Pico para El Pueblo, Primera Parte

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ICO ARA EL P UEBLO

Marco Ibarra Soñez


“Acepto la idea de que existen sólo dos posibilidades
en la naturaleza, a saber: cazar o ser cazado, y si
estamos dotados de una conciencia y de un lenguaje,
ciertamente no es para escapar de esa dualidad, sino
para justificar por qué actuamos de ese modo.”

Extracto

Quomodo, documental, sobre un texto anónimo leído


en una radio francesa el 11 de septiembre del 2003.

El 29 marzo de 1985 mueren Eduardo y Rafael


Vergara Toledo ejecutados por agentes estatales (según
dictamen de la comisión Rettig).

Desde aquella fatídica fecha se celebra el “Día del


joven combatiente”.

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Ediciones pocilga empiojada
Presenta

Pico para el pueblo

Marco Ibarra soñez

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Libro sin afán de lucro.

Esta es una novela en desarrollo, agradezco de


ustedes su infinita paciencia. Quiero agregar además que
cualquier nombre o situación es mera coincidencia y que no
tiene por que ser yuxtapuesto a la realidad.

Año 2008.

Mail: marco-ibarra@hotmail.com

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Capitulo primero

“A la memoria del que no la tiene”

Estoy aparcado tras esta reja mohína


y hedionda a micción agazapado como animal esperando a
la benevolencia de su cazador, la suerte para una muerte sa-
ludable; una muerte absorta de todo sufrimiento. Esperando
que mi destino escape del abismo infinito de la espera fatal,
oliendo el humear de esta noche hedionda a anarquía, extra-
ñamente solitario, en la fiesta que promulgan allá afuera en
el frío Día del Joven Combatiente, cubriendo su espesor
con sus ráfagas de viento gélido y alborotado, cubriendo a
los niños que corren por los pasajes cercanos, jugando a la
demencia adolescente de aborrecer a todo aquello que
suene a sistema, a jurisprudencia, a civilidad, en la mas
frágil definición de ella misma.
Extrañas maquinas sobrevuelan el cielo grisáceo
lanzando luces que deambulan por la barriada inquieta. Ma-
quinas con formas irregulares y eclécticas, arrojan alaridos
electromagnéticos para dispersar la multitud que corre allá
afuera, pero la tecnología se diluye en su propia objeción, y
los anarquista tienen el remedio para aquello, han puesto
altavoces con sonidos paquidérmicos, utilizando los chilli -
dos de los elefantes en celo para neutralizar aquel bombar -
deo de sonidos insoportables.

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Las luces de aquellos artefactos surrealistas
son los únicos destellos de iluminación que se entrometen
en Buena Esperanza, la población que me cobija como
invitado a este festín humano. Las maquinas revientan los
oídos con la terrorífica música que lanza sus quejidos
sonoros invitándome a una siniestra sinfonía. Sus luces
infernales persiguen a los adolescentes combativos que se
agazapan tras los muros de la apatía, igual como estoy yo.
Eso lo saben mis perseguidores, que olfatean mi aroma
meditabundo disparando muy cerca de mí, arreciando en la
oscuridad con sus ojos escarbando en la niebla, rojos ojos
que se iluminan con las bengalas que alumbran este Santiago
desordenadamente juvenil.
La noche esconde en sus oscuras avenidas el
clamor de aquellos ciudadanos de segunda clase, de aquellos
olvidados en el baile de la modernidad, de aquellos senti -
mientos ambiguos y contradictorios, destruyendo, pateando,
saqueando incluso sus propias convicciones elementales, que
arrastran desde aquel fatídico 29 de marzo de 1985 en que se
desperdigaron todas las esperanzas inconexas de civilidad,
por el oscuro propósito de los gobernantes de aquella época
y los medios que se perdieron en sus propias mentiras. Los
combatientes huyen perdidos en la noche, sucumbiendo en
el encanto de lo irracional, aunque aquella palabra parece
inventada con el mismo despropósito con que inventaron
la palabra modernidad. La modernidad que invento a un
hombre extraordinariamente confortable, a un proyecto cruel
y deformado, un animal que se dice pensante, pero que no
puede sacar de si mismo el inobjetable deseo de crear arte-
factos que lo destruyan, cubriéndose de armatostes brutales e
inhumanos, creando objetos inútiles, éticamente inútiles.
En la refriega, el asfalto cuje como quebrándose
en un millar de exaltados trocitos exudando furor, abriéndose
en cada paso como un abanico mini estelar. Es el ocaso de las
visiones mas extremas, el hilillo de furia deambula por las

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calles y se convierten en ríos de saña absoluta. El despunte
luminoso de los tiros de las automáticas y de los fusiles
policiales, adornan el cielo con sus lucecillas mortales lace-
rando el pulular, hiriendo, desgarrando cuerpos que se
contraen en aquel oscuro friccionar, gimiendo, gritando,
mientras la muerte recorre aquellos campos del exterminio
atravesando su mortal estocada , mientras el ultimo suspiro
resurge sereno y entregado . El corazón recorre todo mi
cuerpo tambaleando cada miembro de mi ser, el tiempo se
detiene en esta reja desgreñada, hedionda a meado trasnocha-
do, a orina amoniacal, que trasmuta todo su aroma húmedo
tras este rincón absolutamente olvidado por el sol que se yer-
gue resbalosamente mohíno. La noche se entrega como una
doncella permeable y cariacontecida bajo el desorden civil,
bajo la rabia, bajo el oscuro pulular de odios y cofradías, es-
perando el mensaje que escupa la orden crucial.
O salimos de esta, o nuestras vidas se desvanecen
bajo la furia desgarrada de los “gatitos mojados”, la banda
juvenilmente maldita, de Sebastián Lentejo, “Satian”, que
corretean por los techos apuntando con su mirada descom-
puesta y fatal, infame como sus propias vidas entregando su
adolescencia a cambio del libre albedrío, a cambio del precoz
poder que usufructúan alardeando con sus sables y automáti-
cas que se balancean en sus raquíticos cuerpos cuando corre-
tean las noches de Buena esperanza, en la periferia de esta
sórdida ciudad, donde abundan los ahorcados en los postes de
alumbrado publico rellenos de aserrín, embalsamados para el
deleite de los que allí en la calle Esmeralda purgan aquel
deleite infrahumano, donde los valientes son cortados en
pedacitos hasta que revienten por los ojos pidiendo piedad.
Donde simplemente el diablo no entra pues su territorio debe
ser mas dócil y apacible que este.
“La blackberry de Satian es nuestro objetivo
inmediato, vivir nuestro objetivo crucial.”

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El pantallaza lo dice todo, el alumbrar tenue asoma
abúlicamente encendida con la orden total en aquel díscolo
mensaje:
“plaza 3, kyo, vktor st” ppp.
El camino no está despejado. La automática
se aferra a mi mano por inercia, no hay seguro, el gatillo se
pega al dedo índice como un imán, la orden cerebral me
indica el estado de máxima alerta, soy capaz de descargar los
cincuenta tiros que tengo alojados en el cargador, en la cabe-
za de cualquier hijo de puta que se atraviese con su cara
meditabunda. ¿Qué si me importa aquello?, pues ni un carajo,
matar es mi consigna, vivir, aferrarme a mi suerte, lo demás
es mera especulación, pico para el que se me atraviese, ya
bastante problemas tengo en esta noche de mierda hedionda a
niebla, al humo de los neumáticos que se cruzan tenebrosos
por mi transitar, al sopor de las lacrimógenas que escurren
espesas y mortales irritando mis pulmones hediondos a merca
y a tabaco. Esta noche es una mierda, esta noche hizo que la
luna vomitara de espanto.
El pasaje esmeralda se achica en un vértigo en
perspectiva, moviéndose en el horizonte como si una cámara
de video la apuntara mal enfocada. Zigzagueo vacilando de
poste en poste como embriagado por la situación, los restos
de merca aun se alojan en mi cerebro como puntos que me
alertan en cada movimiento medial, la tarea no es fácil, a
Satian no lo ha visto nadie, nunca alguien pudo obtener algún
registro fotográfico y los que lo han visto por lo general mue-
ren en un extraño rito, como un regalo omnipotente para
aquellos infames que creyeron ver al divino.
Cala jura que el mensaje encriptado que zam-
po en la tarde le llevaría por fin al rescate de nuestro mayor
logro, acceder a la blackberry de aquel hijo de puta, ¿que por
que la black?, según Cala por el contacto total que la llevara a
descubrir el mayor montaje mediático de la humanidad, se-
gún yo, Rubaladio Irapronte, acceder a los contactos de

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Satian y hacernos cargo de aquel poder para un beneficio si-
deral de todos los bienes que se esconden en la memoria de
aquel portentoso aparato, ¿Cómo?, fácil, el hijo de puta no
tiene un rostro y al menos nadie lo ha visto, solo un nombre,
Sebastián Lentejo. Solo una chapa para mover el centenar de
millones que se apolillan en los bancos nacionales, lo demás
solo eso, un nombre, ni una historia, ni investigación, nada.
Los que están encargados de aquello están refregando sus
falos en algún burdel adolescente babeando entre las piernas
de alguna precoz mujercilla que se vistió de grande, ofrecien-
do su delicada flor para los propósitos de la causa total. Los
acogidos por Satian, cubren su imperio con noticias alcahue-
tes y sin ningún valor medial, salvo por cierto el de entretener
a la ciudadanía haciendo shows con ignorantes incautos que
se prestan para aquello, persiguiendo la inocencia humana en
aquellas cacerías mediáticas, espantosamente sórdidas, tristes
secuencias de una realidad tan falsa como ellos, desgarrando
al alma de un conocimiento mas puro, de una transición in-
intelectual que se aferra a su pasado como un perro que abusa
de aquel hueso relamido hasta la saciedad, como animal que
se mueve cuando se lo ordenan , como animal que ataca , que
destruye, que da la vida por algún ideal enfermo de codicia,
enfermo de declararse iluminado por alguna entidad insustan-
cial que promulga quizás que proyecto de vida, aferrando
toda su energía existencial en panaceas alcahuetes e in-
intrascendentes.
El que tiene aquella blackberry es dueño
de todo eso tan simple como total, como aquella mano que
tienen los que nacen sabiendo que son parientes o amigos de
aquellos que juegan con el poder, que por el solo hecho de
tener patrocinio, el contacto, el pituto, son capaces de
mostrarse al mundo como ganadores, en una larga lista que
incluye a ejecutivos, periodistas, deportistas, escritores,

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pintores, músicos, y una zalagarda de héroes parias que circu-
lan por el medio abstracto. El cinismo plural, el apadrinado
por las circunstancias que come de la fama asqueando maja-
dería, el amigo de este , el compadre de este otro, el de la
misma escuela, el hijo, la mina, la puta cabal que se presenta
en las revistas de sociedad, como ilustre puta, la mas puta
de todas las putas. El sobrino, el talento descubierto por
no se quien, cuando el mayor talento se perdió en la nada por
que nadie se hizo cargo de aquel, simplemente por que no
conocía a nadie, simplemente por que el muy hijo de puta
considero que “perder el tiempo en convencer a tanta gente,
es perder el tiempo en si mismo”. En todo caso da igual lo
que la gente piense, pues “da lo mismo”, el día a día deman-
da las ganas y el esfuerzo para sobrevivir, para trabajar, para
distraer la mente con cosas mas abstractas, todo el poco
tiempo requiere del mayor esfuerzo, las banalidades están a
cargo de desquiciados que en la mayoría de los casos
terminan colgados en alguna viga, por que no entendieron
nunca, que para sobrevivir había que cagarse al resto , eso no
cuadraba en sus mentes, eran demasiado humanos para
entender tanto odio, tanta desidia, tanto desprecio hacia sus
semejantes. La gente común no transa con aquellos que se
hundieron en el abismo existencial, sucumbiendo en la leta-
nía de algún código extraño. La gente vive así, transa así,
hiere así, escupe en el suelo con soberbia cubriendo con el
empalagoso frenesí toda la miseria que arrastra su existencia
animal que promulga en su ser. En todo caso son felices así.
Pico para todos ellos, el poder, es una sustancia melosamente
dulce, que se agria en el fenecer de todo ideal, de toda
institución humana al servicio famélico de sus propias
circunstancias, lo demás vale callampa.

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-¿Cala?..., ¿y la black?
- al hijo de puta se lo trago la tierra.
-pero como si lo teníamos por el culo.-agregué- ¿y los otros?
-los demás están muertos.
Muertos. En la suave voz de Cala esa palabra suena como
si aquello no pasara mas que ser un detalle, una cosa poca.
Los cálculos decían que siete vagábamos en aquel suburbio
enrarecido y taciturno. Los finos labios rosados que asoman
irascibles sobre el delgado rostro blanquecino de Cala ni se
inmutan para decir con su voz dulce que conmueve a la
niebla mas espesa:
“los demás están muertos”.

Como si todos aquellos fueren asuntos de otra índo-


le, como si no tuviesen vida propia, como desaparecidos por
alguna entidad demoníaca, por algún sistema filial con oscu-
ros propósitos latifundistas, por alguna organización destina-
da a desaparecer porque si. Cierto que existían y que tenían
nombre, estaba el palomo Palurdo, de veintidós años, el ne-
gro Cardemia de veintiséis, Elementina Predual en sus
frescos veintiún años, el rucio Fintegras icono de la anarquía
mas absoluta y que puteaba cada vez que se acordaba que
hoy no celebraría su gran fiesta elemental, Enderesemia la
mejor amiga de Cala, que creía en ella mas que su en su
propio destino que quizás donde arrojo aquella sonrisa pura y
diáfana.
“Los demás están muertos”, como si la muerte fuere un
asunto providencial, un detalle fortuito, paso por que tuvo
que pasar, como si morir no fuese mas que algo parecido a
que fueron a compra r merca, que ya vuelven, que espérate
un poquitito, al menos en el dulzor de su boca eso suena
como un acontecimiento mas, como aquellas noticias que
llegan de china, en que mueren miles, pero como los chinos

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son tantos, aquello es un cruel detalle, en cambio en este país
mueren cien y es tragedia nacional y se les recordara
(siempre y cuando convenga recordar)por el resto de los
decenios que nos quede hasta que la memoria arranque de
nuestras mentes aquel triste suceso y lo cambie por otro tan
banal como sinuoso.
La calle Esmeralda queda absorta en el sonido que
se escapa de la reyerta de los combatientes y la policía. A lo
lejos las molotov anuncian por el horizonte encendido, el
trágico destino de algún auto ultimo modelo que se le ocurrió
pasar por allí. El crujido de los techos más cercanos nos
indica que es tiempo de correr. Los gatitos mojados están a
metros de nosotros y tienen muchas ganas de volarnos el culo
a tiros.
_ ¡Cala!
Y Cala si que corre.

Embiste con sus pequeños pies esquivando el


vendaval de tiros que caen de los techos, como meros acroba-
tas zigzagueamos haciendo una carrera irregular e incontro-
lable por la oscura Esmeralda, que a veces se abre
como una doble avenida, lo que nos da el espacio suficiente
para esquivar aquellas fatales lucecillas, aquellas luciérnagas
malditas que se incrustan en las paredes y en los cuerpos
que cuelgan en los postes de aquella barriada inquieta,
posándose casuales en todo aquel ser vivo que por ignoran-
te casualidad se atreven a transitar el ripio polvoriento
cubriendo con su sangre fatal aquella maldita emboscada.
Algunos policías perdidos que enfrentan fuego cruzado con
anarquistas que se pierden en la oscuridad, se atraviesan
mortalmente en esta cacería humana, la de nosotros. La
confusión nos ayuda un poco, no así a aquellos que se
trasponen con la mala suerte. Cala con una gracia única
dispara la automática girando su hombro con suma plastici-
dad, su dulce rostro se torna violento desarmando aquella

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apacible mirada que se alborota feroz tras los fogonazos que
relampaguean en sus delgados dedos blanquecinos. A su
lado trato de ordenar mis ideas recorriendo la siguiente esqui-
na que debemos tomar para llegar al único lado que Satian no
entromete a sus gatitos, el pasaje donde mandan las putas del
barrio Falorga, en la saliente de Buena Esperanza, el único
sitio blindado de la ciudad, donde Satian no metería sus nari-
ces, pues en alguna mujer de aquel burdel taciturno, sucumbe
el gran secreto del hijo de puta.
La automática descarga toda su furia sobre mi
feble muñeca, su violento detonar asoma con alguna postura
combativa y sublime. En este juego, los gatitos corretean los
tejados como una carretera cualquiera, pisando los techos
forrados en zinc como si estuviesen corriendo por una prade-
ra limpia de todo estorbo natural, ellos, siempre preparados
para cualquier acontecimiento mantienen los techos, limpios
de toda mugre que les pueda frenar aquellas correrías
suicidas que descoloca a cualquiera que quiera escapar de su
furia adolescente. La luz tenue que lanza la luna, me indica
que faltan al menos diez metros para llegar a la esquina de
Sobrevaluado con Tarioneo, luego enfocaremos hacia el sur,
a no más de dos cuadras, poniéndonos a salvo de aquella
estampida fatal.
Casi al llegar a la esquina de pronto el tiempo
empieza a correr en cuadros superpuestos, en una especie de
cámara lenta, haciendo que increíblemente la noche detenga
su caminar, Cala se contorsiona alborotándose con al menos
cinco tiros que explotan en aquel delicado cuerpo, delgado y
frágil, combativo cuerpo blanquecino ondeando su rizado
pelirrojo, desvaneciéndose extrañamente alumbrada sobre el
ripial, doblegándose eternamente en un movimiento casi dan-
zando con el éter y todo el oxigeno que retiene su frágil
cuerpo, depositándolo lentamente como una hoja que sostie-
ne el viento entremedio de alguna reja a maltraer que la
cobija mal herida , pero que la oculta de cualquier intento

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artero de destrozar aquel dulzor combativo, su rostro queda
incrustado en mis ojos que m e dejan paralizado hasta que
siento las dagas luminosas. Se embuten en mi cuerpo como
enanas serpientes de grandes mandíbulas que corrompen mis
carnes haciéndome su banquete de medianoche, su cena
oscura, trato de sobreponerme al dolor pues ya estoy fuera de
peligro, o al menos eso creo, porque a diez pasos, el rostro
deshecho de la marica Santiana se deforma como si diera un
grito de un millón de decibeles, no escucho nada, un escalo-
frío gélido se apodera de mi sudor que resquebraja mi
espalda, como un terrible desgarro crucial. De pronto en la
confusión de este momento, todo se vuelve mas niebla, todo
se colorea en un difuso cielo burdeo, que lanza luces boreales
donde no debiesen estar. Cierro los ojos y es una eternidad,
en mis pensamientos veo niños correteando en las calles,
regalando ira juvenil agazapados tras el oscuro devenir de sus
rostros desperdigándose bajo la niebla de aquel santiago
incendiado, veo a Cala anunciándose divina e inmaculada
como una deidad solar, me estremezco en sus brazos, por
instinto, abro los ojos y estoy mirando al cielo que se
alumbra con detonaciones estelares, relámpagos difuminados
como lucecillas perennes, se me aparece el rostro maricona-
mente alharaca de Santiana. Siento que desvanezco en el
abismo fatal del sueño eterno, puede que el infierno este
abriendo sus puertas para quemar lo poco o nada que me
queda de alma, aunque hoy debiese estar cerrado por exceso
de postulantes. Las imágenes se representan en retrospecti-
vas como en una sicodélica animación transversal, aun
siento las serpientes que se acurrucan en mis carnes,
rompiendo esta entregada anatomía, que se balancea mori-
bunda cruzando aquel infinito túnel paradisíaco del descanso
total, abro los ojos y mi rostro refriega el ripio ensangrentado
de Buena Esperanza, tu dulzor esta tendida miserablemente
abandonada como un hermoso desperdicio cataléptico.
El olor humear se desvanece como ungüento
para esta muerte absoluta. La mía. La tuya. La de todos.

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Fin del primer capitulo

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