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Las Conversaciones de Paz en Colombia y El Reconocimiento de Los Cultivadores de Coca Como Victimas y Sujetos de Derechos Diferenciados
Las Conversaciones de Paz en Colombia y El Reconocimiento de Los Cultivadores de Coca Como Victimas y Sujetos de Derechos Diferenciados
net/publication/320912539
Article in Canadian Journal of Latin American and Caribbean Studies / Revue canadienne des études latino-américaines et caraïbes · September 2017
DOI: 10.1080/08263663.2017.1379135
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To cite this article: María Clemencia Ramírez (2017) Las conversaciones de paz en Colombia y
el reconocimiento de los cultivadores de coca como víctimas y sujetos de derechos diferenciados,
Canadian Journal of Latin American and Caribbean Studies / Revue canadienne des études latino-
américaines et caraïbes, 42:3, 350-374, DOI: 10.1080/08263663.2017.1379135
ABSTRACT
In this article I argue that the conduct of the war on drugs in Colombia
has been influenced by the discourse of truth, reconciliation, and
reparation at the core of the peace negotiations with the FARC
(Revolutionary Armed Forces of Colombia). The government’s recogni-
tion of peasant coca growers (campesino cocaleros) as victims of the
conflict is one example of this influence, and another is the cocaleros’
own appropriation of the discourse of reparation to frame their strug-
gle for decriminalization as a demand for recognition by the state as
political subjects with special rights. This demand brings up two points.
First, campesino cocaleros consider themselves victims of both the
armed conflict and widespread drug trafficking in the rural areas where
they live and work. Second, although, unlike Colombia’s indigenous
and Afro-descended populations, they share no identifying ethnic
identity, they identify as a culturally diverse social and political group,
whose rights and survival must be defended based on another defin-
ing characteristic: their rootedness on the land. I argue that this
Desde 1997 Colombia se convirtió en el mayor productor de hoja de coca de la Región Andina
destinada al narcotráfico, sin tener una historia de ancestralidad y de patrimonio nacional de
la hoja de coca como la de Bolivia y Perú. La población indígena en Colombia representa un
3.4% de la población y solo algunos grupos la cultivan, de manera que son los pequeños
campesinos colonos quienes asumieron su producción. Para mediados de los 90 la región de
Colombia donde se concentraron la mayor parte de los cultivos fueron los departamentos de
Putumayo, Caquetá y Guaviare en la Amazonía Occidental de Colombia. Históricamente en
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esta región han hecho presencia grupos armados no estatales que además de financiarse con el
narcotráfico, han configurado en estos lugares ordenes sociales alternos que compiten con el
estado central en el ejercicio de la autoridad y del control territorial, remitiéndonos al
imaginario de las dos Colombias que ha marcado la construcción del estado-nación colom-
biano (Ramírez 2015).
Los campesinos colonos que llegaron a la región provenientes del interior del país desde
finales del siglo 19 y durante el siglo 20 según diferentes oleadas migratorias, ya fuera por
fenómenos de violencia, de escasez de tierra o de búsqueda de trabajo en las compañías
petroleras, vieron llegar el cultivo de la hoja de coca a finales de los 70. El cultivo fue
promovido por los narcotraficantes, y para los campesinos se convirtió en una solución
económica para su subsistencia, por cuanto tenía el mercado asegurado como materia prima
para la producción de cocaína. La guerrilla, que en un principio trató de prohibir el cultivo,
terminó cobrando un impuesto denominado “gramaje”, primero a los compradores y después
a los productores de la hoja de coca, de manera que encontró en la cadena del narcotráfico una
fuente de financiación. A finales de 1997 llegan los paramilitares a esta región del suroccidente
de Colombia enarbolando la bandera contrainsurgente de combatir la guerrilla, pero en la
práctica entraron a disputarle a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) el
negocio, y tanto los unos como los otros lograron financiarse y sostener la guerra con los
dineros del narcotráfico. Para el 2000 la Amazonía Occidental contenía el 68% de los cultivos
del país. El Putumayo reportaba un 54% de la producción de hoja de coca y fue allí donde se
concentraron las acciones del Plan Colombia. Este programa de ayuda de los Estados Unidos
aumentó tanto la aspersión aérea con glifosato de los cultivos de uso ilícito iniciada en 1994
hasta su suspensión el 1 de octubre de 2015, así como el pie de fuerza militar como estrategias
para la lucha antidrogas. Los campesinos cocaleros fueron criminalizados por ser considerado
ilegal el cultivo de hoja de coca, además de ser acusados de ser auxiliares de la guerrilla solo
por el hecho de compartir el mismo territorio y, por lo tanto, fueron objeto de persecución
tanto por el ejército como por los paramilitares.
Después de 22 años de fumigaciones aéreas con glifosato, los cultivos de coca no han
desaparecido, sino que se han dispersado llegando a tener presencia en 21 de los 32
departamentos del país.1 Estos han mantenido su presencia en la Amazonia Occidental
donde se concentraban para 2014, el 37% de los cultivos (de los cuales 20% estaban en
Putumayo), seguido por Nariño con un 25%, sobre todo en la Costa Pacífica del departamento
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donde han migrado los cultivos por su facilidad para sacar el producto final, continuando con
el Catatumbo en Norte de Santander con un 10%, y el Meta en los Llanos Orientales con un
7%, es decir que estos departamentos concentran el 80% del total de los cultivos del país
(UNODC 2015). En 2014 el total de los cultivos en el país presentaron un aumento del 44%
con respecto al año anterior (de 48.000 has. a 69.000 has.) y en 2015 aumentó un 39% (a
96.000 has.) (UNODC 2016). Al compás de la expansión de los cultivos de coca, el conflicto
entre la guerrilla y los paramilitares por el control del negocio, con la consecuente afectación
de la población civil que se encuentra en medio de la confrontación de estos grupos armados,
se hizo presente en estos territorios. La región del Catatumbo, en el nororiente del país,
comparte con el Putumayo en el suroccidente, su situación de zona de colonización, su
marginalidad, la presencia de actores armados no estatales, en este caso, además de los
paramilitares y las FARC, del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del Ejército Popular
de Liberación (EPL). Sus habitantes han vivido el conflicto de manera semejante y como en el
Putumayo, son los pequeños campesinos colonos quienes cultivan la coca para el mercado del
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gobierno, de las conversaciones de paz con las FARC, así como de los avances logrados
por los pueblos indígenas y afrocolombianos en el ejercicio de su ciudadanía diferen-
ciada, como se analizará a continuación. Me enfocaré en los campesinos cocaleros de la
región del Catatumbo, colindante con Venezuela en el noreste del país y del departa-
mento de Putumayo en la frontera con Ecuador en el suroeste, por cuanto son quienes
han liderado los procesos de resignificación de dichas reivindicaciones (ver mapa).
En este artículo, argumento que en Colombia la guerra contra las drogas viene
siendo influenciada por el discurso de la verdad, la reparación y la reconciliación en
el marco tanto de la Ley de Víctimas4 como de las conversaciones de paz del
gobierno de Juan Manuel Santos con las FARC,5 lo cual se evidencia en el recono-
cimiento de los campesinos cocaleros como víctimas por parte del gobierno, así
como en la apropiación de dicho discurso por parte de los campesinos cocaleros con
el fin de replantear su lucha por su descriminalización en términos de la demanda
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gobierno donde se discutió la política antidrogas que se dirige a estas regiones margin-
ales y que mostró consonancia con las discusiones que se abordaron en las conversa-
ciones de paz entre gobierno y FARC en la Habana, metodología de diálogo que se
replicó en otras regiones; por último analizaré las implicaciones que tiene la demanda
de los campesinos de ser reconocidos como sujetos políticos y de derechos diferencia-
dos, en la definición de su participación como ciudadanos.
manera el gobierno de Samper que había sido recriminado por haber recibido dineros
del narcotráfico en su campaña, endurecía las políticas antidrogas para mostrarle a
Estados Unidos resultados en la guerra contra las drogas. Durante las mesas de
negociación en el Putumayo y Caquetá entre campesinos cocaleros y representantes
del gobierno que se llevaron a cabo en 1996, las Fuerzas Armadas y el Fiscal General de
la Nación sostuvieron que se estaba negociando con delincuentes que debían ser
investigados por los órganos fiscales (Ramírez 2001, 104). Por consiguiente, ser reco-
nocidos como interlocutores válidos para negociar con el gobierno se tornó en el eje de
la negociación. Sostuve entonces que uno de los logros del movimiento cocalero fue el
reconocimiento de su condición de pequeños campesinos, y su incidencia en los
cambios en la política del Plan Nacional de Desarrollo Alternativo-Plante dirigida a
ellos como pequeños cultivadores, diferenciados de los grandes cultivadores de coca
(Ramírez 2001, 2011). Aquí vale la pena resaltar que los cultivadores de coca debieron
luchar hace 20 años por ser reconocidos como campesinos antes que criminales, lo cual
no se cumple para el caso de los cultivadores de coca en Bolivia y Perú a quienes en
ningún momento se les ha cuestionado su condición indígena o campesina, además de
que en ninguno de los dos países se ha adoptado la fumigación aérea, precisamente
porque la hoja de coca constituye y se reconoce parte del patrimonio ancestral andino.
Por su parte Andrés Pastrana (1998–2002) en su discurso de posesión estableció una
clara diferenciación entre las FARC y los narcotraficantes, como telón de fondo para el
inicio en enero de 1999 de las conversaciones de Paz con las FARC en el Caquetá, las
cuales se suspenden en febrero del 2002. Esta fecha coincide con dos años del inicio de
la implementación del Plan Colombia, –que conllevó una creciente militarización–, y se
encuentra a seis meses previos a la posesión de Álvaro Uribe que tiene lugar después del
11 de septiembre de 2001, lo que hace que confluyan la guerra contra las drogas y la
guerra contrainsurgente, que se redefine como una guerra contra el terrorismo.
Durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002–2010) los cultivos de coca fueron considerados
principalmente como combustible del conflicto, lo cual llevó a la intensificación de la
fumigación y a que los programas de desarrollo alternativo llegaran a concebirse como planes
de seguridad, como lo constató el programa de Guardabosques que buscó el control del
territorio por medio del pago de subsidios a los campesinos que fueron representados como
“guardianes, protectores del espacio público”, o meros cooperantes de la Fuerza Pública en su
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misión de combatir los llamados grupos terroristas (Ramírez e Iglesias 2010). Como lo señala
Alex Huezo en su artículo en este número, el Plan Nacional de Consolidación Territorial que
se lanzó en 2007 como la segunda fase de Plan Colombia, enfatizó la erradicación forzada de
los cultivos de uso ilícito como un medio para lograr la “seguridad del territorio”, condición
para desarrollar los programas de desarrollo alternativo e infraestructura. La securitización de
la política pública dirigida a regiones marginales y periféricas como el Putumayo y el
Catatumbo se legitimó por considerar el narcotráfico amenaza de la seguridad global,
llevando a la criminalización del pequeño cultivador de coca hasta el punto de proponer la
aplicación de la extinción de dominio a sus propiedades, sin considerar en ningún momento
las causas estructurales que lo llevaron a cultivar coca. Además, durante este periodo se
intensificaron los encarcelamientos y la judicialización de los pequeños productores y
cultivadores de coca bajo la Ley 30 de 1986 o Estatuto de Estupefacientes, acusados de
porte individual de hoja de coca o pasta base (INDEPAZ 2015).
Por otra parte, y en consonancia con dicha militarización de la guerra contra las drogas,
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municipios de Putumayo. Esta mesa, que se inició como resultado de las marchas
cocaleras de 1996, también debió ser suspendida por la persecución paramilitar, pero
a partir de 2006 vuelve a reactivarse, según sus líderes, en respuesta a la intensificación
de las fumigaciones en marzo de ese año y el consiguiente desplazamiento de campe-
sinos de la Hormiga y Orito en el Bajo Putumayo. Estos acontecimientos dan lugar a
una marcha pacífica a Mocoa donde se reúnen con el gobernador de ese momento,
quien les da apoyo para ir a Bogotá a presentar sus reivindicaciones al gobierno central
(Mesa Regional de Organizaciones Sociales del Putumayo, Baja Bota Caucana y Cofanía
2015, 11–12). En junio de 2006 queda instalada de nuevo esta Mesa Regional, que
retoma los Acuerdos de Orito resultantes de la negociación en el Putumayo entre los
representantes del gobierno y los líderes de las marchas de los campesinos cocaleros en
agosto de 1996 en relación con la sustitución manual y gradual de los cultivos ilícitos,
para hacerlos cumplir y a partir de los cuales se empieza a elaborar un Plan de
Desarrollo Integral para el Putumayo con miras a incidir en la política pública dirigida
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a su región.
A este resurgimiento de las organizaciones campesinas en zonas de cultivos de coca,
se suman las acciones que toma Juan Manuel Santos para evaluar la política antidrogas.
Es así como en abril de 2012 el presidente Santos promueve en la Cumbre de las
Américas el debate sobre la posible descriminalización y legalización de las drogas
consideradas ilícitas y se plantea allí el posible fracaso de la guerra contra las drogas. De
esta cumbre sale el mandato a la ONU de evaluar las políticas antidrogas en curso, que
dio lugar al Informe sobre el Problema de las Drogas en las Américas presentado en
mayo de 2013. Además, en enero de ese año el presidente Santos instala en Colombia la
Comisión Asesora para la Política de Drogas para evaluar y presentar propuestas sobre
las políticas antidrogas. El informe de esta comisión se entrega en mayo de 2015,
coincidiendo con la aceptación de la suspensión de las fumigaciones aéreas de los
cultivos de uso ilícito el 14 de ese mes, por parte del Consejo Nacional de
Estupefacientes (CNE), en respuesta a la solicitud elevada por el Ministro de Salud
quien acoge la alerta que expide la Organización Mundial de la Salud sobre los posibles
riesgos cancerígenos del uso de glifosato para la fumigación de cultivos. El ministro
cumple con el mandato de la Corte Constitucional en cuanto al Principio de Precaución
que contemplaba su prohibición en caso de comprobarse un mínimo riesgo para la
salud. El CNE estableció que la suspensión de las fumigaciones se haría a partir del 1 de
octubre de 2015 y se creó un comité técnico de ese organismo para formular cambios en
el plan de lucha contra las sustancias de uso ilícito del estado colombiano. Estos hechos
abren una ventana de oportunidad para discutir y/o replantear la condición criminal de
los cultivadores de coca, lo cual, aunado al inicio de las conversaciones de paz entre el
gobierno y las FARC, va a incidir en el curso que toma el movimiento campesino
cocalero.
consecuencia, al finalizar convoca a quienes consideran representan ese pueblo “para que
llenen de esperanza este intento de solución diplomática del conflicto”:
a todos los sectores sociales del país, al Ejército de Liberación Nacional (ELN), a los
Directorios de los partidos políticos, a Colombianas y Colombianos por la Paz,
organización que liderada por Piedad Córdoba trabajó denodadamente por abrir esta
senda, a la Conferencia Episcopal y a las iglesias, a la Mesa Amplia Nacional Estudiantil
(MANE), a la Coordinadora de Movimientos Sociales de Colombia (COMOSOCOL), a los
promotores del Encuentro por la Paz de Barranca, a los indígenas, a los afro-descendientes,
a los campesinos, a las organizaciones de desplazados, a la ACVC [Asociación Campesina
del Valle de Cimitarra], a la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina
(ANZORC), a las centrales obreras, a las mujeres, al movimiento juvenil colombiano, a
la población LGTBI, a los académicos, a los artistas y cultores, a los comunicadores
alternativos, al pueblo en general, a los migrados y exiliados, a la Marcha Patriótica, al
Polo Democrático, al Congreso de los Pueblos, al Partido Comunista, al Movimiento
Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR), a la Minga Indígena, a los amantes de
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En esta convocatoria aparece “pueblo” como “la categoría estrictamente política” que
unifica “a todos esos movimientos, clases, sectores, etc., en lucha política” (Dussel 2006,
63).9 Consecuente con este planteamiento seis meses antes de la instalación de la mesa
de conversaciones de paz se hace visible con una gran marcha en Bogotá el 21 de abril
de 2012, un movimiento social nacional, conocido como la Marcha Patriótica. Este
movimiento es fundamentalmente agrario y sus orígenes se han trazado al 2009 en el
marco del Encuentro Campesino, Afrodescendiente e Indígena del Magdalena Medio
organizado por la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC),10
asociación nombrada específicamente por Iván Márquez en el mencionado discurso.
La Marcha Patriótica “aglutina cerca de 2.050 organizaciones. Estas son de campesinos
(la mayoría), estudiantes, mujeres, defensores de derechos humanos, sindicalistas,
indígenas, afrodescendientes, artesanos, víctimas, población LGBTI y comunitarias”
(Fundación Paz y Reconciliación 2014, 5–6), composición que concuerda con los
sectores convocados por Márquez en su discurso. Esto parece indicar que se tratara
de entregarle al pueblo su lucha, ahora que las FARC van a negociar y ven posible la
dejación de armas.
Los líderes de la Marcha Patriótica manifiestan su compromiso ético y político con la
búsqueda de una solución política al conflicto social y armado. Además, en
consideración a que ésta debe ser apropiada socialmente, declaran su interés de
impulsar procesos constituyentes regionales y locales por la solución política y la paz
con justicia social, tendientes a realizar una Asamblea Nacional Constituyente, en
consonancia con la que fuera la demanda central de las FARC a los negociadores del
gobierno para la ratificación de los acuerdos, que finalmente no se concretó. Aquí vale
la pena resaltar que este impulso al movimiento social campesino por parte de las FARC
fue algo que en 1996 no se dio, tal como se evidenció cuando no permitieron que los
líderes del movimiento cocalero participaran en política. Los miembros de las FARC,
por considerarse los representantes de los intereses del pueblo en las regiones donde
actuaron y controlaron el territorio, compitieron e impidieron la consolidación de
liderazgos del movimiento campesino autónomos, lo cual, en el caso del Putumayo,
aunado a la guerra sucia desatada con la entrada de los paramilitares, resultó en que
algunos de sus líderes terminaran en las filas de las FARC (Ramírez 2001, 2011).
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Nos reconocemos como víctimas no solo de la violencia política y social, sino además del
atraso económico que ha traído el desconocimiento de todos los sectores y propuestas de la
sociedad en su conjunto, [de] las realidades sociales y económicas por el abandono estatal
que siempre ha vivido el Catatumbo, [las cuales] nos llevaron a generar un tipo de
economía basada en el cultivo de la hoja de coca. Hoy somos campesinos y campesinas
estigmatizados y perseguidos por la siembra de la hoja, pero no se nos presentan garantías
reales para la sustitución gradual y concertada del cultivo por parte del Estado colombiano.
La violencia en las formas de erradicación no se ha hecho esperar. (ASCAMCAT 2015, 21)
la condición que los campesinos reclaman como causa de su situación. Sin embargo, la
ambigüedad en el tratamiento del problema de los cultivadores y la tensión en cuanto a
descriminalizar o no al cultivador de coca siguen vigentes. En el Foro Regional sobre la
solución del problema de las drogas ilícitas con enfoque territorial que sesionó entre el 1
y el 3 de Octubre de 2013 en San José del Guaviare convocado para darle voz a los
campesinos cocaleros para que presentaran sus puntos de vista como insumos a la mesa
de conversaciones de paz para el debate del cuarto punto de la agenda sobre Solución al
Problema de las Drogas Ilícitas, fue central el tema de la criminalización del cultivo de
coca que legitima la fumigación aérea así como las consecuencias en terreno de esta
política. También se presentaron experiencias de sustitución de cultivos señalando los
problemas y resultados, y se realizaron mesas de trabajo para presentar y discutir sus
propuestas para abordar el problema. En la rueda de prensa que dieron los delegados de
las FARC el 17 de mayo de 2014, cuando la mesa de conversaciones de la Habana llegó
a un acuerdo con respecto a este punto, comentaron que fue el acuerdo con mayores
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poblaciones que han estado, que han vivido al margen, una manera de reintegrarlas
políticamente (La Silla Vacía, video “El Poder de los Argumentos”, 8 de octubre de
2014). Por primera vez escuché a un representante del gobierno reconocer la autonomía
de las organizaciones sociales con respecto a las FARC y plantear la necesidad no solo
de reintegrarlas políticamente a la nación, sino de repararlas. Aquí vale la pena señalar
que las mencionadas propuestas de desarrollo integral, presentadas por las organiza-
ciones campesinas al gobierno, son resultado de la toma de conciencia por parte de los
campesinos de sus capacidades para proponer sus propios proyectos y políticas públicas
para sus territorios a partir no solo del saber local sino del conocimiento acumulado de
aciertos y fallas después de su participación en años de programas de sustitución de los
cultivos de coca concebidos y administrados por personas ajenas a la región. Se puede
afirmar que esta es una consecuencia no intencionada de años de implementación del
desarrollo alternativo en estas regiones marginales: la constitución de actores sociales
plenos que hacen propuestas al gobierno y buscan incidir en la definición de políticas y
programas para sus territorios de manera directa, sin intermediación alguna. Vale la
pena señalar que, en el caso de los campesinos cocaleros, ser reconocidos como víctimas
ha sido un primer paso para lograr su descriminalización y así luchar junto con otros
sectores campesinos por su reconocimiento como grupo con derechos diferenciados.
En esta búsqueda de reconocimiento, la construcción del concepto de territorio
campesino se ha vuelto central, como lo evidencia el que se retome metafórica y
metonímicamente (Laclau 2009) derechos reconocidos a los grupos étnicos indígenas
y afrocolombianos por su condición diferenciada, para plantear un ordenamiento
territorial que reconozca además de resguardos indígenas y territorios colectivos de
comunidades negras, territorios campesinos tales como las Zonas de Reserva
Campesina. Como mencioné, los campesinos cocaleros del Catatumbo están luchando
por constituir una ZRC proyectada para abarcar 346.183 hectáreas, que comprende 326
veredas pertenecientes a siete municipios de la región: El Carmen, Convención,
Teorama, Hacarí, San Calixto, El Tarra y Tibú (La Opinión, 13 de marzo de 2016).
Para constituirla, se delimita un área de reserva específica y a su interior, además de la
propiedad privada limitada, se establecen los requerimientos para la adjudicación de
tierras y se define un plan de desarrollo sostenible (Decreto 1777 de 1996). Tal como en
los resguardos y territorios colectivos de comunidades negras, los campesinos proponen
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chos sociales, de los cuales reconoce tres sub-corrientes: “el derecho a la presencia y
visibilidad simbólica (vs. marginalización); el derecho a una representación dignificante
(vs. estigmatización); y el derecho a la propagación de la identidad y la preservación de
sus estilos de vida (vs. asimilación)”. Para el caso de los campesinos cocaleros, la
marginalización y estigmatización han sido rechazadas abiertamente a través de pro-
testas, paros y comunicados. En cuanto a la preservación de sus estilos de vida, en un
reciente Proyecto de Acto Legislativo – “Por medio del cual se reconoce al campesinado
como sujeto de derechos y se adoptan disposiciones sobre la consulta popular” –, que
fue radicado en el Congreso el 5 de abril de 2016 por el senador Alberto Castilla,15 se
busca cambiar el actual artículo 64 de la Constitución que establece que “es deber del
Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores
agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, crédito,
comunicaciones, comercialización de los productos, asistencia técnica y empresarial,
con el fin de mejorar el ingreso y calidad de vida de los campesinos”. En dicho proyecto
se argumenta que en este artículo de la Constitución de 1991 al campesino se le
reconoce como parte del sector productivo antes que como grupo social con identi-
dades y prácticas propias. Por consiguiente, se propone reconocer “la existencia del
sujeto campesino, el cual tiene una connotación identitaria que supera la categoría de
trabajador agrario” (Proyecto de Acto Legislativo 2016, 18) y se ordena la adaptación de
los derechos sociales a las particularidades del campesinado y su modo de vida,
reivindicando así, sus especificidades culturales. Sobre todo, se busca el reconocimiento
del campesinado como grupo social diferenciado y por consiguiente su inclusión como
actor con derechos sociales, políticos y culturales plenos.16 Se argumenta que los grupos
campesinos pueden considerarse “comunidades bivalentes” en el sentido definido por
Nancy Fraser (1997, 29–31) en cuanto a que se trata de colectividades híbridas por que
sufren tanto de injusticias económicas, las cuales en cierta medida se les han reconocido
al hablarse en la esfera pública del atraso del campo, como de una estructura cultural
valorativa injusta que ahora se hace visible, de manera que se trata de exigir tanto
redistribución económica, para lo cual el fortalecimiento de los territorios campesinos
es fundamental, como reconocimiento cultural.
El lugar y la importancia que ha cobrado hoy el reconocimiento cultural (difer-
encia) con respecto a la redistribución (igualdad) dentro del marco de las luchas de
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nacional. Sin embargo, se pone en evidencia lo señalado por Iris Young (2001) en
cuanto a que la lógica de la identidad por sí sola no puede conceptualizar la diferencia
cultural que a la vez que implica diferenciación, conlleva similitud, sobreposición,
hibridez e intercambio, como se puede esperar se presente al tener en cuenta la
diversidad cultural regional de los sectores considerados bajo el concepto de campesi-
nado, y a su vez, de estos con respecto a grupos indígenas y afros étnicamente
diferenciados. Es decir, aquí se enfatiza la conceptualización de la diferencia en
términos relacionales y no sustantivos, de manera que el diálogo intercultural cobra
una importancia inusitada en la política multicultural y se torna fundamental tanto para
respetar la diversidad y lograr la resolución de conflictos (Parekh 2000), como para
alcanzar el diálogo democrático (Young 2001). Así lo testifica el nacimiento formal
después del Paro Agrario Nacional, de la gran Cumbre Nacional Agraria, Campesina,
Étnica y Popular, el 15 de marzo de 2014, como una coalición de organizaciones
campesinas, indígenas, afrocolombianas y populares con miras a la construcción de
un programa unitario, en la cual participan las organizaciones de campesinos
cocaleros.17
Por otra parte, en el Proyecto de Acto Legislativo mencionado, el reconocimiento del
campesino es considerado “una estrategia de reparación de un grupo social que ha sido
víctima de múltiples violencias, de subordinación en variadas relaciones sociales, de
desvalorización en la política pública y de patrones culturales que lo invisibilizan y lo
irrespetan” (Proyecto de Acto Legislativo Nº 12 de 2016, 18). De esta manera, esta
propuesta se articula al discurso de la reparación, pues además de considerarse víctimas
de “múltiples violencias”, se hace referencia a no haber sido tenidos en cuenta por parte
del gobierno en la toma de decisiones, hasta el punto de tratarlos como incapaces.
Salgado (2010, 23–4) sostiene que el centro del problema no es la tierra sino “el
reconocimiento del sujeto” y señala que “la única manera de que haya reparación con
justicia es que la memoria de la contribución del campesinado a la sociedad colombiana
sea restablecida para que la sociedad ni el Estado permitan que estos hechos se repitan
y, en consecuencia, protejan las acciones de restitución y reparación”. El que se afirme
que el centro del problema no es la tierra, nos remite al concepto de territorio
campesino que implica ampliar las relaciones que establece el campesino con la tierra
distintas a la propiedad individual. En palabras del proponente del Acto Legislativo “La
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producción social del territorio campesino es una realidad que debe ser reconocida y
protegida con el objetivo de ir más allá de los enfoques que reducen las luchas
campesinas y agrarias al acceso a la tierra” (Castilla s.f., 4). Al respecto Bocarejo
(2015, 117) cita una demanda a la ley 160 de 1994 de Reforma Agraria y Desarrollo
Rural, presentada por un ciudadano argumentando que el campesino se encuentra en
desventaja frente al indígena en cuanto a la adjudicación de tierras por parte del estado.
La Corte consideró que el principio de igualdad no se podía aplicar por tratarse de un
grupo étnico y un grupo social no minoritario que por su definición no son iguales.
Además, argumentó que para los indígenas la tierra era un derecho fundamental
indispensable para su “desarrollo cultural y espiritual” y opuso la propiedad colectiva
de la tierra de los indígenas a la posesión individual de los campesinos. Es precisamente
corregir esta situación lo que busca el Acto Legislativo al argumentar que el derecho a la
tierra y al territorio también son una exigencia de grupos sociales como el campesinado,
haciendo un llamado a considerar, no solo la relación de propiedad de la tierra, sino
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[Se busca] concretar escenarios y espacios donde las políticas que está proponiendo el
campesinado se forjen un camino en la institucionalidad colombiana, la legislación
colombiana y en la voluntad política del gobierno. (Video en Agencia Prensa Rural)
Esta aseveración nos remite al concepto de sociedad política de Chatterjee (2004, 37–8)
que se refiere a “la línea que conecta a las poblaciones con las agencias gubernamentales
en la búsqueda de múltiples políticas de seguridad y de bienestar”.19 Aquí es importante
resaltar que, en la lucha por la incorporación de sectores de la población que han sido
excluidos y situados en la jerarquía social como criminales sin derechos, como es el caso
de los campesinos cultivadores de coca, los mecanismos de reconocimiento y
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Notas
1. En el artículo de Alex Huezo en esta revista se señala que debido al difícil acceso y el
peligro que se corría para erradicar los cultivos de uso ilícito por presencia de la guerrilla
en estas áreas marginales o “remotas”, el gobierno consideró que la fumigación aérea era
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16. Estas exigencias se encuentran en el Mandato Agrario que surgió del Congreso Nacional
Agrario del 7 y 8 de abril de 2003 y en el que se planteó como “reconocimiento político del
campesinado como sujeto de derechos específicos y actor social diferenciado con identidad
propia, pluricultural” (ILSA 2004. Mandato Agrario Punto 9, Reconocimiento Político del
Campesinado). Once años después, en el Pliego de Exigencias de la Cumbre Agraria del 18 de
marzo de 2014 también aparecen (Agencia Prensa Rural 11 de abril de 2014).
17. Para un análisis de éste movimiento intercultural ver Montenegro (2016).
18. Fundador en 1996 de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC), una
de las primeras zonas de reserva campesina del país. Hoy es uno de los líderes del
movimiento rural colombiano y hace parte del movimiento Marcha Patriótica.
19. “The line connecting populations to governmental agencies pursuing multiple policies of
security and welfare.”
Declaración de divulgación
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