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EL MONASTERIO: SÍNTESIS DE LA VIDA CULTURAL E INTELECTUAL DE LA EDAD M EDIA

Nº 15, 2001, PP. 53-70

El monasterio: síntesis de la vida cultural


e intelectual de la Edad Media

SOLANGE ORTA
Escuela de Bibliotecología y Archivología

RESUMEN
Toda investigación sobre el origen y auge de la vida cultural durante la Edad Media,
debe tomar en consideración el papel del movimiento monacal occidental en el de-
sarrollo de la misma. La comunidad monástica representada en sus diversas órdenes
(agustinianas, benedictinas, cluniacenses, cistercienses y cartujas) asumió el liderazgo
espiritual e intelectual desde la decadencia del Mundo Antiguo hasta el resurgimiento
del fenómeno urbano y el nacimiento de las corporaciones universitarias en el siglo
XII. De esta manera, estos centros religiosos cumplieron una doble función: en primera
instancia, representaron el ideal de renovación cristiana, perfección espiritual y acti-
vidad moral disciplinada por excelencia; y en segundo lugar, ayudaron a preservar
la tradición de la cultura clásica (copia, traducción e iluminación de los textos o manus-
critos griegos y latinos), con la consecuente creación de bibliotecas y scriptorium, así
como centros de enseñanza y del saber, las llamadas escuelas monásticas, las cuales
ejercieron una notable influencia en la aparición de las escuelas catedralicias y de las
universidades.
Palabras clave: HISTORIA D E LA CULTURA , EDAD MEDIA, MOVIMIENTO MONACAL , ESCUELAS
MONÁSTICAS, BIBLIOTECAS, S CRIPTORIUM, COPISTAS.

ABSTRACT:
Any research about the origin and rise of cultural life during Middle Ages, must take
into account the role performed by the monastic movement on the development of
such facet. The several orders comprising the monastic community (Augustinian,
Benedictine, Cluniac, Cistercian and Carthusian orders) assumed the spiritual and
intellectual leadership since the Antique world decadency up to the reapparition of
urban phenomenon and the appearance of university corporations in XII century.
Thus the function of these religious centres was twofold: firstly, they represented the
ideal of Christian renovation, spiritual perfection and discipline-based moral activity
for antonomasia; secondly, they helped to preserve the tradition of Classical Culture
(copy, translation, and illumination of Greek and Latin texts or manuscripts, so brin-
ging the creation of libraries and scriptoriums, as well as teaching and knowledge
centres, that is to say, the called Monastery schools, which exerted a notorious effect
on the emergence of Cathedral schools and also the universities.
Keywords: HISTORY OF CULTURE , MIDDLE AGES, MONASTIC M OVEMENT, MONASTIC SCHOOLS,
LIBRARIES, SCRIPTORIUM, COPYSTS.

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I. GÉNESIS DEL MONACATO Y SU IMPLANTACIÓN EN OCCIDENTE

E l movimiento monacal alcanzó su mayor expansión duran-


te la Edad Media, no obstante sus orígenes se remontan a los pri-
meros siglos del cristianismo, cuando algunos creyentes, siguiendo
los principios de la predicación apostólica, se apegaron al ideal de
tener «...un solo corazón y una sola alma; ninguno llamaba suyo a lo
que poseía, sino que todas las cosas les pertenecían en común a
todos. Vendían sus tierras y sus bienes y repartían el producto de las
ventas entre todos según las necesidades de cada uno...» (Le Goff,
1991:50). Impregnados de este fervor religioso abandonaron las ciu-
dades y sus hogares, se marcharon hacia lugares lejanos y apartados,
renunciando a todo vínculo familiar o de parentesco, al contacto con
los demás, a los lazos de matrimonio y convivencia, y desde allí
comenzaron a practicar de forma privada las reglas establecidas por
los apóstoles.
Por otra parte, era común en esta época que el ejercicio de la
religión se encontrara influenciado por ideas paganas, situación que
tendía a agravarse ante la incapacidad de la Iglesia para enfrentar
tales desviaciones. Conformada esta institución en sus inicios por
un sacerdocio en su gran mayoría con un bajo nivel cultural y moral,
provocó que algunos creyentes se lanzaran a la búsqueda personal
de la salvación de sus almas, recurriendo a viejas costumbres de
mortificación de la carne, tales como la del martirio, hambre o
pobreza.
Oriente fue pionero de este movimiento; en Egipto, Siria y Me-
sopotamia florecieron en el siglo IV las primeras manifestaciones
(desordenadas y convulsas) de escepticismo individualista, las cua-
les fueron ciertamente exageradas, ya que estos cristianos se aparta-
ban del mundo para vivir recluidos en algún yermo o desierto, pri-
vados de todos los servicios, placeres o compañía humana, alimen-
tándose sólo con frutas o raíces (Serrano Poncela, 1977:174). Otros
preferían la quietud de la contemplación, recluyéndose en cuevas,
convertidas en especie de celdas o habitaciones, dedicados por

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completo a la búsqueda de Dios. En el transcurso del tiempo, relacio-


nadas con estas prácticas surgieron dos modalidades: los eremitas o
anacoretas (personas que vivían solas, apartados de los demás) o los
cenobitas (que propugnaban una vida común). En este sentido la
palabra monje, derivada del griego monos, es decir, solo, solitario,
adquirirá significado en el mundo cristiano.
Esta modalidad llegó a Occidente en el momento que Roma, la
Ciudad Eterna sucumbía ante los llamados pueblos bárbaros (476).
Importantes representantes del mundo cristiano como san Jeróni-
mo, Rufino y Juan Casiano, entusiasmados por las experiencias de
sus peregrinaciones a los desiertos de Egipto y Siria iniciaron «...una
propaganda literaria a favor del nuevo movimiento que tuvo enor-
me éxito en el Occidente latino y el Oriente bizantino» (Dawson,
1952:52). De hecho, Juan Casiano logra sintetizar en sus «Institucio-
nes y colaciones», el espíritu del monasticismo oriental, como el úni-
co modelo capaz de garantizar, por su estructura organizativa y
renuncia de su militancia a los bienes y placeres de la vida terrenal,
la perfección divina. Este texto cargado de un alto sentido didáctico
se va a convertir en una guía para aquellos, que como el propio
Casiano, intentaban constituir estas comunidades a lo largo de la
Galia Meridional, la Península Ibérica y Bretaña.
Por su parte san Agustín (354-430), autor de las reglas monás-
ticas más antiguas, en su obra De Opera Monachorum va a ser quien
supere la libre iniciativa escéptica que había acompañado el movi-
miento monacal en sus inicios, tanto en Oriente como en Occidente,
dotándolo de un criterio de disciplina y obediencia. Inspirado en el
ideal de vida común de la Iglesia primitiva logró combinar esta tra-
dición con el sacerdocio. Las reglas de san Agustín pueden reducirse
a tres: en la primera se ocupó de regular las horas canónicas, en la
segunda se contemplaban las obligaciones de los monjes respecto al
orden teológico y moral y la tercera regía algunos aspectos de la vida
cotidiana en el recinto (Bango, 1990:6). Para el siglo V más de veinte
cenobios africanos practicaban las normas agustinianas e igual-
mente la misma cantidad en la Europa cristiana. De esta manera la

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comunidad monástica se perfila como una institución autónoma,


regulada y abocada a la actividad cristiana. El monje se recluye en
ella, no sólo para la búsqueda de Dios y la salvación de su alma sino
también para vivir en un mundo de tranquilidad y paz.
Pero será San Benito de Nursia (480-549), creador de la Regula
Sancti Benedicti el organizador del monasterio como centro de vida
social y cooperativa, y por supuesto religiosa. Redactada de forma
sencilla y ordenada, contentiva de setenta y tres capítulos, logró con-
vertirse en el código universal de los monjes occidentales, gracias a
tres elementos fundamentales: en primer lugar, su sentido eminen-
temente práctico, pues mientras otras reglas de la época sólo tocan
algunos puntos de la actividad monacal, ésta regula todos los aspec-
tos de la vida en común: oración, comida, descanso, trabajo manual
e intelectual, en el tiempo y en el espacio; en segunda instancia, así
como es religiosamente inflexible, como guía es moderada y tole-
rante, es un tesoro de sabiduría espiritual y humana, que propugna
la sobriedad, discreción y obediencia del individuo, acompañado de
un profundo amor a Dios y por último, su capacidad de armonizar
la labor contemplativa con la actividad manual; de hecho, los mon-
jes en su quehacer diario debían orar y trabajar de manera equili-
brada.

II. LA S ÓRDENES MONÁSTICAS : EXPRESIÓN D E RENOVACIÓN ESPIRITUAL Y


DISCIPLINA RELIGIOSA

Es importante destacar que el monasterio benedictino se erigió


como una sociedad independiente, ubicada generalmente en sitios
apartados y solitarios, bajo la administración de un jefe: el abad (pa-
dre). Internamente estaba organizado de manera tal que los monjes
pudieran cumplir todas sus obligaciones (espirituales y manuales)
sin salir de sus instalaciones; el claustro, el refectorio, la iglesia, los
dormitorios, entre otras dependencias, constituían la esencia del
mismo.

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Además era indispensable la existencia de agua, molino, galli-


nero, horno, granero, huerto y bosque. De esta manera el monasterio
se va a convertir en uno de los pilares fundamentales de la nueva
estructura socio-económica de la Europa medieval.
Aunque a la muerte de san Benito, sucedida en el año 547, eran
ya doce las fundaciones existentes, el benedictismo va llegar a
convertirse en un símbolo de la cristiandad tras el apoyo brindado
por el papa Gregorio «El Grande» y el emperador Carlomagno. Per-
sonalmente, el primero de ellos escribió una biografía sobre este
santo destacando su modo de vida (obra que alcanzó una altísima
difusión para la época), adquiriendo así dicha orden y su Regla,
además de un gran prestigio, la misión apostólica de evangelizar a
los llamados pueblos bárbaros del Norte y del Oeste... «Fue en Roma
donde la tradición benedictina se combinó con la tradición litúrgica
de los monasterios romanos, a los que se le debe la composición de
los oficios litúrgicos y la música de las grandes basílicas...» (Dawson,
1952:55).
Por su parte, Carlomagno ordenó copiar y distribuir esta Regla
por todos los monasterios del imperio, obligando a los mismos a su
fiel cumplimiento. Así, desde los predios del poder político repre-
sentado en la figura del Emperador y desde el ámbito de la curia
romana, el movimiento monacal profundizó sus raíces en Europa:
Francia, Germania, España, Irlanda e Inglaterra son un claro ejem-
plo de ello, produciéndose un paso importante en la unificación es-
piritual y religiosa de la cristiandad occidental.
Tras la muerte de su fundador, el esplendor de la cultura caro-
lingia se sumió en una profunda crisis de la cual no escapó la institu-
ción monástica. A esto se suman las constantes incursiones de los
pueblos bárbaros (visigodos, sarracenos y mangiares) en los terri-
torios del Imperio, destruyendo y arrasando lo que encontraban a su
paso (Oakley, 1980:86).
Tales circunstancias históricas lograron interrumpir por un lar-
go período el proceso de fundación de estas comunidades. La nueva
obra de refundación y restitución de las mismas será liderada a

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partir del siglo X por parte del poder local, sea un obispo, clérigo,
señor rey o por el central: el Papa.
Un ejemplo lo constituye la fundación del monasterio de Cluny
(Borgoña, 910), por parte del duque Guillermo de Aquitania, con-
juntamente con el monje Berdon. Esta orden se convertiría en poco
más de un siglo en la congregación religiosa de mayor prosperidad
de la cristiandad occidental, agrupando a un centenar de monaste-
rios desde Inglaterra hasta Italia. Igualmente significó en gran me-
dida una vuelta al espíritu y a la Regla de San Benito. No obstante,
a diferencia de los benedictinos, ésta potenció la oración litúrgica
como casi la única actividad a realizar por el monje, en detrimento
del trabajo manual e intelectual. Reforzaron la celebración coral de
la eucaristía, incrementaron el número de horas para la oración e
incorporaron los rezos para la salvación de las almas de los difuntos.
Por su parte Cluny creó un sistema organizativo centralizado y
jerárquico, compuesto por una cantidad de recintos, los cuales se
regían por el abad, de la casa madre. Cada uno de ellos se dividía en
prioratos, manteniendo una dependencia legal de Cluny. Desde allí
eran designados los prelados ordinarios, se efectuaban constantes
visitas de supervisión a fin de mantener las costumbres y el buen
funcionamiento, así como se les exigía el pago de un censo anual,
entre otros requerimientos. A la par de dicha estructura, esta orden
rechazó la intromisión de los poderes locales (condes, príncipes o
señores feudales) o eclesiástico (obispos) en su vida interna u orga-
nización administrativa; de hecho, desde el año 988, alcanzó su
autonomía pasando sólo a depender del poder pontificio romano. A
partir de entonces los papas tuvieron un fiel aliado para ampliar el
radio de acción del cristianismo e introducir importantes reformas
litúrgicas en la Europa de entonces.
La mayoría de estos monasterios contaron desde sus inicios
con una gran cantidad de tierras, huertos, granjas, bosques y viñas
para la explotación agrícola y ganadera, actividades que eran reali-
zadas por campesinos o jornaleros, ya que los monjes estaban entre-
gados a la oración. Dichas propiedades tendieron a aumentar

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debido a las donaciones que recibían por parte de los nobles y de la


propia curia romana. De esta forma, la comunidad cluniacense va a
lograr una gran prosperidad económica, llegando a contar sus
abades con un poder superior los propios reyes.
Precisamente tal prosperidad les permitiría realizar impresio-
nantes obras arquitectónicas, así como atesorar los más hermosos
objetos santuarios de la época. En sus recintos trabajaron ingeniosos
artistas (escultores, arquitectos y artesanos), provenientes de lo más
selecto de la sociedad medieval.
Ahora bien, esta experiencia comenzó a mostrar síntomas de
agotamiento desde principios del siglo XII. Por un lado, el excesivo
centralismo, el cual hacía descansar todo el funcionamiento de los
diversos centros y sus propiedades en la figura del abad de la casa
matriz, si bien les permitió aumentar su influencia en un vasto
territorio que carecía de fronteras (como si fuera un Estado Feudal),
limitó la independencia de las distintas casas, paralizando así toda la
orden, y por el otro, el amor a la vida terrenal, el lujo y la opulencia
alcanzada terminaron minando la conciencia del monje cluniacense
e incidieron en la baja de la pureza moral y religiosa de estas comu-
nidades. Apareció entonces la necesidad de una reforma más pro-
funda que tendiera a rescatar realmente las normas benedictinas;
para ello surgieron en la época nuevas propuestas cenobitas.
El monje Roberto, del monasterio benedictino de Molesnee,
acompañado de varios seguidores decidió retirarse a los cenegales
de Citeaux (Borgoña) y fundar en 1098 el Císter. Esta nueva funda-
ción velaría porque la vida del monje transcurriera de manera equi-
librada entre la oración, los servicios religiosos, la lectura meditada
y el trabajo manual. Además, para romper con la opulencia impues-
ta por Cluny estaba prohibido el lujo en el vestido, la vivienda y la
comida.
Debido a la fama que alcanzó esta pequeña comunidad atrajo la
atención de muchos creyentes ansiosos por participar en esta empre-
sa espiritual, tal es el caso del inglés Esteban Harding, quien se en-
cargaría de reunir en su obra Cartas de la Caridad (1120) el ideario de

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estos monjes reformadores. El contenido de este texto, además de


reglamentar el horario y hábitos de los monjes, abogaba por el esta-
blecimiento de los nuevos recintos en lugares apartados de las ciu-
dades y de las rutas comerciales a fin de que sus miembros pudieran
vivir en total penitencia y retiro espiritual. A diferencia del férreo
centralismo de Cluny, se impuso un sistema federativo de funcio-
namiento, sustentado en la unión de cada monasterio a una de las
cinco casas fundadoras (Claraval, Montigny, La Ferté, Morimond y
Citeaux), y respaldado por un cuerpo legislativo y judicial, que junto
a las visitas que los abades principales realizaban anualmente a las
casas «hijas» aseguraban la cohesión y funcionalidad interna de la
orden.
En cuanto al sistema económico también se impusieron refor-
mas importantes; por ejemplo, decidieron tomar tierras solitarias o
en donación, así como viñas, prados, bosques y fuentes de agua para
hacer el trabajo agrícola, incorporando al paisaje la cría de ganado,
apertura de caminos, construcciones de puentes, molinos de viento
e hidráulicos. Por lo demás, contrataron para las labores de cultivo
así como para la administración de las unidades de producción
agraria a jornaleros y gente creyente, con el propósito de evitar que
los monjes cayeran en la tentación del afán terrenal.
Esta organización estimuló la fundación de un sinfín de monas-
terios, más aún de lo que había hecho Cluny, desde Inglaterra hasta
Tierra Santa. En 1113 existían 69 cenobios masculinos, veinte años
después ya eran 343 y al finalizar la Edad Media son 742 (Bango,
1990:37), a los que debemos agregar aquellos dedicados a las
monjas.
La ascesis eremítica y el amor a la pobreza se encontraban en las
propias raíces del monacato, por ello, a la par de la experiencia cis-
terciense, se levantó la orden de los cartujos «... que con el manteni-
miento de una rígida austeridad, fue la única que tuvo necesidad de
reformarse a lo largo de su historia« (Claramunt, 1992:194). Funda-
da en 1084 por San Bruno, en un lugar montañoso y solitario, a vein-
ticuatro kilómetros de Grenoble, teniendo que ser abandonada

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debido a las constantes avalanchas de nieve, refundada posterior-


mente más abajo del mismo lugar por Guido I con el nombre de la
Gran Cartuja, esta orden de carácter contemplativo asumirá la regla
benedictina como fundamento y principio de vida.
Compuesta por un reducido número de miembros, sólo podían
albergar en sus recintos a doce miembros y a su prior, «...cada monje
debía vivir en una celda individual. Diariamente se reunían para la
misa y para la oración de maitines y vísperas; el resto de las horas,
cada monje rezaba en soledad. Los domingos y ciertos días festivos
comían en comunidad y podían reunirse en la sala capitular, más
tarde se les permitió hablar durante una hora a la semana, mientras
paseaban por el claustro (...) los cartujos, obligados a trabajar según
sus estatutos [Consetuidines, 1127], únicamente lo pueden hacer en
su propia celda y en el minúsculo huerto de su entorno...» (Bango,
ob. cit: 67-68).
Aunque el aislamiento, la austeridad y la poca capacidad de
sus recintos, limitaron notablemente los alcances sociales de los car-
tujos, los mismos contaron con el apoyo de reyes, príncipes, merca-
deres y señores feudales, quienes albergando la esperanza de que las
largas horas de oración por parte de estos monjes pudieran otorgar-
les en vida y después de la muerte la salvación de sus almas «mun-
danas», invirtieron grandes recursos en la construcción de sus igle-
sias y mausoleos, así como en la dotación de importantes obras y
objetos de artes.
Sin duda alguna la historia del movimiento monacal es la his-
toria de una serie de restauraciones espirituales, de intentos de reno-
vación cristiana que nacían bajo la iniciativa individual pero termi-
naban cristalizando en experiencias de tipo colectiva. Cada orden
monástica, en menor o mayor medida contribuyó en la instauración
de la disciplina de la vida religiosa en Occidente, y a través de sus
diversas fundaciones expandieron la fe católica hasta los más remo-
tos confines de Europa; por supuesto, este último aspecto fue posi-
ble gracias a la temprana alianza efectuada con el poder espiritual y
temporal.

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Si bien el monasterio continuó siendo el espacio que garanti-


zaba el ejercicio de la vida perfecta, los votos de silencio, el aleja-
miento del mundo, la renuncia a todos los bienes materiales, la ora-
ción y la ascesis eran el camino seguro para encontrar a Dios, a me-
diados del siglo XII el esquema monástico entró en crisis. Factores de
carácter interno unidos a los cambios económicos, sociales y polí-
ticos que comenzó a experimentar Europa ya desde mediados del
siglo XI, contribuyeron a su decadencia. El mundo cristiano estaría
abierto para la proliferación de otros movimientos religiosos, entre
ellos los mendicantes.

III. LOS MONASTERIOS: CENTROS DE SABER Y VIDA CULTURAL

La irrupción de los pueblos bárbaros en la Europa Occidental


en las primeras décadas de la Edad Media constituyó un factor
desestabilizador de la vida social y cultural de la época; de hecho se
produjo una decadencia de la cultura urbana latina y una ruptura
con la tradición clásica. En este contexto, van a ser los monasterios,
con su rígida estructura interna, autonomía económica y persistente
aislamiento rural, los llamados a restaurar el mundo intelectual de la
cristiandad.
En la tradición benedictina se aprecian dos componentes de la
vida monástica: el Opus Dei u oficio divino, centrado en los rezos y
cantos (oraciones compuestas de salmos, himnos, responsorios, lec-
turas, etc.) de las horas litúrgicas, las cuales reúne a los miembros de
la comunidad en el coro de la iglesia durante varias horas al día y lo
que respecta a la Lectio Divina, lectura atenta y meditada de la Biblia
y de los textos cristianos de los primeros padres de la Iglesia. «... Para
los monjes en su conjunto es un texto el primer instrumento de las
buenas obras, aquel que le permite la lectura meditada de la palabra
de Dios...» (Lecrerco, 1965:29). Ambos aspectos, la liturgia y la lec-
tura divina, requerían que en el monasterio existieran libros, que a
su vez pudieran ser leídos y escritos, así como escuelas donde fueran
instruidos aquellos que carecían de esta habilidad.

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Es importante destacar que para San Benito la Lectio Divina


comprendía la Meditatio. Entendiendo que el significado de meditar
iba más allá de lo que usualmente se asociaba con dicha práctica,
como era el reflexionar o discurrir, implicaba más bien una orienta-
ción de orden práctico y moral: «...se trata de pensar una cosa con
vista a su posible realización o, de otra manera, prepararse en ella;
prefigurarla en espíritu; desearla; realizarla en cierto modo por
adelantado; ejercitarse, en fin, en ella» (ob. cit.: 28). En este sentido se
cumplía un ciclo que se iniciaba con la lectura en voz alta (como se
hacía tradicionalmente en la Antigüedad y durante toda la Edad
Media) en forma tal que se escucharan y pensaran las palabras que
se decían con los labios; así, pronunciando las palabras sagradas, en
un murmullo casi espiritual que llegaba a lo más interior, se fijaban
en la memoria, se aprendían. De esta manera la meditación, es decir,
la repetición oral de los textos sagrados, constituía la premisa
necesaria de la Lectio Divina.
Desde este punto de vista la vida monástica se perfila desde sus
inicios como una vía de crecimiento intelectual. Para Benito de Nur-
sia, al igual que para sus seguidores, el monasterio era una escuela
al servicio del Señor. Allí se recibía una enseñanza elemental con
miras a satisfacer las necesidades inmediatas: conocer y leer la Bi-
blia, aprender de memoria los salmos, oraciones o pasajes de la vida
de Cristo o de los apóstoles.
Aquí se incorpora la figura del monje educador, los maestros
que tenían como función enseñar a leer, escribir e impartir conoci-
mientos de las artes y ciencias indispensables para la comprensión y
seguimiento de la tradición religiosa. Tal enseñanza se extendió pos-
teriormente a los obispos, reyes, nobles, mercaderes y señores feu-
dales que acudían allí en busca de conocimiento o de la prestación de
alguna asesoría o servicio. Bajo esta dinámica se instaura en el mo-
nasterio el sistema de escuelas para la educación y formación de la
comunidad cristiana.
Este proceso va a alcanzar un importante impulso con la figura
de Casiodoro (490-580), autor de las Instituciones de las Letras Divinas

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y Humanas. Este monje benedictino propone formalmente un pro-


grama de estudio para los miembros de la orden, que comprendía no
sólo el estudio de los escritos bíblicos sino también el de las artes
liberales. El latín era la lengua sagrada de la liturgia y de la Biblia;
para que se pudiera manejar con destreza, era conveniente que los
monjes en primera instancia aprendieran a leer y escribir correcta-
mente, luego adquirieran profundos conocimientos de gramática y
ortografía, así como de literatura e historia. Era menester también el
corregir textos y hacer comentarios sobre su significado interno. A
fin de enfrentar eficazmente estos nuevos retos era indispensable la
ampliación del patrimonio bibliográfico del monasterio, y junto a la
existencia de los textos sagrados, se produjo la incorporación de
obras provenientes de los autores clásicos; de hecho el mismo Casio-
doro recomendaba leer a Virgilio, Ovidio, Lucrecio o pasearse por
los escritos de Aristóteles, Galeno o Hipócrates. En este contexto, las
bibliotecas adquirieron un espacio primordial en el ámbito del
monasterio. Allí los libros se guardaban en armarios de madera en
los que descansaban tumbados sobre los antepaños, clasificados
siguiendo la tradición romana; se ordenaban por secciones: las sa-
gradas escrituras, los latinos y los griegos. Este lugar permanecía
bajo la administración de un monje el cual era conocido por diversos
nombres: antiquarius, bibliotecarius, notarius o secretarius, previa
juramentación por parte del abad. Este pasó a ser el segundo perso-
naje más importante dentro de la estructura monacal, tanto es así
que era el encargado «...de la documentación (...) de la producción
de los libros, de la corrección de los textos y de su conservación.
Dirigía la lectura de los monjes y señalaba las obras que debían ser
leídas en voz alta durante las comidas y las reuniones de la comu-
nidad» (Escolar, 1990:180).
Por otro lado, para Casiodoro está previsto el trabajo manual de
los monjes, consistente sobre todo en las artes, y entre las principales
estaban la de copiar, traducir e iluminar libros y manuscritos, tanto
antiguos como contemporáneos. El contenido de los mismos, según
la nueva realidad, podía ser de naturaleza religiosa, literaria, filosó-

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fica o histórica (De Hamel, 1999:4-5). Esta labor se realizaba en una


amplia sala donde se podía distinguir el scriptorium, mesa de escri-
torio donde se copiaban los manuscritos y el armarium, mueble
donde se guardaban los códices a copiar. Pero realmente con el
transcurrir del tiempo, este espacio se convirtió en una verdadera
fábrica de confeccionar libros, tarea a la que se le dedicaban muchas
horas de trabajo y destreza manual e intelectual. Allí, los monjes
estaban abocados a realizar diversas tareas como: jefes de taller, co-
pistas, correctores, traductores, pintores, iluminadores y encuader-
nadores. Hermosos ejemplares bien presentados y elaborados iban a
parar a manos de los miembros de la congregación o bien a satisfacer
peticiones de particulares. Bajo este impulso, los monasterios
contribuyeron desde la temprana Edad Media a la preservación,
conservación y difusión no sólo de la literatura religiosa, sino tam-
bién de las obras de la Antigüedad Clásica.
Durante la época carolingia (VII-IX) se produjo la consolida-
ción de la cultura monástica, la cual tuvo una notable influencia en
el crecimiento de la producción literaria, el desarrollo de las biblio-
tecas y de los centros de enseñanzas, dirigidos tanto a los hombres
del mundo religioso como a los laicos. Es importante destacar que
esta dinastía, representada sobre todo en la figura de Carlomagno,
asumió la defensa de la unidad de la Iglesia y contribuyó notable-
mente en la expansión de la fe católica más allá de las fronteras de su
imperio (franco), sobre todo entre los pueblos germánicos y los nór-
dicos, a través de la fundación de una sólida red de sedes episcopa-
les y recintos monásticos en estos territorios.
Internamente se dispuso a poner en orden la vida religiosa, de
allí que llevó a cabo profundas reformas en el campo de la doctrina,
la moral y práctica del culto. Entre las iniciativas emprendidas se
encuentra la restauración de la liturgia; para ello había que comen-
zar por limpiar los textos sagrados, los cuales «...estaban escritos en
un latín muy incorrecto, cuya ortografía era variable y la puntuación
era defectuosa. No se sabía leer ni transcribir el latín; las copias eran
tan malas que Carlomagno hizo destruir casi todos los manuscritos
y ordenó no se conservaran sino los mejores...» (Leclerco, 1965:56).

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Para lo cual era necesario elaborar o construir un latín menos vigo-


roso que el de la Antigüedad; se recurrió para ello a la tradición
irlandesa, que por razones históricas había conservado la pronun-
ciación clásica combinándola con las peculiaridades de la época, lo
que hacía particularmente a esta lengua más flexible, ligera y com-
prensible (Dhondt, 1971:326). Seguidamente, Carlomagno dispuso
que se recogieran los manuscritos dispersos en diversas abadías,
iglesias, catedrales y otros centros religiosos, principalmente aqué-
llos que correspondían a las obras litúrgicas, bíblicas y santoriales, a
fin de que especializados copistas (monjes) los transcribieran correc-
tamente, para luego ser redistribuidos a lo largo de la cristiandad.
Esta labor fue complementada a través del rescate, copia, res-
guardo y conservación de los textos de los Padres de la Iglesia y de
aquellos provenientes de autores griegos y latinos. Los fondos biblio-
gráficos de la corte imperial, así como de las bibliotecas de principales
centros monásticos, se alimentaron con títulos de autores paganos
tales como Virgilio, Cicerón, Juvenal, Ovidio, Horacio, Lucano, Sue -
tonio, igualmente de los cristianos entre los que destacan: Justino,
Minucio Felix, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes,
Gregorio Magno, Agustín de Hipona, etc. Para el momento se produjo
también un renacimiento de las obras escritas ente los monjes cerca-
nos a este movimiento de restauración, este esfuerzo estuvo dirigido
sobre todo al ámbito de la gramática: Alcuino de York, Benito de
Aniano y Esmaragdo (abad de St. Mihiel), son una muestra de ello.
Por otra parte, Carlomagno hizo venir a su corte desde todos
los confines de la cristiandad a las mentes más lúcidas del momento:
Paulo Diácono (italiano del norte), Alcuino de York (anglosajón),
Benito de Aniane y Teodulfo de Orleans (ascendencia hispana) y los
irlandeses Sedulio Escoto y Escoto Erígena (Claramunt, 1992:90).
Todos ellos participarían en el programa de renovación cultural
emprendido por el Emperador: la depuración del latín, la construc-
ción de modelos únicos de caligrafía oficial para manuscritos y do-
cumentos, unificación y revisión de los textos bíblicos y ampliación
de los reservorios bibliográficos de la época.

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EL MONASTERIO: SÍNTESIS DE LA VIDA CULTURAL E INTELECTUAL DE LA EDAD M EDIA

En esta línea de acción, Carlomagno se propuso la organización


de la educación pública; de hecho, mediante decreto ordenó que las
escuelas monacales fueran abiertas tanto para aquellos que aspira-
ban a la vida cenobita y sacerdotal como a los del mundo laico, sobre
todo los pertenecientes a las más prestigiosas familias nobles. Pero
quizás su obra más importante la desarrolló al lado de Alcuino (735-
804). Este intelectual, formado en el monasterio de York, que a peti-
ción de Carlomagno organizó la Escuela Palantina. Centro de ense-
ñanza ubicada en la residencia real a la cual acudían los diversos
miembros de la corte, en especial los niños y los jóvenes para apren-
der a leer y escribir, así como también seguir estudios superiores del
trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética,
geometría, astronomía y música), bajo la tutela profesoral de los
intelectuales anteriormente mencionados. Ahora bien, los alcances
de esta institución llegaron más allá de ser un simple espacio para el
estudio, realmente en ella «...por primera vez en la Edad Media,
sabios y nobles, juristas y eclesiásticos, se encontraban en el campo
común de las humanidades y de la discusión racional...» (Dawson,
1952:74).
A esta época de florecimiento cultural, estabilidad política y
económica le siguió un período de violencia destructiva impuesta
tras la llegada de una nueva horda de pueblos bárbaros que se ex-
tendió desde el bajo Danubio hasta la Europa del Centro y del Sur
(Italia Septentrional). El imperio carolingio, así como otros núcleos
de poder sucumbieron; en forma similar los monasterios se vieron
arrastrados por un cuadro de desolación y ruina del cual costaría
levantarse; no obstante, el esquema monástico «...ofrece la fascina-
ción de un modelo alternativo al desorden reinante y conserva pese
a todo una capacidad de formación cultural y de organización
económica y civil del territorio que hacen de él el privilegiado punto
de partida para una lenta recuperación...» (Le Goff, 1991:61). De he-
cho, se produjo un resurgimiento de estos recintos con nuevos aires
de renovación, pero al igual que en el pasado, mantendrán la misma
herencia de la Regla benedictina, y continuarán ejerciendo su papel

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como centros de resguardo, conservación y transmisión de la cultu-


ra clásica. Hasta que la propia dinámica del desarrollo comercial,
auge y expansión de la vida urbana y la aparición de las corpora-
ciones universitarias sellen el nacimiento de la intelectualidad laica,
a finales del medioevo.

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EL MONASTERIO: SÍNTESIS DE LA VIDA CULTURAL E INTELECTUAL DE LA EDAD M EDIA

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