación”,16 sentado por Samuel
15
Véase Lipset, S. M. (1988) y (1993).
16
Véase Huntington, S. (1997), apdos. 2 y 4, pp. 92-130, 175-235.
Huntington al analizar el “pretorianismo de masas” en El orden político en las sociedades
en cambio. Porque, ¿cómo explicar la desestabilización y crisis institucional en Uruguay,
dentro de un sistema político y de partidos fuertemente institucionalizados, con una extensa
red de organizaciones sindicales, sociales y populares de antiguo arraigo, bajo la vigencia
del Estado de derecho y con autoridades electas democráticamente?
Por estas razones, propongo centrar las explicaciones del desorden político en nuestra
sociedad moderna, política, civilizada y pacífica, en la dinámica de las mismas instituciones
en crisis en los años sesenta, en pleno siglo XX; en la configuración de sus necesidades de
reproducción y fundamentos de legitimación; en la voluntad política conservadora de la
autoridad gobernante y en el decisionismo estatal. Y ello nos lleva, también, a complejizar
la relación entre autoritarismo y democracia, a tratar de analizar la crisis del orden
institucional como degeneración de nuestro régimen democrático en el pasado reciente.
Esos sucesivos pasajes regresivos del orden democrático al orden conservador y del
154 Estado de derecho al Estado-dictadura, entre 1968 y 1973, fueron la gradual superación de
límites institucionales, jurisdiccionales, legales y represivos. Por ende, representaron distintas
gradaciones del ejercicio de la autoridad estatal y de la violencia pública así como de su
justificación y legalización: desde las Medidas Prontas de Seguridad al estado de guerra
interno; desde la represión policial al terrorismo de Estado. La transgresión de esos límites
legales e institucionales son sucesivos umbrales en los que también la sociedad fue
descendiendo culturalmente, en sus formas de convivencia civilizada y consideración del
“otro” connacional: de la sociedad meritocrática a la sociedad delictiva; de la sociedad
tolerante a la sociedad corporativa.
En los tiempos políticos normales o rutinarios — como los actuales—, los discursos
legitimadores del poder presentan la relación Estado-orden como una relación idéntica,
inmediata, no contradictoria, que nadie en particular impone sino que se nos impone como
un “dato más de la realidad”, un “hecho natural” originado desde “tiempos inmemoriales”
o, al menos, desde antes de nuestra reflexión consciente sobre el problema (si es que
alguna vez nos damos cuenta de que es un problema a pensar).
De allí que las preocupaciones teóricas en nuestro país se hayan centrado más en la
sociedad vista “desde el Estado” que en la política vista “desde la sociedad”, o mucho
menos, en la sociedad vista “desde sí misma”. Para ello, se parte de una premisa aceptada:
es el Estado quien origina y organiza el orden social, y luego éste queda subsumido o
presupuesto en la evolución o modernización del mismo orden estatal, conformándose así
una relación de asociación o mutua identidad, sin contradicciones ni rupturas.
Sin embargo, a raíz de nuestra propia historia política reciente se vuelve necesario
problematizar ese supuesto en la medida que la reafirmación de la autoridad del Estado y la
conservación del orden público no se asoció ni se identificó con la estabilización, consolidación
y/o continuidad del orden político democrático ni del orden constitucional garantista ni del
orden social preexistentes.
O sea, por qué no admitir que, en determinada coyuntura histórica crítica, nacional y
regional, ese orden político y social institucionalizado históricamente por el Estado y
organizado dentro del Estado, pueda ser desestabilizado y reestructurado desde el Estado
mismo, cuando el desenvolvimiento contradictorio, pluralista y conflictivo de la sociedad se 155
disocia de las necesidades, principios y lógicas monopólicas y centralizadoras del poder
estatal, cuando el respeto a los mandatos de los gobernantes debe asegurarse mediante el
ejercicio de la fuerza pública abierta y ya no mediante el consenso social.
Justamente, en la coyuntura crítica del país que transcurre entre fines de los años
sesenta y principios de los años setenta del siglo pasado, el orden político democrático es
destruido desde el Estado — mediante un golpe de Estado— y el orden social es reestructurado
bajo formas totalitarias — crisis y dictadura mediantes— por la voluntad política y el poder
decisional concentrados en los poderes ejecutivos y armados del Estado uruguayo.
Ahora bien, resulta curioso que después de este proceso rupturista experimentado
recientemente, la relación entre el poder estatal, el orden político democrático y el orden
17
Lechner, N. (1984), p. 21.
social vuelva a relegitimarse, después de 1985, como una relación virtuosa, inmediata, de
mutua asociación o identidad y de continuidad en el tiempo, omitiéndose así la relación de
antagonismo, subordinación y quiebre que primó por más de tres lustros en el pasado
reciente.
En gran medida, ello se relaciona con el discurso político hegemónico que impuso un
relato explicativo de las causas de la ruptura institucional de 1973 que revierte la carga de
la prueba histórica y localiza su causalidad no en las instituciones, el Estado, los gobernantes
y militares que dieron el golpe, sino en la sociedad, en el accionar de sujetos no-estatales
que pretendieron hacer la revolución. Y ello lo hace a través de argumentos tales como: la
radicalización social, el corporativismo obrero, la existencia de grupos armados contrasistema,
la influencia del marxismo foráneo, reproduciendo un mecanismo explicativo por el cual los
sujetos sociales o no-estatales siempre son presentados como desafiando la autoridad de
sujetos estatales o gobernantes: aquéllos atacan (acción) y éstos se defienden (reacción);
aquellos en forma ilegal e ilegítima, éstos en forma legal y legítima.
Tampoco está suficientemente estudiada en nuestro país, la relación que entablan esas
156 transformaciones regresivas acontecidas en los años sesenta y en la dictadura con las
transformaciones producidas por las reformas neoliberales en democracia, a partir de
1985. Estas últimas, terminaron de consolidar legal y consensualmente aquellos procesos de
desinstitucionalización y desnormativización de ámbitos y formas de sociabilidad tradicionales,
dentro de lo que algunos autores caracterizan como un verdadero “cambio de época” (J.
C. Portantiero)18 o el pasaje de un tipo de sociedad a otro: de la “sociedad industrial de
Estado nacional” a la “sociedad posindustrial globalizada” (M. A. Garretón).19
De allí que, sin poder explicarse los cambios introducidos por la violencia y el terrorismo
de Estado y por las transformaciones más recientes en su modelo de desarrollo, la sociedad
uruguaya se repite a sí misma, en sus mitos y ritos políticos tradicionales.
18
Portantiero, J. C. (1994), p. 11.
19
Garretón. M. A. (2000), p. 31.
de convivencia civilizada entre los orientales; 4. la propiedad privada, las relaciones capitalistas
de producción y el poder del Estado no necesitaron de la democracia, el Parlamento y los
políticos profesionales para reproducirse en la dictadura.
Es que “todas las disposiciones legales hasta la fecha son una prohibición frente al poder,
y al mismo tiempo, su instrumento”. Más aún, la soberanía desde el punto de vista jurídico
implica “la completa independencia del Estado de todo poder sobre la tierra”, esto es, “el
Estado está más allá, y consiguientemente, por encima, de toda legislación”, pudiendo
decidir sobre ella en ejercicio de su soberanía.20
20
Enzensberger, H. M., pp.12-13.
21
Marramao, G. p. 71.
A tal punto se vuelven antagónicas, que la falta o corrimiento de los límites legales para
gobernar, el trastocamiento de la jurisdicción de la justicia ordinaria a favor de la justicia
militar y de las potestades del Poder Legislativo a favor del Poder Ejecutivo será, precisamente,
lo que garantice la unidad y continuidad del poder estatal. Sólo que, en el caso uruguayo, ese
deslizamiento permanente de los límites, controles y potestades será interpretado, autorizado
y legitimado a partir de decisiones de las mismas autoridades gubernamentales electas
democráticamente y de las mayorías parlamentarias representativas.
Por eso mismo, la crisis del Estado de derecho y del orden democrático en los años
sesenta y principios de los setenta cuestiona que los procesos de constitucionalización del
poder estatal y los procesos de democratización del poder estatal sean equivalentes o
complementarios.
En todo caso, el poder ejercido “desde abajo” es un proceso que consiste no sólo en la
construcción de límites al ejercicio del poder estatal por medio del establecimiento de
derechos y garantías legales (constitucionalismo). Ejercer el poder “desde abajo” también
consiste en el control eficaz del poder del Estado mediante procesos de democratización del
orden estatal, no sólo por la vía jurídica y legislativa, sino a través de la participación activa
de la sociedad en el mismo poder institucionalizado; en las decisiones económicas y control
de la gestión de las empresas; en las iniciativas legislativas; en la movilización participante
para la modificación de estructuras y prácticas político-estatales.
“Justa o injustamente, la raison d’État se basa en una necesidad, y los delitos estatales
cometidos en nombre de aquélla (...) son considerados como medidas de emergencia,
como concesiones hechas a los imperativos de la Realpolitik, a fin de conservar el poder y,
de este modo, asegurar la continuidad del ordenamiento legal existente, globalmente
considerado.”22 Así, invocando el “estado de necesidad”, fue fundamentada por el Poder
Ejecutivo la disolución de las Cámaras, el 27 de junio de 1973 (decreto No 464/973).
22
Arendt, H., pp. 422-423.
Las sucesivas rupturas del orden institucional
El proceso político recorrido por nuestro país en su pasado reciente tendría que limitar la
eficacia social de otro principio de legitimación del orden institucional: su continuidad o
perpetuación temporal. Este argumento — o no-argumento, dado que también es tomado
como un “hecho natural”— , constituye un presupuesto de todo poder institucionalizado y
torna indiferente las razones particulares de cada ciudadano para obedecer dado que,
como reza el credo liberal: “los hombres pasan, las instituciones quedan”, éstas resultan
siempre intemporales.
De allí que el discurso de la clase gobernante que reasume sus funciones a partir de
marzo de 1985 no podrá apelar abiertamente a los fundamentos y argumentos del orden
público acumulados en más de tres lustros de prácticas estatales autoritarias, entre otros:
la dicotomía caos-orden, la tipificación de enemigo interno, el argumento de la defensa de
la ley y la institucionalidad identificadas con el Poder Ejecutivo y las Fuerzas Armadas, la
adopción de medidas de excepción, las prácticas de represión abierta y guerra antisubversiva.
Por otra parte, el proceso de transición en Uruguay, entre 1980 y 1985, incorporará un
tercer ejemplo de cambio de un orden político en un muy breve lapso de tiempo. Se trata 159
del pasaje del régimen estatal autoritario (en crisis) al régimen político democrático (en
vías de restauración definitiva) y, en este sentido, tampoco esa etapa podrá ser exaltada.
Para la clase gobernante que asume el 1° de marzo se tornará necesario limitar el proceso
de movilización social y optimismo democrático en los marcos del orden institucional, la
representación de los políticos profesionales y las reglas de juego de la democracia liberal.
A modo de resumen, pues, podríamos decir que en sólo treinta y cinco años, entre 1967
y 2002, Uruguay transitó por cinco momentos políticos diferenciados de: crisis,
desinstitucionalización y hasta quiebre del orden democrático así como de redemocratización,
consolidación institucional y nuevamente crisis, y por cuatro formas estatales — puras o en
transición— , con sus correspondientes fundamentos jurídicos, discursos legitimadores y
recambios en la elite gobernante:
1. La crisis del orden político democrático camino al autoritarismo o, mejor dicho, el
proceso de transición de la democracia a la dictadura (1967-1973). Desde el punto
de vista estatal, es el pasaje del Estado de derecho al Estado policial, antes del golpe
de Estado del 27 de junio de 1973.
2. El golpe de Estado del 27 de junio de 1973, y la ruptura del orden constitucional y
democrático tradicional que consolida un nuevo orden estatal dictatorial (entre 1973-
1984) y su correspondiente Estado-dictadura.
3. El proceso de transición del orden autoritario al orden democrático (entre el plebiscito
de noviembre de 1980 y las elecciones de 1984).
4. El proceso de reinstitucionalización del orden político democrático y del Estado de
derecho (desde el 1° de marzo de 1985 a la aprobación plebiscitaria de la Ley de
Caducidad, en 1989).
5. Las transformaciones desregularizadoras y desnormativizadoras de las reformas
neoliberales y su justificación de un Estado “mínimo” (desde 1985) hasta la crisis del
modelo de desarrollo “plaza financiera” (1999-2002), y sus efectos desestructuradores
hasta hoy día.
Esa discontinuidad del orden institucional resulta un factor problemático a la hora de
asegurar la estabilidad de la dominación política en la etapa posdictadura dado que, como
sostuve, el tiempo institucional no puede reponerse linealmente o como una sucesión
progresiva de etapas históricas que encajan una después de otra con toda naturalidad. Y
esa “discontinuidad”, ese no poder remitir el origen del orden a los “tiempos inmemoriales”
o “impensados”, altera una de las condiciones básicas en la que se asienta toda dominación
política consensual para su reproducción rutinaria.
Por eso mismo, a partir de 1985, el poder estatal, el orden político y el orden social
debieron ser re-legitimados y re-significados desde la autoridad de los discursos del poder
estatal y sus voceros autorizados, tanto en relación con los comportamientos institucionales
desestabilizadores y autoritarios en el pasado reciente como en relación a las transformaciones
neoliberales y crisis del modelo operadas en el presente.
Si bien esta investigación pretende tener como referente central la democracia actual y
los efectos de la etapa dictatorial en los años noventa, el contrapunto que se instaló en la
sociedad uruguaya posdictadura, en realidad, es la etapa previa: los años sesenta hasta el
golpe de Estado. ¿Por qué?
a. El fuerte consenso social y político de rechazo a la dictadura hasta convertirlo en un
ritual de los políticos y gobernantes después de 1985 desplazó la crítica a la dictadura
a la crítica a la sociedad sesentista, que aparece así como el alter ego o negatividad
de las virtudes de la sociedad tolerante y la democracia liberal restauradas.
23
Lechner, N. (2002), p. 34.
24
Lechner, N. (2002), p. 92.
* En este capítulo, en forma resumida, se adelantan algunas conclusiones que forman parte de una investigación en
curso con este mismo título.
b. El discurso político dominante sistematizado desde el Estado a partir de 1985 ha
hecho de la interpretación estereotipada de la época sesentista un argumento de
culpabilización y disciplinamiento social en la democracia actual. Para este discurso,
las amenazas a la consolidación de la estabilidad institucional lograda, en buena medida,
radican en la posible repetición de las lógicas “movimientistas”, “demandantes”,
“corporativas”, “revolucionarias”, “marxistizantes”, “demagógicas”, “irresponsables”,
propias de los años sesenta y principio de los setenta.
c. Finalmente, el período que va desde 1968 a 1973 es aún de vigencia del sistema
político democrático y del Estado de derecho, antes del golpe del 27 de junio y la
imposición del régimen dictatorial en Uruguay. Ello nos permite, por un lado, estudiar
los comportamientos institucionales en situaciones de crisis de las mismas instituciones
y, por otro lado, nos permite estudiar cómo es posible que igualmente avance el
autoritarismo dentro de un régimen democrático, bajo la legalidad estatal y con
gobernantes electos, entre 1968 y 1973. Por otra parte, si así sucedió en el pasado
reciente, entonces, es posible pautar la continuidad o reiteración de ciertas lógicas
institucionales autoritarias en el presente posdictadura, también en un sistema
democrático consolidado y la plena vigencia del Estado de derecho (1985-2005).
Respecto a esta última afirmación, menciono una experiencia histórica común que en el
siglo XX se da en varios países occidentales. Éstos, como dice Norberto Bobbio, no han 161
conocido nunca la vía democrática al socialismo sino por el contrario, la vía democrática a
la dictadura. Bobbio, en célebre artículo polémico con las posiciones de Gino Germani,
planteaba así la necesidad de reconocer que la única crítica a la democracia que ha tenido
eficacia es la crítica conservadora (“menos democracia”) así como que “la historia ha
conocido la vía democrática al fascismo, no al socialismo”.27
27
Bobbio, N. (1985), vol. I, p. 66.
Esa gradualidad y secuencialidad del proceso de crisis institucional — también caracterizada
como “latinoamericanización” de Uruguay— revierte el optimismo liberal sobre el progreso
ascendente y la irreversibilidad de los logros institucionales del país, y hasta la misma idea
del cambio político concebido como “cambio dentro del orden” (R. Dahl). Más bien que la
crisis nos asimila a la visión pesimista o fatalista de la historia de la región: la permanente
regresión de formas buenas a formas malas de gobierno o a la visión cíclica: la permanente
alternancia (sucesión, rotación, pendularidad) de las formas mejores por las peores.
En este sentido, el sistema político democrático no fue capaz de autorregular sus propias
contradicciones internas ni los conflictos de intereses ni las relaciones de discordia y división
que se entablaron entre las elites civiles y militares ni la enemistad generalizada entre
conciudadanos; la fragmentación de los partidos y la multiplicación de los liderazgos
partidarios; la intolerancia ideológica y social; las difamaciones e injurias al honor; la
pérdida de respeto por la integridad de la vida humana; la corrupción política y el incremento
de los delitos económicos; las denuncias y comprobaciones de fraude electoral en 1971.
Por otro lado, como ya sostuve, las contradicciones entre las necesidades monopólicas de
la razón de Estado y las necesidades del pluralismo democrático tornaron irreconciliable la
coexistencia de los principios de la soberanía interna del Estado y la soberanía popular.
Aquí, nuevamente se plantea un problema importante de la teoría política moderna en lo
que hace a la relación Estado-democracia o a la democracia organizada dentro del Estado
que, de alguna manera, marca los límites estructurales de cualquier proceso social instituyente
de tipo revolucionario o el mero intento de democratizar el poder estatal.
Acordemos nuevamente con Gérard Mairet, que la República es una democracia pero no
deja de ser un Estado por lo que el principio de soberanía aplicado a la democracia política
termina asegurando el poder estatal, ahora bajo la legitimación de la soberanía popular.
Puede resultar útil insistir en esta línea de reflexión recordando también a Juan Carlos
Portantiero y la comprensión que hace de la democracia como “orden político”30 o “producción
de un orden político”: un modo de articulación entre el Estado y la sociedad civil.31 Al
respecto, la crisis del Estado de derecho en los años sesenta no sólo afectó el “patrón de
desarrollo” económico (industrialización por sustitución de importaciones) sino que también
afectó el “patrón de hegemonía” o “base social para el consenso” (el transformismo y/o el
compromiso entre las clases),32 arrastrando tras de sí a la democracia como orden institucional
y como orden hegemónico.
28
Mairet, G., p. 143.
29
ídem., p. 65.
30
Portantiero. J. C. (1988), p. 103.
31
Idem.,.p. 7.
32
Idem.,.p. 112.
En este último sentido, “la crisis del Estado aparece, en rigor, como crisis de la democracia
en el Estado, como crisis de un tipo de orden hegemónico que vinculaba sociedad y política
de manera democrática. Lo que está en cuestión, en este planteo, es la democracia, no
tanto el Estado”.33
Finalmente, tampoco podría entenderse las causas de la crisis del Estado de derecho y la
democracia en los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado si no se incorpora
la reestructura económica del capitalismo y sus efectos en la institucionalidad, en tanto se
trata de un sistema político organizado dentro del capitalismo.
Esta tensión irrumpe en lo local, entre fines de los años cincuenta y principios de los
setenta del siglo pasado, a través de una incidencia mayor de las lógicas tecnocráticas por
sobre las lógicas políticas; la concentración de las decisiones en el Poder Ejecutivo por sobre
la parlamentarización del sistema; los condicionamientos del Fondo Monetario Internacional
y el endeudamiento externo. En síntesis, se consolida el pasaje a una economía financiero-
especulativa y no productivista, la concentración y no descentralización del poder, la elitización
de las decisiones y no la participación democrática, una mayor dependencia y no autonomía
del Estado-nación.
Asistimos, pues, a “un cambio hacia fines de los cincuenta, época de crisis del modelo de
sustitución de importaciones y de construcción del nuevo escenario de globalización (...) 163
observamos a los propios empresarios y sus asesores personales, instalados en el Estado,
construyendo las instituciones y la legalidad que funda la estrategia empresarial especulativa
extractiva”.34 Y ese tipo de economía especulativa incidirá en la degradación del sistema
político democrático que la legaliza.
Con el objetivo de resaltar otra especificidad del caso uruguayo con relación a las demás
experiencias dictatoriales que se producen en aquella época en la región del Cono Sur de
América Latina, he llamado al proceso de transición del orden democrático al orden dictatorial
(entre 1968 y 1973, hasta el golpe) como un proceso de autotransformación del Estado de
derecho en Estado policial. A través de ello, intento recentrar la explicación sobre las
causas de la desestabilización y ruptura del orden político — como lo hice más arriba respecto
al orden democrático—, en las lógicas “internas” contradictorias del mismo Estado de
derecho, antes de instaurarse la dictadura.
33
Idem., p. 67.
34
Massera. E., pp. 32-33.
35
Véase Demasi, C.; Rico, A.; Landinelli, J.; López, S. (1996), t. 1.
O sea, el proceso de transición de la democracia al autoritarismo transcurrió en nuestro
país dentro del marco del Estado de derecho y del ejercicio de un gobierno elegido
democráticamente. En términos generales, la voluntad del gobierno y de las mayorías
parlamentarias no negaron ni desplazaron las normas jurídicas para la adopción de medidas
de excepción y el uso de la fuerza pública sino que se apoyaron en su existencia, interpretación
generosa y aplicación rigurosa. Incluso, la declaratoria de “guerra interna”, es un ejemplo
que ilustra la coincidencia de la lógica política y la lógica militar, a los efectos de legalizar
ese estatus bélico, así como la mayor injerencia de la Justicia militar y el papel de las
Fuerzas Armadas como fuerza beligerante en todo el territorio nacional.
Así describía Carlos Real de Azúa, en 1973, ese proceso de “vaciamiento” de las
instituciones democráticas a través del uso de la ley y la Constitución: “las Constituciones
tienen disposiciones específicas para situaciones de excepción (...) pero el largo oficio que
las medidas de seguridad habían ido adquiriendo en el país desde el decenio del ’50 permitió
que (...) se llegara a una condición en la cual, bajo el mantenimiento formal de todo el
aparato gubernativo y estatal y de los mecanismos de relación y regulación preceptuados
para él, el espíritu, el ‘neuma’ de las instituciones pareciera transmigrar. Y sólo quedará —
sólo quedó— una letra de ellas de trozo cada vez más titubeante. Más evanescente”. De
suspender esa letra o texto, se encargará el golpe de Estado del 27 de junio.37
Esa praxis legal-autoritaria trata, en síntesis, del gobierno mediante decreto: la adopción
permanente de Medidas Prontas de Seguridad, la recurrencia a la iniciativa legislativa del
Poder Ejecutivo, su capacidad de veto, el envío de leyes de urgencia, los pedidos de desafuero
a legisladores, la aprobación parlamentaria de leyes de dudosa constitucionalidad (como la
Ley de Seguridad del Estado y del Orden Interno), la suspensión de la vigencia de garantías
individuales, la institucionalización del estado deliberativo inconstitucional de las Fuerzas
Armadas (COSENA), la injerencia cada vez mayor del Poder Ejecutivo promoviendo conflictos
de competencia con el Poder Legislativo o entre la Justicia civil y la Justicia militar, la
ampliación de las potestades de esta última en el juzgamiento de civiles, etcétera.
36
García Méndez, E., p. 136
37
Real de Azúa, C. (1984), p. 80.
de poder destinado a garantizar este último”.38 En ese sentido amplio, designaba el conjunto
de las actividades de gobierno y de la administración pública en relación con la sociedad. Es
recién a fines del siglo XIX, en los procesos de modernización del poder estatal, que el
concepto “policía” se restringe e identifica, cada vez mas, con una función particular del
Estado: conservar el orden público y con un aparato estatal especializado en el uso de la
fuerza para el cumplimiento de esa función: el instituto policial.
De allí que, cuando este proceso se complete históricamente, el término policía asume
un doble significado institucional que se trasvasa a una especie de doble legitimidad estatal:
por un lado, será sinónimo de la organización interior del Estado (como orden político que
asegura la unidad de la nación, una función emanada del principio de soberanía interna);
por otro lado, designará los distintos espacios físicos, institutos, personal especializado y
medios (legislativos, administrativos, represivos, judiciales, carcelarios) para garantizar la
seguridad de ese ordenamiento estatal dentro del territorio nacional.
La crisis institucional en la década de los años sesenta y principios de los setenta del siglo
XX, de alguna manera, reproduce aquella impronta originaria del Estado uruguayo: la
conservación del ordenamiento general será identificada totalmente con las funciones policiales
específicas de asegurar el orden estatal.
165
El doble proceso que hasta aquí describimos: la degeneración de las relaciones democráticas
en relaciones autoritarias y la autotransformación del Estado de derecho en Estado policial,
se complementará con un tercer proceso que hace a las prácticas ideológicas de la clase
gobernante: el pasaje del liberalismo democrático al liberalismo conservador.
En lo fundamental, ese giro tiene que ver con una interpretación política de la Constitución
y la ley y una férrea identidad entre el orden social y el orden estatal, a la vez depositada en
los órganos y autoridades ejecutivas del Estado. Los gobernantes de turno van trasladando
el concepto de soberanía popular asentada en la nación al concepto de soberanía interna
radicada en el Poder Ejecutivo, unido a una comprensión cada vez más política (y no
jurídica), burocrático-administrativa (y no sustantiva), policial (y no garantista) del
ordenamiento constitucional y legal.
38
Véase Schiera, P. (1985) t. I, pp. 614-619; Foucault, M. (1988); Neumann, F. (1968), cap. IX, apdo. 3.
39
Véase Pastorino, V. (dir.) (1941).
40
Schmitt, C., p. 170.
Lo que subyace en este giro conservador, como ya sostuve, es que el Estado moderno es
condición histórica de la existencia del orden legal y, al serlo, es el presupuesto político-
coercitivo para la aprobación y aplicación de la ley. Al mismo tiempo, el Estado es soberano,
no admite ningún principio superior ni unidad decisoria por encima suyo. El derecho en el
Estado de derecho limita y controla al poder estatal, pero también autoriza y legaliza el
ejercicio del poder público, sin cambiar su naturaleza en cuanto poder ni su carácter
monopólico. Por eso, la relación entre poder estatal y derecho no es reversible: el derecho
no puede aplicarse sin “la espada” pero el poder estatal existe y puede ejercerse sin límites
legales (como se demostró en la dictadura) o puede determinar el lugar y los límites del
derecho en función de sus necesidades o razón de Estado (como sucedió en la democracia
sesentista).
Cuando las funciones policiales del Estado de derecho (reducidas al mantenimiento del
orden público) predominan sobre sus fines garantistas (establecimiento de medios para
asegurar los derechos ciudadanos y poner límites al ejercicio del poder público) y cuando las
funciones coercitivas y represivas predominan sobre sus funciones asistenciales y
166 hegemónicas, el poder del Estado se “deshumaniza”, se torna un Estado-aparato que
vuelve a restablecer aquella relación de identidad y correspondencia originaria entre poder
y fuerza; entre funciones políticas y policiales; entre funciones militares y policiales,
desandando importantes logros civilizatorios.
41
Bobbio, N. y Bovero, M. (1985), pp. 19-36.
El ejemplo más sobresaliente de la procedencia institucional de estas transformaciones
regresivas es que el golpe de Estado en Uruguay es ejecutado por el propio Presidente de la
República, además un civil, con antecedentes en la clase política e integrante de ambos
partidos tradicionales (Nacional y Colorado), en distintos momentos de su trayectoria política
personal.
Ello desdibuja la figura del tirano “por usurpación” (caso, por ejemplo, Castelo Branco,
Juan Carlos Onganía, Hugo Banzer, Augusto Pinochet o Jorge Rafael Videla en la región)
dado que, si bien se produce un quiebre del orden constitucional, no hay alteraciones en la
titularidad del Poder Ejecutivo, o sea, no hay “vacío de poder” ni tampoco “asalto al
poder” que desplace o sustituya a quien inviste la máxima autoridad bajo el Estado de
derecho e, inmediatamente, bajo el Estado-dictadura.
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Referencias bibliográficas