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En general a toda criatura cuya constitución sea en parte orgánica, en parte mecánica se le denomina

cyborg. Así, una persona que tenga un marcapasos o unas gafas puede ser considerada, también, un
cyborg y aunque sólo fueran esos dos artefactos los únicos que existieran, la cantidad de gente que podría
ser considerada como tal sería enorme. Pero veremos que este pensamiento resulta ingenuo. Andy Clark y
unas cuantos teóricos más han estado extendiendo el concepto de cyborg no ya a una serie de personas
con unas necesidades concretas suplidas con tecnologías varias y no digamos ya a esos protohombres del
futuro que no acaban de llegar sino a todo Homo Sapiens. Los cyborgs, según Clark (cuyo artículo servirá
de hilo conductor de este post) no son únicamente aquellos seres en quienes se da una combinación de
carne y hueso sino, más coherentemente, todo ser que pueda ser considerado un simbionte tecnohumano
encontrándonos así con que todos somos de algún modo cyborgs. Para defender esta idea se postula la
hipótesis de la mente extendida la cuál afirma que la mente no se circunscribe únicamente a los límites
del cráneo sino que se extiende más allá de ella conformando un círculo que se extiende hasta incluir al
medioambiente de forma que la mente humana es el resultado de un gordiano bucle recursivo surgido del
trío formado entre cerebro, cuerpo y entorno. Esto se debe a que cuando no nos adaptamos al entorno sino
que es el entorno el que se adapta a nosotros -algo que se da cuando podemos hacer un uso instrumental
del mismo- entonces la frontera entre usuario y herramienta se difumina al punto incluso de hacerse
arbitraria su distinción. Como bien afirmará Clark, dichas herramientas continuarán siendo herramientas

sólo en el débil y, en definitiva, paradójico sentido en el que mis propias estructuras


neuronales que funcionan en el nivel inconsciente (el hipotálamo, el córtex parietal posterior)
son herramientas.

Al fin y al cabo, como ya dije en una ocasión, es un error el

atribuir a las partes constituyentes de un animal atributos lógicamente aplicables sólo al


animal como un todo. Los predicados sicológicos se han de aplicar al cuerpo como in totum y
no al cuerpo y sus partes como el cerebro. En roman paladino: el cerebro no siente, el cerebro
no se apropia de un cuerpo. Sino que es el cuerpo el que siente, etcétera.

Por lo tanto carece de sentido decir que usamos el cerebro sino que este forma parte esencial de la
constitución de nuestra identidad siendo este un privilegio que, como veremos, también hay que conceder
a ciertas tecnologías. Pongamos un ejemplo que seguramente resultará ilustrador. Hablaremos del proceso
de escritura. Bien. Las tecnologías que la posibilitan (textos, imprentas, etc) no sólo proporcionan una
posibilidad de almacenamiento así como de difusión masiva de la misma sino que la implementan de un
modo tal que su elaboración y alcance quedan totalmente redefinido gracias a ellas. Concretemos algo
más la exposición. Cuando alguién acaba de escribir un post, no sólo habrá hecho uso de ideas
mayormente (si somos clementes con la valía del blogger) ajenas y lenguaje -sintáxis, expresiones hechas,
etcétera- ya fijadas vía instituciones culturales, que habrán ayudado al cerebro a entretejer el post; sino
que también le codeterminarán las diversas prestaciones tecnológicas ofrecidas por los mass media, la
blogosfera, el diccionario, el libro de consulta, el ordenador donde se escribe, el procesador de texto,
etcétera. Sin estas herramientas no hubiera sido posible materializar el producto final pero sería falso
colegir de ello que el cerebro biológico se mantiene como una suerte de autócrata sólo bajo el cuál se
desarrolla toda interacción tecnológica. Sería falso porque el cerebro biológico también se ve influenciado
en su funcionamiento por las herramientas tecnológicas habidas a su disposición en su entorno y es que la
mente, lejos de ser un fantasma en la máquina, es más bien una inmaterial sinfonía cuya orquestación es
creada materialmente tanto por instrumentos tecnológicos como biológicos. Esta corregencia surge
históricamente con el fin de suplir ciertas carencias inherentes a nuestra naturaleza. Las presiones
selectivas habidas sobre nuestra mente nos han hecho expertos en encontrar intrincadas regularidades en
nuestras percepciones sensoriales consiguiéndose así que -como no recuerdo quién lo dijo en cierta
ocasión- aunque podemos confundir en la penumbra a una sombra con una persona jamás confundiremos
-lo cuál podría ser un error letal- a una persona con una sombra. Podemos, por buscar un ejemplo aún más
clarificador, escuchar los primeros compases de una canción y al instante tirar del ovillo y recordar la
canción entera. Somos capaces, pues, de muchas proezas que nos resultaron útiles en nuestro entorno
ancestral, aquel donde se forjaron todos nuestros, nunca trascendidos, instintos; por contra, ciertas
actividades computacionales, aparentemente simples, como memorizar grandes cifras o manipularlas
algebraicamente nos resultan arduas, cuando no imposibles, de realizar. Ahora bien, tal y como en un
estudio conjunto han hipotetizado David Rumelhart, Paul Smolensky, John McClelland y Geoffrey
Hinton, es posible que las tecnologías, en su simbiósis con nosotros, nos haya permitido realizar tales
actividades al refundar nuestra cognición. Ahora que somos cyborgs, somos capaces de combinar las
operaciones internas de un órgano biológico experto en extraer patrones del ruido sensorial con una silva
variada de herramientas tecnológicas que, bajo la política del divide et vinces, nos posibilitan realizar
acciones, que en principio estaban fuera del alcance humano, pero que por la vía de fragmentarlas en
pequeñas -y, ahora sí, realizables- microoperaciones y ejecutarlas secuencialmente se logra alcanzar los
objetivos previamente inaccesibles. El ejemplo propuesto por ellos consiste en mostrar cómo al abordar
una multiplicación larga, pongamos 1983x1985, utilizando lápiz, papel y los símbolos númericos, el
resultado de esta se nos hace asequible. Las tecnologías vendrían, por tanto, a suplir las deficiencias
inherentes a nuestra actividad mental. Nuestra mente sería como un títere cuyos movimientos vendrían
dirigidos por hilos originados tanto en la corteza neuronal como, ahora, en el entorno tecnológico;
ampliándose así nuestras habilidades cognitivas. Este punto -el hecho de que nuestros instrumentos
extienden nuestras habilidades cognitivas- es algo de lo que ya se dió cuenta Borges, cuando describió el
singular status que tenía el libro entre los logros de nuestra civilización al decir en una conferencia,
recogida en un libro, que

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás
son extensiones del cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el
teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada extensiones de su brazo.
Pero el libro es otra cosa: el libro es extensión de la memoria y de la imaginación

Larry Arnhart aunque no adjudica al ser humano el privilegio de ser el único animal político -al igual que
Aristóteles- sí que localiza, la razón de la mayor complejidad de nuestras organizaciones políticas, en
nuestras instituciones burocratizadas. Así, Arnhart, nos recuerda que con la emergencia de los estados
nació el problema de los free riders (gorrones) que querían recoger los grandes beneficios que el estado
traía, como paz y prosperidad, sin pagar sus costes como la obligación de impuestos, servicio militar u
obediencia a la ley. Si el colapso pudo evitarse se debió a que -entre otros factores como la religión- la
invención de la escritura, la invención de una tecnología como la escritura, posibilitó la existencia de
registros burocráticos los cuales facilitaron tanto el respeto como la promulgación de las leyes pudiendo
obviar así el restrictivo requisito de que para coordinar un grupo humano tiene que haber conocimiento
directo de cada uno de los miembros del mismo. De este modo la organización política humana cambió
sustancialmente respecto a la organización política de cualquier otra especie. Es fácil entender ahora que
(casi) siempre el éxito de todo aquel invento tecnológico, que ha resultado crucial para el desarrollo de la
humanidad (escritura, imprenta, ordenador, etc), no ha nacido tanto a raíz de la complejidad del logro
conseguido cuando en y cuanto por su masificación al posibilitar así, en su capacidad de modificar
sustancialmente nuestra cognición, ampliar radicalmente el campo de acción de cada uno de los
individuos que conforman la sociedad. En definitiva, la conjetura, someramente descrita aquí, consiste en
notar que las tecnologías -posibilitadoras, en última instancia, de nuestra cultura e instituciones y cuyo
avance resulta esencial- inciden en nuestra naturaleza transmutándola de manera que se puede decir que
nacemos (siendo poco más que simios) dentro de una crisálida netamente biológica y que, en nuestro
proceso de inmersión en la cultura, nuestra naturaleza, en una metamorfósis nunca vista en el reino
animal, paulatinamente hibrida de un sustrato netamente biológico a otro tecnobiológico dando lugar a un
nuevo y raro ser vivo: el homo machina.

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