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Témoris Grecko

COLUMNA “FRONTERAS ABIERTAS”


NATIONAL GEOGRAPHIC TRAVELER
Edición de noviembre de 2008
www.temoris.org

VIAJAR EN CÁMARA LENTA

¿Estuviste allí o lo soñaste? El viaje lento nos brinda las experiencias que nos
niega el turismo relámpago.

La plaza Durbar no es sólo el centro religios y turístico de Katmandú, la


capital de Nepal, sino también el de su vida social: en los macizos y grandes
escalones rojos que sirven de base piramidal a sus numerosos templos, la
gente se acomoda para conversar o simplemente a ver a los demás. Ahí
también trabajan los cazaturistas, capaces de formular cualquier historia para
venderte algo. Varios de ellos se sentaron conmigo, divertidos porque yo ya
había escuchado suficientes inventos como para poder predecir lo que me iban
a contar. Nos carcajéabamos, pero insistían. Hasta que llegaron oportunidades
más sencillas de aprovechar: un rebaño de extranjeros pastoreado por un guía.
Sólo uno de mis interlocutores se quedó conmigo, Tshering, un hijo de
refugiados tibetanos, seguro de que tarde o temprano me podría convencer.

“¡Mexicano!”, escuché. Del grupo se había desprendido un hombre alto de


aspecto nórdico, con una gran sonrisa. Se acercó a mí a grandes zancadas y yo
abrí los brazos instintivamente. Reflejo cultural. Pero él se detuvo de súbito, a
más de un metro de distancia. Me quedé con el pecho descubierto y expresión
desconcertada, pero resolví abrazarme a mí mismo como si tuviera frío. Era
invierno en las montañas, junto a los Himalaya, así que el movimiento no se
vio tan fuera de lugar. Espero. Sólo entonces lo reconocí: era Berndt, un
gerente de un gran restaurante en Nueva York. Me acordé de él porque cuando
lo conocí, en la ciudad tanzana de Arusha, cruzó el comedor del campamento
vestido como Yves Saint Laurent hubiera diseñado a un explorador del África.
Sólo le faltaban las etiquetas. Más tarde, cuando con mis amigos Mac y Laura
regresábamos cubiertos de polvo a las partes mejor conocidas del Serengeti,
tras haber estado perdidos, lo vimos pasar con su chica en una especie de
papamóvil de la jungla: ambos se sentaban en altos bancos acojinados, dentro
de una estructura transparente con interior climatizado, montada en la parte
trasera de una camioneta que conducía un guía nativo y destinada a brindarles
una sensación de auténtico safari sin perder confort.

Él se acordó de mí porque en realidad no tiene tiempo de conocer mucha gente


en sus viajes. Había “hecho”, como decía, Etiopía, Kenia, Tanzania y
Sudáfrica en tres semanas. Ahora, dijo, había “hecho” India y Nepal, y desde
Katmandú volaría a Bangkok para “hacer” Tailandia, Camboya y Vietnam.
“Tengo que estar de regreso en Nueva York en diez días”. A mí, tres meses en
India me habían permitido ver, sólo por encima, apenas una fracción de los
tesoros de ese país. “¿Vas un poco lento, ¿no?”, bromeó, “¡apresúrate!,
necesito que estés en México cuando yo vaya en el verano”. ¿Pensaba pasar
mucho tiempo allí? “No mucho. Como no puedo volar directamente a Cuba,
tengo que hacer escala en Ciudad de México y ya de paso voy a hacer
Yucatán, Guatemala y Belice”.

Las botas de Berndt no deben haberse gastado nada en los pavimentos


irregulares de Katmandú. Del aeropuerto al autobús, de ahí al hotel, paseos y
escasos minutos en tierra. Cero control de su recorrido. Nada de ir por allí a
ver mejor lo que le interesó, no existe eso de explorar y perderse por puro
gusto. Nada de ingeniárselas para buscar dónde comer, cómo pedir, de qué
forma combinar los platos. No ha tenido que estudiar una ruta por sí mismo,
decidir qué transporte usar, averiguar dónde se encuentra la estación ni hallar
la manera de explicarle a la vendedora qué destino, horario y clase desea. Le
ha faltado la gran interacción cultural que todo esto deja, el placer de
entenderse a base de sonrisas con quienes uno está visitando.

En su novela corta “Lo recordamos por usted al mayoreo” (“We can remember
it for you wholesale”, llevada al cine por Paul Verhoeven con el título “Total
recall”), Phillip K. Dick describe a un hombre del futuro que, como no puede
pagarse unas vacaciones en Marte, acude a una compañía dedicada a
“implantar recuerdos” en la memoria de la gente: sus anuncios presentan a
muchos clientes contentísimos por las aventuras que nunca tuvieron. En
nuestra época, la gente todavía tiene que ir a los lugares, pero apenas puede
decir que estuvo allí, y los viajes terminan tristemente convertidos en una
rápida sucesión de imágenes bidimensionales.

El turismo relámpago que está en plena expansión en nuestros días es un


enemigo del viaje. ¿Cómo puede uno decir que conoce ‒que “hizo”, diría
Berndt‒ un país con cuya gente no habló, en donde sólo comió hamburguesas
y en el que otros le resolvieron cada pequeño problema? Ver no es suficiente
para conocer. ¿Cómo limitarse a mirar París sin dejar pasar el tiempo en sus
cafés, vagar por callejuelas desconocidas ni tirarse a ver el cielo en un parque?
La Ville Lumière es muchísimo más que 20 minutos en la Torre Eiffel.

Lo contrario del mironeo de velocidad es el viaje lento, promovido por un


movimiento internacional conocido en inglés como “slow travel”. Se trata de
preferir la calidad sobre la cantidad, la experiencia directa sobre las fotos
movidas, el tren sobre el avión (con el añadido de que volar es la mejor
manera de contribuir al calentamiento global), la bicicleta sobre el coche.
Escoger una ciudad, región o ruta y darse la oportunidad de recorrerla con
cuanta calma sea posible.

Y el señor del viaje lento es caminar. Conocer las ciudades a pie, por ejemplo,
es un poderoso motor de aprendizaje. Es la mejor manera de admirar sus
monumentos y edificios, de entrar en contacto con la gente que los creó o
habita, de dejarse envolver por el ambiente, de descubrir formas distintas de
hacer las cosas, de encontrar oportunidades inesperadas de disfrutar un lugar e
incluso de conocer a una persona especial, una amistad para el futuro.

Berndt durmió, comió y se transportó como si no hubiera salido de su país,


con gente que tenía tanta prisa como él, y se llevó fotos preciosas, no lo dudo.
Lo que no me queda tan claro es qué fue lo que escuchó, si pudo oler o
degustar algo, si se dio la oportunidad de tocar y sentir. Tampoco podría decir
si su experiencia visual fue completa: bajo la presión del reloj, uno le dedica
más tiempo a la pantalla de la cámara fotográfica que a la apreciación directa.
Pero en las imágenes digitales no aparecen todos los ángulos, los juegos de las
sombras a lo largo del día, ni la variedad humana que hay fuera de cuadro. Yo
me quedé conversando con Tshering, alguien a quien no podría conocer más
que allí, donde vive y trabaja, y cuyo ingenio no cabe en una impresión a
color. Y que, mientras trataba de engatusarme en alguna compraventa,
compartió conmigo experiencias que sólo se puede tener sentado en un templo
en Katmandú, tortugueando sin objetivos preestablecidos, dejando que corra la
liebre.

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