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terquedad. Ese por qué pensaría él ser el protagonista, al punto de robarle al sol
su momento al atardecer; rodearse del naranja del ocaso, hurtar los sonrojos del
crepúsculo que se entrelazan diluidos con las nubes. Ser la punta de una bahía
En efecto, se perdía como la inocencia, el sol detrás del faro. Mi camino vivía
oscuro, no era propiamente “El camino a Santiago”, era sábado, tarde para una
jornada corriente detrás de esos astilleros, y mis buenos amigos, como siempre,
ruido de las aves no se escuchaba, solo un silbido lejano de las olas, o por lo
bebida, de esas bebidas que te hacen brotar una sonrisa cuando caminas solo.
Crucé el puente “Román”, otra impertinencia humana: querer unir la isla de Manga
como esas novias que a uno le cuentan los tejados en la habitación, pero nunca
inoportuno del cabaré Moulin Rouge y muy leve oía las voces de los franceses y
medida que bajábamos, al punto que sentí la caída al vacío, parecido a una
parálisis de sueño donde sientes caer de un edificio de cien pisos, sin embargo,
solo te caes de la cama. La celeridad del auto creció, y el cordial amigo se tornó
residía más perdida que yo, el cielo ya no existía, todo estaba oscuro. Observé los
ojos del amigo cordial y ahora su cabeza era del tamaño del espejo de un tocador.