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LA ARQUITECTURA DE BERNINI
Giulio Carlo Argan. G. L. Bernini*
El contraste de tendencia entre Bernini y Borromini renueva, en condiciones históricas
distintas y con diversos caracteres, el contraste que se había manifestado -en los primeros años
del Seicento- entre las tendencias pictóricas iniciadas por Annibale Carracci y por Caravaggio.
También en la arquitectura se produce una rebelión antimanierista; y Bernini y Borromini son
tan antimanieristas como lo habían sido Annibale Carracci y Caravaggio. También en la
arquitectura la rebelión antimanierista significa la revaloración de la poesía contrapuesta a la
prosa, pese a que tanto Bernini como Borromini conciben la “poesía” de la arquitectura de
manera absolutamente diversa y hasta contradictoria. Adviértase, sin embargo, que la exigencia
urbanista -el tema de la forma urbis- es la base sobre la que se fundamenta no sólo el arte de
Bernini, sino también el de Borromini. Lo que cambia, y cambia sustancialmente, es el concepto
del significado o del valor de la ciudad. En efecto, tanto Bernini como Borromini están
persuadidos de que el problema de la forma urbis
no es un mero problema de decoro y de prestigio,
sino un problema artístico que implica una
profunda exigencia ideológica: la definición del
carácter o del significado ideal de la ciudad; pero
para Bernini la “universalidad” de Roma reside en
su historicismo y, por lo tanto, en su función
política, mientras que para Borromini reside en su
religiosidad y, por tanto, en su función de ardorosa
propaganda, en su asidua incitación a rechazar los
intereses terrenales para tender a la trascendencia
absoluta, a la salvación última. No por nada Bernini
es el arquitecto de la Curia, de las grandes familias
patricias y hasta (aunque sin éxito) del rey de
Francia; Borromini, en cambio, trabaja sobre todo
para las órdenes religiosas.
Bernini. Sant’Andrea al Quirinale, planta. El contraste ideológico entre Bernini y Borromini
se originaba en la interpretación del valor de la
historia. Para Bernini toda la historia, al igual que la naturaleza, existe para demostrar cuán
vasto y armónico es el designio de la Providencia, y debe ser revivida, por lo tanto, con esa
totalidad y plenitud propias del clasicismo, caracteres estos que testimonian su continuo
repetirse, su continuo renovarse, su eternidad; para Borromini, en cambio, la historia es
experiencia humana -siempre dolorosa y a menudo trágica-, que no nos proporciona un
patrimonio seguro de conceptos y de valores, sino que es estímulo o impulso hacia esa
trascendencia que constituye, en todo momento, la aspiración suprema del alma humana. Por
eso Borromini elige como guía ideal al más atormentado y dramático de los maestros del
Cinquecento, Miguel Ángel, aunque su interpretación sea tan personal, unívoca y
anticonformista como la que había dado Caravaggio en sus obras romanas. Bernini, en cambio,
comprende y admira a Miguel Ángel (y ello se advierte, por ejemplo, cuando alude a sus
trabajos en San Pedro), considerándola una de las mayores personalidades creadoras del
Cinquecento; pero su interés se centra más en la complejidad de ese período histórico que en la
persona singular, aunque gigantesca, de Buonarroti.
Por otra parte, en lo que respecta al tema de la polémica antimanierista, Bernini va mucho
más allá que Borromini: se opone decididamente a ese hacer por la práctica -que constituía la
manera típica de la “prosa” edilicia manierista- e intenta restaurar el valor del “diseño”, como
principio de toda creación formal y raíz común de todas las artes, las cuales, a su vez, no serían

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En: La arquitectura barroca en Italia. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1979, pp. 27-39.
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más que su aplicación o su determinación práctica. Borromini, en cambio, exalta el valor de la


“praxis”, la sublima en furor poético, purifica la manualidad artesana en una “poesía” que trata
de evitar todo compromiso con la literatura y de fundamentarse como expresión directa del
impulso interior hacia la trascendencia. Para Bernini, la obra del artista es una creación libre que
repite el acto divino y proporciona a los hombres un testimonio de su capacidad de poseer en
forma plena la naturaleza y la historia, el espacio y el tiempo; y es así precisamente porque esa
creación debe permanecer en el ámbito de lo “natural”, debe construir, basándose en la
experiencia más vasta y profunda de la realidad, el mundo de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo
verosímil. Por algo Bernini es quizá el más preclaro exponente de la restauración aristotélica del
Seicento, de esa estética de la “persuasión” que tiene sus raíces en la Poética y en la Retórica; en
Borromini, en cambio, vuelven a aflorar, quizás inconscientemente, los motivos del tardío
neoplatonismo del Cinquecento. Pero precisamente porque la imaginación de Borromini es
ilimitada -aun teniendo en cuenta un amplísimo horizonte histórico naturalista- su concepción
del espacio arquitectónico, aunque más limitada que la de Bernini, también es mucho más rica
que la de aquél en esos nuevos recursos y adelantos que, tanto en Italia como fuera de ella,
habrían de adoptarse y desarrollarse hasta muy avanzado el Settecento.
El contraste entre Borromini y Bernini, y al mismo tiempo la primera toma de posición de
Bernini frente al manierismo, surge con motivo de la construcción del palacio Barberini,
iniciada por Maderno e interrumpida a causa de su muerte. Maderno había concebido el palacio
como un bloque compacto ubicado en una posición dominante para que atestiguara el poderío de
una gran familia patricia. Bernini quebró ese bloque cerrado en dos grandes masas laterales,
reunidas por un cuerpo central, colocado algo más atrás; de este modo el palacio, que
originariamente era expresión del espíritu neofeudal que predomina en Roma durante la segunda
mitad del Cinquecento, se apropia luego de las formas abiertas por medio de masas combinadas
y de grandes vacíos de aire y de luz, característicos de la casa de campo. Bernini, con audacia
casi increíble, aleja la fachada principal del palacio hasta convertirla en un telón de fondo,
llevando al exterior lo que, en el esquema tradicional, era el patio interior. Y en el tema del
patio, y con mayor exactitud en el patio proyectado por Bramante para San Dámaso, parece
haberse inspirado Bernini al diseñar ese frente encuadrado en dos cuerpos en perspectiva, casi
vaciado por la sucesión de tres grandes órdenes de arcadas. Ese plano está desarrollado
pictóricamente, en una ágil y animada gradación de claro y de oscuro: en la parte baja, un
pórtico profundo; en el segundo piso una compensación equilibrada de articulaciones luminosas
y de vacíos oscuros; en el tercero, un vasto despliegue de las formas en la luz por medio de am-
plias trompas que reducen al mínimo el contraste entre la oscuridad de los vacíos y la
luminosidad de los llenos. Pero esa progresiva liberación de la forma en la luz es acompañada
por un aligeramiento también progresivo de la estructura, la que, sin embargo, aún está basada
en grupo plástico de arco-pilastra-media columna, típico de Bramante.
Recuérdese cuánto se dijo acerca de la tan coherente labor de Bernini en San Pedro; es decir,
acerca de su preocupación por retomar y desarrollar el tema del carácter central arquitectónico
peculiar de Bramante y de Miguel Angel encarado como principio figurativo de una
espacialidad universal. Pues bien, toda la actividad de Bernini como constructor de iglesias está
encaminada a poner en evidencia la planta central contrapuesta a la planta longitudinal de la
tradición manierista; y este retorno al ideal del templo -que en la misma época también se
advierte en Pietro Da Cortona- es, asimismo, uno de loa caracteres más destacados del
clasicismo barroco. Las tres iglesias construidas por Bernini, después de la asunción al trono
pontificio de Alejandro VII, son de planta central. El esquema de Sant’Andrea al Quirinale
(1658) es elíptico, con siete capillas radiales; el altar y la entrada están colocados en el eje
menor. Evidentemente, como ésta es la directriz principal de la visión, los espacios se dilatan
lateralmente, con lo que se obtiene una ilusión de amplitud espacial mayor que la lograda en las
rotondas clásicas que, sin embargo, constituyen el ejemplo al que se refiere el artista. Las
capillas radiales son rectangulares para que resulte más evidente la divergencia de sus ejes, y se
abren sobre el vano central mediante arcos que se continúan en fuertes pilastras, separados entre
sí por pilastras altas y estriadas, que favorecen la ligazón de estos elementos y la vibración de la
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luz. El altar está colocado en un ábside muy luminoso, separado del espacio central por un
diafragma notablemente saliente, formado por dos grupos de columnas acopladas y coronado
por un tímpano triangular. Es una articulación quizá demasiado vigorosa en relación con la am-
plitud del templo, pero, precisamente por su carácter formal solemne e imponente, lleva al
interior un tema de “exterior”, que repite, invirtiéndola, la solución del frente. El frente, en
efecto, consta de un breve plano articulado enérgicamente con pilastras adosadas y entrantes, y
en el se inserta un pequeño pronaos convexo: este es un tema que Pietro da Cortona había
utilizado dos años antes en Santa Maria della Pace, imitando, al igual que Bernini, un motivo
plástico de Bramante.
Pese a las pequeñas dimensiones de Sant’Andrea, en la estrecha correlación entre interior y
exterior se advierte una exigencia urbanista nueva. En un proyecto previo, la iglesia tenía una
fachada plana alineada sobre la calle; en el proyecto final, el plano frontal es substituido por una
exedra tangente a la pared curva de la iglesia. La articulación entre las dos curvaturas opuestas
es confiada a la fachada y al pronaos que, como hemos visto, repite, invirtiéndolo, el tema del
ábside; en consecuencia, el organismo plástico del edificio ya no es entendido como una forma
cerrada que se inserta en un espacio en perspectiva, sino como una forma que, al expandirse
orgánicamente, tiende a incluir y a definir el espacio que la circunda. La iglesia misma (aunque
en escala mayor, en San Pedro sucede lo mismo) es la que crea su propia condición urbanista.
En otras palabras, así como Fontana no dudo en renunciar a la arquitectura (en el sentido
tradicional de la palabra) para definir un espacio urbanista, Bernini, por su parte, confiere a la
forma arquitectónica el poder de generar el espacio urbanista.
Tanto en la pintura como en la teoría del arte de esa época, a mediados del siglo el ideal
rafaelista tiende a prevalecer sobre la admiración incondicional por Miguel Angel, y no solo en
la arquitectura de Bernini se nos aparece insistentemente la influencia de Bramante; así obra
Bernini en la iglesia de cruz griega en Castel-Gandolfo, tan amplia y mesurada en el equilibrio
de los espacios como simple en la ornamentación, y en la iglesia de la Ariccia, que repite el
esquema redondo del Panteón, pero que se une al espacio que la rodea por medio del pórtico que
ciñe el cuerpo cilíndrico del edificio. Que Bernini
atribuyera a la forma del templum un significado
simbólico e ideológico, y considera el templete
bramantesco de San Pietro in Montorio su
expresión perfecta, está probado por el hecho de
que precisamente ese templete, reproducido en
bronce, se convierte en el tabernáculo del altar del
Sacramento en San Pedro (1674). Pero por
encima del significado simbólico que, sin
embargo, no puede descuidarse- Bernini advierte
en la visión plástica de Bramante la plena
realización de ese equilibrio, esa asociación
espontánea, esa identidad de valor entre forma
construida y espacio natural que transforma el
proceso constructivo en el más “natural” de los
procesos; proceso que se cumple en todo el ciclo
de la realidad y no establece distinciones entre la
humanidad encerrada en el drama de su destino
de culpa y de redención y una naturaleza abierta e
ingenua, testimonio viviente de la creación
divina.
Bernini. La Scala Regia, Vaticano.
Por cuanto el espacio urbano -dimensión de la
vida social- ya no está en contradicción con el
espacio natural, sino que es precisamente lo que determina y favorece la “naturaleza” del
comportamiento humano y social, no nos asombra que Bernini también intente convertir en
naturalista o paisajista el ordenamiento arquitectónico de la ciudad. El centro de un sistema
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urbanista era, para Domenico Fontana, el obelisco: un punto de intersección de directrices, un


lugar geométrico. Para Bernini es casi siempre una fuente, un organismo plástico, pero al mismo
tiempo naturalista y de movimiento: bastaría recordar la Fontana dei Fiumi de la Piazza Navona,
con su libre juego de llenos y de vacíos, de figuras y de árboles, y con su movimiento luminoso
de cascadas y de chorros.
El conjunto en el cual la unidad de arquitectura y
urbanismo está plenamente lograda es la famosa
cabecera del “tridente”, formado, a partir de la
Piazza del Popolo, por las calles Lata
(actualmente Corso), Babuino y Ripetta: es la
monumental entrada norte a la ciudad. El primer
proyecto de ese ordenamiento pertenece a Carlo
Rainaldi (1661): dos iglesias redondas debían
formar, como propileos perfectamente
simétricos, las cabeceras del “tridente”. Bernini
Bernini. Iglesia dell’Assunta, Ariccia. dirigió la obra, que había estado suspendida
durante más de diez años, desde 1673 hasta 1675
y prosiguió la construcción de la iglesia de Santa Maria di Montesanto (la iglesia que formaba
pareja con ella, la iglesia dei Miracoli, fue terminada por Carlo Fontana). Pues bien, aun
manteniendo la simetría frontal, Bernini transforma en elíptico el esquema circular de la iglesia
y de la cúpula; y ésta, hinchada como un pabellón sobre el tambor poligonal, forma el núcleo
plástico esencial del edificio y el punto de apoyo de todo el conjunto en perspectiva. Asimismo,
debe tenerse en cuenta que, por encima del vano sombrío del pronaos clásico, la cúpula se libra
al aire y a la luz, sin peso de materia ni tensión de fuerzas, con un portentoso efecto de ligereza
y casi de levitación; y que, en la parte inferior, la columna libre que insiste sobre la breve
transición cóncava entre el frente y las calles laterales -al mismo tiempo que integra o articula la
fachada con las dos perspectivas divergentes- sirve también de sostén aparente o ideal a la
cúpula, impostándola casi directamente sobre el suelo. Ahora bien, a pesar de que el conjunto de
Santa Maria del Popolo es una obra en colaboración (y por lo mismo aún más interesante), es
precisamente la cúpula oval berniniana la que determina el carácter de perspectiva del conjunto.
En efecto, la transformación está relacionada con las diferentes inclinaciones de los ejes de las
calles laterales respecto de la mediana: la visión, que la cúpula oval torna más pausada y más
amplia, se desarrolla en abanico, restringiéndose y definiéndose en la cúpula. Esta perspectiva,
que ya no es inmóvil y simétrica, sino irradiada y sucesiva, que se abre progresivamente a la
mirada y se proyecta sobre todo el arco visual, está mucho más cerca de la perspectiva
communis o de la “escenografía” vitruviana que de la perspectiva artificialis o geométrica del
Renacimiento; y, en rigor, en la columnata de San Pedro, el propósito de Bernini debe haber
sido traducir en perspectiva communis el tema plástico de Bramante y de Miguel Angel.
La creación espacial más libre y audaz de Bernini es quizá la Escalera Regia (1663-1666) del
Vaticano, que debía conducir a los pisos superiores del palacio sea desde el atrio de la basílica,
sea desde la galería que desemboca en el pórtico. El espacio disponible era escaso e irregular, y
por otra parte solo permitía un desarrollo de dos rampas paralelas y adyacentes. El artista se
propone rectificar visualmente la irregularidad del espacio y obtener la ilusión de un espacio
mayor que el real. Recurre para ello a un artificio de perspectiva; y en este sentido; con toda
razón Pane recuerda el precedente de perspectiva representado por Santa Maria sopra San Satiro
de Bramante y el escenario del teatro Olímpico de Palladio, pero observa que, en ambos casos,
la ilusión se alcanza por medio de recursos visuales mientras que aquí se logra por medio de la
estructura. En efecto, Bernini se limita a acentuar la profundidad mediante la convergencia de
las filas de las columnas, pero esa profundidad está definida de manera luminosa, ya que
interrumpe los canales de sombra de las rampas cubiertas con bóvedas de cañón con la luz viva
de los descansos. Por otra parte, encara el plano inclinado de la escalera como elemento formal
dominante, llegando basta impostar sobre ese plano en pendiente los gruesos fustes de las
columnas. Es una solución muy audaz, totalmente paradójica, pero es ella precisamente la que
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produce la sensación de que el espacio constructivo íntegro está proyectado en escorzo y


recorrido por una onda de movimiento ascendente. Las filas de las columnas, además, repiten y
desarrollan, con ritmo más lento, la graduación de claroscuro de los escalones; y la bóveda
misma, decorada con un casetonado, concreta una vibración luminosa que se relaciona con la de
las rampas y de las columnas. Se obtiene de este modo una estructura perfectamente unitaria y
basada por entero en las variaciones de intensidad y de frecuencia de la relación entre luz y
sombra, que es quizá la más libremente pictórica de las construcciones de Bernini.
En 1665 Bernini fue llamado a Francia para estudiar el proyecto del Louvre; pero si bien en
la corte de Luis XIV fue recibido con grandes honores, su proyecto no fue ejecutado. No creo
que haya que buscar la causa de este indudable fracaso en la supervivencia, en el gusto francés,
de una suerte de afición a lo gótico, de un amor a lo pequeño, al detalle menudo, a las minucias
ornamentales: en una palabra, en la perduración de un gusto sin duda inconciliable con la
“visión grande” propia de Bernini. La contradicción debe establecerse más bien entre el
clasicismo barroco de Bernini -al mismo tiempo fantástico y naturalista- y el clasicismo francés,
riguroso y literario, colmado de significados morales; en una palabra, un clasicismo a lo
Poussin, que era mucho más apto para apreciar la severidad, la mesura y la sutileza de Reni que
la exuberancia imaginativa de Bernini. Éste al principio proyectó para el Louvre una fachada de
tipo “gigantesco”, en exedra, de la que emerge un cuerpo central semicilíndrico; es un desarrollo
del tema de la iglesia de la Ariccia. Aún más, quizá a causa de la presión ejercida por el
ambiente francés, en los diseños siguientes la masa se quiebra y se articula para dar lugar a una
sucesión de planos más precisa y ordenada. Además, la exedra se torna menos profunda, porque
se asoma al plano central por dos grandes frentes salientes; y el cuerpo central, aunque saliente,
repite la concavidad de la exedra. La estructura de los planos está más fragmentada y modulada:
y la masa íntegra del edificio, antes en primer plano, está alejada, empujada hacia el horizonte,
reducida casi a un telón de fondo, sostenido por un elevado basamento rústico. Este elemento
vuelve a encontrarse en el diseño definitivo: más bajo, sin ventanas, formado por un
almohadillado pesado y rocoso. Pero el proyecto experimentó muchos otros cambios: la exedra
desapareció y de ella sólo queda el recuerdo en dos breves entrantes que flanquean un cuerpo
central apenas saliente, pero con un frente plano, a partir de la línea de las perspectivas laterales.
Y si en el almohadillado del basamento se acentúa el “agregado” pictórico y naturalista, este
solo sirve para hacer resaltar la fina estructuración, sutilmente elaborada, de los pisos superiores;
se asemeja a esas grandes figuras a contraluz que, en el primerísimo plano de algunos cuadros
barrocos, confieren valor a la delicada textura cromática de los planos más alejados. Bernini, en
efecto, parece haber querido alcanzar en este proyecto esa modulación de medios tonos, ese
delicado juego de grises y de tonalidades frías que caracteriza la pintura francesa del siglo XVII.
Si se piensa que precisamente en esos años se construía la obra más audaz y casi desen-
frenadamente “barroca” concebida por Bernini -esa cátedra de San Pedro en donde, desde el
ábside, la escultura desborda como una ola sobre la arquitectura de Miguel Angel y la sumerge
en una tempestuosa trama de ángeles y de nubes- resultará fácil comprender toda la disciplina,
casi toda la “etiqueta” que el artista trató de imponerse al proyectar el palacio del rey de Francia.
Pero adviértase que los sucesivos proyectos para el Louvre tienen antecedentes en la obra
romana del artista: el palacio Pamphili de Montecitorio (1650-1655, que fue terminado por
Carlo Fontana, quien lo adaptó para que fuera utilizado como palacio de Justicia) y el palacio
Chigi-Odescalchi. En el primero, Bernini se limita a desarrollar un orden triple de ventanas
sobre una superficie ligeramente convexa, indicando apenas la saliencia de la parte central; en el
segundo, eleva la fachada con un solo orden de pilastras adosadas, acentuando el relieve plástico
de las ventanas que se superponen a los portones. En ambos casos, el edificio esta concebido
como pared de fondo que limita el espacio abierto de una plaza: concepto opuesto, pues, al
concepto urbanista central de las iglesias. Por último, en el proyecto del Louvre, Bernini se
limito a desarrollar con una oratoria más sonora y en escala y tono más altos, el motivo de su
arquitectura “civil” destinada a los patricios romanos; pero, tal vez, lo que en realidad faltaba a
ese proyecto era la fusión con un espacio urbano, la posibilidad de integrarse como núcleo
generador de un ambiente. La profunda nostalgia por Roma -que Bernini experimentaba cuando
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residía en París- es un indicio muy valioso: el artista se sentía desplazado, y no precisamente


porque su obra tuviera necesidad del aire y de la luz de Roma, sino porque toda su actividad
estaba encaminada a dar forma y finura a esa ciudad, a construir el nuevo espacio urbanista
romano y a expresar en sus líneas y en sus formas un valor histórico e ideológico que sólo podía
ser romano. Su sentimiento religioso se hallaba profundamente ligado no solamente al prestigio
histórico, sino también a la función política de la Iglesia romana; su concepto de la forma estaba
unida a una cultura específicamente romana, a un clasicismo que no podía desligarse de los
monumentos, del paisaje, en una palabra, de la naturaleza y de la historia de Roma.

LA ESCULTURA DE BERNINI
Rudolf Wittkower. Color y luz (En: Arte y arquitectura en Italia
1600/1750. Madrid, Ediciones Cátedra, 1979, pp. 155-160).
Es evidente que el enfoque pictórico que dio Bernini a su escultura no puede ser disociado de
otros dos aspectos, el color y luz, que requieren especial atención.
La escultura de mármol policromada es más bien excepcional en la historia del arte europeo.
El nexo con los mármoles no coloreados de la antigua Roma no fue nunca completamente
interrumpido, y es característico que en Florencia, por ejemplo, la policromía estaba reservada
casi exclusivamente para obras populares hechas de materiales baratos. Pero durante la última
parte del siglo XVI llegó a estar de moda en Roma y en todas partes, combinar cabezas de
mármol blanco con bustos coloreados, a imitación de una tendencia de la escultura antigua
tardía. El elemento naturalista implícito en estas obras no tuvo nunca ninguna atracción para
Bernini. El uso de materiales compuestos o policromados habría interferido en su concepción
unificada del busto o figura. En su Diario el Sieur de Chantelou nos cuenta que Bernini
consideraba como el objetivo, más difícil del escultor el producir la impresión y efecto de color
por medio del mármol blanco solamente. Pero en un sentido distinto, la policromía fue
extremadamente importante para él. Necesitaba decorados policromados y la fusión de figuras
en bronce y mármol, tanto para la articulación, el énfasis, y diferenciación del significado como
para la impresión pictórica irreal de sus grandes composiciones. Se puede argüir que siguió una
moda establecida1. Hasta cierto punto esto es verdad. Sin embargo en sus manos la policromía
llegó a ser un recurso de una sutileza hasta entonces desconocida.
La tumba de Urbano VIII de Bernini seguramente sigue el modelo policromado de su doble
más antiguo, la tumba de Pablo III de Guglielmo della Porta. Pero en la obra de Bernini las áreas
blancas y oscuras están mucho más cuidadosamente equilibradas y comunican un significado
concreto. Toda la porción central, es oscura, de bronce parcialmente dorado: el sarcófago, la
figura tamaño natural de la Muerte, y la estatua papal, es decir, todas las partes directamente
relacionadas con el difunto. Distintas de estas con sus mágicos efectos de color y luz, las
alegorías de mármol blanco de la Caridad y la Justicia tienen evidentemente una calidad de este
mundo. Son estas figuras con sus reacciones humanas y su textura sensual y atrayente, las que
forman una transición entre el espectador y la estatua papal, que únicamente por su color
sombrío parece que se aleja de nuestra esfera vital.
Más complejas son las relaciones de color en la última obra de Bernini. La capilla Cornaro, es
por supuesto, el ejemplo más perfecto. En la parte más baja, la zona humana, el espectador se
enfrenta con una armonía de color de tonos cálidos y resplandecientes en rojos, verdes y·
amarillos. La visión de Santa Teresa, el punto focal de toda la composición, está acentuada
dramáticamente por el contraste entre las columnas oscuras que lo enmarcan y la sumamente
nítida blancura del grupo. Otros estímulos entran en juego para subrayar el carácter poco
frecuente del acontecimiento que muestra un serafín traspasando su corazón con la flecha
ardiente del Amor Divino, símbolo de la mística unión de la Santa con Cristo. La visión tiene
1
Los marcos polícromos se hicieron corrientes a partir de la capilla de Sixto V en S. Maria
Magiore.
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lugar en un imaginario reino sobre una gran nube, magníficamente suspendida en medio del aire
ante un irisado fondo de alabastro. Además la luz oculta y dirigida se usa en apoyo del
dramático clímax del que el espectador es testigo. La luz cae a través de un ventanal de cristal
amarillo escondida detrás del frontón y está materializada, como si dijéramos, en los rayos
dorados que rodean al grupo1.
Se ha dicho a menudo que aquí Bernini usó su experiencia como decorador de escenarios.
Aunque esto es probablemente correcto, se aparta del verdadero problema. Pues este arte no es
ni más ni menos "teatral" que un retablo del Gótico tardío que repite una escena de una obra de
misterio, en frialdad estática. En otro capítulo
han sido examinadas las connotaciones
religiosas simbólicas de la luz. El enfoque de
Bernini a la luz está en una tradición claramente
pictórica, de las que hay muchos ejemplos en la
pintura barroca. La luz celestial dirigida, tan
usada por Bernini, santifica los objetos y
personas iluminados por ella y les elige como
receptores de la Divina Gracia. Los rayos
dorados a lo largo de los cuales la luz parece
viajar, tienen sin embargo otro significado. En
contraste con la luz serena y difusa del
Renacimiento, esta luz dirigida parece fugaz,
transitoria, no permanente. La no permanencia
es su verdadera esencia. Por esto, la luz dirigida
apoya la sensación del espectador de lo efímero
de la escena representada: nos damos cuenta de
que el momento de la "iluminación" Divina pasa
igual que llega. Con su luz dirigida Bernini
había encontrado la manera de llevar
eficazmente a los fieles una experiencia más
intensa de lo sobrenatural.
Ningún escultor antes que Bernini había in-
Bernini. Éxtasis de Santa Teresa, Capella
tentado usar la luz real de esta manera. Aquí en
Cornaro, Sta. Maria della Vittoria, Roma. el ambiente de una capilla hizo lo que los
pintores intentaran en sus pinturas. Si se acepta
que traslado a las tres dimensiones de la vida real, la ilusión de realidad interpretada por los
pintores en dos dimensiones, se habrá ganado un conocimiento importante del carácter
especifico de su aproximación pictórica a la escultura. Su inclinación por los decorados
cromáticos se hace ahora completamente inteligible. Una obra como la capilla Cornaro fue
concebida en términos de un enorme cuadro.
Esto es cierto para la capilla como conjunto. Más arriba el esquema del color se aligera y en el
abovedamiento el cielo pintado se abre. Los ángeles han empujado a un lado las nubes de modo
que la luz celestial que surge de la Santa Paloma puede alcanzar la zona en que viven los
mortales. La figura del serafín, hermano de los ángeles pintados en las nubes, ha descendido
sobre los rayos de luz.
A lo largo de las paredes laterales de la capilla, sobre las puertas, aparecen los miembros de la
familia Cornaro arrodillados detrás de los reclinatorios y observando el milagro que tiene lugar
en el altar. Viven en una arquitectura ilusionista que parece como una prolongación del espacio
en que se mueve el espectador.
A pesar del carácter pictórico del diseño en su conjunto, Bernini diferenció aquí, como en
otros casos, entre varios grados de realidad. Los miembros de la familia Cornaro parecen estar
tan vivos como nosotros mismos. Pertenecen a nuestro espacio y a nuestro mundo. El
acontecimiento sobrenatural de la visión de Teresa alcanza una esfera propia, alejada de la del
1
Este artificio es completamente efectivo sólo al atardecer, cuando el sol está al Oeste.
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espectador principalmente en virtud del dosel aislante y de la luz celestial2. Por ultimo, mucho
menos tangible es la inmensidad insondable del empíreo luminoso. El espectador es atraído
hacia esta red de relaciones y se convierte en testigo de la misteriosa jerarquía que ascienda
desde el hombre a la Santa y a Dios Padre.
En todas las grandes obras del periodo medio, la luz dirigida y a menudo oculta, juega un
papel abrumador e importante al producir una impresión convincente de milagro y de visión.
Bernini resolvió el problema por primera vez en la capilla Raimondi en S. Pietro in Montorio (c.
1642-46). El espectador, de pie en la tenue luz de la capilla mira hacia el altar alejado y ve,
iluminado brillantemente como por magia, el Éxtasis de San Francisco, relieve de Francesco
Baratta. Más tarde, Bernini utilizo recursos esencialmente parecidos no solo para la capilla
Cornaro y la Cátedra, sino también para Constantino, Santa Ludovica Albertoni, y, en gran
escala, en la iglesia de S. Andrea al Quirinale.
Al mismo tiempo, las sinfonías de color se vuelven más ricas e impresionantes. Da fe de esto
la tumba de Maria Raggi (1643, S. Maria sopra Minerva) con su sombría armonía de negro,
amarillo y dorado; o la cortina de estuco llena de colorido barrida por el viento detrás de
Constantino, un motivo que no tiene una, sino cuatro funciones distintas: como un firme apoyo
del movimiento del Emperador, como un recurso para relacionar el monumento con el tamaño
del nicho, como el “emblema” tradicional de la realeza y como un fantástico elemento pictórico.
También da testimonio de ello el paño mortuorio de jaspe que utilizó solamente en obras tardías
tales como Ludovica Albertoni y la tumba de Alejandro VII; o el altar en la capilla del Santísimo
Sacramento en San Pedro (1673-74), donde los mármoles coloreados, bronce dorado, y
lapislázuli se combinan en un cuadro de sublime belleza que expresa simbólicamente la
perfección inmaterial del mundo angélico y el esplendor de Dios.
Con su revolucionaria aproximación a la luz y al color, Bernini abrió camino a un desarrollo
de consecuencias inconmensurables. No se ha apreciado suficientemente que los conceptos
pictóricos del Bernini maduro proporcionaron la base no solo para muchas obras posteriores
romanas y del norte de Italia, sino sobre todo para el Barroco austríaco y alemán. Ni siquiera las
orgías de color y luz de los hermanos Asam añaden nada esencialmente nuevo al repertorio
creado por Bernini.

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El en grupo de Santa Teresa, como en las alegorías de la tumba del papa Urbano, el mármol
parece transformarse en carne. Pero el efecto psicológico es diferente, mientras que aquí el
grupo tiene su propio y misterioso marco, allí las alegorías están delante del nicho, en el espacio
del espectador.

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