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1931 México en una Nuez

Alfonso Reyes

FRAGMENTO I

Los aztecas, raza militar, dominaban por el terror a un conjunto de pueblos heterogéneos y sólo escapaban a su
imperio los muy alejados o los muy bravos, como la altiva república de Tlaxcala, cuyos hilos preferirían cocinar sus
alimentos sin sal a tener trato con los tiranos de Anáhuac. Los aztecas vivían sobre los despojos de civilizaciones
vetustas y misteriosas, cuya tradición ellos mismos habían comenzado a no entender, vaciándola poco a poco de
su contenido moral.

Los pueblos americanos, aislados del resto del mundo, habían seguido una evolución diferente a la de Europa,
que los colocaba, respecto a ésta, en condiciones de notoria inferioridad. Ignoraban la verdadera metalurgia y
desconocían el empleo de la bestia de carga, que era sustituida por el esclavo. Celebraban contratos
internacionales para hacerse la guerra de vez en cuando, y tener víctimas humanas que ofrecer a sus dioses. Su
sistema de escritura jeroglífica no admitía la fijación de las formas del lenguaje, de suerte que su literatura sólo
podía perpetuarse por tradición oral. Ni física, ni moralmente podían resistir el encuentro con el europeo. Su colisión
contra los hombres que venían de Europa, vestidos de hierro, armados con pólvora y balas y cañones, montados
a caballo y sostenidos por Cristo, fue el choque del jarro contra el caldero. El jarro podía ser muy fino y muy
hermoso, pero era el más quebradizo.

La sensibilidad artística de aquel pueblo todavía nos asombra. Y sus herederos, mil veces
vencidos por regímenes que parecían calculados para arruinarlos, dan todavía ejemplo de
primorosas aptitudes manuales y un raro don estético. Pero también el caníbal sabe trazar sobre
su cuerpo tatuajes que no igualaría cualquier civilizado. La civilización se hace de moral y de
política. El don del arte, como el don de amor, es otro orden libre y sagrado de la vida.

Gran mente política, Cortés jugó de intrigas y ardides, ahusó del respeto que el indio concedía siempre al que se
decía Embajador, y como Embajador vino a presentarse para que le abrieran todas las puertas; se aprovechó de
la superstición que lo hacía aparecer como emisario de los Hijos del Sol (verdaderos amos del suelo mexicano
que, según los oráculos, un día volverían a reclamar lo suyo), y amparado por la feliz aparición del cometa, triunfó
sin lucha en el ánimo asustadizo del Emperador Moctezuma, que así se portó ante él como el Rey Latino, en la
Eneida, a la llegada de Eneas, el hombre de los destinos. Y todavía sacó partido del pavor que causaba en el
ánimo de los indios la sola presencia de las tropas españolas, haciendo pasar por dioses a los caballos y por
centauros a los jinetes. Finalmente, Cortés movilizó, contra el formidable poder central, los odios de los cien
pueblos postergados. Y así, bajo las inspiraciones de Cortés, los indios mismos hicieron -para él- la conquista del
Imperio Azteca.

Sin la debilidad fundamental de aquellas civilizaciones ya arruinadas, y sin este juego de circunstancias
genialmente puestas al servicio de la empresa, ésta hubiera sido irrealizable. No sólo moral, sino numéricamente
irrealizable. ¿Unos centenares de hombres y unas docenas de caballos lograron tamaña victoria? Oh, no: como
en la Ilíada, todas las fuerzas del cielo y de la tierra tornaban parte en el conflicto.

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