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La casa embrujada
Hacía muchos años que nadie pasaba una noche en la vieja mansión. Decían que una
aberración se arrastraba por sus corredores y que todos los descendientes de aquella
decadente familia estaban malditos. Los ancianos se persignaban, las mujeres gemían y
los hombres blasfemaban. Sin embargo, los dueños querían venderla y yo acepté pasar
la noche para acabar con su leyenda siniestra, porque mi ambición siempre ha superado
a mi cobardía.
Los estragos del abandono eran infinitos: una suerte de lepra carcomía los muros, la
humedad formaba repugnantes verdugones de sarro y el olor de las ratas podía cortarse
en grasientas lonjas. Con la tuberculosa luz de mi linterna perseguí en vano fantasmas
que resultaron telarañas, roedores y muebles amortajados de blanco, como niños
muertos. La casa no tenía espejos y a todos los personajes de las pinturas les habían
borrado los ojos. Los relojes marcaban a destiempo la misma hora.
Al amanecer vi a los dueños en la puerta y salí a rastras del caserón embrujado, pero
esos cobardes huyeron y la policía me ha disparado. Desde entonces no he vuelto a salir
y vivo muy a gusto por estos corredores. Ningún espejo me molesta y he descubierto
que me encantan las ratas.
El horóscopo
Día de difuntos