¡Cuando Mosca suba! Guillermina, enero 21 de 1920 – Acabo de conocer el valor de una esperanza humilde. Cuanta belleza y qué enorme representación ideológica admiré en tres palabras, pronunciada en este atardecer sin matices.
¡Cuando Mosca suba!
Por la picada, camino al corazón del monte, el silencio adquiere color y
las cosas transfiguran su aspecto. Impenetrable como conciencia en dolor, lo inmenso ofrece su parte muerta: la exterioridad; ocultando lo interior que es fuerza, porque celosa del hombre pretende sujetarlo en la emoción y en el encanto.
Es verde el silencio, verde-oscuro y tira hacia arriba como labor proficua;
entusiasma su terca constancia y parece incitar a mejores propósitos. Vete viajero idealista que llevas en las manos la prueba de tu holgazanería y en los ojos el motivo de tu ocasional llegada. Vete, le repiten cien mil troncos, duros como gesto desesperado; aquí el hombre es un misterio como nosotros; contra él luchamos y nos vencemos a la vez; me quita del medio, a golpes de hacha, incompasivo y sin tregua; nosotros le arrancamos los pulmones, le destrozamos el pecho, le anulamos las ideas, le robamos su derecho humano y social y nos vamos con él rumbo a la nada, por vías distintas pero ¡ay! de igual medida y de objeto idéntico.
El quebracho, la espina corona, el guayacán, el petiriby y otros cien
exponentes de la riqueza del norte santafesino, que quisieron negar los insolentes y los apocados, forman en el monte una gran familia solidaria, útil y formidable. Como escondido y en actitud de lucha, herramienta en mano, sudoroso imposible distinguir la carne bajo la capa de alimañas que la cubre, el hachero resopla sus movimientos, cada hachazo es una descentralización, homicida o suicida, quien sabe, lo cierto es que el eco se quiebra contra el tronco hachado y nadie oye ni ve ese terrible expirar, lento y desesperante, acusador y antipatria.
Fue en medio del monte la escena breve y murmurada. El mancarrón
temblaba, impotente su cola para defenderse contra el ataque de los bichos; los caranchos sabíanse más libres allí, donde el hombre es prisionero. Se extendía una como larga cinta de luz, permitida por los huecos de la arboleda. Frente a mí el peón cansado. Sus ojos eran como dos focos de brillo rápido, parpadeaba con pereza; salía de su cuerpo un olor acre y violento.
Apoyada en el hacha la cabeza reclinada, manso todo él y vencido por
añadidura, ¡qué diferente a los hombres que en la ciudad pasean sus honores conquistados en horas fáciles y calculadas”
–¿Cómo va amigo?
–Ya ve señor. Trabajando.
–Un poco fuerte el trabajo, ¿verdad?
–Así es, señor.
Y ambos quedamos mudos. Él esperando algo que no sabía comprender;
yo desando expresar lo que nunca había sufrido. Al rato cuando casi me disponía a preguntar por sus compañeros, él rompió el silencio y dijo:
–¿Viene por Mosca?
Me quedé sorprendido. ¿Cómo lo había adivinado? La intuición es una
realidad, acaso el saber tosco y prefecto comunicado por la naturaleza. El caso es que a mi respuesta: sí, amigo; el peón del orgullo nacional pareció cobrar aliento.
¡Cuando suba Mosca! y los ojos le brillaron más intensivos, el pecho se
infló con más libertad, se pasó la mano por la frente haciendo desprender gruesas gotas de sudor.
–¿Le gusta que suba Mosca?
–Ya lo creo –añadió, –¡puede ser que no suframos tanto!
Y empuñó de nuevo el hacha y de nuevo el resoplar se dejó oír…
Si este peón le comunicara a sus compañeros su íntima esperanza, les
dirá que yo le abracé en medio de la imponente majestad del silencio afiebrado de bien y de justicia, apartando el corazón y la cabeza de la áspera jornada realizada entre pantanos e insectos, buscando un poco de bondad para los pobres compatriotas que habitan en los montes santafesinos.