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Estamos en la guerra de Troya que dura ya más de nueve intensos e inmensos, eternos años.

El
cerco de la ciudad no ha dado el fruto que los griegos pretendían; las murallas han resistido
perfectamente protegiendo la ciudad de la invasión.
Las batallas se han ido sucediendo invariablemente así como los pequeños triunfos y las derrotas, y
por supuesto, las muertes. Patroclo, Héctor, Áyax, y Aquiles; sí, también el mismísimo Aquiles, el
querido y protegido de los dioses, la encarnación misma del héroe; han muerto.
Pero ahora ya, después de tanto tiempo, el resultado final se vislumbra, se intuye. La desesperanza
que va cundiendo entre los griegos alimenta el cada vez más esperanzado y justificado optimismo
de los troyanos. El final se aproxima y el desenlace comienza a reconocerse claramente por todos
los combatientes.

Y sin embargo, ya sabemos cómo terminó todo; y además también conocemos al principal
responsable de ese giro inesperado de la situación. Ulises, el genial Odiseo, el taimado rey de Ítaca,
idea el ardid último y definitivo que marcará la destrucción de Troya.

Una mañana, los troyanos se despiertan con una inmensa sorpresa; la tan esperada victoria. Los
griegos han levantado el asedio y sus campamentos, abandonando la playa ocupada por tantos años.
Cuando hasta el día de ayer aún eran miles, ahora no se ve ni a uno solo de ellos.
Y además, ocupando casi todo el espacio ahora vacío el reconocimiento final de la derrota griega:
grande casi como una montaña, un enorme caballo de madera, con una inscripción en uno de sus
flancos:

Con la agradecida esperanza de un retorno seguro a sus casas después de una ausencia de nueve
años, los griegos dedican esta ofrenda a Atenea».

Los troyanos, con una alegría desbordante, deciden, casi por aclamación, introducir el tributo en la
ciudad para rendir con él los honores debidos a los dioses protectores.

Fotograma de la película Troya (2004)


de W. Petersen

Casi por aclamación porque dos personas no participan de la irrefrenable algarabía:


La enigmática Cassandra, que sabedora de todos los designios, ya había predicho, tan infructuosa
como desdichadamente, la destrucción final…
Y en esos mismos momentos, en plena celebración, un hombre que, en medio del tumulto, da unos
pasos adelante para intentar frenar lo que ya no tiene freno: LAOCOONTE, el sacerdote del templo
de Apolo, que alerta a los troyanos de la posible trampa y reclama la destrucción de la aparente
ofrenda.
Sus palabras probablemente aún hoy resuenen en los oídos de algún troyano, en cualquier lugar que
esté:
Desconfío de los griegos aún cuando traen regalos

Viendo impotente el nulo eco de sus palabras, intenta él mismo, con sus propias manos y fuerzas,
llevar a cabo lo propuesto; arroja desesperadamente unas teas encendidas contra el envenenado
regalo. Y es entonces cuando los dioses deciden intervenir en su contra: dos enormes serpientes
salen del mar, bajo las órdenes de Atenea, matando al sacerdote y a sus dos hijos.
Algunos dicen que los monstruosos reptiles se lanzaron directamente hacia sus hijos, y Laocoonte
acudió valerosamente en su ayuda, terminado asimismo muerto en medio de una profunda
desesperación.

El destino de Troya quedo, de este modo, definitivamente marcado.

J.G. Trautman, La caída de Troya,


Una fría mañana de enero del año 1506 se encontró en un viñedo de las cercanías de Roma unos
fragmentos, nueve en total, de una escultura.

Cuando fue debidamente reconstruida se convirtió en un verdadero acontecimiento porque, en un


ya plenamente consolidado Renacimiento, se celebró como la recuperación del legado artístico
clásico. Se hizo un ejercicio de documentación en las fuentes antiguas y se identificó la obra,
Laocoonte y sus hijos, que ya era descrita por el escritor romano del siglo I Plinio el Viejo,
considerándola la mejor obra artística con diferencia de su tiempo, además de dar un dato
sorprendente de su creación: estaba hecha, según dejo dicho, de un solo bloque
Un pequeño problema enturbió la celebración: a esa maravillosa escena escultórica le faltaban unos
fragmentos; uno especialmente notorio: el brazo derecho de Laocoonte, el personaje central.

Grabado de la obra que muestra las


condiciones en que fue encontrada.

Los artistas más reconocidos y expertos de la época se reunieron y tras arduas deliberaciones, no
exentas de polémicas, se decidió que el brazo tendría que ir extendido, estirado.

Una reproducción de la obra con el


brazo estirado

El pintor Tiziano y sobre todo Miguel Ángel tenían al respecto una opinión contraria: el brazo
tendría que estar flexionado hacia atrás, e incluso el segundo de ellos hizo una reconstrucción del
brazo que nunca llegó a colocarse.
El papa Julio II adquirió la obra, de la que con posterioridad se fueron haciendo diferentes
reproducciones.

Pero unos siglos más tarde, a comienzos del siglo XX, un arqueólogo, visitando una tienda de
antigüedades, encontró un fragmento, precisamente un brazo, que se dibujaba en posición
flexionada. Lo identificó como el brazo que faltaba a la escultura original. Miguel Ángel tenía razón.
Y en los años 50 se restauró la figura ahora ya con su brazo original.
El Greco, Laocoonte, 1608-14

H. Robert, Laocconte, 1773

Una magnífica página web, donde aparece reseña y estudio de la obra muy amplia y detalladamente:

http://domuspucelae.blogspot.com/2010/08/visita-virtual-grupo-de-laocoonte-y-sus.html

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