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El
cerco de la ciudad no ha dado el fruto que los griegos pretendían; las murallas han resistido
perfectamente protegiendo la ciudad de la invasión.
Las batallas se han ido sucediendo invariablemente así como los pequeños triunfos y las derrotas, y
por supuesto, las muertes. Patroclo, Héctor, Áyax, y Aquiles; sí, también el mismísimo Aquiles, el
querido y protegido de los dioses, la encarnación misma del héroe; han muerto.
Pero ahora ya, después de tanto tiempo, el resultado final se vislumbra, se intuye. La desesperanza
que va cundiendo entre los griegos alimenta el cada vez más esperanzado y justificado optimismo
de los troyanos. El final se aproxima y el desenlace comienza a reconocerse claramente por todos
los combatientes.
Y sin embargo, ya sabemos cómo terminó todo; y además también conocemos al principal
responsable de ese giro inesperado de la situación. Ulises, el genial Odiseo, el taimado rey de Ítaca,
idea el ardid último y definitivo que marcará la destrucción de Troya.
Una mañana, los troyanos se despiertan con una inmensa sorpresa; la tan esperada victoria. Los
griegos han levantado el asedio y sus campamentos, abandonando la playa ocupada por tantos años.
Cuando hasta el día de ayer aún eran miles, ahora no se ve ni a uno solo de ellos.
Y además, ocupando casi todo el espacio ahora vacío el reconocimiento final de la derrota griega:
grande casi como una montaña, un enorme caballo de madera, con una inscripción en uno de sus
flancos:
Con la agradecida esperanza de un retorno seguro a sus casas después de una ausencia de nueve
años, los griegos dedican esta ofrenda a Atenea».
Los troyanos, con una alegría desbordante, deciden, casi por aclamación, introducir el tributo en la
ciudad para rendir con él los honores debidos a los dioses protectores.
Viendo impotente el nulo eco de sus palabras, intenta él mismo, con sus propias manos y fuerzas,
llevar a cabo lo propuesto; arroja desesperadamente unas teas encendidas contra el envenenado
regalo. Y es entonces cuando los dioses deciden intervenir en su contra: dos enormes serpientes
salen del mar, bajo las órdenes de Atenea, matando al sacerdote y a sus dos hijos.
Algunos dicen que los monstruosos reptiles se lanzaron directamente hacia sus hijos, y Laocoonte
acudió valerosamente en su ayuda, terminado asimismo muerto en medio de una profunda
desesperación.
Los artistas más reconocidos y expertos de la época se reunieron y tras arduas deliberaciones, no
exentas de polémicas, se decidió que el brazo tendría que ir extendido, estirado.
El pintor Tiziano y sobre todo Miguel Ángel tenían al respecto una opinión contraria: el brazo
tendría que estar flexionado hacia atrás, e incluso el segundo de ellos hizo una reconstrucción del
brazo que nunca llegó a colocarse.
El papa Julio II adquirió la obra, de la que con posterioridad se fueron haciendo diferentes
reproducciones.
Pero unos siglos más tarde, a comienzos del siglo XX, un arqueólogo, visitando una tienda de
antigüedades, encontró un fragmento, precisamente un brazo, que se dibujaba en posición
flexionada. Lo identificó como el brazo que faltaba a la escultura original. Miguel Ángel tenía razón.
Y en los años 50 se restauró la figura ahora ya con su brazo original.
El Greco, Laocoonte, 1608-14
Una magnífica página web, donde aparece reseña y estudio de la obra muy amplia y detalladamente:
http://domuspucelae.blogspot.com/2010/08/visita-virtual-grupo-de-laocoonte-y-sus.html