que habitaban los tablones-anaqueles en las paredes de toda la casa, con los que tuve un cuidado reverencial, un respeto supersticioso. Es que desde antes de atravesar la reja de la La primera vez que lo vi estaba muerto. Las puntillas entrada (era una de esas casas de barrio de principios del siglo blancas daban al féretro un aire de moisés antiguo: XX), desde antes de acercarme temerosa al atúd donde él acompañaban mal la ropa de todos los días que, en lugar de reposaba envuelto en puntillas como si fuera de piedra, o de mortaja, vestía a José Luis por última vez. arena, desde antes, me sabía culpable del pecado de codiciar Esa mañana ya no pudimos hablarnos. Ni siquiera pudo él cada uno de esos libros, o mejor dicho, todos en conjunto, serme indiferente ni hostil, ni sepultar con displicencia mi todos, hasta el más insignificante, con la lujuria inconfesable primer libro de poemas entre las torres interminables de libros con que se desea el cuerpo de una virgen. Circulé por la casa que, en la misma situación que el mío, se amuchaban en los entre las estanterías rebosantes con el estoicismo de un monje rincones de la casa –algunos con la noble misión de sustituir la en un prostíbulo. O con la dignidad de una princesa en un pata de una mesa. No pudo, porque nunca tuvo en sus manos torneo de ávidos caballeros –por un instante, tuve la impresión mi primer libro de poemas, ni escuchó jamás mi nombre con de que eran ellos, los libros, los que me deseaban a mí: me sus viejas orejas expertas en escuchar nombres de nuevos pedían auxilio, como si extendieran unos bracitos invisibles poetas. entre los barrotes de sus jaulas para que yo los rescatase, Lo misterioso fue que una semana después de su fin, la que pues sospechaban que habían quedado huérfanos. tomaba mate a la sombra de la parra de su patio era yo, y no De cualquier modo, lo que a mí me interesaba no era ese los periodistas que le escribieron copiosos homenajes ni las montón de papel impreso, sino su aura, su épica, sus conjuros. celebridades de la cultura que eran íntimos amigos suyos. Fui Por eso no quise tomar ninguno, y en cambio respiré profundo yo, una desconocida, la que acarició con la yema de los dedos en medio de ellos, para capturar la emanación espiritual de ese los lomos algo polvorientos de los libros que él ya no podría bosque en el que cada letra impresa era una hojita verde, o un cambiar de lugar; fui yo la que bebió en un vaso donde él ya no grano de arena en los médanos interminables de un desierto. iba a beber, y abrió con ociosa curiosidad un cajón lleno de Pero sobre todo, no quise tomar ninguno porque me producía objetos cuyos significados –triviales o esotéricos –ya nadie cierto horror la idea de la disgregación de la biblioteca, la podría descifrar. desaparición lenta, imperceptible, atroz, de su lógica inviolable, Era evidente que en esa casa de cien años cada cosa era la de su unidad mágica. Habría preferido verla desvanecerse toda huella de una historia, un amuleto para ingresar en un de una vez entre los resplandores del fuego antes que formar derrotero del pasado: esos secretos adheridos a las cosas, que parte de ese saqueo de termita, de turista que roba una piedra son el alma de las cosas, flotaban todavía por las habitaciones de la gran pirámide azteca. Por lo demás, esa biblioteca, con cierta inquietud, como si supieran que iban a disgregarse, materialmente hablando, no tenía ningún valor para mí: sé de sin la mirada y la memoria que les daban de comer. Yo, con un sobra que una biblioteca ajena es como un trofeo que ha sentimiento impreciso de profanación, sospechaba la presencia ganado otro: en manos equivocadas carece por completo de fantasmática que resplandecía alrededor de cada mueble, de sentido. Pertenece al conjunto de las cosas que no se pueden cada fotografía, de un salero, un espejo o un reloj. Con la robar, junto a la gloria, el amor o el recuerdo. certeza brujil de que cada movimiento de un viviente abría un Desde hace años soy amiga del hijo de José Luis, un agujero irreparable en el hechizo de un cosmos que todavía célebre editor de poesía que murió de pronto a los 84 años. pertenecía a un muerto, traté de no tocar casi ninguna cosa, Mis versos desearon oscuramente un encuentro con él, pero el destino me reunió apenas con su memoria. No me quejo. Creo que ciertos episodios obedecen a una ordenación que nos excede. Un desfasaje (llegar a la estación minutos después de que el tren ha partido para siempre) no puede ser sino una misteriosa confabulación. Es una locura, ya lo sé, pero yo creo que él también lo lamenta; a la larga, le hubiera gustado hojear mi primer libro de poesía.