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El cardenal.

Por Bouni Jacun

–“Llámame, amiga, a mis buenos amigos”–, recordé la frase. Observé el faro, su

terquedad. Ese por qué pensaría él ser el protagonista, al punto de robarle al sol

su momento al atardecer; rodearse del naranja del ocaso, hurtar los sonrojos del

crepúsculo que se entrelazan diluidos con las nubes. Ser la punta de una bahía

envuelto de una magia que no es de él. Es el humano haciendo ver su verdadera

naturaleza, el mal. Disfrazarse de la luz en medio de las tinieblas, la guía de los

barcos en su pretensión de romper la neblina, enjugado en las gotas del mar,

protegido a la roca, así observé la hipocresía de los faros.

En efecto, se perdía como la inocencia, el sol detrás del faro. Mi camino vivía

oscuro, no era propiamente “El camino a Santiago”, era sábado, tarde para una

jornada corriente detrás de esos astilleros, y mis buenos amigos, como siempre,

se habían marchado. Me alejé entonces vía adentro, momento en el que ya el

ruido de las aves no se escuchaba, solo un silbido lejano de las olas, o por lo

menos me lo suponía para hacerle compañía al quehacer espirituoso de mi

bebida, de esas bebidas que te hacen brotar una sonrisa cuando caminas solo.

Crucé el puente “Román”, otra impertinencia humana: querer unir la isla de Manga

con el barrio Getsemaní; a mi derecha ya quedaba la luna posando sobre el cerro

de La Popa y yo, a esa altura, queriendo contar adoquines neoclásicos en el piso

como esas novias que a uno le cuentan los tejados en la habitación, pero nunca

vuelven, perdidas detrás de esos judíos. Divisé el boquete de la muralla. El final


del puente era el choque republicano contra lo colonial, impertinencias humanas.

Hubiese preferido dejar esa isla natural en su instinto de sobrevivir sola. Me

acoplaba apoyándome en las bardas suspendidas sobre bolillos al estilo francés.

En ese santiamén, el susurro de las olas se opacaba al son de un motor a mis

espaldas. Vi en frente de mí la luz del Getsemaní, aquello era el remedo

inoportuno del cabaré Moulin Rouge y muy leve oía las voces de los franceses y

su apología a que éramos la bahía de los placeres. Vi la luna, las luces, me

detuve en la medida que el sonido que llegaba de la oscuridad se aproximaba.

Estremecí mi cara, y ya residía en un vehículo en una calle cuesta abajo, observé

por la ventana, vi la luna, mi mano, mis dedos y giré a la izquierda, –¿quién

manejaba? – me pregunté, lo observé. Pues era la persona que, a esa altura, en

esa bajada, me estaba haciendo el aventón –pensé–. No sé por qué, la velocidad

aumentó, la inclinación de la calle se precipitó. Hablaba con el cordial amigo,

aunque no le escuchaba, había un eco extraño a su alrededor que me confundía

porque aparecía más neblina de lo normal, la neblina aumentó, la luna

desapareció; desconocí el camino cuesta abajo y sentía el estremezón de algo

que parecía el galopar de cientos de caballos, un temblor. Mi tensión subió en la

medida que bajábamos, al punto que sentí la caída al vacío, parecido a una

parálisis de sueño donde sientes caer de un edificio de cien pisos, sin embargo,

solo te caes de la cama. La celeridad del auto creció, y el cordial amigo se tornó

cabezón, su cabeza se ensanchó al tamaño de una patilla; busqué la luna y

residía más perdida que yo, el cielo ya no existía, todo estaba oscuro. Observé los

ojos del amigo cordial y ahora su cabeza era del tamaño del espejo de un tocador.

Seguíamos cuesta abajo en la precipitación de algo que no sería diferente a un


accidente fatal. Su cabeza crecía tanto que llegó al techo mientras seguíamos

descendiendo, similar al sorbo agrio de un agujero negro. Chocamos, al amigo

cordial se le abrió la cabeza de par en par en pago de su conciencia, de su interior

salió un niño. Entendí, estábamos en el infierno. Me devolví cuesta arriba, hacía

una luz parecida a la de un faro y me despedí.

– Hasta nunca, señor cardenal. Siga rezando, “no en nuestro nombre”.

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