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Es viernes, suena el timbre, condiciona ese sonido una visita, un sonido

familiar, atento.
Sale un joven, mira y observa un manto no común, un manto desconocido.
Toca su puerta una viejecita, de una edad compasible. Pide algo de ayuda, lo que
pueda, ya sea dinero o algo de comer, para llevar o para ahí mismo. Esa manifestación
es crítica, desde ahí mismo toca no solo una viejecita, también toca el hambre, que la
hace actuar de igual manera, aunque no sea un ser persona, sino el predicado de un
individuo.

Este joven, para nada se ve amenazado, va y busca algo de comer, una marquesa
y 10 bolívares. La pobre viejecita imparte muchas bendiciones, tan agradecida, que no
para de hacerlo hasta ya cierta distancia de aquella puerta.

Ella sigue pasando todos los viernes en la tarde, y todos los viernes el joven la
espera.
Uno de tantos viernes, el joven ve y reflexiona que aquella viejecita vestía con
una asombrosa limpieza. No era difícil saber que sus ropas eran viejísimas, pero la
comparación con la edad no es siempre directamente desproporcional con la belleza.

El joven le felicita: Señora, se ve usted muy bien! Para no decirle limpia, porque
eso supondría la extrañeza, de la cual ninguna sospecha quería dar para no hacerla sentir
en lo más mínimo mal. El joven en un principio creyó que imaginó mal, ella no
levantaba la cabeza, notó como un líquido bajaba desde sus mejillas, estaba llorando. En
un instante, percibió el joven como le miraba, diciéndole: hace muchos atrás, antes de tú
nacer, muchísimo antes, amaneció un día para mí tan diferente a todos los días que
clarearon, y creo sin querer equivocarme, que también fue mi mejor día a comparación
de lo que pudo significar para los demás habitantes de esta ciudad. Ese día amaneció
para mí con un sueño, que me dejó vacía ante el pasado, abierta ante el presente e
irradiante ante el futuro. Y ese día soné que moriría en el bien, que mis sueños
abrazados en amor resucitarían del total desgarramiento de fragilidad y decepción,
porque la soledad violentada es un veneno. Ese día dejé de ser prostituta.

Una palabra, un adverbio “bien”. Una sensación de un antiguo y arduo dolor,


pero igual, el paso a la gloria de su resurrección. Tal manera de sentir, de renacer el
amor es auténticamente personal.

Un sueño no fue simplemente para ella el acto de dormir ni la representación de


una fantasía, fue el clamor más abismal de su noble conciencia y la caricia de Dios en la
turbia vida.

Ella al despedirse le apretó la mano, con tanta fuerza que la sacó de lo último de
su edad, de sus últimos respiros y suspiros. El joven había pronunciado un oráculo, el
oráculo que inaugura el paso al más allá, al total despojo del dolor y del mal.

Aquella viejecita no regresó más ni caminó jamás por algún lugar de esta tierra.
Ese fue su último día.
Aquel joven nunca volvió a escuchar el timbre de su puerta los viernes, ahora le
suena en su corazón.

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