Está en la página 1de 263

«La situación es ésta: aquí estoy yo, Frans Hermans —Fransje para los más

allegados—, reducido a un brazo funcional y cuarenta kilos de carne inerte.


He tenido épocas mejores. Aun así mi madre está en la gloria, se habría
conformado con una sola oreja, siempre que la escuchara, claro está».
Fransje, el narrador, no tiene más que quince años y acaba de salir de un
coma. No puede andar, ni hablar, y sólo puede expresarse a través de la
escritura, ya que su mano y su brazo derechos siguen intactos. Pero no está
en absoluto desesperado, gracias a las enseñanzas del gran samurái
Miyamoto Musashi y a una inteligencia y un sentido del humor que le
convierten en el peculiar cronista de Lonmark, el pueblo en el que vive.
Y el gran acontecimiento es la llegada de Joe Speedboat, un chico
extraordinario, con una vitalidad fuera de lo común, capaz de construir un
avión y fabricar las cosas más insólitas con tal de sacar a la gente de
Lonmark de su letargo y sacudirles el aburrimiento. Fransje y Joe se
convierten en amigos inseparables y, casi sin darse cuenta, abandonan la
edad de la inocencia y se encuentran de lleno en terrenos más movedizos, en
el oscuro amor por la guapísima y turbadora PJ.
Andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo es una
espléndida novela sobre la amistad, el amor y la rivalidad, y sobre los héroes
que no saben que lo son. Con un estilo poderoso, riquísimo, Wieringa
sumerge al lector en una aventura apasionante, en la que reconocerá la
desmesura, la originalidad, la imaginación y la precisión literaria de los
grandes narradores.

Página 2
Tommy Wieringa

Andanzas de Joe Speedboat


contadas por el luchador de un
solo brazo
ePub r1.0
Titivillus 15.03.2024

Página 3
Título original: Joe Speedboat
Tommy Wieringa, 2005
Traducción: Goedele de Sterck
Colección: Áncora & Delfín, n.º 1131

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Para Rutger Boots

Página 5
El camino del samurái, se ha dicho siempre, es el doble sendero de
la pluma y la espada.
MIYAMOTO MUSASHI

Página 6
La pluma

Página 7
La primavera se presenta calurosa. En clase rezan por mí porque llevo ya más
de doscientos días desconectado del mundo. Mi cuerpo está comido por las
llagas de pasar tanto tiempo en la cama y tengo la flauta enfundada en un
catéter parecido a un condón. El médico les explica a mis padres que he
entrado en fase de coma vigil: soy de nuevo sensible al entorno, aunque con
limitaciones. Según él, es una buena noticia que haya recuperado la
sensibilidad al dolor y a los estímulos acústicos. Reaccionar al dolor es, sin
lugar a dudas, una señal de vida.
Mi padre, mi madre, Dirk y Sam pasan horas y horas alrededor de mi
cama. Los oigo en cuanto salen del ascensor: una bandada de estorninos
oscureciendo el cielo. Apestan a aceite y a tabaco barato, pero al menos se
han tomado la molestia de quitarse el mono de trabajo. Hermans e Hijos,
expertos en desguaces y derribos. La familia Chatarra.
Los Hermans igual desguazan vehículos siniestrados y maquinaria pesada
que demuelen instalaciones industriales y, si se tercia, el interior de algún bar
cuando mi hermano Dirk pierde los estribos. En Lomark ya no le dejan entrar
en casi ningún sitio, pero en Westerveld sí. Se ha enrollado con una chica del
lugar. Cuando llega a casa huele a violetas sintéticas. Sólo puedo sentir pena
por esa muchacha.
La mayoría de las veces hablan del tiempo, la cantinela de siempre, el
negocio flaquea y la culpa es de la meteorología, haga bueno o malo.
Entonces empiezan a soltar tacos, primero mi padre, luego Dirk y Sam. Dirk
se sorbe la nariz y termina con un gargajo en la boca. No sabe qué hacer con
él, así que no le queda más remedio que tragárselo. ¡Hala, adentro!
Sin embargo, últimamente hay más cosas en Lomark por las que
preocuparse que el tiempo. En estos meses que llevo fuera del mundo, un
camión de mudanzas se ha cargado la fachada escalonada de la casa de los
Maandag y cada dos por tres se escuchan explosiones de gran intensidad que

Página 8
hacen temblar a todos. Al parecer, estos hechos están relacionados con un
chico llamado Joe Speedboat. Es nuevo en Lomark, aún no lo he visto.
Afino el oído cuando la conversación deriva hacia él. Si me preguntasen a
mí diría que es un gran tipo, pero nadie me pregunta. Están convencidos de
que Speedboat fabrica las bombas. No es que le hayan sorprendido con las
manos en la masa, pero antes de su llegada no se producían explosiones en
Lomark y ahora de repente sí. Por eso. Andan bastante mosqueados, te lo
aseguro. Mi madre dice de vez en cuando: «¡Os queréis callar de una vez!
Puede que Fransje nos oiga», pero ellos no le hacen caso.
—Salgo un momento a fumar —anuncia mi padre. Aquí dentro está
prohibido.
—¿Se llama Speedboat de verdad? —quiere saber mi hermano Sam, que
me lleva dos años.
De Sam no tengo mucho que temer.
—Pero ¿cómo se va a llamar Speedboat de verdad? —responde Dirk, el
bocazas.
Dirk, el mayor. Un canalla. Menudas historias os podría contar sobre él.
—Ese pobre chico acaba de perder a su padre —interviene mi madre—.
¡Anda, dejadle en paz!
Dirk resopla.
—Speedboat… idiota…
Me entran picores sólo de escucharlos, y unas tremendas ganas de
rascarme. Joe Speedboat, ¡vaya un elemento!

Semanas más tarde, el mundo y yo seguimos boca arriba con la respiración


contenida, el mundo por el calor y yo por el accidente. Y mi madre llorando.
De felicidad, para variar.
—¡Ay, has vuelto, hijo mío, has vuelto!
Mi madre ha encendido todos los días una vela por mí y cree de verdad
que ha servido de algo. En clase piensan que han sido ellos, con sus
oraciones. Hasta Quincy Hansen, un hipócrita de marca mayor, ha rezado.
¡Ni que yo hubiera querido aparecer en sus ruegos! De todas maneras, aún no
me han dado permiso para abandonar la cama o marcharme a casa.
Sencillamente no podría. Tienen que hacerme más pruebas en la columna
vertebral, porque por ahora sólo consigo mover el brazo derecho.
—Lo justo para hacerse una paja —sentencia
Dirk. De momento no puedo ni hablar.

Página 9
—¡Bah!, si antes tampoco salía gran cosa —observa Sam.
Mira a Dirk para comprobar si le ríe la gracia, pero mi hermano mayor
sólo se ríe de sus propios chistes. No le queda otra opción, porque no hacen
reír a nadie más.
—¡Chicos! —les advierte mi madre.
La situación es ésta: yo, Frans Hermans —Fransje para los más allegados
—, reducido a un brazo funcional y cuarenta kilos de carne inerte. He tenido
épocas mejores. Aun así mi madre está en la gloria, se habría conformado
con una sola oreja, siempre que la escuchara, claro está.
Necesito salir de aquí lo antes posible. Me vuelven loco con tanto trajín
en torno a mi cama y esas bobadas sobre el negocio y el tiempo. ¿Acaso les
he pedido yo algo? Entonces, ¿para qué vienen?

Página 10
He cumplido años mientras dormía. Lo celebraron en el hospital. Mi madre
me cuenta cómo se comieron un pastel adornado con catorce velas, sentados
a mi alrededor. He dormido doscientos veinte días y, si a eso se le suma el
comienzo de la rehabilitación, han transcurrido más o menos diez meses
hasta que, por fin, me han dado el alta.
Corre la segunda mitad del mes de junio. El milagro de mi resurrección
—así es como se obstina en llamarlo mi madre— pesa como una losa sobre
la vida familiar. Me tienen que alimentar, limpiar y mover. Os lo agradezco
de corazón, aunque no soy capaz de deciros ni eso.
Un día, mi madre se empeña en que mis hermanos me lleven a las fiestas
del pueblo. Mientras Sam empuja mi carrito, el aire me abraza como un viejo
amigo. Me da la impresión de que el mundo ha cambiado durante mi
ausencia. Como si le hubieran lavado la cara a la espera de una visita del
papa o de un evento similar. Sam me conduce a toda prisa por las calles
tratando de evitar que la gente nos pare para interesarse por mí. Escucho los
sonidos de la feria estival. El griterío, la verborrea de los feriantes, el tintineo
de las campanillas cuando los tiradores dan en el blanco. El ruido lo dice
todo. ¡Viva la feria!
Dirk camina delante de nosotros. Su espalda irradia vergüenza. Entra en
la calle del bar De Zon, pasa por delante de la puerta, con Sam y conmigo
detrás. El estruendo se suaviza, ya sólo me alcanzan los tonos más altos y
más bajos. Por lo visto no vamos a la feria. Sam me lleva a velocidad de
competición. Llegamos a la linde del pueblo, donde se encuentra la
destartalada granja de Hoving. Nos detenemos ante ella. Dirk ya ha cruzado
la cancela. Hace una eternidad que no vengo por aquí.
—¡Échame una mano! —exclama Sam.
Las ruedas de mi carrito apenas avanzan por entre los altos hierbajos
cuajados de acederas y amapolas. Dirk acude en nuestro auxilio y juntos me

Página 11
desplazan a duras penas por el jardín del difunto Rinus Hoving. La granja
está vacía, y así continuará mientras los herederos no se pongan de acuerdo
sobre el destino que le quieran dar. Mis hermanos me levantan y me meten
dentro de la casa por la puerta de la cocina. Las baldosas rojas están cubiertas
por un manto de polvo en el que se distinguen algunas pisadas. Dirk y Sam
me conducen por la cocina hasta el pasillo y desde ahí hasta el amplio salón,
donde me dejan detrás de una puerta corredera de cristal que da a otra
estancia más elevada.
—Colócale junto a la ventana —propone Dirk—. Para que no se aburra.
—¡Hazlo tú!
A Sam le asalta la duda. A Dirk no. Dirk nunca duda. Es demasiado
imbécil.
—No podemos hacerle esto —dice Sam.
—Él mismo se lo ha buscado. Si ella cree que me lo voy a llevar a la
montaña rusa, se equivoca.
«Ella» es nuestra madre. A Dirk le trae sin cuidado lo que piense. Lo
único que le preocupa es el poderoso instrumento que tiene a su disposición:
la mano de nuestro padre. Veo aparecer ante mí la cabeza de Sam.
—Volvemos enseguida, Fransje. Dentro de una horita o
así. Y se largan.
Estupendo: me han dejado aparcado como un trasto viejo e inútil en una
granja desvencijada. Ahora por lo menos sé lo que puedo esperar de ellos. Ya
me lo temía, sólo me faltaba comprobarlo empíricamente. De todos modos,
los hechos consumados resultan menos violentos que las sospechas. El caso
es que me han dejado inmóvil en un edificio oscuro que echa su aliento sobre
mi nuca, con el agravante de que mi vista se reduce a un alféizar lleno de
moscas muertas, telarañas y pelusas. Mi angustia está ojo avizor, no hay
manera de engañarla, se encuentra en alerta máxima. Se manifiesta de
repente, a pleno pulmón, con grandes aspavientos. ¡Animales salvajes!
¡Secuestradores de niños! ¡Objetos extraños! En resumen, pánico. Ahora bien,
¿cuánto tiempo seguido se puede tener miedo sin que ocurra nada? Poco a
poco el pavor da paso a una sensación de incomodidad y, si por entonces
todavía no ha sucedido nada, uno acaba mofándose de sí mismo. ¡Escucho un
ruido! Lo juro, una puerta cerrándose de golpe, algo que se cae… Giro la
cabeza, lo cual me supone tal esfuerzo que gimo como un subnormal. Tengo
la impresión de estar tumbando un árbol con la frente. Ahí, en el vano de la
puerta…
—Hola —dice la figura que acaba de aparecer.

Página 12
Una voz masculina. Sólo veo una silueta recortada contra la luz de la
cocina. Viene hacia mí. Un chico, gracias a Dios no es más que un chico. Se
aposta frente a mí y me observa con descaro. Pasea la mirada por los estribos
que sujetan mis pies, el asiento azul —«Cien por cien escay, señor»—, los
tubos plateados y, a la derecha, la barra con mango de madera, que permite
modificar la orientación de las ruedas pivotantes delanteras y transmitir la
fuerza de los brazos a las ruedas traseras de tal forma que el usuario pueda
moverse por sus propias fuerzas. En fin, un vehículo comprado con vistas al
futuro. Además, se halla en excelente estado, en ningún momento ha
permanecido expuesto a la intemperie y esas cosas. Dicen que algún día
podré valerme por mí mismo, pero a fecha de hoy ni siquiera logro apartarme
una mosca de la frente.
—Hola —repite el joven—. ¿No sabes hablar?
Cabello castaño y ojos claros. Lleva el pelo afeitado en la nuca y largo
por arriba, como si tuviera un tiesto en la cabeza. El chico se da la vuelta y
mira por la ventana. El jardín de Hoving: trébol rojo, ortigas y amapolas
coquetas que se complacen en ser admiradas, pero cuando las cortas se
sienten tan ofendidas que se arrugan en el acto.
—¿Te han dejado aquí aparcado, verdad? —me pregunta con la mirada
puesta en Lomark.
Por encima de las casas sobresalen las cabinas superiores de la noria
gigante. El chico mueve la cabeza para confirmar lo que ha dicho.
—He oído hablar de ti. Eres uno de los hijos de Hermans, el del
desguace. Se rumorea que la Virgen María ha hecho un milagro contigo.
Francamente, y con todos los respetos, no se nota mucho. Si esto es un
milagro, ¿cómo son los castigos? ¿Entiendes?
El joven asiente como si se diera la razón a sí mismo.
—Me llamo Joe Speedboat —dice al rato—. Llevo poco tiempo en el
pueblo. Vivimos en el Achterom. ¿Te suena?
Manos anchas, dedos cortos. También pies anchos. Postura de samurái.
Da la casualidad de que es un tema que domino bastante bien. Sé lo que se
entiende por seppuku, el sendero de la muerte, única salida honrosa en caso
de derrota, momento en que el samurái se raja el vientre de izquierda a
derecha con un sable corto. El coraje del guerrero se mide por la longitud del
sablazo. Pero esto no viene a cuento.
Comprendo a qué se debe el enfado de Dirk: el muchacho rezuma
impavidez por todos sus poros. Joe Speedboat, especialista en colocar
bombas

Página 13
y despertar a la gente a sacudidas, con tu pantalón cortado por las rodillas y
tus sandalias de cuero reseco. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Voy a buscar algo —anuncia.
Desaparece de mi campo de visión. Le oigo subir una escalera en algún
lugar de la casa. Poco después sus pasos resuenan por encima de mi cabeza.
¿Se ha dirigido a su taller? ¿Es ahí donde fabrica las bombas y todo eso? ¿Me
encuentro bajo la sala de operaciones de Speedboat? Cuando regresa al salón
sostiene en las manos el temporizador de una lavadora y dos baterías. Toma
asiento en el alféizar, frunce el entrecejo en señal de concentración y une los
polos de las baterías. Después monta un tope en el temporizador y lo pone a
cero. De repente alza la mirada.
—Tuvimos mala suerte con la mudanza —observa muy serio—. Un
accidente. Mi padre murió.
Acto seguido retoma su trabajo.

La primera noticia que Lomarle tuvo de Joe y su familia fue un camión


marca Scania empotrándose en la monumental fachada de la casa de la
familia Maandag, en la calle Brugstraat. Se adentró casi por completo en la
sala de estar, donde el hijo Christof estaba sentado ante el televisor con una
consola de videojuegos. Presenció el acontecimiento sin inmutarse. Al cabo
de un rato divisó el faro de un vehículo que destacaba como un ojo
enfurecido entre el torbellino de polvo y escombros. Tardó en asimilar que
dentro de su casa había un camión. Lo único que se escuchaba era el ruido
provocado por la pelota del videojuego mientras saltaba de un lado a otro de
la pantalla.
Por el parabrisas asomaba el torso de un hombre, con los brazos
colgados, un espantapájaros caído del cielo. La parte inferior del cuerpo se
hallaba dentro de la cabina. Estaba muerto. De ello no cabía duda. Sin
embargo, ahí arriba quedaba un soplo de vida: la portezuela derecha se abrió
con lentitud. Christof vio apearse a un chico de doce o trece años, más o
menos de su misma edad. Vestía camisa de color oro y bombachos y calzaba
sandalias. A juzgar por su aspecto, sus padres debían de estar un poco
tocados del ala. Miró a su alrededor con absoluta impasibilidad mientras su
cabello y sus hombros se iban cubriendo de restos de cal.
—Hola —le saludó Christof sin soltar la palanca de mando.
El otro sacudió la cabeza como si le viniera a la mente un pensamiento
extraño.
—¿Quién eres? —preguntó Christof, por decir algo.

Página 14
—Me llamo Joe —contestó el chico—. Joe Speedboat.

En definitiva, impactó como un meteorito en nuestro pueblo, que se


caracteriza por el desbordamiento de su río en invierno, la existencia de una
red fija por la que se propagan los rumores y el gallo de su escudo. Hace unos
mil años el animal ahuyentó a una horda de vikingos que se disponían a
conquistar Lomark mientras a nuestros antepasados no se les ocurría nada
mejor que ir a rezar a la iglesia. «El gallo que se armó de valentía», solemos
recordar por estas tierras. El rechazo de lo ajeno, ése es nuestro símbolo. Sin
embargo, Joe entró con tal ímpetu que nada habría podido detenerle.
A raíz del accidente había quedado medio huérfano porque el hombre que
sobresalía del parabrisas del camión era su padre. Su madre yacía
inconsciente en la cabina y su hermana pequeña, India, miraba las suelas de
los zapatos de su progenitor. Christof y Joe se contemplaron el uno al otro
como si pertenecieran a sistemas estelares diferentes: Joe apostado junto a su
nave espacial naufragada y Christof alargándole la mano para establecer el
primer contacto. Por fin había algo que le liberaría del sofocante inmovilismo
de este pueblo, donde el gallo había sido el único en demostrar algo de
valentía, ese animal odiado con el que te cruzabas por todas partes: en los
coches de los bomberos, en la fachada del ayuntamiento y en la escultura de
bronce de la plaza del mercado. Al gallo lo paseaban en una carroza con
motivo de los desfiles de carnaval, lanzaba su ¡quiquiriquí! desde los azulejos
decorativos colocados junto a decenas de puertas y se reencarnaba en la obra
de arte del maestro repostero (un arenoso pastel de mierda con copos de
cereales). En los aparadores, las repisas de las chimeneas y los alféizares
había gallos de cristal, gallos de cerámica y gallos esmaltados, en tanto que
las paredes lucían gallos pintados al óleo. Nuestra creatividad no tiene límites
cuando del gallo se trata.
Joe examinó con asombro el interior de la casa donde había ido a parar
por una jugada del destino (léase: un error de conducción combinado con el
hecho de haber superado la velocidad máxima permitida dentro del casco
urbano). En la casa en la que había vivido hasta entonces, antes de trasladarse
a Lomark, no colgaban retratos al óleo de tipos adustos que te miraban como
si fueras un ladrón. Dado que quien más quien menos robaba algo de vez en
cuando, estos individuos jamás dejarían de mirarte con severidad. Por tanto,
no había que temerlos, al contrario, más valía sugerirles con una amistosa

Página 15
inclinación de cabeza: «Venga, chicos, ¿por qué no intentáis esbozar una
sonrisa?».
Le maravilló la lámpara de araña, así como el antiguo carrito de servicio
con las decantadoras de cristal de Egon Maandag, el padre de Christof, todas
ellas repletas de whisky, de Loch Lomond a Talisker. En casa de Joe sólo
había vino casero de un color morado intenso, hecho a base de bayas de
saúco y envasado en grandes botellas cuyo sifón gorgoteaba como un
estómago enfermo. Sucedía siempre lo mismo: o bien el vino aún no estaba
en su punto o bien estaba pasado. «Con todo, tiene un sabor excepcional, ¿no
crees, cariño?» (La madre de Joe al padre, nunca viceversa). Apuraban su
copa heroicamente para luego, al día siguiente, arrojar el resto del brebaje al
retrete después de comprobar que su resaca guardaba una peligrosa
semejanza con las experiencias de los bebedores rusos de alcohol puro tan
aficionados a rozar la muerte.
Más tarde Joe se enteraría de que había irrumpido en el salón del clan de
los Maandag, la familia más pudiente de Lomark, propietaria de la fábrica de
asfalto situada a orillas del río. Egon Maandag empleaba a veinticinco
personas, además de una criada y, de forma intermitente, una au pair,
siempre de un país distinto.
Joe no se cansaba de mirar a su alrededor.
Tiempo después, Christof diría que se entretuvo tanto en registrarlo todo
para no tener que fijarse en el hombre muerto que atravesaba el parabrisas.
Al fin, los ojos de Joe se apartaron de Christof y su entorno y se desviaron
hacia su padre. Con el brazo extendido, posó la mano sobre la cabeza
ensangrentada. Mientras acariciaba el cabello con suma delicadeza pronunció
unas palabras que Christof no acertó a entender. Luego se encogió de
hombros y se acercó a la brecha que el camión había abierto en el muro
exterior. Salió afuera, sorteando los escombros, en busca del sol. Recorrió la
Brugstraat hasta el dique de invierno que protege el pueblo de los
desbordamientos invernales, lo cruzó y siguió en dirección al río. Los
ternerillos brincaban en las zonas inundables. Las matas de hierba dejadas en
el alambre de espino por las crecidas invernales recordaban las rubias barbas
de los vikingos. Joe alcanzó el dique de verano y el transbordador que se
hallaba detrás de él. Se sentó junto a la barandilla con las piernas colgando
por fuera y no se dio por aludido cuando Piet Honing abandonó la caseta de
mandos para cobrarle el pasaje.

Página 16
El que Joe y Christof terminaran haciéndose amigos era tan inevitable como
comer pescado los viernes. Todo empezó con la mirada ansiosa que Christof
lanzó al chico espolvoreado de blanco que había salido del camión de
mudanzas. La luz del día penetró por la pulverizada pared del salón y bañó el
espacio en una vibrante atmósfera primaveral. Christof jamás había visto
nada igual. La imagen del chico en medio de aquel mar luminoso desató en él
un súbito deseo de desembarazarse de su vieja vida.
Pero Christof no era así y no iba a cambiar. Le perdía su nerviosismo y su
inseguridad. Además, su afán por ser como el chico del camión llevaba
aparejada esa clase de envidia que estimula los colmillos y, en concreto, la
tendencia vampírica a chuparle la vida a alguien.
El accidente del camión los formó a los dos. Reforzó el estoicismo de Joe
y puso de manifiesto el lado más paternal y solícito de Christof. Cuando Joe
expresaba su intención de construir un avión, Christof le decía: «¿No harías
mejor reparando primero el trasportín de tu bicicleta?». Si estaba montando
un aparato para reemplazar los programas dominicales de la emisora de la
Comunidad Evangélica —conocida popularmente como «Radio Dios»— por
música speedmetal reproducida hacia atrás, y en ese mismo momento se
realizaba por casualidad la prueba mensual de la alarma instalada en el tejado
de la sucursal del Rabobank, Christof veía en ello una señal inequívoca de
que crear emisoras interferentes traía mala suerte. En cambio, para Joe
significaba que eran las doce del mediodía y que tenía hambre.

Joe celebra nuestro primer encuentro con una bomba antológica. Así es como
lo interpreto yo. La hace estallar la noche del día en que nos conocemos en la
granja de Hoving: todos los vecinos de Lomark se despiertan asustados. El
impacto es tremendo. Los perros ladran, en algunas casas se enciende la luz,
la gente se agrupa formando pequeños corros en la calle. El nombre de Joe
está en boca de todos. Me río de oreja a oreja entre las sábanas.
Algunos hombres salen a investigar el caso. Ha explotado una caseta
eléctrica. Toda la feria y un buen número de viviendas están sin corriente.
La luna lame los barrotes de mi cama. Ejercito mi brazo.

Página 17
He recuperado la movilidad. Por increíble que parezca puedo conducir de
frente y hacer girar mi carrito yo solo. Lo muevo acercando y alejando la
barra. A base de músculo. Eso sí, me cuesta horrores controlar mis
movimientos. A veces los objetos vuelan por el aire nada más tocarlos. Si
bien entre un espasmo y otro consigo hacer cosas, todavía necesito mucha
práctica. Llevo ya un mes en el instituto, la cabeza no me falla, aunque
todavía no sé hablar. Tuve que retomar las clases donde las había dejado, en
tercero de bachillerato, de modo que comparto pupitre con Joe y Christof.
Frenar es lo más difícil, sobre todo cuando bajo la cuesta del dique hasta
el Cuello Largo, el camino que atraviesa las tierras inundables del río.
Siempre me miran los carcamales que se pasan el día diciendo que los
tiempos pasados fueron mejores. Los llamo los Hombres-Todo-Peor-Que-
Antes. Acostumbran a sentarse en un banco en el dique, flanqueados por sus
bicicletas. Lo ven todo, esos viejos y duros hortelanos, casi todos ellos
supervivientes de la segunda guerra mundial. No les devuelvo la mirada, no
me caen bien.
Los bomberos están sacando agua del foso de Betlehem, la cantera de
arena de la fábrica de asfalto. Visten monos oscuros y camisetas blancas de
cuyas mangas salen unos brazos fornidos. Desde aquí oigo las risas que
provocan sus chistes: el agua lleva los sonidos muy lejos. Uno de los
bomberos advierte mi presencia y me saluda con la mano. ¡Será cretino!
Por encima de mi cabeza susurran los álamos; en el prado que se extiende
a la derecha del Cuello Largo se han extraviado por entre las hierbas altas
una decena de caballos enanos. Beben agua verde de una tina junto a la
alambrada. Seguramente pertenezcan a Rinus el Marrano. En más de una
ocasión le ha caído una multa por abandonar animales.
Más allá se encuentra la Betlehem Asfalt, la empresa de Egon Maandag.
Veo cómo las palas cargadoras van pegando bocados a los montones de

Página 18
piedras desperdigados por el terreno. De noche las instalaciones se ven desde
lejos como una burbuja de aire de color naranja. Cuando llega el momento de
acometer el mantenimiento general de las carreteras, la fábrica funciona de
forma ininterrumpida durante las veinticuatro horas del día. Según dicen,
Betlehem Asfalt es el sustento de Lomarle; cada familia le hace entrega de su
primogénito.
Estoy bañado en sudor y siento punzadas en el brazo, pero el río está
cerca. Ya distingo los dos grandes sauces que se alzan en la ribera de
enfrente, y el transbordador, que se halla a medio camino entre esta orilla y
aquélla. Piet Honing bromea siempre: «El transbordador es la continuación
del camino por otros medios». Desde que estoy condenado a moverme sobre
ruedas viajo gratis. Un día Piet me comentó que no me cobra porque conozco
tanto la muerte como la vida, aunque no me lo explicó en profundidad. A Joe
tampoco volvió a pedirle dinero después de aquella primera vez.
Piet amarra el transbordador al otro lado del río. El portalón roza el
embarcadero de cemento. Un barco de paseo navega río abajo envuelto en un
ambiente festivo. Se oye música y el tintineo de las copas. Los invitados se
reclinan sobre la borda con elegancia. ¿Puede sentirse envidia de la levedad
con que se mecen sobre el agua las embarcaciones fluviales? La proa avanza
escoltada por dos pequeñas olas henchidas de espuma; da la impresión de que
estuvieran pintadas sobre el casco del barco. Río arriba se encuentra
Alemania, allí donde se divisan las colinas, con los globos encima. A todo el
mundo le gustan los globos aerostáticos. Por cierto, ¿sabías que esas
partículas extrañas que entran y salen del campo visual al enfocar la mirada
hacia un punto concreto son proteínas depositadas sobre el ojo?
Piet baja la barrera de seguridad, levanta el portalón y activa la palanca de
aceleración. La vieja y deteriorada mole se aparta de la margen del río e
inicia, bamboleante, el trayecto de regreso. Las deshinchadas banderas de
Total se rinden a la suave brisa.
Por detrás de las colinas y los globos cae la noche. Después de trazar una
curva el barco de paseo desaparece de la vista, Dios sabe hacia dónde. Parece
que esas embarcaciones siempre se dirigen río abajo, en dirección contraria a
la de las gabarras, que se desplazan hacia Alemania, con los motores a toda
máquina, dispuestas a remontar la corriente.
Piet se acerca a la orilla, atraca y salta a tierra. «Bueno, muchacho…»,
me dice. Agarra mi silla y me conduce al transbordador. Aunque odio que me
empujen, no hago ningún comentario. Piet me coloca al lado de un trastero
donde guarda una escoba y la sal que echa cuando hiela.

Página 19
La noche enrolla el día como un periódico. Percibo un olor a aceite y a
agua. Nos desplazamos a sacudidas hacia la otra ribera, donde un automóvil
enciende y apaga las luces. Las tinieblas caen de las ramas de los sauces
sobre las vacas que reposan más abajo. Las vacas son bobas, se pierden en
ensoñaciones inútiles. Prefiero mil veces los caballos. Cuando se quedan
quietos, producen al menos la sensación de estar absortos en un problema
típicamente equino; las vacas, en cambio, nos miran como nos mira el cielo:
con ojos grandes y negros y vacíos.
A algunas personas les da pánico viajar en el transbordador. Se asustan
con tantos bandazos y tumbos. Además, hay veces que la cubierta se llena de
agua, pero en realidad no pasa nada. El caso es que el transbordador lleva
navegando desde 1928 y está pensado para recorrer un canal tranquilo, no un
río caprichoso. Mi padre no para de decir: «Ese armatoste pone en peligro la
salud pública. Debería haber acabado en Hermans e Hijos hace tiempo».
Desde luego, sólo le importa la salud pública en la medida en que pueda
suponerle algún beneficio. Sea como fuere, Piet se empecina en seguir con su
embarcación, pese a que no es mucho más que una caseta de mandos y una
placa de metal donde apenas caben seis coches.
Cuando se le pregunta, Piet explica que es un transbordador propulsado y
dirigido por cables, pero con motor de refuerzo. Se vio obligado a instalar un
motor tan pronto como los barcos fluviales comenzaron a navegar a mayor
velocidad; a partir de ese momento resultó demasiado peligroso cruzar el río
con la corriente como única fuerza impulsora. El transbordador está atado
con un cable a tres botes viejos ubicados en línea vertical, río arriba. El más
alejado se encuentra inmovilizado mediante un ancla de grandes
dimensiones. En el extremo opuesto, el propio transbordador se balancea de
una orilla a otra como el peso de un péndulo de reloj, empujado por la
corriente lateral. De un tiempo a esta parte Piet emplea el motor para evitar
que los bólidos fluviales arrollen su embarcación. A veces sufre daños
cuando los barcos chocan contra los cables que unen los tres botes. Entonces
no navega en todo el día, ocupado en reparar los desperfectos.
Piet sale de la caseta de mandos.
—¡Qué noche más agradable, chico!
Cuando levanto la cabeza para mirarle se me cae un chorro de baba por
las comisuras de la boca. La produzco a litros. Me daría para tener peces de
colores. En ese instante viene a nuestro encuentro una gabarra cargada de
arena.

Página 20
—Habría que adecentar un poco las instalaciones —suspira Piet—. Como
antes, cuando teníamos una sala de espera en condiciones, donde los
pasajeros tomaban café con pastas. Se calentaban junto a la estufa hasta que
llegaba el transbordador. El puente y la autopista lo han cambiado todo. Esto
ya no es lo que era. Pero espérate a que se colapsen las carreteras. Entonces
ya veremos quién ofrece la comunicación más rápida.
Últimamente, Piet parece un poco triste. La gabarra pasa por delante de
nosotros. Las escotillas de la cubierta están abiertas, de la bodega sobresalen
montañas de arena, altas como las púas de un dragón. Colinas flotantes con
destino a Alemania. Desde luego, si exportan los montes, no es de extrañar
que este país sea tan llano.
En el cielo se intuye una única nube. Tiene la forma de un pie. «¿Quién
andará por ahí?», me pregunto. ¿Quién? ¿Comprendes?

Página 21
Joe no revelaba su verdadero nombre a nadie, ni siquiera a Christof, quien se
había convertido en su mejor amigo. Sabíamos que su verdadero apellido era
Ratzinger, pero su nombre de pila era un secreto.
Por lo general, los nombres se aceptan sin más. Te llamas como te llamas
y punto. Es un asunto que no te incumbe, tú eres tu nombre y tu nombre eres
tú, dos en uno, indivisibles. Después de la muerte, nuestros nombres perviven
un tiempo en la mente de algunos, sus letras se borran de la lápida del
cementerio y se acabó. Pero Joe no se contentaba con eso. Nos situamos
ahora en la época anterior a su traslado a Lomark. Era consciente de que su
nombre real jamás le permitiría ser quien quisiera. Le impediría ser cualquier
cosa o cualquier persona ajena a él. Para estar así, lo mismo le daba tener una
enfermedad que le obligase a guardar cama. Era un error, había nacido con el
nombre equivocado. Cuando tenía más o menos diez años decidió sacudirse
de encima ese lastre que arrastraba como un pie zambo. En adelante se
llamaría Speedboat. Ignoraba cómo se le había ocurrido, pero era indudable
que le quedaba de maravilla. No le preocupaba que aún le faltase el nombre
de pila, ya vendría solo, lo importante era tener apellido.
De hecho, el nombre de pila no se hizo esperar mucho tiempo. Un día,
mientras pasaba por delante de un andamio con uno de esos cilindros que se
utilizan para verter escombros en un contenedor, a Joe —que por entonces
aún no se llamaba así— le entró polvo en los ojos y se detuvo para
frotárselos. Arriba, junto a los obreros, había una radio colmada de cascotes y
manchas de pintura por la que, en ese mismo instante, resonó su nombre de
pila. Emocionado como un niño que reconoce a su madre entre una multitud
saboreó el sonido: Joe. De la canción Hey Joe, de Jimi Hendrix:
Hey Joe, where you goin’ with that gun in your hand
Hey Joe, I said, where you goin’ with that gun in your hand
I’m goin’ down to shoot my ol’ lady now
You know I caught her messin’ ’round with another man.[1]

Página 22
Así que Joe. Joe Speedboat. Con semejante nombre ya podías lanzarte al
mundo.

Joe encontró su destino en el pequeño jardín delantero de la casa del


Achterom. El primer invierno en Lomark tocaba a su fin. Se anunciaba la
primavera. Mientras yo me recuperaba en el hospital, Joe recogía con el
rastrillo las hojas secas que se encontraban esparcidas por el césped; una luz
fresca y diáfana se derramaba sobre los putrefactos vestigios de las
estaciones. Bajo las hojas aparecía el color amarillento de la hierba, trufada
de conchas de caracol transparentes. Desde el vecino pueblo de Westerveld
se acercaba un ruido tan desgarrador que hacía daño a los oídos. Las ondas
sonoras se volvían cada vez mayores. A un joven álamo se le escapó un
susurro nervioso. Joe se mantuvo a la espera con el rastrillo apoyado contra
el pecho, adoptando la clásica postura de reposo de los jardineros
municipales.
De pronto los vio: siete Opel Manta relucientes, oscuros como la noche,
con siete tubos de escape escupiendo fuego y nubes negras. Al volante iban
unos muchachos de rostro patibulario y pelos en las palmas de las manos. El
humo de sus cigarrillos se alejaba a través de las ventanillas abiertas, por las
que sacaban relajadamente el brazo izquierdo. Joe contempló atónito la
procesión que desfiló ante él como una larga tormenta. Soltó el rastrillo y se
tapó los oídos. Los escapes brillaban como trombones, el mundo parecía
arder en un estruendo que lo abrasaba todo cada vez que los chicos pisaban el
acelerador sin desacoplar el embrague, con el único objetivo de poner de
manifiesto su existencia, para que nadie pudiese dudar de ello. Lo que no
retumba, no existe.
Así fue como Joe recibió su primera lección de cinética, la belleza del
movimiento, propulsado por el motor de combustión.
El cortejo dejó tras de sí una burbuja de silencio y, en medio de ese
silencio, Joe escuchó la voz de su madre que exclamaba desde casa:
«¡Descerebrados!».

Por la mañana, la señora Ratzinger (quien corregía con amabilidad pero


firmeza a todo el que la llamaba «señora Speedboat» sin querer), de nombre
Regina, se destrozaba la espalda como asistenta de la familia Tabak y, por la
tarde, se buscaba una tendinitis en los codos tejiendo jerséis de lana para todo
el pueblo. Sus prendas eran de una extraordinaria calidad, un hecho que
acabó
Página 23
volviéndose contra ella, porque, como nadie los gastaba, el mercado se saturó
y la venta cayó en picado. El éxito, aunque fugaz, de sus jerséis también se
debía en parte a que en la pechera recreaba con hilo fino un hermoso gallo.
La casa estaba invadida por cestas repletas de lana que atraía a las
polillas. Regina colocaba cebo en lugares estratégicos: pegajosos fragmentos
de cartón impregnados del olor del sexo de los pequeños insectos voladores.
A veces se la oía gritar «¡Una polilla! ¡Una polilla!», a lo que seguía un golpe
mortal, la voz de India que decía «¡Pobrecillas!», y las risas burlonas de Joe.
A Christof el nombre de Joe le traía de cabeza. Un buen día fue a ver a
Regina Ratzinger.
—Señora Speed… Disculpe, señora Ratzinger, ¿cuál es el verdadero
nombre de Joe?
—No te lo puedo decir, Christof.
—Pero ¿por qué no? No sé lo contaré a nadie…
—Porque Joe no quiere. Según él todos debemos tener un secreto en la
vida, por grande o pequeño que sea. Lo lamento, Christoffeltje, no puedo
ayudarte.
Christof llevaba el nombre de su abuelo, que aparecía retratado en uno de
los cuadros de la casa de la Brugstraat; inmortalizado sobre un trasfondo de
ruinas antiguas, clavaba los ojos en la sala de estar que había quedado
destrozada por el camión. Después de escuchar cómo Regina se dirigía a él
con el diminutivo Christoffeltje, Christof decidió que quería llamarse Johnny,
Johnny Maandag. Era un nombre fantástico si te olvidabas de que en realidad
se llamaba Christof y que había elegido Johnny siguiendo el ejemplo de Joe
Speedboat.
Aun así el nombre no cuajó. Joe lo empleó durante una temporada, pero
nadie más le secundó.
Durante las vacaciones Christof se instalaba de forma casi permanente en
casa de Joe, donde tenían más libertad. Iban siempre juntos en la misma
bicicleta, Christof de pie sobre el portaequipajes, como en un número
circense, en dirección al supermercado a por un bote de detergente o hacia el
Snackbar Phoenix a por patatas fritas. En una de esas salidas pasaron por
delante de la casa de la Brugstraat, que estaba protegida por andamiajes y
plásticos. La reformarían y luego la venderían porque Egon Maandag no
dormía tranquilo desde el día del accidente. Tenía previsto construir una
mansión en una parcela elevada en las afueras de Lomark, para que no se le
mojaran los pies a causa de las crecidas del río. Aquella tarde, al salir de

Página 24
debajo del plástico que cubría la puerta de entrada, miró sorprendido a su
hijo, de pie sobre el portaequipajes.
—Hola —saludó Christof.
—Hola, Christof —respondió su padre, y creo que fueron las únicas
palabras que intercambiaron en todo el verano.
Joe y Christof comían patatas fritas con fruición. La empleada del
Phoenix era guapa y rellenita.
—¿Qué desean los señores?
—Una de patatas con salsa de cacahuetes y mayonesa, la más grande, y
dos tenedores —pidió Christof—. ¿Sabes por qué este sitio se llama
Phoenix?
La chica negó con la cabeza.
—Es un ave mitológica que renace de sus propias cenizas —explicó
Christof—. Me extraña que no lo sepas.
—Lo siento —se disculpó la empleada. Después de recorrer el
establecimiento con la mirada, como si algo se le escapase, preguntó—: ¿Es
aquí dónde la han visto por última vez? ¿Por eso se llama así?
—En efecto —contestó Joe en un tono grave—. Tenía su nido en este
mismo lugar.
Las patatas crepitaban en el aceite, junto a la ventana zumbaba un
moscardón que estaba en las últimas. Mientras la chica sacaba las patatas del
aceite y las sacudía un par de veces para escurrirlas, Joe y Christof no
quitaban los ojos de su macizo trasero, que se movía al compás de las
sacudidas. Echó sal a las patatas y las revolvió. Joe y Christof grabaron en la
mente sus memorables jamones.
—Una de patatas con salsa de cacahuetes y mayonesa para el señor
Christof —dijo.
—Se llama Johnny —la corrigió Joe—. ¿Me pones un poco más de
mayonesa?

Página 25
He perdido un curso por culpa del accidente, así que me encuentro rodeado
de compañeros a los que apenas conozco. Soy el mayor, pero si me pusieran
en pie, quedaría claro que también soy el más bajo.
El primer día de clase, Verhoeven, el profe de neerlandés, nos preguntó
qué habíamos hecho en el verano.
—¿Y tú, Joe? —quiso saber al llegar a la mitad del turno de preguntas—.
¿Tú qué has hecho en estas últimas semanas?
—He esperado, señor.
—¿Qué has esperado?
—El comienzo de las clases, señor.
Por fin tengo oportunidades de sobra para estar cerca de él. Una mañana,
Joe pide permiso al profesor Beintema para ir al lavabo. Al poco rato suena
un terrible estallido en alguna parte del edificio.
—Joe —susurra Christof.
El cabrón ha estado manipulando una bomba en el retrete. La mano
medio arrancada, un reguero de sangre desde los aseos hasta el exterior, y el
director pisándole los talones. Joe trata de huir como una rata herida, pero el
director le alcanza en mitad del patio y empieza a insultarle vilmente. Al
parecer, Joe no le presta demasiada atención porque se cae como si alguien
hubiese retirado una alfombra de debajo de sus pies. Llega una ambulancia,
se arma mucho revuelo y Joe desaparece un tiempo. Aquella bomba fallida le
ha hecho mucho daño.
Poco a poco, mis compañeros se van acostumbrando a mi presencia. Me
libro de los ejercicios y de los exámenes orales, porque me entretengo como
mínimo una hora con cada respuesta y ni siquiera así está garantizado que se
me entienda. Todo demasiado agotador.
Me resulta muy embarazoso no saber orinar solo. De un modo u otro, las
cosas se han arreglado de tal manera que Engel Eleveld me acompaña al

Página 26
baño. Engel es una persona asombrosa. Es el tipo de muchacho en el que no
te fijas durante años, casi como si fuera invisible, hasta que de repente le ves
y sientes hacia él un desesperado sentimiento de amistad.
Fue el propio Engel quien se ofreció, no sé cómo averiguó que tengo esta
necesidad específica, pero cualquier ayuda es bienvenida. Vamos juntos a los
baños, me baja el pantalón y cuelga mi pene en el orinal que siempre llevo
conmigo en el compartimento lateral de mi carrito. Las primeras veces creí
que me moría, no tanto cuando me manipulaba como cuando enjuagaba el
orinal en el lavabo. Curiosamente, nadie se burla de que Engel sea mi
camarada de aguas menores, o al menos yo no me he enterado.
Puede que te preguntes cómo me las arreglo para hacer de vientre, si
Engel también me asiste en eso. ¡Qué va! Lo hago en casa, con la ayuda de
mi madre. No soporto que ninguna otra persona atienda mi culo.
La puerta de los lavabos, que se había desquiciado a causa del impacto de
la explosión, ya se encuentra de nuevo en su sitio. El conserje cuenta a todo
el que quiera oírlo (nadie, en realidad, pero él insiste) que jamás ha visto
nada igual. Lo que a mí me interesa es qué pretendía hacer volar Joe. O a
quién.
Cuando se reincorpora —con la mano vendada y algunos puntos en la
cabeza— ya nadie le pregunta por ello. Me da la impresión de que no quieren
sacar el tema. Es una situación extraña, como si no quisieran ciarse cuenta de
que Joe ha cometido una estupidez. Las estupideces no van con él. Yo, por
mi parte, siento cómo deseo con todas mis fuerzas que le dé una buena
lección al mundo, porque si alguien puede hacerlo, ése es Joe.
Al principio, Joe está más tranquilo de lo habitual. Christof cuida de él.
Cuando Joe se dispone a quitarse la venda en plena clase, a la vista de todos,
Christof intenta mantener a raya a los curiosos.
—¡Joe! —exclama preocupado—. ¿No es peligroso?
—El peligro está donde menos te lo esperas —murmura Joe, mientras
continúa desenrollando la venda.
Se me acerca y sostiene la mano a la altura de mis ojos.
—Mira, Fransje, así es como se pagan las estupideces.
Se me revuelve el estómago. Su mano derecha ha quedado reducida a una
especie de sinfonía carnosa de tonalidades amarillas, verdes y rosadas,
débilmente unida mediante trescientas suturas o más. Le faltan el meñique y
el dedo corazón.
—Caray, Joe —dice Engel Eleveld con un hilo de voz.
A Heleen van Paridon le entran arcadas, pero consigue retener el
almuerzo.

Página 27
—Un poco de aire fresco y ya está —asegura Joe.
—¿También pusiste las otras bombas? —pregunta Quincy Hansen, ese
pelmazo con el que vuelvo a coincidir en clase porque repite por segunda
vez. Antes revelaría mis secretos a una serpiente que a Quincy Hansen.
—Yo no sé nada —contesta Joe.
—¡Que sí! —exclama Heleen van Paridon.
La veo demasiado agresiva para mi gusto.
—¡Que no! —replica Christof con la inocencia de un santo.
Bien hecho, no hay que ceder jamás. Se monta una pequeña trifulca. Joe
se aburre, así que se levanta y se va.
—Entonces, ¿quién ha sido? —le grita Heleen mientras se aleja—,
Fransje, ¿verdad?
Joe se gira hacia nosotros. Me mira primero a mí y luego a Heleen.
—Fransje es capaz de mucho más de lo que tú crees —le dice.
Y después se marcha, seguido por Christof. Todos los ojos están clavados
en mí. Mientras yo hago pompas de saliva, mis compañeros se ríen. ¡Reíos, la
risa es sana!

Página 28
No participo en nada. Imposible. Aun así procuro estar siempre en
movimiento, en mi doble papel de piloto de silla de ruedas y espía: el manco
de los ojos biónicos. Nada se le escapa, no se cansa de mirar. Devora el
mundo del mismo modo que una pitón engulle un cerdito. «Si no puedes
estar con ellos, cómetelos», bonita consigna, ¿no te parece? Sube y baja
colinas, a la intemperie, con la espuma en la boca. Montando guardia en su
carro de combate, enfundado en una capa de lluvia en días de temporal, con
un sueste calado en la frente cuando el viento huracanado tira de las
contraventanas, o ataviado con una camisa hawaiana bajo un sol de justicia.
No Temas, los Ojos Velan por Ti.
He visto que Joe y Christof se dirigían al río. Los sigo a paso de caracol.
Saltan chispas en el punto donde la barra de tracción transmite energía a la
rueda. No es que pretenda imponer mi compañía a Joe y Christof. Se trata de
algo más dinámico. No puedo salirme de los límites del asfalto. ¡Gracias
Betlehem Asfalt!, si no fuera por ellos lo tendría difícil. Joe llevaba su equipo
de pesca atrás y a Christof delante. Pasan mucho tiempo sentados juntos en la
orilla.
Los cardos sueltan sus pelusas, los campesinos amontonan el heno y las
gaviotas se dan un festín. El verano está ya más que maduro. Se me abren dos
posibilidades, o bien giro a la izquierda, por la cantera de arena y por entre
los campos de maíz hasta el río, o bien sigo de frente, por el Cuello Largo y
por entre los álamos hasta el transbordador. Pruebo suerte y elijo la izquierda,
el camino lleno de socavones que pasa por detrás del foso de Betlehem. La
fábrica extrae toda la arena que necesita de esta cantera. Aunque nadie
conoce la profundidad exacta, el agua está siempre helada, incluso durante
los veranos más calurosos, y eso significa mucha profundidad.
Aquí, junto al foso, se hacen las cosas importantes, aquí es donde los
jóvenes del pueblo vienen en sus motocicletas al atardecer para besarse y

Página 29
demás. Las pruebas están a la vista: bolsitas de marihuana, colillas,
encendedores vacíos, condones.
En invierno, todo esto se inunda, de ahí los socavones. En primavera, tan
pronto como desaparece el agua, vierten cascotes y polvo de ladrillo en los
baches, pero ni siquiera así logran nivelar el terreno.
Los gorriones posados entre el maíz levantan el vuelo cuando me oyen
llegar, gimiendo de dolor, con el brazo y el hombro en llamas. Para que te
hagas una idea: imagínate que estuvieras empujando un caballo muerto hasta
casa con una sola mano. No quiero quejarme, pero es así. Dirk se niega en
rotundo a engrasar mi carrito, aunque mi madre se lo pide una y otra vez.
Prefiere salir con sus colegas de mala vida para dar rienda suelta a sus
fantasías perversas. Entre ellas, la tortura. No vale para nada, ese chico. Ya
estuvo una vez en un centro de menores por atar a un árbol a Roelie Tabak y
vejarla. Cuando volvió era incluso peor, y ahora encima lo hace a escondidas.
¡Ojo con ese crápula!
El sol me quema la nuca. El foso está rodeado de carteles: «ZONA
PELIGROSA - RIESGO DE DESPRENDIMIENTOS». Sobre uno de los
postes reposa un enorme cuervo, un monstruo malvado que suena como una
puerta vieja. Hace dos años se produjo un desprendimiento, una noche de
otoño, y, de repente, el camino al transbordador dejó de existir. Simplemente
desapareció. Después salió a la luz que las dragas de arena de Betlehem
Asfalt habían estado funcionando demasiado tiempo en un mismo lugar, de
modo que el agujero acabó llenándose de la arena de alrededor. Es lo que
pasa cuando se excava un pozo profundo, entonces la arena comienza a
rodar, por así decirlo, hacia el punto más hondo. Este fenómeno se
conoce como
«hambre de arena» o arrastre. Ahora bien, el foso de Betlehem era tan
profundo que no disponía de suficiente arena para taparse a sí mismo, por lo
que empezaron a deslizarse las tierras circundantes. ¡La arena tenía que salir
de algún lado! Gran parte de la ribera y del Cuello Largo terminó en el agua,
junto con unos cuantos árboles. La gente se quedó de una pieza cuando por la
mañana pasó por ahí y no vio el camino. Los conductos de gas y los cables de
la electricidad se encontraban al descubierto, las farolas se habían caído. Pero
ahora, dicen, está todo bajo control, ya no dragan tanto tiempo seguido en el
mismo sitio. Cualquiera se lo cree…
El maíz ha crecido mucho a ambos lados, las mazorcas están a punto de
reventar. Aquí todos los postes están inclinados porque lo que se endereza en
verano se tuerce en invierno. El camino tiene metro y medio de ancho, las
hojas de maíz susurran «¡Venga, Fransje, tira de la barra con fuerza!», y yo

Página 30
me harto de tirar. Mi brazo trabaja demasiado; si se gasta, estoy perdido. El
maíz me tiende sus dedos para darme ánimos. Fransje, separando las aguas
en un intento por escapar al enemigo, el mar de verdor se cierra tras
él…
«¡Vamos, Fransje, vamos!». Los dedos del maíz le empujan hacia delante.
«¡Falta poco!».

El dique de verano es una pendiente suave pero interminable. Si Joe y


Christof no están al otro lado, habré recorrido todo el trayecto en vano. Llego
arriba, mi brazo por poco se me cae. Abajo se extiende una pequeña playa,
tan amarilla como la uña infectada del dedo gordo de mi padre. Unos cisnes
flotan al abrigo de un espigón, donde apenas hay corriente. En el extremo de
aquella construcción se alinean dos espaldas pertrechadas con largas antenas
que captan señales del agua: Joe y Christof.
Hace mucho que no vengo por aquí, junto al agua, el dique y los campos
relucientes de densa hierba. Las parcelas ya segadas se ven pálidas como el
cuero cabelludo recién afeitado. En el siguiente espigón se han agrupado
centenares de avefrías. Ha picado. Joe saca del agua un pez brillante y
Christof, visiblemente nervioso, da saltitos alrededor de él.
En el fondo creo que yo debería haber sido el amigo de Joe. Christof no
le va, es demasiado prudente. Me da la sensación de que le inhibe. Pone freno
a la velocidad de Joe, y eso no es bueno. Joe tiene que poder aumentar las
revoluciones hasta que se eche a volar. Mi accidente ha tenido lugar antes de
tiempo, ha alterado el curso de los acontecimientos. Yo debería estar sentado
allí, a su lado, no Christof.
Los soplos de viento que me llegan por detrás me refrescan un poco,
estaba tan empapado que casi me resbalo de la silla de ruedas. Christof me ha
visto, porque de pronto se detiene, le da a Joe con el codo y me señala con el
dedo. Pensaban que estaban solos y de repente se sienten sorprendidos. Las
avefrías se alzan en bandada y sobrevuelan el río dando unos aletazos
anárquicos. He oído hablar de los ingleses que sobrevolaron el río en sus
bombarderos, rumbo a Alemania, preparados para arrasar el país. Aquí en las
orillas se había instalado artillería antiaérea, pero contra aquel eclipse solar
no había nada que hacer.
Por entonces sucedieron muchas cosas en esta zona. Te contaré las
peripecias de la familia Eleveld, en su día una de las más grandes de Lomark.
En septiembre de 1944 les tocó por primera vez. Se encontraban todos juntos
en una especie de refugio antiaéreo bajo el nogal que crecía cerca del

Página 31
transbordador cuando les cayó encima una bomba de los aliados que, en
realidad, iba dirigida a la artillería de la orilla de enfrente. Una única bomba,
veintidós Eleveld muertos de golpe. El resto de la familia regresó a Lomark
confiando en que ahí estarían a salvo, pero no señor, porque una semana más
tarde el propio Lomark fue alcanzado por una lluvia de bombas, y una de
ellas impactó en el tejado de su casa. Los niños bajaron la escalera con las
tripas en los brazos: «¡Mira, papá!». Murieron allí mismo. A esas alturas
quedaban ya sólo tres Eleveld. Se marcharon a la ciudad, donde el último
mes de la guerra se vieron atrapados por el fuego de mortero de los
alemanes. Dos de ellos perdieron la vida, de modo que, al término del
conflicto bélico, el único superviviente era Hendrik Eleveld, conocido
como Henk el Sombrero. Henk el Sombrero tuvo un hijo, Willem, que, a su
vez, es el padre de Engel Eleveld. Me parece una historia extraña. El destino
contra los Eleveld: 27-0, o algo así. Pero bueno, si ves a Eleveld, piensa en el
séquito invisible que desfila tras él con motivo de la conmemoración que se
celebra cada año junto al
monumento del pueblo.
Joe y Christof vienen hacia mí, echo el freno con especial diligencia.
—Nos persigue —oigo que sisea Christof.
—Hola, Fransje —me saluda Joe cuando se encuentran delante de mí—.
¿Has subido tú solo?
—Mírale —dice Christof—. Tiene burbujas blancas en la boca, como un
caballo.
Se ríe, Joe se acerca y coge mi brazo. Con la mano izquierda, porque la
derecha todavía está deshecha por culpa de la bomba.
—¿Qué se te ha perdido por aquí, Fransje?
De súbito, los ojos de Joe se abren de par en par.
—¡Ostras, toca esto!
Christof toca mi
brazo.
—¿Qué lleva dentro? ¿Hormigón o algo? —sugiere.
Cuando Christof enarca las cejas, parece un búho. Cómo se pasan, qué
exagerados son, tampoco es para tanto. Me pongo colorado.
—Se pone colorado —observa Christof.
—¿Me dejas? —pregunta Joe.
Enrolla mi manga hasta por encima del bíceps y silba entre dientes.
—Es una monstruosidad.
Christof le mira extrañado, no entiende de estas cosas. Hasta ahora no me
había fijado, pero es cierto que mi brazo está enorme.
—Sobre todo para un cuerpo tan canijo —puntualiza Christof.
Página 32
Le doy la razón, es como si todo lo que he crecido en los últimos meses
se hubiera concentrado ahí, tengo el brazo de un adulto, con bultos y venas
por todas partes. El brazo de un oso, modestia aparte. Joe prorrumpe en risas
y exclama como un director de circo: «¡Señores y señoras, os presento
aaaaa… Frans el Brazo!».
¡Frans el Brazo! ¡Sí! Christof se encoge de hombros, aún tiene demasiado
presente la derrota que tuvo que encajar cuando trató de cambiar su propio
nombre. La luz del sol destella en la montura de sus gafitas, aprieta un poco
los ojos. ¿A quién me recuerda? Por más que me estruje el cerebro no caigo.
Quizá sea un personaje de un libro de historia, pero he leído tanto en los
últimos tiempos que no doy con él. Debo buscarlo.
—Tú dirás lo que quieras, pero yo pienso que nos persigue —dice
Christof.
Como si no pudiera ir por donde me dé la gana.
—Puede ir por donde le dé la gana —replica Joe.
—¿Nos persigues, Fransje? —me pregunta
Christof. Niego enérgicamente con la cabeza.
—Ves —dice Joe—, no pasa nada. Adiós, Fransje.
Regresan a sus cañas de pescar sin volverse. Lanzan el anzuelo y se
quedan de nuevo inmóviles sobre el espigón. Me muero de curiosidad por
enterarme de qué tratan sus conversaciones. ¿O sólo contemplan el agua y no
abren la boca? Son cosas que deseo saber. Estoy muy solo aquí.

Página 33
Los animales ayudan a combatir la soledad. Bueno, no todos. Los conejos,
por ejemplo, no sirven de nada, son bastante simples. Los perros también me
irritan sobremanera. Quería una grajilla, uno de esos pequeños cuervos de
nuca plateada y ojos azules lechosos. Las grajillas son afectuosas y su
reclamo se parece más a la voz humana que el de los cuervos o los grajos.
Sobre todo por la tarde, cuando se posan a docenas sobre los castaños del
Bleiburg y parlotean hasta el anochecer; después ya sólo se oyen los
graznidos aislados de las grajillas que se caen de las ramas. Otra ventaja es
que son relativamente limpias. Se las ve a veces en las charcas poco
profundas que se forman en los prados; se inclinan hacia delante y dejan fluir
el agua por la espalda y las alas hasta que se les haya ido toda la suciedad.
Sabía de un lugar donde había varias. Cada primavera anidaban en unos
árboles medio muertos que se agrupaban en torno a una laguna, una mancha
de agua que no había vuelto a secarse después de que, años atrás, se rompiera
el dique. Antes, esas rupturas suponían una verdadera catástrofe en la que
mucha gente moría ahogada. El agua entraba a raudales por el punto de
ruptura y abría un enorme boquete al otro lado del dique. Después, el dique
nuevo se construía alrededor de la charca, por eso muchos diques antiguos
presentan unos recodos tan pronunciados.
Las grajillas anidaban en las grietas y las cavidades de los árboles de la
laguna y una tarde de miércoles le di a entender a Sam que me buscara un
polluelo.
—Eso está hecho —me prometió.
Caminaba detrás de mí con una mano apoyada en la silla y no dejaba de
decir bobadas a lo Sam. A veces pienso que tiene el cerebro dañado.
Paseé la mirada por las tierras ubicadas entre el dique de invierno y el de
verano; el río se había retirado hacía poco. Los árboles tenían los pies
oscuros, las marcas indicaban la altura alcanzada por el agua en los meses

Página 34
invernales. En lo alto avisté unos puntitos negros. Estaba algo nervioso.
Había otra razón por la que quería una grajilla: son muy fieles. Las grajillas
que se unen en pareja permanecen juntas para siempre y si adoptas un
polluelo, acaba sintiendo ese mismo apego hacia ti. Ahora bien, es
fundamental que te lo lleves pronto.
—¿Me tengo que subir ahí? —me preguntó Sam al ver los árboles.
Después de protestar un rato, bajó al dique a cuatro patas. Se detuvo ante
un árbol con ramas bajas y se quedó mirando hacia arriba hasta que se acercó
una grajilla de camino a su nido. Entonces comenzó a trepar. Las aves
volaban agitadas alrededor de las copas de los árboles; sabían de sobra que
aquello no auguraba nada bueno. Me entró frío, el invierno aún flotaba por
entre las capas de aire primaverales. Estaba oscureciendo y había que
esforzarse por distinguir la silueta de los objetos más lejanos. Los árboles de
la laguna parecían envenenados, estaban más muertos que vivos y algunos,
ya medio deshechos de su corteza, se erigían desnudos y fríos en el
crepúsculo. Sam había subido hasta un tercio del tronco y seguía escalando
con torpeza. Desde luego no debió de hallarse entre los primeros de la fila
cuando se repartieron la inteligencia y la agilidad. Francamente, no posee
más que una cualidad: es bastante amable, en el supuesto de que la
amabilidad sea una virtud y no un defecto, causado por la ausencia de ese
tipo de crueldad en la que se ampara una persona como Dirk.
Sam se encontraba ya a sólo un metro del nido cuando dejó de moverse.
Por mucho que entornase los ojos no conseguía ver qué pasaba. Al rato le oí
chillar, una sarta de palabras plagada de «coños» y «mierdas». Le había dado
un ataque de pánico. Aquél era muy mal lugar para dejarse llevar por el
miedo. Esas situaciones me sacan realmente de quicio. Sam suspendido entre
el cielo y la tierra y yo atado al asfalto. No me quedó más remedio que
regresar al pueblo en busca de ayuda y confiar en que aguantase allí arriba.
Desanduve el camino todo lo rápido que pude. Durante largo tiempo escuché
los gritos de socorro de las grajillas que daban vueltas en torno al pobre Sam.
Entré en el pueblo por el Achterom. Joe vivía en la primera casa.
Irradiaba luz y calor, como un invernadero. Golpeé la puerta fuertemente con
el puño, me abrió India. Saltaba a la vista que se sorprendía de verme.
Todavía no había tenido oportunidad de examinarla con detenimiento, pero
en ese momento caí en la cuenta de que la encontraba bastante guapa, aunque
por entonces era todavía muy joven. En realidad, comprendí que a una edad
determinada luciría una belleza singular y que, hasta ese día, los hombres la
mirarían con impaciencia como cuando, en primavera, los agricultores

Página 35
contemplan el tierno verdor de sus cultivos que justo sobresale por encima
del suelo. India poseía una constitución distinta a la de su hermano, mucho
más esbelta, pero tenía la misma mirada clara.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó por fin.
Me tragué los mocos que se habían acumulado en mi boca durante la
carrera hasta el pueblo y levanté la cabeza.
—UH-UH-YUUUUU —aullé.
—¿Joe? —preguntó—. ¿Buscas a Joe?
—UH-SÍÍÍÍÍ.
Igual que Chewbacca, el personaje peludo de La guerra de las galaxias.
India entró sin cerrar la puerta. Dentro había tanto calor y tanta luz que
parecían tener funcionando un par de altos hornos. El aire que salía a mi
encuentro recordaba el del radiador eléctrico de nuestro cuarto de baño. «¡La
puerta!», gritó alguien, probablemente la persona encargada de pagar las
facturas.
—¡Joe! ¡Vienen a verte! —exclamó India.
Joe me contó más tarde que sus padres habían decidido llamarla así
porque la habían engendrado en la India. Su segundo nombre, Laksmi, estaba
inspirado en una diosa que, según los hindúes, traía la felicidad y la
sabiduría. Yo no sabía nada de los hindúes, sólo de los samuráis y unas pocas
cosas más. Los padres de Joe se casaron en la India porque tenían un vínculo
espiritual con ese país. Durante la ceremonia nupcial sufrieron unos cólicos
tremendos. Mientras desde arriba descendía sobre ellos una nube de hojas de
loto, la diarrea caía a gotas por sus piernas. Cuando empezó el concierto de
sitar en homenaje a los novios, Regina Ratzinger estaba defecando, entre
sollozos, en el aseo.
Escuché que Joe bajaba la escalera con mucho ruido. De repente se plantó
frente a mí, aparentemente muy alegre.
—Fransje, dime.
Le miré en
silencio.
—Está bien. ¿Qué ocurre y cómo me lo vas a explicar?
Hice gestos vehementes en dirección al dique y le pedí por señas que me
acompañara.
Lassie, la collie inteligente.
—Espera a que me ponga los zapatos —dijo Joe.

Página 36
Me empujó. Sus manos estaban cargadas de energía. Era la hora en la que
todo se torna azul, azul metalizado, cuando el color abandona los objetos
volviéndolos azules y duros y oscuros, antes de que se suman lentamente en
la oscuridad.
—¿Queda lejos? —preguntó Joe.
Señalé hacia delante. Joe comenzó a relatarme una historia sobre los
milagros de la física moderna, que por entonces suscitaban en él un gran
interés. Desde luego tenía el don del monólogo.
Más o menos a mitad de camino se detuvo y dijo: «¿Qué es esto?». Su
dedo indicaba la funda que protegía mi telescopio. Me lo había regalado mi
madre, ella comprendía que mirar me ayudaba a relegar a un segundo plano
las deprimentes cavilaciones sobre mis deficiencias. El telescopio colgaba a
un lado de mi carrito y formaba parte de mi creciente arsenal. Joe desenroscó
la tapa del estuche y el telescopio se deslizó en su mano.
—Vaya —dijo, y llevó el instrumento a su ojo izquierdo.
Podía ver sin problemas el otro lado del río e incluso las casas situadas
por detrás del dique. Mi telescopio era una joya, un Kowa 823 con un zoom
de 20-60 x y un gran angular de 32 x.
—Esto es lo que haces, observarnos —concluyó mientras bajaba el
instrumento—, pero lo que piensas continúa siendo un secreto.
Apuntó el telescopio hacia mí como si fuese un puntero. La vergüenza
incendió mi rostro, el observador estaba siendo observado, yo, que me creía
invisible porque nadie me prestaba más de medio minuto de atención, no
había escapado a su mirada. Me invadió tal sentimiento de gratitud que se me
hizo un nudo en la garganta. Había sido visto y, además, por la única persona
en el mundo por la que deseaba ser visto…
—¿Qué te pasa?
No pude evitarlo, simplemente estaba emocionado.
Le di a entender que habíamos de seguir, Sam corría el riesgo de caerse
del árbol en cualquier momento. Sin embargo, cuando alcanzamos la laguna
no le vi por ninguna parte. Me temía lo peor y recorrí el suelo con la mirada,
pero no se oían gemidos ni descubrí a nadie con la espalda rota o la pierna
torcida de mala manera. Al parecer, en la comunidad de las grajillas se había
restablecido la paz. Quizá al final Sam logró descender del árbol por sus
propios medios y volvió a casa campo a través. Fuera como fuese, yo seguía
sin grajilla.
A mi lado estaba Joe, que no entendía nada. Le tiré de la manga y se
inclinó hacia mí.

Página 37
—¿Qué vamos a hacer?
Traté de imitar con la mano el movimiento de las alas de los pájaros
—aunque también podía interpretarse como una pala cargadora o un pequeño
comecocos en acción— y después señalé los árboles. Después de contemplar
un rato las aves que iban y venían por el cielo cada vez más oscuro, Joe dijo:
—¿Intentas explicarme que te gustaría tener una
grajilla? Me reí de oreja a oreja como un mono.
—¿Quieres que saque un polluelo de uno de los nidos? ¿Hemos venido
hasta aquí para eso?
Sacudió un par de veces la cabeza, pero descendió el talud sin objetar y se
subió a un árbol con la agilidad de una tortuga ninja. Bajó enseguida. En la
mano sostenía un polluelo acurrucado. Los ojos del animalito se movían
nerviosamente de un lado a otro y tenía el pico ancho y plano. De su piel,
roja y azulada, salían a intervalos irregulares unas plumas incipientes que se
alternaban con una especie de pelusa grasienta. Me parecía lo más feo que
había visto en mucho tiempo.
—¿Era esto lo que querías? —me preguntó Joe incrédulo.
Colocó el pájaro en mi regazo y yo lo rodeé con la mano asegurándome
de no hacerle daño.
—Ten cuidado con esa garra tuya.
La grajilla resultaba calurosa al tacto, y también un poco húmeda. Pese a
su pequeño tamaño, daba la impresión de ser un enorme corazón palpitante,
que latía en el cuenco de mi mano.
—Qué le vamos a hacer —dijo Joe, encogiéndose de hombros—, todos
necesitamos acariciar algo.
Agarró los asideros de la silla de ruedas y me dio la vuelta, girándome en
dirección a Lomark. Sujeté la grajilla con delicadeza. Se convertiría en mis
Ojos a Gran Altura y la llamaría Miércoles, por el día en que me hice con
ella. Comenzó a lloviznar. Me sentía muy feliz.

Página 38
Cuando cumplí quince años comenté a mis padres que quería irme a vivir a la
casa de madera que se encontraba al fondo del jardín. Ya sabía hacer
bastantes cosas solo, por lo que sin duda también sería capaz de calentarme
mi propia lata de salchichas. Mi madre se opuso, mi padre aisló la casita e
instaló una estufa de gas, una pequeña cocina y un retrete. Encima de la
puerta colgaba una herradura que debía atraer la suerte. Mis padres pasaron a
ser mis vecinos de enfrente, me duchaba en su casa y algunos días veía la
televisión con ellos. Miércoles dormía en una jaula en una de las paredes
exteriores de la casita, durante el día solía acompañarme posado en mi
hombro como el loro de un pirata. Había aprendido a volar, a veces se
ausentaba media hora, pero siempre acudía a mi silbido.
Al entrar a vivir en esa casa comencé a anotarlo todo. Realmente todo. A
algunos les resulta difícil de creer que reproduzco esta vida de forma casi
literal sobre el papel. Mis diarios representan el tiempo: trescientos sesenta y
cinco días, o diez veces trescientos sesenta y cinco días, o quince, o veinte.
Forman una alta montaña que ocupa toda la vista y que crece hacia atrás
internándose en la historia. Todo está dentro, o al menos los acontecimientos
que ocurren en mi entorno o de los que tengo noticia a través de otras
personas. Por ejemplo, si tú vinieras a verme hoy, lo apuntaría. En estos
términos: he visto a fulano, tal o cual día, a tal hora, en tal sitio. Y si algo en
ti me hubiera llamado la atención, unas orejas curiosas o una nariz bonita,
también lo habría anotado, junto con el motivo de tu visita y el modo en que
llevaste a cabo tu misión. No faltan tampoco otros apuntes, sobre las lluvias
otoñales que lavan el oro de nuestros cabellos, poniendo al descubierto los
tonos oscuros del invierno, o sobre el río que fluye por nuestras vidas como
lo hace la circulación sanguínea por nuestros cuerpos.
Cuando escribo, pienso con frecuencia en el gran samurai Miyamoto
Musashi, que dice que el sendero del guerrero es doble: el camino de la

Página 39
espada y el del pincel, o de la pluma. El sendero de la espada se me presenta
un poco complicado, pero me queda el de la pluma. Es una idea que he
sacado de El libro de los cinco anillos o Go Rin No Sho. Lo encontré en la
biblioteca y lo he leído tantas veces que está muy manoseado. Jamás lo
devolví.
Musashi es Kensei, el espadachín divino, que en toda su vida no perdió ni
un solo duelo. Su nombre completo es Shinmen Musashi No Kami Fujiwara
No Genshin, Musashi para los amigos. Nació en 1584 en Japón y, con trece
años, derrotó y mató a su primer contrincante. Luego siguió una larga lista de
combates y en ninguno de ellos salió vencido. Si bien era ya una leyenda en
vida, según sus propias palabras no llegó a comprender la estrategia hasta que
cumplió más o menos cincuenta años. El libro de los cinco anillos enseña a
luchar como él, aunque también contiene buenos consejos para los menos
bravucones.
«Con el vigor de la estrategia he practicado muchas artes y habilidades,
siempre sin maestro. Para escribir este libro no uso la ley de Buda o las
enseñanzas de Confucio, ni las antiguas crónicas guerreras o los libros de las
tácticas marciales. Tomo mi pincel para explicar el auténtico espíritu de esta
escuela “Ichi”, tal y como se refleja en el Camino del Cielo y de Kwannon.
Este momento es la noche del décimo día del décimo mes, a la hora del
Tigre».
Unas semanas después de poner por escrito sus preceptos Musashi
falleció.
Me resulta de gran utilidad la mirada estratégica, que ayuda a mirar
mejor. Musashi escribe: «La mirada ha de ser profunda y amplia. Ésta es la
doble mirada concebida como “vista y percepción”. La percepción es fuerte,
y la simple vista es débil. En la estrategia es importante ver las cosas lejanas
como si estuviesen cerca, y tomar un punto de vista distante respecto de las
cosas cercanas».
Magnífico, ¿verdad?
Empecé a llevar un diario como una previsión para la vejez. Pensé: si
anoto con rigor todo lo que sucede, más tarde la gente vendrá a verme con la
pregunta: «Fransje, ¿qué pasó el 27 de octubre del año tal? Y mira a ver si en
ese día escribiste algo sobre mí». Como habría inscrito y catalogado a
conciencia toda la información, buscaría el tomo correspondiente y sabría
localizar la mayor parte de los datos. «Aquí lo tengo, el 27 de octubre, hace
unos años, sufrimos un terrible temporal que causó muchos daños. El viento,
que sopló con fuerza del suroeste, abatió gran número de árboles y por todas
partes sonaron alarmas de automóviles. El encargado de los campos de

Página 40
deporte estuvo a punto de ser derribado por una ráfaga huracanada mientras
repasaba escrupulosamente las marcas de cal con un trazador de líneas. El
embudo expulsaba una nube blanca, las líneas se abrían en abanico. La
inflexible tenacidad del encargado mereció mi admiración. Una hora más
tarde se cancelaron todos los encuentros deportivos que se celebraban en el
país.
»El vendaval hizo que la gente en la calle se comportase como niños, se
les veía revoltosos y exultantes, les brillaban los ojos y les daba igual lo que
aconteciera a su alrededor. Eso fue lo que más me impactó, que no mostrasen
ni la menor preocupación, pese a que las tejas eran arrancadas de los tejados
y las ramas voladoras provocaban desperfectos en los coches. Aquel día el
transbordador no salió. El río temblaba y escupía grandes olas grises y
turbulentas.
»El 28 de octubre el viento amainó. Entonces fue el turno de las
motosierras».
Después de haber dado a leer el fragmento a su destinatario, escribiría en
mi libreta de notas: «DOS FLORINES Y MEDIO».
El problema es que la gente no necesita estas cosas. No quieren conocer
la realidad. Prefieren creer en sus propias fantasías y pesadillas. Las historias
de Frans el Brazo no despiertan interés alguno. Permanecerán en sus estantes
hasta que alguien decida redactar la historia de Lomark y reconozca en ellas
el tesoro que permita arrojar un rayo de luz sobre los años que hemos ido
dejando atrás. Sólo entonces mi trabajo será valorado en su justa medida.
Hasta ese día no serán más que noticias viejas amontonadas en una casita de
jardín.
Guardo mis diarios en unas estanterías colocadas contra la pared del
fondo. Escribo todos los días. Recojo en el presente lo que los historiadores y
los arqueólogos extraen de las simas del pasado. Podríamos decir que yo me
dedico a la historiografía horizontal, en tanto que los historiadores excavan
acontecimientos antiguos. Están obligados a adentrarse en las profundidades
del tiempo: es lo que llamo historia vertical. La comparación se me ocurrió
en clase de geografía, un día que hablamos de las minas y de las
explotaciones a cielo abierto. En este último caso no hace falta realizar obras
de excavación porque el carbón yace cerca de la superficie, basta con
separarlo de la tierra mediante un procedimiento de raspado. En cambio, las
minas se sitúan a gran profundidad, por lo que resulta imprescindible excavar
galerías subterráneas.
Me parecía una metáfora acertada.

Página 41
En cierto modo, hago innecesario el trabajo de los historiadores. Si
alguno encuentra mis diarios, tomará lo que considere oportuno, lo dotará de
comentarios propios y lo presentará como suyo. Bien mirado, no son más que
ladrones de alto prestigio, al igual que los novelistas. En todo caso, no me
importa demasiado, con tal de que se dé a conocer la realidad sobre Joe, los
detalles que conozco yo, no lo que cuentan Christof y los suyos. Ésa no es la
verdad, eso son mentiras y folclore.

Página 42
Aquí en Lomark las circunstancias internacionales apenas nos afectan. A
veces, por ejemplo cuando sube el precio de la gasolina, somos conscientes
de que algo sucede en Oriente Medio, y cuando los automóviles se tiñen de
rojo después de un chaparrón sabemos que ha habido tormenta en el Sáhara,
pero en general los avatares del mundo pasan más bien desapercibidos. Sin
embargo, la llegada a Lomark de un dentista nuevo está directamente
relacionada con los acontecimientos mundiales y, muy en concreto, con las
palabras pronunciadas por Frederik Willem de Klerk el 2 de febrero de 1990.
Es el día en que el presidente sudafricano legaliza el Congreso Nacional
Africano y anuncia la liberación de Nelson Mandela, líder y símbolo de la
lucha contra el apartheid. «Es un hombre con una visión tan amplia como el
ojo divino», sostienen los seguidores de Mandela, y le equiparan con el alma
grande de la India. En 1990 Mandela sale de la prisión y, unas horas más
tarde, pronuncia su primer discurso en veintisiete años. Lo divertido es que,
al haberse dejado las gafas en la cárcel, trata de leer el texto lo mejor que
puede con las lentes de su esposa sobre la nariz. Tres años después,
Mandela y De Klerk reciben el premio Nobel de la Paz; en 1994, Mandela
sucede a De Klerk como presidente de Sudáfrica.
Los cambios producidos en el país provocan enormes tensiones sociales y
una feroz lucha por el poder y los recursos. Julius Jakob Eilander, dentista, y
su mujer, Kathleen Swarth-Eilander, son afrikáners de cuarta generación.
Observan cómo los vecinos elevan los muros que rodean sus mansiones e
instalan unas alarmas tan sensibles que el simple paso de una hoja o una
lagartija ya pone en marcha el ulular de las sirenas. La familia Eilander no
espera a que el país se transforme. Acude a Europa, de regreso a la «vieja y
acogedora Holanda» que sus antepasados abandonaron en el siglo XIX.
En enero de 1993 llegan al aeropuerto de Schiphol. Tras residir unas
semanas en casa de parientes lejanos y un par de meses en un bungaló entre

Página 43
pinos y caravanas, Julius Eilander se hace cargo de la consulta del dentista de
Lomark, quien ha provisto nuestras dentaduras de empastes, coronas y
puentes hasta donde se remonta la memoria colectiva. La consulta se
encuentra en la primera planta del edificio que la población local ha
bautizado como Casa Blanca, aunque, según la placa de la fachada, se llama
Quatre Bras.
Julius y Kathleen Eilander tienen una hija, Picolien Jane, a la que
llamamos PJ, pronunciado a la inglesa. Después de Joe e India, ella es el
tercer espécimen exótico de nuestra escuela.
No damos crédito a nuestros ojos. Luce una tiara de rizos rebeldes que
caen impetuosamente sobre sus hombros. Me recuerdan al mar y a la espuma,
mis diarios están llenos de PJ. Su piel es pálida, jamás he visto unos ojos tan
azules, aparecen levemente inclinados en su ancho rostro. En el recreo, las
chicas se agolpan alrededor de ella para estirar con la mano los tirabuzones
que vuelven a encogerse en cuanto se sueltan. Todas quieren ser amigas de
PJ
. Nos embelesa con su forma de hablar. Ese afrikáans tan cercano, y a la vez
tan misterioso, unas veces hace que nos riamos y otras nos provoca unos
escalofríos que sólo el placer de escuchar una lengua hermosa es capaz de
producir.
PJ nos dice que viene de Durban, un nombre que a nosotros nos suena tan
mágico como Nínive o Isfahán. El aire de Durban crepita y la piel de sus
habitantes sabe a salitre y amoníaco. Me imagino a PJ deambulando por las
calles de la ciudad; en mi diario la cacatúa silba y el mono se masturba. Allí
el cielo debe de ser distinto. Desde luego, los ojos de PJ reflejan horizontes
más lejanos que los nuestros, y secretos de verdad, no este hermetismo
mezquino con el que nosotros nos aburrimos. Secretos reales, más próximos
a la luz que a la oscuridad, la oscuridad en la que nosotros aquí incubamos
nuestros purulentos pecados para los que no existe absolución, porque el cura
es sordo y no nos oye cuando nos confesamos en susurros. PJ ha nacido de
una fusión de luz, su piel es tan blanca como los brotes que salen de las
patatas almacenadas en los sótanos de las casas, parece transparente, pero su
llameante cabello es puro trigo…
En clase, el número de exposiciones orales sobre Sudáfrica se dispara.
Cuando PJ nos pregunta con su peculiar acento: «¿Por qué me miráis
tanto?», nos derretimos. Es la mejor prueba de que tiene algo especial,
porque de lo contrario no nos emocionaríamos de ese modo, ¿verdad?
Mientras nuestros padres están tumbados bajo la lámpara de su progenitor
dentista, contrayéndose de dolor y miedo, víctimas de perforaciones, golpes y

Página 44
martillazos, nosotros contemplamos a PJ con la respiración contenida.
¡Venga, sigue hablando, haznos vibrar una vez más, no te hagas de rogar!
Por aquellas fechas Joe se rapó por primera vez al cero. Se sentó con la
cabeza inclinada en el bloque motor que se hallaba al fondo del cobertizo de
su casa y Christof fue trazando calles con una maquinilla de cortar el pelo. El
grueso cabello revoloteaba por el aire hasta depositarse sobre el suelo, al final
sólo quedó una sombra por debajo de la cual se entreveían unas cicatrices
pálidas. Con la cabeza afeitada, Joe terminó pareciéndose por completo a un
jinete nómada de las estepas, un uigur o un huno, con los ojos ligeramente
oblicuos. Joe el Huno, sentado en un pequeño caballo infatigable, con el
lomo en carne viva bajo la silla de montar. Más de uno llegó a preguntarle si
entre sus ascendentes había algún negro, o quizá un asiático, porque en la
cara de Joe se confundían diversos rasgos raciales. Joe-Para-Todos-Los-
Gustos, aunque yo asociaba ante todo aquella cabeza singular con la de un
jinete estepario.

Página 45
El dúo formado por Joe y Christof se amplió con Engel Eleveld, mi bendito
camarada de aguas menores. Ocurrió cuando Joe fue a pescar con Engel a
una laguna. En esas charcas abundan los lucios. Joe capturó un ejemplar,
Engel había aprendido de su padre que la cabeza del lucio permite reconstruir
el calvario de Jesucristo. Entre los huesos craneales hay un martillo, unos
clavos y una cruz. Cuando por fin lograron abrir el cráneo no encontraron
nada parecido.
Desde entonces, Joe y Engel eran amigos.
Ya he contado que pueden pasar años sin que te fijes en Engel y de
repente le ves como envuelto en una especie de luz. Así sucedió también con
Engel y el amor. Nunca jugaba con los demás al «pillapilla con besos» ni
intercambiaba cartitas amorosas, sino que dibujaba aparatos aerodinámicos
fabulosos en un cuaderno de tapa dura y, sin darse cuenta, inventaba objetos
que habrían alterado el curso del mundo si los hubiera retenido en la
memoria. De pronto, Heleen van Paridon y Janna Griffioen se enamoraron de
él. Sin causa aparente. En la misma semana se unieron a ellas Harriët Galama
(pechos) e Ineke de Boer (pechos aún más grandes). A partir de ese momento
los acontecimientos se precipitaron. Quienes hasta entonces habían concitado
el fervor del sexo femenino vieron cómo su antiguo esplendor se eclipsaba;
otras dos o tres chicas quedaron prendadas de Engel. Saliendo de la nada y
sin mover un solo dedo se convirtió en el muchacho más codiciado del patio
escolar. Llevaba los bolsillos abarrotados de notas en las que unas manos
nerviosas habían estampado un corazón rojo. Una de ellas decía: «I love
Joe». Engel se la entregó a su amigo. «Ha llegado al destinatario
equivocado», le comentó.
Engel se me antojó tan transparente y fluido como el agua. Musashi dice
en Go Rin No Sho: «Con el agua como base, el espíritu se transforma en algo

Página 46
parecido al agua. El agua adopta la forma de su recipiente, unas veces es
tranquila y otras se manifiesta como un mar embravecido».
Debo admitir que Engel desempeñaba de forma inmejorable su nuevo
papel de Casanova. Tenía multitud de detalles con sus admiradoras y les
sacaba tímidas sonrisas, pero el asunto le atraía demasiado poco como para
concentrarse en él.
Al igual que Joe, desarrolló un interés precoz por los fenómenos
naturales. Un día, al abrir bruscamente el botiquín de casa, cayeron al suelo
un colutorio, un blíster de vitaminas y un viejo cepillo de dientes. Pese a
verse sumergido hasta las rodillas en una explosión de cristales y líquido, se
percató de que el frasco, el blíster y el cepillo alcanzaron al mismo tiempo las
baldosas del cuarto de baño.
—Newton —dijo Joe cuando Engel le informó de su descubrimiento.
—¡Oh! —exclamó Engel—, lástima. De veras creí que…
—Olvídate de Newton. Llevaba peluca. El que nos interesa es
Goodyear. Eso ya no lo entendimos.
—Charles Goodyear —explicó Joe— fue el primero en vulcanizar el
caucho. Toda una revolución. Copérnico dio al mundo su aspecto redondo,
Goodyear lo hizo transitable. Por aquel entonces el caucho causaba
auténticos quebraderos de cabeza, se volvía muy blando cuando hacía calor y
duro como una piedra cuando hacía frío. Aunque todavía tenía pocas
utilidades, a Goodyear le chiflaba la idea del caucho. Experimentó sin éxito
durante años hasta que, un día, mientras mezclaba azufre y caucho, se le cayó
un poco de caucho sobre un hornillo candente. Y entonces llegó el momento
largamente esperado: se endureció, se vulcanizó. Ése fue el primer paso,
después la sustancia terminó por conquistar el planeta. ¡Sobre neumáticos de
caucho! Sin embargo, Goodyear no salió muy beneficiado, ni siquiera pudo
defender su patente, murió pobre. Ese tipo de personas son mártires,
sacrifican sus vidas por la causa.
La historia nos entristeció y nos sumió en el silencio. Como cuando se
oye hablar de músicos de jazz que tocan como los ángeles pero no cobran ni
un solo céntimo en concepto de derechos de autor. Entonces uno casi
desearía que ellos mismos tuvieran la culpa de esa situación para poder
librarnos de tan incómodo sentimiento.
En tardes como ésa, cuando estaban reunidos en la cochera detrás de la
casa de Joe, India me conducía hacia ellos. Se portaba bien conmigo. Desde
aquella ocasión en la que había ido a pedir ayuda a Joe para bajar a Sam del
árbol parecía haberme ganado su simpatía. Si una de esas tardes ociosas

Página 47
pasaba por el Achterom y veía sus bicicletas, golpeaba la puerta de entrada
con la palma de la mano hasta que ella me abría. Entonces India me acercaba
solícita pero firme al cobertizo y me aparcaba entre Joe, Christof y Engel.
Apenas quedaba un hueco libre. Había una única silla, reservada para Engel.
Al menos nunca he visto a los otros dos sentarse en ella. Es probable que
Engel se preocupase de no mancharse la ropa, era la única persona a la que
yo conocía que con dieciséis años ya vestía trajes a medida. Joe solía estar
sentado en el banco de trabajo y Christof en el bloque motor. Ahí era donde
fraguaban sus planes. En ese cobertizo, negro a causa del humo, donde olía a
soldadura y aceite, analizaban el mundo para luego recomponerlo según su
propio criterio.
—Ahora bien, los neumáticos de caucho sirven de bien poco si las
carreteras no son buenas —observó Joe—. Hacen falta carreteras asfaltadas,
no esos caminos de tierra y grava de los que disponían en aquellos tiempos.
Eran malos para los coches y todo el que paseaba a su lado se ahogaba en las
polvaredas. Y así llegamos a Rimini y Girardeau.
Joe miró a Christof, que jugaba, distraído, con los dedos, con la mirada
ausente.
—Es también la historia de Betlehem Asfalt, Christof, se lo debéis todo a
esos ingenieros.
Chasqueó la lengua. Engel le animó a seguir con un movimiento de la
cabeza.
—En realidad es muy simple —continuó Joe—. Rimini y Girardeau
lanzaron la idea de retirar las piedras de los caminos y de rellenar los
socavones. Después de que una apisonadora igualara la superficie, unos
hombres pertrechados con grandes regaderas llenas de brea en ebullición
rociaron la calzada con el líquido. Luego echaron una capa de arena, dejaron
pasar unos días para que el firme se secase y ahí estaba la primera autopista.
—Te olvidas del motor de combustión —advirtió Christof—. Me parece
más importante que el caucho y las carreteras.
—¡Uuh! —exclamó Joe como si hubiera recibido un puñetazo en el
vientre—. Eso es otro cantar. Carro y caballo, máquina de vapor, motor de
combustión. Ya me lo imagino: cuatro elementos, ¿no es así? El hombre
estaba llamado a domarlos: uno, el fuego; dos, el agua; tres, la tierra; cuatro,
el aire…
El asunto me fascinaba porque coincidía con los cuatro primeros
capítulos de la obra de Musashi: «La tierra», «El agua», «El fuego» y «El
viento». (El último capítulo consta tan sólo de una página y se titula «El
vacío»).

Página 48
—El fuego es el primer elemento —aseguró Joe—. Encendió la luz en las
tinieblas de la prehistoria.
Agitaba la mano por detrás de la espalda como si la prehistoria se ubicase
al otro lado del panel de madera aglomerada en el que unos perfiles trazados
con rotulador indicaban las herramientas que faltaban, del mismo modo que
se delinean con tiza los cadáveres de las víctimas de un accidente o un
asesinato. Las herramientas no estaban nunca en su sitio, llevaban una vida
propia en el cobertizo trasero de la casa de Joe.
—La civilización comienza con el fuego. Le sigue el agua, esencial para
los campesinos. Irrigación es sinónimo de aumento de la producción y de
prosperidad a gran escala. Luego está la tierra: los campos para los
agricultores, los caminos para los comerciantes. De los caminos nace la
rueda. El comerciante y el soldado son los que más se benefician de ella,
cada rueda constituye un piñón en el enorme engranaje que es la Tierra.
Siempre hablando en sentido figurado, claro está. Juntos forman una
mecánica. De la rueda nace el motor de combustión, que hace juego con ella.
El motor de combustión mueve la rueda, la rueda mueve la Tierra. Tres en
uno.
Pensé en mi propia locomoción, fruto de la rueda, el caucho y el asfalto.
Por un momento, yo, mitad hombre y mitad vehículo, me vi a mí mismo
como un minúsculo eslabón en la lectura que Joe hacía de la historia
universal, los neumáticos de mi carrito rodaban por la superficie terrestre
contribuyendo al movimiento de la rueda mundial.
—Bueno —dijo Joe—, quedaba por vencer el aire. El avión era el
instrumento que permitiría dominar el último elemento. El primer hombre
que voló de verdad fue de nuevo un ingeniero, Otto Lilienthal, a finales
del siglo XIX. Se cayó y se levantó una y otra vez hasta que consiguió alzar el
vuelo con un par de alas atadas a la espalda, siguiendo el ejemplo de los
pájaros. Ése era el gran error de todos los que deseaban volar, querer imitar a
los pájaros es una estupidez, su músculo de vuelo es tan grande en
comparación con su cuerpo que resulta imposible emularlo con los brazos,
por fuertes que sean. A causa de ese pensamiento equivocado el hombre
permaneció en el suelo mucho más tiempo del necesario. Aun así, Otto logró
sobrevolar una distancia de nada menos que quince metros. Al cabo de unos
años flotó por el aire el primer zepelín, silencioso, espléndido, pero una
verdadera bomba voladora. Se esperaba bastante más del matrimonio entre el
motor de combustión y las alas. El primer beso entre ambos se produjo en
Estados Unidos, uno de los hermanos Wright recorrió treinta y seis metros,
más del doble que Lilienthal, ¡una revolución de veintiún metros! El camino

Página 49
estaba preparado, surgieron aviadores por todas partes y se sucedieron los
récords. «Vuelo de un kilómetro sobre París» —¡noticia de interés mundial!
—, «Travesía del Canal en monoplano» —¡conmoción en Inglaterra!—,
«Anthony Fokker sobrevuela Haarlem» —¡el fin de los tiempos!
Cuando se exaltaba de esa manera, Joe se parecía cada vez más a un
enloquecido aprendiz de mago.
—Curiosamente —observó—, aquellas avionetas no eran nada, un poco
de bambú, madera de fresno y lino, y, sin embargo, por esas mismas fechas
se ideó el modelo atómico.
—Es normal —replicó Engel mientras encendía un cigarrillo con ribete
dorado—. El cerebro se anticipa siempre al descubrimiento. Las ideas no
pesan, planean delante de la materia. Podemos concebir lo que queramos,
pero lo difícil es llevarlo a la práctica.
—Por suerte los ingenieros son pacientes —dijo Joe en tono solemne.
—¿Sabíais que la madre de PJ es nudista? —sugirió Christof, cambiando
de tema.
—¿PJ? —preguntó Joe.
—Picolien Jane —explicó Engel—. Una chica nueva, rubia, con
tirabuzones, de Sudáfrica.
Joe se encogió de hombros. Christof se levantó de un salto del bloque
motor.
—¡No me digas que no la has visto! ¡Es imposible!
—Puede que sí —dijo Joe para tranquilizar a Christof.
¿Cómo sabíamos que la madre de PJ, Kathleen Eilander, era nudista? La
pregunta es sencilla de responder. El cartero le entrega una vez cada tres
meses un ejemplar de la revista Athena, de la asociación de naturistas del
mismo nombre, que va dirigido expresamente a la «Sra. K. Eilander-Swarth»,
y el patrón de una gabarra de Lomark afirma haberla visto desnuda en una de
las playas ubicadas entre los espigones del río. Quizá no fuese más que un
rumor, un chismorreo elevado con tal fuerza a la categoría de hecho que un
buen día Kathleen Eilander sintiese la necesidad irrefrenable y hasta entonces
desconocida de ir al río, quitarse la ropa y bañarse en cueros. Con
independencia de cuál fuera la causa y el efecto, nosotros sabíamos que era
cierto. Jamás habíamos visto una persona nudista. Sonaba a desnudez grave y
a sueños anhelados por todos nosotros.
Engel me miró. Sus ojos tenían el mismo color que el de mi tinta
estilográfica favorita. Era consciente de cómo me gustaban esas tardes,

Página 50
cuando Joe hablaba por los codos, profesando teorías con los pies anclados
en la realidad y la cabeza en las nubes.
Según Christof, la señora Eilander salía por la mañana temprano a hacer
footing y, al llegar al río, se bañaba; también caminaba desnuda por el jardín
de la Casa Blanca. Christof nos comentó que tenía las piernas muy largas y
un poco extrañas, pero en las imágenes que a mí me venían a la mente
cuando pensaba en una mujer nudista no prevalecían las piernas. Me
imaginaba otros detalles. Unos detalles que me dejaban sin aliento. Si bien
ella era madre y, por lo tanto, ya mayor, noté cómo a raíz de la historia
del nudismo se transformó en un ser sexual, con un secreto que habíamos
desvelado por azar y nos colmó la cabeza de dudas urgentes y el vientre de
azúcar derretido.
Con visible desgana, Joe descendió al tema de las piernas de la señora
Eilander.
—¿Podemos verlo? —preguntó, pero Christof negó con la cabeza.
—El jardín está vallado —contestó—, y aún es de noche cuando se baña.
Joe jugó pensativo con un destornillador, moviéndolo entre los dedos de
su mano buena como el bastón de una majorette. Miércoles, mi grajilla
amaestrada, dormitaba sobre mi hombro. Sus ojos pequeños y relucientes se
hallaban cubiertos por una membrana arrugada. Se había convertido en un
pájaro hermoso, un animal coqueto y gallardo entrenado para que acudiera a
mi silbido. Joe había elegido bien, no existía grajilla más bonita. Las plumas
de la nuca y la parte trasera de la cabeza eran de un gris plateado, como el
grafito; al caminar, el vaivén de su cabecita le proporcionaba cierto aire de
distinción. No tenía ni punto de comparación con los estorninos, cuya
inferioridad queda de manifiesto nada más verlos. Aunque los estorninos
surcan el cielo describiendo fantásticos torbellinos y trepidantes espirales, lo
hacen en tal número que recuerdan a las masas de las grandes urbes, donde la
gente se odia y se pisotea, pero también se necesita.
Miércoles irradiaba una suerte de nobleza interior que lo colocaba por
encima de esos despreciables tragabasuras que son los estorninos y las
gaviotas. Si mi grajilla quisiera, podría contemplar a la señora Eilander
mientras se paseaba desnuda por el jardín, pero no le interesaban esas cosas.
Traté a menudo de ponerme en el lugar de Miércoles, mientras sobrevolaba
Lomark, imaginándome cómo sería el mundo desde la perspectiva de un
pájaro. Él encarnaba mi sueño de la omnividencia: ya nada quedaría oculto,
tendría vía libre para escribir la «historia de todo».
Nos quedamos mirando a Joe a la espera de que expresase sus
pensamientos. Joe tenía la vista clavada en Miércoles. El destornillador
giraba
Página 51
cada vez más deprisa entre sus dedos. Sabía moverlo a una velocidad
endiablada. Cuando al fin el destornillador se le escapó y, roto el hechizo, los
cuatro desviamos la mirada hacia el suelo de hormigón donde cayó la
herramienta provocando un tintineo cristalino, Joe frunció las cejas.
—En realidad, es muy sencillo —dijo—. Si queremos verla desnuda,
necesitamos un avión.

Página 52
Según afirmó Joe aquella tarde en el cobertizo, el avión era el instrumento
que ayudaba a vencer al aire, el último elemento. Cuando lanzó la idea de
construir una aeronave con sus propias manos entendí a qué se refería: su
avión sería la palanca con la que abriríamos el cielo entre las piernas de la
señora Eilander, nos dejaría entrever ese espacio ignoto. Y Joe era el
ingeniero que se encargaría de la realización técnica.
Asistí al proceso de desarrollo de aquel avión, desde las ruedas motoras
de dieciocho pulgadas, procedentes del desguace, hasta la hélice, lisa e
impecable, que Joe había conseguido en un aeródromo deportivo de los
alrededores.
Iniciaron la construcción de la avioneta de ala alta en una nave apartada
de la fábrica, entre negros montones de asfalto que, una vez retirado de las
carreteras viejas, había sido depositado en ese lugar con la idea de reutilizarlo
algún día. La máquina cortadora estaba estropeada desde hacía años. Se iba
desintegrando poco a poco, atrapada entre los pedazos de asfalto en bruto a
un lado y las puntiagudas montañas de estructura más fina que había
regurgitado al otro.
En el mundo mineral de la fábrica de asfalto, las palas cargadoras iban y
venían por entre colinas de pórfido azul, granito rojo de Escocia, cuarcita
azulada y diversas clases de arena. La gravilla se traía en barco desde unas
canteras alemanas emplazadas en el Alto Rin. Un observador con buen ojo
podía encontrar restos de huesos y colmillos de mamut, y a veces incluso
dientes fósiles de tiburón. Christof tenía buen ojo. Se nombró a sí mismo
«conservador» de un museo arqueológico desordenado, señaló los montones
de arena y grava y los bautizó como museo Maandag. Nadie les ponía trabas,
Christof era el hijo del director, podían hacer lo que les diera la gana mientras
no molestasen a los empleados.

Página 53
El avión acabó midiendo ocho metros de largo, un fuselaje de alambre de
acero, conductos, cables y barras, esquemático como un insecto con patas
articuladas. Joe me explicó que esas piezas formaban entre sí un sinfín de
triángulos.
—Desde el punto de vista geométrico, el triángulo es una construcción
fija —dijo—. Los cuadriláteros se mueven y terminan por deslizarse. Por eso
el triángulo constituye la base de toda construcción fija.
Las alas se incorporaron en el último momento. No llegué a creer en
ningún momento que la avioneta estuviera pensada para volar algún día de
verdad, entre otras razones porque tanto la palanca de aceleración como la
del cambio de marchas provenían de una bicicleta de carreras. Si Graad
Huisman, el capataz de Betlehem Asfalt, hubiera tenido conocimiento del
objetivo real de las labores que se llevaban a cabo en la nave, sin duda les
habría prohibido seguir, pero ellos no revelaron sus planes y a mí nadie me
preguntaba nunca nada.
El suelo de la nave estaba sembrado de bosquejos, planos de construcción
y manuales. Engel estudiaba unas hojas de papel repletas de cálculos con un
Dunhill en la comisura de la boca y un ojo cerrado para que no le entrase
humo. Fueron a buscar los muelles de un Opel Kadett a Hermans e Hijos y
los instalaron entre el fuselaje y las ruedas para amortiguar el golpe
producido al aterrizar. Después elevaron el avión con ayuda de una soga
hasta situarlo a un metro y medio del suelo. Acto seguido, Joe se metió
dentro. Aguantamos la respiración. Joe tiró con fuerza de la lazada que
habían hecho en la cuerda, el nudo se soltó y el avión cayó al suelo. Todo
seguía intacto a excepción de Joe, que se apeó del aparato con un «tremendo
dolor de espalda». Así quedó demostrado que el avión sobreviviría al
aterrizaje.
—Muy bien —concluyó Engel—. Ahora podemos empezar a cubrirlo.
Cada nueva fase en la construcción de la avioneta iba precedida de una
temporada de pequeños hurtos. Para el revestimiento del fuselaje hacía falta
lona.
—Sólo lona azul —subrayó Engel, quien se encargaba de la apariencia
del aparato—. Azul celeste, no se admite otro color.
El jueves por la noche se montaban los tenderetes para el mercado del
viernes. Las lonas se dejaban encima de los expositores, donde los
comerciantes las encontraban a la mañana siguiente. Sin embargo, un viernes
de octubre, algunos vendedores se quejaron ante el encargado de los puestos
de mercado: sin lonas no podían exponer sus mercancías. ¿De qué servía
pagar las tasas? Ese día tuvieron que conformarse con las horribles telas que

Página 54
usaban antes y en el periódico de Lomark, el Lomarker Weetylad, se publicó
una breve noticia sobre el robo.
En un lugar oculto las lonas se unían entre sí con aguja e hilo en una
demostración de santa paciencia. Engel sabía hacerlo. Su padre, el último
pescador de anguilas del pueblo, le había enseñado cómo reparar las nasas y
hacer nudos que jamás se deshacían. Aunque Engel juraba como un carretero,
el resultado fue magnífico. Colocó la lona sobre el fuselaje y la ajustó con
unas bridas hasta que quedó tan tensa como la piel de un tambor.
Mientras tanto, Joe trabajaba en las alas. El esqueleto estaba compuesto
por un alma de fino aluminio. En el larguero había que fijar catorce costillas.
Fabricar veintiocho piezas de perfil idéntico no era ninguna bobada. De
repente, comencé a hacerlo yo, de forma espontánea, porque una mano
vigorosa consciente de su propia fuerza es un instrumento más sutil que un
torno o unos alicates. Doblé las costillas sujetándolas entre el pulgar y los
demás dedos para que adquirieran la curvatura adecuada. ¡Veintiocho
unidades, aquí las tiene, señor!
No se lo esperaban.
—¡Hala, qué tío más fuerte! —murmuró Engel.
—Fransje el Brazo.
A partir de entonces me pidieron con cierta frecuencia que los ayudara a
doblar o atornillar con fuerza determinadas piezas.
En el desguace de mi padre se hicieron con un motor de aluminio de un
Subaru plegado como un acordeón y lo montaron en la parte delantera del
avión. Instalaron uno de esos recipientes que se utilizan en las embarcaciones
de recreo a modo de depósito de gasolina. Habían calculado que el aparato
tenía que ser capaz de levantar ciento treinta kilos para poder despegar.
Fijaron una báscula en la pared y la ataron con un cable a la cola del avión.
Joe entró y arrancó el motor. Genial, funcionaba a la perfección. El cable
estaba tenso, la manecilla de la balanza se puso enseguida en ochenta kilos,
noventa, la hélice daba vueltas y más vueltas, cien, el motor rugía y los
papeles revoloteaban por la nave como en medio de un temporal. Miércoles
se alejó de mi hombro con un graznido de pánico, ciento diez, Engel se tapó
los oídos, el motor se acercaba a las cinco mil quinientas revoluciones y
provocaba un ruido atronador.
—¡CIENTO VEINTE! —gritó Christof.
La manecilla continuaba avanzando lentamente. Y después de que Joe
acelerara una última vez, Engel exclamó:
—¡Ya está!

Página 55
Una fuerza de tracción de ciento treinta kilos, la prueba estaba superada.

Otro día, Joe me preguntó si estaba dispuesto a colaborar en un pequeño


experimento. Me llevó hasta la mesa de trabajo de la nave y se sentó frente a
mí. Nos separaba el tablero donde Engel dibujaba sus planos de construcción.
Con la mano derecha, Joe agarró mi mano buena y colocó nuestros codos en
el centro de la mesa de tal manera que nuestros antebrazos se situasen el uno
frente al otro formando un ángulo de sesenta grados. Con un movimiento
rápido, Joe empujó mi brazo contra la mesa, por lo que mi cuerpo cayó a un
lado de mi carrito. Me enderezó y volvió a empujar, aunque con menos
fuerza, de modo que tardó más en tumbar mi brazo. El dorso de mi mano
rozó el tablero, le miré y me pregunté qué quería de mí. Me colocó una vez
más en la misma postura.
—¿Por qué no haces un poco de fuerza? —me sugirió.
Hice un poco de fuerza. Él también. Así estuvimos un buen rato hasta que
Joe echó el hombro hacia delante y comenzó a ejercer más presión. Yo no
doblé el brazo, él empujó con más fuerza, sus ojos se le salían de las órbitas.
Cedí un poco.
—¡Maldita sea, haz fuerza! —gimió.
Apreté fuertemente y dirigí nuestras manos de nuevo hacia el centro de la
mesa.
—¡Empuja!
Doblé el brazo de Joe. Lanzó un gemido y me soltó.
—¿Complicado? —quiso saber.
Moví la cabeza en señal de
negación.
—¿No te ha parecido ni siquiera un poco complicado?
A decir verdad, el ejercicio no me había supuesto un gran esfuerzo. Joe
me sonrió, contento, y se levantó de su silla. Abandonó la nave y, al cabo de
un tiempo, regresó con unas barras de hierro bajo el brazo. Las había de
varios grosores. Sujetó la más delgada en el torno del banco de trabajo.
—Ya terminamos, Fransje —dijo mientras me acercaba al torno—.
¿Puedes doblar esta barra?
Tomé la barra en la mano y la doblé. Joe sujetó la siguiente pieza. Era
más gruesa. La agarré. Aunque encontré escasa resistencia y logré torcerla
sin problema, la huella roja del hierro ardía en la palma de mi mano. Al
doblar esos objetos se apoderaba de mí un sentimiento de satisfacción.

Página 56
Joe fijó la última barra en el torno. Su grosor superaba con creces el de
las dos piezas anteriores. La rodeé con los dedos y tensé los músculos, pero
la odiosa barra no cedió un ápice. Lo intenté con todas mis fuerzas, no quería
defraudar a Joe. De mi garganta emergió un ruido extraño, empujé como si
mi vida dependiera de ello, pero no sucedió gran cosa. Sólo escuché el sonido
de cristales rotos y el tintineo del metal contra la piedra. De pronto, la barra
cedió. Comenzó a doblarse lentamente hacia mí. De mi nariz caían gotas.
¿Eran mocos o sangre?
—¡Basta, Fransje!
Solté la barra y, para mi sorpresa, recuperó su posición inicial como si
fuera de goma. Sonó un golpe ensordecedor. Aullé decepcionado: el hierro
no se había torcido, lo único que había conseguido era levantar el otro lado
del banco de trabajo. El ruido de cristales y metal había sido provocado por la
caída al suelo de las botellas de cerveza y las herramientas. Había fallado.
—Genial —dijo Joe—, realmente genial. ¿Sabes lo que pesa este banco?
Se arrodilló a mi lado. Su rostro se hallaba junto al mío y me miraba sin
parpadear. Descubrí que su ojo izquierdo no expresaba lo mismo que el
derecho. El izquierdo lanzaba fuego; el derecho mitigaba ese resplandor y
despedía una suerte de misericordia, tan inmensa que yo no lograba
aprehenderla.
—Ese brazo te puede dar muchas alegrías —observó Joe—. Mantenlo en
forma. Nunca se sabe…

Página 57
Era invierno, el río se desbordó. El agua fue subiendo hasta que las
instalaciones del transbordador se quedaron aisladas en lo que se conocía
como isla del Transbordador; metro tras metro, las tierras inundables
desaparecieron bajo el sombrío murmullo de las olas. El Cuello Largo se
cubrió y, poco después, ya sólo sobresalían las señales de tráfico, las farolas
y los árboles. Piet Honing puso el transbordador a salvo en un recodo
septentrional del río donde la corriente era menos caudalosa y pasó a utilizar
el vehículo anfibio de Betlehem Asfalt para poder realizar el trayecto entre
Lomark y la isla.
Por la mañana y por la tarde, los hombres del asfalto aguardaban ateridos
su llegada, los directivos con sus maletines y los obreros con la fiambrera en
la mano. Sin embargo, la mayoría tenían permiso para quedarse en casa a
causa de las heladas; al haberse suspendido el transporte entre la isla del
Transbordador y la tierra firme, la producción estaba paralizada. Sólo se
llevaban a cabo tareas de mantenimiento y labores administrativas. Piet
Honing conducía el vehículo anfibio, de pie en la popa, sin percatarse del
frío. Su rostro poseía las mismas cualidades que ese cuero sólido que se curte
con los años pero no se desgasta.
En invierno, los habitantes de la isla del Transbordador, entre ellos Engel
y su padre, se convertían en isleños. Compraban en Lomark provisiones para
toda la semana y se encerraban en su reconquistada soledad. Antes era el
hogar de los anarquistas, gente radical que se dedicaba impunemente a
destilar aguardiente de patata y a cazar liebres; en aquellos tiempos el brazo
de la ley no alcanzaba el otro lado del río. Tenían fama de liarse a puñetazos
por cualquier nimiedad. Ahora es distinto, ya no son así. Se han vuelto
mansos. Quien más quien menos se puede costear una botella de aguardiente
y cuando sacan a pasear al perro te preguntas cuál de los dos es la mascota.

Página 58
Las olas del río golpeaban el dique de invierno. La masa de agua era tan
inmensa que aquello parecía Lomark Playa. Al anochecer, se encendían las
farolas sobre el anegado Cuello Largo; a distancias regulares dibujaban sus
halos de luz naranja sobre las raudas aguas que se precipitaban hacia el mar.
Aunque era la isla del Transbordador la que estaba apartada del mundo, el
que se sentía aislado era yo. Me encontraba fuera del halo de luz, y no viví la
culminación de la avioneta. Joe y Christof habían cruzado al otro lado en el
vehículo anfibio, yo me movía por el dique como un perro nervioso atado a
una cadena, oteando la superficie acuática desde el dique de invierno hasta la
fábrica. Joe y Christof pasaban la mayor parte del tiempo dentro de la nave,
apenas se dejaban ver. Miércoles estaba posado sobre mi hombro, con el pico
en mi oreja.
Ya había comenzado a helar, dentro de poco ni siquiera Piet Honing
podría ir y venir en el vehículo anfibio. Entonces sólo los más valientes
afrontarían el mar de hielo, de dos en dos, con una cuerda en la cintura y una
piqueta en la mano por si el otro se hundía. «Agua, frío y sombrero de hielo»,
solemos decir cuando se hielan las zonas que se inundan en invierno.
No hacía más que preguntarme desde dónde despegaría el avión, porque
para levantar el vuelo necesitaría más o menos lo que mide un campo de
fútbol de largo, y no había tanto espacio.
En el exterior de la fábrica reinaba el silencio, las palas cargadoras
emergían firmes e inertes por entre los montones de grava. El cielo aparecía
claro y nítido. Por fin algo se movió. Miré por el telescopio y vi cómo Joe
abría las puertas de la nave. Luego salieron Christof y Engel empujando el
fuselaje celeste. Aunque todavía faltaban las alas y no era en absoluto seguro
que el trasto llegase a coger altura, lo contemplé como si fuera el primer
avión del mundo. El puro deseo de ganarle la partida a la gravedad se había
materializado en una caja alargada, y un tanto burda, sobre ruedas. Estaba
equipada con una cola, una hélice y un motor e, independientemente de que
algún día alzase el vuelo o no, sentí algo para lo que no encontraría palabras
hasta mucho más tarde, en el mundo del cine: el triunfo de la voluntad. Joe
había aportado la inspiración creativa, Engel estilizó la idea hasta
transformarla en una nave espacial de color azul celeste y Christof cambiaba
el aceite. ¿Y yo? Había doblado las costillas de las alas para que adquirieran
la forma adecuada.
Miércoles se limpió el pico en mi hombro, me puse en marcha.
Después de calentarme un poco junto a la estufa de casa, regresé. Las alas
aún no habían sido colocadas en su sitio. Joe conducía el avión por el terreno

Página 59
de la fábrica, Engel y Christof le seguían a la carrera. Me parecía escuchar su
exaltación desde el dique.
Joe nos había dicho que el aparato necesitaba un campo de fútbol para
poder alzar el vuelo. El avión estaba, pero aún faltaba la pista de despegue.
Al verle así, dando vueltas con su gorro de esquí y sus gafas de nieve, dudé
por primera vez un poco de su capacidad de previsión y —¿por qué negarlo?
— de su genialidad.
Al cabo de unos días, cuando Joe se había hecho con el gobierno del
timón, una tarea ardua debido al sistema de control de tres ejes, montaron las
alas. Las colinas de arena y gravilla apenas ofrecían margen de maniobra, el
aparato tenía casi doce metros de ancho.
Mientras los observaba desde el dique, de repente comprendí. Por fin vi
lo que Joe había descubierto mucho antes: la solución al problema del
despegue. Se me antojaba tan sencilla como brillante. ¡Joe había esperado al
hielo, el hielo sería su pista de despegue! Era una ocurrencia magistral y sentí
un hondo respeto por su agudeza estratégica. Quizá después, en cuanto
hubiera salido de la isla del Transbordador, guardaría el aparato en otro lugar,
en una granja abandonada o en un búnker subterráneo. Desde luego, yo ya no
daba nada por imposible en presencia de esa alma grande y sosegada que
colocaba bombas sin inmutarse, construía aviones y estaría ingeniando Dios
sabe qué más cosas. Hay que tener en cuenta que por entonces sólo tenía
quince años; todavía se podían esperar de él un sinfín de ideas perturbadoras
que ejecutaría con la impasibilidad de un reparador de bicicletas.
Más que un chico excepcional era una fuerza en proceso de liberación.
Creaba expectación y curiosidad. La energía que se palpaba en el ambiente
tomaba forma en sus manos: se sacaba de la manga bombas, motocicletas de
carreras y aviones y se ponía a hacer juegos malabares con ellos como un
mago atolondrado. Nunca antes había conocido a nadie que llevara las ideas a
la práctica con tal naturalidad y se dejase intimidar tan poco por el miedo y
las convenciones. Joe se atrevía a pensar lo imposible y no se percataba del
rechazo que concitaba a sus espaldas. Había mucha gente que no quería saber
nada de él, les resultaba demasiado extraño. La mayoría de las personas son
mediocres, algunas incluso claramente inferiores, pero todas ellas son muy
sensibles a la elevada concentración de energía o talento que se manifiesta en
quienes están por encima de la media. Si no disponen de aquello que hace
brillar al otro, tratarán de impedir que brille. No tienen el don de la
admiración, sólo practican la esclavitud y la envidia. Roban la luz.

Página 60
Regina Ratzinger nos muestra unas fotografías sentada en el salón de su casa.
Ha adelgazado y se la ve morena pese a que es invierno. Se ha marchado ella
sola de vacaciones a Egipto, o mejor dicho, con un grupo en el que no
conocía a nadie, bajo la dirección de un matrimonio que hacía de guía. Las
instantáneas de las pirámides están tomadas en el momento más caluroso del
día, por lo que los triángulos se distinguen ante todo por sus sombras. Regina
Ratzinger las enumera: Kefrén, Keops y Micerinos. ¿O era Keops, Kefrén y
Micerinos? No se acuerda.
—Cuántas horas de duro trabajo —observa Joe.
Su madre nos habla de un tipo con turbante y dientes de color tabaco que
le ayudó a subirse a un dromedario y de cómo luego se paseó por el desierto
atacada de los nervios. A la vuelta tuvieron que dirigirse de inmediato al
autocar, porque había que visitar otros lugares de interés. Egipto tiene tanto
que ofrecer que es fácil perder la cuenta. En la ribera occidental del Nilo, en
Luxor, todos los miembros del grupo fueron izados a duras penas sobre unas
mulas y exploraron las ruinas y las ciudades de los muertos a lomos de los
animales, sin necesidad de preguntar por el camino porque, según les aseguró
quien las alquilaba, donkey knows the way. Las mulas se detenían por
iniciativa propia junto a una pequeña tienda de antigüedades de nuevo cuño,
volvían a pararse frente a un vendedor de helados a la sombra de un templo
desmigajado y recorrían el tramo final a galope, sometiendo al turista a una
infinidad de sacudidas. ¡La mula se sabe el camino!
En el autocar también sucedieron hechos memorables. Regina Ratzinger
cuenta la historia del hombre que se tornó verde.
Se trataba de un maestro jubilado del sur de Holanda que viajaba en
compañía de su esposa. Ambos se pasaron casi todo el tiempo con la nariz
aplastada contra la ventanilla del autocar sin dejar de mover la cabeza ni un
solo instante. Dos semanas antes de partir a Egipto, el hombre había

Página 61
comenzado a tomar un antidiarreico. Todos los libros advertían de las malas
condiciones higiénicas del país, no quería correr el riesgo de que una simple
diarrea estropease sus vacaciones. Al cabo de la primera semana de viaje se
intuyeron unas manchas oscuras en sus mejillas. El maestro estaba inquieto,
conversaba con todo el mundo sin escuchar la respuesta e iba y venía una y
otra vez por el pasillo del autocar. Las manchas oscuras terminaron por
manifestarse en toda su magnitud, su cara se cubrió de una especie de placa
de musgo, una flora peluda y seca de tono verde oscuro que saltaba a todas
partes cuando se la frotaba. Llevaba tres semanas sin hacer sus necesidades.
El musgo acabó atacándole la nuca y el cuello y pareció decidido a
introducirse en su camisa de una manera primitiva y por así decirlo
unicelular. Los compañeros de viaje mostraron su preocupación, pero él los
tranquilizó: ya se le pasaría, debió de comer algo que le había sentado mal.
Al final, se volvió completamente verde y ya no estaba inquieto, sino que
permanecía reclinado sobre el respaldo de su asiento sin prestar atención a la
presa de Asuán o los templos de Abu Simbel. Después de atravesar el
desierto oriental, alcanzaron el mar Rojo; el maestro ya no se levantaba.
Esbozó una tímida sonrisa cuando tres hombres le sacaron del autocar en
Hurghada, su mujer correteaba nerviosa a su lado. El moho verde ya le estaba
invadiendo la lengua; daba la impresión de que se hubiera comido un
caramelo del mismo color. Sus compañeros se fijaron en su prominente
vientre de ahogado. En el Hospital General de Hurghada le suministraron la
máxima dosis de laxante y casi explotó. En el estómago y el intestino se le
habían ido acumulando los alimentos de tres semanas y media, una masa
pesada y turbia a medio digerir que se hallaba inmovilizada ante la puerta de
salida, herméticamente cerrada por el antidiarreico. La erupción
descontrolada de esa mierda añeja le destrozó el recto y el ano. «El señor
Brouwer ha parido un golem», susurró alguien del grupo, y todos se rieron
como no lo habían hecho en mucho tiempo.
—¿Qué es un golem? —pregunta Christof, pero Regina Ratzinger está ya
con la siguiente tanda de fotografías.
El señor Brouwer se quedó en Hurghada, el resto del grupo cruzó el Sinaí
en autocar rumbo al golfo de Aqaba. En el pueblo de Nuweiba, la última
escala del viaje antes de que tomaran el avión de vuelta en El Cairo, se
hospedaron en Domina, un hotel de lujo con piscina, discoteca y un bar con
un pianista que pesaba ciento treinta kilos.
En las imágenes vemos a un hombre moreno cuyo bigote se parece al de
un conejillo de Indias. El color de su tez recuerda al de la tierra vegetal que
se

Página 62
echa en el jardín. Tres fotografías después reaparece fumando una pipa de
agua, sonriente entre las nubes de humo. En otra toma está con Regina en la
playa, ella en bikini y él completamente vestido.
—¿Quién es ese bigote? —quiere saber Joe.
Su madre pasa a la fotografía siguiente, pero resulta ser otro retrato del
mismo mostacho, esta vez junto a una hoguera en la arena, contra un cielo
oscuro sobre el que destacan algunos trazos del sol poniente.
—¿Por qué se ríe el bigote de oreja a oreja? —insiste Joe, pero su madre
guarda el silencio.
Joe se pone de pie, seguido de Engel y Christof. Regina se queda mirando
la fotografía.
—Ya me lo contarás algún día —dice Joe—. ¿Vale?

El padre de Joe fue uno de los últimos en ser enterrados en el pequeño


camposanto de la calle Kruisweg, que limita con la trasera de nuestra casita
de madera, donde vivo yo ahora. Cuando hacía bueno y las ventanas estaban
abiertas se podía oír el funeral desde casa. Las palabras del reverendo
Nieuwenhuis a través de los altavoces, algún pariente que agarraba el
micrófono —antes de que fuera tarde— para dirigirse al llorado difunto con
un texto leído en voz alta y, por último, el responsable de la funeraria que
daba las gracias a todos los presentes en nombre de la familia y los invitaba a
acudir al café que se ofrecía en el restaurante Het Karrewiel: al fondo de la
calle a la derecha, luego la segunda a la izquierda, al final del todo, se podía
aparcar a la vuelta.
Escuché esos deprimentes discursos durante años. Lo que igualaba a
todos los difuntos no era tanto la muerte como la insípida charla del
reverendo Nieuwenhuis. No importaba quién yacía en el féretro, podía haber
escalado montañas altísimas, haber dado a luz a doce hijos o haber
fundado una empresa floreciente, daba lo mismo, porque, llegado el caso,
san Juan, san Pablo y Nieuwenhuis allanaban las diferencias equiparando a
todos. Esa sempiterna gravedad resignada, esos silencios cargados de sentido,
esa mirada escrutadora que se deslizaba por cada una de las cabezas del
rebaño… ¿cómo no nos iban a quitar las ganas de morir?
Hay un texto bíblico que recuerdo con absoluta nitidez, se leía
preferentemente en la época de Semana Santa, cuando las ventanas volvían a
abrirse por primera vez. Además del zumbido de los abejorros y el
aterciopelado calor de la incipiente primavera, nuestra casa se impregnaba de

Página 63
la lectura favorita de Nieuwenhuis, extraída de la primera carta de Pablo a los
corintios:
Hermanos,
mirad, voy a confiaros un misterio:
no todos moriremos,
pero todos seremos transformados.
En un instante, en un abrir y cerrar de ojos,
al son de la última trompeta
—pues sonará la trompeta—,
los muertos resucitarán incorruptibles
y nosotros seremos transformados.
Porque es necesario que este ser corruptible
se revista de incorruptibilidad,
y que este ser mortal
se revista de inmortalidad.
Y cuando este ser
corruptible se vista de
incorruptibilidad y este ser
mortal
se vista de inmortalidad,
entonces se cumplirá lo que dice la Escritura:
«La muerte ha sido vencida.
¿Dónde está, muerte, tu victoria?
¿Dónde está, muerte, tu aguijón?».
El aguijón de la muerte es el
pecado,
y el pecado ha desplegado su fuerza con ocasión de la ley.
Pero nosotros hemos de dar gracias a Dios,
que nos da la victoria
por medio de Jesucristo nuestro Señor.
Amén.

Cuando se inauguró el cementerio nuevo, el que había detrás de nuestra


casa entró en decadencia. Fue un proceso lento pero seguro, al final los
trabajadores municipales ya sólo se hacían cargo del mantenimiento más
elemental. Me pregunté cuánto iban a tardar en desmantelarlo todo.
La mayoría de la gente compra derechos de sepultura por diez años. Allí
donde se celebra el encuentro con la eternidad puedes gozar al menos de un
decenio de paz. Y es de esperar que, vencido ese plazo, los tuyos estén
dispuestos a renovar la inversión; de lo contrario, tu tumba será vaciada.
Aunque tampoco sería tan grave no deja de ser una idea desagradable, ¿no
crees?, una eternidad que sólo dura diez años…
Pero ¿durante cuánto tiempo les duele tu recuerdo? ¿Dos años? ¿Tres?
Quizá cuatro o cinco si te querían mucho, pero el duelo raras veces se
prolonga por un espacio más largo. Después todo queda reducido a la
conmemoración. Aunque las emociones continúen despiertas, ya no sienten
el amargo dolor del primer momento. Llega la hora del desgaste, amigo. Te

Página 64
vas borrando poco a poco de sus mentes. Les cuesta cada vez más
evocar tu

Página 65
rostro, y tus besos, el olor de tu cuerpo, el timbre de tu voz… Ése es el
principio del fin. Y finalmente, algún día, eres sustituido. Eso duele, por
supuesto, pero no te olvides de que tú ya no cuentas.
Ahí está ella, tu mujer, junto a otro hombre, colmada de placer hasta los
dedos de los pies, no recuerda semejante…
Por cierto, ésa no es la única diferencia entre tú y él… Para empezar, él es
tan negro como mi zapato. Lo ha hecho venir de Egipto y le ha pagado el
billete de avión. Ahora contempla, tumbado en tu lado de la cama, la luz
grisácea que se filtra por una rendija en las cortinas. Quizá el hombre nuevo
piense en ti un momento, piense en quien le precedió. Es consciente de que
este lugar junto a ella está frío desde hace mucho tiempo; no te lo ha
arrebatado, no, come el pan que ha quedado disponible a raíz de tu muerte, y
se pregunta si hubiera tenido alguna posibilidad si tú aún…
Se vuelve bruscamente hacia la mujer enamorada, eslabón entre el
hombre vivo y el hombre muerto que se espían con recelo en las sombras.

Éstos fueron los antecedentes:


—¿Cómo quieres que le llamemos? —preguntó India cuando su madre le
anunció que regresaba a Egipto para traer a su amado de visita a los Países
Bajos.
—Pues cómo va a ser, por su nombre, Mahfouz —contestó Regina.
—No tengo inconveniente en llamarle papá si lo prefieres.
—¿Y por qué habría de preferirlo?
—Porque una mujer puede sufrir mucho si sus hijos no aceptan a su
nuevo esposo. La madre corre el riesgo de sentirse desgarrada y ese
sentimiento puede ser una manzana de la discordia para la familia.
—¿De dónde demonios has sacado eso? —replicó Regina.
Regina Ratzinger acudía a Egipto para contraer matrimonio con Mahfouz
Husseini, por amor, y también porque, de ese modo, a él le concederían los
documentos necesarios para poder visitar los Países Bajos. En El Cairo se
sucedieron las entrevistas con los abogados y los tiempos de espera en los
juzgados resultaron exasperantes, pero a finales de semana eran marido y
mujer.
Después de un crucero de dos días por el Nilo tomaron el avión en
dirección a los Países Bajos. Corría el 10 de diciembre, el cielo de color gris
paloma se extendía a escasa distancia sobre nuestras cabezas.

Página 66
Nada más apearse del coche en el Achterom, el egipcio se paró a olfatear
el aire con la nariz levantada, como un animal. ¿Percibía el olor familiar del
delta? ¿De las tierras que se inundaban cada tanto como ocurría antes en las
riberas del Nilo?
En su pequeña maleta llevaba un Corán encuadernado en piel de gacela,
un cartón de Marlboro para Joe e India, un retrato de su padre tomado en un
astillero, una fotografía de familia y, por lo demás, ropa, aunque no mucha.
Joe salió a la calle en calcetines y le tendió la mano. Husseini suspiró
como si hubiera visto cumplido un deseo.
—My son! —exclamó, estrechando al pobre Joe entre sus brazos.
Le sujetó durante un buen rato, luego le apartó un poco para examinarle
y, finalmente, le atrajo de nuevo hacia sí. En ese momento, India apareció en
el vano de la puerta. Su madre se disculpó con ella encogiéndose de hombros
como queriendo decir «en cada tierra su uso y en cada casa su costumbre».
Joe salió un poco entumecido del abrazo. El egipcio saludó a India con un
simple apretón de mano. Más tarde India confesó que se había sentido
profundamente ofendida.
—¿Por qué a mí no me… no me abrazó? ¿Tiene algo en contra de las
chicas? ¿No llevaba el pelo como es debido? ¿Notó que me había bajado la
regla? ¿Considera impuras a las mujeres que tienen el período?
—¡Basta! —exclamó su madre—. Mahfouz lo hizo por consideración
hacia ti. Los árabes son muy respetuosos con las mujeres.

Mahfouz Husseini se convertiría en el primer negro empadronado en


Lomark. En realidad no era un negro, sino un nubio, pero ¿qué sabíamos
nosotros de esos matices? Blanco es blanco y negro es negro. Aquí no
hacemos distinciones sutiles.
Husseini se marchó justo antes de Navidades. Volvió a Egipto para
preparar su traslado definitivo. Traspasaría su negocio en el Sinaí a uno de
sus hermanos y luego se desplazaría a El Cairo para afrontar el infierno
burocrático previo a la obtención de los sellos y los formularios pertinentes.
Regina languidecía, Joe e India tenían que arreglárselas ellos solos, porque su
madre descuidaba las tareas domésticas y fumaba más de lo que respiraba.
—Mamá, tienes que comer —dijo India.
—Ya he comido dos tortas de arroz.
Regina abandonó la cocina arrastrando los pies. Todavía faltaban tres
semanas. India le gritó mientras se alejaba:

Página 67
—¡Si Mahfouz te ve en estas condiciones ya no le gustarás! Por favor,
Joe, ayúdame, di algo.
—Yo qué sé.
Habló con la verdad por delante. Él qué sabía. Al igual que Engel
Eleveld, demostraba un flagrante desdén por el amor. Aunque jamás se lo oí
decir, daba la impresión de que consideraba el amor como una ocupación
despreciable. Una pérdida de tiempo. Christof no compartía esa opinión,
estaba enamorado de la chica sudafricana, lo mismo que yo.
Me acordaba de la tarde de verano en la que, durante una de nuestras
reuniones en el cobertizo, Christof había llamado la atención de Joe sobre la
existencia de PJ. Unos días después, Joe se quedó contemplando a la nueva
alumna mientras charlaba con sus amigas en el murete que circundaba el
patio.
—¿Qué te parece? —insistió Christof.
Joe le dio una palmadita en el
hombro.
—Tienes razón, Christof. Es una chica.

Volvió a helar. Nunca había visto que el agua estuviese tan alta, e iba a subir
aún más. Un día escuché, sentado a la mesa, a Willem Eleveld en la radio
nacional. Le llamaron para que informase sobre «el alarmante nivel» de los
grandes ríos «en su calidad de habitante de la zona de emergencia». Eleveld
entró en directo, se le oyó descolgar el teléfono y articular un pausado
«¿Diga?».
—Buenas tardes, ¿es usted el señor Eleveld de Lomark?
—Sí, soy yo.
De los altavoces salían unos silbidos estridentes, daba la casualidad de
que Willem Eleveld tenía sintonizada la emisora en la que él mismo estaba
interviniendo.
—Señor Eleveld, nos alegramos de que escuche nuestro programa, pero
¿sería tan amable de apagar la radio?
El padre de Engel depositó el auricular, trasteó un poco y después las
interferencias desaparecieron.
—¿Con quién hablo? —preguntó.
—Con Joachim Verdonschot, de radio IKON, está usted en antena, señor
Eleveld. Según tengo entendido usted vive en plena zona catastrófica. ¿Nos
puede contar cuál es la situación?
—¿A qué se refiere, señor?

Página 68
—A la sensacional crecida de los ríos.
—Tampoco es para tanto, créame.
—¿No se le ha inundado el sótano?
—No más de lo habitual.
En el estudio de Hilversum se escuchaba un murmullo.
—El elevado nivel de los ríos causa numerosos problemas, usted y
algunos otros habitantes del caserío se encuentran rodeados de agua.
¿Cuándo piensa abandonar su casa, señor Eleveld?
—La isla del Transbordador —precisó Willem Eleveld.
—¿Qué dice?
—Vivo en la isla del Transbordador, no en un caserío.
—Bien, la isla del Transbordador. ¿Cuándo piensa abandonar su casa,
señor Eleveld?
—El agua ya bajará. No nos molesta.
—Bueno, parece que dentro de lo malo ha habido suerte. Muchas gracias,
señor Eleveld de Lomark, ¡espero que no se moje los pies!
—No hay de qué.

Llegó el 1 de enero. Todos dormían tras una noche repleta de bebidas


alcohólicas y fuegos artificiales; luego se despertarían con un humor de
perros, inmersos en un nuevo año. El agua ya estaba algo más baja, había
caído una fuerte helada y las tierras inundadas se hallaban cubiertas por una
bellísima capa de hielo sobre la cual el sol trazaba, de día, unas llamas de un
dorado intenso, pero aún no había amanecido. Me encontraba en el dique y
rastreaba la oscuridad con los ojos inyectados en sangre. Joe y Christof
acababan de marcharse patinando, con los zapatos en la mano. El 1 de enero
era la fecha en la que Joe trataría de volar por primera vez. Se habían alejado
entre susurros, ya sólo se escuchaba el chirrido cada vez más tenue de sus
patines.
Cuando empecé a quedarme frío comencé a moverme de un lado a otro
con mi carrito. Decidí arriesgarme: la ribera de enfrente me llamaba, quería
estar ahí, ver el despegue de cerca. Me dirigí al Cuello Largo, al punto donde
el camino desaparecía bajo el hielo, justo por detrás de las vallas rojas y
blancas. Y me lancé. Jamás había conducido sobre hielo. Como es lógico,
estaba nervioso, aunque en el fondo no era nada del otro mundo, sólo que
podía derrapar en cualquier momento y que los neumáticos patinaban si
tiraba en exceso de la barra, pero qué más daba. Había poca fricción, no
necesitaba

Página 69
hacer mucha fuerza para avanzar. Detrás de Betlehem Asfalt asomó una
rayita borrosa de luz violeta, estaba totalmente solo en la inmensa llanura.
Era como ser el único superviviente de un accidente aéreo en pleno desierto.
Me cautivaba el silencio, no tenía prisa por alcanzar la nave.
Últimamente mi cuerpo había recobrado algo de vida, hasta el punto de
que me había propuesto abandonar mi carrito y aprender a andar un poco.
Aunque pueda sonar extraño, deseaba volver a poner en marcha mi
deformado aparato locomotor. Estaba a punto de cumplir diecisiete años, y si
bien tenía alguna erección esporádica, no controlaba mis movimientos, por lo
que apenas lograba masturbarme. Aun así noté que mi cuerpo conservaba
ciertas posibilidades —por mínimas que fuesen— de desarrollar una
motricidad más refinada, y quizá incluso una forma de movimiento sin
valerme de las ruedas. Desde hacía un tiempo realizaba ejercicios secretos en
los que me deslizaba por el suelo sobre mis rodillas con el torso levantado y
la mano derecha agarrada a la mesa o a la cama. Parece una bobada, pero no
hay que olvidar que me tocaba repetir todo el proceso de la evolución
humana yo solo. Me hallaba más o menos en el estadio de los anfibios.
Recién salido de las ciénagas, podía comenzar a pensar en erguirme un poco
más.
Me arrastraba por mi cuarto como un peregrino a sabiendas de que, si me
viera mi madre, daría gritos de júbilo por ese nuevo milagro y citaría a Isaías,
«el cojo brincará como un ciervo y la lengua del mudo cantará» y todo eso,
porque algunas personas prefieren creer en los milagros antes que en la
fuerza de la voluntad.
Había que despertar los músculos que quedaban en mi cuerpo. Después
de permanecer durante años tendido en la cama y repantigado en la silla de
ruedas, no estaba seguro de que mi organismo fuera capaz de mucho más. Mi
médico de rehabilitación se había mostrado escéptico, pero de eso hacía ya
bastante tiempo. Entretanto había madurado y a veces viene bien
encomendarse una misión a uno mismo. Cuando sentí que una ola de
irracional optimismo me recorría las venas, supe que había llegado el
momento de ponerme manos a la obra.

El hielo me parecía fantástico. El horizonte se volvía cada vez más claro, me


movía por donde jamás me había movido antes, envuelto por una vidriosa luz
azul, el corazón turquesa de un glaciar. Todo tan plano y tan vasto, ¿por qué
no se me había ocurrido antes?

Página 70
El hielo negro como la tinta se deslizaba por debajo de mí, seguí hasta el
extremo norte de la isla del Transbordador.
Retiro la imagen anterior del corazón del glaciar: estuve más bien en el
corazón de una bola de nieve, uno de esos universos transparentes de plástico
con líquido interior donde nieva al girarlos. Había uno en el aparador de casa,
con un unicornio encabritado en el centro, y un fondo azul cobalto. Cuando
se sacudía caían copos a uno y otro lado del unicornio, que abría el hocico
para dar vía libre a sus relinchos.
Bajo el suelo de hielo reposaban los campos veraniegos y el camino que
serpenteaba hacia el río. La hierba ondeaba en la suave corriente subacuática.
Humeaba como un caballo, en algún lugar sonó el ruido de un motor. Mi
palacio de hielo se hizo añicos con gran estruendo.
Di la vuelta y vi cómo el avión se aventuraba sobre el hielo. Todavía era
más de noche que de día y, desde donde me hallaba yo, el aparato parecía un
siniestro vehículo salido de los talleres infernales. Dos sombras se
apresuraron sobre el hielo; debían de ser Christof y Engel. El avión se
detuvo, deliberaron con Joe, cuya cabeza sobresalía por encima del fuselaje.
No hacía viento. El morro del aparato apuntaba en dirección al pueblo. Tan
pronto como Engel y Christof se encontraron a una distancia prudente de la
hélice, Joe aceleró. Me encantaba ese ruido, que se volvía más fuerte y más
furioso a medida que aumentaban las revoluciones. Joe avanzaba por el hielo
a gran velocidad. Cuando alcanzó el tope, trató de elevar en el aire el morro
del aparato. Tras levantarse un momento del suelo, el avión volvió a tomar
tierra. Otra tentativa. Subía y bajaba una y otra vez. Como si estuviera
dando brincos.
Justo antes de llegar al dique de invierno Joe frenó, dio la vuelta y regresó
hacia nosotros. Me hallaba tan sólo a unos pocos metros de Engel y Christof,
que contemplaban las maniobras de Joe con el cuerpo agarrotado de la
tensión. El avión retumbaba por el hielo, era todo un espectáculo. Se nos
acercaba a una velocidad de ochenta o noventa kilómetros por hora, Christof
musitó «¡Venga!» y Engel tiró con un gesto enérgico la colilla de su cigarro,
que desprendió chispas antes de apagarse. A nuestras espaldas, la cortina del
alba, que se iba descorriendo cada vez más, bañaba el cielo en un resplandor
violeta y naranja.
Sin duda aquel día heló de lo lindo, pero no recuerdo haber pasado frío.
Justo antes de alcanzarnos, Joe se desvió a la izquierda, redujo el número de
revoluciones, paró poco a poco y apagó el motor. Nos envolvió un silencio
delicioso. Engel y Christof corrieron hacia el avión, donde Joe sacudía la

Página 71
cabeza con los ojos clavados en su instrumental, compuesto por una palanca
de gases, un freno de mano, manómetro, indicador del nivel de gasolina y
termómetro. Sujetaba la palanca de mando entre las rodillas.
—No sube —dijo cuando Engel y Christof se apoyaron en el lateral del
avión.
Se le entendía mal porque tenía los labios helados.
—Creo que necesito un mayor número de alerones, le falta empuje.
Parecía un insecto con esas gafas de nieve y ese anticuado gorro de esquí,
atravesado por franjas rojas, azules y blancas. Apoyó las manos en el aparato
y salió con dificultad del angosto interior del avión. Después de quedarse un
instante en cuclillas sobre el borde del fuselaje bajó de un salto. En la espalda
tenía una mancha oscura y húmeda, tan grande como el sillín de una
bicicleta. El sudor había traspasado sus jerséis y su abrigo. Joe, encogido de
frío, pidió un cigarrillo. Engel le alargó tabaco y un mechero; trataron de
averiguar cuál podía ser el problema. Después de prepararse durante tanto
tiempo para ese momento, el avión les fallaba. Engel rodeó el aparato y soltó
un «mierda» sin alzar la voz. Joe daba caladas a su cigarrillo como un
aviador de guerra chapado a la antigua en una pista de aterrizaje situada en
algún lugar del norte de África. Escupió y se subió de nuevo al avión,
pasando por encima del ala, con el cigarrillo entre los labios. Cuando arrancó
el motor y la hélice comenzó a moverse, un gélido viento hizo que nos
estremeciéramos. Joe giró el avión y lo condujo de regreso a la nave. Al
verme sonrió.
—¡Feliz año nuevo, Fransje!

El 4 de enero volvieron a intentarlo. Habían ajustado la posición de los


alerones y el timón de cola. Ese día tampoco lograron su propósito.
Se avecinaba un cambio en la meteorología. El fin de semana el frente
frío daría paso a una masa de aire más cálida. Trabajaron sin tregua, porque
sin hielo su plan estaría abocado al fracaso. Emprendieron una carrera contra
el reloj. Llegó el 10 de enero, los carámbanos empezaban a derretirse, mis
neumáticos dejaban huellas de agua sobre el hielo. Joe se subió por enésima
vez al avión. Era todo o nada. Me uní a Engel y Christof, que se comían las
uñas mientras observaban cómo el avión aceleraba. Iba cada vez más deprisa
hasta que alcanzó la máxima velocidad, situándose en línea horizontal entre
el pueblo y la fábrica.
—¡Venga, sube! —gritó Engel emocionado—. ¡Sube, por favor!

Página 72
No podía haber un momento más oportuno que ése. Era temprano, el
cielo estaba despejado, el aire se notaba frío y «espeso», como había dicho
Joe, unas condiciones óptimas para volar. El avión se alejaba
estrepitosamente por el hielo, Joe tendría que despegar pronto si no quería
impactar contra una hilera de sauces desmochados que sobresalían de la capa
blanca.
—¿Qué demonios está haciendo?
Joe se dirigió a todo trapo hacia los árboles, jamás había alcanzado tal
velocidad, pero no hizo ningún esfuerzo por separarse del suelo. Si no se
daba prisa en dar la vuelta o en detener el avión, estaría más muerto que
vivo. Cerré los ojos y los volví a abrir enseguida. Vi que, por fin, Joe se
disponía a despegar. La rueda trasera flotaba en el aire, el aparato rebotaba
sobre el hielo manteniéndose en posición horizontal, cualquier otro avión se
separaría del suelo en ese mismo instante… ¡Ay, Dios mío…! ¡Lo hizo!
¡Había despegado! El aparato ascendió unos metros y pasó rozando los
sauces. Era imposible que Joe hubiera calculado la altura con tal precisión,
había corrido un riesgo estúpido y había tenido mucha suerte. Pura suerte,
de eso no me cabía la menor duda. Si el avión hubiera fallado en ese
momento, Joe estaría muerto.
Pero no estaba muerto, estaba volando…
—¡Sí! ¡Sí! —vociferó Engel a mi lado.
Christof no paraba de dar saltos. Se agarró a Engel. Saltaron abrazados,
gritando a pleno pulmón. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Lo
consiguió, había salido en dirección oeste, el zumbido del motor perdía
fuerza a medida que el avión menguaba en el horizonte. Joe había repetido el
milagro de los hermanos Wright. En adelante, ya nada se le resistiría.

Página 73
Si Mahfouz Husseini no hubiera vuelto, Regina Ratzinger probablemente
habría muerto de inanición. Mahfouz declamó en su inglés macarrónico: «En
época de sequía, las flores son las primeras en morir». O al menos así lo
interpretó Joe.
A Regina le costó retomar los quehaceres domésticos. Había cambiado,
su conducta y su apariencia delataban cierto grado de renuncia al mundo que
ya nunca desaparecería. Era como si vistiera la misma ropa durante más
tiempo que antes, y las puristas de la labor de punto de Lomark le
reprochaban con acritud que los patrones de sus jerséis presentasen pequeños
fallos.
Como Mahfouz se encargaba a menudo de la comida, abundaban los
platos de cordero con cilantro, acompañados de una picante pasta roja de
guindillas y especias que desorientaban a la lengua.
—Muy sabroso, Mahfouz —le dijo Joe.
Mahfouz levantó la mirada todo
contento.
—¿Sabrrroso? ¿Sí?
Desplegaba cinco veces al día su alfombrilla en el balcón cubierto de la
casa del Achterom para rezar sus oraciones en dirección a La Meca.
Practicaba su religión de forma discreta, sin incordiar a Joe y a India. La fe
de Mahfouz les parecía tan inocente como la costumbre de tomarse a diario
un número determinado de plátanos o la manía de conjurar el mal
tocando madera. Mahfouz se apuntó a un curso de neerlandés por
correspondencia y, al cabo de unas semanas, ya sabía preguntar el camino a
la estación y pedir medio kilo de carne picada, mitad de cerdo y mitad de
ternera, en la carnicería. Sin embargo, aquello no le servía de mucho, porque
Lomark no tenía estación de trenes y la carne de cerdo era un territorio
vedado para los musulmanes. Aun así se sentía a gusto en Lomark, paseaba a
menudo por el pueblo y nos saludaba con cortesía.

Página 74
Regina alardeaba de él en público, era como si ante su presencia
comenzase a arder con suavidad.
—Los nubios son muy guapos —afirmaba—. Tienen fama de ser los más
guapos de Egipto. Pero tan guapo como Mahfouz…
—Sí, mamá, sí —asentía India—. Vale. Tranquilízate.
Regina llevó a su esposo a la ciudad. Mahfouz regresó con un traje de
lino y unos zapatos de cuero hechos a mano. Se movía con la misma facilidad
en su nuevo atuendo que bajo la ropa barata de confección asiática con la que
había llegado a Lomark. Además de que Regina le vestía como un dandi del
trópico, Mahfouz acostumbraba a perfumar su bigote, lo cual le convertía por
partida doble en un curioso anacronismo que parecía haberse extraviado en
un continente erróneo.
Cuando Mahfouz Husseini me vio por primera vez, se inclinó hacia
delante y me miró a los ojos para comprobar si estaba bien de la cabeza. Se lo
consentí. Al rato, se incorporó y prorrumpió en risas, al parecer había visto
algo. Dijo unas palabras en árabe y se colocó detrás de mi carrito. «¡Eh,
egipcio! Tengo que ejercitar mi brazo. ¡Suéltame! ¡No soy tu vieja madre!».
Pero sin pedir permiso empuñó las asas y me paseó por el pueblo como una
anciana. Me sentía avergonzado, aunque él también tenía motivos para
estarlo… Estaba sentado con cara de pocos amigos en mi silla e ignoraba
adónde me llevaba. De un solo golpe hizo pedazos la soledad que custodiaba
con tanto celo. Nos seguían con la mirada. Por la tarde, en la cena,
comentarían que a Fransje Hermans le cuidaba una enfermera bigotuda.
Hacíamos el ridículo, Husseini y yo.
Si no me equivocaba, nos encaminábamos hacia el Cuello Largo. El árabe
canturreaba fragmentos de canciones y marchaba a buen paso, sus suelas
rechinaban sobre el asfalto. Olí el río desde lejos, el agua despedía un olor
especial que no lograba definir, pero que me tranquilizaba. Quizá fuera
atribuible a las impresiones que el río había ido atesorando en su camino
hasta aquí.
—Ahí está Piet —anunció Husseini.
Las aguas habían descendido, Piet Honing había retomado su horario de
servicio habitual. Se hallaba en medio del río y venía hacia nosotros.
Arrancaba tiques de un talonario y los entregaba a sus clientes a través de las
ventanillas abiertas de los automóviles. Guardó el dinero recibido a cambio
en un monedero que llevaba atado a la cintura. Después entró en la caseta de
mando y aminoró la marcha. Del transbordador salieron dos coches y un
ciclista. No los miré. Piet se acercó a nosotros.

Página 75
—Hola, muchacho —dijo—. Hace tiempo que no te
veo. Contesté con un gruñido.
—Pues aquí seguimos, sin cambios, a pesar de lo ocurrido este invierno
pasado. Hemos sufrido bastantes daños, parte de la instalación ha sido
arrastrada por el río, pero ya estamos navegando de nuevo, ¿no es así,
Mahfouz?
Le dio una tímida palmadita en el hombro y subió a bordo. Mahfouz me
empujó hasta el borde del agua, tiré del freno con fuerza. El árabe se puso en
cuclillas con el codo izquierdo apoyado en la rodilla y empezó a mesarse el
bigote con los dedos de la mano derecha.
Desde entonces, Mahfouz y yo nos sentábamos a menudo en el
embarcadero. Me gustaba su compañía, él contaba historias, yo escuchaba.
Cuando Piet tenía algún problema con el transbordador, Mahfouz corría
enseguida en su ayuda. Sabía desmontar un motor y volver a montarlo, lo
había aprendido en el astillero de su padre en El-Biara, un suburbio de Kom
Ombo. Era el menor de nueve hermanos, seis varones y tres chicas. Su padre
poseía un astillero a orillas del Nilo y ahí, en un recodo del río, le había
enseñado a construir falúas, la típica embarcación de la zona. Al igual que
sus hermanos, Mahfouz estaba predestinado a entrar en la empresa familiar,
pero como eran demasiados decidió buscarse la vida en la industria turística.
Lejos de casa, en el pueblo de Nuweiba, en la costa oriental del Sinaí, abrió
una pequeña tienda. A cincuenta metros de la playa vendía alfombras, objetos
de plata fabricados por los beduinos e imágenes de los faraones que podían
pasar por antigüedades si el comprador era ciego y tonto; y, como un buen
número de los turistas reunían esas características, el negocio floreció. Estaba
ubicado entre una larga fila de tiendas que ofrecían todas la misma gama de
artículos. Encima de la puerta había una huella de sangre de cabra
ennegrecida: la mano de Fátima, la devota hija del Profeta. Durante el día,
Mahfouz sacaba a la calle las alfombras y las prendas de algodón y, al
anochecer, las recogía después de quitarles el polvo a sacudidas.
Nuweiba estaba formado por varios núcleos de población: la mayoría de
los turistas se limitaban a visitar Tarabin, una creciente franja costera
ocupada por hoteles, restaurantes y comercios. Unos pocos kilómetros más al
sur se encontraba Nuweiba Port, de donde partían los transbordadores con
destino a Jordania. En Tarabin, Mahfouz llevaba una vida tranquila. Solía
dormir alrededor de diez horas y pasaba el resto del tiempo en la
tienda o con amigos, jugando al backgammon bajo los tubos de neón
mientras el empleado del restaurante de al lado les llevaba una bandeja tras
otra con vasitos de té.

Página 76
Mahfouz se sentía fuerte y estaba convencido de que la dieta basada en
pescado con arroz y el aire marino eran buenos para la sangre. Según él, era
en ella donde radicaba el alma del hombre. La sangre viajaba por todo el
cuerpo y daba vida al organismo de carne y huesos llamado Mahfouz
Husseini.
A veces se quedaba dormido en una tumbona de la playa y se despertaba
a la mañana siguiente cuando el sol salía por detrás de las montañas de la
orilla de enfrente. Vivía de cara al mar y de espaldas al desierto, ajeno a los
grandes anhelos que convierten la vida en un infierno. Desde que sabía que el
Sinaí se aparta todos los años un centímetro y medio de la península Arábiga,
creía poder distinguir a simple vista cómo aumentaba la distancia.
Un buen día Mahfouz vio llegar un autocar de Piramid Tours Nuweiba
desde el sillón que se hallaba junto a la puerta de entrada a su tienda. Más
tarde, una avanzadilla del nuevo cargamento de turistas enfiló la calle
comercial, tres mujeres. Neerlandesas. A Mahfouz le bastaba una ojeada para
darse cuenta. Aunque de vez en cuando confundía a los neerlandeses con los
alemanes, éstos se comportaban en general con una especie de modestia,
como si pudieran ser arrestados en cualquier momento. Si bien hablaban más
alto que los neerlandeses, no daban la impresión de que el mundo fuera suyo.
Los neerlandeses, en cambio, andaban como si supieran el camino allá donde
fuesen, a paso firme, persuadidos como estaban de tener siempre razón.
Uno de los colegas de Mahfouz, Monsef Adel Aziz, gritó en el idioma de
las mujeres: «¡Sólo mirar, no comprar!»; ésa era la señal para que los demás
vendedores salieran a su encuentro, frotándose las manos y repartiendo
halagos y piropos. Mahfouz se percató de que en el rostro de la mujer más
joven se dibujaba una sonrisa algo cansada. También captó a la primera que
una de las otras dos había acudido a su país empujada por el deseo carnal;
con el tiempo, uno aprendía a fijarse en esos detalles. Esa clase de mujeres se
caracterizaban por su mirada inquisitiva e insatisfecha. Su número aumentaba
cada año, hasta el punto de que a veces se veía pasear a abuelas blancas de
cabello asombrosamente lila cogidas de la mano de chicos jóvenes. Se
rumoreaba que esas mujeres habían sido abandonadas por su esposo en su
país de origen o que habían venido a Egipto porque su marido estaba enfermo
y ya no podía cumplir con los deberes matrimoniales. Monsef Adel Aziz
intimaba con ellas y no le iba mal. A los jóvenes del pueblo les daba igual
que las mujeres fueran mayores, jóvenes, obesas o guapas. El propio
Mahfouz había tenido una relación con una estadounidense; al final de sus
vacaciones, la mujer le propuso que la acompañara, pero a Mahfouz una
casa en Iowa no

Página 77
le resultaba más atractiva que un negocio en Nuweiba. Por eso, al principio,
Catherine O’Day pasaba todos los años unas semanas en Nuweiba, hasta que
dejó de aparecer. Le había enviado una postal con saludos desde Estados
Unidos. Colgaba en la pared trasera de la tienda, medio cubriendo una
fotografía de Mahfouz en la que rodeaba con el brazo a la popular actriz
Athar el-Hakim, que en su día había visitado Nuweiba para grabar algunas
escenas en la playa.
Las mujeres se dirigían hacia la tienda de Mahfouz. Unos días más tarde
se enteraría de que la mayor, a la que había reconocido como «necesitada de
sexo», había iniciado una fogosa aventura con un botones del hotel Domina,
un hermoso joven que no vaciló en bajarse los pantalones para mostrarle su
potente miembro después de que ella alabara la facilidad con que había
levantado sus maletas. Mahfouz observó a la más joven de las tres; estaba
envuelta en sombras. Le embargó un irrefrenable deseo de tranquilizarla.
Monsef Adel Aziz trató de retener a las mujeres con una última frase en
neerlandés, pero era consciente de que había perdido la batalla por captar la
atención de las turistas.
Casi habían alcanzado la tienda de Mahfouz. Con un gesto elegante, se
pasó la yema del índice por el bigote y dijo con la mejor de sus sonrisas:
«Welcome, welcome…».
Las mujeres deslizaron los dedos por sus alfombras, se probaron un par
de anillos con piedras semipreciosas cada una y compraron unas postales.
Después prosiguieron su camino. Sin embargo, quien bajaba la calle en
dirección sur no tenía más remedio que volver después a subirla en sentido
contrario. De hecho, al llegar al final, las mujeres se dieron la vuelta.
Caminaban una al lado de otra, y la mujer de las sombras, de cabello rubio
ceniza, era la que más cerca iba de las tiendas. Mahfouz entró rápidamente en
la suya, agarró un souvenir y salió a toda prisa, llegó justo a tiempo para
obsequiarla con el regalo. Ella lo aceptó desconcertada, ignorando si se lo
ofrecía sin más o se lo tenía que pagar, así que trató de devolvérselo.
—It’s a gift for you —explicó Mahfouz.
Era un barco en miniatura, una falúa con casco de alabastro y una vela
donde estaba pintado el ojo de Horus en tonos azules y dorados. La mujer le
dio las gracias con torpeza y siguió andando.
Nuweiba parecía una aldea más que un pueblo. Era inevitable que
Mahfouz Husseini y Regina Ratzinger volvieran a encontrarse.
Al día siguiente coincidieron junto a la piscina del hotel. Mahfouz
acababa de entregar una caja con carteras de cuero en la tienda de recuerdos

Página 78
del Domina y se disponía a regresar a Tarabin por la playa cuando la
vio.
—Ah, the beautiful lady —dijo con una leve inclinación de la cabeza.
—Espere —contestó ella—. Quisiera… un detalle… por el precioso
regalo.
Se acercó a una de las tumbonas alineadas en el borde de la piscina, cogió
su pareo, se lo anudó entre los pechos, se inclinó hacia delante y extrajo de su
bolso unas libras egipcias:
—Tome, para usted.
Mahfouz movió la cabeza en ademán compungido y sonrió apenado.
—Comprendo —dijo—. No quiere mi regalo. Lo siento.
—Sí que lo quiero, pero…
Sin embargo, el daño estaba hecho, el egipcio se llevó la mano al
corazón, dio dos pasos hacia atrás y desapareció.
A última hora la mujer tomó un taxi al comercio de Mahfouz para pedirle
disculpas e invitarle a cenar. Mahfouz aceptó.
—Por cierto —añadió la mujer antes de abandonar la tienda—, me llamo
Regina Ratzinger. ¿Y usted?
—Call me Mahfouz.

Cenaron pescado en la playa de Tarabin. Un sudanés negro como el azabache


estaba fumando al abrigo de un barco pesquero y en la arena había una
bandada de lavanderas. El cielo nocturno cubría a Regina y a Mahfouz como
una tela de extrema finura. Pasó un beduino con un dromedario atado a una
cuerda. Trató de convencer a Regina para que se diera un paseo; a una
palabra de Mahfouz, el beduino se marchó. Después de la cena caminaron
por la playa hasta la Temple Disco del hotel Domina. Regina bailaba con los
ojos cerrados mientras sus compañeros de viaje revoloteaban, ligeramente
bebidos, a su alrededor.
Más tarde, de regreso a la playa, Mahfouz preparó una pequeña hoguera.
Sacó una cajetilla de Cleopatra del bolsillo de su camisa y, con un cigarrillo
entre los labios, se palpó los bolsillos del pantalón en busca de un mechero.
Sin resultado. Regina extrajo una rama del fuego y se la acercó con dedos
temblorosos. Mahfouz sujetó la punta del cigarrillo contra la leña y la prendió
de una calada. No se dieron cuenta de que saltó una chispa al pantalón de
terlenka de Mahfouz. Cuando la tela comenzó a arder, Mahfouz se levantó
con un grito y apagó el fuego dando un golpe con la palma de la mano. En
ese mismo instante, comprendió que algo había cambiado de forma
irrevocable.
Página 79
—Mira —dijo Joe—, la señora Eilander.
El Peugeot familiar de la madre de PJ se acercó a toda velocidad por el
dique, provocando una violenta corriente de aire. La vimos pasar como un
rayo, con aire enojado, ni siquiera se percató de que Joe y yo la saludamos
con la mano.
—Está enfadada —observó Joe.
Habíamos visto su coche delante de la comisaría del agente Eus Manting.
No nos costó adivinar que había ido a quejarse de un extraño avión que
sobrevolaba con cierta frecuencia su jardín a una altura preocupantemente
baja; hacía poco Joe había empezado a hacer vuelos de reconocimiento sobre
la Casa Blanca.
Joe bajó el dique rumbo a las tierras inundables diciendo: «Necesito
reflexionar, Fransje». Supe dónde estaba tumbado en la hierba por las
nubecillas de humo que emergían del mar de tallos y amapolas inusualmente
grandes. Las golondrinas por poco le rozaban y los insectos, con sus irritantes
zumbidos, volaban a ras de suelo a causa de la inminente llegada de un centro
de bajas presiones.
De algunas casas del pueblo colgaban banderas y carteras escolares en
señal de que uno de los hijos había terminado con éxito los estudios de
enseñanza secundaria. Dentro de un año nos tocaría a nosotros. ¿Y luego
qué? Joe, Christof y Engel se marcharían a otro lado. Para estudiar o para
trabajar, en cualquier caso para dedicarse a algo en lo que ya no me
necesitarían. Todo apuntaba a que yo era un ancla inamovible que siempre
permanecería en el mismo sitio. Como a mí no me esperaba ningún porvenir
siempre traté de aspirar a poco, como los animales o los budistas.
O como Joe.
A lo lejos apareció Christof en bicicleta, pedaleando con frenesí.
—¿Has visto a Joe? —me gritó.

Página 80
Señalé con el brazo la pradera donde Joe exhalaba círculos de humo que
se disolvían en cuanto se elevaban por encima de la hierba. Christof apoyó su
bicicleta contra un poste y tomó entre el pulgar y el índice el alambre de
espino que bordeaba el camino del dique. Empujó el alambre hacia abajo con
cuidado y lo cruzó primero con la pierna derecha y luego con la izquierda.
Mientras descendía el talud exclamó:
—¡Joe! ¡Joe!
De la hierba surgió una mano.
Christof se abrió paso entre el verdor hasta llegar a ella; se le veía
sumergido en la hierba hasta los muslos, daba la impresión de estar
hundiéndose poco a poco. Una ráfaga de viento recorrió los tallos; a mis
espaldas, las hojas secas se arremolinaban entre susurros sobre la calzada. No
mucho antes, ese mismo lugar, ahí abajo, había servido de pista de hielo e
incluso de pista de despegue. Hacía poco que había brotado aquel mar de
hierba y flores donde de vez en cuando se internaba algún pájaro ostrero y
sobre el cual las golondrinas realizaban sus acrobáticos vuelos en picado. Al
cabo de un rato Joe se medio incorporó, un poco irritado, quizá porque había
sido interrumpido en mitad de sus meditaciones. Se levantó y vino hacia mí.
A Christof ya no se le había perdido nada en aquel prado, así que fue detrás
de él.
—¡¿Qué es lo que has visto, Joe?! —preguntó—. Déjate de tonterías,
hombre, yo también tengo derecho a saberlo, ayudé a prepararlo todo, ¡no lo
olvides!…
Joe bajó el alambre de espino para que Christof pudiera pasar por encima
de él.
—La he visto a ella —contestó
despacio. Pensé que Christof iba a
explotar.
—¿Y qué hacía?
Al parecer, se figuraba que los nudistas hacían algo, ritos sexuales y
demás.
—Pelo —dijo Joe—. Había una mata de pelo delante. No se veía nada.
Se instauró tal silencio que era como si alguien hubiera apagado sin
previo aviso el volumen en todo el planeta. A Christof se le notaba que la
noticia le invitaba a la reflexión; yo, en cambio, me sentía defraudado
porque, aun sin lograr hacerme una idea exacta de aquel vello, el esfuerzo no
me parecía proporcional al resultado. Mis expectativas no se habían
cumplido.
—Maldita sea —dijo Christof—. Ya me temía algo así.

Página 81
Se avecinaban nuevamente unas largas vacaciones. Una de esas épocas en las
que terminaba fundiéndome y macerándome en mis propias emanaciones.
Para mí era siempre una mala época. Había poco que hacer para quienes no
andábamos con motocicletas y chicas gorditas. Aunque en verano vestía
pantalón corto y extravagantes camisas hawaianas que me compraba mi
madre, esos detalles sólo contribuían a que llamara aún más la atención.
Prefería ir arropado hasta la barbilla con la manta gris con forro de escay,
pero cuando hacía calor el cuero sintético me producía un terrible sarpullido.
No me quedaba, pues, otra alternativa que pasearme por ahí con mi
escuchimizado cuerpo a la vista. La gente me miraba pensando que era
imbécil. En cualquier caso, lo primero que se piensa al ver a alguien en una
silla de ruedas es que está mal de la cabeza. Ya hace tiempo que he dejado de
intentar demostrar lo contrario.
Lo que más me gustaba era permanecer sentado a orillas del río junto a
Mahfouz, a quien no necesitaba explicar nada. El sol centelleaba en el agua;
la luz resultaba tan deslumbrante que iluminaba el interior de la cabeza,
dejando que cualquiera pudiera mirar dentro de ella.
Así pasamos mucho tiempo, el egipcio y yo, entregados sin prisa al
placentero aturdimiento de las ensoñaciones que nacen al contemplar largo
rato las olas o la lumbre. Piet iba y venía, algún conductor tocaba la bocina al
pasar y las pelusas blancas de los sauces que poblaban la ribera planeaban
sobre el río para luego descender sobre el agua o volar hasta la orilla de
enfrente. Las amas de casa se lamentaban cuando los sauces soltaban pelusas,
a veces había tantas que se acumulaban en las puertas de las casas
aprovechando cualquier oportunidad para entrar. Mahfouz tenía la mente en
otra parte, quizá pensase en su país y en el extraño viento que le había
empujado hacia el embarcadero de Lomark, en compañía de Frans el Brazo.
Por el río navegaba un buen número de embarcaciones de recreo, neveras
flotantes que nos confirman que la prosperidad y el mal gusto son tan
inseparables como la sal y la pimienta. A veces aparecía un anticuado barco
de paseo cuyos pasajeros vestían prendas de deporte con una raya de color
azul o berenjena. Procedían de otros mundos y pasaban con extraordinaria
levedad por delante del nuestro. Miraban la ribera con cierto anhelo, el
mismo con el que yo los miraba a ellos. A menudo alzaban la mano.
Sabía que a los navegantes les gusta saludar a propios y extraños. Aunque
los automovilistas y los ciclistas no acostumbran a intercambiar gestos, los
aficionados a las motos sí se saludan entre ellos. Se trata, por tanto, de una
práctica que une de forma misteriosa a navegantes y motociclistas. Algunas

Página 82
veces, Mahfouz devolvía el gesto, aunque no por ello abandonaba sus
cavilaciones. A veces hablaba entre dientes, como si se diera la razón en una
conversación consigo mismo, en cuyo caso comenzaba a tirarse del bigote
con más fuerza. No me extrañaba que Regina estuviera enamorada de él.
Tenía el cabello negro y brillante, los ojos profundos y oscuros sobre un
amplio fondo blanco, como los tuareg del National Geographic, con sus
turbantes azules que sólo dejan al descubierto los ojos.
—En Nuweiba había un pelícano —me contó Mahfouz una vez—.
Grande y blanco. Un día se posó en la playa y no volvió a moverse de allí.
Tal vez estaba harto de la vida en el mar y decidió que quería vivir entre la
gente. Comía de nuestra carne, de nuestro pan y de nuestro pescado. Llegaron
turistas empeñados en hacerse una foto con él. Algunas noches encendíamos
una hoguera y entonces flotaba sobre el agua junto a nosotros para no
perdernos de vista.
Llegado a ese punto de la historia, el árabe sacó una manoseada cajetilla
de Cleopatra, extrajo un cigarrillo de su interior y golpeó con el filtro la uña
del pulgar derecho. En el momento de encenderlo se acordó de que yo estaba
allí. Fumamos. Algunos fumadores exhalan el humo como lo hace un avión,
generando una línea recta de color gris, pero jamás había visto a nadie echar
bocanadas como el árabe: fumaba —por así decirlo— esfumándose. Llenaba
la boca de humo para luego expulsarlo ocultando el rostro entre jirones
blancos, igual que las nubes sustraen a la vista la cumbre de una montaña.
¿Fumarían todos así en su tierra? Desde luego era digno de ver. Parecía
haberse olvidado por completo de la historia del pelícano; después de ponerse
de nuevo en cuclillas, se entretuvo en seguir las embarcaciones con la mirada
mientras su cara se escondía, de tanto en tanto, detrás de las nubes.
Al cabo de un rato Mahfouz volvió a hablar de repente sobre los años en
los que los turistas habían dejado de visitar su país por la situación en Israel y
todos habían perdido unos cuantos kilos de peso a la espera de épocas
mejores.
—Imagínate que seas un marinero —dijo— y que el viento amaine de
pronto, tu barco yace inmóvil en medio del mar y sólo te queda rezar para
que el aire comience a soplar de nuevo… Lo mismo le pasa al comerciante,
se aprieta un poco el cinturón y alza la vista al cielo hasta que Alá se acuerde
de él. Aguardamos la llegada de tiempos de bonanza como semillas en el
desierto. Y nuestro pelícano también. Pero primero teníamos que comer
nosotros. ¿No podía él recurrir a ese inmenso mar repleto de peces? No
esperó a que le diéramos de comer, sino que empezó a robar.

Página 83
Mahfouz me lanzó una mirada fugaz.
—La dependencia conduce a la gorronería. El pelícano se había
convertido en un viejo y malvado ladrón. Lo ahuyentamos una y otra vez,
pero volvía siempre, quizá ya no supiera pescar. Una noche perpetró un
crimen que le mereció el castigo de Alá. Monsef Adel Aziz estaba asando un
pollo en la playa, el pelícano lo arrancó del asador y lo engulló de un trago.
Una hora más tarde cayó muerto.
Mahfouz apagó la colilla con el tacón del zapato y se encogió de
hombros. Le miré estupefacto. ¿Ya había terminado? No me esperaba un
desenlace tan abrupto y trágico. Mahfouz, en cambio, parecía satisfecho,
porque me miró como queriendo sonsacarme una señal de aprobación. No se
la pensaba dar. Era una mala historia.

Esa misma semana vi a Joe preocupado por primera vez.


—Le ha quitado el pasaporte —dijo—. Está
loca. Le pedí explicaciones con las cejas.
—Mi madre. Ha escondido el pasaporte de Mahfouz. Por miedo a que se
largue.
Regina adoptaba medidas drásticas para no perder a su árabe.
—También ha guardado el traje que le compró. Según ella llama
demasiado la atención. La atención de otras mujeres.
Me había percatado de que, en efecto, Mahfouz salía menos arreglado a la
calle que antes. Los pasajeros del transbordador ya no se quedaban tan
admirados cuando en lugar de Piet les cobraba Mahfouz. Impactaba mucho
más un árabe de color nogal con bigote perfumado y traje de lino.
Joe no se daba cuenta del cariz que estaban tomando los acontecimientos
en su casa desde que en ella había entrado el amor. Recurría a India para que
le interpretase la situación, porque él carecía de la sensibilidad necesaria para
captar lo que el amor es capaz de hacer.
—¿Podría decirse que funciona como las papilas gustativas? —le
preguntó a India—. El sabor dulce se aprecia en la punta de la lengua, el
agrio hacia la mitad y el amargo en la parte posterior. ¿Te refieres a eso? ¿A
que, al principio, el amor sabe dulce y luego, a medida que se intensifica, se
vuelve cada vez más amargo?
Aunque se había olvidado de la sal, me parecía una comparación
acertada, el enamoramiento como antesala del esófago y del tubo digestivo.
Cuadraba

Página 84
bastante bien con mis lecturas y con lo que veía en mis padres. Y, de alguna
manera, me recordaba a la absurda historia del pelícano y el pollo asado.

Página 85
Cuando la hierba ardía en los prados y llevaban algunas ovejas al matadero
para sacrificarlas con urgencia tras haber sufrido una insolación porque los
campesinos se negaban a brindarles la sombra de un árbol, aprendí a beber.
Es lo único que me ha enseñado Dirk, beber en cantidades oceánicas, hasta
perder el último resquicio de dignidad y pasar a ser un animal entre los
animales, reclamando amor y atención a rebuznos, tan asquerosamente sucio
que nadie se te pueda acercar.
¿Cómo se llega a eso?
Un día pasas por delante del bar De Zon, tu hermano mayor se fija en ti y
sale a la puerta, te sorprende verlo ahí porque tenía prohibida la entrada. Sea
como fuere, el caso es que Dirk se ha tomado ya unas cuantas cervezas y,
para mayor confusión, está de muy buen humor. Exclama: «¡Vienes
acalorado, Fransje! ¡Entra!», y antes de que te des cuenta te ha metido dentro
y está gritando: «¡Una caña para mí y otra para mi hermano pequeño,
Albert!».
Albert es el hombre que se encuentra detrás de la barra, a los demás los
conoces de vista, pero no te sabes sus nombres. ¿Qué demonios pintas ahí?
—¡No pongas cara de disgusto, Fransje!
Dirk transmite una cordialidad peligrosa y te ha llamado por primera vez
en tu vida «mi hermano pequeño». Lo peor es que eres perfectamente
consciente de por qué lo ha hecho: hoy eres su animal de circo, por fin podrá
sacar algún provecho de tu existencia, iniciándote en la bebida en presencia
de todos y riéndose con ellos de la cerveza que corre a chorros por tu barbilla
y tu camisa. Él se gana las risas, yo me apunto la compasión, aunque nadie
dice nada, «es su hermano mayor, él sabrá lo que hace». Ahí viene la segunda
caña, ¿por qué no?, si te empeñas en hacerme beber, zoquete de mierda,
beberé hasta que esa puñetera sonrisa se borre de tu careto; no has contado
con que tu animal de circo se convierta en motivo de vergüenza y rabia
porque no hay nada que puedas mantener bajo control sin furia ni opresión…

Página 86
Venga, Albert, tengo una sed de camello y mi hermano paga… ¡ah!, y el que
de vez en cuando le pegue un bocado a tus copas se debe a que no domino mi
cuerpo, pero bueno, es divertido observar cómo luego escupo los cristales en
un flujo de brillantes y sangre, ¿o no, chicos?
Así es como se llega a beber.
¿Y hasta dónde hay que ir para liberarse de su compasión? No muy lejos.
Bebí hasta que caí de bruces, aullando a todo pulmón. Me ayudaron a
sentarme en mi carrito y no me ofrecieron más cerveza. Para entonces, Dirk
estaba ya tan cabreado que me habría propinado una buena bofetada si no
estuviera mal visto pegar a un minusválido en público.
Lo que más me extrañaba era la ingente cantidad de ruido que brotaba de
mi garganta. Al principio les hacía gracia. El alcohol encendió un fuego bajo
mi habitual mutismo. Era como si me desgarrara la laringe, soltando el
oxígeno a raudales, y gritaba, madre mía, cómo gritaba. Hacía varios años
que Dirk no me escuchaba proferir ni un solo sonido, y no daba crédito a sus
oídos. Una vez pasada la novedad, los hombres se reían incómodos mientras
yo hacía sonar mi sirena.
—Ya vale —dijo Albert.
Dirk me tiró del brazo. ¡A la mierda con Dirk! Los demás clientes se
volvieron hacia la barra y uno de ellos observó: «Esos chicos son todos
iguales». Aunque Dirk sabía perfectamente lo que quería decir el hombre, se
alegraba de poder desviar su atención a otro asunto.
—Eh, tío, ¿a qué te refieres?
—¿Cómo que a qué me refiero? —preguntó el otro sin darse la vuelta.
—¿Quiénes somos iguales?
El hombre volvió la cabeza como si le llegase un olor apestoso. Ése era el
verdadero Dirk. A ello debía su fama. Vi cómo su cuerpo se llenaba de hierro
y la ira ennegrecía sus ojos. Así le conocía yo: Dirk-Hermans-Destrózalo-Y-
Fóllalo-Todo.
—¿Qué quieres ahora, cabrón? —preguntó el hombre.
—Ya verás —dijo Dirk—. ¡Me cago en Dios!
Y antes de que me diera tiempo a comprender lo que estaba pasando,
Dirk le golpeó contra la barra abriéndole la frente. De las arrugas salía sangre
a borbotones. El hombre se levantó rabioso de su taburete y se abalanzó
sobre mi hermano, pero Dirk le asestó tal puñetazo que hasta se oyó un
tintineo de copas. En ese instante, los demás se pusieron en pie de un salto, al
parecer algo les exhortaba a actuar en conjunto ante un ataque exterior, de
modo que Dirk se enfrentaba no ya a uno sino a cinco adversarios. Como
quizá haya

Página 87
dicho en otro momento, a mi hermano no se le dan bien los números. El muy
idiota tenía todas las de perder. Mientras dos hombres le llevaban a rastras
hacia la puerta, los otros le molían a golpes con tal fuerza que terminaron por
hacerse daño a sí mismos. A mí me ignoraron. Al ver cómo esa panda de
mecánicos de automóviles y albañiles se precipitaba sobre Dirk, que jamás
me había infundido simpatía ni mucho menos amor fraternal, sucedió algo
raro: monté en cólera. Una cólera que casi me corta la respiración. Dentro de
mí se revolvió algo que podría denominarse «el reclamo de la sangre» y de
cuya existencia no tenía la más mínima idea. Mareado por esa nueva
sensación, quité el freno y empotré mi carro en la maraña de hombres.
Alcancé a un tipo que, de espaldas a mí, estaba arremetiendo contra Dirk.
Mi carro le dio en las corvas, empujando sus rodillas hacia delante y echando
su torso para atrás, y yo le agarré el pescuezo con la única arma que tenía a
mi disposición: mi mano. Apreté. El hombre agitó los brazos, pero no
encontró dónde asirse. Mi mano se cerró cada vez más, mis dedos se
hundieron en la carne. Percibí la contracción de los músculos provocada por
la angustia de la muerte y los desenfrenados latidos de la sangre. Recuerdo
haber sentido placer y el deseo de matarle. Era fácil. No soltar el cuello y
apretar, nada más. Arrancarle la laringe. Noté un hormigueo en los dedos.
Abandonaron a Dirk y se lanzaron sobre mí. Tiraron de mi brazo, cuya mano
sujetaba una cabeza púrpura de la que colgaba una lengua hinchada, y me
zurraron sin contemplaciones.
Vi por entre la lluvia de golpes cómo la cabeza iba adquiriendo un tono
cada vez más oscuro. Dios permita que le mate…
El resto se me ha olvidado.
Sólo conservo la imagen de aquella cara, que recuerdo negra. Además,
aprendí dos cosas:
1. Que el hombre al que quise matar se llamaba Clemens Mulder,
trabajaba de techador y jamás sería mi amigo.
2. Que había descubierto un nuevo amor, el poder liberador del alcohol,
al que no renunciaría en toda mi vida.

Página 88
—Son como un collar de arañas pequeñitas —dijo India al ver los puntos en
mi ceja.
Me llevó al cobertizo, por detrás de la casa, donde Joe estaba pinchándose
el brazo con una aguja.
—¡Joe, ¿se puede saber qué estás haciendo?! —exclamó India.
Había tatuado su nombre a lo largo del antebrazo izquierdo: JOE. Las
letras aún aparecían cubiertas de sangre, pero debajo se intuía un verde mar
claro. Era agosto, el tedio causaba estragos.
—¿Qué te ha pasado, Fransje? ¿Una pelea? —quiso saber Joe.
Saltaba a la vista: tenía los ojos negros de sangre coagulada y seis puntos
en la ceja. Joe jamás había llegado a las manos, a él no le pasaban esas cosas.
Comprendí que había entrado en el terreno de los palurdos y que, de paso, me
había convertido en miembro de pleno derecho de una especie asesina o, peor
aún, de una familia en la que los varones se liaban a golpes en cuanto
alcanzaban la edad adecuada. (Chicas no había, éramos una estirpe de brutos
en la que no cabía la delicadeza).
Por mucho que me hubiera propuesto no ser como los demás, me había
involucrado en la primera pelea de borrachos con la que me había topado. Si
no hubieran puesto freno a mi furia, habría estrangulado a un techador. Había
caído muy bajo y Joe era consciente de ello. Aquel día apenas me dirigió la
palabra; se pasó la tarde inyectando tinta en su brazo. Cuando introducía la
aguja en la epidermis, se le tensaban los músculos de la mandíbula.
Al final, me marché y estuve unas semanas sin verle.
Aproveché ese tiempo para dedicarme más detenidamente a mis diarios y
a reconsiderar algunos puntos.
Mis pensamientos regresaron a la época anterior a los doscientos veinte
días en que estuve desconectado del mundo, cuando aún no conocía a Joe.
Cuántas dudas tenía por entonces. Tal era la avalancha de preguntas que me

Página 89
daba vértigo. Estaba convencido de que esto no podía ser todo, me parecía
imposible que los seres humanos se conformaran con vivir y morir como lo
hacían. Me ocultaban un secreto, algo que ellos sabían pero no compartían
conmigo, algo que era mil veces más importante que esto. Dicen que la
filosofía comienza por una pregunta muy concreta: ¿por qué? Para mí,
aquello suponía el inicio de una especie de infierno.
—No preguntes el porqué —me aconsejó mi padre—. El mundo es como
es y ya está.
Al ver que insistía, me dio una bofetada. Había planteado mi duda a la
persona errónea, lo cual no significaba que no tuviera respuesta; no era tan
ignorante como para no saber que no sabía nada. Me armé de paciencia.
Algún día se abriría una puerta, alguien me explicaría de qué iba la cosa,
hasta entonces mantendría los ojos abiertos de par en par y preguntaría el
porqué.
Caí en la cuenta de que a la gente le resultaba cómodo presentar la vida
como una escalera. Se empezaba abajo y, poco a poco, se iba subiendo. La
guardería, el parvulario, el colegio, donde repetían una y otra vez que en el
instituto encontraríamos lo que buscábamos. Allí nos revelarían, por fin, lo
que en la primaria aún permanecía invisible.
Me lo creí, pero pudo más la curiosidad, seguí preguntando el porqué
hasta que de veras me puse pesado. Los adultos interpretaban mi ansia de
saber como un gesto de insolencia que excedía todos los límites. Era como si
preguntase por el mismísimo Dios.
No pretendo causar la impresión de haber sido un niño que impresionara
a su entorno con sus preguntas. Más bien parecía autista. Por entonces mis
pensamientos poseían un grado de plúmbea rigidez que no volverían a
alcanzar nunca más. Irradiaban la misma severidad que más tarde me
maravillaría de la filosofía del samurái.
La respuesta se hizo esperar. Acudí al instituto con gran expectación.
Primer curso de bachillerato: biología, historia, literatura… aquello iba a ser
decisivo. En alguno de los libros con los que cargaba a diario, del instituto a
casa y viceversa, hallaría sin falta la explicación.
Sin embargo, los libros hablaban con la voz de los profesores, o los
profesores hablaban con la voz de los libros, eso no quedaba claro a veces.
Me enseñaban todo tipo de destrezas, pero no ofrecían respuestas.
Hasta entonces me habían remitido siempre a niveles más altos de la
escalera con mi pregunta del porqué, pero de momento el bachillerato era el
destino final, no me movería de ahí en cinco años, durante todo ese tiempo

Página 90
habría de escuchar a los mismos profesores y, para mi temor y mi sorpresa, a
ellos tampoco les entusiasmaba mi pregunta. «Las cosas son como son y no
es bueno removerlas demasiado», como ya me había advertido mi padre.
Empezó a tomar forma una conciencia insondable. Todos se empeñaban
en llenar su vida de la manera más confortable posible sin formular preguntas
que admitieran otra respuesta que no fuese «sí», «no» o «no sé». La gente a
la que conocía se limitaba a copiar mal que bien el esquema de sus
antecesores. Los padres imitaban a sus padres, las maestras a las maestras, los
alumnos a los alumnos, los sacerdotes y los profesores se copiaban unos a
otros y a sus libros. La única variación venía dada por lo que se les olvidaba
imitar.
Nadie sabía qué era lo correcto, no se pasaba del más puro diletantismo.
Y yo me desvelaba por la noche, con los ojos como platos, más atemorizado
por las cosas que no había que por las que había.
Algunas personas afirman haber nacido con un cuerpo equivocado, pero
yo no sólo había nacido con un cuerpo equivocado, sino también en el seno
de una familia equivocada, en un pueblo equivocado, en un país equivocado,
etcétera. Leía mucho y a veces los libros me aportaban un rayo de luz.
Exceptuando la sección de obras en letra grande, me había leído toda la
biblioteca de Lomark. Cuando me inicié en el mundo de los samuráis, quedé
impresionado por su autodisciplina espartana. Al menos ellos veían la
necesidad de rajarse el vientre con un sable cuando perdían el honor y la vida
dejaba de tener sentido. El seppuku: ese corte recto y limpio imposible de
ensayar porque la primera vez era también la última. Era una vía por la que
debería optar más gente.
Jugaba a las cartas en la parte trasera de la iglesia mientras el reverendo
Nieuwenhuis anunciaba que «con Él llegará la luz», pero yo seguía sin ver
nada.
Comprendía de sobra que la fe de Nieuwenhuis se originase en la sed de
creer. Lo que me resultaba menos comprensible era el objeto de sus
creencias. Sólo la opresión había podido garantizar que el resorte de la fe
religiosa no se liberase en dos mil años. Desde que el motor de combustión y
la socialdemocracia relajaran un poco la tensión, el ambiente opresivo cedía
el paso a la tolerancia y la aparición de las guitarras en la iglesia. Esa misma
tendencia se manifestaba también en determinadas personas mayores: pese a
haber sido unos auténticos canallas durante toda su vida, al final de sus días
se les saltaban las lágrimas en el momento menos pensado.
Visto en perspectiva, me da que ni siquiera buscaba la verdad sino una
fuente de luz.

Página 91
El primer curso del bachillerato fue un fiasco. Me invadió un profundo
malestar. Veía mediocridad y sumisión. Y una inocencia desalentadora,
porque simplemente no daban para más. Si era cierto que nosotros éramos la
medida de todas las cosas, no había motivo para confiar en la redención.
Al final del segundo curso estaba furioso. Comenzaron las vacaciones de
verano. Transcurrió el mes de julio. Llegó agosto y no esperaba nada. Me
pasé los días tumbado boca arriba en la alta hierba que ya estaba
amarilleando. Se oía el crujido de la sequía, por mis brazos y piernas se
arrastraban todo tipo de bichos. Los dejé hacer. A lo lejos resonaban los
cascos de un caballo en pleno galope. El maíz se hallaba a media altura y, por
encima de él, sobresalía el color marrón rojizo de la acedera. Miré al cielo
inmóvil y sereno. Un azul hermoso, eso sí, pero nada más. Una avioneta
surcaba el vacío entre monótonos gruñidos.
Por el rabillo del ojo veía florecer los cardos lanudos, las mariposas
revoloteaban sin rumbo y tenía la sensación de que me estaba hundiendo. Me
hundí hasta donde reinaban la oscuridad y el silencio.
Era un día de siega.
Debo de haber oído el tractor que arrastraba las cuchillas ansiosas por
segar la hierba y las flores. ¡Zas, zas, zas! No hay sueño tan profundo que
impida escuchar un ruido así. ¿Quién no escucha llegar un John Deere de
ciento noventa caballos de vapor? ¿A quién se le ocurre echarse a dormir en
la hierba en época de siega? ¿Quién hace una cosa así? Tú mismo te lo has
buscado.
Sí, es cierto.
A quién se le ocurre tumbarse en la hierba en época de siega.

Página 92
La rueda delantera del tractor me aplastó el pecho y me rompió la espalda,
pero las cuchillas de la segadora no me alcanzaron. El conductor me vio,
aunque demasiado tarde. Por suerte, dicen unos; por desgracia, afirman otros.
Y Musashi sentencia: «El camino del samurái es la firme aceptación de la
muerte».
Sobre lo que ocurrió después, sólo puedo especular. Si bien no cabe duda
de que me encaminaba hacia el fin, pienso a veces que me demoré quedando
a la espera de una única razón para volver, una única razón para aferrarme a
cualquiera de las ramas que colgaban sobre el río de la muerte y desandar el
camino, centímetro a centímetro, de regreso al lugar del que venía.
Quizá esa razón fuera Joe.
Hace ya mucho tiempo de aquello, me cuesta evocarlo, estaba demasiado
ido como para guardar unos recuerdos precisos. Por momentos, me resulta
tan lejano que me da la impresión de haberlo inventado todo, el tractor, el
sueño del héroe, el regreso a un lugar más luminoso.
Traigo a la memoria mi tiempo de sueños.
El cuerpo flota justo por debajo de la superficie acuática. No hay dolor,
no hay añoranza. Más cerca de la superficie, donde la luz atraviesa el agua, se
percibe una mayor claridad y se nota el sol.
—Mira —dice alguien—. Está soñando.
El sueño del héroe. Llegará un héroe, el retumbar de sus pesados pasos
anunciará su inminente aparición, quien se encuentre fuera de casa entrará
dentro y cerrará las puertas, porque los héroes jamás traen sólo suerte. Hace
frío, se respira un olor a fuego de leña. El humo de las chimeneas se mezcla
con la niebla que se ha extendido sobre los campos y los caminos.
El recién llegado silba una dulce canción. Deparará alegría y sembrará
confusión. Echará por tierra nuestras ilusiones y romperá nuestra silenciosa

Página 93
ignorancia. Si bien su acto de violencia creará belleza, acabaremos por
expulsarlo; corren malos tiempos para los héroes.
Unas manos me suben y me bajan. El cuerpo se aproxima a la superficie
acuática, clarea, muy poco a poco. Esa luz, maldita sea esa luz, penetra en mi
frente como una lanza térmica. Nazco por segunda vez. El río me devuelve,
ciego e indefenso. Alrededor de mi cama hablan de Joe.

Página 94
He aprendido a caminar despacio apoyándome en mis piernas delgadas y
torcidas, aunque siempre me sujeto a algo con el brazo bueno para no
caerme. En la casita de madera del jardín espero la muerte de mis padres.
Vivo en un rectángulo. Tengo un hornillo eléctrico de dos placas, un
microondas, una mesa y un retrete. La cama se encuentra detrás de la mesa,
contra la pared. Mi madre se encarga de las plantas del alféizar. No necesitan
muchos cuidados, están siempre verdes. Por detrás veo el antiguo cementerio,
por delante la cocina de mis padres. Desayunan, comen y cenan allí, sentados
a la mesa, bajo la lámpara; pienso al menos una vez al día en Los comedores
de patatas. Yo como en mi propia mesa, no me gusta ser observado. Comer
consiste ante todo en esperar: esperar a que se pasen los espasmos para poder
dar un bocado rápido. Unas veces funciona, otras no tanto, las convulsiones
no siempre se pueden prever con exactitud.
Por la mañana mi madre me saluda con la mano desde la cocina al otro
lado del jardín. Luego le pone el café a mi padre. No necesito estar con ellos
para saber cómo se desarrolla la escena. Después del desayuno mi madre
viene a mi casita y me ayuda a vestirme. Me deja café y pan. Cuando salgo
sigo el camino enlosado del jardín hasta el pasillo donde se guardan las
bicicletas y alcanzo la calle. A mediodía mi madre me trae la comida, para la
cena saco algunas salchichas de una lata de apertura fácil, las caliento y me
las como con mucha mostaza.
Sam me ha hecho unos estantes para los diarios, cuando los mira me
embarga un sentimiento de satisfacción. Veo orden. Un orden artificial en
todo lo que ha ocurrido.
Cada palabra que escribo la escribo entre dos espasmos. Cuando sufro un
ataque puede suceder que el bolígrafo vuele por los aires.
El interior de mi casa está revestido con placas sintéticas de color marrón
claro que imitan la madera. Son fáciles de limpiar, y eso es importante,

Página 95
porque en invierno hay mucha humedad y las paredes se cubren de un moho
moteado así como el casco de los barcos se llena de escaramujos.
Dirk ya no vive con mis padres, prefiere estar a solas con sus furtivas
canalladas. Sammie viene los fines de semana, durante los días lectivos está
interno en un centro para jóvenes con problemas de aprendizaje. El desguace
va bien, crece al ritmo de la prosperidad. Dirk es un empleado fijo y llegará
el momento en que se haga cargo del negocio, aunque a mi padre todavía no
le veo con ninguna gana de dejar el trabajo.

—Buenos días, hijo —dice mi madre cuando entra por la mañana—. Un


cafetito bien cargado para entonar el cuerpo.
Trae un termo de plástico descolorido con café. Me lo tomo con una
pajita, como cualquier otra bebida caliente que cause quemaduras al volcarse
en el regazo de quien la beba. Siento predilección por las pajitas acanaladas
que se pliegan formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Después de
hacerme la cama, mi madre se sienta conmigo a la mesa.
—Qué bien se está aquí sentada.
Ésa es su manera de hablar, sus palabras resultan siempre
tranquilizadoras. Así es como mantiene la paz. Pese a su baja estatura, es una
mujer robusta. Sus flancos están ataviados con un vestido estampado de
flores. Me cuenta historias que, a su vez, le han llegado a través de otras
mujeres. La mayoría son trágicas. Lo trágico le gusta tanto como comer
pastas con el café. La escucho hablar de accidentes, enfermedades y quiebras.
A fuerza de comentar entre ellas las desgracias de los demás, las mujeres se
transmiten ansiedad. Con «A» mayúscula. Y aunque sientan compasión por
la desafortunada víctima se alegran enormemente de que la tragedia haya
tenido lugar una puerta más allá, porque el sufrimiento que existe en el
mundo se divide en partes desiguales y cuanto mayor sea la que les toque a
los vecinos tanto menor será la suya. Lo que me cuenta mi madre contiene a
veces información que puedo aprovechar para mi Historia de Lomark y sus
habitantes (no te rías, por favor). La miro mientras habla y entonces siento tal
emoción que se me hace un nudo en la garganta.
Estamos condenados el uno al otro, yo, su fruto magullado y tragedia
personal, y ella, cargando a la espalda el dolor del mundo como los viejos
caballos.
Desde este lado de la mesa se la ve más pequeña. Estaré el tiempo
suficiente para contemplar cómo, después de volverse translúcida,

Página 96
desaparezca sin protestar de la faz de la tierra. Nuestra madre Marie
Hermans, nacida María Gezina Putman. Siempre dispuesta a ayudar, una
buena mujer y una madre afectuosa. Que en gloria esté.

Alguna vez he acudido al ayuntamiento para averiguar la procedencia de la


familia Putman, pero sólo he llegado hasta Lambertus Stephanus Putman,
que fue el primer Putman de Lomark. Se afincó en el pueblo en 1774
y se enamoró de una chica del lugar. No se casaron en el pueblo, sino al otro
lado de la frontera, porque en aquel tiempo la Reforma había prohibido la
Iglesia católica. Aunque ese tal Lambert murió ahogado a raíz de la gran
ruptura del dique de 1781, tenía cinco hijos y, por tanto, había sembrado
suficientes semillas como para erigirse en patriarca de una nueva familia
radicada en Lomark.
No era un hombre que infundiera respeto. En el Antiguo Archivo Judicial
del Señorío de Lomark se conservan algunos documentos de la familia:
planos catastrales, contratos de compraventa, actas judiciales y libros de
bautismo. En prácticamente todos los escritos firmados por un Putman figura
la observación: «Esta cruz equivale a la firma de tal o cual Putman, que
reconoce no saber escribir».
Ni siquiera las cruces estaban bien logradas.
Los Putman trabajaban en la fábrica de ladrillos del pueblo o como
pescadores o campesinos ocupados del cuidado de los árboles frutales de su
pequeña huerta, poco más.
Pienso a menudo en ellos. El aire que respiro contiene moléculas
inhaladas por mis antepasados y contemplo el mismo río. Si bien ahora está
en parte canalizado y tiene espigones, continúa siendo el agua de siempre,
marcada por el ciclo de calma y desbordamiento. Me pregunto a veces si los
Jacob, Dirk, Hannes, Jan y Hendrik se sentían como me siento yo en algunos
momentos y si también albergaban la esperanza de que un día todo fuera
mejor.
De cuando en cuando se reúnen en torno a mi cama, los primos de
tiempos lejanos, y hablan entre sí en voz baja en un idioma que no
comprendo. Me miran con los ojos muy abiertos, como niños negros que ven
por primera vez a un misionero. Les devuelvo impotente la mirada, me
parecen tan mugrientos, tan candorosos, no sé qué quieren de mí, están de pie
junto a mi cama y sueltan unas risas que se parecen al sonido de unas
campanillas, como si yo fuera lo más extraño que hubieran visto jamás.

Página 97
Al principio les tenía miedo, creí que venían del viejo cementerio que hay
detrás de mi casa, pero eso es un disparate. No hacen daño, sólo me miran y
se asombran de mí igual que yo de ellos.
Quizá debo contar que no soy el único de nuestra familia que ve
semejantes cosas. Antes vivía con nosotros la abuela Geer, la madre de mi
madre. Era viuda y ocupaba el cuarto que, después de su muerte, pasó a ser el
de Dirk. Yo tendría unos ocho años cuando, un día, la abuela Geer bajó a
desayunar, colocó su cuchillo sobre su plato y nos miró de uno en uno.
—Ha venido —dijo con su fuerte acento de Lomark—. Ha venido
nuestro Thé. Me ha dicho: «Se acabó, moza, vengo a buscarte».
Y siguió desayunando tan tranquila.
«Nuestro Thé» era su difunto esposo y nuestro difunto abuelo Theodorus
Christoforus Putman; el hombre se le había presentado esa misma noche con
la promesa de volver pronto.
Una semana más tarde, la abuela Geer estaba muerta; falleció mientras
dormía, a la edad de setenta y un años; al parecer, gozaba de un excelente
estado de salud.

La historia de los Hermans es otro cantar. La familia de mi padre ya vivía por


aquí en la Edad Media y tal vez incluso antes; puede que llegaran con los
soldados de Druso. Sin embargo, cuando los vikingos alcanzaron las puertas
de Lomark, ellos también fueron a rezar a la iglesia en un intento por salvar
la vida mientras el gallo se armaba de valentía y les sacaba las castañas del
fuego. En el archivo he encontrado referencias a Hendericus Hermanus
Hermans, conocido con el nombre de Hend. En el verano de 1745, el
«verdugo» de Lomark le ejecutó con una «barra de hierro». Después, «le
cortó la cabeza con un hacha» y la clavó en una estaca de madera, donde
habría de permanecer «hasta que se consumiera para dar ejemplo».
El juez y los ediles de Lomark habían acusado a Hend del asesinato del
pescador Manus Bax. Hend le torturó por espacio de tres horas para
sonsacarle información acerca del robo de unas nasas y luego le aplastó el
cráneo con una barra de hierro.
Hend Hermans estuvo casado con Annetje Dierikx, que en el invierno
siguiente a la muerte de su marido dio a luz a un niño, Hannes Hermans. El
hijo de Hend aparece en atestados sobre hurtos de madera y pesca furtiva. La
primera mujer de Hannes falleció después de darle cuatro hijos. Con su
segunda mujer tuvo otros cuatro, de los cuales dos se ahogaron durante la

Página 98
ruptura del dique de 1781, en la que también perdió la vida el ya citado
Lambert Putman. Ambas víctimas mortales fueron chicas, después ya no han
vuelto a nacer más niñas en el seno de la familia Hermans. Ni siquiera niñas
nacidas muertas. Sólo varones. Mi padre y su hermano tienen tres hijos cada
uno. Ya lo he dicho antes: somos una estirpe de brutos en la que no cabe la
delicadeza. Y, para colmo, todos encuentran mujer, de modo que el esquema
se repite una y otra vez.
Si bien las familias Putman y Hermans debieron de conocerse,
transcurrieron casi doscientos años antes de que un Hermans contrajera
matrimonio con una Putman: mi padre y mi madre. De esa combinación
hemos nacido nosotros, descendientes de Lambert, pero sobre todo de Hend,
de quien Dirk ha heredado la rabia y el afán de tortura. Dirk es consciente de
que nos recuerdan por esa faceta y eso le pone también más furioso.
Sammie se sale un poco de este patrón, quizá se parezca más a los
Putman, que no son tan así.
Y aunque yo me había propuesto no convertirme en un Hermans bajo
ningún concepto, sé ahora que soy como ellos. Llevamos a Hend dentro de
nosotros. No es fácil expulsarle.

Página 99
En el mes de noviembre del curso en el que me tocaba hacer el examen final,
el jardín se llenó de trastos, sin duda procedentes del desguace. En el centro
se erigía una lavadora y, a su alrededor, mi padre había apilado un montón de
barras y rejillas. Encima de ellas destacaba una suerte de molde de bizcocho
equipado con una palanca. No quise saber en qué se transformaría aquello
una vez montado, porque tuve la corazonada de que se trataba de algo malo.
Unos días más tarde mi padre cubrió el batiburrillo con una lona,
transfigurándolo en una obra de arte a la espera de ser descubierta. Seguí
fingiendo no haber visto nada. Algunas cosas acaban desapareciendo si las
ignoras; otras, en cambio, se imponen con mayor rotundidad.
Supe que no me esperaba una buena noticia al comprobar que mi madre
no mencionaba el tema ni una sola vez. Como estaba acostumbrada a
contármelo todo, deduje de su silencio que se sentía incómoda.
A la hora de la cena mis padres hablaban de cuestiones relacionadas
conmigo, porque a veces, cuando saltaba la chispa de la discordia, veía cómo
mi padre alejaba su silla de la mesa con brusquedad y alzaba la voz mientras
señalaba el jardín con el dedo temblando de ira. Entonces mi madre me
defendía. Hasta que el asunto quedó sepultado bajo la nieve, en sentido
figurado y también literalmente, porque en torno a la Navidad un grueso
manto de copos blancos ocultó a la vista el objeto expuesto en el jardín. Por
la mañana mi madre abría un hueco en la escarcha que cubría la ventana de la
cocina para saludarme.
Salía menos de mi casa de lo habitual, los exámenes estaban previstos
para mayo, deseaba aprobarlos a la primera y, además, con unas notas
superiores a la media. Quería dar una última prueba de inteligencia. No
estudiaría ninguna carrera, ni aprendería ningún oficio, me mantendría al
margen de la competición, pero estaba empeñado en lograrlo para que la

Página 100
gente dijera: a pesar de su estado, el pobre Hermans ha obtenido un ocho de
media en sus exámenes.
Joe y yo nos habíamos distanciado desde mi pelea del pasado verano en
el bar De Zon. No tanto porque él condenara mi actitud, sino más bien
porque yo me sentía mal conmigo mismo. Había incumplido un acuerdo
tácito pero importante sobre cómo debíamos ser. Era una cuestión de pureza:
no debíamos permitir que nadie pudiera reprocharnos que formásemos parte
de un mundo imperfecto y que contribuyéramos a acrecentar la ignorancia.
Éramos una quinta columna despectiva, en eso consistía nuestro compromiso.
Sin embargo, antes de darte cuenta tenías las manos manchadas de sangre.
Al menos yo, Joe no.
Me tranquilizaba que él siguiera comportándose de forma ejemplar. A
veces dudaba de que lo viese todo tan claro como parecía y entonces pensaba
que quizá simplemente sintiese indiferencia hacia la mayoría de las cosas y
se las tomara a guasa. Aun así solía tener la certeza de que Joe calaba muy
bien a la gente y que siempre controlaba la situación. Desde que le conocía
trataba de contemplar el mundo a través de sus ojos con el propósito de
aprender a valorarlo en su justa medida. Aquella pelea supuso un fracaso,
pero yo quería mejorar y recuperar mi pureza. Por más que Joe se burlase de
los católicos y sus métodos, estaba decidido a expiar mis pecados y purgar mi
alma de las inmundicias heredadas de Hend. Después de atravesar el fuego
de la purificación, estaría de nuevo limpio y cortaría con el hábito de tomar
Coca-Cola con coñac los fines de semana cuando había música en vivo en
Waanders, una sala de fiestas con bar y terraza en la carretera general.
Menuda tentación.
En cuanto bebía un poco dejaba de importarme lo que pensasen los
demás, con tal de que siguieran llevándome el vaso a la boca. Llegaba un
momento, cuando tenía suficiente alcohol en sangre, que podía sujetarlo yo
mismo, porque el alcohol afloja la tensión de los músculos y reduce la
intensidad de los espasmos. Era el único cliente cuya mano adquiría más
firmeza a medida que iba bebiendo. En cierto modo, la bebida era para mí
una medicina.
Me iba a resultar difícil no volver a entrar en Waanders. Ahí dentro la
gente se comportaba de otra manera. Se atrevían a expresarse con mayor
franqueza y no me lanzaban miradas tan esquivas. Incluso había quien no
ponía reparos a darme de beber como si fuese un cordero lechal criado con
biberón. A veces se apoderaba de mí una sensación de alegría. Sonaban
canciones de Elvis o de Dolly Parton, en el exterior era de noche, de los

Página 101
ceniceros de cobre salían nubes de humo. Éramos los navegantes de un barco
de borrachos que, rotas las amarras, flotaba a la deriva hacia un lugar donde
nadie daría con nosotros. Sin embargo, al final siempre aparecía alguien que
me ponía a mí y a mi carrito de patitas en la calle para poder barrer el suelo y
apagar las luces, porque ¿qué sería del mundo si todos estuviéramos siempre
bebidos? Me oponía, golpeaba las manos que me empujaban y echaba el
freno, pero las ruedas seguían avanzando.
—Eh, Fransje, ¡cálmate!
Quien me empujaba acogía con una risa forzada mi negativa a aceptar el
final siempre prematuro de lo bueno y lo fácil.

Página 102
Mahfouz pasó un mal invierno. Su piel adquirió el color de unos muebles
abandonados en un jardín sin barnizar.
—Es la sangre —se lamentó—. No la tengo bien.
Vestía tres jerséis y un anorak de esquí y llevaba un gorro de lana calado
hasta las orejas. Sólo quedaban al descubierto su bigote y unos ojos acuosos
de hombre acatarrado.
No era el único con problemas de salud. La abuela de Christof murió a
pesar de haberse empeñado en ver brotar por última vez los narcisos. Marzo
llegó demasiado tarde para ella, no superó febrero. El mes de febrero es muy
cabrón.
El día en que metieron bajo tierra a la anciana Louise Maandag
calentaron al máximo la iglesia porque el viento del este atravesaba la ropa
como una guadaña. Y aun así los fieles no se quitaron el abrigo, pues
preferían guardar el calor para el cortejo a la tumba. La iglesia estaba llena a
rebosar. Los difuntos miembros de la familia Maandag son siempre tratados
con todos los honores porque hay mucha gente que, de un modo u otro,
depende de ella. Nieuwenhuis se esforzaba sobremanera, asperjaba agua y
esparcía incienso dando lo más sagrado de sí mismo.
Yo estaba aparcado en el pasillo, Joe se hallaba a mi lado, en el extremo
del banco. Junto a él estaba sentado Engel, con las piernas cruzadas, en una
postura tan elegante como impía. Dos filas más adelante divisé el rubio
cabello rizado de PJ, que se arrimaba de forma exagerada a Joop
Koeksnijder. Koeksnijder —pijo donde los haya— llevaba ya dos años fuera
del instituto y era dueño de un Golf. Desde el exterior llegó el ruido de un
camión dando marcha atrás, mis ojos siguieron la línea de los hombros de PJ.
Tenía la espalda ancha y recta de una nadadora.
A veces me sentía rabioso cuando la veía. Eso no me pasaba con Harriët
Galama o Ineke de Boer. Fueron las primeras en florecer, pero ya se

Página 103
arqueaban bajo su peso. De vez en cuando rastreaba a PJ en busca de algún
desperfecto, un detalle feo o extraño, para mitigar el dolor, o pasaba justo por
detrás de ella con mi carrito para comprobar si olía mal. Pero no era el caso.
Entonces me ponía furioso y me entraban ganas de destrozar algo. Sin
embargo, esa llamarada acababa siempre por ahogarse en mi interior.
Y desde el altar Nieuwenhuis bramaba: «¡Y cuando nos llama, nos
inclinamos ante Su majestad!».
Joe se me acercó a mí.
—Hay que ver, por fin estás muerto y tienes que inclinarte otra vez
—musitó.
A punto ya de recuperar su posición inicial, cambió de idea.
—Si Él hubiera querido que nos inclinásemos, nos habría creado con la
espalda doblada, ¿no crees?
Me puse a reír a carcajadas. Más de uno giró la cabeza, fingí un espasmo.
Joe estaba otra vez serio. Christof se levantó de la primera fila y se dirigió al
ataúd en el que yacía su abuela. Le siguieron algunos primos, todos
depositaron una rosa sobre la tapa. Luego unos hombres cargaron el féretro a
hombros y lo sacaron fuera de la iglesia, con eso más o menos terminó el
oficio. La multitud salió en masa detrás de los portadores. Piet Honing me
saludó amablemente, haciendo un gesto con la cabeza.
Me incomodaba que fuera siempre tan afable. Jamás se lo podría
devolver, por la sencilla razón de que no llevaba tanta amabilidad dentro de
mí. Siempre sería una transacción en la que él perdería y yo me sentiría
culpable.
Salí el último y descendí la pequeña pendiente junto a la puerta lateral.
Fuera había algunas personas que estaban comentando la misa mientras
fumaban un cigarrillo, el resto caminaba detrás del coche fúnebre. Nos
bañamos en la luz de un cielo azul sin límites. Me quedé mirando la cola del
cortejo hasta que me entró un apretón. Decidí regresar a casa.
Las calles estaban desiertas y las tiendas, que a esa hora solían estar
llenas de amas de casa que compraban con sus hijos pequeños, estaban
vacías. Al girar a la derecha para enfilar la calle Poolseweg escuché pasos a
mi espalda. Me adelantó Joe, que iba corriendo a su casa. Cuando se hallaba
a mi altura levantó las cejas para saludarme. Al final de la Poolseweg se
detuvo bruscamente y se dio la vuelta.
—Eh, Fransje, ¿tú cuánto pesas? —me preguntó en cuanto le di alcance.
Un año antes pesaba cincuenta kilos y desde entonces no había engordado
mucho. Alcé cinco dedos. Vi que los labios de Joe se movían al son de sus

Página 104
pensamientos. Al parecer, estaba calculando.
—Cincuenta kilos, ¿verdad? —dijo—. Bah, qué más da. ¿Te apetece
venir a volar conmigo, Fransje?
Mis ojos se abrieron de espanto. Además, no se me había pasado el
apretón. Me dolía la barriga.
—Un ratito nada más —añadió—. Una vuelta para que sepas lo que se
siente.
Entre ese momento en la Poolseweg y el momento en que se subió,
equipado como un samurái, al asiento delantero del avión transcurrieron más
de sesenta minutos. Podría haber utilizado cada uno de ellos para pensármelo
mejor. Podría haberme echado atrás mientras regresaba a casa, donde la luz
del sol incendiaba los cristales, o mientras él estuvo contemplando desde la
ventana trasera el asilvestrado cementerio donde descansaba su padre.
Salí de mi carrito apoyándome en el brazo bueno y agarré la esquina de la
mesa. Como un chimpancé drogado con las patas asimétricas recorrí la
habitación balanceándome de la silla a la mesa y de la mesa al armario. Joe
se volvió y me miró con perplejidad.
—¡Pero si sabes andar, tío!
Llámalo andar. Fui del armario al aseo y me refugié entre sus cuatro
paredes. Después de cerrar la puerta con fuerza tras de mí, me senté en la taza
con el pantalón puesto. El dolor fue tan agudo que me empapó el sudor.
Apreté las mandíbulas y empecé a quitarme el pantalón como un loco
mientras mis tripas trataban por todos los medios de evacuar su carga. Hay
veces que soy capaz de aguantarme aunque sienta mucha necesidad, pero en
cuanto veo un retrete tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no
soltar nada. Parece que el intestino sabe cuándo hay un baño cerca.
Justo a tiempo. Sin embargo, no logré reprimir los pedos, provocando un
ruido grave y sordo.
—¡Vale ya! —exclamó Joe al otro lado de la puerta.
Nos separaba tan sólo una construcción de tablillas recubierta con papel
pintado de lirios, por lo que debió de escuchar la voz de mis entrañas tanto
como yo. Se desató una nueva oleada de gases.
—¡Joder, chico!
Me moría de vergüenza. Como cuando pasó lo de Engel y el orinal.
Puede que así se sientan las mujeres en la consulta del ginecólogo, con el
culo al aire, las piernas abiertas de par en par y una espumadera
revolviéndoles los bajos.

Página 105
Al salir del baño evité la mirada de Joe. La luz iluminaba los viejos
cacharros del interior de mi casita, dejando de manifiesto el desgaste, la
pobreza y el paso del tiempo. Me arrastré hasta el ropero junto a la cama para
abrigarme pensando en el vuelo.
—Si tuviera un perro con este olor, le mataría de un tiro —murmuró Joe.

Fuimos a su casa en busca de una bicicleta, el peso de mi cuerpo se había


multiplicado por seis, lo instalamos lo mejor que pudimos sobre el
portaequipajes.
—Ya está —jadeó Joe—. Ahora no te muevas.
Asió el manillar y cruzó la pierna izquierda por encima de la barra de la
bici. Con el pie derecho bajó el pedal haciéndonos pasar del estado de reposo
a movimiento. Llegamos al final de la calle. Joe se levantó del sillín para
coger velocidad, pero después de subir tres cuartas partes de la suave
pendiente del dique, se quedó parado y yo casi me pego un batacazo.
Los preparativos de la operación estaban costando tanto trabajo que
habría preferido renunciar. Hacía, además, un frío que pelaba. La cara se me
había puesto rígida, adoptando una expresión de mal humor, y el viento me
llenaba los ojos de lágrimas, pero al tener que ir aferrado a Joe no podía
secármelas. Joe pedaleaba por el dique como una fiera, palpitante y caliente,
rumbo al lugar donde estaba escondido su avión. Mis pies, calzados con unos
pesados zapatones de cuero como de payaso, se bamboleaban a ambos lados
de la bicicleta. Al no tener la fuerza suficiente para apoyarlos, todo el peso
descansaba sobre mis genitales.
A medio camino entre Lomark y Westerveld abandonamos el dique y
tomamos la carretera que atraviesa los pólderes. Pasa por delante de tres
granjas muy alejadas entre sí. Por fin el viento nos acompañaba un poco. A
diestro y siniestro se extendían negros campos en barbecho, convertidos en
un entramado de surcos helados coronados de escarcha. Nos metimos por un
camino privado, la gravilla chirriaba bajo las ruedas. Al fondo emergía la
granja de Rinus el Marrano. Comprendí que Joe había escondido su avión
allí durante todo ese tiempo. Rinus no apareció por ningún lado, ni tampoco
su Opel Ascona. En el corral había una carretilla en la que parecía crecer paja
y estiércol seco, estaba totalmente recubierta, a excepción de las asas. Joe se
dirigió al cobertizo posterior y colocó la bicicleta, conmigo encima, contra la
pared.
—Espérame aquí —dijo, como si yo fuera a irme a alguna parte.

Página 106
Desapareció por una pequeña puerta que debía de dar a un establo. No me
resultó difícil adivinar por qué guardaba su avión donde vivía Rinus el
Marrano. El tipo se cagaba en todo. También en sentido literal. Desde mi
posición de saco de patatas apoyado contra el muro de ladrillo tenía vistas a
una cuadra donde unas vacas culonas miraban al frente con aire de
abatimiento. Se encontraban sumidas en el estiércol hasta las rodillas y lucían
cicatrices horizontales en el costado. Cesáreas; estas vacas son mutantes con
un conducto pélvico tan estrecho que los terneros han de ser extraídos
mediante un corte lateral.
Estaba aterido y me dolían los huevos. Escuché las puertas correderas de
un establo, y poco después se oyó la tos ahogada de un motor que lleva días
sin funcionar. Después de unos cuantos intentos, arrancó. Conocía el ruido:
un motor Subaru de cien caballos. Joe lo dejó un buen rato al ralentí para que
el agua y el aceite adquirieran la temperatura adecuada.
En todo ese tiempo habría podido pensármelo mejor. De haberle
propuesto que volviéramos a casa, Joe se hubiera encogido de hombros sin
comprender nada, pero se le habría olvidado enseguida y yo habría sentido
alivio por ahorrarme la experiencia. Sin embargo, cuando vi aparecer el
aparato, comprendí que era demasiado tarde.
Creo que hasta entonces no me había terminado de creer del todo que iba
a volar, pero al reencontrarme un año después con aquel monstruo azul me
recorrió una ola de temor y exaltación. Joe dio una vuelta al corral y situó el
avión con el morro mirando hacia las praderas. Después de apagar el motor,
se bajó del aparato y se apoyó en el ala.
—Va como la seda —dijo Joe contento.
Se colocó detrás de mí, me pasó los brazos por debajo de las axilas y
entrelazó las manos sobre mi pecho. Me levantó del trasportín como si
cargase con un náufrago. Al notar su aliento en mi cara me vino el olor a
comida preparada por Mahfouz.
—Colabora un poco —gimió—. No puedo contigo.
Me sujetaba con los brazos como a un niño que aprende a andar. Me
aferré al ala con mi mano buena, indicándole con un gesto que podía
soltarme. Era la primera vez que estábamos de pie el uno al lado del otro. Joe
me sacaba una cabeza, aunque tenía un año y bastantes meses menos que yo.
—A ver cómo hacemos esto —dijo Joe.
Fue a buscar una escalera salpicada de purín y la apoyó contra el lateral
del avión. Después él se subió al aparato pasando por el ala y me tendió la
mano.

Página 107
—Si tú pones… sí, en el primer travesaño, yo… Dame la mano…
Levanta el pie, ¡el pie! Ahora el otro… agárrate…
Acabé con la respiración entrecortada en la silla de mimbre con forma de
concha. Joe tiró la escalera al suelo de un empujón y se sentó delante de mí,
medio acomodándose sobre el armazón del aparato porque había tan sólo un
asiento. Era como estar sentados juntos en un minúsculo trineo.
—¿Ves bien?
Mi cabeza apenas sobresalía por encima del borde del avión.
—Ahí vamos, Fransje.
Joe introdujo la llave en el contacto y arrancó el motor. Cruzamos la
cancela abierta, en dirección a los prados, delante de nosotros se desplegaba
una franja de hierba helada. Joe detuvo el avión y echó el freno de mano.
Acto seguido llevó la palanca de gases al punto máximo. Se levantó una
tempestad, a nuestro alrededor comenzó a soplar un gélido viento
huracanado. El frío me caló hasta los huesos.
—¡Flaps en posición de despegue! —gritó Joe.
Al quitar el freno de mano, el avión avanzó de un salto. Me agarré a la
cintura de Joe y en medio de un estruendo que acallaba cualquier otro ruido
iniciamos la carrera. Sentí cómo Joe manejaba los pedales con todo su cuerpo
y atraía hacia sí la palanca de mando al alcanzar la velocidad límite.
Habíamos despegado. La tierra se fue alejando cada vez más; grité a voz
en cuello. El aparato temblaba, las alas daban bandazos a izquierda y
derecha, pero nuestra altura ya duplicaba la del álamo más elevado y el
miedo se había desvanecido. Sentí un alegre hormigueo por el escroto. A un
lado, a nuestra espalda, avisté el río y las zonas inundables. Joe se desvió
noventa grados hacia la derecha, colocando el avión en paralelo al río. Nos
dirigíamos a Lomark. Por mucho que el viento glacial me hiciera llorar y me
helase los labios, me propuse ignorar esas incomodidades. Percibí un fuerte
olor a gasolina.
No parecía que fuéramos a ascender más. Resultaba difícil calcular a qué
altura volábamos. El mundo iba pasando por debajo de nosotros como una
película libre de preocupaciones. Los escarpes y las lomas que, por lo
general, tanto me costaba subir quedaban reducidos a su mínima expresión.
Desde arriba, mi biotopo, incluido todo cuanto solía permanecer oculto
tras las casas, los boscajes, los taludes y los diques, se veía absurdamente
llano y diáfano. A semejante altura ya no existían secretos, lo cual era triste y
también hermoso.

Página 108
Con cierta frecuencia, Joe volvía la cabeza hacia mí y me gritaba cosas
ininteligibles. El avión avanzaba a tirones por el cielo azul dorado, me
recordaba a las viejas cintas de monstruos en las que Godzilla y todo tipo de
dinosaurios realizaban movimientos artificiales y trémulos, igual que
nosotros en el aire.
En la lejanía, de aspecto blanquecino, vislumbré la central eléctrica, que
expulsaba un penacho de humo recto como una vela. El dedo de Joe señaló
hacia abajo. Estábamos sobrevolando Lomark. Allí, en la profundidad, estaba
el cementerio. Al parecer, el entierro de Louise Maandag había terminado, yo
al menos no veía ya a nadie. Traté de seguir con la mirada el camino a Het
Karrewiel, donde supuestamente todos estaban tomando café. Encontré el
restaurante y en el aparcamiento divisé a las últimas personas vestidas de
negro que se disponían a entrar en la sala de eventos, atraídas por el café y
los bocadillos de salami y queso, sin sospechar que nosotros planeábamos
sobre sus cabezas.
Joe empujó la palanca de mando a un lado, hundiendo en el vacío el ala
izquierda y alzando la derecha. Mientras yo aún notaba en el estómago la
exultante sensación provocada por tan brusca caída, Joe describió una curva
de cuarenta y cinco grados y situó el avión sobre el río, listo para volver al
punto de partida. Regresamos antes de que tuvieran que sacarnos del aparato
a base de hachazos como dos hombres atrapados en el hielo. Joe recuperó el
vuelo horizontal. Distinguí el transbordador y el viejo astillero, y reconocí a
un hombre minúsculo que, al parecer, arrastraba un armatoste mayor que él.
Joe también le había visto.
—¡Mahfouz! —exclamó, girando la cabeza.
El río centelleaba y los techos de los automóviles brillaban en el dique;
traté de engullirlo todo de un trago para no olvidarlo nunca.
Me llevé un susto al ver aparecer la granja de Rinus: ¡el aterrizaje! No
quería pensar en él, jamás había visto aterrizar a Joe, ¡era lo más difícil de
todo! Pensé en la muerte, en que Joe y yo juntos… y de repente sentí menos
miedo. Sobrevolamos la granja de Rinus el Marrano, que había dejado
aparcado su Opel en el corral. El avión giró y perdió rápidamente altura.
Delante de nosotros se extendía un prado. Joe inició el aterrizaje. Intentó
descender todo lo que pudo, acercándose lo más posible a la hierba, percibí
cómo la tensión endurecía su cuerpo, el balanceo de las alas resultaba
preocupante y aún íbamos demasiado deprisa… «¡Sube!, ¡sube de una vez!».
Pero Joe perseveró en su empeño mientras el prado corría a nuestro
encuentro a una velocidad suicida. Apretó a fondo la palanca de gases y
desplegó los

Página 109
flaps. El estruendo se atenuó, pero la pradera se aproximaba como un puño.
De pronto, las ruedas golpearon el suelo. El avión dio un salto y volvió a
tomar tierra, avanzó ruidosamente arrancando trozos de hierba. Enseguida
perdimos velocidad.
Joe detuvo el avión justo delante de la cancela.
La cantidad de metros que habíamos necesitado para el aterrizaje
superaba de forma alarmante la distancia de despegue.
El cuerpo de Joe se relajó en cuanto apagó el motor. Mis oídos se
colmaron de silencio.
Dos metros más allá, Rinus el Marrano estaba apoyado contra la cerca,
con un pitillo en la comisura de la boca. Alzó el dedo en un saludo
minimalista. Joe se volvió hacia mí con una mueca socarrona en los labios
morados.
—Un poco justo —dijo.
La montura de sus gafas de esquí estaba cubierta de hielo.

Página 110
La cosa va bien. Los terrenos inundados se han secado casi por completo, los
sauces se inclinan sobre las charcas que quedan junto al río. Por entre las
ramas más bajas, de las que cuelgan restos traídos por las aguas, las fochas
chapotean en busca de materiales para sus nidos. Al atardecer abundan los
murciélagos y el incipiente croar de las ranas por la noche indica que se
avecinan tiempos mejores. A Mahfouz también le viene bien un poco de sol
primaveral. A veces nos sentamos en el embarcadero para entrar en calor.
Mahfouz no deja de explorar el cielo hasta que ve aparecer lo que se
anunciaba a toque de trompeta.
—Egyptian goose —explica.
Dos ocas egipcias tontorronas en pleno parloteo pasan a ras de nuestras
cabezas. Estamos a finales de marzo. Llega el mes de abril, los puños que en
su día se cerraron para defenderse del invierno se van abriendo. Pero aún es
pronto. En abril se levanta un viento que no recordábamos que pudiera soplar
con tal fuerza. Las casas se encogen bajo los atronadores mazazos del aire.
Por la calle, la gente se grita de acera a acera «¡Qué viento más extraño,
¿verdad?!», con lo que quieren decir que se te cuela en el cerebro y te vuelve
loco perdido. Tira de lo que se le cruza en el camino, como un niño pequeño;
parecía que todo estaba bien sujeto, pero el mundo entero traquetea y chirría.
Ya se trate de contraventanas, canalones o elementos decorativos. El viento
varía de continuo en tono e intensidad; creo reconocer el sonido de campanas
y voces infantiles. Me da la impresión de que viene directo de la tundra rusa,
ese aire de levante que azota la parte trasera de casa y me impide estudiar.
El manual de geografía que tengo delante habla de permafrost y suelos de
tundra eternamente helados, algunos hasta una profundidad de varios
centenares de metros («desde el punto de vista agrícola, esas tierras carecen
de utilidad»). Los exámenes finales son en mayo. He sacado un 7,8 de media
en las evaluaciones periódicas, pero aun así estoy nervioso. Espero con ansia

Página 111
la época posterior a los exámenes, lo mejor no es la idea como tal sino la
expectación, el sentimiento de estar cada día un poco más cerca hasta poder
contemplar, por fin, las calmas aguas del río Jordán. Comparto una meta
ardientemente deseada con otros veinte chicos y chicas que también están
luchando con resúmenes, libros de ejercicios y la reducida actividad
bacteriana de la tundra. Anhelamos todos el después. Ahora bien, una vez
superadas las pruebas, ellos accederán a la Tierra Prometida, y yo me
quedaré aquí. Es algo que tengo muy claro.
Tan pronto como el viento amaina, empieza a llover con tal intensidad
que las carreteras se llenan de espuma. Diluvia durante días. Hasta que una
mañana, al despertar, se manifiesta la sensación de que falta algo: ¡el ruido!
Ha dejado de llover y el viento se ha marchado a otra parte. Se oye el arrullo
de una paloma torcaz. En el exterior, las ramas permanecen quietas, el agua
que las cubre brilla al sol matutino y va cayendo gota a gota. Se escuchan los
alegres graznidos de las grajillas, ocupadas como están en dar volteretas en el
aire, por encima del cementerio.
El mes de abril toca a su fin.
Desde la ribera del río llegan sonidos: alguien está ejerciendo un oficio.
Ahora sé que Mahfouz cargaba con una quilla cuando Joe y yo le vimos
mientras sobrevolábamos el río. Se dedica a construir un barco.
—Es una falúa —dice, aunque está tan atareado que apenas habla.
Joe explica que el barco simboliza el amor entre Mahfouz y su madre.
Otras parejas comparten una canción, ellos una falúa. Cuando se conocieron,
Mahfouz le regaló a Regina un modelo en miniatura que ahora adorna el
alféizar de su dormitorio.
Desde luego, a esos dos les van los barcos. Después de casarse en El
Cairo, se fueron unos días de crucero por el Nilo. Una noche, mientras se
hallaban en la cubierta admirando el cielo cuajado de estrellas inusualmente
luminosas, Regina tuvo una visión. Vio un barco de madera propulsado por
unos hombres que remaban con el torso inclinado; en la cubierta de popa,
muchachas vestidas de blanco acariciaban con sus abanicos de plumas de
avestruz el aire que envolvía a Regina y Mahfouz. La pareja descansaba
sobre un lecho de almohadones, él, un príncipe de extraordinaria belleza, y
ella, una dama de alto linaje. En los ojos de Regina brillaban lágrimas al
acabar la visión. «Ya lo hemos hecho antes, Mahfouz —dijo—. Ésta no es
nuestra primera vida en común».
Joe sacude la cabeza cuando me lo cuenta: «Se casó con mi padre como
princesa hindú y con Mahfouz como Nefertiti. Ella solita representa la

Página 112
historia universal».
Donde antes estaba el astillero de la compañía naviera de Damsté
—quebró en 1932, pero todavía se ven los restos de la rampa cuando el agua
está baja—, Mahfouz ha montado un armazón de listones con forma de
barco. No es muy largo, medirá unos seis metros, y tiene una apariencia
distinta a lo que se acostumbra a ver por aquí. Aunque el esqueleto de
madera es provisional, todos los indicios apuntan a que, en proporción a su
longitud, el barco terminará siendo mucho más ancho que nuestros veleros.
En la proa y la popa tan sólo se aprecia una leve curvatura, por lo que, más
que una embarcación de recreo, parece un buque de carga. Hay unos cuantos
caballetes repartidos por todo el muelle; sujetan una serie de listones
provistos de pesas para que la madera adquiera, poco a poco, la forma
adecuada.
Regina se acerca en bicicleta por el Cuello Largo, cargada con té, comida
y tabaco para Mahfouz. Devora a su nubio con los ojos. El rostro de Mahfouz
empieza a recobrar el color que desdibujó nuestro invierno. Él le obsequia
con la mejor falúa del mundo, ella le sirve un té con azúcar que acabaría con
los dientes de cualquiera y le enciende un cigarrillo. Muy a su pesar,
Mahfouz abandona las herramientas y se sienta a su lado. Regina saca de su
bolso unos bocadillos envueltos en papel de aluminio. Los pasajeros del
transbordador se quedan mirando, maravillados por cómo el astillero revive a
pequeña escala. Mahfouz trabaja entre botes desconchados, apilados sobre
remolques con neumáticos rotos y verdes balizas fluviales de varios metros
de altura que esperan a ser retiradas por un camión de Hermans e Hijos.
Trabaja duro porque pretende botar el barco antes de que finalice el verano.
Para doblar los listones transversales más rebeldes se sirve incluso de una
estufa termostática, un tubo en el que cuelga las costillas de una en una y
debajo del cual alimenta un pequeño fuego sobre el que pone a hervir una
cazuela llena de agua. El vapor se introduce en el tubo y ablanda la madera.
—¡Toma ya! —exclama Joe mientras contemplamos las maniobras de
Mahfouz desde el embarcadero del transbordador—. Sabe lo que hace.
—Puede ganarse la vida con eso —observa
Christof. Y Engel cavila:
—Yo lo pintaría de azul.
Presos de un misterioso magnetismo, Christof y yo giramos
simultáneamente la cabeza en dirección a Lomark, y en ese mismo momento
vemos llegar a PJ por el Cuello Largo. Nos invade una sensación de calor que
enseguida se ve mitigada por la corriente de frío que nos provoca su
compañía: Joop Koeksnijder.

Página 113
—Nazi —sisea Christof.
Esas cosas nunca se olvidan. Por supuesto, el pijo de Koeksnijder no es
un nazi, pero su abuelo sí lo fue y por eso es lo primero en lo que se piensa al
ver a su nieto, sobre todo cuando va acompañado de PJ Eilander. ¡El muy
cabrón! Odiamos a Joop con una vehemencia que se nutre de una ferviente
admiración, y todavía lo aborrecemos más. Koeksnijder posee al objeto de
nuestros sueños. Míralos, ella le va a dar un empujoncito y él se aparta de un
salto, su compenetración es tal que se percibe a distancia. Como unos
vejestorios contrariados nos volvemos hacia Mahfouz y su barco.
PJ y Joop tardan un siglo en alcanzar el embarcadero. Se detienen a dos
metros de nosotros, intrigados por la actividad que se desarrolla en el
astillero. Koeksnijder nos saluda con una inclinación de la cabeza, Engel y
Joe le devuelven el gesto.
—Está construyendo un barco —oigo que dice PJ con asombro.
El afrikáans se ha ido desgastando hasta convertirse en un deje apenas
audible.
—Y eso que no hay necesidad, porque aún hay unos cuantos —puntualiza
Koeksnijder.
No miro a PJ, consciente de que mis pensamientos se leen con demasiada
facilidad.
—Joe, ¿no es el marido de tu madre? —pregunta PJ—. ¿El egipcio?
Joe asiente.
—Papá África —dice, a lo que PJ se ríe de buena gana.
Koeksnijder se coloca detrás de ella, adoptando la típica postura de
hombre protector.
—Papá África —repite PJ—. ¿Y yo quién soy?
—La hija del hombre que me hizo daño la semana pasada. Dos muelas
picadas.
Koeksnijder le pone la mano en la cadera como hacen los maridos
impacientes que exhortan a sus mujeres a pasar más deprisa por delante de
los escaparates el sábado por la tarde.
—Vamos a la otra orilla —nos informa PJ—.
¡Adiós! Christof masculla algo indefinido, Engel
añade:
—Suerte con los exámenes.
Las barreras del transbordador se cierran, seguimos a PJ y Joop con la
mirada.
—Le has caído bien —dice Engel a Joe.

Página 114
—Tú eres el de las mujeres —recuerda Joe—, yo el de los trastos con
gasolina.
Engel, tan acostumbrado a causar un efecto electrizante en el género
femenino, mueve la cabeza con incredulidad.
—No me ha mirado ni una sola vez…

A fin de ir preparando su nueva vida, Joe, Engel y Christof acuden a las


jornadas de puertas abiertas de los centros de enseñanza superior. Joe vuelve
decepcionado de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros.
—No vale para nada —asegura—. Mejor me lo aprendo yo solo. Por no
haber no hay ni olores.
Cuando acompaña a Engel a la Academia de Bellas Artes por mero
divertimento, al fin descubre lo que quiere hacer. En las aulas de la sección
de Artes Aplicadas encuentra lo que busca: fresadoras y máquinas para
soldadura con CO2. Hay aparatos misteriosos en diversas fases de realización
y en las paredes cuelgan dibujos de construcción realizados con gran
exactitud.
—Huele a aceite de maquinaria —dice Joe.
Sólo en ese momento comprendo que debo tomarme al pie de la letra su
comentario acerca de que en la Escuela de Ingenieros no huele. Joe se guía
por el olfato, eso es nuevo para mí.
Engel se matricula en Ilustración, Joe en la sección de Artes Aplicadas.
Para ser admitidos, han de presentar unas muestras que den testimonio de su
talento y su motivación. Engel posee una carpeta llena de obras que
demuestran sus cualidades artísticas, nadie es tan artista como él lo es por
naturaleza. En cambio, jamás he asociado a Joe con el arte y, que yo sepa, él
propio Joe tampoco. Lo mismo podría ser diseñador industrial, o ingeniero
técnico, pero aunque admire a los ingenieros porque dotan al mundo de
motricidad, creo que se imagina más apto para una carrera donde prime la
libertad.
El día del examen de ingreso desatornilla las alas de su avión y las carga
junto con el resto del aparato sobre un remolque. Rinus el Marrano le lleva a
la academia y cuando va a entrar, el conserje le advierte: «Aquí dentro está
prohibido fumar, señor», de modo que el pequeño campesino se queda toda
la mañana esperando fuera. Joe conduce el fuselaje hasta el local donde
tendrá lugar la evaluación. Con las alas montadas, el avión ocupa todo el
espacio de

Página 115
la sala. Uno de los profesores pregunta si funciona de verdad. Joe se sube al
aparato y arranca el motor. En el aula se desata un ciclón. Es admitido.

Pero venga, el tiempo apremia, el próximo lunes comienza la gran prueba


que indicará quién está preparado para el mundo y quién no.
Es cruel que los exámenes se celebren durante los días más hermosos del
año. Los campos gimen de fecundidad, los árboles despliegan sus hojas con
el placer del que se estira gozosamente. En lo alto del cielo centellea un sol
primaveral que incita a más, y nosotros estamos sentados en fila en el aula,
sin poder participar de todo aquello. Movemos los pies con inquietud,
carraspeamos con discreción y mordemos los bolígrafos suministrados por
las autoridades públicas. Maldito sea el que acaba primero y entrega su
examen con serena superioridad. Maldito sea, además, el hombre que se
desliza por el pasillo sobre suelas de goma. Pero maldita sea sobre todo PJ,
con quien comparto el mismo grupo de asignaturas, por culpa de quien mi
cabeza se ofusca siete veces con cuestiones ajenas a la disimilación anaerobia
y los pseudópodos de las amebas. Debería avergonzarse de la voluptuosidad
de su cuerpo. No emite más que señales de exuberancia. Miro con codicia la
piel blanca y carnosa de sus brazos redondos como un caníbal muerto de
hambre, y me siento pequeño y malévolo al recibir el desconcertante mensaje
de sus caderas cuando abandona la sala mientras la mayoría seguimos
escribiendo. Unas semanas después, cuando consulte las listas de notas,
buscaré primero por la E de Eilander, y comprobaré que ha sacado un 9 en
biología y no menos de un 8 en las demás materias. Yo soy el chico del
eterno 7,8, pero lo atribuyo a la presencia de PJ.
Joe y Engel se examinan de matemáticas, química y física, lo que para mí
equivale a algo así como descodificar mensajes de otro planeta. Christof es el
único que tiene economía I y II en su plan de estudios, pienso que para
familiarizarse con los principios básicos del mundo empresarial, al que está
destinado por nacimiento.
Ellos tres también aprueban, pero Joe se opone a que su madre cuelgue en
la fachada de casa la cartera con un estandarte. Hasta Quincy Hansen termina
aprobando el bachillerato, aunque después de repetir los exámenes de
neerlandés e inglés.

Página 116
Y cuando por fin lo has conseguido, te encuentras con esto:
—Es una solución —dice mi padre—. Una buena solución.
—Lo hemos hablado largo y tendido —añade mi madre—. Si no
funciona, ya buscaremos otra cosa.
—Que lo intente primero. A nadie le ha pasado nada por tener que
trabajar. ¿Crees que antes la gente podía dedicarse a lo que le diera la gana?
Había que cumplir todos los días, a nadie se le ocurría preguntarse si le
gustaba o no, simplemente hacías lo que se esperaba de ti.
—No te obligamos a nada. Es un primer paso.
—¡Es una solución! Lo mejor para él. Y para todos.
—No vayas a pensar…
—Eso ya lo sabe de sobra.
—… que lo hacemos por nosotros, lo único que queremos es que puedas
defenderte tú solo.
—¿Está dormido?
—¿Fransje?
—No, si encima se duerme…
—Claro, de tanto estudiar, el pobre está agotado.
—Pues al parecer se pasa las tardes en Waanders. Si puede ir ahí, también
es capaz de trabajar. Es una solución, de verdad.

Mi padre retiró el plástico de los objetos apilados en el jardín y se quedó


mirándolos un buen rato. Vi cómo la duda se apoderaba de sus movimientos
mientras contemplaba aquel montículo desordenado de palitos de mikado.
Tiró de algunos y colocó unos pocos componentes en posición vertical contra
mi casita. Evitó mirar por las ventanas, porque sabía que yo le espiaba desde
las sombras. Al cabo de una hora, la pila estaba ordenada: las barras, a un

Página 117
lado, y las rejillas, a otro. Acto seguido empezó a montar andamios contra el
muro de la casa. Después de organizarlo todo, sólo quedaban una lavadora y
el aparato del que por entonces yo ya sabía que era una prensa. Aquella
herramienta marcaría el inicio de mi carrera como prensador de briquetas.
Briquetas de papel, para la estufa.
La idea de mi padre era ésta: me enviaría de puerta en puerta para recoger
periódicos viejos, la gente colaboraría con mucho gusto por el simple hecho
de que tratándose de mí sería una buena causa, y así nosotros tendríamos
papel en abundancia para prensar briquetas.
El jardín de atrás se transformó en un taller. El papel se enjuagaba y
pulverizaba en el tambor de la lavadora. Después me tocaba transportarlo a la
prensa. Al activar la palanca lateral, la cubierta metálica comprimía la pulpa
y extraía el agua. Concluido ese proceso, colocaba las briquetas húmedas
sobre los soportes instalados contra la pared. Una vez secas, mi padre se las
llevaba al desguace, para venderlas a sus clientes en invierno o para calentar
el comedor común, yo qué sé. «Es una solución, de verdad…».
Era pleno verano, los exámenes parecían ya muy lejanos, había
momentos en que me sentía útil, por decirlo de alguna manera. Apretaba la
palanca de presión con tal fuerza que me dolía la mano, por la rejilla se
filtraba un líquido sucio de color gris, agua mezclada con pulpa y tinta de
imprenta, ingredientes que en su día habían servido para dar a conocer el
nacimiento de un osito polar en algún zoológico o la muerte de dieciséis
personas en Tel Aviv. Cuando cargaba la máquina, los titulares desfilaban a
gran velocidad ante mis ojos, a veces me enfrascaba en periódicos del año
anterior. Las diferencias con los diarios del momento eran mínimas, las
noticias se parecen tanto entre sí como los chinos entre ellos.
Me daba la impresión de estar dentro de una suerte de máquina del
tiempo que viajaba de una revuelta armada en abril a la caída del presidente
en octubre. A través del ojo de buey de la lavadora veía cómo los
acontecimientos del mundo daban un par de vueltas antes de quedar
reducidos a una papilla grisácea. Cargar, llenar, prensar, secar: mecánico y
eficiente. Cuando las cosas iban bien, fabricaba entre cuarenta y cincuenta
briquetas al día. Cargar, llenar, prensar, secar. Realizar esas operaciones tan
simples me hacía feliz. En cierto modo, me sentía unido a Papá África —
como habían pasado a llamarle Joe, Christof y Engel—, que seguía
construyendo su barco en el viejo astillero.
Si al final de la jornada no me fallaba el brazo, iba a verle. Me gustaban
las actividades navales y me recorría un escalofrío cuando Mahfouz cepillaba

Página 118
la madera sacando esas raspaduras que se enrollan hasta formar una espiral
cerrada. Trabajaba como un burro, de pie en un mar de virutas doradas y
olorosas. Un poste de teléfono de varios metros de largo que haría de mástil
descansaba sobre una serie de caballetes mientras Mahfouz lo ajustaba a las
medidas correctas. Cuando Papá África abandonaba su postura encorvada, el
dolor de espalda le arrancaba una letanía de lamentaciones; entonces se ponía
las manos en la cintura y se estiraba.
Luego le daba la vuelta a la embarcación mientras la tasaba con ojo
crítico.
—Con esto construyo mi barco —dijo, levantando los dedos de ambas
manos.
Luego se señalaba la cabeza.
—Y esto es para los errores.
A mí también me gustaba el golpeteo de los escoplos que, desde la
distancia, sonaba como si alguien estuviera interpretando música con un
tronco hueco.
Papá África comenzó a montar la embarcación a partir de la quilla y
clavó los listones de madera en la parte interior de las costillas. Cuando
terminó, aquello parecía un barco de verdad, todavía inacabado, pero cerca
de estar listo. Las virutas se despegaban de un salto de la botavara.
Christof, que sabía de barcos, explicaba que las falúas «se aparejan al
estilo árabe». Jamás me he acostumbrado a su tono sabihondo. Exponía sus
conocimientos puntuales con tal seguridad que a veces no podía resistir la
tentación de verificar los datos al llegar a casa. Nunca le he pillado ningún
fallo.
Christof iba a estudiar Derecho en Utrecht. No le echaría de menos. Aun
así, pensándolo bien, Christof estaba tan integrado en mi vida como Joe y
Engel. Había tenido la oportunidad de observarle durante varios años y me
sorprendería que se me hubiera escapado algo. Conocía su tic nervioso, una
contracción del ojo derecho que le hacía levantar al mismo tiempo la
comisura de la boca. Era un movimiento sutil y rápido, como si guiñase el
ojo a unos objetos invisibles, y me preguntaba si alguna vez había caído en la
cuenta de que sólo le pasaba en compañía de Joe. Por lo demás, sabía que
siempre pedía patatas fritas sin cebollitas y que, con dieciséis años, había
tenido un sueño húmedo en el que su madre se le había aparecido con tres
pechos.
Aunque no me cayera demasiado bien, quizá pueda calificarse de amistad
el hecho de que conozcas a alguien tan a fondo, como si fuese una parte de ti

Página 119
mismo de la que preferirías olvidarte.

Iniciaba mis jornadas de trabajo sin silla de ruedas. La maquinaria y los


estantes ofrecían suficientes puntos de apoyo como para poder desplazarme
entre ellos. Ya estaba en pie hacia las siete de la mañana, a tiempo para oír el
canto de los gallos que llegaba de los huertos de los pólderes. Durante la
primera hora reinaba tal serenidad que no quería alterarla con el ruido de la
lavadora, por lo que me dedicaba a leer viejas noticias y a fumar cigarrillos
que otros habían liado para mí. En torno a las ocho comenzaba a funcionar.
Las briquetas, grises y frágiles cuando las sacaba de la prensa, se convertían
en sólidos panes dorados después de una semana de secado. Pasadas las doce
empezaban a dolerme las piernas; entonces me dejaba caer en mi carrito y,
ahí sentado, continuaba trabajando unas horas más bajo el sol de la tarde.
Me sentía sano y fuerte, estaba ganando mi primer dinero y a veces me
instalaba con Joe en el embarcadero del transbordador, donde tomábamos las
cervezas que traíamos en la alforja de mi carro. Joe, Christof y Engel estaban
aún en Lomark y, si no te parabas a pensar en ello, te podías imaginar que
todo seguiría así para siempre, que siempre formaríamos esa misma clase de
comunidad, y que de cuando en cuando podría sentarme con Joe en el
embarcadero mientras él jugase con las chapas de las botellas de cerveza y
Papá África estirase por ahí al fondo la espalda gimiendo de dolor.
En aquella época PJ ya se había marchado, vivía en un piso en
Ámsterdam, donde se había matriculado en la Facultad de Letras. Me
contaron que Joop Koeksnijder había ido a verla un día y que ella le había
tratado como a un extraño.
Una tarde me topé con Koeksnijder en el mercado y de pronto comprendí
lo que ya había visto tiempo atrás, cuando PJ y él cruzaron a la otra orilla
después de intercambiar unas palabras con nosotros: un hombre a punto de
perder su bien más preciado. En aquel momento, todo su ser estaba ya
preparado para el dolor, como expresaba en todos sus movimientos, pero su
conciencia todavía se oponía. Desde que PJ se marchó, Koeksnijder nos
parecía un pobre diablo al que se le había consentido ser rey por un día.
Me dio lástima: había menguado, una sombra de sí mismo, apenas la
mitad del aplomado gigante de antes. Aun así no voy a negar que el alivio
que sentí fue mayor que la compasión. No estaba dispuesto a que nadie se
llevase a PJ y mucho menos Joop Koeksnijder.
Ella era mi ilusión más querida.

Página 120
Pese a todo, no me hallaba en una situación ideal: en el terreno de la
imaginación no me quedaba más remedio que compartirla con Christof, que
tenía las mismas visiones que yo. En mis fantasías lo quitaba de en medio
con hachas, camiones y objetos que se desplomaban sobre su persona.

Los sábados recorría las casas del pueblo en busca de papel viejo. Al cabo de
un tiempo, todos sabían a qué venía y algunos me tenían preparado cada
semana un paquete con folletos publicitarios y periódicos. Aunque los
folletos no me servían, no se lo decía, conmovido como estaba por la
minuciosidad con la que esos vecinos me entregaban sus fardos, atados por
una cuerda con un nudo llano. Como si se alegraran de poder hacer algo por
mí. No sabía muy bien cómo reaccionar.
Unos me hacían esperar fuera, otros exclamaban: «¡Pasa, Fransje, pasa!»,
y me ofrecían café o un cigarrillo. Hasta entonces sólo había visto las casas
desde el exterior. La experiencia de poder entrar en ellas me aportó nuevos
conocimientos y me permitió escribir mi Historia desde dentro. ¿Cómo
vivimos? ¿Qué sucede al otro lado de la puerta? ¿A qué huele? (Betún. Cera
abrillantadora. Manteca. Moqueta rancia). Aquí en Lomark tenemos un
pequeño transistor en la mesa de la cocina, a su lado está la revista con la
programación de la radio y la televisión y, encima de ella, las llaves y una
orden de pago para Cáritas. En el salón, las fotos de familia sobre la repisa de
la chimenea (familias católicas, siempre fotografiadas de lejos para que
entren todos) y las plantas de rigor en los alféizares.
¿Qué dice todo esto sobre nosotros? ¿Que nos ha ido bien en la segunda
mitad del siglo XX? Conducimos automóviles de lujo y calentamos nuestras
viviendas burguesas a base de gas natural. Los alemanes se fueron hace
mucho, después nos preocuparon los comunistas, las armas nucleares y la
recesión, pero la muerte es peor. Nadie nos dice qué debemos hacer y aun así
sabemos cómo actuar. No hablar de nada sin borrar de la memoria ningún
detalle. Lo recordamos todo y vamos atesorando en silencio información
sobre quienes nos rodean. Entre nosotros se trazan unas líneas invisibles que
nos separan o nos unen y de las que los forasteros, lleven el tiempo que
lleven en Lomark, no saben nada.
En las casas del pueblo he oído y he visto muchas cosas. He escuchado la
voz con la que en estas tierras se habla del presente y del pasado; trataré de
hacerla resonar aquí. Sobre el movimiento nacionalsocialista, por ejemplo.
Los habitantes de Lomark contribuyeron bastante a que ese movimiento

Página 121
obtuviera el ocho por ciento de los votos en las elecciones provinciales de
1935. Algunos de los Hombres-Todo-Peor-Que-Antes lo recuerdan con
absoluta nitidez. Si hablaran del tema, lo harían en los siguientes términos:
«El mismísimo Mussert vino al pueblo a pronunciar un discurso, nació a
orillas del río, al igual que nosotros. Defendía nuestros intereses, ayudaba a
los pequeños comerciantes y los hortelanos, que estaban tan afectados por la
crisis y en ningún momento podían optar a ayudas estatales. Mussert, antiguo
ingeniero jefe de la Administración de Aguas de la Provincia de Utrecht, era
un hombre del delta. Nosotros sólo deseábamos que se restablecieran las
viejas seguridades y, por eso, aplaudíamos con especial entusiasmo a quien
nos prometía el retorno a la confianza en Dios, el amor al Pueblo y a la Patria
y el apego al trabajo. El acto se celebró en la Casa del Transbordador junto al
río. Una tarde de invierno llegaron por el Cuello Largo unos cuantos coches
de Utrecht. Sus ocupantes se apearon a la tenue luz de la farola y se reunieron
de forma metódica frente a la entrada, una cuadrilla de hombres con
sombreros y largos abrigos. Como obedeciendo una orden inaudible, alzaron
el brazo derecho para rendir el saludo fascista al tiempo que pronunciaron un
sonoro Houzeel. Sus bocas desprendieron un halo de vaho. Entraron en
silencio en la Casa del Transbordador, dando muestras de una férrea
disciplina.
»La visita del dirigente del partido supuso para nosotros un gran honor.
En la Sala de la Paz, totalmente revestida de madera, se habían congregado
más de doscientas personas, llegadas de todas partes, con el único fin de
escuchar al líder. Mussert lucía una buena barriga y era francamente bajo.
Nos embargó una sensación de desengaño al ver aparecer a ese individuo
cuyo cabello se había refugiado en la parte trasera de la cabeza, con
excepción de un mechón en la frente que llevaba peinado formando un
elegante tupé. Pero ¡cómo nos equivocamos! Alguien gritó: “¡El dirigente!”.
Acto seguido, Mussert se desligó de la oscura nube de milicianos de la
División Armada y paseó sus ojos asombrosamente claros por la multitud.
Con el tiempo, su cuerpo se había ido amoldando al cometido que le había
confiado la historia: la barbilla echada hacia delante y los hombros hacia
atrás, el corredor de fondo que alcanza primero la meta. Cuando su brazo
derecho subió como movido por un poderoso resorte, se adueñó de nosotros
tal sentimiento de orgullo y temor que nos levantamos al unísono de nuestros
asientos para devolverle el saludo. Permanecimos un buen rato en esa
postura, frente a frente. Bajó el brazo y nos empujó, por así decirlo, de
nuevo hacia

Página 122
nuestras sillas. Sin concedernos tregua alguna, Mussert nos proporcionó la
siguiente descarga eléctrica: “¡Compatriotas!”.
»Nos recorrió un placentero escalofrío cargado de docilidad, temblamos
de calor y de veneración. Mientras su ojo derecho escupía fuego, el
izquierdo, más racional, sopesaba cada palabra que salía de sus finos labios:
nos habló de la degeneración de los tiempos modernos. Del peligro rojo. Del
fracaso del antirrevolucionario primer ministro Colijn.
»“Nuestra economía se resiente cada vez más, vivimos aterrorizados por
una pandilla de funcionarios supuestamente decididos a resolver la crisis, y la
población empobrece. ¡Nosotros liberaremos al pueblo del yugo de los
partidos políticos! ¡Los campesinos retomarán su vocación tradicional, los
trabajadores de todos los rangos, desde los directores de empresa hasta los
mozos de recados, volverán a aprender que están llamados a servir juntos y
en perfecta armonía a su país! ¡Nuestro combativo pueblo defenderá su tierra,
su patria y su imperio con toda la fuerza de la que es capaz contra cualquiera
que pretenda vulnerar nuestra independencia o nuestro territorio!”.
ȃse no era el falso profeta por el que lo tomaban sus adversarios
políticos, ahí hablaba un hombre de Estado. A él le brindaríamos nuestro
apoyo, nos parecía la persona adecuada para sacarnos de la crisis y
conducirnos hacia tiempos mejores. Logró ganarse incluso el corazón de los
escépticos. Su voz adquirió alas, el volumen se elevó todavía más.
»“¡Los Países Bajos no pasarán a depender de ninguna potencia
extranjera, serán un bastión de paz, dispuesto a rechazar todo asalto ajeno,
dispuesto también a colaborar en la creación de una sociedad de Estados
europeos cimentada en la recuperación de la confianza mutua, un instrumento
digno para la preservación de la paz y la cultura europeas!”.
»Sobre la cabeza de Mussert se desató una lluvia de aplausos. Era
indudable que le halagaban los vítores. Nos habló durante una hora en medio
de unas aclamaciones cada vez más efusivas. Luego otro orador nos explicó
cómo podíamos aportar nuestro propio granito de arena al saneamiento del
país. Después entonamos el Castillo fuerte es nuestro Dios y el himno
nacional, y con eso se acabó el acto. Abandonamos la Sala de la Paz con gran
alboroto y colmados de una nueva esperanza. Muchos compraron números
del periódico nacionalsocialista Volk en Vaderland. Lejos ya, por el dique,
relucían los rojos faros traseros del séquito de Mussert».

Página 123
Para Papá África, todos los ríos del mundo eran iguales. Pese a tener nombres
distintos, procedían de la misma corriente principal. El Nilo era el único río
de la Tierra y, en algún momento, cualquier gota de agua del planeta pasaba
por delante del astillero que poseía su padre en Kom Ombo.
—¿No pensará de verdad que éste es el Nilo? —preguntó Engel.
—¡Rin, Nilo, todo lo mismo! —imitó Joe a su padrastro.
—Seguramente lo dice en sentido filosófico —sugirió Engel.
—¿Nunca ha estudiado geografía? —quiso saber Christof.
—Desde luego, no fue capaz de indicarme El Cairo en el atlas. Ni
siquiera sabe dónde está exactamente. Creo que en realidad le da un poco
igual.
Sin comprender nada observamos atónitos el fenómeno llamado Papá
África mientras caminaba por el astillero mesándose el bigote y con un lápiz
detrás de la oreja. El barco aparecía pintado de rojo hasta justo por encima de
la línea de flotación, donde pasaba a ser blanco. Había que colocar el mástil,
y faltaba la vela de lona que Regina todavía no había terminado de coser. La
singladura inaugural tendría lugar a finales de agosto, y ese día la madre de
Joe quería organizar una fiesta junto al río. Tenía planes ambiciosos, no iba a
dejar escapar semejante oportunidad de convertirse en el centro de interés y
de admiración.
El día se acercaba a pasos agigantados, pero a mí me causaba desazón.
Después de ese fin de semana, Joe, Engel y Christof ya no estarían; al
comienzo de las clases, en septiembre, yo me quedaría atrás en el reino de los
muertos. En compañía de una prensa de briquetas. La machacaba hasta más
no poder, tanto que el número de unidades fabricadas superaba con creces la
capacidad del secadero.
—Con estas cantidades, el precio baja —me dijo mi padre.
Lo escuchó mi madre. Apretó los labios, tenía los brazos cruzados sobre
el pecho.

Página 124
—A partir de ahora le daré un billete de veinte —añadió mi padre en un
tono entre conciliador y beligerante—. Aun así su trabajo está bien pagado.
Cuando se satura el mercado, los precios caen. Eso pasa en cualquier lado.
—Tú lo que tienes que hacer es cumplir con tu parte del trato —dijo mi
madre.
—Nadie le obliga a producir tantas briquetas. Cuando hay poco de algo
se paga mucho, y cuando hay mucho se paga poco. Pregúntaselo a quien
quieras.
—Es tu hijo.
—¡Qué más da! Si al final se lo gasta todo en Waanders.
De cualquier modo, de ahí en adelante mi padre me entregaba un billete
de veinte florines por cada lote de cincuenta briquetas y mi madre me pagaba
la diferencia con el dinero que utilizaba para los gastos domésticos. Es cierto
que la mayor parte de mi sueldo terminaba en Waanders. La sala de fiestas
con bar y terraza tenía la ventaja de hallarse en la carretera general, en las
afueras del pueblo, lo que repercutía de forma positiva en la clientela y la
atmósfera. Era más agradable que De Zon, donde se respiraba a menudo un
ambiente —cómo diría yo— áspero, en el que las viejas heridas se reabrían
con facilidad. De Uitspanning, por su parte, era una especie de sala de bingo
para ancianos, a la que sólo se acudía para asistir a una boda o guarecerse de
la lluvia. Así que Waanders resultaba ser el establecimiento más adecuado.
Frente a él se detenían camiones y coches a cuyos ocupantes no había visto
en la vida y que me llenaban de esa clase de esperanza que colma a
determinadas mujeres cuando su país es invadido por soldados de un ejército
enemigo.
Pondré un ejemplo.
—¿Qué desean los señores? —pregunta la chica a un camionero que
despide olor a asfalto caliente.
Va acompañado de su hijo de corta edad al que ha invitado a viajar un día
con él en la cabina.
—¿Qué quieres? —pregunta el hombre al niño con una voz que no le pega
para nada.
Calza sandalias con calcetines blancos.
—Una Coca-Cola —contesta el muchacho.
—¿Y para comer?
—Patatas. Con mayonesa.
—Patatas para el niño y para mí… pues dos croquetas y un poco de pan.
Y mucha mostaza.
—¿Le pongo un poco de lechuga al niño? —pregunta la chica—. Hay que
tomar vitaminas. ¿Y usted qué va a beber?
Página 125
—También Coca-Cola.
Quizá éste no sea el mejor ejemplo, pero en Waanders ocurren a veces
cosas interesantes. Los fines de semana hay música en vivo, y Elma Booij, la
chica de la barra, es amiga de todos mientras se pague. Ejerce su profesión
con el fervor de una gogó, pero en la cocina la sonrisa se desprende de su
rostro como una costra vieja. No es de aquí. Hacia el mediodía llega de no se
sabe dónde en un Mazda blanco de transmisión automática y se marcha en
cuanto acaba. Desconocemos si tiene marido o hijos; da la impresión de no
amar a nadie en este mundo. Aprecio que conmigo no se muestre más amable
de lo que es.
Elma Booij se dirige hacia el niño y el conductor de los calcetines
blancos con los dos vasos de Coca-Cola, uno en cada mano. Están sentados
junto a la ventana, en el exterior ruge un camión que pasa justo delante del
bar.
—Menos mal que van a construir una autopista —observa el
conductor. Elma mira afuera, donde todo vibra a la luz del sol.
—Sí, menos mal —contesta.
—Este ruido es insoportable. Aunque queda por ver si vosotros saldréis
ganando con el proyecto.
El conductor clava los ojos en Elma con la esperanza de que se pronuncie
sobre la E-981, que comunicará estas tierras de interior con Alemania.
—Jamás se sabe con esas barreras acústicas —prosigue el hombre—.
Todo depende de dónde te quedes: delante o detrás de ellas.
—En eso nosotros no tenemos nada que decir.
—No. Seguramente no.
—Qué más quisiéramos…
—Ya, pero…
Al cabo de un cuarto de hora llegan las croquetas y las patatas. Bien
comidos y bien bebidos, el padre y el hijo abandonan el establecimiento de
Waanders y, una vez fuera, se reincorporan a su órbita en torno al Sol.

De momento, la autopista que sin duda influiría en el futuro de Lomark era


un mero proyecto identificado con el código E-981. Había leído sobre el tema
en los periódicos, era una iniciativa que merecía nuestra atención. Aunque a
algunos les entusiasmaba la idea y pensasen que la cercanía de una autopista
de cuatro carriles podría redundar en beneficio de la prosperidad económica
del pueblo, tenía la impresión de que la gran mayoría acogía la propuesta con
indiferencia. En cualquier caso, la carretera nacional no daba más de sí,
estaba
Página 126
congestionada por la creciente afluencia de vehículos motorizados. En lugar
de reducir el número de automóviles había que ensanchar la vía pública. «MI
DEPORTE ES EL TRANSPORTE», leí en el parachoques de un camión, y
«SIN TRANSPORTE NADA SE MUEVE».
Lo que más me gustaba era la pegatina con «I ASPHALT». Al término de
la segunda guerra mundial, prácticamente todos los gobiernos habían
esgrimido esa consigna, de modo que el asfalto acabó imponiéndose en sus
países. En cantidades inconcebibles. Joe tenía razón: la energía cinética es la
fuerza propulsora del mundo. Decía: «No olvidéis que los mayores cerebros
del universo le dedican sus esfuerzos. La base del motor de combustión no
varía desde hace ya más de cien años, ahora tratan de refinarlo para reducir al
máximo el consumo y las emisiones. Por mucho que los vehículos
motorizados se perfeccionen cada vez más desde el punto de vista técnico,
siguen siendo asequibles para todos. Ése es el milagro de nuestra época, que
por poco dinero podamos desplazarnos como balas por las carreteras. Ahora
bien, no os fiéis de quienes identifiquen esto con el progreso. El progreso no
existe. Sólo existe el movimiento. El principal mérito del siglo XX consiste en
que nos ha concedido la posibilidad de movernos. Renunciaríamos a nuestro
derecho de voto antes que a nuestro coche. Si esos tipos del movimiento
ecologista quieren conseguir algo, tendrán que ofrecernos una alternativa
mejor, y no la hay».
El trazado de la E-981 aún no estaba fijado, el asunto se debatía de vez en
cuando en la asamblea municipal de Lomark, pero las preguntas se
formulaban y se contestaban con desidia. ¡Qué le vamos a hacer! Por
desgracia, no sabemos responder con propiedad a las amenazas que se
divisan en un futuro lejano.

Página 127
El día de la botadura de la falúa de Papá África, el atuendo festivo de Regina
Ratzinger llamó más la atención que el barco. Alguien dijo que era un
«vestido de novia árabe». La tela era de un azul intenso y estaba bordada con
misteriosos motivos de hilo plateado y dorado. Por debajo sobresalían unas
babuchas brillantes. Regina llevaba bastante maquillaje y los adornos de su
pañuelo le bailaban sobre la frente mientras saludaba a los invitados.
—No sabía que hubiera que disfrazarse —murmuró Joe.
India pasaba una bandeja con vasos de cerveza y copas de cava. Vestía
camiseta verde militar y vaqueros descoloridos. Tenía la tez morena y
resplandeciente, el cabello se le había puesto rubio después de darse con
zumo de limón en los días soleados. Era como si la viéramos por primera
vez. No podíamos quitarle los ojos de encima.
Por el Cuello Largo, la gente acudía en pequeños grupos a la botadura de
la falúa de Papá África. Era un día claro de agosto, no hacía demasiado calor
y los álamos susurraban al viento. La fiesta comenzó con timidez; en lugar de
mezclarse entre ellos, los invitados formaban corros. No todos sabían cómo
reaccionar a la desaforada exaltación de Regina y la cautela un tanto tensa de
Papá África. Estaba visiblemente nervioso, ¿quién no lo estaría en su lugar?
De pronto le asaltaron las dudas. En vez de construir el barco siguiendo un
plano detallado, se había guiado por viejos recuerdos. ¿Y si le había fallado
la memoria? ¿Y si las proporciones no eran las correctas? A instancias
de Regina, se había puesto el traje de lino, aunque habría preferido quedarse
con el mono de faena, porque para él era una jornada de trabajo, no un día
festivo. Si bien se oían algunas risas, la mayoría de la gente permanecía a la
expectativa. También estaban los Hombres-Todo-Peor-Que-Antes, muy
juntos, una copa de aguardiente joven mezclado con azúcar en la mano.
Miraban con los ojos bien abiertos. No se les escapaba ni un solo detalle,
luego, de regreso a su banco, lo comentarían todo con pelos y señales.

Página 128
Muy pocos invitados se acercaron a la larga mesa repleta de aperitivos.
Regina se había pasado días preparándolos. Las brochetas de carne
condimentada estaban tapadas con plástico de cocina; más tarde se asarían en
la barbacoa. Había hogazas árabes y cuencos con paté rojo y verde de
aceitunas, y para los niños —que brillaban por su ausencia— pastas de
almendra con forma de gallo. Allí se hallaba expuesto el amor de una mujer,
pero nadie tenía hambre.
Piet Honing amarró el transbordador y puso pie a tierra. Estrechó la mano
de Regina.
—Bonito barco, señora, ¿no le parece? De verdad. Muy bonito.
Paseó la mirada por la comida que se desplegaba a espaldas de la
anfitriona. Regina le agarró del brazo y le dijo:
—Por favor, Piet, sírvete. Y los demás también. ¡Venga, a comer!
Desde Lomark llegaba a toda velocidad el Peugeot familiar de los
Eilander, con la madre de PJ al volante. Kathleen Eilander enfiló el talud y
echó el freno de mano. Julius Eilander se apeó del coche con la mirada
extraviada, como si le hubieran secuestrado.
—¡Kathleen! —exclamó Regina—. ¡Cuánto me alegro de verte!
—¡Estás guapísima, Regina! ¿Es ése el barco? ¡Qué maravilla! ¿Dónde
está Mahfouz? ¡Quiero decirle que es precioso!
—Prepárate primero algo de beber y de comer. Si no coméis, va a sobrar
de todo.
Julius Eilander siguió los pasos de su esposa, dejándose arrastrar por su
belicoso entusiasmo. Papá África estaba con Piet Honing al lado de la falúa.
Conversaban en esa jerigonza que sólo dominaban ellos. Sus manos frotaban
la madera, sus labios articulaban palabras relacionadas con la embarcación.
Entonces los interrumpió un torbellino.
—Mahfouz, how wonderful! Estoy tan orgullosa…
El egipcio saludó a Kathleen Eilander con una risa tonta. Julius Eilander
le agarró la mano y la sacudió con fuerza.
—Good job, good job. Ya me llevarás a dar una vuelta en tu barco, amigo.

Había alrededor de cincuenta personas. La falúa esperaba en la rampa, ya


sólo faltaba que algunos hombres la llevaran hasta el agua empujándola por
las guías de caucho colocadas para la ocasión. Papá África se quitó los
zapatos y los calcetines y se enrolló el pantalón hasta las rodillas. Joe, Engel
y Christof hicieron lo mismo y también Julius Eilander se sentó para
desatarse los

Página 129
cordones. Se descalzaron tres hombres más. John Kraakman, del Lomarker
Weekblad, tomaba fotografías.
—¿Vamos a aparecer en el periódico? —preguntó
India. Kraakman se humedeció los labios.
—Quédate un momento así, muy bien…
Y, con un disparo, retrató a India, que sonreía a la cámara con sus dientes
grandes y fuertes. Detrás de ellos, los hombres discutían sobre la mejor forma
de actuar. La borda de la falúa les llegaba hasta la cadera, estaban descalzos y
podían hacerse daño. Papá África se quitó la americana y se la dio a Regina,
que la extendió con sumo cuidado sobre el antebrazo para que no se arrugase.
—Un beso, mi amor —dijo en tono lisonjero.
Ella le besó como en las películas, cerrando los ojos con absoluta entrega.
Mientras rodeaba delicadamente a su amado con el brazo izquierdo, mantenía
el derecho, del que colgaba la chaqueta, con grácil soltura al margen de tan
cariñoso gesto. Mahfouz le devolvió un beso más trivial, mezclado con algo
de vergüenza. No en vano era natural de un lugar del mundo donde está mal
visto que hombres y mujeres se hagan carantoñas en público. Se desprendió
de Regina y se unió a los otros. Todos se agarraron a la falúa con ambas
manos, Papá África se situó tras la popa. Bastó una señal suya:
—Yalla!
Los hombres empujaron a la vez.
—Yalla!
El barco se movió unos centímetros. Así se habían edificado pirámides, la
esfinge, las tumbas de los reyes… A cada grito de Papá África, los hombres
hacían fuerza, daba la impresión de que estuvieran empujando una ballena de
regreso al mar. Poco a poco, la falúa se deslizó hacia el agua, los hombres
que se encontraban a la altura de la proa ya tenían los pies mojados.
—Yalla! Yalla!
Después de dos o tres empujones más el barco se introdujo con
asombrosa ligereza en el río. Papá África se hallaba sumergido en el agua
hasta la cintura, con las dos manos apoyadas en la popa.
—Cariño, el pantalón —dijo Regina sin que él pudiera oírla.
Mahfouz se subió al barco, soltó los cabos y abrió la vela. La falúa
amenazaba con chocar lateralmente contra el embarcadero del transbordador.
Todo el mundo contuvo la respiración. Joe se adentró hasta las rodillas en el
río para echar una mano, pero no fue necesario. Papá África logró tensar la
vela y fijar la botavara. Corrió hacia el timón y alejó la falúa del embarcadero
dirigiéndola a aguas abiertas. Finalmente, dejó caer la orza.

Página 130
La falúa se deslizaba plácidamente río abajo. La cámara de Kraakman
inmortalizó la escena, Papá África buscó el viento. Cuando la vela captó aire
y se desplegó como el ala de un dragón, sonó un suspiro colectivo. La falúa
se escoró trazando una línea de espuma en el agua. Después de contemplar
con gesto de inquietud el extremo del mástil, Papá África miró atrás, hacia
nosotros. No distinguimos muy bien la expresión de su cara, pero cuando
rompimos en aplausos levantó la mano. Por momentos la vela se flameaba y
entonces Papá África maniobró la falúa para exponerla de nuevo al viento.
Dentro de nada saldría de nuestro campo de visión, tan pronto como pasara el
muelle de carga y descarga de los buques de Betlehem.
Los invitados rebosaban alegría, habían sido testigos de un éxito; la
botadura se había desarrollado de la mejor manera posible, otorgándole a la
tarde una belleza simétrica. Papá África desapareció en la curva del río, todos
regresaron a la mesa llena de limonada, cerveza y aperitivos. El señor
Eilander se quedó a orillas del agua sin volver a ponerse los zapatos, a la
espera de la falúa. Los gorriones tomaban un baño de arena bajo los álamos,
el mundo estaba en paz. Los ojos de Regina divagaron una y otra vez hacia el
río.
—¿Así que te has decidido por la Escuela de Ingenieros? —preguntó
Kathleen Eilander a Joe.
Joe negó con la cabeza.
—Si no me equivoco, tu madre me dijo que ibas para ingeniero.
Guardaron silencio. Al cabo de un rato, Kathleen, que era más alta que
Joe, se inclinó nuevamente hacia delante.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Llegar a ser artista, aunque creo que no se debe decir así. Eres artista o
no lo eres, de modo que no puedes llegar a serlo. Si lo he entendido bien, uno
va a la Academia de Bellas Artes para descubrir si lo es. Engel, por ejemplo,
es artista, no lo duda nadie. Yo, en cambio… Es cierto que se me da bien
fabricar todo tipo de aparatos, pero eso no significa nada.
Los ojos de Joe recorrieron el rostro de la señora Eilander y su boca
esbozó una sonrisa.
—¿Qué ves? —preguntó Kathleen—. ¿Tengo algo?
¿Aquí? Se pasó la mano por la cara.
—Sí —contestó Joe—. Rojo de labios, un poco más arriba… ahí.
Kathleen abrió su bolso y sacó un espejo de bolsillo. Después de volverle
la espalda a Joe, se frotó la boca con gesto enérgico. En las tierras
inundables, las trilladoras levantaban columnas oblicuas de polvo.

Página 131
—¿Se ha
ido? Joe
asintió.
—Sí, se ha ido.
—Por cierto, ¿por qué te haces llamar Joe Speedboat? —le espetó
Kathleen con acritud.
—Porque me llamo así.
—Speedboat. Lancha motora. ¿Acaso tienes
una? Joe negó con la cabeza.
—¿Y tu nombre verdadero?
—No hay nombre verdadero, sólo un error que en su día cometieron mis
padres.
La risa de Joe envolvió la conversación en una luz distinta, más cálida.
—Me llamo Joe Speedboat, señora Eilander. De verdad.
—Ay, por favor, llámame Kathleen. Me siento tan mayor cuando me
llaman señora.
—Como usted prefiera.
—También puedes tutearme, Joe.
Kathleen desvió la mirada a la orilla del río, donde su esposo y algunos
otros hombres aguardaban el regreso de la falúa como fieles esperando la
redención.
—Tiene que ponerse el sombrero —dijo—. Se quema
enseguida. Resopló.
—Tu padrastro está tardando mucho. Si yo fuera Regina estaría
preocupada. Esos barcos se hunden a la primera de cambio.
Regina e India se hallaban junto al agua, apartadas del resto de la gente.
India trataba de tranquilizar a su madre, que tenía la espalda encorvada a
causa de la tensión. Julius Eilander subió la rampa con los zapatos en la mano
y propuso conducir en dirección noroeste para ver si localizaba a Papá
África. Pidió las llaves a su mujer. Los Hombres-Todo-Peor-Que-Antes no
esperaron el desenlace, sino que dieron secamente las gracias a Regina por la
«muestra de hospitalidad» y retornaron a su banco.
Julius Eilander volvió a la media hora, había llegado hasta el Puente
Nuevo, pero no había visto la gran vela cenicienta por ningún lado. Todos
dejaron de confiar en un final feliz. Un sentimiento gris se adueñó de los
presentes envolviéndolos, por así decirlo, en una nube de ceniza.
—Tenemos que avisar a la policía —anunció Julius Eilander.
—Menudos inútiles —observó su esposa.

Página 132
Nadie se atrevió a mirar a Regina, como si una simple mirada bastase
para encender la mecha de su angustia y su dolor y provocar algo de
consecuencias incalculables. Julius Eilander se marchó a Lomark, su mujer
se quedó en el viejo astillero, junto con otras personas que exclamaron:
«¡Cómo demonios es posible!» y «¡Quién se explica esto!». El fuego de los
calientaplatos acabó por apagarse, nadie encendió los farolillos, la espera se
convirtió en vela. La hora azul se disipó en torno a nosotros. Los mirlos
cantaban y se perseguían entre los arbustos. La señora Tabak, a cuya casa
acudía Regina como asistenta, se despidió con las palabras: «Sé que es
difícil, Regina, pero trata de pensar en positivo».
Por el Cuello Largo se aproximaban dos automóviles, el Peugeot de
Julius Eilander seguido del coche patrulla del agente Eus Manting. Aparcaron
en el embarcadero del transbordador. Manting se bajó con lentitud del
vehículo y se dirigió como un extenuado oso de circo al grupo de gente que
seguía congregado en el lugar. Saludó a Kathleen Eilander con una
inclinación de la cabeza, la recordaba de una denuncia por tráfico aéreo
molesto.
—¿Es usted la señora Ratzinger? —preguntó a Regina.
Extrajo un bloc de notas de su chaqueta, lo abrió y lo sujetó a una
distancia prudente de los ojos.
—El señor me ha explicado la situación. He movilizado a la policía
fluvial y he comunicado la desaparición de un velero de madera de
aproximadamente seis metros de largo pintado de rojo y blanco. ¿Es
correcto?
Regina e India asintieron.
—Bien —prosiguió Manting—. A bordo se halla el señor…
—Mahfouz —se apresuró India—. Mahfouz Husseini.
—El señor Husseini. ¿Y de dónde es el caballero si me permiten la
pregunta?
—Es egipcio.
—¿Habla neerlandés?
—Más que hablarlo lo entiende.
—¿Les ha facilitado alguna información sobre su destino? ¿O ha dejado
algún indicio?
Regina abrió la boca y jadeó:
—Mahfouz iba a probar su barco. Nada más. Dar un paseo. Ida y vuelta,
y punto. Pero ¿dónde está ahora?
Apuntó a Manting esgrimiendo el dedo índice con ademán acusador.
—Pero ¿dónde está ahora?

Página 133
—Mis compañeros le están buscando, señora Ratzinger, más no
podemos…
—¿Dónde está ahora?
—Por favor, señora, no se preocupe, seguro que mis compañeros darán
con él y le sacarán del agua en un par de horas.
Después de escuchar estas palabras algo se quebró en ella. Le volvió la
espalda y se alejó, lloró por primera vez, sollozando desgarradoramente
como una sierra. Kathleen Eilander reprochó al agente Manting su falta de
tacto con una mirada fulminante y fue detrás de Regina. Manting se subió a
su coche y abandonó el embarcadero dando marcha atrás. Cuando dio la
vuelta, los faros iluminaron por un instante a una figura que se hallaba en la
orilla. Joe.
Así fue como terminó aquel día, con Regina apoyándose sobre el
vehículo anfibio de Betlehem Asfalt, ahogada por las lágrimas, y Joe
subiendo la cuesta. Se detuvo ante la mesa, donde quedaba suficiente comida
como para aplacar a las hordas de Tamerlán. Se llevó a la boca una pasta ya
húmeda con forma de gallo.
—Donkey knows the way —dijo en voz baja—. La mula se sabe el
camino.

Página 134
En octubre, Papá África seguía desaparecido. En los ojos de Regina
Ratzinger ardía una denuncia contra un mundo en el que las personas
pierden lo que más quieren. Pasó a ser una mujer a la que nadie miraba de
frente para no tener que ver ese detalle.
Su primer cónyuge le había dejado una tumba que podía visitar, del
segundo ni tan siquiera quedaba un cuerpo del que pudiera despedirse.
Cuando el sol emergía de la bruma matutina en un rápido ascenso,
desprendiendo una luz pálida cada vez más radiante, Regina caminaba por el
Cuello Largo hasta la ribera del río. Se apostaba en el lugar donde se había
botado la falúa. Como la estatua de la mujer de un marinero contemplando el
mar. Vivía a caballo entre la esperanza y el dolor, sin ceder del todo a
ninguno de los dos. Para ella el sonido del teléfono ya nunca sonaría como
antes.
Al verla de pie frente al río, el corazón se nos encogía como una
manzana. Rezábamos con Regina para que pronto doblara la curva aquella
ala de dragón de color grisáceo. Y para que Papá África atracase y dijera:
«Lo siento, estaba lejos y hacía poco viento».
Y cómo apestaba Regina. Dios mío, el hedor del sufrimiento. A cebolla
podrida y almacén de ropa vieja. India cuidaba de ella lo mejor que podía,
pero para poder cuidar de alguien, esa persona debe estar dispuesta a recibir
ayuda. Regina podría haberse retirado perfectamente a una cueva montañosa
en pleno desierto; alcanzó tal grado de abnegación que el mismísimo san
Antonio habría chasqueado la lengua en señal de asombro. Ingería la
cantidad mínima necesaria para mantener con vida al organismo y no emitía
palabra. Al salir de clase, India preparaba comidas copiosas, pero su madre
tan sólo probaba unos pocos bocados. Se oían ruidos domésticos de tensión,
algo iba a estallar en cualquier momento.

Página 135
Estaban exhaustas y condenadas a pasar mucho tiempo juntas. A veces
Regina le contaba a India, sin motivo aparente, recuerdos de su juventud, y
en ocasiones así uno podía tener la impresión de estar observando a una
madre y una hija que convivían en armonía.

Tras la desaparición de su padrastro, Joe se quedó dos semanas más en casa,


antes de acudir a la Academia de Bellas Artes, para tratar de consolar a su
madre. «Puede que simplemente haya vuelto a su lugar de origen —sugirió
—, de pura nostalgia». Regina se opuso con firmeza a esa idea. Según Joe, su
madre había sido abandonada; según ella, había enviudado por segunda vez.
Regina no dejó que nadie la consolara ni estaba abierta a otras opiniones. No
había, por tanto, razón alguna para que Joe alargase más tiempo su estancia
en Lomark. Se colgó el viejo petate militar de su padre y fue a ver a Engel,
que alquilaba una habitación en un barrio obrero de Enschede. Engel le había
comentado que disponía de un sofá en el que podía quedarse a dormir cuando
quisiera. Joe partió en el autobús de las siete menos cuarto de la mañana, le
acompañé hasta la parada. Habló poco, más bien nada. Estábamos a punto de
sellar una fase importante de nuestra amistad, que terminaba con Joe
despidiéndose con la mano por la ventana trasera del autobús mientras yo
levantaba mi garra. Regresé a casa con un nudo en la garganta, convencido
de haber presenciado el final de una era.

Página 136
Un día de noviembre, Joe volvió a Lomark. O, al menos, se asomó de repente
a mi ventana con una amplia sonrisa. Le hice una seña y entró arrastrando
una ola de frío. Tal y como se me presentó, con su pesada parka militar y su
pelo mojado por la lluvia, daba la impresión de que había crecido. Estaba
muy contento de verle. Además, se me habían acabado los cigarrillos, de
modo que él podría liarme algunos. Joe colgó su abrigo en la silla y se sentó
frente a mí.
«¿QUÉ TAL?», escribí en mi bloc de notas. Sacudió la cabeza.
—Ya era hora de que pasara por casa.
En el Achterom las cosas no iban bien, su madre e India estaban
agotadas. Le contemplé mientras liaba el tabaco e iba colocando los pitillos
en un bote de mostaza reciclado. Tenía el cabello más largo, pero no era eso
lo que me causaba la sensación de que algo había cambiado. Por mucho que
apretara los ojos e intentase examinarle a fondo, no lograba resolver la
incógnita. Quizá sencillamente ya no estaba acostumbrado a él.
—Estuve dos semanas en Ámsterdam —dijo.
Pasó la lengua por el borde del papel de fumar y acabó de liar el cigarrillo.
—Con PJ.
Aparté la mirada. La envidia se manifiesta con la intensidad de un eclipse
de sol.
—Está tonteando con un escritor. Un chiflado.
Joe me resumió los últimos meses, desde la mañana en que partió en
autobús.
Allí, en Enschede, Engel y él habían expresado el firme propósito de
convertirse en almas gemelas artísticas. Demostrarían a todos de lo que eran
capaces. Sin embargo, un día a finales de otoño, Joe fue de excursión al
museo Van Gogh con sus compañeros de curso. Ante la caja les aguardaba
una larga cola que, al cabo de diez minutos, sólo había avanzado un par de
metros. Justo delante de ellos se apiñaba un cargamento de japoneses y

Página 137
detrás,

Página 138
cerrando filas, un grupo de Groninga visiblemente disgustado, que aun así se
negaba a tirar la toalla. Joe miró a un lado y a otro. Tenía los pies fríos. De
pronto pensó «Paso de todo» y, sin despedirse de sus compañeros, abandonó
la cola en dirección a la plaza de los Museos.
Ahí estaba, lejos de casa y sin ninguna razón para volver. Respiró hondo,
paseó la mirada a su alrededor y decidió quedarse una temporada en
Ámsterdam a esperar acontecimientos.
Hacia el mediodía comenzó a darle vueltas al tema del alojamiento. En
toda la ciudad conocía solamente a una persona: PJ Eilander. Llamó por
teléfono a la madre de PJ, quien le facilitó la dirección de su hija, en la
Tolstraat, al lado de un coffee shop. Creía recordar el nombre: Babylon.
Joe se subió al tranvía, colmado de un sentimiento de felicidad que daba
vértigo. Nadie sabía dónde andaba, en su vida todo era posible, existían
tantas posibilidades como combinaciones en una máquina tragaperras, y
cualquier dirección que eligiese sería buena, porque atravesaba una racha de
suerte.
PJ no estaba. Joe la esperó en el Babylon, junto a la ventana, desde donde
la vería llegar. Tuvo tiempo de sobra para asombrarse del mundo de las
drogas blandas. Durante una época, en Lomark nos había dado por fumar
rápidamente varios porros seguidos y cruzar la frontera con Alemania para
luego volver con las historias más inverosímiles, como si hubiéramos estado
en otro planeta. Aquello fue un mero divertimento, pero en Ámsterdam se
fumaba en serio, nada de bromas. Los consumidores de drogas se
comportaban como si evitaran al máximo la luz del día y se entregaban con
devoción cultual a la preparación de enormes petardos que encendían
hábilmente. Todo muy impactante. Cualquier alienígena que viera ese rito
por primera vez lo tomaría por la religión oficial del país.
—Eh, chico, ¿una calada?
Joe alzó la vista. Un tipo con un sombrero rojo y unos rizos negros le
ofrecía un porro con forma de trompeta.
—No, gracias —contestó Joe—. Espero a alguien.
—Déjate de bobadas y fuma, muchacho, que para eso está.
—No, de verdad, gracias.
—Tienes mala cara. Te sentará bien.
Joe aceptó el canuto.
—Me llamo Sjors —se presentó el hombre—. El Indio Metropolitano.
Pero seguramente ya te has dado cuenta.
Joe salió de una nube de humo.
—Yo me llamo Joe Speedboat —dijo con un hilo de voz.

Página 139
—¡Joe Speedboat! ¡No está mal, chico, no está nada mal!
Como decenas de miles de turistas, Joe se colocó nada más llegar a
Ámsterdam («¡Ostras, si pudiera construir todo lo que vi…!»). Ya era de
noche. Sjors, el Indio Metropolitano, se levantó, gritó «¡Suerte, Joe
Speedboat! ¡Mucha suerte!» desde el exterior y se marchó en su triciclo de
reparto. Joe quedó inmerso en los benditos sueños de su primer, segundo y
tercer canuto. («Me entraron unas ganas tremendas de tomar yogur líquido.
Fluyó a mi estómago como un gélido torrente. Jamás había bebido un yogur
igual»).
Nunca se sabrá qué habría ocurrido esa noche si a PJ no se le hubieran
acabado los cigarrillos. Había llegado a casa a eso de las siete y, más tarde,
bajó a comprar una cajetilla de tabaco al coffee shop sin ni siquiera ponerse el
abrigo. Los hombres que estaban jugando al billar americano levantaron la
mirada, ella siguió hasta la barra, sobre la que había un bote de tabaco, papel
de liar y mecheros, y preguntó:
—¿Me das un paquete de Marlboro?
—A ti siempre, cariño.
De camino a la puerta, distinguió una cara conocida en la sombra del
ficus junto a la ventana. El muchacho estaba sentado, con los ojos
entornados, ante una gran cantidad de botellas de yogur líquido. PJ se acercó
a él.
—Eh, Joe —le saludó—. Eres Joe, ¿verdad?
Los ojos se abrieron un poco más.
—Hola.
—Soy yo, PJ, hemos sido compañeros de clase.
—Ya. Lo. Sé.
—¿Qué se te ha perdido por aquí? Alguien de Lomark…
Así fue como Joe entró en su casa, poco menos que en una cestita de
mimbre, rodeado de cuidados femeninos y preguntas. ¿Dónde se alojaba?
¿En ningún lado? Joe podía acostarse en su cama, ella dormía cada noche con
su novio, volvería por la mañana. Debía de tener hambre, porque la
marihuana suele provocar una terrible ansia de comer. Joe habría hecho
mejor en no dar cuenta del plato de pasta que ella le preparó. Alcanzó el
retrete justo antes de que brotase de su esófago un chorro de yogur rosado
mezclado con tagliatelle en salsa de tomate. Un olor agridulce a leche se
esparció por el cuarto de baño y la habitación.
—Oh. Mierda. Lo. Siento.
—Caray, Joe, ¿te lo has fumado con bolsa y todo?

Página 140
Joe tenía los ojos inyectados en sangre, se notaba el cuerpo igual de
inseguro que cuando enterraron a su padre y se cayó contra su madre.
—Necesitas dormir, Joe. Venga, túmbate. ¿No te quitas la ropa? ¿No?
Pues nada.
—Te. Lo. Agradezco. Mucho.

A la mañana siguiente encontró una nota:


HOLA, MAGO DEL HUMO,
ESTARÉ EN CASA A LAS
DOCE. EL DESAYUNO ESTÁ
EN LA NEVERA. TOMA
LO QUE QUIERAS.
BESOS, PJ

Recordaba la noche anterior como si hubiera durado cien años. A través


de las rendijas de la cortina se filtró una luz tenue. Joe se acostó de nuevo en
la cama con la cabeza apoyada en el brazo y fumó un cigarrillo. En los
rincones de la habitación había plantas muertas. Recorrió con la mirada las
sombras del techo, cuya altura superaba el ancho de la estancia. El desayuno
era tal y como lo había visto, iluminado por la lámpara del frigorífico: media
tarrina de requesón, un trocito de queso viejo y medio litro de yogur
desnatado.
Unas horas más tarde, cuando PJ llegó a casa, se lo encontró tieso como
una vela en una silla junto a la ventana, contemplando el paisaje de balcones
desconchados y jardines faltos de sol. La cama estaba hecha con precisión
militar y la estufa de gas estaba apagada.
—¡Madre mía, qué ambiente más desangelado! —exclamó PJ—. ¿Llevas
ya mucho rato sentado aquí a oscuras? ¿Has desayunado? Discúlpame,
siempre estoy nerviosa cuando vuelvo de casa de Arthur.
—Arthur —dijo Joe.
—Ay, claro, tú no lo sabes. Arthur Metz, el escritor. Es mi novio, aunque
quizá debería decir mi compañero. Odia las formalidades.
—Formalidades.
—Arthur Metz —repitió—. ¿No te suena? Ésta es su última novela.
Le deslizó en la mano un libro titulado Mi dulce muerte. PJ se puso a
preparar café, miró a Joe por encima del hombro.
—También escribe poesía —añadió.
El amor orgulloso se desprendía de ella como el calor.

Página 141
En la contracubierta figuraba un hombre atractivo con ojeras y arrugas
precoces en la frente.
—Paso las noches con él, pero durante el día prefiere estar solo. No
puede escribir conmigo a su lado. Quiere que esté con él a partir de las diez.
A Arthur le hace falta esa tranquilidad, es muy sensible. Cualquier cosa que
altere su ritmo le distrae. Si llego con diez minutos de retraso, ya me pide
explicaciones.
—¡Vaya! —dijo Joe.
—Me gustaría presentártelo, pero no soporta a los desconocidos. Le dan
miedo, o le hacen rabiar, con él nunca se sabe. No tolera el contacto físico,
hay veces que se contrae cuando le acaricio.
—¿Acaso es, eh…?
—¿Arthur? Es un verdadero psicótico. Ya lleva tres intentos de suicidio.
¡Pero me enseña tantas cosas! No te imaginas lo mucho que aprendo con él.
No he vivido nunca nada igual, jamás pensé que pudiera existir algo así,
¿sabes? Es muy difícil de explicar.
—¿Mejor que Joop Koeksnijder?
Esa pregunta hizo reír tanto a PJ que casi derrama el café.

—¿Qué tal por aquí, Fransje? ¿Alguna novedad? —quiso saber Joe cuando
terminó de contar lo que había ocurrido en Ámsterdam.
Fruncí el entrecejo. No se me ocurría nada digno de mención. La vida era
demasiado tranquila sin él y Engel y Papá África, incluso sin Christof, si me
apuraba. La mayoría de la gente a la que conocía se había marchado y los
pocos que quedaban no merecían mi atención. Quincy Hansen continuaba en
el pueblo, de él no lograría deshacerme en la vida. Trabajaba en Betlehem
Asfalt, donde realizaba labores administrativas de poca monta. ¡Vaya
desperdicio, después de tantos años de costosa educación!
Yo seguía prensando briquetas, aunque la producción había disminuido a
causa de la lluvia.
—¿Nada de nada? —preguntó Joe.
Sacudí la cabeza y escribí: «¿PAPÁ ÁFRICA?».
—Menudo lío. La investigación está abierta. En teoría, incluso puede ser
que haya vuelto a Egipto en la falúa, pero…
El rostro de Joe reflejaba las enormes dificultades inherentes a semejante
periplo.

Página 142
—Aun así es posible —dijo—. Cosas más extrañas se han visto. Tú te
entendías bien con él, ¿crees que se atrevería?
«DIFÍCIL».
—¡Difícil pero no imposible! He estudiado el mapa y puede haberse
dirigido perfectamente al mar. Por el Canal Nuevo se llega al mar del Norte
y, de ahí, al paso de Calais. Después se bordea la costa francesa en dirección
al océano Atlántico y se atraviesa el golfo de Vizcaya hasta el norte de
España.
¿Por qué no?
Acercó la mano al tabaco y extrajo un puñado de filamentos color miel.
Me rasqué la barbilla y traté de hacerme una idea de la ruta, pero no
controlaba las fronteras exteriores de Europa.
—¡Figúrate! ¡Es posible que luego haya bordeado toda la costa de
Portugal hasta Gibraltar! Si Thor Heyerdahl logró cruzar el océano Atlántico
en una balsa de papiro, ¿por qué no conseguiría Papá África llegar a Egipto
en una falúa? Sabía navegar a vela, eso te lo puedo asegurar, y si tenía el
tiempo a su favor, ¿por qué no?
Asentí, pese a mi batería de objeciones mezquinas.
—¡Y todo lo que habrá visto una vez pasado Gibraltar…! Argel, Trípoli,
Tobruk, Alejandría… ya me lo imagino entrando en Egipto, de verdad.
Joe necesitaba creerlo, la pérdida de Papá África le dolía tanto como a su
madre, pero mientras ella se refugiaba en el luto, él creaba una heroica
odisea. Lo tenía todo pensado, hasta le veía capaz de emprender el viaje con
el único objetivo de demostrar que era factible. Y por descabellada que
pudiera resultar su hipótesis, la perspectiva de un desenlace feliz me animó.
Si a Joe le parecía viable, ¿quién era yo para sostener lo contrario? Al fin y al
cabo, él era el Chico-de-las-Posibilidades. Ahora bien, si Papá África había
intentado regresar a Egipto en su falúa, faltaba por aclarar un detalle al que
Joe no se había referido. «¿POR QUÉ?», escribí.
—¿Te acuerdas de que mi madre le quitó el pasaporte? —
preguntó. Moví la cabeza en sentido afirmativo.
—Y eso no fue todo —dijo Joe—. Recuerdo otro incidente, ocurrió
después del Ramadán, el año pasado, justo antes de Navidad. Quizá no tenga
nada que ver, no lo sé, pero en todo caso no se me ha olvidado. Como bien
sabes, Papá África no comía carne de cerdo, creía de verdad que le
provocaría la muerte o, en el mejor de los casos, urticaria. La carne de cerdo
era haram. Tenía otras ideas similares. Por ejemplo, si India hubiera sido su
hija, habría exigido que se le practicase la ablación. Y estaba convencido de
que la mano izquierda pertenecía al demonio, por lo que estaba prohibido
comer con ella,
Página 143
otro tema absolutamente haram. Todas esas cuestiones eran motivo de
discusión, es decir, por parte de mi madre, porque él nunca discutía. Era
demasiado tranquilo, ya sabes. «Tiene la cabeza caliente», se limitaba a
afirmar, y con eso estaba todo dicho. Una tarde, mi madre nos dio de cenar
albóndigas de cordero y al día siguiente, que era Nochevieja, le preguntó
cómo se encontraba. «Bien —contestó—, ¿por qué?». «¿No te sientes
enfermo, o extraño?», quiso saber mi madre. Mahfouz negó con la cabeza,
todo en orden. En ese momento, ella atacó: «Anoche cenaste carne de cerdo.
¡No cordero, sino cerdo! ¡Ves, no te produce urticaria! ¡Y que Alá no te ha
castigado!». Y así siguió un buen rato mientras nosotros la escuchamos
boquiabiertos, sentados a la mesa.
Joe acabó el último pitillo después de mojar el papel de liar con la lengua
y lo introdujo a duras penas en el bote de mostaza donde ya no cabía nada
más.
—¡A quién se le ocurre! India estaba furiosa, pero Mahfouz no dijo ni
una sola palabra. ¡Menuda Navidad!

A finales de noviembre, cuando Joe encontró trabajo en la construcción como


cargador de piedras, por fin comprendí que había vuelto con la idea de
quedarse. Cada día laborable, a las seis de la mañana, se moría de frío en el
dique mientras esperaba, junto con algunos otros obreros, la furgoneta que
venía a buscarlos. Cruzaban un paso a nivel sin barrera y pasaban a
Alemania, donde se dedicaban a levantar edificios de apartamentos y
polígonos industriales. El trabajo transfronterizo ilegal existía desde hacía
siglos, tanto en una dirección como en la otra. A través de una red opaca de
contratistas y subcontratistas, los alemanes empleaban a obreros de la
construcción del país vecino para evadir los impuestos y la seguridad social.
Los trabajadores cobraban por semana y pagaban el pato si se caían del
andamio o una viga en forma de «U» les aplastaba el pie. Joe llegó a ver a un
hombre que había entrado en coma después de que le golpeara en la cabeza
un bloque de hormigón suspendido de una grúa. El compañero del
accidentado acudió a la oficina para reclamar daños y perjuicios, pero le
dijeron que la culpa era del obrero, «Hay que tener más cuidado en el terreno
de obras», etcétera, por lo que el tipo agarró a uno de los contratistas y trató
de estrangularlo con su propia corbata. Ese tipo de historias.
Al acabar la semana los peones bebían aguardiente de patata en la
furgoneta, almorzaban en un oscuro restaurante de comida casera y llegaban
a

Página 144
casa borrachos como una cuba. Cuando comenzó a helar, las obras se
paralizaron y así tocó a su fin la trayectoria de Joe como obrero de la
construcción, porque nada más estrenarse el nuevo año podía empezar en
Betlehem.
Maniobrando una pala cargadora.

Podría pensarse que al enviar a uno de sus hijos a la fábrica de asfalto la


familia Ratzinger había logrado integrarse definitivamente, pero Lomark no
se da por vencido con tal facilidad. Es un proceso que dura generaciones. Si
es que algún día se culmina… De todos modos, Joe se hallaba de nuevo en
las instalaciones donde tiempo atrás había construido un avión. Al servicio
del padre de Christof, Egon Maandag. La producción seguía parada por causa
del elevado nivel de las aguas. Mientras tanto, el capataz Graad Huisman
enseñó a Joe todo lo que necesitaba saber y le dio clases de conducción en la
pala cargadora. En la pausa del café, Huisman se echó a llorar. Los
mecánicos ya no se sorprendieron: Huisman lloraba casi a diario desde que
tenía cáncer en la rodilla. La cantina olía a naranja y a humo de tabaco.
De pronto Joe se había transformado en un hombre vestido con mono
anaranjado. Cuando salía al exterior estaba obligado a ponerse un casco
blanco. Jamás se me había ocurrido pensar que, algún día, él también tuviera
que trabajar para ganarse la vida, al igual que todos. Tan pronto como las
aguas volvían a su cauce, Joe iba andando al trabajo, a veces le acompañaba
su madre, de camino al río, ansiosa por averiguar si ya llegaba Papá África.
Madre e hijo se despedían en la verja de la fábrica, Joe con su fiambrera en la
mano y un bulto en el bolsillo, donde guardaba una manzana o un cítrico. En
la cantina se repasaban los esquemas de producción del día, luego todos
ocupaban su puesto. Entonces Joe se montaba en la cabina de la Liebherr, se
movía de un lado a otro del asiento hasta que encontraba la postura adecuada
y arrancaba. La máquina escupía un humo negro y espeso, Joe disfrutaba del
rugido del motor. Subía la calefacción y la radio al máximo. «La radio es el
opio del obrero», solía decir.
Sobre el terreno se extendían las colinas de arena y las piedras
descargadas por las gabarras. Atendiendo a las instrucciones del operador
jefe, Joe tenía que rellenar los dosificadores: grandes recipientes con
separadores de los que se extraían los componentes del asfalto. Iba y venía
entre los dosificadores y los montones de piedras, a los que pegaba bocados

Página 145
con la pala. Una cinta transportadora llevaba el material de los recipientes al
interior de la máquina de asfalto.
A las doce y media se comía.
—¿Todo bien?
—Sí.
—¿Acabaste tarde?
—Qué va.
—¿Ah no? ¿Alguna novedad?
—No, ninguna.

Página 146
Así llegó la primavera. Pero los vientos del este y las tormentas primaverales
castigaron a quienes habían echado las campanas al vuelo antes de tiempo.
Los árboles del cementerio tamborileaban con sus dedos de madera sobre la
fachada posterior de mi casita de madera. Las ventanas estaban empañadas,
entre las pilas de periódicos había uno que confirmaba que el trazado de la E-
981 pasaría con certeza por Lomark. El boletín municipal decía que se había
constituido un comité de acción contra esa resolución. Sus miembros temían
que el pueblo quedara atrapado entre las dos arterias que aseguraban el
tráfico con Alemania, el río a un lado y la E-981 al otro, sobre todo porque
no estaba previsto que Lomark tuviera salida propia. Y eso era fundamental.
De lo contrario, la única posibilidad de acceso consistía en dejar la autopista
en Westerveld y seguir el dique hasta Lomark. Era un proyecto nefasto.
Los campesinos simpatizantes colocaron pancartas de protesta en los
prados que bordeaban la carretera general. «DALE AIRE A LOMARK» era,
de largo, el texto más poético. Había sido idea de Harry Potijk, el presidente
del comité del mismo nombre. Potijk comparaba el confinamiento de Lomark
con una muerte por asfixia; el símil surtía mayor efecto que el razonamiento
más sutil. Harry Potijk era un portavoz inmejorable, su estrella brillaba como
nunca. Llevaba ya veinte años al frente de la Asociación de Historia Local y
hablaba como los obsoletos libros que había absorbido durante largas horas
de esfuerzo autodidacta. A raíz de la construcción de la E-981, su existencia,
hasta entonces plana e insípida, se vio envuelta en el resplandor de un ideal
supremo. Se le brindó la oportunidad de exponer sus argumentos en la
asamblea municipal.
—Imagínense el panorama —dijo—: se levanta una barrera acústica, tal y
como se propone en el plan, y se inunda la zona, entonces ¿qué haremos?
Lomark será una ratonera. No podremos ir a ningún lado, el camino del dique

Página 147
quedará anegado, nuestras casas se llenarán de agua y la vía de escape estará
cerrada herméticamente con una pantalla acústica.
Insertó una pausa para que los miembros del concejo y el público
asistente asimilaran sus palabras.
—Mi pregunta es, señor presidente, si a cada familia se le proporcionará
un bote de goma.
Entre las filas del público sonaron risas burlonas.
—Haga el favor de ceñirse a los hechos, señor Potijk —le ordenó el
presidente.
Potijk asintió dócilmente, aunque sólo en apariencia.
—Usted sostiene que el agua jamás subirá tanto, pero ¿qué me dice del
cambio climático? ¿De la alteración del equilibrio ecológico atribuida al
calentamiento global? ¿Del deshielo de las capas polares?
Llegado a ese punto de su discurso, señaló teatralmente la pared exterior,
detrás de la cual se desbordaban los ríos y la tierra hervía de calor.
—¡¿No sabe que el verano pasado el nivel del río alcanzó un mínimo
histórico y que hace unos años subió más que nunca?! ¡¿Ya se le ha
olvidado?! Ni siquiera el señor Abelsen, al que usted conoce muy bien, ha
visto una crecida igual en sus noventa y tres años de vida. Estamos ante unas
fuerzas incontrolables e imprevisibles que nos obligan a tener en cuenta lo
que a día de hoy no es más que una lejana hipótesis catastrofista…
Las pretensiones del comité no dejaban lugar a dudas: sus miembros
aceptaban la autopista como un hecho consumado, pero desaprobaban la
ausencia de una entrada y una salida para Lomark. El pueblo necesitaba a
toda costa una entrada y una salida propias, una tráquea, un pulmón de
fumador de asfalto.
Al comprender que la actitud moderada del ayuntamiento no conduciría a
nada, Harry Potijk incitó a sus seguidores a emplear instrumentos de acción
más radicales: un miércoles por la tarde partieron en un microbús alquilado
de la empresa Van Paridon a la sede del parlamento neerlandés en La Haya.
Por mucho que, en sus fantasías, los activistas fueran a ser recibidos con
redobles de tambor y toques de clarín, la realidad resultó mucho más
prosaica: el pavimento del Binnenhof bajo un cielo gris y nadie que les
hiciera caso. Los intentos por corear el eslogan que habían ensayado por el
camino cayeron en el vacío como insultos proferidos en una lengua extraña.
Un hombre con maletín y paraguas se interesó por el motivo de la sentada.
—Un diputado —susurró la señora Harpenau, que era bibliotecaria de
profesión.

Página 148
Harry Potijk se levantó para pronunciar su alegato, pero el hombre le
interrumpió.
—Se trata de una autopista, ¿verdad? Pues están ustedes en el sitio
equivocado. Tienen que ir al ministerio de Transportes y Obras Públicas.
Queda bastante lejos, en el Plesmansweg.
Visiblemente confusos, los manifestantes abandonaron el Binnenhof y se
dirigieron a la dirección indicada, a un buen trecho de allí. Pararon a tomar
café y a comer un bocadillo y cuando salieron de nuevo a la calle estaba ya
oscureciendo. La señora Harpenau y otras dos mujeres quisieron volver a
casa, por los niños… y así terminó la marcha a La Haya.
Todavía se publicó una fotografía en el Lomarker Weekblad. La tomaron
de tan lejos que no se leían las pancartas y la imagen del puñado de activistas
en el inmenso patio del Binnenhof causaba una sensación embarazosa.
He guardado aquella foto. Muestra lo ridículos que somos incluso cuando
luchamos por una buena causa. La feria de la primavera trajo una novedad: la
ciudad de los ratones. Lo fascinante de la atracción era su rancio
anacronismo. Una cortina negra daba paso a una estancia oscura y
excesivamente calurosa, donde el agrio olor a orina de ratones y serrín
invadía la nariz. En esa sala se exhibía el espectáculo más bien estático de
una fortaleza de madera situada a la altura de los ojos de los niños y los
rodantes como yo. Estaba compuesta por varios pisos, todos ellos iluminados
por unas bombillas mal camufladas. En las calles que circundaban el fuerte
colgaban luces navideñas y el suelo estaba cubierto por virutas amarillas. El
montaje ocupaba unos diez metros cuadrados y estaba rodeado de un foso
cuya agua estaba igual de turbia que en su día la del bebedero de las cobayas
de Dirk, que se murieron una tras otra de una forma terrible y misteriosa.
El elemento dinámico de la ciudad de los ratones —no en vano las ferias
son una oda a los movimientos voladores, rotatorios y oscilantes, de manera
que no había quien sacara a Joe de allí— estaba formado por varios
centenares de ratones. Los visitantes contemplaban el hormigueo de los
roedores con repulsión a la vez que curiosidad. Los animales meaban,
cagaban y follaban en lo que en el mundo humano se llamaría espacio
público, para hilaridad de los espectadores. Había un puente levadizo que
conducía a una islita en medio del agua; el foso y la fachada posterior
constituían los límites del mundo de los ratones. La ciudad estaba construida
como un rectángulo por cuyos lados se podía pasear, con excepción de la
parte trasera, donde se alzaba el muro exterior, en el que aparecía pintado un
sol junto a unas nubes chapuceras. La atracción en sí estaba bañada en una
luz

Página 149
brillante, pero alrededor, donde la gente se embobaba ante la fabulosa plaga
de ratones, reinaba la misma oscuridad que en un túnel del terror.
Como no podía ser de otra manera, vi en la ciudad de los ratones el
símbolo de Lomark, ese nido pestilente donde estábamos condenados a
aguantarnos mutuamente, entre el río y la futura pantalla acústica, pero el
comité de Harry Potijk no aprovechó la oportunidad para remachar sus
argumentos con esa metáfora.
Un día descubrí a Joe y PJ en la feria. Se encontraban delante del
carrusel, de espaldas a mí. PJ saludaba con la mano a uno de los que iban en
las sillas volantes y Joe contaba su dinero. ¡Madre mía, cuánto tiempo hacía
que no veía a PJ! ¿Había adelgazado? Mis ojos se posaron en sus rizos
dorados y me oí suspirar como un perro apenado.
Desde su visita a Ámsterdam, Joe se había hecho en cierto modo amigo
de PJ y quedaba con ella cuando estaba en Lomark. No venía con mucha
frecuencia. La última vez había sido por Navidad, pero entonces no la vi,
porque no me apetecía ir a la misa del gallo. Desde la vez anterior y el
reencuentro en la feria habían transcurrido casi tres cuartas partes del año,
meses en los que mi tiempo había estado paralizado y el suyo se había
acelerado.
Pasé por detrás de ellos en dirección a la ciudad de los ratones. El ruido
de las atracciones me rayaba los tímpanos. Me costaba trabajo avanzar por la
hierba aplastada, la feria era probablemente el único evento por el que
abandonaba la seguridad del asfalto y el pavimento.
Quería pasar desapercibido. De repente, sentí rabia: era un ser deforme y
mudo, incapaz de mantener una postura erguida, sólo podía levantar la vista.
Tuve que prohibirme a mí mismo pensar en cómo habría sido si… desde qué
altura le habría mirado a los ojos, qué palabras habría empleado para hacerla
reír, como la hacía reír Joe, como la hacía reír ese imbécil de escritor. (Desde
que sabía de su existencia me topaba de vez en cuando con su nombre en el
periódico. Entonces me mofaba de él y estrujaba el artículo en cuestión. En
algún lugar del mundo había alguien que le odiaba). En presencia de PJ, mis
defectos se acentuaban, me volvía todavía más pequeño y encorvado. Y eso
no tenía remedio.
En una de las anotaciones cien por cien sinceras y cien por cien
personales de mi diario, de esas que han de ser ciertas a la fuerza por
tratarse de sentimientos (¡las lágrimas no mienten, ja ja ja!), admitía
que me había arrinconado a mí mismo.

Página 150
… puedes soñar, pero no esperes nada. Sueño con el color de mi amor por PJ, el
naranja apabullante de un sol que nace. No podré decírselo. Esto es una mierda. Lo
mismo podría estar muerto o ser un chino de Wuhan, mi vida jamás rozará la suya.
A veces me falta poco para echarme a llorar, pero es inútil, es mejor ser de piedra.
Según el maestro Musashi, hay que ejercitarse. No pensar en el asunto PJ. Eso
debilita. Practicar mucho. Petrificarse. Ésa es mi estrategia.

Me encerré en las tinieblas de la ciudad de los ratones para distraerme,


cavilando sobre cómo se transportaba una atracción de esas características o
cómo evitar que se disparase la población de ratones. Si los animales se
reprodujeran libremente, la ciudad sería dentro de nada un manto de pelo
suave, se formarían bandos, estallaría la lucha por los recursos, todos contra
todos y cada uno para sí, una masacre…
Quizá el propietario retirase los nidos con una pala o un aspirador de
mano. Tampoco habría que descartar que los animales adultos se comieran
los ratones pequeños, un fenómeno que había observado tiempo atrás en las
cobayas de Dirk, que una noche acabaron con toda una camada en un
incomprensible arrebato de furia. A la mañana siguiente encontramos las
crías: partidas en dos a mordiscos. El alma de las cobayas, por lo demás tan
simplonas, albergaba una crueldad inesperada. Poco después, los animales
adultos corrieron idéntica suerte. Jamás se supo quién fue el autor.
Me había instalado contra el muro posterior, en plena oscuridad, porque,
además de observar los ratones, era divertido contemplar a las personas
observando los ratones. Estaban tan cautivados por la centelleante fuente de
luz que prácticamente no se fijaban en mí. Era mi posición favorita: mirar sin
que nadie me viera. Meterme dentro de sus cabezas y tratar de comprender de
una vez lo que pensaban y sentían.
Las risas disimuladas de la gente daban a entender que algunos ratones
estaban «haciéndolo», muchas mujeres se lamentaban del olor, «¡qué peste,
parece amoníaco!», y más de un niño se extasiaba ante ese hacinamiento de
centenares de animales mugrientos.
Se abrió la cortina negra, del exterior llegó una luz difusa, vislumbré el
brillante cabello de PJ. Joe entró detrás de ella.
—¡Qué peste! —exclamó PJ.
La pesada cortina se cerró con un golpe sordo, PJ se abalanzó hacia la
ciudad de los ratones con un entusiasmo pueril.
—¡Mira, qué monada! El de la patita coja.
Estiró el brazo por encima del foso en un intento por acariciar a los
ratones. Su dedo espantó a decenas de animales.
Había por lo menos seis carteles en los que se podía leer:

Página 151
LA CIUDAD DE LOS RATONES
NO TOCAR
BAJO NINGÚN CONCEPTO

—¡Picolien Jane! —dijo Joe, haciendo como que la regañaba.


Respiré sin apenas hacer ruido, cuanto más tiempo permanecieran ahí
dentro, más penoso sería que me descubrieran. Mi corazón latía con fuerza.
Cuando espiaba a gente conocida, se volvían extraños. Me alejaba de ellos,
paradójicamente no se incrementaba la intimidad sino la distancia.
PJ no dejó de fastidiar a los ratones. Con medio cuerpo inclinado sobre el
foso se empeñó en aislar del grupo a un animal determinado. Después de
guiarlo en dirección al puente levadizo le cerró el camino de vuelta a la
ciudad con la mano derecha colocando los dedos como barrotes sobre el
serrín. Al ratoncito no le quedaba otra alternativa que refugiarse en el puente
que conducía a la isla.
—¡Adelante, Robinson, venga!
Preso del pánico, el ratón se precipitó hacia la isla, y después PJ levantó
el puente, separando al animal de los demás.
—Me parece un poco cruel —observó Joe.
—¿Cruel? ¡Si Robinson soporta muy bien la soledad!
Joe se rió de mala gana y se dirigió a la cortina situada al otro lado de la
sala, donde la señal de SALIDA irradiaba una suave luz verde.
—¡Adiós, Robinson! —exclamó PJ—. ¡Sé bueno!
Por fin salieron, PJ se rió de algo que le dijo Joe, me encontraba de nuevo
solo. Respiré hondo y observé al ratón isleño, que se hallaba al borde de un
ataque de nervios. Olisqueaba su nuevo entorno. Me percaté de que los
ratones tienen ojos bonitos, pequeños y relucientes.

Página 152
Aunque era primavera y la temporada de calefacción tocaba a su fin, aumenté
la producción de briquetas en unas cuantas unidades diarias. El trabajo
ahuyenta los malos pensamientos.
—Desde luego no hay nada como vender briquetas —decía mi padre cada
vez que cargaba un nuevo lote en el remolque.
Ya podíamos pasar el día fuera sin congelarnos ni empaparnos de lluvia.
Las plantas de maceta dieron un estirón y los juncos de los arroyos crecieron
varios centímetros al día. Las duras siluetas invernales de los árboles se
vistieron de verde, los castaños se llenaron de flores largas y pálidas como
velas y, de vez en cuando, afloraba una sensación de felicidad que no tenía
que ver con ningún acontecimiento especial ni ninguna buena noticia. Por lo
que dicen, está en el aire, y como no se me ocurre otra explicación lo doy por
bueno.
Estaba en el jardín, pendiente del centrifugado del papel.
—¿Quieres un café, Fransje? —me preguntó mi madre como siempre a
las once, y entonces vi aparecer a Joe por el pasillo que da a la calle.
—Vengo a saludarte en este maravilloso día del trabajador —dijo.
Era, en efecto, el 1 de mayo, y Joe estaba tramando algo: le conocía lo
suficiente como para reconocer esa mirada. Con las manos en los bolsillos
examinó mi pequeño negocio, que yo llamaba en secreto fábrica de briquetas
F. Hermans & Hijos, siendo estos últimos la consecuencia de una fulgurante
unión entre una tal PJ Eilander y servidor.
—Hoy es un día de suerte —añadió Joe.
Fue a buscar la escalera de aluminio que colgaba del muro posterior de la
casa y me pidió un martillo de carpintero. Empuñó la herramienta y se puso a
arrancar la herradura de la fachada. Mi madre se asomó a la ventana de la
cocina y me preguntó con un gesto a qué venía eso. Me encogí de hombros.
Salió afuera.

Página 153
—¡Hola, Joe! ¿Qué haces?
De pie en la escalera, Joe giró medio cuerpo hacia ella.
—Señora Hermans, buenos días. Le doy la vuelta a la herradura. Con la
abertura hacia abajo trae mala suerte. Un poco como si uno mismo se buscara
la ruina.
Colocó la pieza al revés y la fijó con unos golpes contundentes que
hicieron temblar las ventanas en sus marcos. Miércoles se alarmó en su jaula.
En los últimos meses lo había descuidado y me propuse dedicarle más
tiempo.
—¡No me digas! —replicó mi madre—. O sea que este pobre chico se ha
pasado años…
La mandé callar con un sonoro siseo. Se quedó en el vano de la puerta,
retorciéndose las manos, Marie Hermans, agobiada por el peso de la
culpabilidad y el amor maternal.
—No se preocupe —dijo Joe mientras guardaba la escalera—. Hoy es un
día de suerte, señora Hermans.
Sacó una cajetilla de Marlboro. Desde que trabajaba en Betlehem
compraba cigarrillos, porque no era nada práctico liar tabaco en horario
laboral.
—¿Un pitillo?
Sí, señor, algo tramaba. Sus ojos delataban esa típica Mirada-Vamos-a-
Por-Todo que presagiaba una aceleración.
Decidí esperar. Permanecimos un rato sentados frente a frente en la
cristalina claridad de esa primera mañana de mayo y arrojamos nubes de
humo al aire, que parecía tan fresco que daban ganas de saborearlo con la
lengua. Los vecinos sacaron los edredones por la ventana. Joe miró las
briquetas que se estaban secando.
—¿Cuántas has fabricado ya? —preguntó—. ¿Mil? ¿Dos mil?
Moví la cabeza. Mil, dos mil, ni idea.
—¿Y cuántas más quieres fabricar? —quiso saber—. ¿Otras mil?
Levanté cinco dedos.
—¡Cinco mil! ¡Ni que estuvieras haciendo bollos de pan! ¡Caramba!,
Fransje, ¿vas a estar toda la vida prensando periódicos?
Asentí con solemnidad. Transformar periódicos en combustible era mi
misión. No me imaginaba nada mejor. Joe enterró la colilla en el suelo con el
pulgar, dejando un pequeño hoyo.
—¡Venga ya! Lo que te quería comentar, Fransje, últimamente he tenido
tiempo de sobra para pensar, allí montado en mi pala cargadora, y te diré por
qué éste es un día de suerte. Me parece que tu brazo tiene mucho potencial.

Página 154
Bastante más de lo que tú crees. He averiguado cómo ese brazo excepcional
puede aportarnos las dos cosas a las que está condenado el ser humano:
dinero y prestigio. Verás: tú, Frans Hermans, eres un firme candidato para
triunfar en la lucha de brazos.
Joe irradiaba tal felicidad que el resplandor alcanzaba el jardín de los
vecinos.
—Ése es el papel de los amigos, ¿no crees? Descubrir cualidades que uno
mismo desconoce.
Fruncí las cejas, retiré un periódico de la pila, cogí un trozo de lápiz y
garabateé en el margen: «¿LUCHA DE BRAZOS?».
—Sí, lucha de brazos, ya sabes, echar pulsos, dos sentados en una mesa
con los codos apoyados en el tablero, y hay que doblar el brazo del contrario.
¡Estás hecho para eso! Mira, yo lo veo como si hubieras estado unos diez
años en un campo de entrenamiento, con el carrito y las briquetas y demás, y
ahora ha llegado el momento de recoger los frutos. ¿Recuerdas que doblaste
aquellas barras en la nave de la fábrica? En Alemania he visto trabajadores
del hormigón, auténticas bestias, que no saben hacer ni la mitad de lo que
haces tú. Eres poco menos que invencible, Fransje, sólo es cuestión de
ponerse. Hay campeonatos en toda Europa, yo seré tu agente, vamos a
medias, seremos los protagonistas de una historia inolvidable.
Joe miró mi brazo con ojos de enamorado, olvidándose de mí, por lo que
me asaltaron sentimientos confusos de envidia hacia esa parte de mi propio
cuerpo. Me expuso su plan. Para empezar, tendría que seguir una dieta
equilibrada de proteínas, hidratos de carbono y grasas. Además, debería
ejercitar a diario la técnica de la lucha de brazos a partir de la información
que había bajado de Internet en el ordenador de la biblioteca pública. Él sería
mi entrenador. Habría que estudiar y entrenar durante todo el verano y, en
octubre, comenzaríamos por un modesto torneo en Lieja. El primer premio
ascendía a unos siete mil florines. El segundo a cinco y el tercero a tres.
—Una mina de oro —dijo Joe, satisfecho.
De momento ya había establecido un esquema de competiciones que nos
llevaría por toda Europa. Los más aficionados eran los europeos del Este.
Dos hombres, una mesa, y empujar hasta que uno de los dos cedía.
—¡Pero no te fíes! —me advirtió mi autoproclamado entrenador y agente
—. Sin técnica no eres nadie.
Durante el primer semestre de la temporada nos iríamos preparando poco
a poco, con un pequeño torneo de vez en cuando, a fin de comprobar cuál era
mi rango en la jerarquía de la lucha de brazos. Joe era tan irracionalmente

Página 155
optimista que pensaba participar, en mayo del año siguiente, en el
campeonato mundial en Poznan, Polonia.
—Te falta peso, el peso es nuestro talón de Aquiles. Hombro, pecho y
brazo, ahí está nuestro punto fuerte. Trapecio, bíceps, tríceps, pectoral mayor
y antebrazo, esos músculos deben trabajar en equipo, así podremos llegar
lejos, Fransje. Calculo…
En ese momento, yo le interrumpí levantando la mano.
—Vale, ahora tú.
Agarré el lápiz y escribí dos letras en el margen del periódico: «NO».
Joe frunció los labios como si se hubiera tropezado con un interesante
problema de ajedrez.
—¿No?
Sacudí la cabeza.
—¿Por qué? Será mejor que te lo pienses tranquilamente… ¿Por qué de
entrada no?
«NO ME APETECE».
Aun así Joe siguió vendiéndome las ventajas de su plan, con grandes
aspavientos y los ojos abiertos de par en par. Quería deshacerme de él.
«LÁRGATE».

Mira lo que sucede cuando un día alguien se ofrece para ampliar tu mundo
unas diez mil veces o más: pánico. Joe me invitó a competir. Me pidió a mí,
el hombre fuera de concurso que se consideraba a sí mismo inepto para la
lucha, que se había colocado a sí mismo fuera del ring como observador y
comentarista, que me animase a echar pulsos. Me observarían, me juzgarían,
me abuchearían o me darían ánimos. Joe me ofrecía nada menos que un lugar
en el mundo, una libertad de movimiento inestimable. Sentí pavor. Por eso
me negué. O mejor dicho, más que negarme, me bloqueé. Todo había de
seguir como estaba, porque así estaba bien. Si no estuviera bien, ya me habría
enterado. De repente, pasé a defender encarnizadamente el valor de una
casita de madera reformada, una prensa de briquetas y unos pocos cientos de
metros cuadrados de espacio vital. A todo el que osara tocármelo le cortaría
el dedo.
Le puse tan mala cara que Joe terminó marchándose. Estupefacto. No le
cabía en la cabeza que yo pudiera preferir mi existencia tan segura como
banal a la incógnita de la aventura. Sentí tanto alivio como decepción al ver
que se rendía tan pronto.

Página 156
Bien, me había enquistado en el inmovilismo. Explicaba mi situación como
una forma de armonía con el entorno y sus ocupantes. No merece llamarse
felicidad, la felicidad arde con una llama más intensa, se definía más bien
como ausencia de repulsión y de anhelo de muerte.
A los pocos días de que Joe irrumpiera en el jardín, Miércoles se fue. Lo
solté y, a diferencia de otras ocasiones anteriores, no regresó. Por mucho que
mi madre me dijera que se debía a la primavera, que era cosa de la
naturaleza, sufrí una suerte de mal de amores. Cada vez que escuchaba una
grajilla pensaba que era Miércoles, pero la jaula quedó vacía para siempre.
Al parecer, Joe había renunciado a su plan, o al menos no volvió a sacar
el tema. Se buscó otra ocupación comprándose un automóvil, el primero, un
armatoste largo y negro que Griffioen había utilizado durante años como
coche fúnebre. Era el que había llevado a la abuela de Christof a su última
morada. Realmente era un coche para Joe, un Oldsmobile Cutlass Cruiser, de
líneas rectas y una impresionante calandra cuadrada. Sin duda necesitaba un
repaso, pero estaba bien cuidado y había hecho pocos kilómetros. Joe lo
equipó con una gigantesca instalación de música, de modo que el chunda
chunda de los bajos se oía mucho antes de que apareciera el coche.
—Me parece terrorífico —dijo mi madre—, da la impresión de que la
muerte en persona conduce por nuestras calles. He conocido a todos los que
han viajado en ese coche. Griffioen podría haberlo vendido en otro sitio.
Aunque sólo fuera por los familiares de los fallecidos…
Joe retiró el asiento del pasajero para que yo pudiera acompañarle. Mi
silla y yo cabíamos perfectamente en el hueco. Fuimos de un lado a otro del
dique, nos deslizamos a paso perezoso por la carretera general y, como dos
viejas, nos paramos a tomar un helado en Waanders. Mejor dicho, se lo pidió
Joe, a mí me pusieron una cerveza con pajita, el chiste del espástico que trata
de comer un helado es de sobra conocido. Contemplamos el tráfico y el sol

Página 157
poniente que se reflejaba en las ventanas. En el pequeño parque infantil, un
padre esperaba a su hija al final del tobogán.
—¡Otra vez! ¡Otra vez! —exclamaba la niña cada vez que llegaba abajo,
hasta que la escena acabó en lágrimas.

Christof y Engel llevaban un año fuera de Lomark, Joe había vuelto y tenía
un empleo fijo en Betlehem. Parecía conformarse con eso. De todas formas,
cómo iba a estudiar para ser cualquier cosa si ya era algo: Joe, un producto
redondo y acabado de su propia imaginación. Yo estaba agradecido porque
hubiera regresado.
En julio llegaron los demás, uno tras otro, primero Engel, luego Christof
y, finalmente, PJ. Los períodos que pasaban fuera de casa se fueron
prolongando con el tiempo, igual que en el caso de Miércoles, que tardó en
volver cada vez más, hasta que se fue definitivamente.
Engel aprobó el primer curso sin esfuerzo; todos reconocían su
extraordinario talento y le habían concedido una beca para cursar el segundo
semestre del siguiente año académico en la École des Beaux-Arts de París.
Engel aceptaba esos detalles, que en la vida de cualquier otra persona habrían
sido motivo de ostentosa fanfarronería, con una impasibilidad que me hacía
enloquecer de envidia. Joe también daba prueba de un estoicismo
avasallador. En cambio, Christof era más cobarde, en eso se parecía a mí:
siempre andábamos con cuidado, interpretábamos los signos, preguntándonos
si auguraban bonanza o peligro; vivíamos por así decirlo con la nariz al aire,
siempre nerviosos.
A raíz de la desaparición de Papá África, el embarcadero del
transbordador dejó de ser nuestro punto de reunión. El último verano en el
que coincidimos todos nos citamos en el coche de Joe; en las suaves tardes
veraniegas nos acercábamos a Waanders a beber (yo) y a intercambiar
anécdotas del curso recién concluido (ellos). Christof se había afiliado a un
club estudiantil y nos inició en un mundo completamente nuevo para
nosotros. La subespecie del estudiante asociado se sometía de forma
voluntaria a leyes cuarteleras y el novato (Christof decía «pringado») había
de aprender a toda velocidad la jerga de rigor para mantenerse a flote. Según
afirmaba Christof, la malévola opresión ejercida por los veteranos fraguaba
«amistades para toda la vida». Se sentía orgulloso de haber resistido a las
humillaciones. En vez de estar enfadado con sus verdugos, Christof parecía

Página 158
esperar con impaciencia el momento en el que él mismo pudiera hostigar a
los próximos novatos.
Engel le lanzó una mirada entre horrorizada e indulgente.
—¡¿Que te han pisado la cara?!
—Bueno, lo que se dice pisar, pisar, no, pero sí me han puesto el pie
encima durante un buen rato.
Todos se sumieron en silencio.
—Pero a nadie le escandaliza —defendió Christof las costumbres de su
club—. Es un mal trago que hay que pasar, a la vuelta de las Navidades
mejoró bastante. De algún modo extraño me pareció incluso divertido, una
prueba que había que superar entre todos.
Christof suspiró.
—Resulta difícil de explicar a alguien que no lo ha vivido en carne
propia. Joe sugirió que quizá fuera precisamente eso lo que se pretendía
conseguir: fundar una sociedad secreta de manera que sólo sus miembros
supieran qué significaba pertenecer a ella. Christof asintió agradecido. Joe
siempre le echaba un cable cuando tenía un problema.
—Empieza a hacer frío —dijo Engel.
Esa tarde vestía traje beis y camisa blanca, con los picos de la camisa por
fuera de la americana. Aunque el ambiente artístico apenas le había
cambiado, se veía con mayor claridad en qué clase de hombre se
convertiría; sería uno de los que aparecen en los anuncios publicitarios de las
revistas, de pie tras el timón de un velero, con ese eterno aire juvenil, pese a
las canosas sienes y las patas de gallo de tanto otear el horizonte.
Había vendido su opera prima a una galería de Bruselas, un tríptico
gigante, tinta y papel, la representación de un caballo colgado en un árbol en
una postura tan retorcida que se te revolvía el estómago. Preguntado al
respecto, Engel no tuvo inconveniente en explicar de dónde había sacado la
idea: de un pequeño museo de la primera guerra mundial, cerca de Ypres, en
el oeste de Flandes. A través de un estereoscopio había visto fotografías de
caballos catapultados a los árboles por la fuerza de una explosión; la imagen
había quedado grabada en su mente.
Engel se dirigió a Joe.
—Por cierto, ¿cuándo piensas recoger tus cosas?
—¿Te estorban?
—No es eso, pero tienes que ir antes de diciembre, porque después estaré
en París.
—Cualquier día pasaré por allí con Fransje —dijo Joe.

Página 159
Al percatarme de que Elma Booij había salido a retirar las copas de las
mesas de la terraza, la llamé con un amplio gesto del brazo.
—¿Más cerveza, Fransje? —chilló por encima de las cabezas de dos
clientes, un matrimonio vitalista de cabello plateado que parecía haber salido
en bicicleta de un anuncio de un preparado vitamínico.
Cuando la chica trajo la cerveza, llamó tres veces «caballero» a Engel,
para alborozo de todos. No podía quitarle los ojos de encima.
—Eres el consuelo de las mujeres solitarias —dijo Joe a Engel en cuanto
Elma se hubo marchado.

El verano reventó como un absceso. Mi madre se quejaba de que se le


hinchaban los tobillos y los dedos, tanto que le apretaba la alianza. Y yo tenía
la espalda y el trasero invadidos por un terrible sarpullido, como si me
hubiera revolcado en un campo de ortigas. En esa época llegó PJ a Lomark.
Y
¿qué hizo Joe? Al muy cabrón no se le ocurrió nada mejor que llevarla a mi
casa. Era sábado por la mañana. Estaba prensando briquetas al sol con el
torso desnudo, porque mi madre acababa de comunicarme que, según el
almanaque de Enkhuizen, la luz solar ayudaba a curar el eczema.
Joe y PJ pasaron al jardín sin que los hubiera oído llegar, de manera que,
de repente, nos encontramos cara a cara, en cierto modo atónitos los tres.
Busqué algo con qué cubrirme, pero mi camisa estaba encima de la cama.
Mientras me encogía bajo la mirada de PJ entré con torpeza en mi casita,
abriéndome paso entre la prensa de briquetas y sus accesorios. Joe vino
detrás de mí. Hice enconados esfuerzos por ponerme la camisa, pero el brazo
atrofiado se me rebelaba y el otro se contraía descontroladamente.
—No te enfades —dijo Joe—. Cómo iba a saber yo que andabas medio
desnudo. Ven, que te…
Aparté su brazo de un empujón. Estaba hecho a propósito: salgo una vez
—¡una sola vez!— sin vestirme y viene él y me expone nada menos que a los
ojos de PJ. Fuera, en el jardín, PJ agarró la palanca de la prensa y tiró de ella.
La noté menos pálida de lo habitual, su piel lucía un tono beis clarito y sus
ojos irradiaban un azul turquesa más temible que nunca. Más tarde me
enteraría de que había estado en una isla griega con el Amigo Escritor.
Joe venía a preguntarme si me apetecía acompañarle a Enschede. Iba a
recoger sus cosas. PJ también vendría y había que ir a buscar a Engel a la isla
del Transbordador. Joe me abotonó la camisa y masculló la palabra

Página 160
«cascarrabias». Llevaba una camiseta negra con letras amarillas que decían
«DeWALT».
—Hola Fransje —dijo PJ al verme salir—. Te hemos cogido
desprevenido. Lo siento.
Era la primera vez que se dirigía directamente a mí. Al caer en la cuenta
de que mi madre nos miraba desde el salón, la llamé con la mano. Cuando
apareció por la puerta de la cocina, le hice el gesto de beber. Mi madre saludó
a Joe y se presentó a PJ, «aunque ya te he visto por ahí».
Era un curioso contraste verla a ella, tosco monumento al trabajo y al
cuidado maternal, al lado de aquella chica mundana. Por más que hablaran el
mismo idioma, sabía con toda seguridad que, de sentarlas juntas a la mesa de
la cocina, en menos de una hora se quedarían sin vocabulario para
comunicarse y alcanzarían el límite de su imaginación común.
Volví a hacer como que bebía.
—¿Queréis café o té? ¿Cualquier otra cosa? ¿Un refresco? ¿Café para los
dos? Ahora os lo preparo, no tardo nada, no os preocupéis, no es ninguna
molestia. ¿Lo tomáis con leche, con azúcar? ¿Los dos lo queréis solo? ¡Qué
fácil! Así no me equivoco.
Tenía unas tremendas ganas de rascarme, el picor en mi espalda era
insoportable, y la lentitud de mi madre y el interrogatorio que acompañaba a
la preparación de un simple café no habían hecho más que agravarlo. PJ me
hizo varias preguntas a la vez sobre la producción de briquetas. Las contesté
en un bloc de notas sin mirarla.
—Tienes una letra preciosa —comentó PJ en el momento en que mi
madre aparecía con el café.
—Lo anota todo —se apresuró a decir mi madre—. Realmente todo. Se
pasa el día escribiendo. ¿Por qué no le enseñas tus cuadernos, Fransje? Tiene
una pared llena de ellos.
Le siseé como una serpiente acorralada, pero sus palabras habían
despertado el interés de PJ.
—Es algo muy especial —dijo—. Un chico llevando un diario.
Mi madre, que se había acercado de espaldas a la puerta de la cocina,
asintió y se retorció las manos de esa manera que me daba tanto cargo de
conciencia. PJ me preguntó si podía ver los diarios. La invité a entrar en mi
casa y se los señalé.
—¿Éstos?
Su dedo, el mismo que había sembrado el pánico en la ciudad de los
ratones, se deslizó por los noventa y dos cuadernos ordenados

Página 161
cronológicamente; nadie más que yo compraba los cuadernos de la papelería
Praamstra. PJ se volvió hacia mí.
—¿Puedo…?
Negué con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba.
Dobló las rodillas hasta situarse a la altura de los años más lejanos y
suspiró.
—¿De qué hablan los cuadernos? Quiero decir, ¿contienen sólo
anotaciones personales o tratan también del mundo exterior, ajeno a ti?
Di una muestra sonora de aprobación.
—¿Ambos?
Asentí. PJ se levantó.
—¿Sabías que mi novio es escritor? ¿Sí? Te lo ha contado Joe, ¿verdad?
A Arthur le encantan estas cosas. ¡Por favor, Fransje, déjame leer algo! ¡Una
sola página!
Sus ojos despedían un brillo rapaz. Empecé a notar un calor peligroso.
Estaba claro que para ella nada era imposible, conseguiría siempre lo que
se propusiera, nadie es capaz de resistir a la belleza unida a la voluntad.
Retiré un cuaderno de la estantería, lo coloqué en mi regazo y lo hojeé hasta
que me apareció una página neutra: mucho Joe, el comienzo del invierno y
un día duro en el instituto. Se la di a leer. Volvió a suspirar.
—¡Qué bonito! —dijo al rato—. En serio, muy bonito. Tu letra, tanto…
orden. Y no un cuaderno solo, sino una estantería entera. Nunca he visto nada
igual, esto debe de ser un libro sobre todo. Quién hubiera pensado que tú…
Quiero decir, no tenía ni idea, escribes sin parar, lo ves todo, pero no dices
nada.
«LA DEFINICIÓN DE DIOS», escribí. Y entonces saboreé por primera
vez el placer de hacerla reír. Cerró el cuaderno de un golpe y lo guardó en el
hueco correspondiente.
—¿Y yo? —preguntó—. ¿Hablas también de mí?
¿Qué respuesta le podía dar? Si lo afirmaba, PJ desearía saber qué había
escrito sobre ella; y si lo negaba, renegaría de mi amor y la decepcionaría.
Me asaltó un espasmo. Tan pronto como se diluyó escribí:
LOS HECHOS
LLEGADA A LOMARK EN 1993
EXÁMENES FINALES: NOTA MEDIA DE 8,4
JOOP K.

—¡Has mirado mis notas! Por cierto, obtuve un 8,5.

Página 162
Sacudí la cabeza, apunté sus notas finales una debajo de la otra y calculé
la media: 8,4. (Sí, estaba impresionada).

Cuando nos fuimos, mi madre se nos quedó mirando desde la ventana. Yo iba
delante en mi carrito y PJ detrás, encima de una manta, porque no había
asientos traseros, sólo estaban los rieles por los que en su día se introducían y
se retiraban los ataúdes.
—Tienes una madre encantadora —me dijo PJ.
Pasamos a buscar a Engel y salimos de Lomark. Las cosechadoras
estaban recogiendo el trigo de los campos, bandadas de gaviotas seguían a las
máquinas como si fueran una flota de pesca. En el cielo se apreciaba una
polvorienta neblina de color amarillo claro.
PJ pidió a Joe que abriera la ventanilla trasera (eléctrica) y sacó sus pies
desnudos. Estaba tumbada boca arriba, con los brazos bajo la cabeza, se le
había subido la camiseta y su vientre se hallaba al descubierto. Intuí la forma
de sus pechos. Engel escuchaba a Joe, que le estaba exponiendo su teoría
sobre la odisea de Papá África. La hipótesis se había afinado: tras estudiar
todo tipo de mapas del tiempo en Internet y reconstruir la ruta que podría
haber elegido su padrastro, Joe había llegado a la conclusión de que en
agosto y septiembre del año anterior no se habían registrado grandes
depresiones atmosféricas.
El tiempo que duró el trayecto en coche me dejé llevar por mis
ensoñaciones, convencido de que se avecinaba algo bueno. Bajé un poco la
ventanilla, la tierra olía a polvo ardiente y a hierba, Engel elevó la voz para
hacerse entender por encima del viento.
En algún momento de ese día lento y fluido llegamos a Enschede. La
habitación de Engel estaba en un barrio obrero construido íntegramente en
ladrillo rojo. En las aceras había gente gorda en sillas de jardín y un sinfín de
niños sorbiendo Coca-Cola.
—¡Bienvenidos al paraíso de las barbacoas! —se burló Engel—. El
bastión de la comida basura.
PJ se estremeció.
—¿Por aquí jamás han oído hablar de calorías?
Un vecino levantó una botella de cerveza Grolsch a modo de saludo, vi
que tenía los pelos del sobaco mojados.
—¡Eh!, Engel, ¿te has traído a unos colegas? Venga, sentaros y echamos
un trago.

Página 163
Engel vivía en la planta alta de la casa, abrió la puerta del balcón, ante
nosotros se extendían innumerables jardines traseros repletos de muebles de
plástico y una cantidad de juguetes vergonzosa.
En la nevera quedaba medio litro de vino rosado de mesa, pero no había
pajita. Engel sirvió el vino en unos vasos de té, PJ dijo «Espera, que te
ayudo», y acercó el vaso a mi boca como si fuese mi madre. Bebí y miré con
fruición, se hallaba tan cerca de mí que por encima del borde del cristal podía
distinguir las pecas luminosas que el sol había dejado en torno a su nariz.
Apuré el vaso.
—¡Qué manera de beber! —exclamó PJ.
—Es que tiene un efecto medicinal —explicó Joe—. Le hace temblar
menos. ¿Otro vino, Fransje?
Me reí de oreja a oreja.
—¿No ves? —dijo Joe.
Cuando a lo lejos resonó el inconfundible gruñido de una tormenta,
comenzó a recoger sus pertenencias. Un saco de dormir, el petate de su
padre, una carpeta con bocetos y dos esculturas de barro que representaban
unas máquinas concebidas supuestamente para ser empleadas en la
construcción.
—Tus cacerolas —le recordó Engel—. No las vayas a
olvidar. Joe metió todo en el coche y dijo que era hora de
marcharse.
—Tenemos que conducir de día porque aún no funcionan los faros.
PJ se apresuró a verter el último vaso en mi garganta, su implicación me
reconfortaba. Engel se quedó en Enschede y nos despidió con la mano. La
tormenta estaba cerca, un cielo de mica cubría la ciudad. Engel agitó el brazo
hasta que abandonamos la calle. Fue la última vez que le vi con vida.

Página 164
El fin de semana siguiente Joe vino a buscarme para ir al desguace:
necesitaba piezas para el sistema de refrigeración y el circuito eléctrico de su
coche. Con un énfasis casi teatral, caí en la cuenta de que no había vuelto a
pisar el desguace desde el accidente. La capacidad de procesamiento había
aumentado en más del cincuenta por ciento, se utilizaba una nueva prensa
para vehículos siniestrados y se aplicaban métodos de separación más
refinados. Aun así, pese a esa falsa imagen de modernidad, el negocio
continuaba siendo el de siempre: chatarra y trastos inútiles. Sin embargo, no
era el típico campamento de gitanos que uno esperaría encontrar en un lugar
como ése. Los residuos se clasificaban por categorías y se recogía el aceite
que se había empleado para evacuarlo debidamente. Hermans e Hijos
actuaban de acuerdo con la norma ISO 9000, que quede claro. Siempre me ha
parecido gracioso que mi padre se empeñara en tener un desguace ejemplar al
que la gente pudiera acudir con la conciencia tranquila, una especie de
matadero sin sangre.
Joe aparcó frente a la oficina. Ahí latía el corazón social de la empresa: la
máquina de sopa y café. Joe abrió la puerta del pasajero, salí por mis propios
medios, él sacó mi carrito. Me empujó por unas placas oxidadas de metal en
dirección a las instalaciones del desguace. Por más que mirara a mi
alrededor, no vi en ningún lado un panel que dijera «SE VENDEN
BRIQUETAS», así que me pregunté cómo se las apañaba mi padre para
venderlas.
Dirk estaba a los mandos de la grúa, de la que colgaba un vehículo recién
prensado. Lo llevaba con una motricidad impecable hacia una pila de
chatarra. La prensa aplastaba restos metálicos reduciendo su grosor a tan sólo
treinta centímetros, sonaba como un accidente a cámara lenta. Cuando Dirk
advirtió nuestra presencia, la carga de la grúa quedó balanceándose en el aire.
—¡TU PADRE ESTÁ ALLÍ! —bramó.
—¡Cómo ha engordado! —dijo Joe en voz baja.

Página 165
Nos encontrábamos a suficiente distancia de Dirk como para poder
criticar sin riesgo su aspecto físico. En efecto, había engordado, aunque no de
esa forma gradual que confiere a la piel un amable brillo sonrosado, sino de
manera fulminante, sin que su entorno hubiera tenido ocasión de habituarse
poco a poco a su nueva apariencia. La tensión alta le provocaba manchas
rojas en el cuello y le enrojecía las mejillas. Finalmente, Dirk terminó
pareciéndose a lo que siempre había sido: un paleto alcohólico y estrafalario
que olía a soledad.
Entramos en la nave de desmontaje. En una entreplanta llena de cajones
de madera de casi un metro de altura se escuchaba el ajetreo, diez veces
amplificado, de quien busca irritado una pequeña llave fija al fondo de una
caja de herramientas de metal.
—¿Se puede? —gritó Joe.
El barullo se interrumpió, apareció mi padre.
—Hola, chicos.
De su labio inferior colgaba una colilla hecha de tabaco para liar y papel
de arroz. Alguna vez había comprobado cómo una de esas colillas, al ser
arrojada al suelo y aterrizar sobre el extremo húmedo, se quedaba de pie. Mi
padre bajó la escalera calzado con unos zuecos de cuero.
—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó a Joe.
Su dentadura postiza brillaba en la penumbra de la nave.
—Bueno… —arrancó Joe.
Ése fue el instante en el que le noté a mi padre una reacción de temor. No
un temor muy intenso, sino una explosión a gran profundidad en lo más
hondo de su ser. Yo era un experto en interpretar semejantes
microexpresiones. Sus ojos se movían rápidamente de mi persona a lo que se
hallaba detrás. Giré la cabeza todo lo que pude, pero el ángulo era demasiado
amplio. Empuñé la palanca de mi carrito para ajustar la posición de las
ruedas pivotantes y di la vuelta. Aunque la pared posterior estaba en sombra,
las vi con una nitidez paralizadora: un muro de briquetas de papel… apiladas
contra el fondo de ladrillo. Mil, dos mil, diez mil, ¿quién sabe?
Un interminable escalofrío me recorrió el cuerpo. Las briquetas estaban
ordenadas con sumo cuidado, como si su función consistiera en formar un
muro aislante. Durante todo ese tiempo, mi padre no había vendido ni una
sola unidad, pero aun así me animaba a seguir fabricándolas. «Desde luego
no hay nada como vender briquetas, Fransje». Mi sueldo semanal era el
precio que había tenido que pagar por su incapacidad de comercializar la
mercancía.

Página 166
Y para potenciar mi autoestima, o vete a saber qué se traía entre manos el
matrimonio Hermans. ¡Maldita sea!
Mi padre tosió como un motor que tiene frío. Eso era lo peor de todo, que
él se sentía igual de molesto que yo. Oí que Joe le preguntaba por un radiador
de coche, su voz llegaba de tan lejos que parecía estar en otra sala. Mi padre
no podía pronunciar ni una sola palabra de lo perturbado que estaba, vi cómo
mi propia vergüenza se reflejaba en sus ojos, así que nos quedamos
mirándonos mutuamente en aquella sala de espejos incómodos.
—Está bien —dijo Joe—. Ahora hablamos.
Abandoné la nave de desmontaje y me dirigí al coche. El lodo seco crujía
bajo las ruedas de mi silla de ruedas. Joe salió poco después, con un martillo
y un destornillador en la mano. Me indicó con un gesto que volvería
enseguida. La radio del coche daba la previsión del tiempo. Anunciaban
lluvia.

Página 167
La espada

Página 168
¿Qué otra salida me quedaba que probar suerte en el mundo de la lucha de
brazos? Empecé a entrenar. Joe y yo nos centramos en el torneo de Lieja, que
se disputaría a finales de octubre. Él me había conseguido una haltera y un
lote de complejos proteínicos en polvo con sabor a fresa, vainilla y limón que
se tomaban con leche. El aroma tenía que ver con el color más que con la
fruta, porque las tres variedades sabían igual de dulces y cremosas, con un
regusto a calcio.
Realizaba el ejercicio de entrenamiento más importante sentado en el
suelo, con el codo apoyado en una mesa de poca altura. En la mano sujetaba
la haltera. La atraía lentamente hacia mí y luego la bajaba hasta casi tocar el
tablero de la mesa, todo muy despacio, con los músculos tensados en cada
momento para hacerlos trabajar al máximo, hasta que mi brazo ardía en
llamas. Comenzamos con dieciséis kilos y tres series de veinte repeticiones,
separadas por medio minuto de descanso. Poco a poco subimos el peso: el
número de levantamientos disminuía conforme iba aumentando el número de
discos metálicos en la barra. Al cabo de cinco semanas manejaba treinta y
ocho kilos: mucho para un ejercicio que sólo sirve para desarrollar el bíceps.
Con la misma haltera entrenaba también el antebrazo, practicando el wrist
curl, un pequeño movimiento de la muñeca.
Llevaba una dieta estricta. Me la preparaba mi madre siguiendo a
rajatabla las indicaciones de Joe. Mi cara se afilaba (reacción de mi madre:
preocupación), pero mi brazo y mi torso se fortalecían (reacción de Joe:
entusiasmo). Como existían pocos ejercicios para una persona de mi
condición, iba y volvía todos los días a Westerveld como entrenamiento
complementario. Era un trayecto de 4,2 kilómetros de ida y 4,7 kilómetros de
vuelta, porque en el camino de regreso pasaba por la Casa Blanca, donde
vivían los padres de PJ. De blanca ya no tenía nada, y el tejado de paja, de
color marrón oscuro e invadido por el musgo, necesitaba una reparación

Página 169
urgente. Con el paso de los años había quedado demostrado que mis viejas
fantasías sobre las mujeres de la casa tenían una asombrosa capacidad de
regeneración. Podría decirse que todos los días iba a olisquear el terreno
como un perro, atraído por unas sustancias hechizantes cuyo poder superaba
el de cualquier estímulo visual. También podría decirse que me aburría como
una ostra y que deseaba llenarme la cabeza de dulces ilusiones, lo que hacía
que terminara odiándome a mí mismo por ser incapaz de llevar a la práctica
la estrategia diseñada para ahuyentar cualquier pensamiento desconcertante
relacionado con PJ.
El duro entrenamiento tenía como consecuencia que bajo la manga de mi
camisa se iba formando una pata de elefante en miniatura. El volumen de mi
brazo no se correspondía en absoluto con el resto de mi cuerpo, pero, en
cualquier caso, la simetría hacía años que brillaba por su ausencia. Joe se
molestó en buscar una fórmula que, además de fortalecer los músculos, me
ayudara a ganar peso. El resultado fue que aumenté mi peso once kilos. Once
kilos. Con ello me situaba en un total de sesenta y cuatro, aun así mis
contrincantes más robustos podrían llegar a pesar unos veinte kilos más que
yo, porque la categoría de pesos ligeros iba hasta los ochenta y cinco kilos.
Por mucho que me pasara el día atiborrándome de comida, siempre sería un
peso ligero muy ligero. Consulté la obra de Musashi, pero no encontré
ninguna referencia al peso ideal del verdadero samurái.
Volví a estudiar Go Rin No Sho, y muy en especial los capítulos
dedicados al agua y al fuego. Más que centrarse en la estrategia, ambas
lecciones parten de una perspectiva práctica y enseñan cómo hay que luchar.
Las expone un hombre que a sus cincuenta y nueve años no ha perdido ni un
solo combate.
Cuando de pequeño leí el libro lo veneraba como la Biblia: era la palabra
de Kensei, el santo de la espada. Entonces sólo comprendía la superficie de lo
que decía, y esa lectura me impelía a toda clase de fantasías caballerescas,
aunque sólo fuera por los nombres de las tácticas que permitían vencer al
enemigo. Por ejemplo, el golpe de fuego y piedra. En su día lo ensayé sobre
Quincy Hansen en el patio de la escuela, abalanzándome con mi espada-
escoba sobre su escudo-cartera para romper su defensa. Cito también la
táctica de ser como una roca, que practicaba en solitario: «Quien domina el
camino de la estrategia puede volverse de repente como una roca. No le
afectan las diez mil cosas. Nadie puede mover un cuerpo convertido en
roca».
Jugué a ser una roca el día de las segadoras. Creí sentir el peso liberador
al que aludía el maestro. El tractor se acercaba, yo permanecía inmóvil. Y eso

Página 170
que estaba avisado, porque el propio Musashi afirma que una estrategia
inmadura genera dolor.
Cuando años después retomé el libro, me daba la impresión de estar
leyendo una obra distinta. El Libro de los cinco anillos era un caleidoscopio
cuyas figuras iban cambiando continuamente. Podría aplicar sus tácticas para
salir vencedor en la lucha de brazos. Me tomé la libertad de leer «brazo»
donde Musashi decía «espada». Ni siquiera andaba tan equivocado, porque, a
fin de cuentas, la espada no es sino una prolongación afilada y artísticamente
estilizada del brazo. Además, teniendo en cuenta que Musashi derrotó a su
contrincante más peligroso —Sasaki Kojiro— con un remo, es de suponer
que su «espada» remitiese a muy diversos objetos. Lo que cuenta es el
espíritu, las palabras no son más que animales de carga que transportan
siempre nuevas acepciones.
Joe estaba contento de que sintiera esa fascinación por el libro. Después
de leer en qué consistían las tácticas de detener las sombras y, mejor aún, de
gritar Katsu Totsu, se paseaba por mi casa con el libro en la mano repitiendo
una y otra vez que era fantástico. Gritar Katsu Totsu era, en efecto, algo muy
especial: «Ataca con un movimiento rápido mientras insultas a tu adversario.
Empuja hacia arriba Katsu, y haz un corte descendente Totsu. Momentos así
se repiten en cualquier duelo. El grito debe lanzarse en el mismo instante en
el que se alza la espada simulando que se ataca al contrincante. Es algo que
se aprende practicando».
—¡Katsu Totsu! —exclamó Joe, desternillándose de risa—. ¡Katsu Totsu!
Comprendió que para poder practicar la estrategia necesitaba un
adversario, porque no tenía ningún sentido gritar Katsu Totsu a las pesas.
Ansiaba medirme con alguien para probar mi fuerza y mi conocimiento.
Seré breve: Joe encontró a Hennie.
Hennie Oosterloo lavaba platos en el restaurante De Uitspanning y, hasta
donde alcanzaba nuestra memoria, siempre había residido en Lomark. Vivía
en una de esas casitas de madera que se compran por poco dinero en un
centro de jardinería. Se encontraba al fondo del aparcamiento de De
Uitspanning. Existían más puntos de coincidencia entre Hennie y yo que el
tipo de vivienda en el que habitábamos: era el segundo habitante más
taciturno del pueblo; el primero era yo. Aunque debía de tener ya más de
cincuenta años, parecía tan inocente como un bebé. Era una fuerza de la
naturaleza, pero, según decían, no era capaz ni de matar a una mosca.
No hacía tanto tiempo, Hennie había estado en boca de todos. Los
camareros de De Uitspanning le habían convencido para que participara en la

Página 171
carrera de tractores que se celebraba anualmente en julio. Desde entonces
colgaba en el restaurante una fotografía de Hennie enfundado en una ajustada
camiseta sin mangas en la que se podía leer «CAFÉ REST. DE
UITSPANNING LOMARK»; en las manos sostenía el primer premio, un
vale y una bandeja de plata con una inscripción. Sujetaba el vale y la bandeja
igual que un aborigen sujetaría una aspiradora.
No sabría decir si la luz penetraba en el cerebro de Hennie Oosterloo, ni
si se había alegrado de su victoria, ni tampoco si su vida como lavaplatos le
causaba una amarga sensación de malestar; desde luego su rostro no revelaba
nada. Siempre reflejaba la misma expresión impasible o, mejor dicho, la
misma ausencia de expresión; en cierto modo, siempre se hallaba en punto
muerto. Hennie lucía una barba rala y unos labios fláccidos, por lo demás
tenía la cara plana, sin entrantes ni salientes, la piel parecía demasiado
estirada, como si se ajustase en exceso al cráneo. La presencia de Hennie
resultaba tan natural que jamás me había fijado en él, hasta que, de repente,
irrumpió en mi existencia, vestido con un pantalón de chándal azul tipo
pijama. Aunque su camiseta decía «HARD ROCK CAFÉ CAPE TOWN»,
sabía a ciencia cierta que jamás había estado tan lejos de casa. Apenas cabía
por mi puerta de entrada.
—Hennie, te presento a Fransje —dijo Joe—. Fransje, Hennie.
Hennie giró la cabeza y deslizó la mirada de derecha a izquierda, en algún
punto a mitad de camino me encontraba yo, pero no parecía hacer distinción
alguna entre la radio, la pila de periódicos y mi cabeza. Joe estaba entre
nosotros dos y se le veía un poco incómodo; tratar con una persona callada e
inescrutable ya no le suponía mayor problema, pero la presencia de dos
especímenes de esas características ponía a prueba las dotes sociales de
cualquiera, incluso las suyas.
—¿Por qué no empezamos? Hennie, siéntate ahí, frente a Fransje, sí, ahí.
Joe nos situó en línea recta, uno frente al otro, y extrajo de una bolsa de
plástico dos pedazos de madera que tenían la misma forma.
—Agarraderos —explicó—. Fransje, ¿te parece bien que los fije en tu
mesa? Quiero que te hagas una idea de cómo se desarrolla un combate de
competición. Este invento sirve para evitar que los participantes hagan
trampas con la fuerza de tracción.
Colocó los agarraderos entre Hennie y yo, sobre dos escuadras metálicas
en ángulo, cada una con dos agujeros para poner tornillos. Luego sacó de la
bolsa un taladro de batería, perforó cuatro veces el tablero de la mesa e
introdujo los tornillos. Arrimé mi silla, agarré el brazo atrofiado con la mano

Página 172
buena y lo llevé al asidero. Después de estirar uno a uno los dedos
contraídos, los doblé con firmeza alrededor de la madera. No se moverían de
ahí. Acto seguido asenté el codo del otro brazo en el centro de la mesa y abrí
la mano.
—Espera, todavía falta una cosa.
Joe cogió una tiza y trazó un cuadrado en torno a nuestros brazos.
—Éste es el box —señaló—. No os podéis salir de él. El que sobrepase
las líneas con el brazo pierde. Bueno, Hennie, pon… Así, perfecto. Y el otro
brazo como el de Fransje… gracias.
El antebrazo derecho de Hennie bajó como la barrera de un paso a nivel,
nuestras manos se entrelazaron en algún lugar céntrico del cuadrado. Tanto él
como yo teníamos la otra mano en el agarradero, por lo que la alineación se
presentaba compacta y simétrica. Me producía un sentimiento extraño a la
vez que íntimo sujetar la mano cálida y seca de alguien al que apenas
conocía.
—¡Adelante! —dijo Joe.
Pulsó el cronómetro de su reloj. Nuestras manos se cerraron, enseguida
me aseguré de situar la mía sobre la de Hennie, obligándole a flexionar su
muñeca hacia atrás; era una buena táctica psicológica para quedar por encima
del contrincante. Sin embargo, aún estaba por ver si la psicología surtía
efecto en el cerebro de tortuga de Hennie Oosterloo. Mantuvo su brazo
donde estaba, inamovible en el centro de la mesa. ¡Ajá!, mi adversario optaba
por la estrategia de la espera, dejando que yo atacara mientras él aguardaba
su oportunidad. Tuve cuidado de no aflojar la tensión para evitar que me
asaltase en un momento desprevenido. Pensé en la táctica de convertirse en el
adversario («En la estrategia a gran escala, se considera que los adversarios
son poderosos y que hay que tener cuidado con ellos»). Pero ¿qué ganaba
Hennie con no hacer nada? ¿Tenía realmente una estrategia? ¡No perderse en
elucubraciones, no ponerse demasiado en el lugar del contrincante, sino
atacarle como una piedra disparada por una catapulta! La mesa crujía y noté
que Hennie cedía un poco. Daba la impresión de que mi ataque le había
azuzado, porque arqueó los hombros y ejerció una suerte de contrapresión
ofensiva. Comenzó suave, pero sentí que crecía como un frente tormentoso.
Me oí a mí mismo gemir con un sonido propio de un cómic y abandoné la
llamada postura estratégica («La frente y el entrecejo no deben estar ceñudos.
No gires tus ojos ni dejes que parpadeen, mantenlos ligeramente
entrecerrados»). Me hundía con lentitud, como si me derritiera.
—¡Venga, Fransje!
Dios mío, no quería defraudar a nadie, y mucho menos a Joe, no en mi
primer combate… Apreté los ojos y percibí cómo el derrotismo daba paso a
Página 173
una sangrienta nube de cólera, la misma que cuando estuve a punto de
estrangular al techador, un resplandor rojo y cálido detrás de mis párpados
cerrados…
—¡Atención… tres minutos!
Nos soltamos simultáneamente, fue el final de mi primer asalto. Si
ninguno de los dos participantes cede, el combate termina a los tres minutos.
En la lucha de brazos se considera vencedor al que gana dos asaltos de un
total de tres. Ni siquiera hace falta empujar el brazo del oponente contra el
tablero; basta con que la mano sobresalga un milímetro por encima de la suya
para apuntarse el tanto. El primer enfrentamiento entre Hennie Oosterloo y
yo había finalizado en empate, así lo veía yo, pero noté que Joe había
esperado más de mí, aunque trataba de fingir que no pasaba nada.
—¿Qué me dices? —me preguntó—.
¿Seguimos? Asentí.
—¿Y tú Hennie?
Hennie agarró el asidero y plantó el codo sobre la mesa. Sacudí el brazo
para ahuyentar el cansancio y volví a ocupar mi posición. Esa vez renuncié
deliberadamente a la postura estratégica y cerré los ojos. Tenía la sensación
de que el mero hecho de ver al adversario me quitaba fuerza. Ataqué de lleno
poniendo en práctica el golpe de fuego y piedra, empleando toda la fuerza de
la que era capaz. La potente descarga de energía hizo temblar mi brazo y mi
hombro, el resplandor se extendía detrás de mis párpados como la tinta en el
agua. De mi fuero interno brotó un ruido ahogado y desolador. Sonó a Katsu
Totsu! y, cuando abrí los ojos, el torso de Hennie formaba un ángulo extraño.
Mi mano empujaba la suya contra el tablero. Desde esa posición torcida y
derrotada me miró imperturbable con sus inexpresivos ojos aguados.
—¡Impresionante! —dijo Joe.
Nada más soltar a mi contrincante, su torso recuperó la posición inicial.
Acababa de poner término a mi segundo asalto. Había batido a un hombre
que pesaba al menos cuarenta kilos más que yo. Joe me dio palmadas en los
hombros de pura alegría.
—¡Increíble, tío! ¡Fenomenal, de verdad!
Me eché a reír y Hennie se rió conmigo, sin saber por qué. La nube de
plomo que se cernía sobre mi pequeña casa desde la tragedia de las briquetas
dejó paso a la luz y al aire.
No logré ganar el tercer asalto, embriagado como estaba por la
abrumadora victoria alcanzada en el segundo. En las siguientes semanas, los
combates se sucederían. Hennie recibía algo de dinero a cambio y yo me iba

Página 174
familiarizando con tácticas tan imprescindibles como la de conocer la
desintegración o la de soltar las cuatro manos, mientras me adentraba en un
apartado que, a poco que reflexionaras sobre él, desataba un torrente de
adrenalina: aplastar.

Se anunciaba el otoño, el torneo estaba a la vuelta de la esquina, unas veces


me sentía invencible, otras pensaba que jamás deberíamos habernos metido
en esa historia. A finales de octubre nos fuimos a Lieja en el coche de Joe. En
la salida de Lomark vi a los mensajeros del futuro. En uno de los prados que
bordeaban la carretera general había unos hombres con chaleco reflectante de
color naranja: agrimensores. Joe redujo la velocidad. Después de
intercambiar algunos gritos, porque se hallaban a cierta distancia los unos de
los otros, volvieron a inclinar la cabeza hacia su teodolito. La tierra se
encontraba dividida por líneas invisibles, en algún lugar descansaba un mapa
en el que se jalonaba nuestro porvenir, como un patrón en una revista de
modas.
—Es imparable —observó Joe—. Desde que tengo coche, lo comprendo
mejor. Incluso creo que alguien sin coche no puede llegar a comprenderlo. El
país ha entrado en una vorágine que no hace más que crecer, como una
carreta que baja una cuesta a una velocidad cada vez mayor. Avanzar o
morir, ésa es la idea. El cáncer de las autopistas, los barrios periféricos y los
polígonos industriales lo invade todo. Este país sólo puede cambiar tan
deprisa porque apenas medita sobre sí mismo o porque piensa mal de sí
mismo. Por eso aspira a parecerse lo antes posible a algo que pueda parecerse
a todo. Un alma como una moneda, folclore en una cara y oportunismo en la
otra. El gallo de Lomark es una muestra de ese folclore, sentirse orgulloso de
un pasado ficticio, y el oportunismo se manifiesta con claridad en el ansia
con que nuestros vecinos aceptan la nueva autopista, deseosos de sacarle
algún beneficio. Nadie se opone a ella, excepto la pandilla de Potijk, pero, en
cierta manera, ésos también son folclore. Lomark es un caso perdido. Es
realmente desesperante.
Era la primera vez que le oía hablar así, como alguien de fuera. Por
supuesto que yo detestaba tanto como él que ese gallo viejo y escuálido
presidiera el escudo de Lomark. Era el molde con el que se daba forma a los
oriundos, predestinándolos a la debilidad y al cacareo. Sabíamos muy bien
que el gallo había cantado de miedo, y no de valentía, cuando llegaron los
vikingos. Aun así me desconcertaba que Joe adoptase una postura tan
distante al hablar del pueblo, como si hubiera dejado de compartir conmigo
el
Página 175
sentimiento de pertenecer irremediablemente a él y la complicidad de reírnos
de buena gana de su ignorancia, y de repente lo criticase desde fuera mientras
yo todavía me encontraba dentro. Eso podría significar que dentro de poco
también me miraría a mí con esos ojos… ¿Cuánto tardaría en tacharme de
caso perdido originado en el barro del río? ¿Por qué se comportaba de pronto
como un forastero mientras que yo siempre le había defendido con el
pensamiento cuando los de Lomark hablaban con desdén de «los
importados», refiriéndose, entre otros, a él y su familia? Al hacer de la
condición de foráneo su bandera, confirmaba esa mentalidad de «sangre y
tierra» que tanto me repugnaba: los del lugar siempre considerarán a los
nuevos como forasteros, sentirán desconfianza y se mofarán de ellos en
silencio. ¿No se daba cuenta de que se trataba de una construcción muy frágil
y de que, con su actitud, hacía peligrar el equilibrio? Su familia y él traían
aires nuevos, un punto de partida para terminar con el resentimiento
inmemorial y una historia vergonzosa. Ahora bien, si mantenía una actitud de
superioridad, los del pueblo acabarían teniendo razón. ¿Cómo podría
explicárselo?
Entramos en la autopista, miré fijamente por la ventanilla. Antes solía
recorrer ese trayecto con mi madre para ir a la consulta del doctor Meerman.
Recordaba sobre todo la temperatura de los objetos metálicos con los que el
médico me golpeaba y palpaba, como si los hubiera guardado especialmente
para mí en la nevera. Del camino de regreso había retenido la imagen del
temible optimismo con el que mi madre me transmitía las palabras de
Meerman: había que perseverar, no perder el ánimo, hacer mucho ejercicio,
no darle vueltas… Hasta que me entraban ganas de dejarme caer del coche en
marcha.
Joe probó algunas emisoras presintonizadas, pero no encontró nada que le
gustara, lo cual no era grave, porque el zumbido del motor me resultaba igual
de agradable que la radio. Esperaba con impaciencia el final del día. Quería
que el torneo pasara rápido para conocer mi rango en la jerarquía. Joe había
impreso una lista de los cuarenta luchadores más fuertes de la categoría de
los pesos ligeros (una maraña de nombres, años de nacimiento y kilos), pero
los que realmente importaban eran los diez primeros y, de entre ellos, el
número uno. Me acuerdo con absoluta precisión del momento en que oí su
nombre por primera vez. Joe clavó su dedo en la lista como si señalara un
blanco enemigo en un mapa militar.
—Islam Mansur —dijo—. Ése es nuestro hombre, el rey indiscutible de
la lucha de brazos. Sólo mide un metro setenta y siete, pero es un
monstruo.

Página 176
¿Qué opina Frans el Brazo? ¿Le interesa conocerle, aunque sólo sea como
modelo a seguir?
Nos reímos aliviados: había sido una broma. ¿Cómo íbamos a pasar de
Hennie Oosterloo a Big King Mansur? Me moría por verle en acción, Islam
Mansur, el libio que derrotaba con facilidad hasta a los pesos pesados.
Durante la fase de entrenamiento, Joe me proporcionaba con cierta
regularidad información sobre él: al parecer, nació en una tienda de campaña
en el Sáhara, pero se desconocían el día y el año exactos. Descubrió la lucha
de brazos en la Legión Extranjera, cuando estuvo acampado en Yibuti. En los
bares podía llegar a ganar a cuatro hombres a la vez. Abandonó la Legión
después de cumplir con las obligaciones de dos contratos, se instaló en
Europa y se dedicó al culturismo. Practicaba la lucha de brazos en su tiempo
libre y, a lo tonto, se convirtió en campeón del mundo. Mansur era venerado
como un héroe en su país natal, pero vivía en las afueras de Marsella. Me
emocionaba con sólo escuchar su nombre. Por supuesto, lo asociaba con
Musashi; Islam Mansur era el santo del brazo y, al igual que el santo de la
espada, no había perdido ni un solo combate.
Paramos en una estación de servicio de Shell. El Oldsmobile consumía
ingentes cantidades de combustible, por lo que en adelante nos tocaría hacer
un alto en muchas estaciones. Vi por el espejo lateral cómo Joe introducía la
manguera en el depósito y giraba la cabeza para controlar las cifras que iban
pasando en la pantalla del surtidor. Al rato asomó la cabeza por mi
ventanilla.
—¿Quieres beber algo, Fransje? ¿Te compro unas barritas de chocolate o
cualquier otra cosa?
Le seguí con la mirada mientras se dirigía a la tienda. De nuevo se
apoderó de mí esa falsa melancolía que últimamente me asaltaba de vez en
cuando, un estado de ánimo lloroso, como si hubiera sucedido algo grave.
Ahí, parado en la gasolinera, me bastaba observar que Joe llevaba los
vaqueros un poco caídos para que se me saltaran las lágrimas. Su pantalón
pesaba demasiado por definición, llevaba tantas cosas en los bolsillos que se
le caía siempre, pero en ese instante concreto, cuando se abrían las puertas
correderas y se movía entre los botes de líquido limpiaparabrisas y las flores
frescas, no pude contener la emoción. El fenómeno estaba relacionado con la
estrategia de la petrificación. Curiosamente, desde que me esforzaba por
agrandar la distancia entre mi persona y el asunto PJ, el número de
momentos-emoción había aumentado. A veces sentía determinadas cosas
como si ya no existieran, y entonces me ponía así. El resto del tiempo era una
piedra. O trataba de serlo. Lo cual me costaba mucho trabajo.

Página 177
Joe volvió y se metió en el coche.
—Si tienes que mear, me lo dices, ¿de acuerdo?
El perezoso motor del Oldsmobile generaba profundas vibraciones que
subían por la rabadilla. No aminoramos la marcha hasta Maastricht, donde,
por alguna razón estúpida, habían plantado un semáforo en medio de la
autopista. Después leí en los postes indicadores que sólo quedaban veintisiete
kilómetros para llegar a Lieja. No paraba de mover el pie.
—¿Tienes que ir al baño?
Negué con la cabeza. Joe permaneció un rato callado.
—No es más que un juego —dijo al fin—. Un simple juego. Me doy por
satisfecho con que luego nos quede una buena historia para contar.
Nos miramos y sonreímos como dos ancianos que comparten el mismo
recuerdo. Me preguntaba qué se entendería por una «buena historia». Seguro
que perder clamorosamente en Lieja no entraba en la definición. Había algo
más en liza. Tenía que ver con la confianza en sí mismo, con la capacidad de
dar cuerpo a nuestra idea, con la posibilidad de comprobar si éramos esclavos
o amos, e incluso con «la lucha por la supervivencia, el descubrimiento del
sentido de la vida y de la muerte, el conocimiento del sendero de la espada»,
como dice Kensei.
Entramos en Lieja. Mi pie se movía frenéticamente. Joe preguntó varias
veces por el camino con su francés de pacotilla. A medida que nos
acercábamos a nuestro destino mis extremidades caían presas de una terrible
contracción nerviosa. Lo íbamos a hacer de verdad, daba igual cuántas
derrotas sumara esa tarde, lo importante era que me sentaría en una mesa de
metal y me mediría con hombres a los que no había visto en la vida. Joe
repitió las últimas indicaciones que le habían facilitado y condujo su coche
—conocido como «el féretro móvil de Speedboat» por la gran mayoría de los
habitantes de Lomark— a través de las calles oscuras. Nos equivocamos. En
su intento por no perder la calma, Joe farfulló: «Tres veces a la izquierda
también es a la derecha». Al parecer, estaba tan nervioso como yo. Bueno,
quizá un poco menos, pero no cabía duda de que estaba inquieto. Había
apostado fuerte.
Faltaba todavía una hora para que comenzara el torneo cuando por fin
localizamos el café Metropole, con sala para billar, dardos, baile y lucha de
brazos. Tardamos en encontrar una plaza de aparcamiento en la que cupiese
el Oldsmobile. En torno al bar se veían placas de matrícula de Francia,
Alemania e Inglaterra. Mi brazo izquierdo estaba rígido como un bastón, el

Página 178
derecho subía y bajaba descontroladamente, daba la impresión de que
saludaba una y otra vez al estilo de Hitler.
Joe me llevó al otro lado de la calle, me subió a la acera y me empujó a
través de la puerta. Fuimos a dar a un pasillo estrecho, con una escalera al
frente y, a la derecha, la entrada al bar. Detrás de la barra un individuo
bigotudo estaba sacando brillo al espejo de fondo. Joe le preguntó por el
torneo y el hombre señaló el piso de arriba. Me levanté de mi carrito como
pude y afronté el ascenso de la escalera. Tiré de mi cuerpo con todas mis
fuerzas, avanzando peldaño a peldaño. Joe plegó mi silla y subió detrás. Una
vez arriba, el sudor corría por mi espalda, mis poros soltaban el veneno de la
cerveza y el tabaco. Por el hueco de la escalera llegaba un olor a puros y
moqueta vieja.
Nos hallábamos en un rellano escasamente iluminado, con paredes
revestidas de madera. Al fondo se abrió una puerta por la que salía un aluvión
de ruidos. Tintineo de vasos, voces fuertes y el corrimiento de objetos
pesados sobre un suelo entarimado.
La sala tenía poca altura, había decenas de sillas desordenadas y cien
personas por lo menos. Debajo del techo flotaban nubes de humo. Vi tipos
tatuados en camisetas de malla y ajustadas camisetillas sin mangas que
parecían auténticas bolas de músculos. En el centro se erigía el altar de aquel
culto marginal: la mesa metálica con los agarraderos verticales. Joe fue en
busca de los organizadores para inscribirnos. Me aferré al apoyabrazos de mi
silla de ruedas para mitigar las violentas sacudidas que zarandeaban mi
cuerpo. ¡Qué bien me vendría una cerveza y un cigarrillo…! No recordaba
haber llegado ahí por voluntad propia. Cuando Joe volvió, le hice señas de
que me diera tabaco. Encendió un cigarrillo y me lo colocó entre los labios.
—Sistema KO —dijo visiblemente tenso—. El que pierde se queda fuera.
Empiezan por los pesos ligeros, luego van las moles. Justo antes de iniciar el
combate se realizan apuestas. A la voz de Ready? Go! te lanzas, ¿entendido?
¿Cómo te encuentras?
Dije que bien con un movimiento de la cabeza.
—Tu primer contrincante se llama… aquí está, Gaston Bravo. Según he
oído por ahí, es de Lieja. El público estará de su parte, pero que eso no te
distraiga. Yo te ayudaré a sentarte en el taburete, tú sólo has de concentrarte
en ese primer asalto. Katsu Totsu!, ¿de acuerdo?
Retiró el cigarrillo de mis labios y sacudió la ceniza. Los camareros
corrían de un lado a otro de la sala con sus bandejas, todo el mundo se
esforzaba por hablar más alto que los demás para hacerse entender, tenía la

Página 179
impresión de estar en una feria. Cuando estaba a punto de comenzar el primer
combate, el bullicio fue en aumento, dos hombres se separaron del público y
se sentaron en la mesa de competición. La gente apostaba con ganas. Los
árbitros ocuparon sus puestos a ambos lados del tablero y al Ready? Go! se
inició la lucha. La sala resultó demasiado pequeña para tanto tumulto, se
armó un ruido infernal. Uno de los dos participantes era culturista, el otro un
fornido campesino de aspecto sano y rostro tostado por el sol. Me llenó de
alegría que ese último saliera vencedor del primer pulso. Parecía ser el menos
fuerte de los dos y, dadas mis propias circunstancias, tenía mucho interés en
que las apariencias pudieran engañar.
La facilidad con que le había ganado su rival despertó en el culturista una
rabia ciega, similar a la que se adueñaba de Dirk cuando le fastidiaban. El
segundo asalto fue más largo, pero también lo ganó el campesino, que pasó a
la siguiente ronda. El perdedor abandonó la sala en compañía de una chica
esbelta y guapa a la que empujaba con rudeza.
Faltaban otros cinco combates para que llegara mi turno. Ante mis ojos
desfilaron palurdos de mucho cuidado con cara de patata que, a juzgar por
sus modales, se habían abierto paso hasta la mesa de competición a base de
hostigar a sus compañeros en el patio del colegio. Tenían pinta de pasarse la
vida oprimiendo a los demás, algo que, por otra parte, encontraba su
expresión gráfica en la lucha de brazos. Los perdedores se veían obligados a
suspender sus bravuconadas, pero no por mucho tiempo; dentro de nada
achacarían su derrota a su mala condición física, las trampas del adversario y
la ceguera del árbitro para sanar su orgullo herido. Y sus esposas e hijos se
conformarían con esa versión sesgada para evitar males mayores.
Bueno, puede que no todos fueran tan terribles, pero al menos la mitad sí
lo era. Con gran satisfacción, vi sucumbir a unos cuantos de ellos.
—¿Estás preparado? —me preguntó Joe en un momento dado.
Sí, a eso habíamos venido, por un instante barajé la posibilidad de
renunciar directamente o dejarme vencer sin oponer resistencia. Joe empujó
mi carrito hasta la mesa de metal. El alboroto amainó, percibimos la duda de
los espectadores, ¿quién de nosotros dos iba a sentarse? Si el luchador era
Joe,
¿qué hacía yo ahí? Al levantarme de mi carro y apoyar la mano en el
taburete, se produjo un murmullo que aún se intensificó cuando Joe me
ayudó a tomar asiento.
—Mesdames et messieurs! —gritó el presentador a todo pulmón—.
François le Bras!

Página 180
¿François le Bras? ¿Era yo? Al parecer, sí, porque al otro lo anunciaron
como Gaston Bravo. Miré a Joe, que se reía. Una pequeña broma. Faltaba mi
adversario. Lo descubrí entre la primera fila del público. Supe que era él
porque los otros hombres le empujaban, animándole a salir.
—Allez, Gaston!
Me hice una rápida composición de lugar: hijo de inmigrantes, demasiado
joven como para haber trabajado en las minas, debía de desempeñar otro
empleo poco cualificado (más tarde me enteré de que trabajaba en la cadena
de montaje de una fábrica de armas de Lieja). Era lo que podría llamarse un
«chico apuesto» (cabello negro engominado y grandes ojos sentimentales).
Uno de los árbitros se acercó a preguntarle por qué no acudía a la mesa.
Bravo me señaló a mí con grandes aspavientos. Comprendí: no quería
enfrentarse a alguien en silla de ruedas, como los futbolistas se niegan a jugar
contra un equipo femenino. Busqué los ojos de Joe, me dio a entender que
me lo tomara con calma, la confusión nos beneficiaba a nosotros. Tras mucho
insistir, Bravo se dirigió a la mesa. Se sentó sin mirarme y colocó el codo
dentro del box. Yo hice lo mismo y le cogí la mano. Una mano asustada. Me
invadió una profunda decepción: frente a mí se hallaba un individuo que no
se tomaba en serio el juego por culpa de su adversario. Era doloroso y
humillante. Había contado con cualquier contratiempo, menos con ése.
Reprimí la tentación de buscar apoyo en Joe, me las tenía que arreglar yo
solo.
—Ready? Go!
Ataqué con fuerza para vengar la ofensa. Mi rival iba ya camino de la
derrota cuando, de pronto, despertó y se apresuró a ofrecer resistencia, pero
su reacción llegó tarde: 1-0. El público enloqueció, todos habían apostado su
dinero a Bravo, le exhortaban con el fervor de los corredores de bolsa. Estaba
claro que Gaston Bravo afrontaría el segundo asalto de forma radicalmente
distinta.
—Ready? Go!
Fue directo a por mí, situó la mano por encima de la mía, sí señor, tenía
unos músculos impresionantes y un torso bien formado que empleó a fondo
en el asalto, forzándome a ceder unos diez grados, pero de ahí no pasó. Sin
enfadarme lo más mínimo ni dar ninguna muestra de vacilación, le empujé
despacio contra el frío tablero. Durante unos segundos que a él debieron de
parecerle una eternidad, mantuve mi mano sobre la suya hasta que, por fin, le
solté. François le Bras - Chico Apuesto: 2-0. Mi primera victoria oficial,
pero no sentí ninguna alegría. Gaston Bravo no me había mirado ni una sola
vez a

Página 181
la cara, no me veía como un hombre sino como un engendro. Le había
vencido con la fuerza del odio. Creo que a él le daba igual, me consideraba
fuera de concurso por naturaleza.
—François le Bras! —exclamó Joe—. ¡Eres un héroe! ¡El otro no tenía
ninguna posibilidad! ¿Qué te pasa ahora?
Aparté los ojos, una mirada cargada de rabia y frustración. Joe cogió aire.
—Francamente, no has comprendido nada. Ganas a la primera y te
decepciona la forma en que lo has conseguido… Fransje, escúchame bien, la
única razón por la que estamos aquí es porque estás en una silla de ruedas,
¿entendido? Sin tu carrito no habrías tenido el brazo que tienes, lo uno es
consecuencia de lo otro, lo sabes de sobra. Por eso no debes alterarte cuando
llega un estúpido que te lo recuerda a su manera, es decir, dando prueba de
una descomunal estupidez. ¡Piensa en la estrategia! ¡Para cuando ellos se
acostumbran a la idea de tener delante a un chico en una silla de ruedas, tú ya
has ganado el primer combate! Acabas de enviar a casa al cachas del
gimnasio. ¿Lo captas ahora?
Las palabras de Joe me arrancaron una leve sonrisa. Quizá debía aceptar
que en el mundo de la lucha de brazos me tomaran por un bicho raro. Quizá
había de hacer de eso mi fuerza. Era un mal trago, pero tenía que seguir
adelante. Me vino a la mente una cita de Go Rin No Sho: «Hoy es la victoria
sobre tu yo de ayer y mañana será la victoria sobre tu yo de hoy». ¿Cuándo
alcanzaría a comprender esas palabras de verdad y dejaría de jugar con ellas
sólo porque me causaran una honda impresión?
—¿Te traigo una cerveza? —me preguntó Joe al notar que mi brazo
comenzaba a temblar de nuevo.
Sí, me apetecía un trago; y entonces volví a sentir esa amistad insondable.

Mi rival del siguiente combate era el campesino al que había visto actuar
antes. Poseía otro tipo de fuerza que Hennie Oosterloo o Gaston Bravo: más
fibrosa, como si pudiera ejercerla durante horas sin cansarse, como un animal
de carga. Pero no le bastó con eso (su derrota me produjo satisfacción
mezclada con dolor, porque me parecía un tipo simpático). Le aplasté en
menos de un minuto. Sonrió un poco, se movió en el taburete hasta que
encontró la postura adecuada y puso el brazo sobre la mesa para el segundo
asalto. Nada más empezar, conseguí de nuevo tomar la iniciativa.
«Debes aprender a aplastar al adversario con
rapidez». De nuevo rompí su resistencia.

Página 182
«Es fundamental que quede aplastado
definitivamente». Mi oponente se hallaba ya muy cerca
de la derrota.
«Lo más importante es impedir que se recupere».
Así es como Musashi define la táctica del aplastamiento: «Si no acabas
con el adversario, puede volver a levantarse».
El campesino quedó aplastado, pero no mostró la menor decepción. Se
puso de pie, rodeó la mesa y me cogió la mano para felicitarme. Llevaba su
derrota como un santo y, a través del apretón de manos, parecía perdonarme
que le hubiera aplastado.
—¡Ostras! —dijo Joe—. Estamos en las semifinales. ¿Te das cuenta?
Quince minutos después me daba sobre todo cuenta de una cosa: que mi
siguiente contrincante era un valón al que había visto ganar antes, el hombre
que lucía al menos un anillo de oro en cada uno de sus dedos aceitosos,
incluidos los dos pulgares. Se los quitaba antes de cada pulso y se los volvía
a poner en cuanto terminaba. En su boca brillaba un diente de oro. Daba la
impresión de estar hecho íntegramente de hollín y aceite de motor. Resultaba
difícil calcular su fuerza.
Reaccionamos al unísono al Go! del árbitro. Pasado medio minuto tuve la
casi total certeza de que aplicábamos la misma estrategia. Dejé que tomara la
iniciativa, no tenía prisa. Sólo tiene prisa quien teme perder. Durante todo ese
tiempo, la mole de hollín y aceite me miraba con sus ojos entornados. No
cabía duda de que se aproximaba a la postura estratégica de una forma
natural, porque me costaba creer que se dedicara a estudiar las técnicas
japonesas. Si bien no relajaba en ningún momento la tensión en su parte del
ángulo formado por nuestros brazos, me daba la sensación de que se
contenía. Se guardaba algo en la manga y lo emplearía contra mí a la primera
oportunidad. Ya me llevaba ventaja, porque su mano se hallaba por encima
de la mía. Tenía que empezar a tratar de invertir esa situación.
Cerré los ojos e incliné la cabeza, enseguida noté el benéfico efecto del
resplandor, ese instrumento invisible capaz de generar un aumento explosivo
de la fuerza. Logré restablecer el equilibrio. Debí haberme dado cuenta de
que mi rival cedía con demasiada facilidad, porque en el mismo instante en el
que recobramos la posición inicial, atacó. Había esperado a que yo entrase en
acción para aplicar de forma magistral el Tai Tai No Sen, «la táctica de
acompañar al adversario adelantándose a él». Cuando abrí los ojos, me
encontré con una fulgurante sonrisa dorada y un brazo impotente caído a un
lado.

Página 183
«Tengo que mantener la calma —me dije a mí mismo—. Aún no hay
nada perdido». Aspiré aire; inhalar, exhalar. Me hallaba frente a un
contrincante contra el que debía luchar como una roca. En el segundo
combate, resistí el primer asalto. Mi rival ejercía mucha más fuerza que
antes, porque se sentía seguro. En cierto modo había pasado a ocupar el papel
que yo había desempeñado en el enfrentamiento anterior, así que podía
adivinar lo que iba a hacer. Cuando alcé la mirada, vi que mantenía los ojos
cerrados de la fuerza que empleaba. ¡Era, en efecto, un calco a la inversa del
primer combate!
Antes de seguir, debo explicar que, al practicar la lucha de brazos, se
percibe una tensión muscular siempre cambiante, desde casi inexistente hasta
muy fuerte. Hay que fijarse bien en esas diferencias de presión, causan la
misma sensación que el viento, cuando amaina o arrecia. Musashi nos anima
a hacer cambiar de postura al adversario para así poder sacar provecho de su
ritmo desacompasado.
Era un placer comprobar cómo iba creciendo la fuerza de la mole de
hollín y aceite, el tipo estaba empeñado en derrotarme a toda prisa. En el
punto máximo de su explosión de fuerza cedí un ápice, unos pocos grados, lo
justo para introducir una pequeña modificación en su postura, y entonces
llegó el único momento oportuno: con toda la fuerza de la que era capaz le
arrojé de un solo empujón al otro lado de la vertical. Mi adversario suspiró
disgustado, pero ya no había nada que hacer, su mano aterrizó en el tablero
con un golpe seco.
De la sala emergieron bramidos de indignación, por el rabillo del ojo vi
cómo Joe se dejaba caer aliviado en su silla. La mole de hollín y aceite lanzó
una mueca forzada a sus seguidores, una panda de macarras aficionados a las
cadenas de oro que proferían unos ruidos propios de quienes arrean el
ganado. Nos preparamos para el tercer pulso, que sería el decisivo. Mientras
contemplaba a mi oponente desde una especie de lejanía interior, descubrí
algo que no había visto en mis adversarios anteriores: humillación. Se
manifestaba en torno a la nariz y la boca, leves contracciones musculares que
apuntaban a un ego ofendido. Ahí supe que mi contrincante iría hasta el
límite, demostraría a sus colegas que el enfrentamiento anterior había sido un
burdo error y borraría la derrota de la mesa con un espectacular asalto.
Entonces hice algo que le desconcertó, llevé la boca a la parte superior de
mi brazo, agarré la manga de mi camiseta con los dientes y tiré de ella. Le
pegué cuatro mordiscos para subirla por encima del bíceps. Después coloqué
el codo en el box. Los músculos faciales de mi adversario se contraían con
mayor intensidad, ya no quedaba nada del aplomo que había derrochado en el

Página 184
primer combate. Aquello no había sido más que una cáscara exterior, sin luz
interior. Ante mí se exhibía un claro ejemplo de lo que Kensei entendía por
desintegración. En las dos últimas semanas antes de su muerte, anotó que
todo puede desintegrarse. «Las casas, los cuerpos y los enemigos se
desmoronan cuando su ritmo se ve alterado». Recomienda que, al primer
síntoma de desintegración, se aproveche cualquier ocasión para perseguir al
adversario. «Centra tu atención en el desmoronamiento del enemigo, acósale
y atácale para impedir que vuelva a levantarse». Y como coletilla:
«Persíguele con toda tu fuerza. Debes aplastar al enemigo con rotundidad de
modo que no pueda volver a ocupar su posición».
Gracias, Kensei.
Atacamos simultáneamente. Mi oponente echó la cabeza a un lado
mientras su torso se movía hacia delante con brusquedad. Era la acometida de
un toro. Cerré los ojos, el resplandor me invadió como un mar oscuro,
invitándome a disfrutar de sus beneficios. Sabía que era la rabia que ya
llevaba dentro mi antepasado Hend Hermans antes de que le mataran con una
barra de hierro. Un rasgo de familia, como ser pelirrojo o tener los dedos
cortos. En Dirk y en mí había alcanzado su máximo esplendor.
Comencé a mover el brazo, hacia atrás y hacia delante, de la misma
manera que se mueve un carro pesado al empujarlo por encima de un
reborde, hacia atrás y hacia delante, Katsu Totsu!, hacia atrás y hacia delante.
Nos balanceábamos a un lado y otro de la vertical como un álamo al viento,
jugué con mi oponente hasta que obtuve suficiente margen para asestarle el
golpe definitivo, cayó al grito de Katsu! Daba la impresión de que se rompía.
Cuando le solté, casi acabo en el suelo.
Joe se levantó de un salto de su silla y me dio un fuerte abrazo. Fue el
primer momento en todo el día en que noté una placentera embriaguez.
Había probado la sangre y quería más.
Era consciente de haber alcanzado el éxtasis que formaba el núcleo de la
existencia humana: la lucha y el triunfo.
Joe sólo repetía «¡Genial, realmente genial!», sin dejar de sacudir la
cabeza, y yo flotaba ligero y cálido bajo el techo. Habíamos llegado a la final,
los dos mejores…
—Toma, campeón, otra cerveza —dijo Joe—. Estás temblando como
nunca.
Por primera vez escuché a una persona apostar por mí. El dinero pasó con
rapidez de una mano a otra, alguien observó que era una elección idiota, le
parecía imposible que yo pudiera ganarle al otro finalista, Mehmet Koç, un

Página 185
luchador de pura raza. Ya le había visto en acción contra un levantador de
pesas negro de Portsmouth, y me había asustado un poco. Koç era un
luchador turco con mucho pelo en el pecho, tanto que parecía crecer hacia
arriba como una barba invertida.
—¿Cómo lo ves? —me preguntó Joe en tono bajo pero
insistente. Fruncí los labios en señal de que no las tenía todas
conmigo.
El presentador nos anunció a Koç y a mí, oí voces de desaprobación y de
aliento. Por mucho que los expertos coincidieran en que yo no tenía la más
mínima posibilidad de ganar, en los combates anteriores me había granjeado
una simpatía ambigua.
Sobre lo que sucedió después puedo, o mejor dicho, quiero ser breve: el
gigante turco me anuló dos veces. Los expertos por fin acertaron, después de
haberse equivocado de lleno hasta entonces. Contra Mehmet Koç cualquier
estrategia se quedaba corta. Simplemente era demasiado fuerte. Mi
resistencia se parecía a la de un inflador de bicicleta. Hasta sentí cierta
exaltación al ser aplastado con tal contundencia por el turco, su fuerza poseía
el vigor y la belleza de una ola que te envuelve y te deja sin aliento dando
tumbos por el agua.
Conclusión: tenía que hacerme más fuerte. Entrenar ininterrumpidamente.
No debilitarme. ¡Pero, de momento, ya había conseguido mi primer segundo
premio! Después de cambiar los francos belgas en la frontera, Joe repartió el
botín con una amplia sonrisa de crupier de casino. Cinco mil florines a
dividir entre los dos: jamás había tenido tanto dinero.

Página 186
Cuando llegamos a casa, mi pequeña fábrica de briquetas se había
desvanecido, ni rastro, sólo quedaban las manchas oscuras que la lavadora y
la prensa habían dejado en las baldosas al ser retiradas. También habían
desaparecido de las paredes de mi casita las estanterías para el secado, todo
fuera. Sin una sola palabra. Vale, estupendo. Corramos un tupido velo.
El punzante dolor que sentía en el antebrazo el día siguiente al torneo
eran agujetas que se me irían al poco tiempo. Más grave y más duradera era
la inflamación del tendón del bíceps. Estaba enclaustrado en casa, incapaz de
moverme. Cualquier esfuerzo, por pequeño que fuese, me provocaba unos
pinchazos comparables a las paralizantes punzadas de dolor que a los
adolescentes les provoca el crecimiento.
—No puede ser bueno —me reprochó mi madre—. Mira cómo estás.
Para mayor preocupación suya, le acerqué por encima de la mesa diez
billetes de cien.
—¿A qué viene esto? —preguntó con severidad—. No necesito tu dinero,
eres mi hijo, nunca…
Di un puñetazo en la mesa y escribí: «ACÉPTALO. SI NO ES NADA».
—¡Mil florines! ¡Cómo que no es nada! Lo ingresaré en tu libreta de
ahorros para que no lo gastes en Dios sabe qué cosas.
«MAMÁ, ES PARA TI. QUIERO DÁRTELO».
Se me quedó mirando un buen rato, le respondí con una mirada entre
suplicante y enojada. Entonces asintió, dobló los billetes uno a uno por la
mitad, y dijo que esperaba que no fuese «dinero sucio». Finalmente, los
guardó en el bolsillo de su delantal.
Joe aprovechó la pausa del mediodía para venir a verme. Me dio un
masaje en el brazo y lo untó con bálsamo de tigre. Luego se puso a liar
cigarrillos y, después de dejar un buen cargamento en mi bote de mostaza,
regresó al trabajo.

Página 187
El sol y las nubes se alternaban nerviosamente, en el interior de mi casa la
luz y la oscuridad se sucedían sin orden ni concierto, un fenómeno que ya de
niño me entristecía. A las cinco y cuarto, Joe volvió a aparecer.
—¡Madre mía, qué ambiente! ¡Ni que esto fuera un cementerio! ¿Ya has
salido a la calle hoy?
Poco después me empujaba por el dique. El cielo se veía tan gris como
los tejados, los nubarrones expulsaban la luz de las riberas del río. En el
horizonte todavía se atisbaba una pálida raya luminosa. Una bandada de
estorninos buscaba dónde refugiarse, las gaviotas se peleaban mientras
sobrevolaban los campos sombríos y, a lo lejos, las cortinas de lluvia regaban
la inmensa mancha gris. La perspectiva de tener que afrontar otro invierno
me deprimía.
Doce días más tarde pude por fin volver a entrenar un poco. Lo viví como
una liberación; el uso intensivo de mis músculos se había convertido en
instrumento imprescindible para combatir la oscuridad interior. Las pesas, los
encuentros con el imperturbable Hennie Oosterloo, el torneo de Lieja… Todo
eso había despertado en mí al hombre de acción. Al ejercitar mi aparato
motor hasta la extenuación, conseguía que las endorfinas liberadas en el
proceso relajaran mi mente. Ésa fue la primera lección que extraje de la lucha
de brazos. En segundo lugar, descubrí que en mí se ocultaba una ambición
ardiente. No tenía nada que ver con la filosofía de Kensei, sino con la rabia y
la sed de sangre. Comprendí por qué algunos deportes no son otra cosa que
matanzas o asesinatos simbólicos.
Me estrujé la cabeza sobre cómo podría llegar a derrotar a colosos de la
talla de Mehmet Koç. En cierto modo, era lo mismo que pretender eliminar
un monte con un recogedor y una escobilla.
Sólo se me ocurría una solución: recurrir a la jeringuilla. Se lo había
propuesto a Joe, pero no era partidario de incorporar remedios tan drásticos al
régimen de entrenamiento. «Si después de unos pocos meses de preparación
eres capaz de hacer lo que has hecho en Lieja, aún te queda mucho margen
de mejora». En cambio, sí decidimos aumentar la cantidad de suplementos
proteínicos y el número de ejercicios musculares. Además, Joe me regaló un
bote de creatina, una polémica sustancia a base de tejido animal para
fortalecer los músculos. «Un regalo de cumpleaños adelantado», dijo.
Dicen que hacer mucho deporte aumenta el nivel de testosterona. No sé si
ésa fue la razón por la que en aquellos tiempos soñaba tanto con PJ, sueños
indecorosos en los que no había penetración. ¿Se puede soñar con el coito sin
haberlo probado en la realidad? Recuerdo escenas violentas y agotadoras en
las que me enfrentaba a otros hombres antes de reunirme con ella. Sus manos

Página 188
me producían unos sentimientos tan eufóricos que estaba seguro de que no
existían en la vida real. PJ giraba su cuerpo (borroso) de tal modo que yo no
acertaba a verle el pubis. Ése no era sino un truco de mi mente onírica para
camuflar mis deficientes conocimientos anatómicos.
Sin embargo, la verdadera peculiaridad de aquellos sueños era otra:
caminaba erguido, corría y saltaba. Y cuando estaba con PJ, lucía un cuerpo
sano.

Un buen día, Joe me contó que PJ se hallaba en casa de sus padres y que «no
se encontraba muy bien». «No muy bien» significaba: apaleada por el Amigo
Escritor. En un arrebato de rabia psicótica, el tipo había destrozado la casa, el
jardín y la cocina y, de paso, le había asestado una paliza a su amada. PJ
llevaba ya unos cuantos días en Lomark, pero no salía de casa. Descubrí una
inquietante relación entre la violencia de mis sueños y la del Amigo Escritor
al que se le escapaba la mano con demasiada facilidad.
Joe y yo fuimos a la floristería Acacia en la Breedstraat y mandamos
componer un ramo de flores rojas y blancas para que lo enviasen a la Casa
Blanca.
—Para esta época van mejor los tonos otoñales —dijo el imbécil del
vendedor.
Ignoramos el comentario.
—¿Quieren adjuntar una
tarjeta? Joe me miró.
—Aquí el escritor eres tú.
El vendedor me entregó una tarjetita plegada en dos y provista de un
pequeño agujero. Escribí:
ESTAMOS EN CASA.
TUS AMIGOS
JOE Y FRANSJE

—Queda un poco raro así —dijo—. ¿No habría que añadir «mejórate
pronto» o algo por el estilo…?
Negué con la cabeza; confiaba plenamente en que PJ sabría descodificar
el mensaje, comprendería que estábamos ahí para cuando nos necesitara y
que pensábamos en ella sin imponerle nuestra presencia. Justo lo que
queríamos decirle.

Página 189
El siguiente torneo fue en un barrio marginal de Viena y acabó en fiasco. No
entraré en detalles porque no fue más que un paréntesis, una única curva
descendente en una tendencia general alcista. En mi opinión, no hay que
cansar a nadie con tales nimiedades. Fue una derrota paradójica, porque me
encontraba en una fase de crecimiento muscular exponencial. A la larga eso
desemboca en un aumento de la fuerza, pero la capacidad muscular a corto
plazo puede verse mermada seriamente. Ése fue el motivo por el que perdí en
Viena. Aun así se publicó por primera vez una pequeña fotografía mía en el
periódico. Destaca mi brazo, con las venas hinchadas y el impresionante
perfil de los músculos. Encima de él aparece una cabeza diminuta a punto de
explotar. Hasta que esa imagen comenzó a circular entre los habitantes de
Lomark por mediación de Joe, que había comprado una pila de ejemplares
del Wiener Zeitung, casi nadie sabía a qué nos dedicábamos exactamente. En
cuanto lo supieron, cayeron presos de una desmesurada curiosidad por lo
extravagante. Joe se convirtió en la estrella de la cantina de Betlehem. No
tardaron en organizar un combate entre el operador jefe y Graad Huisman.
Huisman ganó, y poco después se puso a llorar pensando en su cáncer de
rodilla.
A la hora del café mi madre me contó que la acribillaban a preguntas.
Que si era cierto que derrotaba a hombres dos veces más pesados que yo.
Que si había ganado un torneo en Amberes. Etcétera. En el bar De Zon,
donde no se habían olvidado del incidente con el techador, corría el rumor de
que no se podía desarrollar tal fuerza «sin tomar nada». Noté que la gente me
miraba de forma distinta o, mejor dicho, ¡que por fin me miraba! Fue todo
muy estimulante.
Por aquellas fechas noté un cambio en mi olor corporal. No sé si era el
sudor u otra cosa, ignoro si la testosterona huele, pero el caso es que tanto Joe
como mi madre abrían la ventana nada más entrar. Joe me compró un
desodorante, 8×4 de Beiersdorf, que a día de hoy descansa sin uso en el
estante de la cocina; es uno de los innumerables recuerdos que guardo de él.
A la vuelta de mi salida diaria a Westerveld seguía pasando por delante
de la casa de la familia Eilander. En realidad, iba tan deprisa que apenas me
daba tiempo a echar un vistazo en el interior. A veces, cuando sabía por Joe
que PJ estaba allí, ni siquiera miraba. Esperaba que me viera, que saliera, que
gritara mi nombre y que me invitara a entrar en esa casa misteriosa que jamás
había visto por dentro. Quería que me diese a beber cerveza, como un día de
verano me había dado a beber vino rosado, que me dijese cosas inteligentes y
que me contase detalles excitantes del mundo de los escritores, que ella
conocía tan

Página 190
de cerca. En caso de que me preguntara por mis actividades literarias, le
contestaría que lo había dejado, y sería cierto: ya no escribía.
Después de reflejar durante varios años seguidos el panorama tal y como
se me aparecía desde mi cabeza, había llegado el momento de decir ¡basta!
Se lo explicaría con la romántica firmeza de un artista para el que el talento
no es una obligación, sino algo de lo que puede deshacerse como de un par
de viejas zapatillas de deporte. Luego le señalaría, muy de pasada, mi brazo
de luchador. Entonces ella comprendería que me había convertido en un
hombre de acción. Corrían nuevos tiempos, se esperaban otras cosas de mí.
¿Y acaso no era la escritura un oficio poco masculino, infinitamente inferior
a la lucha de brazos? Lo entendería. Sentiría admiración por mi postura y sus
pensamientos divagarían hacia el Amigo Escritor, al que me imaginaba como
un neurótico caballero de la tinta con piernas y brazos delgados. Yo saldría
muy bien de esa comparación. Y entonces… entonces haríamos, haríamos…
Jamás he sostenido que la estrategia de la petrificación funcione siempre.
No volvimos a saber nada de la paliza sufrida por PJ, se agotó en un
rumor salvaje. Joe me aseguró que le había visto dos hematomas, uno junto al
oído y otro encima del ojo. Como ya se estaban curando, sólo se le notaban
dos pálidas manchas amarillas. Ella no había dicho nada al respecto.
Poco después se puso de manifiesto que no había sido un incidente
aislado: PJ llegó de nuevo malherida a casa. Por lo visto, se negaba a
denunciar al responsable. Es cierto que la ley prohíbe maltratar a chicas con
tirabuzones y un rostro ancho y hermoso, pero si no hay una denuncia, todo
se queda en agua de borrajas. La Casa Blanca se convirtió en el centro de
rehabilitación de PJ. Joe y yo le enviamos para la ocasión una divertida
tarjeta con un perro que tenía la cola vendada.
Ésa vez sí reaccionó: una oscura y lluviosa mañana de sábado llamó a mi
puerta.
—¿No molesto, Fransje? La madre de Joe me dijo que quizá él estuviera
aquí contigo.
Probablemente Joe se encontrara en la granja de Rinus el Marrano.
Betlehem Asfalt le había vendido una vieja pala cargadora y la estaba
arreglando. Me había comentado que quería participar en algún rally, más
datos no tenía. Con un gesto invité a PJ a tomar asiento en la silla que se
hallaba frente a mí. En ese momento me di cuenta: tenía el labio inferior
rajado. Dos grapas cerraban la herida, de su barbilla emergía un bulto rojo
que le deformaba la cara. Mis ojos se llenaron de lágrimas de pura rabia, pero
PJ sacudió la cabeza.

Página 191
—Parece más grave de lo que es. Gracias por vuestra tarjeta. Me ha
gustado mucho. ¿Y a ti cómo te va, Fransje? Me han contado de todo, que
participas en combates… ¿Con el brazo?
«LUCHA DE BRAZOS», escribí. Los agarraderos y el cuadrado de tiza
continuaban sobre el tablero de la mesa; adopté la posición de salida y le di a
entender que hiciera lo mismo. Colocó su brazo frente al mío en el box
borroso, nuestras manos se entrelazaron.
—¿Y ahora?
Empujé un poco y ella también.
—¿Eso es todo?
Asentí con la cabeza y solté su mano. Eso era todo.
—¡No, sigue! Quiero sentir tu fuerza.
Se rió. Su cara se contrajo en una mueca de dolor porque le tiraba el
labio. Volví a situar mi brazo dentro del cuadrado y la empujé contra el
tablero con suavidad, como si la acomodase sobre una cama.
—No pude hacer nada —dijo PJ impactada—. No me extraña.
«SEMANA QUE VIENE TORNEO ROSTOCK —escribí—. VENTE».
—¿Rostock? ¿Dónde está?
«MECKLENBURGO-ANTEPOMERANIA, MAR BÁLTICO».
Los premios eran muy suculentos y se corría la voz de que iba a participar
Islam Mansur.
—¿Vais a ir allí? ¿Joe y tú? Quizá os acompañe. De momento no pienso
volver a Ámsterdam.
Se rió de nuevo, aunque con más cuidado.

Así fue como Joe y yo paramos una mañana de viernes ante la Casa Blanca
para recoger a PJ. Tenía el labio superior menos hinchado y ya le habían
retirado las grapas del labio inferior. De su hombro colgaba un bolso marrón
medio vacío. Para ser una chica, viajaba ligera de equipaje. Joe le abrió la
puerta trasera, PJ se subió al coche y me dio los buenos días. Kathleen
Eilander salió a saludarnos en una bata que brillaba de lo desgastada que
estaba, pero incluso vestida con semejante harapo, y pese a tener los pechos
ya un poco caídos, resultaba atractiva.
—Cuida de mi hija, Joe —dijo con ese extraño acento suyo—. Es la única
que tengo.
Kathleen Eilander pareció sentir que la observaba desde detrás de la
ventanilla, porque de repente cruzó los brazos sobre el pecho como si le

Página 192
entrase frío. La estaba mirando con idea de reunir material para mis futuras
fantasías masturbatorias, y aparté los ojos con rapidez. Kathleen nos siguió
con la mirada, pero no nos despidió con la mano.
Las primeras horas transcurrieron en silencio. No logré discernir si era un
silencio embarazoso o no.
—¡Hambre! —exclamó Joe cuando ya llevábamos un buen rato en
Alemania.
Paramos en un área de servicio de la autopista. Estaban fregando el suelo
de los lavabos; desde el exterior llegaba el ruido rítmico del tráfico que
avanzaba por el irregular firme de hormigón.
—Te he pedido una salchicha con chucrut —me dijo Joe nada más
sentarme—. Tienes que comer bien.
Mi cabeza se desvió hacia la nevera con puerta de cristal que se hallaba al
lado del mostrador.
—La cerveza viene enseguida.
El hombre de la mesa de al lado estaba limpiando los cubiertos con su
servilleta. PJ tenía un día de pocas palabras, y eso no lo íbamos a cambiar
nosotros. Joe se levantó y entró en la tienda. Regresó con un mapa de
Alemania, lo desplegó encima de la mesa y señaló nuestra ruta con el dedo.
—Mira, aquí está Lilienthal, cerca de Bremen. ¿Te acuerdas de ese
pueblo?
Claro que me acordaba: Lilienthal, Otto, el ingeniero que en el siglo XIX
había volado algunos metros con un par de alas atadas a la espalda. El dedo
índice de Joe recorrió la E-37, que a partir de Bremen pasaba a llamarse E-
22, en dirección a Hamburgo, y luego hasta Lübeck. ¡El mar Báltico! Desde
ahí nuestra ruta corría un buen tramo paralela a la costa, vía Wismar, hasta
Rostock.
Por la tarde entramos en la zona portuaria de Rostock. Ya era casi de
noche. Había grandes buques de crucero, relucientes palacios preparados para
zarpar a Kaliningrado, Helsinki o Tallin. Vimos unos supermercados en los
que los pasajeros escandinavos estaban haciendo acopio de alcohol y tabaco.
Joe se metió por un muelle, pasamos por delante de una pared de troncos de
pinos que rezumaban lágrimas de resina. El olor era muy intenso. Al final del
muelle estaban descargando un barco repleto de chatarra, a la luz
deslumbrante de unas lámparas de esas que se utilizan en la construcción.
Una pala daba bocados a todo tipo de residuos del mundo altamente
industrializado, de la bodega salían restos prensados de automóviles,
frigoríficos, llantas y objetos no identificables. Los trastos se bamboleaban en

Página 193
dirección a la tierra firme, donde eran depositados sobre una apocalíptica
montaña de desechos metálicos.
—¡Mira eso! —dijo Joe—. El fin de todo movimiento.
Detrás de nosotros se escuchaba el ruido de alguien despertándose. PJ se
incorporó.
—¿Dónde estamos? —preguntó con voz somnolienta—. ¡Ostras, qué
impresionante!
Contemplamos el proceso de transformación y fantaseamos sobre el fin
del mundo, sobre cómo se iba implantando desapercibidamente desde la
retaguardia mientras la avanzadilla seguía fiel al despilfarro consumista sin
sospechar nada. Joe nos habló de la entropía y de la ley de la pérdida
irrecuperable. Luego volvimos marcha atrás hasta la valla de pinos, desde
donde observamos el siguiente paso en la trayectoria de la chatarra. Una grúa
hacía girar un imán del tamaño de un Mini Cooper con el que iba
seleccionando restos metálicos. En el momento en que el maquinista anulaba
el campo magnético, el metal caía con un atronador estruendo en la caja de
los camiones que habían de transportarlo.
En el aparcamiento que se extendía a nuestra derecha había un solitario
Trabant con un folio escrito a mano en la luna trasera: «SE VENDE». Un
transbordador emitió tres bocinazos huecos en señal de salida.
Seguimos despacio por las instalaciones portuarias, en las amplias zonas
de estacionamiento se alineaban gran número de camiones, algunos muelles
albergaban decenas de grúas articuladas cuyo perfil se recortaba con gran
nitidez contra el cielo bañado en luz artificial. Al cabo de un tiempo nos
detuvimos, Joe apagó el motor. Nos dejamos invadir por el glorioso fragor de
los motores diésel y los generadores. Sentimos la sublime euforia de quienes
contemplan algo grande e indivisible. PJ se inclinó hacia delante.
—Me encanta estar aquí con vosotros —dijo—. Quería que lo supierais.
Mis ojos estaban clavados en las negras aguas relucientes como el aceite;
Joe arrancó el coche.
—Va siendo hora de buscar el restaurante del puerto.
Nos abrimos paso por entre almacenes, una central de electricidad y el
mayor número de gasolineras que habíamos visto jamás. No nos costó dar
con la Ost-West-Strasse, la avenida principal que atravesaba la zona portuaria
de este a oeste y en la que se hallaba el restaurante del puerto. Estaba claro
que por ahí los nombres se limitaban a reflejar la función del objeto a que se
referían. El restaurante era un edificio bajo y cuadrado de una sola planta.

Página 194
«PLATO DEL DÍA 2,50 MARCOS», leímos en la ventana, sobre la que
colgaba un anuncio luminoso de Rostocker Pils. «Sí, una cerveza, por favor».
En el interior, bajo el falso techo y un par de tubos de neón, había dos
mesas de competición y una multitud de hombres. La escasa presencia de
mujeres hizo que, de repente, toda la atención visual fluyera en olas agresivas
y descontroladas hacia PJ. Cualquier varón habría emitido señales de deseo al
ver aparecer una mujer como ella, pero los del restaurante del puerto iban
incluso más lejos. Nos hallábamos ante un público que tenía escaso trato con
mujeres: camioneros y marinos. Aun así tuve la impresión de que PJ no se
sentía intimidada por la turbulencia hormonal que causaba su presencia.
Cuando me enteré de que, al final, Islam Mansur no participaría, estuve
diez minutos de mal humor. Me habría gustado ver en acción al santo del
brazo con el propósito de indagar un poco en su estrategia. En cambio, sí
había asiáticos, negros y muchos individuos de rasgos caucásicos, tipos
fornidos, pero también criaturas tan escuchimizadas que te preguntabas cómo
aguantaban el extenuante ritmo de trabajo de un puerto o buque. Joe y yo
sabíamos que éramos testigos de algo especial, un lugar en el límite del
mundo lleno de hombres de todos los continentes que se ganaban la vida
estando en continuo movimiento. PJ se dispuso a ir a buscar algo de beber,
pero Joe le dijo «Ya lo haré yo», para no calentar más el ambiente. Por fin
trajo mi Rostocker Pils, con pajita y todo. El viaje nos había llevado casi
nueve horas. PJ había dormido, pero nosotros no, una especie de expectación
estimulante nos mantenía despiertos.
A las ocho y media me senté por primera vez en la mesa. Ya me había
acostumbrado a ser momentáneamente el centro de atención, así que lograba
concentrarme mucho mejor. En realidad habría preferido no ver a mi
contrincante, atacarle con los ojos vendados, porque las especulaciones y las
conjeturas sobre su persona sólo me servían para desviarme de la estrategia.
Al parecer, la participación de mi primer rival se debía a una apuesta o
una broma llevada demasiado lejos. Le aplasté con rotundidad, sin caer en la
indiferencia. Los entusiastas aplausos de PJ me llenaron de alegría. «Espera a
que esto empiece de verdad», le dije con el pensamiento. Joe me ayudó a
pasar del taburete a mi silla de ruedas. Nos apartamos del barullo y nos
apostamos junto a la entrada entre unos moribundos ficus benjamina de color
amarillento. PJ salió de su silencio por primera vez en todo el día.
—¡Menudo brazo! Es como un muslo, casi da miedo verlo… ¡Y esas
venas!
Joe asintió satisfecho.

Página 195
—Tienes razón, parece un muslo. Es el fruto de muchos meses de trabajo.
Esbocé una tímida sonrisa y sorbí cerveza por la pajita. Lo dedicaría todo
a ella, aquella tarde, los combates, y aplastaría uno a uno a mis oponentes,
hasta que no quedara ninguno.
Mientras tanto, en las mesas se sucedían los asaltos, los pesos ligeros en
una, los pesos pesados en la otra. Los gritos feroces de tantos espectadores
ávidos de sangre, proferidos en un sinfín de idiomas diferentes, sofocaban
cualquier pensamiento. Joe trató de señalar en medio de aquel hervidero al
que iba a ser mi siguiente adversario. Era un ruso, pero la ola de cuerpos
moviéndose con frenesí al son de los combates en curso me lo ocultaba una y
otra vez. Al fin, alcancé a verlo, Vitali Nazarovich, piel pálida y ojos azules,
apagados. Bajo su camiseta se escondía un torso parecido a un anuncio
publicitario de Calvin Klein. Di un giro completo de muñeca a la derecha.
«La flexibilidad es la esencia de la mano viva», sostiene Musashi.
Poco después pude contemplar de cerca los músculos cervicales de Vitali
Nazarovich, anchos y abultados como las raíces de un árbol. Creo que si la
lucha de brazos me gustaba tanto, era por su liviana estupidez. No cabían
mensajes secretos ni segundas intenciones. Sin intercambiar ni una sola
palabra se establecía un profundo contacto primario. Nazarovich no se había
hecho fuerte en el gimnasio, sino trabajando, no era de los que explotan como
globos cuando se les carga demasiado.
No estaba claro quién iba a ganar el primer pulso. Agotamos los tres
minutos y, al final, terminamos en empate. En el descanso advertí que
Nazarovich miraba a PJ. No disimuladamente ni fingiendo que sus ojos se
posaban en ella por casualidad, sino con absoluto descaro y sin complejos.
No me atreví a comprobar si PJ respondía a la insinuación.
El ritmo uniforme que el ruso y yo habíamos mantenido hasta entonces se
rompió. Antes de la inminente explosión de fuerza, noté en mi cabeza un
rayo de luz, un relámpago. Me eché con tal ímpetu hacia delante que por un
instante temí que se rasgaran los ligamentos de mis músculos. El ruso cayó
entre gemidos. ¡Viva la creatina!
Joe levantó el pulgar. El ruso miró a dos de sus camaradas disculpándose
con un gesto de la cabeza. Deseaba con todo mi corazón que esa noche se
revolviera en su catre atormentado por una derrota sin precedentes a la que
no encontraría explicación y que le quitaría las ganas incluso de masturbarse.
En su sueño reviviría los traumas de su infancia y al día siguiente se
levantaría cansado e irascible.

Página 196
Al comienzo del tercer asalto, Nazarovich sacó la mandíbula en un
arrebato de agresividad, pero yo ya había tanteado sus fuerzas, no lograría
derrotarme. Como mucho podría conseguir un empate. Desde esa
perspectiva, me lancé al ataque. «… Ataca con calma, consciente en todo
momento de que vas a aplastar al enemigo. Tienes que aspirar a vencerle con
rotundidad. Esto es Ken No Sen». Y así terminó el tercer asalto. El ruso había
quedado eliminado: podía volver a su sórdido carguero. No se olvidaría de
mí.
—Te has inclinado mucho —observó Joe—. Nunca te he visto tan
adelante. Da buen resultado, pero ten cuidado de no salirte del box. Controla
el equilibrio.
Mi tercer contrincante era un camionero checo con zuecos de cuero. Su
aliento apestaba a agua fétida, lo que no habría sido tan grave si no hubiera
tenido la costumbre de exhalar muy fuerte mientras luchaba. Detrás de mí, un
alemán afirmaba que yo «tenía el cuerpo de un niño pero el brazo de un peso
pesado». Me pareció una definición aceptable.
Acabé con el checo en dos pulsos.
En torno a mí crecía esa clase de admiración que se nutre de la
incomprensión y el respeto. Uno de los pesos pesados, un gigante de ciento
veinte kilos, vino a darme la mano sin decirme nada. Sí le comentó algo a
Joe, creímos que en polaco.
—Debió de ser algo bueno —dijo PJ en cuanto se marchó—. No daba la
impresión de estar enfadado.
De pronto, nos sentimos un poco fuera de lugar en el restaurante del
puerto, entre esa muchedumbre de marginados sociales procedentes de un
mundo que nos parecía más real —porque era más duro— que el nuestro.
Intercambiamos unas sonrisas reconfortantes y decidimos grabar en nuestra
memoria todos los detalles de aquel día.
Los combates eran magníficos, y el olor a ajo y cerveza se acrecentaba.
Joe fue a por tres perritos calientes, dos cervezas de medio litro —una para él
y otra para PJ—, y un botellín de Rostocker para mí. De poder elegir, prefería
la cerveza embotellada. Con excepción de mi madre, nadie me conocía tan
bien como Joe. Dominaba a la perfección mis «instrucciones de uso». No
necesitaba preguntarme prácticamente nada, debía casi todo lo que sabía
sobre mí a su propia capacidad de observación. Era así desde que hizo
estallar la caseta que suministraba electricidad a la feria de Lomark: si
Fransje no podía disfrutar de la feria, los demás tampoco.
En Rostock mi persona inspiraba más confianza que en Lieja, donde sólo
unos pocos habían apostado por mí. En el restaurante del puerto la cosa
estaba
Página 197
mucho mejor, el dinero cambiaba rápidamente de manos cuando resonaba el
nombre que me habían asignado: el Monstruo. Iba a afrontar el penúltimo
combate: si ganaba, pasaba a la final.
Me encontraba frente a un estoico. Para mi gusto, los estoicos eran los
más temibles. «Si piensas: “Éste es un maestro del camino que conoce los
principios de la lucha con la espada”, perderás seguro».
Era un asiático cuadrado, no muy alto pero con unos hombros
impresionantes. No me fiaba demasiado porque creía que los asiáticos
estaban por naturaleza más cerca de la estrategia del samurái que nosotros.
Mi oponente tenía la mano de hierro, pero yo fui algo más rápido que él,
por lo que mi mano quedó arriba. Él reaccionó de inmediato con un
contraataque que me desorientó por completo. Empujó con toda la fuerza de
la que era capaz, gimiendo como si estuviera cagando piedras.
—¡Venga, Fransje! —gritó PJ con la voz alterada por los nervios.
Pero no había nada que hacer, estaba perdiendo estrepitosamente. Mi
adversario se limitaba a aplicar el golpe de fuego y piedra: dar todo lo que se
puede para obtener una victoria rápida. E iba camino de conseguirlo. Hasta
que, de pronto, se obró un milagro, un verdadero milagro: un poderoso
temblor se transmitió de su brazo al mío. El asiático soltó un grito
desgarrador y relajó de repente todos los músculos, por lo que volvimos a la
vertical. Retiró su mano derecha de un tirón y llevó la izquierda a su
antebrazo, todo ello acompañado de unos gritos de dolor muy diferentes a los
nuestros: una especie de aullido estridente y prolongado como el que emiten
las tortugas ninja en los dibujos animados. Joe se acercó corriendo, «¿Qué ha
pasado?», y al cabo de unos minutos se confirmó mi sospecha: el asiático se
había roto un tendón por la fuerza de su propio asalto.
Salvado por los pelos.
—¿Cuánta suerte se puede tener en el juego? —preguntó Joe.
—No podía más —dijo PJ mientras me pellizcaba el hombro bueno—.
Era un tipo tan… malvado, miraba como si echar un pulso fuese lo mismo
que matar a alguien.
En la final me enfrentaría a un tal Horst que no había especificado cuál
era su apellido, pero primero vimos las semifinales de los pesos pesados.
Observamos cómo el polaco que me había estrechado la mano aplastaba a su
adversario. Ahí se desplegaba una colosal ostentación de fuerza, los machos
alfa en su máximo esplendor.
Me incomodaba tener que luchar después de semejante espectáculo. El
público buscaba diversión, pasárselo bien durante unas horas, sin pensar en

Página 198
nada. Por eso decidí —por primera vez en mi vida— exagerar un poco mi
discapacidad. A Horst, un vikingo de barbas rubias, le perturbaba verse frente
a frente con una suerte de Quasimodo. Los espectadores hicieron lo que
tenían que hacer: ponerse de mi parte. Recorrí el público con la mirada. El
ambiente estaba cargado, podía estallar en cualquier momento. Un hombre de
baja estatura me espetó algo echando espuma por la boca. Horst adoptó la
posición de salida. Mi mano desapareció en la suya.
—Ready… Go!
Horst me empujó sin pestañear más allá del límite de los cuarenta y cinco
grados. Era una situación crítica. PJ emitió un suave chillido. Traté de salir
como fuera del trance. Saqué fuerza de unas reservas que no había usado
nunca antes y logré dejar el brazo justo por debajo de la vertical, pero en ese
momento Horst emprendió un nuevo ataque, obligándome a mantenerme a la
defensiva en todo momento. Aunque Horst ganó el pulso, parecía molestarle
no haber conseguido rematar la faena empujándome contra el tablero.
—Katsu Totsu! —exclamó Joe.
«Ataca con un movimiento rápido mientras insultas a tu adversario».
¡Venga, atrévete, rubio de mierda! Pero mi ataque se abortó al chocar
contra el suyo. ¡Cerdo nazi! Comprendí que sólo me quedaba una opción:
doblarle la muñeca. Para eso tenía que atraerle un poco hacia mí, porque de
lo contrario no lograría rebasar su punto muerto. La flexibilidad es la esencia
de la mano viva. Miré a Joe, echó una ojeada a su cronómetro.
—¡Treinta segundos!
Treinta segundos. «¡Que te jodan, devorador de chucrut!».
—¡Quince!
Con exasperante lentitud había conseguido acercármelo un poco; según la
táctica de conocer el momento justo había que atacar ya. Aunque la mano de
mi adversario era más grande, la mía era más fuerte, porque todas las
actividades físicas que realizaba en mi vida se originaban en la fuerza
manual. Ejercí tal presión sobre mi muñeca que me rechinaban los dientes; la
muñeca de mi oponente se flexionó totalmente hacia atrás. Sonó el silbato
final. Los dos árbitros confirmaron que mi acción se había efectuado dentro
del tiempo reglamentario y me proclamaron unánimemente vencedor del
combate. Había ganado gracias a una sutileza, era la victoria más estratégica
que había obtenido hasta entonces.
Faltaba una ronda. Mi brazo seguía en buena forma, sin calambres ni
acidez muscular, me sentía capaz de minar la moral de mi contrincante. La
Salchicha Rubia inició el tercer asalto con indiscutible desgana, aunque no se

Página 199
le notaba mucho. En lugar de eliminarme en dos pulsos, como estaba
previsto, se encontró con un empate. Y con un adversario cuya musa se
hallaba entre el público. («¿Me ves, PJ? ¿Me admiras?»).
«No te preocupes, Horst Wessel, terminaremos enseguida. ¡Te destrozaré,
adefesio granujiento! ¡Con esa barba estúpida! ¿Te duele? Frans el Brazo
quiere saber si estás preparado para la humillación final. El dolor será breve.
Ahí va: en nombre del Padre… del Hijo… y del Santo Espíritu…».
El brazo de Horst bajó, pero no del todo. Quise aplastar a mi rival con
rotundidad y me entraron ganas de gritar. «Elige el grito que mejor se ajuste a
la situación. La voz es un ente vivo. Gritamos al fuego, al viento y a las olas.
La voz irradia nuestra fuerza».
Mi primer grito sonó algo crispado, no en vano hacía una eternidad que
no usaba mis cuerdas vocales. El segundo ya fue más contundente y más
fuerte. Sin embargo, hizo falta un tercer grito para que yo mismo me lo
creyera: redondo y potente, la encarnación de la lucha. Y Horst cayó.
«Gritamos después de haber abatido al enemigo, para celebrar nuestra
victoria».
«¡Pálmala de una puta vez, perro!».

Página 200
Cenamos en un restaurante italiano en el centro de Rostock. Era casi
medianoche, en el Burger King de enfrente ya estaban recogiendo. Pedimos
una botella de vino tinto y cerveza. Había sido una tarde espectacular, mi
brazo descargaba energía. PJ me daba de comer una pizza quatro stagioni y
una ensalada de tomate con albahaca. Entre bocado y bocado fumaba y bebía,
todo a la vez y en cantidades escandalosas. Nos sentíamos independientes y
nos creímos héroes. Pensamos en Lomark y nos reímos, porque estábamos
conquistando el mundo. Seríamos unos Ronin errantes, luchadores
victoriosos sin tierra ni amo, libres bajo un cielo lleno de vida. Estaba
eufórico y deseaba que aquello jamás acabase, pero ése suele ser el momento
en que echan a los últimos clientes. Nos dieron una botella de vino y unas
cuantas cervezas en una bolsa de plástico y adiós. Nos marchamos entre risas
y armando bastante ruido, era una sensación grandiosa saber que el día se
había desarrollado tal y como lo habíamos soñado.
Había que buscar un hotel. Nos indicaron el camino a la estación, que se
hallaba envuelta en una irreal luz verde. Cerca de allí se encontraba el hotel
InterCity, pero estaba completo a causa de la feria de la impresión en offset.
—No me importa volver a Lomark —propuso Joe.
Sin perder el buen humor, abandonamos las calles vacías de Rostock. En
la ciudad dormitorio de Kritzmow se nos presentó una última oportunidad:
junto a la carretera se extendía el Kritzmow Park, con supermercado, sucursal
bancaria, zona de juegos infantiles y hotel. Estacionamos el coche y vagamos
por el complejo absolutamente desierto hasta dar con el hotel Garni.
—Vamos a intentarlo —dijo Joe—. Nunca se sabe.
Llamó al timbre y repitió la misma operación al cabo de un par de
minutos. Por el interfono se escuchó primero un zumbido y luego una voz de
mujer.
—¿Dígame?

Página 201
Aun así la puerta no se abrió, la recepción cerraba a las ocho de la tarde.
Entonces Joe jugó una carta muy hábil, dijo que venía con un discapacitado
que estaba, además, muerto de cansancio. De dónde había sacado la palabra
alemana Behinderte era un intrigante misterio. El interfono se sumió en el
silencio: tiempo de reflexión. Vi de reojo que se movía una cortina en el
primer piso, como prueba de mi invalidez moví mi silla de ruedas hacia atrás
y hacia delante. Sonó el zumbido del portero automático.
La mujer que nos recibió en lo alto de la escalera era parca en palabras,
pero no antipática. El desayuno se servía hasta las diez. PJ tenía una
habitación para ella sola, Joe y yo compartíamos una doble con cama de
matrimonio. Seguimos bebiendo en nuestro cuarto, pero la euforia no volvió,
la intensidad del momento se había difuminado. Después de tomarse medio
botellín de cerveza, PJ nos deseó buenas noches y se retiró a su habitación.
Joe se había repantigado en el sillón, completamente rendido; yo estaba
recostado en la cama.
—Vi lo que hiciste —me dijo con los ojos cerrados—. Lo atrajiste
lentamente hacia ti, pero de manera que él no se diera cuenta. Fue brillante.
Sabía que me preguntabas por el tiempo cuando me miraste, ¡lo sabía!
Quiso tomar un trago, pero la botella estaba vacía.
—¿A ti te queda algo?
Ni una sola gota. Joe se incorporó y recorrió la habitación con la mirada
en busca de la bolsa de plástico con las botellas del restaurante.
—¡Mierda! Está en la habitación de PJ.
Iba a por ella, sólo tardaría un momento y, con un golpe suave, cerró la
puerta.

Cuando me desperté, la pantalla del radiodespertador marcaba las 03:52. En


alarmantes dígitos rojos. La luz estaba encendida, llevaba la ropa puesta, en
el lado de Joe no había nadie. Después de la percepción llegó el shock: hacía
casi dos horas que había salido. Una conciencia paralizante se propagó por
mi cuerpo: Joe y PJ…
Estaba sentado en la cama, asaltado por imágenes de Joe y PJ, que se
habían adentrado en un mundo en el que ya no precisaban de mí. Les bastaba
una cama individual. El que yo me encontrase solo en una de matrimonio
envenenaba aún más la situación. La culpa era mía, yo la había invitado a que
se viniera con nosotros, por vanidad, para conquistar su admiración. Había
ganado el torneo por ella, y va Joe y se lleva el premio gordo. La ardiente

Página 202
bestia de la envidia me corroía por dentro. Joe sabía lo que sentía por ella,
¡cómo no iba a saberlo! En términos técnicos, me había traicionado. Joe el
Traidor. Nuestra comunión de almas, mi absoluta entrega: eran
insignificantes. La catástrofe no habría podido ser mayor, se había
desencadenado una crisis de consecuencias incalculables. Me catapultaría de
vuelta a la más profunda de las soledades. No volvería a luchar nunca más.
No volvería a ver a PJ, ni a Joe, huiría de ellos como de la peste durante el
resto de mi vida. No soltaría palabra, me consumiría en mi propia amargura y
soberbia.
04:37. Seguía sin aparecer. Joe y PJ: jamás me había tomado en serio esa
posibilidad. Lo juro. Pese a que era evidente. Y sencilla: Joe cerraba la puerta
y todo era distinto. ¿Tenía que ir a buscarle? ¿Esperar ante la puerta, entrar
sin hacer ruido, encontrarlos? ¿Desnudos, dormidos?
Estrangularlos.
CHICO EN SILLA DE RUEDAS
EXTERMINA NIDO DE AMOR

05:20. En el exterior comenzó a circular el tráfico.

Página 203
El sábado por la tarde llegamos a Lomark. El domingo por la mañana
escuché Radio Dios. Me negué a cambiar de emisora, quería sentir odio. Se
anunció la boda de Elizabeth Betz con Clemens Mulder. Daba la casualidad
de que conocía al novio, era el techador de De Zon.
—La ceremonia religiosa tendrá lugar a las dos y media —dijo el hombre
de Dios con la voz untada de vaselina.
Así que hasta el techador había encontrado una mujer con la que fabricar
pequeños techadores. Y nadie se escandalizaba. El hombre de Dios pasó a los
decesos.
—La señora Slomp, fallecida a la edad de ochenta y dos años.
Órgano, lento.
—La señora Tap, fallecida a la edad de cincuenta y siete años.
Órgano, andante.
—El señor Stroot, fallecido a la edad de setenta y tres años.
Órgano, allegro moderato.
—¡Ilumina con tu luz a los apenados familiares, Señor!
Órgano, allegro con brio.
Cuando el hombre de Dios consideró que había llegado el momento de
repartir dádivas de amor, cambié a Sky Radio.
El miércoles se publicó una fotografía mía en el Lomarker Weekblad. Se
me veía a mí y al checo, escorados como barcos. «DOS JÓVENES DE
LOMARK TRIUNFAN EN EL EXTRANJERO», así se titulaba el artículo
cuajado de sentimentalismo local. Pese al carácter un tanto caricaturesco de
la información, que por lo demás era correcta, mi madre no cabía en sí de
orgullo. Me daba la impresión de que le interesaba más la historia tal y como
quedaba reflejada en el periódico que la realidad. El mutismo de mi padre se
acentuó más; desde el descubrimiento del engaño de las briquetas vivíamos
de espaldas, cada cual con su vergüenza particular grabada en el alma. Según
me

Página 204
comentó mi madre, el recorte colgaba al lado de la máquina de sopa y café,
en el desguace. «El acontecimiento» fue durante semanas el punto de partida
de muchas de sus conversaciones. Ignoraba que a las pocas horas de hacerse
la fotografía Joe había perdido su virginidad; que sus manos, habituadas a
ruedas dentadas y ejes motores, jamás habían palpado nada tan suave; que
desde entonces le envolvía un resplandor detestable mientras yo sudaba el
amor como la fiebre por las noches. Me masturbaba hasta perder la noción de
la realidad para combatir los accesos de rabia celosa.
Mi amigo y la amada de mis sueños habían roto el triángulo, el triángulo
que constituye la base de toda construcción fija. Me había quedado al margen
de la nueva combinación, un punto flotante en la oscuridad. Desde que Joe
regresara a Lomark y empezara a trabajar en Betlehem, había creído en la
ilusión de la perpetuidad. Pero Joe se había enamorado.
Aun así me pregunté cómo iba a borrar a Joe y a PJ de mi existencia.
Eran las únicas personas a las que me sentía unido. Me hallaba ante un
momento crucial en mi camino hacia la madurez: la capitulación.
Me costó mucha fuerza de voluntad tratar a Joe como si no hubiera
pasado nada. Seguimos asistiendo a torneos, no había perdido la esperanza de
coincidir con Islam Mansur. Creo que Joe jamás se percató del frío abismo
que se había abierto entre nosotros. Dudo que fuera consciente de que yo
amaba a PJ, que la deseaba desde el día que llegó a Lomark. Joe nunca había
dado gran muestra de sensibilidad en el terreno del amor. Me hablaba con
total franqueza. Sobre cómo PJ había dejado al Amigo Escritor cuando la
violencia se convirtió en parte integrante de su relación. El escritor todavía la
había acosado durante un tiempo, porque desde su patético narcisismo no
admitía que alguien como él pudiera ser abandonado.
—A veces me alegro de que ese tipo haya echado a perder su relación de
esa manera —dijo Joe—. Quitando las palizas, claro está. Sin eso no habría
pasado lo que pasó.
Cuando decía esas cosas su rostro adquiría una expresión dulce.
—Ahora todo es distinto —prosiguió—, aunque en realidad poco ha
cambiado. Sólo lo de PJ. Por la mañana me despierto con la sensación de que
algo me espera, algo bueno e importante. Cada día es una promesa. Y cuando
me acuesto, por la noche, sigo teniendo esa misma sensación. Es como un
perpetuum mobile, un flujo ininterrumpido de energía que no necesita
combustible. Excepto alguna llamada telefónica, o un beso.
Asentí, sus palabras me provocaban ardor de estómago. Me entraron
ganas de odiarle. Hasta cierto punto me conmocionaba la facilidad con la que

Página 205
asumía esa idea. De un modo u otro no me resultaba ingrata; todo sería más
sencillo si odiara al hombre que poseía lo que yo más amaba en el mundo.
Entretanto le tiraba de la lengua por puro placer masoquista. Siempre le
animaba a contar más. Lo único de lo que no hablaba nunca era de sexo,
quizá por piedad, quizá por discreción.
La había llevado al delfinario de Harderwijk. En la piscina grande se
representaba un espectáculo con delfines enmarcado en un cuento de brujas y
hadas. Los actores eran asombrosamente malos, la bazofia del gremio. El
relato giraba en torno a una perla mágica que el hada madrina llamaba por
sistema «perrla mággica». Los delfines no tenían nada que ver con la trama,
su único cometido consistía en saltar de forma sincronizada y atrapar el
arenque que recibían como recompensa. El espectáculo acabó con una
canción que sellaba la reconciliación entre las brujas y las hadas. Los delfines
saltaron por un aro. Joe y PJ se habían tronchado de risa, el cuento de la
«perrla mággica» pasaría a ser uno de sus recuerdos comunes más preciados.

Página 206
El cielo de noviembre se presentaba claro y frío y lleno de estelas de
condensación de color naranja, fulgurantes como cohetes luminosos. Abajo,
en el suelo, todo tenía un aspecto de desnudez. De las riberas del río se
elevaban desordenadas nubes de avefrías, lentas explosiones de miles de
individuos que partían rumbo al suroeste antes de que llegaran las heladas.
Joe pasó todas sus horas libres en la granja de Rinus el Marrano,
trabajando en su pala cargadora. Un día fui a verle y así me reencontré
después de muchos años con el avión. Se hallaba contra la pared del fondo,
desmontado y maltrecho. Ahí, en ese estado tan deplorable, se encontraba el
objeto que tiempo atrás me había colmado de una esperanza demencial: la
esperanza de que existiera una salida cimentada en los grandes pensamientos
y la voluntad. Y para Joe aquello ya no tenía ningún valor. Se me hizo un
nudo en la garganta de tantas lágrimas que pujaban por salir. Me abrí paso
entre un dos caballos desmantelado, una henificadora antigua y otras
máquinas que pertenecían a los albores de la industrialización agrícola. Rinus
el Marrano lo guardaba todo. Era tan ahorrador que cerraba el cubo de la
basura con llave cuando se iba de casa. Aunque no gozaba de gran
popularidad en el pueblo, había hecho reír a todos con la frase: «¿Quién dice
que hay crisis del petróleo? Antes echaba gasolina por veinticinco florines y
ahora sigo haciéndolo».
Las alas del avión se hallaban en posición vertical contra la pared,
estaban rasgadas por todas partes. Alargué la mano hacia la cola y la golpeé
levemente con el dedo índice. La lona continuaba tan tensa como el día en
que Engel la había estirado con ayuda de las bridas. El ruido de los golpecitos
me resultaba agradable. El avión debería haberse expuesto en un museo de
aviación, era un milagro que cuatro chicos jóvenes hubieran construido un
aparato apto para el vuelo, merecía ser la joya de alguna colección. La parte
delantera era la más dañada; por el agrietado casco asomaban unas cuantas

Página 207
barras. La hélice había sido destornillada y yacía debajo del fuselaje, todo se
hallaba cubierto de una gruesa capa de polvo pegajoso.
—¡Le ha caído encima una lluvia de tejas! —gritó Joe desde el otro lado
del establo.
Me volví, Joe se encontraba de pie en los peldaños que conducían a la
cabina de la pala cargadora y, desde esa altura, contemplaba el vasto
panorama de trastos viejos, entre los que me incluía yo. Vi que en lo alto del
establo se abría un agujero por el que se avistaba el cielo. El avión estaba
rodeado de restos de tejas invadidas por el musgo. Me dolía que Joe se
despreocupara hasta ese extremo de su creación, pero él era así. Fabricaba
algo, estudiaba las posibilidades y luego lo abandonaba. El afán de conservar
las cosas le era ajeno, dejaba que el tiempo y las tejas hicieran su trabajo
mientras él iniciaba un nuevo capítulo de su investigación sobre la movilidad.
Pensaba poco en lo que no existía en el momento, el mañana y el ayer no
tenían relieve, les concedía escasa importancia. Yo era incapaz de seguirle en
eso. Había días en los que aborrecía la idea de vivir de espaldas al futuro, un
río que fluye de vuelta a las montañas.
Las obsesiones de Joe estaban todas relacionadas con el movimiento. Un
movimiento propulsado por el motor de combustión. Recuerdo una oscura
habitación de hotel con olor a moqueta rancia, creo que en Alemania o
Austria, donde Joe se explayó sobre su tema favorito desde la otra cama. De
vez en cuando, su cigarrillo alumbraba la oscuridad.
—El miedo y la audacia son el motor de la historia —explicó—.
Empezaré por el miedo. Abarca todos los pensamientos y sensaciones que
advierten a uno de que no sabe hacer una cosa determinada. Se manifiesta
bajo muchas formas. El problema es que a menudo tiene fundamento. Sin
embargo, basta con saber lo justo, nada más. Saber demasiado produce miedo
y el miedo acaba paralizándonos. Los chupatintas sostienen que sin
formación no se puede hacer nada, pero al talento la formación le da
absolutamente igual. El talento construye el motor, el chupatintas cambia el
aceite, ésa es la realidad. ¿O acaso piensas que Fokker sabía lo que hacía? Ni
siquiera se sacó la licencia de piloto, sólo tenía talento y mucha suerte. La
audacia es otro elemento fundamental: no sabré hacerlo, pero aun así lo hago,
ya veré cómo sale. Cuando fabricamos el avión, apenas sabíamos lo que
hacíamos, ¿te acuerdas? Tuvimos un montón de suerte. Unos la tienen, otros
no, qué se le va a hacer. No sabíamos construir un avión, porque nos faltaba
el conocimiento técnico. El caso es que yo sé calcular, y Engel también.
Engel es un auténtico as del cálculo. Para construir un avión hay que saber
de números. Entre los

Página 208
dos fijamos los valores de resistencia de las alas y el fuselaje. Calcular y
pesar, pesar una y otra vez. Hicimos una pequeña trampa al colocar la
batería, pesaba unos trece kilos, la instalamos al final, situándola más atrás de
lo previsto para contrarrestar el sobrepeso del morro.
En la oscuridad sonó un profundo suspiro.
—Tenía más miedo a fracasar que a estrellarme.
El rostro de Joe se iluminaba a la luz de la llama con la que buscaba el
cenicero.
—Una última cosa, Fransje. La energía que no se aprovecha pasa a ser
calor. El calor es la fuente energética más primitiva. Le sigue la energía
cinética, como la que suministra el motor, y luego está la electricidad o, en su
caso, la energía nuclear. Repito: el calor se encuentra en el escalón más bajo.
El que suda transforma movimiento en calor como hacen las estufas con el
combustible. Y calor es sinónimo de pérdida. ¡La entropía, Fransje, la ley de
la pérdida irrecuperable! La razón por la que nuestro mundo acalorado y
altamente entrópico es tan simple es que todo queda reducido al concepto de
pérdida. Quien no lo vea así es que es idiota. Los seres humanos se pasan la
mayor parte de su vida buscando calor. Si a una cría de mono le das a elegir
entre dos madres artificiales, una de acero con leche y otra de tejido de rizo
sin leche, se decide por la segunda. Calor y cariño, nunca dejamos de ser
bebés. Despiojarse mutuamente. Ahora bien, el exceso de calor produce
aturdimiento y somnolencia. Eso termina sofocando a muchos matrimonios.
Y entonces la mente pone el grito en el cielo. ¿Qué se hace en esos casos?
Pues unos se compran un coche y otros, como Papá África, construyen un
barco, porque el movimiento es la base de la vida. La temperatura de un
objeto viene determinada por la intensidad del movimiento molecular, y si a
ello se añade el factor velocidad… ¡A quién no le gusta tener un cohete
debajo del culo! Para muchos hombres el coche es la única vía de salida, la
única válvula de escape para el húmedo calor de las promesas contraídas: el
matrimonio, la hipoteca, las humillaciones sufridas en el trabajo. Pisar el
acelerador y follar a escondidas. Por eso el adulterio es un acto típicamente
burgués, Fransje, algo para gente que hace muchas promesas, porque la
promesa llama a la infracción. Con esto sólo te quiero decir que tengas
cuidado con esa clase de personas, Fransje.
Joe bostezó.
—¡Madre mía, qué sueño!

Página 209
Joe había comprado la pala cargadora —una Caterpillar de color amarillo con
un diseño sólido y funcional— para participar en el París-Dakar. Hasta
entonces nadie había corrido el rally en semejante vehículo y, como el
reglamento no lo prohibía, Joe se había propuesto ser el primero en
intentarlo. A mí toda esa historia me dejaba bastante frío, pero Joe
consideraba la pala como la guinda de la creación cinética. Adecuar una
máquina tan pesada a las condiciones del rally no era ninguna tontería.
El principal problema era la lentitud. Según me explicó Joe, el motor
tenía potencia de sobra, pero el número de revoluciones de los piñones sobre
los palieres se quedaba corto, por lo que el vehículo jamás podría alcanzar la
velocidad deseada. Por eso había encargado cuatro piñones de mayor tamaño
a una fábrica de maquinaria, una para cada rueda, y mientras esperaba el
pedido había comenzado a reformar la cabina. La construcción era tan rígida
que, sin las modificaciones oportunas, sería imposible aguantar ahí dentro, y
menos en pleno desierto de piedras. Joe montó unos muelles debajo de la
cabina e instaló un asiento de conductor con suspensión neumática para
evitar que se le salieran los riñones cuando recorriera a cien kilómetros por
hora un trayecto plagado de piedras y socavones. Para alcanzar una velocidad
tan grande, descomunal para una pala cargadora, elevó el número de
revoluciones sustituyendo el muelle de la bomba de alimentación de
combustible por uno más resistente. Después de esa intervención el motor
alcanzaba las dos mil quinientas revoluciones; el establo albergaba un
vehículo de carreras de casi nueve mil kilos.

Página 210
Nos enteramos en Halle, después de un exasperante torneo en el que me
había hecho a duras penas con el tercer puesto. Joe marcó el número de su
casa en el teléfono de la habitación del hotel, la ventana estaba abierta y a
través de ella llegaban los ruidos de la calle y el soplo de la primavera. Al
poco rato colgó el auricular con cuidado y me miró a la cara.
—Engel está muerto —dijo.
Lo único que comprendí en ese instante fue que sentía un ciego anhelo
por regresar al tiempo anterior a la noticia, cuando la construcción del mundo
aún no había sido desarticulada.
Joe quiso volver a casa inmediatamente. Yo habría preferido quedarme en
el hotel para reponer y vaciar el minibar hasta que el mundo hubiese
recobrado su estado original, pero poco después conducíamos en silencio a
través de la noche. Las luces del panel de mandos difundían un resplandor
verdoso; nunca antes había deseado con tal fuerza tener una voz para poder
expresar huecas palabras de espanto.
Sólo sabíamos que Engel había fallecido como consecuencia de un
accidente. Pensé en cosas triviales, en quién iría a buscar sus pertenencias, en
que el precio de sus obras se dispararía y en el tiempo en que los restos
mortales tardarían en dejar de parecerse a Engel. Me decepcionaba que la
muerte de un amigo no me provocara pensamientos más profundos. Entramos
en Lomark a las cuatro de la madrugada. El cielo estaba salpicado de
manchas claras que anunciaban un nuevo día, seguimos el Cuello Largo en
dirección al embarcadero del transbordador, hasta la casa paterna de Engel,
donde aún había luz. Joe soltó una palabrota. Creo que hasta entonces no
habíamos comprendido lo que la muerte de Engel significaba para su padre.
—Venga, vamos.
Joe me empujó por el camino enlosado que bordeaba el muro lateral de la
casa. En el salón, bajo la lámpara que iluminaba la mesa, se vislumbraba una

Página 211
figura encorvada. Nos habría gustado volver sobre nuestros pasos. Detrás de
la casa colgaban las nasas para las anguilas, que pronto comenzarían a
moverse por el lecho del río en busca de alimentos. De un viejo barril de
petróleo sobresalía un motor fuera borda. Joe llamó a la puerta trasera. Sonó
un ruido sordo antes de que se encendiera la luz de la cocina y Eleveld
abriera la puerta. Parecía que aún no había dormido nada esa noche.
—Chicos.
Joe se hallaba frente a él sin saber muy bien qué decir.
—Señor Eleveld, estábamos en Alemania… hemos venido enseguida.
¿Es cierto que Engel…?
—Es terrible, chicos. Terrible.
Le seguimos a través de la cocina, en mi vida había visto una escena más
desgarradora. Los patines de Engel colgaban de un clavo en la pared, en el
suelo había una hilera de viejos zapatos suyos, perfectamente alineados sobre
unas hojas de periódico.
Nos sentamos a la mesa del salón. Eleveld estaba solo en casa, esa misma
tarde un policía de París le había comunicado la noticia por teléfono.
—El hombre me preguntó si era el padre de Engel y me lo describió. Le
dije que, en efecto, era mi hijo. Entonces me anunció que tenía malas
noticias. Eleveld giró la cabeza. Sobre la mesa había todo tipo de
información de la funeraria Griffioen. Cogí los prospectos y, en un intento
por ocultar mi turbación, hojeé un libro que llevaba por título Ideas para
eventos funerarios. Para las esquelas se sugerían imágenes de sauces
llorones, barquitos en el mar, pictogramas cristianos y palomas con
guirnaldas en el pico. Hacia el
final me topé con los tipos de texto que Eleveld había marcado con una cruz:
6. Adiós.
10. Faltan las palabras.
19. Ya no necesitas luchar, ahora descansa en paz.
21. Los buenos recuerdos son tan dulces que sólo las flores pueden expresarlos.

Después de echar un vistazo al folleto adjunto, «Precios indicativos


correspondientes al libro Ideas para eventos funerarios», comprendí por qué
Griffioen conducía un Mercedes S600.
—Pero ¿cómo ha sido? —preguntó Joe—. ¿Lo sabe
usted? Eleveld sacudió la cabeza.
—Se me dan muy mal los idiomas… Si lo he entendido bien, a Engel le
ha caído encima un perro. Desde el balcón de un apartamento. Un perro.
Daba la impresión de que Eleveld no comprendía lo que acababa de decir:
que a su hijo le había caído encima un perro en París. Era tan surrealista que,

Página 212
por un momento, se abría una perspectiva alentadora: ¿y si no fuera verdad?,
¿y si Engel seguía vivo y sólo pretendía darnos un susto con alguna de sus
actividades artísticas? Sin embargo, bastaba con mirar al viejo Eleveld para
descartar esa posibilidad: de nuestra reacción seguramente se hubiera reído,
pero Engel jamás haría sufrir de esa manera a su padre. Su cuerpo llegaría
dos días más tarde, la compañía de seguros había contratado un transportista
de cadáveres que iría a recogerlo en un depósito frigorífico junto al Sena.
Salimos de casa de Eleveld al amanecer, la campana de Lomark daba las
cinco, por todas partes los pájaros entonaban su canto.
—Engel ha inventado la fuerza de la gravedad —murmuró Joe mientras
me instalaba en el coche.
Aun así tenía la misma duda que yo, porque al dejarme en casa dijo:
—No lo creeré hasta que lo vea.
Lo vimos el martes por la mañana. Ese día se instaló la capilla ardiente en
el tanatorio de Griffioen, acudí a ella en compañía de Joe y Christof. Uno de
los empleados cerró la puerta de un golpe suave, nos hallábamos a solas en la
estancia fría e insonorizada en cuyo centro se elevaba el féretro. Estaba
rodeado de cuatro grandes cirios.
—Pues es él —dijo Joe en voz baja.
Tuve que incorporarme y apoyarme sobre el respaldo de mi silla para
alcanzar a verle. Se encontraba bajo una fina tela de gasa que se tendía sobre
el ataúd. Debajo de la barbilla llevaba un fijador que le sujetaba la
mandíbula, tenía los labios incoloros y las mejillas hundidas. Sus
prominentes pómulos le conferían un aire de santo. Ése era Engel, mi primer
muerto. Se me dobló el brazo, así que me senté. El zumbido del dispositivo
de refrigeración que se situaba debajo del féretro ofrecía un monótono
réquiem por la pérdida de nuestro amigo. Desde el otro lado del ataúd
llegaban los sonoros sollozos de Christof. No le había oído llorar nunca. Su
llanto me irritaba. Emitía rítmicos sonidos al compás de su respiración. Como
si se apropiara de la memoria de Engel haciendo más ruido que nosotros.
De repente, comprendí que Joe, Christof y yo formábamos de nuevo una
unión de tres puntos, como cuando estábamos en el instituto y yo sólo
conocía a Engel como discreto ayudante de aguas menores.
Joe retiró la gasa del féretro y posó su mano lisiada sobre la mejilla de
Engel. Contempló con atención el rostro, visiblemente desencajado por el
choque. Ignorábamos qué clase de perro había sido, sólo sabíamos que el
animal se había caído del noveno piso de un edificio de apartamentos en un
suburbio de la capital francesa, justo en la cabeza del penúltimo Eleveld de

Página 213
Lomark. Existía una relación entre la familia Eleveld y los objetos caídos del
cielo, con independencia de que se tratara de perros o de bombas de mil
libras de peso lanzadas equivocadamente por las fuerzas aéreas aliadas.
Habría dado cualquier cosa por conocer los últimos pensamientos de Engel
antes de que se le presentase el destino disfrazado de Canis familiaris,
compañero fiel del ser humano desde hacía nada menos que quince mil años.

Esa tarde fui con mi madre a la tienda Ter Stal a por un traje. Mi brazo había
engordado tanto que apenas entraba en la manga de la americana —«¡Quién
te ha visto y quién te ve!», refunfuñó— y mis piernas deformadas iban a
poner a prueba su habilidad con la máquina de coser. No había calzado a
juego que se ajustara a mis pies, por lo que me pondría los mismos zapatos
grandes y toscos de siempre, aunque bien limpios y relucientes.
—Es por el hijo de Eleveld, ¿no es así? —preguntó la dependienta.
Aunque yo era de la opinión de que la chica no tenía por qué meterse en
los asuntos de los demás, mi madre se sumó de buena gana al coro de
mujeres que tanto se complace en cantar las tragedias ajenas.
—Es horrible —dijo—. Hay algunos a los que se les juntan todos los
males. Fransje era muy amigo suyo.
—¿Y el padre? Ya no tiene a nadie, ¿verdad? Primero su mujer, ahora su
hijo…
Mi madre levantó la mirada con devoción.
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—No solía venir por aquí —observó la dependienta—. Creo que
compraba su ropa en la ciudad, o al menos eso parecía.
Tiró de forma desagradable de la americana para quitármela, tensé un
poco los músculos con la esperanza de que acabara rasgando la prenda.
Salimos de Ter Stal con un traje negro de fibra sintética, era mejor no fumar
cerca de él porque ardía con facilidad.
El miércoles mi madre se presentó con el Lomarker Weekblad para
mostrarme la esquela. Por razones incomprensibles, Eleveld se había
decidido por el texto «Ya no necesitas luchar, ahora descansa en paz», más
propio de un anciano fallecido tras una larga y penosa enfermedad que de un
joven artista al que le había caído encima un perro.
—El pobre hombre desvaría —dijo mi madre, con dos alfileres entre los
labios, mientras arreglaba mi nuevo pantalón.

Página 214
Eran unos deliciosos días de primavera, la savia comenzaba a fluir en los
árboles, de los arbustos que crecían entre mi casa y el antiguo cementerio se
elevaba el tintineante gorjeo de los gorriones.
«Engel será enterrado el viernes por la mañana. Le encantaban las
flores». Desconocía ese detalle, pero el caso es que el viernes por la
mañana la tumba de Engel quedó invadida por ramos de flores envueltas
en crujiente papel de celofán. La ceremonia previa a la inhumación se
enmarcaba en el estilo habitual de Nieuwenhuis: la vacua retórica de la
resurrección y la pervivencia del difunto en nuestros recuerdos. No podía
comprender que aún hubiera quien encontrase consuelo en esas frases
vacías, resistentes al
desgaste como unas baldosas de cocina.
Había estacionado mi silla de ruedas en el pasillo, junto a la segunda fila,
donde estaban sentados PJ, Joe y Christof, en ese orden. No lograba
concentrarme en el oficio religioso dedicado a Engel. Vi de refilón que Joe y
PJ escuchaban la misa cogidos de la mano y estaba seguro de que ese dato
tampoco se le había escapado a Christof. Su reacción debía de ser parecida a
la mía. No nos quedaba más remedio que aceptarlo, aunque con una sonrisa
forzada, porque entre amigos esa rivalidad se manifiesta en secreto, ahí
donde la ardiente bestia de la envidia roe las rejas de su jaula y envenena
nuestra alma con susurros desconcertantes. Eso nos sucedía por igual a
Christof y a mí. La masturbación era el único antídoto eficaz, pero aun así la
paulatina recuperación de la energía después del orgasmo traía consigo el
irremediable regreso de los celos.
Me sentía dividido, como un río; en una de las riberas Joe era la persona a
la que más quería en el mundo, y en la otra se convertía en un adversario por
haber destruido mi sueño más preciado. No entendía cómo esas dos visiones
pudieran no sólo coexistir sino, además, alternarse en un abrir y cerrar de
ojos. Me había equivocado por completo: siempre había tomado a Christof
por mi mayor rival y, finalmente, fue Joe quien se apropió de ese papel.
Y para colmo PJ estaba cada día más guapa. Vestía un traje de chaqueta y
pantalón gris claro de lana fina, sus zapatos negros de tacón golpeaban el
suelo enlosado de la iglesia cuando salió delante de mí. Bajo la chaqueta
entallada, sus nalgas pedían a gritos ser acariciadas; un poco más arriba, en la
espalda, descansaba la mano de Joe, en el mismo sitio donde poco antes
había descansado la mano suave y sin asperezas del Amigo Escritor y, en un
pasado más lejano, la de Joop Koeksnijder. PJ tenía las caderas altas de su
madre.
La tumba se hallaba rodeada de muchachas anegadas en lágrimas. A

Página 215
algunas las conocía del instituto, por ejemplo a Harriët Galama e Ineke de

Página 216
Boer, e incluso estaba la temible Heleen van Paridon, que desde siempre me
había parecido una neurótica ama de casa obsesionada por la limpieza. A
otras no las había visto en la vida. Compañeras de estudios de Engel. Lucían
una indumentaria excéntrica que en la Academia de Bellas Artes debía de
pasar por la máxima expresión del gusto individual, aunque al final todas
terminaran pareciéndose entre ellas, pero eso no importaba. Una chica
extraordinariamente alta con grandes zapatillas de baloncesto de color
amarillo se encargaba de tomar fotos. Bajo su abrigo de espiguilla marrón
llevaba una enervante falda rosa chillona. El tremendo contraste con la
dulzura de su cara me hacía daño en los ojos.
Así que ésas eran las mujeres con las que había intimado Engel después
de abandonar Lomark. Se había acostado con ellas en un colchón tendido en
el suelo mientras sonaba un cedé de músicos maníaco-depresivos de largos
cabellos y que estaban ansiosos por morir. Concluido el acto habían comido
aceitunas y chocolate, embargados por un hondo sentimiento de unicidad e
irrepetibilidad. Y, de repente, la muerte de Engel había transportado a esas
chicas a Lomark. Se asombraban de las raíces provincianas de su amigo, y
del padre, que parecía un ciclista de la era de la televisión en blanco y negro.
Eleveld se encontraba en la primera fila del corro que se había formado
alrededor de la tumba, atento a la lectura de Nieuwenhuis que, ante la
proximidad de la Semana Santa, se había decidido por la carta de Pablo a los
corintios. Nos reveló el misterio de la vida eterna: no moriremos, sino que
seremos transformados. Ése era su particular movimiento envolvente para
mitigar el dolor y la incomprensión que suscitaba la muerte. En el lado
opuesto se hallaba Musashi, erguido y en atuendo de gala, para quien el
camino del samurái consistía en la firme aceptación de la mortalidad del ser
humano. Nieuwenhuis proclamaba que resonarían las trompetas antes de que
resucitáramos incorruptibles; Musashi no habla de lo que nada sabe. Sin
embargo, sabe cómo morir: «… cuando sacrificas tu vida, debes emplear a
fondo tus armas. Es incorrecto no hacerlo y morir mientras te quede un arma
sin desenvainar».
En el último capítulo de su libro, «El Vacío», añade: «Donde nada existe,
así es como se define el espíritu del vacío. La mente humana es incapaz de
abarcarlo». Musashi nos ofrece una única salida a la ignorancia:
«Conociendo lo que existe se puede conocer lo que no existe. Ése es el
vacío». Y la razón por la que Nieuwenhuis y Pablo me resbalaban como el
agua: su razonamiento no se cimentaba en lo existente, sino en una absurda
esperanza de redención.

Página 217
Escuché un ruido de grajillas en el cielo, alcé los ojos por reflejo para ver
si Miércoles estaba entre ellas. Una llama de añoranza me atravesó el pecho.
—Pero nosotros hemos de dar gracias a Dios —concluyó Nieuwenhuis
con voz agonizante—, que nos da la victoria por medio de Jesucristo, nuestro
Señor.
Mientras tanto, Engel seguía muerto y, poco a poco, se apoderó de mí la
insondable conciencia de que no volvería a verle nunca más. Nunca más.

En el restaurante Het Karrewiel había bocadillos de jamón y de queso. El


hambre que se siente después de enterrar a un ser querido resulta
reconfortante; no cabe duda de que el hambre es una señal de vida. Comer
bocadillos nos diferencia de la persona a la que hemos dejado en la tumba.
Comemos, luego vivimos; ellos no comen, sino que son comidos, luego están
muertos. Los bocadillos de Het Karrewiel nos hacen regresar con un
sentimiento de alivio de la antesala del reino de la muerte; nuestra hora aún
no ha llegado.
Esperaba que siguiéramos juntos toda la tarde, pero, al salir del
restaurante, cada uno tiró por su lado. Joe y PJ se fueron caminando hasta la
Casa Blanca. Christof se largó con una mueca amarga en la boca, aún no
estaba habituado a la presencia de tan excepcional rivalidad en el corazón de
nuestra amistad. Yo volví a casa y ahí, sentado, dentro de mi absurdo traje,
supe que el mundo había cambiado de forma irreparable. Y aún no habíamos
llegado al final, estaban por venir otros acontecimientos decisivos. Con la
muerte de Engel, nuestra construcción social había perdido una de sus
piedras angulares y algo dentro de mí me decía que pronto saldrían a la
superficie más signos de disolución.
A las seis abrí una lata de salchichas. Las eché en un plato y las calenté
en el microondas. Antes de ponerme a comer, las unté de mostaza porque el
sabor de salchichas sin mostaza me recuerda a las degeneradas gallinas de los
campos de exterminio de las granjas industriales. Me pasa algo parecido
cuando como chuletas o lomo. Entonces me ronda la cabeza una única idea:
SUFRIMIENTO PORCINO. Me comí las salchichas con la oreja puesta en
un programa de arte de Radio 1 en el que la entrevistadora se interesaba
sobre todo por la persona del artista y apenas le preguntaba por su obra. No
cambié de emisora porque a veces se desprendía de ella una chispa de
originalidad que servía para contrarrestar mi tendencia a esperar poco o nada
de las cosas de la vida. Sospeché que, algún día, las chicas que se habían
congregado en

Página 218
torno a la tumba de Engel intervendrían todas en ese tipo de programas, con
la seriedad de una criatura que se queda contemplando atónita la primera
caca dejada en el orinal. Los de la radio jamás hablaban de la lucha de brazos
ni de las palas cargadoras, eran mundos ocultos para ellos.
Cuando iba por la mitad de las salchichas se anunció una entrevista con el
escritor de una novela aparecida recientemente que se titulaba Por una mujer.
Arthur Metz. Tardé unos segundos en asimilar que acababan de nombrar al
Amigo Escritor. En mis pensamientos jamás le había llamado por su
verdadero nombre; eso habría significado reconocerle la condición de
hombre de carne y hueso que amaba a PJ; el seudónimo, en cambio, me
permitía tomar distancia de esa abominable realidad. Pusieron una canción,
después volvió la entrevistadora. Escuché con atención.
—Hoy está aquí con nosotros el poeta y escritor Arthur Metz. La pasada
semana se publicó su novela Por una mujer. El autor ha acudido a nuestros
estudios para hablarnos de este libro. Bienvenido, Arthur.
Se oían unos crujidos confusos.
—Acércate un poco más al micrófono, Arthur, para que se te entienda
mejor. Quizá deba contar a nuestros oyentes que el narrador de tu novela es
un escritor que, en mi opinión, se parece mucho a ti. Sin embargo, la primera
pregunta que me asaltó al leer tu libro fue de dónde te viene el personaje
femenino: Tessel. Es la heroína trágica de la historia y me parece que
representa a la mujer moderna con todos sus problemas, entre ellos la
obcecación por la eterna juventud y la permanente lucha contra el sobrepeso,
dos cuestiones con las que muchas mujeres podrán identificarse. ¿Podría
decirse que con Por una mujer has pretendido escribir una novela
costumbrista contemporánea?
La respuesta se hizo esperar un poco, el escritor empezó por aclararse la
garganta. La primera palabra inteligible que pronunció fue «eh».
—El libro podría haberse llamado de otra manera —dijo por fin—. La
puta del siglo o algo similar, pero esa opción no… eh… no convencía al
editor.
—¿Por qué La puta del siglo? —reaccionó la entrevistadora—. Suena a
ajuste de cuentas personal. ¿Es así cómo hay que interpretarlo?
—Todas las grandes novelas nacen de un ajuste de cuentas personal.
—¿Quieres decir con eso que has vivido en persona lo que narras?
—Eh… no escribo nada que no entre dentro de las posibilidades de mi
propia existencia.

Página 219
Metz expulsaba sus palabras una a una como una tortuga que pone sus
huevos en un agujero de la playa.
—Es una respuesta muy vaga. ¿Podrías explicarte un poco más? ¿Qué
entiendes por las posibilidades de tu propia existencia? ¿Te refieres a que en
este libro has descrito una historia posible pero no real?
—Eh… sí.
—¿Afirmas, por tanto, que es pura ficción?
—Bueno, muchos escritores se cruzan en algún momento de su vida con
una mujer que eh… se empeña en ser su musa. Tessel vive con la terrible
conciencia de que ella misma está vacía por dentro y de que, por otro lado,
tampoco llena la vida de nadie con eh… amor. Para olvidarse de sí misma,
aspira a ser lo más importante en la vida de alguien. Con un escritor eh… si
puede ser.
—Pero ¿por qué?
—Ahuyenta sus sentimientos de vacío y de eh… falta de sentido con
ataques de voracidad bulímica, por una parte, y con maniobras de seducción,
por otra. Se busca un escritor para pasar a la eternidad como su musa y
recobrar así su eh… autoestima. Contra el vacío. Un parásito bellísimo pero
peligroso…
—Durante la lectura me dio, en efecto, la impresión de que Tessel es un
ser tan monstruoso como indefenso. Llegas a escribir que es «musa de
profesión», una musa sin artista que la inmortalice. ¿Has conocido alguna vez
a una mujer así en la que te hayas inspirado para este libro? A mi parecer, no
se puede negar que tu novela tiene un fuerte componente autobiográfico.
Tras un silencio relativamente largo se escuchó el chirrido de una
ruedecita sobre una piedra de mechero, seguido de unos resoplidos de humo
de tabaco inhalado con manifiesto placer hasta los rincones más lejanos de
los bronquios.
—Primero pondremos un poco de música —anunció la entrevistadora—.
Os dejo con Suzanne, un magnífico tema de Leonard Cohen.
Era una canción demasiado bonita para ese día de mierda; por mis
mejillas corrían lágrimas gruesas y liberadoras. Me habría gustado que durase
más tiempo, pero ya se reanudaba la entrevista con el escritor.
—Según me has comentado mientras sonaba la música, has escrito este
libro en muy poco tiempo. ¿Por alguna razón en particular?
Metz murmuró algo sobre la necesidad y la rabia, en el fondo no parecía
estar muy dispuesto a hablar de su libro.

Página 220
—Abordas, además, una cuestión muy polémica —dijo la entrevistadora
cambiando de tercio—. Sostienes que la violencia física contra las mujeres es
la consecuencia lógica de cualquier relación íntima. Aunque las escenas en
las que el escritor maltrata a Tessel figuran entre las más repulsivas del libro,
quizá sea más chocante todavía que aparentemente justifiques esa violencia.
—La violencia eh… se manifiesta bajo muchas formas diferentes,
muchas más de las que piensa la mayoría de la gente. Tal vez haya que
examinar primero el eh… resultado, es decir, las consecuencias de la acción
humana, antes de juzgar si se trata o no de violencia. De ese modo se
neutraliza la eh… estricta separación entre el agresor y la víctima.
Repitió una vez más la palabra «víctima», al parecer para sí mismo, como
si fuera una palabra desconocida.
—¡Pero la violencia contra las mujeres es injustificable en cualquier
circunstancia!
—No eh… justifico nada —replicó una voz muerta de cansancio—. Me
limito a registrar una evolución. Como eh… amigo de la verdad.
Y ahí se terminó la conversación; la enojada entrevistadora intentó
despertar al escritor lanzando alguna de sus indirectas moralizantes, pero
Arthur Metz se hallaba sumergido en las ciénagas de una desdeñosa
melancolía.
Sentí una tremenda curiosidad por la novela, sabía que el personaje de
Tessel había sido creado a imagen y semejanza de PJ; resultaba francamente
apasionante descodificar los mensajes del escritor a través de las ondas de la
radio. Tenía la seria sospecha de que Tessel era un nombre cifrado: el
apellido de PJ significaba «isleño/a», y Tessel era una clara referencia a la
isla de Texel. Además, Metz practicaba el transparente estilo de
argumentación de los depresivos que creen tener la razón de su parte, y eso
me interesaba.
En mi plato quedaban tres salchichas frías, sobre la mostaza empezaba a
formarse una costra oscura que en menos de veinticuatro horas se habría
agrietado.
A la mañana siguiente fui a la librería Praamstra, de corte cristiano y muy
bien surtida para quienes buscaban títulos como Hacia una conversación
personal con Dios o El evangelio de Jesucristo en la vida de sus hijos.
Encargué la novela Por una mujer. Autor: Arthur Metz; plazo de entrega: «Si
todo va bien, está aquí en dos días hábiles, pero a veces tarda una semana,
prefiero avisarle».

Página 221
Para poder optar a algo en el campeonato internacional de lucha de brazos
que tendría lugar en Poznan el 6 de mayo, necesitaba alcanzar una condición
física excelente. Joe estaba convencido de que Islam Mansur acudiría al
torneo, no iba a renunciar a la posibilidad de hacerse con un primer premio
de quince mil florines. Endurecí el régimen de entrenamiento siguiendo mis
propios criterios. Aunque seguía viendo a Joe los días laborales —durante el
fin de semana estaba en Ámsterdam con PJ o en la granja de Rinus el
Marrano, con su pala cargadora—, no le comenté nada de lo que había
escuchado en la radio. «Lo torcido no se puede enderezar y lo que falta no se
puede contar», dice el Eclesiastés.
El jueves pasé por Praamstra a recoger mi ejemplar de Por una mujer,
trescientas dieciséis páginas, veintinueve florines y medio. Era indudable de
que en Ámsterdam PJ llegaría a ver el libro, pero me temía que no le iba a
hacer ninguna gracia. Desde luego su personaje no había salido muy bien
parado en la presentación del libro en la radio. Me daba la sensación de llevar
encima un expediente médico secreto y comencé a leer nada más llegar a
casa. La trama no me interesaba lo más mínimo, sólo quería conocer a
Tessel.
La encontré en el capítulo «La vomitadora», que comenzaba por una
descripción del contexto sociocultural de los trastornos alimentarios:
En 1984 se preguntó a las lectoras de la revista Glamour en qué consistía para
ellas la máxima felicidad, dando por supuesto que las respuestas serían las de
siempre: tener mucho dinero, disfrutar de la vida, pasar unas vacaciones de sol y
playa… Pero ahí los encuestadores pecaron de ingenuidad: el cuarenta y dos por
ciento contestó que la pérdida de kilos era la llave para la felicidad. En esa misma
década nació Tessel, de padres sudafricanos. Era sensible, inteligente y gorda.
Tessel se crió en una sociedad en la que el sobrepeso era condenado como una
demostración de debilidad y evidente falta de autocontrol.
Tras la emancipación de la mujer llegó el culto al cuerpo libre de grasas. La
industria alimentaria, textil y cosmética impuso un modelo que convertía la esbeltez
en sinónimo de belleza y éxito. Nunca en toda la historia de la humanidad, las
medidas ideales de la mujer fueron determinadas con tal precisión. Ninguna

Página 222
dictadura logró implantar una cultura corporal tan omnipresente; el ideal físico del
Tercer Reich fue posible gracias a la industria moderna. En los medios
publicitarios, un cuerpo sano y esbelto con un índice de masa corporal equilibrado
se presenta como único camino hacia la autoestima, la amistad con otros individuos
sanos y atractivos y la satisfacción profesional.
En cuanto Tessel tomó conciencia de su sexualidad, entraron en su vida los
espejos del cuarto de baño y las superficies de cristal reflectante de los espacios
públicos. Era bastante atractiva, con rizos rubios y un rostro ancho y hermoso que
recordaba el de las chicas esquimales, pero su aparato motor se hallaba envuelto en
una capa de grasa visiblemente mayor que la de las demás chicas (en su mayoría
blancas) de su clase. Sus rótulas parecían hundidas por el tamaño de sus muslos y,
cuando miraba hacia abajo, su cuello adoptaba la forma de una gorguera carnosa. El
despertar sexual de Tessel llevaba incorporado un sentimiento de repulsa hacia su
propio cuerpo.
Los grandes acontecimientos influyen más bien poco en nuestras vidas; un
comentario circunstancial o un hecho fortuito pueden causar un mayor impacto en
la trayectoria vital de una persona que la llegada del primer hombre a la Luna o el
descubrimiento de la estructura del ADN. En la vida de Tessel, la frase decisiva
salió de boca de su madre, una tarde bochornosa en la que andaban buscando
zapatos nuevos en una calle comercial de Ciudad del Cabo. «Mira, haríais buena
pareja», dijo su madre, y Tessel comprendió lo que quería decir. Delante de ellos
caminaban una madre con su hijo, y el muchacho tenía unos cuantos kilos de más.
Vestía un pantalón corto que dejaba a la vista sus pantorrillas regordetas y en la
cabeza llevaba una gorra de los Springboks. Fue un gran error pedagógico. Tessel
se quedó helada.
El niño gordo de la calle comercial pasó a ser su única perspectiva de futuro.
Besaría a niños gordos, se sentaría al lado de niños gordos en el colegio y en la
universidad, se casaría con un niño gordo y daría a luz a niños gordos. Pensó en
suicidarse.

Aparté la vista del libro y noté que tenía la cara roja y caliente, como si
estuviera leyendo clandestinamente el diario de alguien, peor aún, el de PJ.
¿Le había confiado a Metz todos esos detalles mientras estuvo enamorada de
él, antes de que se separaran en medio del odio y la brutalidad? Era lectura
barata y sensacionalista. Por suerte, Metz escribía mejor de lo que hablaba. El
escritor proseguía:
Para cuando Tessel comenzó a barajar la posibilidad de poner en práctica sus
planes de suicidio, sus padres decidieron emigrar a los Países Bajos. El futuro de
Sudáfrica se les aparecía como una orgía de violencia y una lucha de todos contra
todos. Tessel entendió que podía aprovechar esa ruptura en su trayectoria vital para
dejar tras de sí su vida de gordita. Se le abría la posibilidad de una nueva existencia
mucho más llevadera. Empezó por no probar bocado en el avión. Interpretó la
sensación de hambre con la que llegó al aeropuerto de Schiphol como el primer
triunfo sobre su viejo yo.
Al principio, la familia tenía un domicilio provisional. Tessel perseveró en su
dieta de hambre, dando muestras de una impresionante fuerza de voluntad. Tan sólo
comía lo imprescindible, más que nada para tranquilizar a sus padres. Perdió quince
kilos en dos meses y luego otros siete antes de que se mudaran a la nueva casa.
Así fue como entró en su nuevo entorno, donde nadie sabía que antes había sido
una chica gorda, donde nadie había visto nunca una fotografía suya de Sudáfrica.
Tessel comprobó con asombro que la encontraban guapa, no sólo guapa sino

Página 223
guapísima; tenía amigas, y los chicos se enamoraban de ella. La metamorfosis se
había completado con éxito. En realidad, Tessel había quedado reducida a la mitad,
pero aun así se seguía sintiendo gorda. Tardaría años en acabar con el reflejo de
dirigirse a las tallas grandes en las tiendas de modas.
Bajo la presión de los suyos, Tessel renunció a la dieta de hambre. La sustituyó
por un régimen estricto basado en pequeñas cantidades de alimentos pobres en
grasas y bajos en calorías. De vez en cuando, algo dentro de ella se oponía a esa
embotadora disciplina, dando lugar a ataques de voracidad, momentos en los que se
permitía a sí misma transgredir todos los límites, dejarse llevar y sepultar sus penas
bajo pasteles, galletas, patatas fritas, helado y chocolate. Luego se arrepentía de
haber infringido sus propias reglas y lo vomitaba todo en el baño.
No hacía falta ser ningún experto para establecer el diagnóstico: bulimia
nerviosa.
Es sabido que la imagen que tienen las enfermas de bulimia de su propio cuerpo
no se ajusta al volumen real. Donde todo el mundo ve proporciones normales, ellas
perciben en el espejo a un monstruo hinchado. Vomitar es la única forma de
controlar al monstruo, los sentimientos de vergüenza refuerzan aún más la soledad.
Para las mujeres que padecen bulimia, el mundo es un espejo deformante en el que
procuran adoptar una y otra vez la postura correcta.
A quien no está habituado a devolver le puede parecer un acto doloroso e
intenso, pero a la que vomita no le cuesta nada. Ha aprendido a devolver de tal
modo que nadie se entera: ni ojos rojos ni aliento ácido. Se mete un cepillo de
dientes o una cuchara en la garganta y, si no tiene nada de eso a mano, le basta con
ponerse dos dedos en la campanilla. La tapa del inodoro está levantada, la vista le
echa para atrás, pero se sobrepone y piensa: «Ahí va».
En el caso de Tessel, el efecto dañino del ácido gástrico sobre la dentadura
(rápida desintegración del esmalte y aparición de caries) no suponía mayor
problema: su padre era dentista.

Con eso se desvaneció mi último resquicio de duda. No podía sino tratarse


de PJ Eilander. Su secreto estaba ahí, en la mesa, a la vista de mis ojos.
Tessel se mantenía en su peso con la forma más invisible de automutilación:
vomitar. Dentro de ella iban creciendo el vacío existencial y la convicción de su
propia inutilidad. Eran sus últimos sentimientos auténticos. En el mundo exterior
reaccionaba a las emociones ajenas con comportamientos imitados: sabía que al
dolor se respondía con consuelo y que la alegría se reforzaba confirmándola. Tessel
ya sólo conocía emociones derivadas, ecos de un tiempo en el que era gorda e
infeliz. Su interior había quedado devastado, sumido en el frío y la desolación;
desde las ruinas emergían gritos de auxilio de niñas y niños gordos ahogándose en
su propia grasa.
Lo peculiar del caso era que la vida de Tessel se dividía en dos partes: una en la
que había sido gorda e infeliz, en un continente lejano, y otra en la que la deseaban
y donde, fuera del núcleo familiar, no existían reminiscencias de quién y cómo
había sido antes. En su interior eliminó cualquier recuerdo de ese personaje
anterior, de una vida llena de dolor con sentimientos profundos y verdaderos. Nada
de eso salió a la superficie; Tessel parecía como una chica inteligente, con un
sentido de humor por encima de la media, y de trato muy agradable.
Su desarrollo sexual transcurrió con normalidad: empezó besándose con unos
cuantos chicos y a los dieciséis años fue desvirgada por un joven turco en la
localidad costera de Alanya, donde pasaba las vacaciones en compañía de sus
padres y una amiga. Con diecisiete años se echó el primer novio de verdad, un
chico de su pueblo que tenía todas las de perder. Tessel lo dominaba por completo,
había comprendido que la belleza y la falta de escrúpulos le conferían un poder
ilimitado. En cuanto se
Página 224
fue a la universidad, se olvidó de él con la facilidad de quien pierde una horquilla
del pelo. El muchacho había cumplido su papel: le había permitido explorar y
refinar las posibilidades del sexo como arma. Estaba preparada para retos mayores.
Así era Tessel cuando yo la conocí. Se me acercó una tarde durante las anuales
Jornadas de Literatura de la Facultad de Letras. Y saltaron chispas. Cuatro días más
tarde nos acostamos juntos por primera vez; en mi cama yacía un bellísimo
monstruo sin escrúpulos.

Me vino a la mente la conducta de PJ en la ciudad de los ratones, pensé


en cómo había atosigado y aislado a aquel ratoncito muerto de miedo. Joe y
yo, cada uno por nuestro lado, nos habíamos sentido incómodos ante esa
actitud. Daba prueba de una crueldad impropia en una chica y ponía de
manifiesto un rasgo suyo que preferíamos ocultar.
Me sentía más feliz que nunca; Tessel combinaba una ternura conmovedora con
una entrega sexual pornográfica. Fue sin duda la mujer más divertida a la que
conocí jamás. Estar con ella era un sueño porque me daba todo lo que deseaba:
atendía por encargo. Logró hacer realidad un auténtico milagro: para sus padres era
la hija ideal, para sus profesores una estudiante de talento y para sus compañeros de
copas una fulana lujuriosa que bailaba sobre las mesas de los bares y seducía a los
hombres. Y para mí… para mí era el gran amor. Me daba lo que más quería, y yo
deseaba creérmelo. Tessel alimentaba la esperanza, la esperanza de un amor
predestinado, de dos mitades separadas que se reencuentran entre millones de
personas.
Reflejaba con total exactitud lo que se exigía de ella en cada situación social. Su
imitación era perfecta salvo en un punto: había una esfera de su vida a la que no
tenía acceso porque no la conocía ni la comprendía. Esa esfera se llamaba
intimidad. No podía imitarla, del mismo modo que un camaleón no puede adoptar
el color blanco.
Para Tessel, el sexo era el sucedáneo de la intimidad.
¿Cómo iba a saber yo que desde el primer momento dormía con otros? El día
que encontré en su teléfono móvil un mensaje corto del que pude deducir que tenía
al menos un amante, le propiné dos puñetazos en la cara.
Tessel anhelaba ser deseada por muchos hombres para contrarrestar la
maldición de su madre: con un valor de mercado tan bajo, sólo atraería a niños
gordos. Cuando descubrí por una absurda casualidad que la cosa continuaba, volví
a golpearla y, además, la violé. Tessel se corrió entre lágrimas y dijo que jamás
había disfrutado tanto. Por entonces tenía nueve amantes más. Cada polla que
entraba en su cuerpo le confirmaba que era guapa y atractiva. Aun así la sensación
liberadora nunca duraba mucho, porque en su fuero interno no estaba convencida
de su belleza. Saldría de nuevo en busca de hombres, sería de nuevo deseada,
extendería de nuevo las alas del éxtasis y regresaría de nuevo, decepcionada, a la
imagen rolliza y fofa que tenía de sí misma. Como contrapeso necesario, tendría
siempre un novio fijo para sentirse protegida y preservar la apariencia de
normalidad.
En algún momento de esa época convulsa le comenté: «No podrías haberme
hecho más daño».
Se quedó un rato pensativa y después me contestó impasible: «Pues no te
creas». No seguí preguntando.
Tessel era la Puta del Siglo.

No pude seguir leyendo de tanto como temblaba. Estaba escuchando a un


hombre que se preguntaba consternado cómo había podido amar a una mujer
Página 225
que había sido un mero reflejo de sus propias expectativas de mujer. El

Página 226
escritor disecaba el cadáver con mano firme. Su análisis era tan brillante
como aterrador.
Después de Metz le había llegado el turno de Joe. Yo era el único que
poseía todas las piezas del rompecabezas; conocía a PJ desde antes de su
encuentro con Metz, sabía por quién había sido sustituido el escritor y,
aunque por un instante me asaltó la duda, decidí que Joe debía leerlo todo,
porque se le avecinaba una catástrofe.
Cuando vino a verme, le acerqué el libro con gesto solemne. Lo tomó en
las manos, contempló la cubierta (un detalle de un cuadro borroso que
representaba el cuerpo de una mujer), leyó el texto de la solapa y lo dejó de
nuevo en la mesa. Frunció el entrecejo.
—No entiendo que leas esta basura —sentenció.
Y no volvió a sacar el tema nunca más. En realidad, Metz había previsto
la reacción de Joe al detalle: «Nos negamos a verlas como son y así
aumentamos el daño que nos acabarán haciendo algún día».
—Por cierto —dijo Joe desde el vano de la puerta—, quiero que PJ se
venga con nosotros a Poznan. ¿Te parece bien?

Partimos el 5 de mayo por la mañana temprano. Era el día de la Liberación y


en muchas fachadas ondeaba ya la bandera. Hacía exactamente un año que
Joe había lanzado su propuesta, animándome a que me iniciara en la lucha de
brazos; desde entonces Poznan siempre había estado en el horizonte como
una promesa, era el torneo más importante de todos. Pese a la estrambótica
vorágine que nos había engullido desde el episodio de Rostock, me había
entrenado hasta la saciedad, en solitario y con Hennie Oosterloo. Con él
ensayé diferentes estrategias de apertura y más de una vez dejé que empujara
mi brazo casi contra el tablero para aprender a remontar desde posiciones que
aparentemente no ofrecían salida. Por lo demás, Oosterloo no me aportó
nada, mi superioridad ya no tenía vuelta de hoja.
Con Joe y PJ me comportaba con total normalidad. Como si no pasara
nada, ni celos, ni literatura reveladora, todo igual que siempre. Estaba
dispuesto a que los acontecimientos siguieran su curso natural. Me limitaría a
actuar como un observador imparcial y distante. Joe había ignorado mi
advertencia, la veda estaba abierta. Un día vendría a verme con las orejas
gachas y me pediría el libro para echarle un vistazo, arrepentido de su
ceguera voluntaria.

Página 227
El viaje a Poznan nos llevaría como mínimo diez horas de conducción.
Joe estaba aferrado al volante, de vez en cuando PJ le daba un masaje en el
cuello, veíamos la imagen de un amor absolutamente armonioso. Por
momentos el pasado reciente no parecía más que una malévola invención,
entonces nos reíamos y Joe y PJ entonaban canciones, como si Engel no
estuviera pudriéndose en su tumba y jamás se hubiera escrito ese libro
ominoso.
Llegamos a Poznan a última hora de la tarde con el motor echando humo.
Joe aparcó el Oldsmobile en la puerta del hotel Olympia, un coloso sin alma
de la era del socialismo, con un sinfín de pisos y suficientes camas para dar
cobijo a un ejército.
—¡Mirad eso! —dijo Joe al entrar en el vestíbulo.
Señaló con el dedo el reloj digital que colgaba en la pared. Marcaba tanto
el día como la hora: 5.5.19:45. Tardé un rato en comprender que era la fecha
exacta del día de la Liberación, una coincidencia estimulante que no duraba
más de un minuto, hasta que el reloj cambió a 19:46 y el momento pasó. Joe
pidió dos habitaciones, una para PJ y él y otra para mí, de acuerdo con la
nueva situación.
Joe llamó a mi puerta y entró.
—¿Está todo controlado? ¿El baño y demás?
Se dejó caer en el sillón junto a la ventana y miró hacia la calle.
—Chico, estoy molido. Mañana es el gran día, François.
Y al cabo de un rato:
—Creo que me voy a la cama, sigo viendo las líneas de la carretera.
«¡Joe, por favor, mírala a ella como cuando me miraste en el dique y me
viste! ¡De verdad, no sabes dónde te estás metiendo…!».
—Nos vemos mañana por la mañana, Fransje. Si necesitas algo, marcas
un cero seguido de 517, es el número de mi habitación.
Desde la ventana sólo se veía hormigón y asfalto. La luz del atardecer
teñía los objetos de naranja; también en Poznan abundaban las muestras
humanas de presunción y autocomplacencia. Cerré las cortinas de plástico
grueso para volver a abrirlas enseguida; cuando fuera aún es de día, los
interiores oscuros me deprimen, será porque me recuerdan a la muerte. Desde
el día en que nos despedimos de Engel tampoco soporto ya el olor a
estearina, tan indisolublemente unido a la capilla ardiente. Me puse a releer
Go Rin No Sho, pero no lograba concentrarme. Al final, contemplé la llegada
de la oscuridad mientras allí abajo los polacos vivían sus vidas y mi interior
se veía

Página 228
abrumado por la avalancha de impresiones. Ya no había nada que yo pudiera
hacer.

El torneo se disputaba en un polideportivo al sur de la ciudad. Dos mesas de


competición, cincuenta y siete participantes, más o menos la mitad de ellos
pesos ligeros. Mucho nivel. Justo antes de que el gong anunciara el inicio de
los dos primeros combates, por fin entró el hombre al que tanto había
esperado: Big King Mansur. Aunque la escena resultaba tan emocionante
como, por ejemplo, la entrada de un Mohamed Alí y me parecía digna de que
un número par de vírgenes hubieran esparcido pétalos de rosas ante los pies
del protagonista, en realidad simplemente estábamos viendo a un negro
entrando en un polideportivo destartalado. Ni siquiera era muy alto, más bien
rechoncho, con unos hombros inusualmente anchos. Al tener la cabeza
rapada, la luz que penetraba por las ventanas alargadas se reflejaba en su
cráneo. Iba acompañado de una mujer menuda con gafas de sol que, a juzgar
por su clásica fragilidad, no podía ser sino francesa. Era el tipo de mujer con
la que se casan los tenistas y los futbolistas y a la que se ve en la televisión,
sentada en la tribuna, con las manos en la boca en los momentos de máxima
tensión.
Joe me dio con el codo, moví la cabeza en señal de que le había visto.
Mansur y la mujer se buscaron un rincón tranquilo —el único que había en
aquella sala llena a rebosar— y luego el luchador mandó a la mujer a por dos
sillas. Mansur se quitó la cazadora y la camiseta con unos movimientos
lentos y precisos y hurgó en su bolsa de deportes hasta que encontró una
camisetilla minúscula. Cuando introdujo los brazos por las bocamangas, vi
aparecer sus imponentes latissimi dorsi, un grupo de músculos que en los
deportes de fuerza también se conoce como «alas». Joe explicó a PJ quién era
Big King Mansur: el invencible campeón del mundo, una auténtica bestia, el
temible número uno.
—¿Y a Fransje le toca luchar contra él? —preguntó.
—A lo mejor —dijo Joe—. Con un poco de suerte.

Entre el público abundaban los cuerpos anticuados, rectos, gordos y blancos,


al igual que en Rostock. Calculamos que me enfrentaría a Islam Mansur en el
cuarto combate, a condición de que ganara los anteriores… Los dos primeros
combates no me costaron mucho trabajo, pero estuve en un tris de perder el

Página 229
tercero a favor de un hombre al que ya había visto en acción en Lieja, un
negro de Portsmouth. Hasta que pensé en Islam Mansur, en mi ilusión de
luchar contra él, en que mi sueño podría verse cumplido. Vencí al inglés por
los pelos.
Tuve que apurar dos botellines de cerveza para controlar los temblores de
mi brazo. PJ me dio un masaje en los hombros, Joe se paseó atormentado de
un lado a otro. ¿Sería capaz de oponer resistencia a Mansur? ¿Cabía la
posibilidad de que el Big King tuviera un momento de debilidad o de
distracción? Las manos de PJ me provocaron estremecimientos de placer,
sorbí la cerveza como una bomba de gran potencia. Llegó el momento. Vi de
reojo que Mansur se apartaba de su rincón y se encaminaba al centro de la
sala; era una máquina humana perfecta. Joe me empujó hasta la mesa de
competición y me ayudó a sentarme en el taburete. Posó las manos en mis
hombros —noté el vacío de los dedos que le faltaban en la mano derecha— y
me miró a los ojos.
—Confío en ti —dijo, y me soltó.
Me encontraba solo frente a una fuerza de la naturaleza. Mansur tomó
asiento.
¡Santo del brazo, ya era hora!
Mansur agarró el asidero (su brazo izquierdo era igual de fornido que el
derecho, podría medirse con dos adversarios a la vez) y colocó el codo en el
box. Sólo entonces me miró; ojos saltones, mucho blanco. Tenía las palmas
de las manos claras, puse mi brazo sobre la mesa y entrelazamos nuestras
manos. Puro hierro. Era como si apoyase mi mano contra un edificio caliente.
Por lo que había visto en los anteriores combates de Mansur supe que
como estrategia de apertura se decidía unas veces por el golpe de fuego y
piedra y otras por el golpe de las hojas carmesí («El golpe de las hojas
carmesí consiste en desviar el sable del adversario hacia abajo. Debes
controlar su sable con la fuerza de tu espíritu»). Me preparé. La mano de
Mansur se notaba seca y suave por dentro, la mía pequeña y húmeda. Me
miró ininterrumpidamente, eso formaba parte de su táctica de hipnotizar al
contrincante con una mirada fija y penetrante. En alguna entrevista había
afirmado que su mayor fuerza residía en «su interior». «Una mente
concentrada permite abstraerse de lo que pasa alrededor. Toda la atención se
centra en el adversario». Aunque pueda parecer banal, sentí de veras cómo se
contraía su energía y cómo me absorbía su mirada. Pasé a ser el núcleo
ardiente de su atención, extraído del entorno por el poder de atracción de sus
ojos.

Página 230
—Go!
Tensé todo el cuerpo en un gesto mecánico y advertí cómo esa mano de
gigante atraía hacia sí toda la fuerza. Por un instante me sustraje a su mirada
y me fijé en su brazo, donde los palpitantes músculos parecían estar a punto
de reventarle la piel. Luego volví a ocupar mi posición en su campo visual.
Por fin nos habíamos convertido en el centro del universo, Mansur y yo, y me
embargó un profundo sentimiento de gratitud y de satisfacción. Se había
hecho justicia. Sabía que el resultado daba igual, que sólo importaba la
ineludibilidad del momento, el choque entre dos cuerpos celestes que se
habían perseguido por el inmenso universo, dos fuerzas ávidas de belleza y
destrucción. El impacto se desarrolló con lentitud y en absoluto silencio.
Resistí el ataque, mi defensa se había perfeccionado con el paso del
tiempo. Los músculos cervicales de Mansur se veían tensos como cuerdas, de
su hombro emergía una pequeña colina que no había apreciado en ningún
otro luchador. Alguien gritaba. ¿Era PJ? Seguí el curso de una arteria en el
antebrazo de mi rival. Durante toda mi vida había buscado y aspirado a algo
puro y libre de defectos, y en el estado onírico generado por tan
extraordinaria medición de fuerzas me vino a la cabeza una historia que
versaba sobre la perfección. Hablaba de unos artesanos chinos, maestros del
arte del lacado, que subían a bordo de una nave y no comenzaban a trabajar
hasta encontrarse en alta mar; en tierra, diminutas partículas de polvo
ensuciarían y estropearían su fina labor.
La unión que formábamos Mansur y yo pertenecía a esa categoría,
perfecta, sobrehumana. Nos hallábamos fuera del tiempo y del espacio,
escuchaba el ruido de la sala como si saliera de lo hondo de un valle. Mucho
más nítido me resultó el brusco sonido de una rama seca partiéndose en dos a
la altura de mi oído derecho. Sentí que perdíamos el equilibrio y que éramos
arrojados de vuelta al mundo, hacia el fin de todo.
Sólo entonces noté un dolor atroz y enloquecedor en el antebrazo, como
si ardiese en llamas. Vi que Mansur soltaba mi mano con cara de asombro.
Hacia la mitad de mi antebrazo, el dolor se concentraba en un nudo
abrasador, era consciente de que me había roto un hueso. Mis músculos
habían aguantado la fuerza sobrehumana de Mansur, pero no así el radio o el
cúbito. Se había fracturado como una rama: grité de rabia y de dolor. Joe se
precipitó hacia mí.
—¡Fransje! ¡Oh, no, mierda!
Sacudí la cabeza, era el fin de todo, los huesos habían demostrado ser mi
talón de Aquiles, tendría que volver a empezar de cero. Se acercó Mansur.

Página 231
—Creo que se ha roto el brazo —le dijo Joe en
inglés. Mansur asintió.
—Lo siento —contestó—. Era un buen combate.
Me miró a mí, se quedó un rato pensando y luego corrigió lo que había
dicho.
—Era un combate espiritual. Contra un hombre fuerte.
Se llevó la mano derecha al corazón como solía hacer Papá África y
desapareció con la mujer entre la multitud que se había congregado en torno
a nosotros para ver qué sucedía.
—¡Tenemos que ir urgentemente al hospital, Joe! —advirtió PJ—. Está
muy pálido.
Mi cuerpo empezó a flaquear de tanto dolor y me entraron ganas de
vomitar. El brazo yacía inerte sobre mis piernas. Mi única arma: destrozada.
Fuera había dos taxis, los conductores estaban apoyados en uno de los coches
con un cigarrillo en la boca.
—Hospital! Hospital! —ladró Joe.
El resto transcurrió tal y como era de esperar: inyección calmante,
colocación del cúbito fracturado, tablilla, escayola, cabestrillo, mierda. Con
la peculiaridad de que había que desembolsar en el acto el equivalente a
novecientos sesenta y cinco florines, por lo que PJ me prestó su tarjeta de
crédito. Eso nos daba, además, derecho a llevarnos las radiografías. Ya no
sabía hacer nada, como mucho garabatear unas pocas letras mayúsculas con
la mano que sobresalía de una manga de yeso. En el taxi de regreso al hotel
Joe se volvió hacia mí.
—Dos minutos treinta y nueve, en ese momento te quebraste.
Dos minutos treinta y nueve, me quedé perplejo, para mi percepción
había durado una eternidad.
—No cediste ni un ápice. Los otros cayeron todos en menos de un
minuto. Bueno, pues ya sabemos que el calcio es fundamental. Imagínate,
¿qué habría pasado si no te hubieras partido el brazo? Tenías posibilidades de
ganar, en serio. No te preocupes, Fransje, dentro de unos meses seguimos.
PJ emitió un sonido de desaprobación.
—Estáis locos.
En el hospital nos habían dado unos analgésicos. A las cinco me tragué el
primer comprimido con mucha cerveza.
—Será mejor que esta noche duermas con nosotros —dijo Joe—. Por si
tienes que mear o algo así.

Página 232
Ni siquiera había llegado a pensar en esa complicación, Joe asumiría el
papel que Engel había… Decidí emborracharme.
Pese a todo, me encontraba menos deprimido de lo previsto, me
consolaba saber que el accidente había ocurrido en un combate contra el
santo del brazo, era mi fractura de honor.
PJ se solidarizó conmigo bebiendo a la misma velocidad que yo. Nos
servía una chica con cara de infinito sufrimiento. Mientras tanto Joe estaba
inclinado sobre el capó del Oldsmobile en la puerta del hotel, ocupado en
reparar el radiador con cinta aislante. La chica nos trajo más cerveza. PJ
introdujo una pajita en mi botellín y me lo colocó de manera que pudiera
alcanzarlo con facilidad. Bebía sin parar para controlar los temblores, porque
cada sacudida me causaba un dolor infernal a pesar de tener el brazo
inmovilizado. PJ extrajo las radiografías del sobre y las sujetó una a una
contra la luz. Mis huesos aparecían como unos tallos delgaduchos. Era un
milagro que hubieran resistido nada menos que dos minutos y treinta y nueve
segundos.
—Es una fractura limpia —observó—. Sin astillas ni nada. ¿Duele?
«Sí, querida Florence, duele mucho. ¿Cuidarás de mí?».
—Habrá que cuidarte una temporada porque tú así no puedes estar todo el
día solo. Tengo los últimos exámenes en agosto, puedo ir a estudiar a casa de
mis padres.
PJ volvió a meter las radiografías en el sobre y dijo:
—Ven, vamos a ver si encontramos alguna información turística, esto ya
lo tenemos visto.
Me empujó hasta la salida del comedor y de ahí, a través del vestíbulo,
hasta la recepción, un nicho poco iluminado al fondo del pasillo. El
recepcionista estaba leyendo en su garita.
—Disculpe, ¿podría darme un plano de la ciudad? —preguntó PJ en
alemán—. Buscamos un buen restaurante, o una cafetería.
El hombre levantó la mirada con visible disgusto.
—¡Aquí no cafeterías! —espetó—. ¡No cafeterías en Poznan!
Hablaba alemán con acento eslavo, poniendo énfasis en cada sílaba, sus
ojos escupían fuego, como si estuviera rabioso.
—¡Aquí sólo desempleados y ladrones! ¡Entrar en ciudad es meter mano
en máquina picar carne!
Nos mostró cómo los desempleados y los ladrones nos darían un golpe en
la cabeza y nos vaciarían los bolsillos. PJ le observó divertida. Luego dio un
nuevo rumbo a la conversación.

Página 233
—Si no le importa, me gustaría saber qué libro está leyendo —dijo en
tono meloso.
—Naturalmente. Leer sí.
PJ agarró el libro que le tendía el recepcionista; resultó ser un cómic. En
la cubierta aparecía Vampirella vestida de sadomasoquista y, en segundo
plano, unos oficiales de las SS torturando a una virgen rubia.
—¡Muy bueno! —aseguró el hombre.
PJ hojeó el cómic y me enseñó una página en la que varios SS con unas
pollas como troncos de árbol que se salían del pantalón de su uniforme
violaban a un grupo de mujeres que, por sus aretes y frondosas cabelleras
negras, parecían ser gitanas.
—En Holanda ya no se encuentran cosas así —afirmó PJ.
La risa del recepcionista puso al descubierto una dentadura arruinada.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó otro libro. Se lo dio a PJ: la edición
polaca de Mi lucha. ¡Ese chiflado estaba leyendo Mi lucha…! Los ojos de PJ
resplandecían.
—¿Qué más guardaría en ese gabinete del horror?
PJ devolvió los ejemplares de Vampirella y Mi lucha, se acodó en el
mostrador y alargó el cuello para ver qué más había. Ante tal provocación, el
hombre desempolvó una mugrienta carpeta con fotografías en las que se le
veía posando en un entorno boscoso con el pie apoyado sobre un oso muerto.
En las manos sostenía una enorme escopeta de caza.
—¡Pum! ¡Pum! —bramó—. ¡Muy bueno!
Pero todavía faltaba la pieza maestra: ¡una pistola! O un revólver, no los
distingo muy bien. El recepcionista sopesó el artefacto en la palma de la
mano antes de acercárselo a PJ accediendo a sus encarecidas súplicas. Se
sentía orgulloso de que acogiera su colección con tanto interés.
—Esto está cada vez mejor. ¡Mira, Fransje!
Apuntó al vestíbulo y cerró un ojo, la risa estridente que salía de detrás
del mostrador me puso el vello de punta.
—¡Desempleados y ladrones! ¡Mátalos!
Lo último que sacó fueron nuestros pasaportes; nos los habían pedido la
noche anterior cuando nos registramos. Al entregar la pistola PJ recibió los
pasaportes a cambio. Hojeó el de arriba y, al comprobar que era el mío, lo
metió en el compartimento lateral de mi carrito. Guardó el suyo en el bolsillo
trasero del pantalón. Entonces ya sólo le quedaba el de Joe. Su vista se desvió
un momento hacia la entrada para luego volver a centrarse en el pasaporte. Al
fin, lo abrió. Resoplé a modo de protesta, sabía exactamente lo que iba a

Página 234
hacer: leer el verdadero nombre de Joe. ¡Así que ni siquiera ella lo conocía!
Pero ¡eso estaba prohibido, nadie podía hacerlo! Sacudí la cabeza con
vehemencia, PJ me miró extrañada.
—¿Qué te pasa? ¿No sientes curiosidad?
Claro que sentía curiosidad, no se trataba de eso.
«¡Suéltalo de una vez, niñata asquerosa!». Pero los ojos de PJ recorrían
ya la página de los datos personales. Arqueó las cejas y esbozó una sonrisa.
Entonces giró el pasaporte abierto hacia mí, vislumbré la fotografía de Joe
antes de apretar los párpados. No debía verlo. En la oscuridad sonaron voces
de alarma, PJ no tenía derecho a hacer eso, era un sacrilegio, nadie en el
mundo podía apropiarse a hurtadillas del verdadero nombre de Joe, era su
único secreto. Abrí los ojos cuando pensé que PJ habría captado el mensaje,
pero seguía agitando los datos personales de Joe a veinte centímetros de mi
nariz. Buscaba un cómplice, me invitaba a entrar en el universo corrompido
sobre el que me había advertido Metz, ¡maldita sea!, ¿cómo no iba a
complacerla? Me fijé en el pasaporte que tenía delante. En la fotografía de
carné, mitad intrépido, mitad desenfadado. Oh Joe, lo siento, ¡cuánto lo
siento!
I. Apellido / Surname / Nom
RATZINGER
II. Nombres / Given names / Prénoms
ACHIEL STEPHAAN

El pasaporte desapareció de mi campo de visión. PJ se lo devolvió al


recepcionista.
—Por favor, entrégueselo usted mismo —dijo—. Vendrá enseguida.
El hombre asintió sorprendido, no supo ubicar la escena a la que acababa
de asistir. PJ me empujó de nuevo hasta el comedor y me preparó otra
cerveza. Al rato entró Joe, frotándose las manos con un trapo lleno de
manchas.
Achiel Stephaan Ratzinger.
El hombre de la recepción le llamó y le devolvió el pasaporte. Desde la
puerta, Joe preguntó con una sonrisa a PJ:
—¿Ya tenéis vuestros pasaportes? El recepcionista dice…
—Sí, cariño, ya está todo.
—Muy bien. El coche también está.
PJ le encendió un cigarrillo. Los dedos de Joe dejaron marcas de aceite en
el papel blanco. Achiel Stephaan. ¿Por qué demonios le habían puesto sus
padres un nombre flamenco tan estúpido? ¿Por un abuelo que nació Flandes?

Página 235
¿Un gurú de Westmalle? Daba lo mismo, el caso era que estábamos viendo a
un hombre sin secreto. Y el secreto resultaba ser un chiste de belgas. Achiel
Stephaan: entregado a los filisteos por su amada y traicionado por su amigo.

Esa noche vomité en medio de la habitación de Joe y PJ. Joe me acompañó al


baño, grité como un poseso, creo que le imploré perdón.
—¡Cómo te pasaste, chico! —me dijo Joe al día siguiente en el camino de
vuelta a casa—. Echándome la pota encima.
También le había meado en los dedos, pero eso quedó entre nosotros.
Detrás, PJ guardaba absoluto silencio.

Página 236
Conocer el verdadero nombre de Joe es como contemplarle a través de
rayos X. Achiel Ratzinger es el destino al que ha tratado de escapar, pero
que, al final, le ha atrapado. Recuerdo que algunos personajes bíblicos
reciben un nombre distinto cuando su vida experimenta un cambio radical;
garabateo una nota para mi madre en la que le pido la Biblia.
—Nunca es tarde —suspira.
No necesito buscar mucho. En el Génesis, Dios otorga un nuevo nombre
a Abrán y a Sarai. «No te llamarás ya Abrán, sino que tu nombre será
Abrahán, porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos». La
esposa de Abrahán, Sarai, también recibe otro nombre: Sara.
En el Nuevo Testamento ocurre algo parecido con Pedro, como se puede
comprobar en el Evangelio según san Marcos:
[…] a Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro; a Santiago, el hijo de Zebedeo,
y a su hermano Juan, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges, es decir, hijos del
trueno.

Y también en el Evangelio según san Juan, donde Jesucristo afirma:


[…] en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro).

En los Hechos de los Apóstoles, Saúl, el fanático perseguidor de


cristianos, cambia de nombre después de que se le aparezca una luz celeste
de camino a Damasco. Una voz que luego se da a conocer como Jesucristo
exclama: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?». Saúl se convierte y continúa
su trayectoria vital como Pablo.
El patriarca y los discípulos reciben un nombre acorde con su nueva y
más alta condición. Hombres de Dios con un nombre como distintivo.
Me topo con una última referencia en el Apocalipsis; recibiremos todos
un nombre nuevo si prestamos oídos al Espíritu:

Página 237
[…] y le daré una piedra blanca, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo
conoce quien lo recibe.

Ése es nuestro nombre secreto, que nadie conoce, pero PJ y yo hemos


mirado debajo de la piedra y nos ha decepcionado lo que hemos encontrado:
al convertirse en un Achiel cualquiera, Joe ha perdido su esplendor, tanto que
a veces dan ganas de reírse disimuladamente en su presencia. Su nombre era
su talón de Aquiles: nomen est omen. Los hombres de Dios reciben nombres
que les hacen crecer, pero con Achiel Stephaan, PJ y yo hemos
empequeñecido a Joe y le hemos privado de su dignidad. Debajo del nombre
elegido por él está desnudo.
PJ se preocupa mucho por mí durante las semanas siguientes, me saca de
paseo («¿Quieres ponerte mis gafas de sol? Estás todo el tiempo con los ojos
medio cerrados»), y por la noche me da de cenar salchichas, aunque le
resultan asquerosas. Joe viene después del trabajo y entonces nos sentamos
los tres juntos como si Joe y PJ fueran un matrimonio con un hijo
desgraciado. Joe me ayuda a mear. Sólo mi madre tiene permiso para
limpiarme el culo, todavía no soporto a nadie más detrás de mi anus
horribilis. Ya me resulta lo suficientemente penoso que Joe sostenga de vez
en cuando mi picha entre el pulgar y el dedo índice para metérmela en el
calzoncillo. No la seca como hago yo siempre, por lo que mi madre tiene que
hervir mis calzoncillos para eliminar las manchas de pis. Cuando Joe me
ayuda, aparto la mirada como si la cosa no fuera conmigo. Me la habría
cortado si algún día se me hubiera puesto tiesa.
Desde que conocemos el verdadero nombre de Joe, PJ y yo estamos más
unidos. Cuando me quedo solo contemplando la menguante luz del día me
invaden sentimientos de culpa. A veces veo a Engel, la expresión facial con
la que lo juzga todo, y de un modo u otro me parece improbable que los
hechos se hubieran consumado si él hubiese estado con nosotros. Joe se
encuentra solo frente a una nueva unión de tres puntos: una mujer sin
escrúpulos («No es perversa ni malvada, sólo carece de conciencia, eso es
todo». Cita tomada de Por una mujer) y dos amigos que a veces le tienen un
leve odio.
Cuando no estoy de humor para sentirme culpable, me engaño a mí
mismo diciendo que en realidad se trata de un simple intercambio de
intimidades: Joe conoce mi picha y yo su nombre. Qué más da que hayamos
desvelado su secreto, ¿acaso no tiene él a PJ?, es de justicia que yo haya
logrado algo a cambio. En comparación con él, soy un ladronzuelo de poca
monta. Sin embargo, cuando pienso en la risa espantosa del recepcionista del
hotel Olympia, sé que mi razonamiento no cuadra. Joe Speedboat es mucho

Página 238
más que un capricho pueril, es un destino. Los hombres de Dios se
transformaron en seres nuevos gracias a su nombre, resulta inconcebible que
hubieran vuelto a ser lo que eran cuando se llamaban Abrán, Simón o Saúl. A
Joe sí le ha pasado, ya no vemos en él al querido aprendiz de mago, sino a
Achiel Stephaan Ratzinger, una especie de Christof, que tiempo atrás
también intentó escamotear su mezquindad con el seudónimo de Johnny
Maandag.
Veo que PJ llama a Joe Achiel en su pensamiento; el conjunto de actos
con los que refleja el sentimiento amor delata un cierto descuido; cada beso y
cada mirada están emponzoñados de ironía. Metal que resuena, címbalo que
retiñe. Se dedica a desgarrar a Joe con una lentitud exasperante.
Creo que cada persona debería tener un núcleo sagrado, cien por cien
fiable; el núcleo sagrado que en mi caso se ha corrompido y que en PJ jamás
he descubierto. En ella sólo hay ese fiero oportunismo que, a su manera,
también es hermoso, y cuando cuida de mí me da la sensación de que
realmente ocupo un lugar importante en su vida. La conciencia de que, si
bien desconoce el amor verdadero, hace lo que puede por alcanzarlo por
razones que nosotros ignoramos, me ha unido más a ella. Metz escribe:
«Quizá sí tenga corazón, pero lo guarda en mil sitios diferentes». Creo que a
PJ le encantaría ser como los demás, que le dan envidia la entrega y la
abnegación con que Joe la ama y que por eso le detesta.
Sigue fascinada por mis cuadernos, la Historia de Lomark y sus
habitantes. Llegará el día en que me pregunte si puede leerlos. Se lo
consentiré, porque si hay alguien que puede leerlos, es PJ. La acepto en mi
mundo como ella me acepta a mí en el suyo. Pero ahora me interesa el día en
que traza un dibujo en mi brazo escayolado. Veo aparecer a Islam Mansur
con aspecto de King Kong, me sostiene a mí (en miniatura pero con un
cabestrillo perfectamente reconocible) en la palma de la mano y me observa
con ojos saltones. «LA MEJOR HISTORIA DE AMOR DE TODOS LOS
TIEMPOS», escribe PJ debajo. Dibuja muy bien, Mansur está muy logrado
como gorila. Se encuentra muy cerca de mí mientras colorea el gorila de azul,
escucho su respiración profunda y tranquila, siento el calor de su cuerpo
como si fuese una pequeña estufa. Cada vez que la punta del rotulador queda
obstruida por los granitos de yeso, el suministro de tinta se interrumpe por un
momento. Bajo cierto tipo de luz, las cejas de PJ se vuelven casi pelirrojas.
—¡Estate quieto! —dice cuando sufro una convulsión.
Me inclino un poco hacia delante para ocultar mi incipiente erección en
los pliegues del pantalón. ¡Quién no se pondría nervioso con ella delante!
Incluso a sabiendas de cómo es, resulta imposible sustraerse a esa tentadora

Página 239
inmoralidad tan fácil de trivializar; basta con interpretarla como
desvergonzada picardía. Ahí está el quid de la cuestión: el que quiera puede
ver su naturaleza manipuladora, cerrar los ojos es un acto de voluntad. Eso
convierte a PJ en un destino libremente elegido. Y yo no pienso librarme de
él.
King Kong está casi terminado, PJ alza la vista. Aparto la mirada y clavo
los ojos en el tablero de la mesa y los objetos que hay encima de él. De
pronto, noto el ambiente —cómo lo diría— cargado, de modo que me cuesta
tragar.
—¿Qué te pasa, Fransje? —pregunta PJ en voz baja.
Me da la impresión de haber sido sorprendido en flagrante delito; a veces
mis pensamientos son tan palpables al tacto como unos bollitos recién
sacados del horno. Mi siguiente percepción es la de sentir su mano, ¡la mano
de PJ!, en la entrepierna. «¡Por favor, que no se dé cuenta de que la tengo
tiesa!», pienso, preso del pánico, antes de comprender que ésa es
precisamente la causa. La mano que me da suaves pellizcos es la mano de
Dios, me producen vértigo, ninguna otra persona ha tomado mi sexo entre
sus manos para acariciarlo con ternura, sólo para sacudirlo con fuerza o
frotarlo bruscamente; jamás había pasado algo así. PJ echa un vistazo afuera
y me desata el cinturón. No me muevo, por miedo a estropearlo todo. Baja la
cremallera y desliza la mano dentro de mi calzoncillo. Cuando envuelve mi
miembro con esa mano suave y cálida casi me ahogo de placer. Me lo saca y
comienza a masturbarme lentamente.
—¡Qué duro estás! —dice PJ más para ella que para mí.
Su mano se mueve un poco más deprisa sin que sus dedos aumenten la
presión, esto es la máxima felicidad. Oigo cómo su muñeca roza el tejido de
mi pantalón, su respiración se acelera. Se le forma una pequeña arruga en el
entrecejo. Aminora el ritmo, pasa el pulgar por el glande y, en ese instante,
mi mirada queda reducida a la imagen oscura y granulosa de una nevada
nocturna. El chorro riega su mano y mi pantalón. Reprimo un grito, mi torso
se inclina hacia delante. Finalmente, los temblores se debilitan y PJ me
suelta. Sonríe con serenidad y se levanta para ir a buscar un paño de cocina y
quitarse el esperma de la mano. También limpia mi pantalón.
Poco después se encamina a la puerta con el bolso colgado del hombro.
Antes de salir me pregunta: «¿Te he cuidado bien, Fransje?», y me regala una
pequeña sonrisa. Sigo reclinado en mi silla, aplastado, consciente de que haré
cualquier cosa por ella, sin límite. Su infidelidad estaba anunciada, se
multiplica con la misma naturalidad que los piojos en la cabeza de un niño; y

Página 240
también resulta cierto todo lo que siempre he pensado sobre mí mismo, verlo
confirmado sólo ha sido una cuestión de tiempo. Esa comprobación entraña
un elemento liberador: los hechos consumados resultan menos violentos que
las sospechas.
Hoy he elegido poner fin a mi sufrimiento, cambiando mi única amistad
por el placer con PJ. Parece una buena transacción. Si no me hiciera sentirme
tan mal, todo sería perfecto.

Página 241
Unos días más tarde observo muy a mi pesar cómo la enfermera parte en dos
el dibujo de PJ al cortar la escayola. El brazo ha adelgazado mucho y en las
próximas cuatro semanas no debo sobrecargarlo. A finales de junio, el día
más largo del año se presenta lluvioso con ráfagas grises. Mi madre dice que
nos espera un verano húmedo, así que más vale hacerse a la idea; de nuboso a
muy nuboso con precipitaciones aisladas, moderadas o débiles, y
temperaturas máximas entre diecinueve y veintidós grados, y muchas
tijeretas.
La primera vez que abro una lata de salchichas me da miedo que mi brazo
se rompa de nuevo, pero al cabo de un tiempo todo vuelve a la normalidad.
Me cuesta recuperar el ritmo de entrenamiento, no puedo imaginarme que
Joe y yo continuemos haciendo lo mismo que antes, aunque él no tiene
dudas. La única duda está en mi cabeza, donde los acontecimientos de los
últimos meses confluyen en el momento en el que regué la mano de PJ. Ésta
es la vida de después. Mi inocencia no era sino culpa todavía no
materializada.
Joe puede llegar a comentarme cosas como éstas: «No sé, chico, hay
veces que siento pánico. Me pasa desde que Engel murió, no me quito de
encima la sensación de que va a suceder algo grave —mete la nariz debajo de
la axila y prosigue—: Incluso puedo olerlo. Miedo».
Trabaja como un descosido en su pala cargadora, acomete esfuerzos
físicos extremos para combatir una angustia que no sabe expresar muy bien
con palabras. Él también pasará a ser humano entre los humanos, desnudo,
atemorizado y solo como todos.
El París-Dakar le cuesta una fortuna, ya ha encontrado algunos
patrocinadores; además de Betlehem Asfalt, que es el más importante, cuenta
con el apoyo de algunos comerciantes y pequeños empresarios con ganas de
divertirse. Le regalan camisetas con sus nombres y sus logotipos. Hemos
ganado mucho dinero con la lucha de brazos, y tiene un buen trabajo, seguro

Página 242
que con eso se las arregla. El 1 de enero debe estar en la salida del rally en
Marsella. Dieciséis días más tarde, toda la parafernalia llega a Sharm el Sheij,
en Egipto. No porque el rally se llame París-Dakar esas dos ciudades se
convierten de forma automática en puntos de partida y de llegada de los
participantes. Varían de un año a otro.
Un día, Joe trae a casa un enorme mapa de África para indicarme la ruta.
En ese instante comprendo que se trata de un proyecto con segundas
intenciones: Sharm el Sheij se halla a orillas del mar Rojo, no muy lejos del
pueblo de Nuweiba, donde Papá África tenía su tienda cuando conoció a
Regina. Sin embargo, Joe no saca el tema y yo no pregunto. Comienza a
enrollar el mapa, pero de repente cambia de idea.
—¿Quieres que lo cuelgue en la pared? —propone—. Para que sepas por
dónde voy.
Es un hermoso mapa escolar de grandes dimensiones, elaborado a una
escala de 1:7.500.000 y con representación del relieve. Joe ha marcado el
itinerario con rotulador.
Fuera, el rojo apabullante de las amapolas contrasta vivamente con un
cielo gris como la concha de un mejillón, por la tarde el sol se asoma a veces
entre las nubes, tiñéndolas de color. En el tejado de mi casita, las palomas
torcaces y las urracas saltan de un lado a otro, las oigo muy bien. Picotean el
musgo que cubre las chapas onduladas de asbesto.
Ya me muevo otra vez como antes, pero Lomark me parece distinto, el
dique, las calles, todo me resulta extraño. La esperanza que en su día
despertó la llegada de Joe se ha extinguido, somos de nuevo lo que éramos y
lo que seremos siempre. Joe es un redentor sin promesa, no ha traído
progreso sino sólo movimiento.
«Un día te empeñas en construir un avión para desvelar un secreto —dijo
tiempo atrás—, y luego descubres que no existe ningún secreto, sólo un
avión. Eso es bonito».
Hechizó nuestro mundo, pero ha caído un chaparrón y se ha llevado los
colores.

La E-981 se acerca cada vez más, ya se ven las máquinas a lo lejos y al


anochecer todo se envuelve en un resplandor de luz artificial. La carretera
general es un auténtico cuello de botella, la gente se queja, pero sus protestas
llegan tarde. Egon Maandag se frota las manos, la E-981 es una mina de oro
para él, pero aun así pienso que a largo plazo saldrá perjudicado porque no

Página 243
habrá salida a la altura de Lomarck y eso afectará negativamente a la
logística de su empresa.
El verano cede el paso al otoño, mi condición física ha mejorado bastante
y me mido a veces con Hennie Oosterloo para no perder el ritmo. No creo
que Joe y yo acudamos a ningún torneo en lo que queda de año, está
demasiado ocupado con otras cosas. Ya veremos después del París-Dakar.
Un día me encuentro con India en el dique, se ha independizado y estudia
«algo relacionado con las personas» en el oeste de los Países Bajos. Del cielo
amarillo se desprende una fina lluvia. India se alegra de verme, se ha teñido
el cabello de negro, por lo que su rostro se ve extraordinariamente pálido.
—¡Cuánto tiempo, Fransje! —exclama.
Da la impresión de que podría estallar en lágrimas en cualquier momento.
Escribo en mi bloc de notas que me encuentro bien y que parece una india
con esos pelos. Las gotas de agua reblandecen el papel. Con un gesto
lacónico, India se pasa la mano por la cabellera.
—Esto no son pelos —rectifica—. Es un estado de ánimo.
Me acompaña hasta llegar a Lomark. Al despedirse, se pone muy seria.
—¿Cuidas un poco de Joe, Fransje? Parece que últimamente está como…
perdido. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Entiendo muy bien lo que quiere decir, y la sigo con la mirada. Viste la
misma parka militar verde que Joe llevó en su día y que, si no me equivoco,
perteneció a su padre. La prenda, que se ha vuelto más pesada y oscura a
causa de la lluvia, le tira de los hombros hacia abajo. India se vuelve y
levanta la mano. La chica de la que siempre se cree que despide un dulce olor
a melocotón…

El 20 de diciembre Joe parte a Marsella, de donde sale el rally el día 1 de


enero. No tiene suficiente dinero para trasladar la pala cargadora en un
camión plataforma, por lo que tiene que recorrer todo el trayecto él mismo.
—Así la pruebo —dice.
Ha trazado una ruta por caminos secundarios, porque en las carreteras
generales corre más riesgo de que le den el alto y le hagan preguntas
incómodas. Una vez en el rally, ya no le pueden decir nada. Admiro el
estoicismo con el que menosprecia el tiempo, el esfuerzo y la fuerza de la
gravedad.
Por la mañana temprano le despedimos los tres: la madre de Joe, PJ y yo.
Hace frío, llueve, el mundo está poblado de sombras azules. Regina me

Página 244
protege un poco con su paraguas, de modo que sólo se moja mi lado
izquierdo. «Se ha secado de mala manera», como decimos por aquí cuando
una mujer envejece sin gracia. Se la ve completamente apagada, destrozada
por el amor.
La pala cargadora aguarda rugiendo en el aparcamiento del Rabobank.
Joe anuncia «Bueno, me voy», y PJ llora un poco. Se abrazan y Joe le susurra
algo al oído que no entiendo. Ella asiente entre apenada y valerosa, se besan.
Después Joe estrecha entre sus brazos a su madre e insiste en que no hay
razón para preocuparse, regresará sano y salvo porque «en una mole como
ésta no te puede pasar nada». Me sacude la mano y sonríe.
—No te olvides del calcio, Fransje, ¿de acuerdo? Te veo el año que
viene. Abraza una última vez a PJ, ella se niega a soltarle.
—Hasta pronto, guapa, te llamaré.
Se sube a la cabina, es todo un espectáculo, Joe sentado ahí arriba.
Acelera, los limpiaparabrisas se mueven de un lado a otro del cristal, el
monstruo se pone en marcha. Joe saca la mano por la ventanilla abierta,
abandona el aparcamiento, toca la bocina y sale a la calle. Es la última
imagen que tenemos de él, hasta el 1 de enero.

El primer día del nuevo año, de once a once y media de la noche, el canal de
televisión RTL 5 emite por primera vez un boletín diario con información
sobre el rally. Lo veo en el salón de mis padres. Los participantes se
encuentran junto a una tribuna en un parque, hay una banda de música y
sobre el mar de vehículos se eleva una pala cargadora de color amarillo
cadmio, plagada de pegatinas de Betlehem Asfalt, Empresa de Alquiler de
Coches Van Paridon, Carnicería Bot y otros muchos pequeños
patrocinadores. Lo ha conseguido, ha llegado a Marsella por la red de
carreteras secundarias, lo cual es ya un milagro. Ahora sólo le faltan 8.552
kilómetros hasta Sharm el Sheij. Mi padre masculla desde la mesa que Joe
«no está bien de la cabeza, y lleva así desde el asunto de las bombas».
La primera jornada termina en Narbona; a la mañana siguiente, la
caravana pone rumbo a Castellón. En el puerto de Valencia, la aparatosa
expedición embarca hacia el norte de África. En Túnez, Joe se adentra en el
reino del sol; un día más tarde, pisa el desierto. Cuando las grabaciones se
realizan desde el aire, hay veces que vislumbramos la pala cargadora, seguida
de una enorme nube de polvo abriéndose en abanico. Los corredores se
dirigen en línea recta hacia el sur, en la cuarta etapa Joe llega justo antes de
la

Página 245
hora límite. Rebasarla implica volver a casa; le oigo murmurar: «Un poco
justo». Parece que se ha equivocado, que la pala cargadora no se amolda tan
bien al desierto como él había pensado. El paisaje es magnífico pero
implacable, se registran las primeras bajas, vehículos varados en una duna de
arena o un socavón profundo en medio de un río seco. Los demás
participantes alcanzan Ghadames, una población situada justo al otro lado de
la frontera con Libia, esa parte del mundo donde los mapas se tiñen de
amarillo para representar la existencia de un desierto de 6.314.314 kilómetros
cuadrados. Ahora Joe se halla en pleno Sáhara, a bordo de una pala
cargadora…
La séptima jornada sale por primera vez una imagen suya en la televisión,
tras una etapa imposible de 584 kilómetros a lo largo de la frontera entre
Argelia y Libia. Ya es de noche cuando emerge del desierto y entra en el
vivac.
—Ahí lo tienes —dice mi madre con un ojo puesto en el televisor.
El rostro de Joe aparece moreno y sucio, las lámparas del equipo de
grabación le iluminan contra un cielo azul cobalto y un decorado de tiendas
de campaña, antenas parabólicas y hombres enfundados en trajes de
motorista que van y vienen por la pantalla. Joe mira por encima del hombro
del entrevistador y saluda a alguien que se encuentra fuera de la imagen. El
texto de su camiseta dice «BETLEHEM ASFALT LOMARK» y debajo, en
letras más pequeñas, «EXPERTO EN CARRETERAS ASFALTADAS».
El
entrevistador le pregunta por qué se ha decidido por una pala cargadora.
—Del camión a la pala cargadora sólo hay un paso —contesta Joe—.
Quitando el camello, me parecía el mejor medio de transporte para el desierto.
—¿Y es cierto?
Joe sonríe
cansado.
—No.
—¿Es duro?
—Me duele todo, y me da rabia no poder fijarme en el entorno. Estoy
aquí en el desierto, pero no puedo apartar los ojos del trayecto en ningún
momento. Lo peor son los ergs, las dunas y demás, a veces me da la
impresión de estar conduciendo sobre polvo de talco. Tienes que abrirte paso
por un paisaje en movimiento.
—Participas con el nombre de Joe Speedboat. ¿Qué significa eso?
—Que me llamo así. Nada
más. Suena una risa socarrona.
—¿En serio?
Página 246
—Claro que sí.
—Bueno, pues muy bien, Joe. ¿Qué esperas de la jornada de mañana?
—Aún no me ha dado tiempo a ir a buscar la hoja de ruta, tengo que
cenar y repostar combustible, y encima falla el embrague.
—Te puedo asegurar que la etapa se las trae, quinientos kilómetros hasta
Sebha, gran cantidad de rocas y las dunas de arena del Murzuk Erg. ¿Cómo
lo ves?
—Todo saldrá bien.
—Mucha suerte, Joe, nos vemos en Sebha.
Joe se retira y aparecen las imágenes del día, entre ellas la de un
constructor holandés encaramándose a una duna a lomos de su moto. Ha
llegado dos horas antes que Joe.
Existe una clara diferencia entre la categoría de los aficionados y la de los
competidores profesionales. Éstos llegan a una hora prudente al campamento,
donde son recibidos por su equipo de asistencia; se duchan, se cambian y, al
rato, aparecen de punta en blanco ante las cámaras. Los aficionados, en
cambio, no cuentan con la ayuda de asistentes y la mayoría no tiene ni
siquiera mecánico. Suelen llegar tarde al vivac, por lo que se les nota mucho
más la impronta del desierto. Están sucios, exhaustos y agitados, y por la
noche duermen poco. A las cinco de la mañana se despiertan con el estruendo
de los primeros aviones de carga Antonov que parten al destino siguiente,
donde se erige en un santiamén una pequeña ciudad en pleno desierto, con
cocinas, baños, una jaima para la prensa, gigantescas antenas parabólicas e
incluso un quirófano perfectamente equipado. Al cabo de una hora todo está
lleno de arena y polvo, de la jaima de los periodistas salen palabrotas en un
sinfín de idiomas.
Joe va bien, se dirige hacia el noreste y recorre una de las etapas más
difíciles del rally sin grandes complicaciones. Llega a Sebha nada más
ponerse el sol. Los cámaras comienzan a verle la gracia al participante
holandés en su pala cargadora: por la mañana han grabado la salida de Joe
del campamento anterior y por la tarde esperan su llegada. El cucharón de la
pala cargadora está subido; arriba en la cabina, Joe levanta el dedo pulgar.
Lleva una escalera a cada lado del vehículo y dos enormes ruedas de repuesto
en la parte trasera.
Los corredores están exhaustos, maltrechos y baldados. Se producen
numerosos accidentes, ha habido un muerto.
El sábado por la tarde, PJ viene a verme inesperadamente. Está en
Lomark porque al día siguiente es el cumpleaños de su madre. Viste un
abrigo con

Página 247
cuello de piel plateada; se sacude el agua del cabello. Le preparo un té, estoy
contento de que haya venido.
—¿Estás siguiendo a Joe? —pregunta.
De cada lóbulo de PJ pende una reluciente gota de lluvia. «TODAS LAS
NOCHES —escribo—. ES EL MÁS GRANDE».
Miramos juntos el mapa escolar de África; ayer Joe salió de Sebha en el
desierto libio, al parecer no hay más poblados hasta el oasis de Siwa, pasada
la frontera con Egipto, donde llegará mañana si no hay contratiempos. El
desierto es un gran océano vacío, Joe está solo entre la arena y las estrellas.
—Me ha llamado dos veces —dice PJ—. Una desde Francia y otra desde
Túnez o no sé dónde. Tengo la sensación de que si estuviera en la Luna
estaría más cerca de mí.
Bebemos té, PJ se esfuerza en liar cigarrillos para mí. Un poco arrugados
para mi gusto, pero los fumaré con amor.
—¿Escribes sobre todo esto? ¿Sobre Joe?
En efecto, he vuelto a escribir, para ahuyentar el vacío, aunque el tono no
me convence demasiado. Es una prosa tan rectilínea como la frontera que
discurre entre Libia y Egipto, y quizá igual de desencantada.
—¿Puedo leerlo? ¿Por qué te ríes?
«PENSÉ QUE JAMÁS VOLVERÍAS A PREGUNTÁRMELO».
—¿De verdad? ¿Me dejas?
«UNA CONDICIÓN: DE PRINCIPIO A FIN».
—¡Trato hecho! Tengo muchas ganas de oírte hablar. ¿Lo puedes
entender? Para mí esos cuadernos son tu voz.
Poco después, PJ se halla boca abajo en la moqueta con una pila de
cuadernos al alcance de la mano. La estufa está encendida, yo fumo mientras
miro cómo lee, ha instalado mi flexo a su lado y, cada tanto tiempo, pasa la
página. Cuando se ríe, doy un golpe en la mesa, curioso por saber qué está
leyendo.
—Me resulta muy divertido —dice—. Sobre todo cuando hablas de
Christof. No es tan malo como lo pintas. Es un chico encantador.
Pienso en Joe, que en ese mismo instante se mueve entre sacudidas hacia
el este por un mundo de arena y roca, solo con sus pensamientos, y con los
ojos centrados en las roderas que se extienden por delante. PJ hace pequeños
ruidos mientras lee. Me gustaría haber escrito más para poder mantenerla
aquí conmigo, ojalá esta dulce felicidad durara para siempre. Intento calcular
cuánto tardará, al menos diez horas, quizá más. A la izquierda están los
cuadernos que aún no ha empezado, a la derecha los que ya ha terminado,

Página 248
sobre la época en la que Joe hizo estallar su bomba en los baños del instituto,
el cálido resplandor de los primeros años anteriores a la llegada de PJ. Ella no
aparece hasta el tomo once o doce. Hoy no llegará hasta ahí, me pregunta la
hora y se asusta al ver lo que marca el reloj de la cocina.
—¿Te parece bien que vuelva mañana por la mañana, Fransje? Es…
fantástico. Me da pena tener que dejarlo. Si por mí fuera, lo leería de un tirón.
Por la noche, compruebo que Joe sigue en el rally, ha tenido un día
relativamente fácil, se le ve muy feliz. El programa le ha ascendido a
protagonista de un espacio diario titulado «Speedboat en la Arena». Dura
apenas un minuto y medio, ofrece un resumen de su actuación y cierra con
una pequeña entrevista en la que Joe suelta algunas ocurrencias. Hoy luce
una camiseta de Pinturas Santing con el logotipo de la campaña de
descuento
invernal.
—Es más que nada una lucha contra el aburrimiento —define Joe el rally
para los espectadores—. No ves a nadie en todo el día, hablas sólo contigo
mismo, estás siempre en la misma postura y por la noche tienes que darte
pomada para evitar que se te escueza el culo. Me parece una vida un tanto
monótona.
La pomada se la he dejado yo, me quedaban unos cuantos tubos que
habían caducado hacía muy poco.
—¿Te sientes solo, Joe? —tantea el entrevistador.
—Mientras no te pierdas, no estás solo.
Mi madre está sentada en el sofá y mueve la cabeza en señal de
asentimiento.
—Joe lo expresa muy bien.

A la mañana siguiente, me ducho en el baño de mis padres, ordeno mi casita


y espero a PJ. Mi madre quiere saber si voy a recibir visita. Hacia las cuatro
se hace otra vez de noche y se me han terminado los cigarrillos. Acabo de
empezar la cuarta cerveza cuando se abre la puerta y entra PJ. No explica por
qué llega tan tarde, le indico con un gesto que se coja una cerveza. Abre la
nevera, saca un botellín y quita la chapa con habilidad.
«FELICIDADES POR EL CUMPLEAÑOS DE TU MADRE», escribo.
—¡Bah!, tenemos la casa llena de familiares, afrikáners, no paran de
hablar de su país. Es agotador. ¿Has visto «Speedboat en la Arena»?
«EN SU SALSA».

Página 249
—Me río mucho con él, lo que dice es tan impropio del mundillo de los
rallies…
Introduce la mano en el bolso y saca un libro, Historias, de Herodoto. Lo
abre y busca una página.
—Me lo ha dado mi padre —dice—. Habla del Desierto Occidental de
Egipto, donde está Joe ahora. Mira, aquí, a partir de la página veinticuatro.
Leo sobre Cambises, un rey que en un momento dado envía a un vasto
ejército al desierto para someter a la tribu de los amonios:
[…] De las tropas que fueron destacadas contra los amonios, lo que de cierto se
sabe es que partieron de Tebas y fueron conducidas por sus guías hasta la ciudad de
Oasis, colonia habitada, según se dice, por los samios de la tribu Escrionia, distante
de Tebas siete jornadas, siempre por arenales, y situada en una región a la cual
llaman los griegos en su lengua isla de los Bienaventurados. Hasta este paraje es
fama general que llegó aquel cuerpo de ejército; pero lo que después le sucedió
ninguno lo sabe, excepto los amonios o los que de ellos lo oyeron: lo cierto es que
dicha tropa ni llegó a los amonios, ni regresó. Cuentan los amonios que, salidos de
allí los soldados, fueron avanzando hacia su país por los arenales: llegando ya a la
mitad del camino que hay entre su ciudad y la referida Oasis, prepararon allí su
comida, después de ingerirla se levantó un viento del sur tan vehemente e
impetuoso, que levantó la arena y la arremolinó en varios montones, los sepultó
vivos a todos aquella tempestad y el ejército entero desapareció. Así es al menos
como nos lo refieren los amonios.

—Todo un ejército borrado de la faz de la Tierra —observa PJ—.


Imagínate que algún día lo encuentren los arqueólogos, bien conservado en la
arena… Según mi padre, contaba con unos cincuenta mil efectivos.
«¿ESTÁS PREOCUPADA?».
—Un poco. ¿Qué será de Joe si se pierde? Es una extensión tan inmensa
y tan vacía, quiero decir, si hasta un ejército entero puede desaparecer sin
dejar rastro…
PJ mira los cuadernos que continúan en el suelo tal y como los dejó ayer
y dice:
—Voy a seguir, porque aún me queda un buen rato.
Un poco más tarde está nuevamente tumbada en la moqueta con un cojín
bajo el vientre. Mientras ella lee mis historias, yo hojeo las de Herodoto y
pienso en el ejército desaparecido, atacado por un extraño viento del sur,
engullido por unas olas de arena… Por allí anda Joe, quizá haya cruzado ya
la frontera con Egipto, de camino al oasis de Siwa. Lleva tres semanas fuera
y le queda menos de la mitad del rally, su material ha resistido, en los días
buenos puede medirse con la categoría de los camiones. A mi juicio está
llevando a cabo un milagro, pero aun así no puedo sustraerme a la sensación
de que le persigue una sombra llamada Achiel Stephaan.

Página 250
—¡Vaya! No sabía que estuvieras enamorado de mí —dice PJ desde el
suelo.
Suena a sorpresa y a chanza. Siento menos vergüenza de la prevista, tal
vez porque ya me haya corrido con ella, lo cual crea en cierto modo un lazo
de unión. PJ me observa con esa mirada suya que anuncia algo, sé
reconocerla bastante bien. Se levanta y recoge su cerveza de la mesa.
—Ahora, está todo como sobredimensionado —añade—. A vosotros os
llama la atención todo lo del exterior, pero Durban no es para tanto. Y dudo
que yo sea tan especial…
«LO SUFICIENTE COMO PARA ESCRIBIR UNA NOVELA».
—¿Te refieres a tus diarios?
«METZ».
PJ se sobresalta; ignoro por qué hago esto, quizá esté enfadado porque ha
llegado tarde, quizá sólo quiera sentirme indefenso.
—¿Has leído el libro?
Su voz rezuma frialdad, está alerta. Asiento con la cabeza.
—¿Qué te ha parecido?
«EL TIPO SABE ESCRIBIR».
—No me refiero a eso —contesta con acritud—. Te estoy hablando de lo
que escribe sobre mí. ¿Lo crees?
«CREER ES UN ACTO DE AMOR…».
—¿Qué quieres decir?
«… LUEGO TE CREO A TI».
PJ no puede contener la risa.
—Frans Hermans, eres un sofista.
«MI DIARIO, SU NOVELA… ¿QUIÉN ERES TÚ?».
PJ mira un punto fijo y reflexiona.
—Esto, Fransje, lo que se ve aquí y ahora. No es todo tan misterioso, esa
interpretación es cosa de Arthur.
«¿AL FINAL NOS LLAMAMOS TODOS ACHIEL?».
—Posiblemente… Achiel, sí.
Es la primera vez que el nombre se pronuncia en voz alta, y nos reímos.
PJ viene hacia mí.
—¿Te he dicho alguna vez que siento debilidad por los hombres
inteligentes?
Y de nuevo la atmósfera se vuelve tan sofocante como cuando me
masturbó. PJ se sienta de rodillas a mi lado y posa las manos sobre mi muslo.
—La inteligencia es irresistible.

Página 251
Mi cabeza comienza a arder, siempre he esperado, o mejor dicho, rezado
para que esto ocurriera. Me abre la cremallera del pantalón, pero le señalo
alarmado las ventanas, mis padres nos pueden ver. PJ se pone de pie, corre
las cortinas expulsando la oscuridad y echa el cerrojo a la puerta. De paso se
trae un paño de cocina.
—¿Dónde nos habíamos quedado? ¡Ah sí!
La tengo dura como una barra de hierro, PJ me pregunta «¿Estás
limpio?», y yo se lo confirmo. Entonces empieza a chupármela. Le acaricio el
pelo, tiene la boca húmeda y caliente, su cabeza se mueve de arriba abajo. La
miro de perfil y veo cómo mi polla entra y sale de su boca, me sonríe, es más
de lo que puedo soportar. Un poderoso chorro de semen le inunda la cara.
¡Mil disculpas! PJ no me suelta hasta que estoy totalmente vacío; se limpia
con el paño. Sus manos se deslizan por debajo de mi jersey, increíblemente
más cálidas que los treinta y siete grados centígrados de rigor. Mi piel
reacciona con unos escalofríos incontrolados. PJ pasa el jersey por encima de
mi cabeza y saca el brazo atrofiado, de modo que me encuentro sentado
medio desnudo ante ella. La lámpara que cuelga sobre la mesa ilumina con
fuerza mi blanco torso mitad musculoso mitad raquítico, me incorporo un
poco y la apago, creando un paraíso a la luz del flexo.
—Ven.
PJ me ayuda a levantarme y vamos hasta la cama. Me dejo caer, ella
deshace el lazo de mis toscos zapatos y desata los cordones. Me quita el
calzado y el pantalón, estoy tumbado frente a ella, completamente indefenso.
Bajo su jersey lleva un sujetador blanco. Su vientre aparece surcado por
pálidas estrías, mis dedos la reclaman. Se desabrocha el sujetador con las
manos por detrás de la espalda, los tirantes se le deslizan por los brazos y veo
sus pechos. La amo.
Toca brevemente mi sexo, su pantalón y su braguita acaban en el suelo.
Atisbo una sombra entre sus piernas, ahí donde no he estado nunca. PJ se
sienta a horcajadas sobre mí y me busca con la mano. «¿Ya has…?». Niego
con la cabeza. Desciende hasta la mitad de mi polla, se estremece, exhala un
profundo suspiro y se la clava hasta el fondo. Sus ojos están cerrados, los
míos abiertos de par en par. Se inclina hacia delante y apoya las manos sobre
mi pecho mientras la parte inferior de su cuerpo sube y baja con
independencia del resto. No necesito nada más, esto es todo lo que quiero.
Su cuello describe una curva y una cascada de rizos le oculta la cara, al
otro lado de su cabellera resuena su jadeante respiración, y de vez en cuando
emite un sonido quejumbroso como si sufriera de dolores inexpresables. Su

Página 252
pelvis se agita con vehemencia, nuestros vellos se rozan y se restriegan entre
sí, mi mano vaga por sus nalgas, de la espalda al vientre y de ahí a los
bamboleantes pechos. «Sí, sí, agárralos», gime. Sus pezones están duros,
reparto mi atención, ya no siento mi sexo, se ha derretido ahí dentro. Cuando
PJ grita que se corre, le pongo la mano en la nuca, estiro los dedos por el
cuero cabelludo y noto que su cuerpo se contrae en espasmos violentos. Se
desploma sobre mí, su tempestuoso aliento sopla en mi oído. Se queda un
buen rato en esa postura, yo no me muevo y poco a poco recobro la
sensibilidad en mi miembro, que continúa dentro de ella. PJ se incorpora y se
desprende de mí.
—¡Uf, qué bueno!
Se desliza por mi cuerpo hacia abajo.
—Todavía la tienes dura.
Comienza a masturbarme, sus efluvios brillan sobre mi sexo.
—Quiero que te corras, Fransje.
Se inclina sobre mí y su lengua revolotea por mi glande.
—¡Venga!
La mano de PJ se mueve incansable, me corro en su boca entre gemidos.

A las tres de la madrugada me despierto, el fuego crepita en la estufa, nos


arropo a los dos. PJ entreabre los ojos, sonríe y sigue durmiendo. Yo no
quiero dormir, quiero mirar, pero se me caen los párpados. Me despierto de
nuevo cuando siento que su cuerpo se aparta del mío y se desliza de la cama.
Aún es de noche, se viste.
—Tengo que irme —susurra como si hubiera alguien más en la
habitación.
Me pasa la mano por la frente con delicadeza y se marcha. En el ambiente
flota una ola de aire frío, vuelvo a dormirme.

Unas horas más tarde Joe abandona el campamento de Siwa para una etapa
alrededor del oasis. La pala cargadora se adentra bramando en las dunas de
arena, el cucharón sobresale por encima de la cabina; un animal cornudo
internándose en el desierto.
—Es genial ver aparecer de repente en la oscuridad del cielo la cúpula
luminosa del oasis —dice Joe esa noche en la televisión—. Y luego a todo
gas de vuelta al vivac por entre las palmeras de dátiles. Tenemos que

Página 253
concentrarnos tanto tiempo seguido que, al final del día, podemos preguntar a
cualquier otro corredor si también ha visto el neumático a mitad del camino o
el par de zapatos tirados en la arena. Estamos todo el día muy pendientes de
la menor anomalía que se presenta en la estrecha imagen que nos concede el
parabrisas.
El martes por la mañana la caravana comienza la travesía de la zona del
desierto que se conoce con el nombre de Gran Mar de Arena, con sus dunas
de cien metros de altura. Joe está de mal humor, por la noche alguien instaló
un generador justo detrás de su tienda de campaña y el infernal ruido le sacó
de su sueño. Hacia el mediodía entran en el Desierto Blanco, un paisaje
alucinante de piedra caliza y arena deslumbrante. Dejan atrás la meseta y
bajan hasta el oasis de Dajla. Mañana regresarán al mundo habitado. En el
desierto han quedado eliminados casi cien corredores, caerán algunos más, al
final sólo tres de cada diez participantes alcanzarán Sharm el Sheij.
En la jornada decimocuarta Joe llega al Nilo. Cruza el río en Luxor y a la
mañana siguiente se sumerge en el Desierto Oriental, rumbo al norte. El
penúltimo vivac se levanta en Abu Rish, al borde de la carretera que une Beni
Suef a orillas del Nilo con el golfo de Suez. En la decimosexta jornada, que
es la última, los participantes recorren la distancia más larga de todo el rally,
tras unos cuatrocientos kilómetros por asfalto, vía Suez hasta Abu Zenima en
la costa del golfo, donde abandonan la carretera e inician una ruta de otros
cuatrocientos kilómetros a través del tórrido macizo del Sinaí. Cruzan el
Sinaí en diagonal y llegan a Wadi Watir. En el pueblo de Nuweiba, situado
en el golfo de Aqaba, enlazan nuevamente con la carretera que, después de
unos kilómetros, los lleva a Sharm el Sheij en el sur.
No me extraña que un poco antes de Nuweiba se dejen de tener noticias
de Joe. Lo han visto por última vez en las montañas junto a la costa y de
noche; cuando pasada la hora límite aún no ha entrado en el vivac, le dan por
desaparecido. En el capítulo del día de «Speedboat en la Arena» se emite por
primera vez la imagen del entrevistador, que informa en tono dramático de la
desaparición de Joe Speedboat y su pala cargadora de carreras.
Me muero de risa, Joe da que hablar hasta el último minuto. No volvemos
a saber nada de Joe hasta que a finales de enero se presenta en Lomark. Sin
pala cargadora. Se ríe un poco del revuelo que ha causado. Está delgado
como un junco y tiene el pelo más claro por el sol. Su rostro y sus antebrazos
lucen un color marrón rojizo.
Ha pasado unos días con PJ en Ámsterdam, ahora viene a tranquilizar a
su madre.

Página 254
—¿Qué tal por aquí, Fransje? ¿Alguna novedad?
Son las preguntas que me hace siempre cuando ha estado un tiempo
fuera. Tengo un nudo en la garganta, mi cabeza es un hervidero de
pensamientos catastrofistas. Escribo: «MUCHO RTL 5».
—Sí, fue divertido. No creo que Santing venda un litro más de pintura
por eso, pero su nombre al menos ha aparecido en televisión.
«¿QUÉ HAS HECHO CON LA PALA CARGADORA?».
Joe me mira con una sonrisa astuta.
—La he dejado.
«¿DÓNDE? ¿PAPÁ ÁFRICA?».
—Digamos que ahora puede montar una pequeña empresa de movimiento
de tierras. O lo que quiera.
Joe entrelaza las manos detrás de la nuca y se reclina placenteramente en
la silla. De pronto se me enciende una luz: Joe no se hundirá jamás. La
traición de unos simples mortales no conseguirá sacarle de su órbita. Sufrirá,
talará un bosque o desviará un río para calmar el dolor, pero saldrá intacto.
Lo veo tan claro que me dan ganas de cavar un hoyo en el suelo y
desaparecer en él para siempre.
Esta noche Joe va a ver a Christof, el lunes vuelve al trabajo. Se palpa los
bolsillos, coge su mechero de la mesa y sonríe.
—Bueno —dice—, me voy.

Página 255
Y después

Página 256
Años después retomo la pluma. Han sucedido muchas más cosas y por fin
comprendo la insondable verdad que difunden los Hombres-Todo-Peor-Que-
Antes sentados en su banco del dique: en efecto, todo ha ido a menos. Hasta
el dolor provocado por esta constatación se ha atenuado. Aprendemos a vivir
con ella como con un hueso descolorido.
Cuando Joe regresó de Egipto, Christof le preguntó honradamente si
podía invitar a PJ al baile de gala anual de su club estudiantil. No encontraba
a ninguna otra chica. «Se lo tienes que preguntar a ella, no a mí», le
respondió Joe.
Así fue como PJ acompañó a Christof al baile de la Sociedad de
Estudiantes de Utrecht con una falda ajustada de color plata sin que nadie
comprendiera de dónde había salido semejante belleza.
Esa misma noche, Christof perdió la virginidad. Con eso nos reunimos
los tres en el regazo de PJ.
Al siguiente verano, Christof reveló a Joe en una terraza de Utrecht que él
también estaba con PJ y que ella se había decidido por él. En resumen, PJ no
quería verse más con Joe. No soportaba los coletazos dolorosos y molestos
que marcan el fin de una relación.
Joe no le pegó ninguna bofetada a Christof ni le arrancó la cabeza, se
subió a su coche y reventó el motor a la altura de Oosterbeek. Volvió a casa
andando, por la noche se echó la mochila al hombro y dejó una nota en la
mesa diciendo que ya daría señales de vida; eso es lo último que sabemos de
él. Algunos sostienen que le han visto al mando de una pala cargadora en las
obras de la E-981 y que lucía una barba negra, así que lo mismo puede haber
sido otra persona.
¿Le sorprende a alguien que Christof se llevara a PJ? A mí no, él también
tuvo su oportunidad y no la dejó escapar. Christof tenía una importante
ventaja sobre los demás amantes de PJ: podía ofrecerle orden y seguridad, lo

Página 257
único que la burguesía viene reclamando desde hace siglos a sus gobernantes.
Este factor habría sido sin duda menos decisivo si PJ no se hubiera quedado
embarazada de él. La familia de Christof removió Roma con Santiago para
convencerla de que no abortase y, no mucho más tarde, una pala cargadora
(no una Caterpillar sino una Liebherr, a Joe le horrorizaría la idea) comenzó a
preparar una parcela entre Lomark y Westerveld para que en ella se edificara
el hogar de Christof y PJ.
Christof terminó sus estudios a marchas forzadas y entró a trabajar en
Betlehem Asfalt; PJ jamás acabó la carrera.
Después de pasarme años obsesionado, por fin he recordado a quién se
parece Christof. He encontrado la respuesta en la obra Los secuaces de
Hitler: Christof es el vivo retrato de Heinrich Himmler, te lo juro. El libro
estuvo siempre en una estantería en casa de mis padres. Durante una
inspección médica en el campo de prisioneros de Luneburgo le mandaron a
Himmler abrir la boca y en ese instante mordió una cápsula de cianuro. La
fotografía es de poco después. Arriba a la izquierda se vislumbra la reluciente
punta de una bota, Himmler aún lleva sus gafas, yace en el suelo de
hormigón cubierto con una manta hasta la cintura. En esa imagen él y
Christof se parecen como dos gotas de agua.
Recuperé el libro la noche del funeral de mi madre. Murió víctima de un
violento cáncer linfático. Después del entierro, mientras estábamos sentados
con unos familiares en el salón de casa, mis ojos se posaron en Los secuaces
de Hitler. Lo hojeé hasta dar con la sección de fotografías. Dirk miró
conmigo por encima de mi hombro.
—Es clavado a ese colega tuyo —me dijo.

Hay un acontecimiento que aún a día de hoy recuerdo con mucha alegría: el
día de la boda de Christof y PJ. Se casaron por la iglesia. El abultado vestido
de PJ estuvo a punto de descoserse, el niño nacería poco después.
Nieuwenhuis hablaba sin parar del amor; yo me había instalado en el pasillo.
Al abandonar la iglesia, PJ me dedicó una mirada fugaz. El matrimonio se
alejó en un Bentley alquilado para la ocasión. El convite se celebró por la
tarde en casa del viejo Maandag, en la mansión que se había construido a las
afueras del pueblo después de que el Scania arrasara la fachada escalonada de
la Brugstraat. Era un caluroso día de verano, aún abundaban las amapolas y
los acianos. Christof era el rey de la fiesta, su padre pronunció un discurso
sobre príncipes y caballos blancos y terminó con las palabras: «Y por citar a

Página 258
mi hijo: “¿Quién le comprará un caballo blanco a la novia?”». En ese
instante, Christof salió de detrás de la casa con una yegua blanca cogida de
las riendas, su regalo de boda para PJ, y, hay que admitirlo, destilaba
elegancia y muy buen gusto.
PJ lloró, como había llorado cuando Joe partió en su pala cargadora del
aparcamiento del Rabobank. Besó a Christof y dio unas palmaditas torpes en
el cuello de la yegua, los caballos jamás le habían atraído demasiado. Los
invitados se acercaron admirados, con muchos «¡Oh!» y «¡Ah!», y Christof
se rió de oreja a oreja. En ese momento se escuchó un zumbido de motor
arriba en el aire, un ronroneo uniforme y delicioso que no llamó la atención
de nadie, porque en verano pasaban muchas avionetas. Sin embargo, el ruido
se iba intensificando, como queriendo imponer su presencia en la boda.
Alguien giró la cabeza, cada vez más personas se volvieron en dirección al
rugido que, de repente, se notaba muy cerca. Una voz exclamó: «¡Ese trasto
se va a estrellar!», y todos se dispersaron como si en medio de ellos hubiera
explotado una bomba fétida.
Un avión azul celeste.
Se precipitó hacia la mansión sobrevolando los prados a baja altura. Por
detrás llevaba colgando una larga tira de tela con un texto. La madre de
Christof fue la primera en volcar una mesa en su afán por ponerse a cubierto,
el cristalino tintineo de las copas me produjo un escalofrío. El avión siguió
bajando y pasó justo por encima de nosotros. Muchos se refugiaron en el
interior de la casa, otros se apresuraron de un lado a otro del césped, pero yo
alcé la mirada cuando el aparato ensombreció la terraza y, sin pensarlo, lo
asocié con una cruz grande y amenazadora que nos aplastaría a todos. El
aviador tomó altura, vi que llevaba unas gafas de esquí y que se reía
enseñando los dientes. Más o menos en ese momento me entró un ataque de
risa.
En el centro de la terraza, una mujer miró al cielo con los ojos clavados
en el avión como si se hubiera quedado de piedra: Kathleen Eilander. Se le
había abierto un poco la boca y levantó la mano sin fuerzas.
—Allí… —susurró—. Allí…
No sé cuánta gente leería las palabras que planeaban por el aire, pero
después el texto pasó de boca en boca. Ya lo he comentado en otra ocasión,
Joe da que hablar hasta el último momento. La tira de tela decía:
PUTA DEL SIGLO

Página 259
En letras mayúsculas. Casi me ahogo de la risa. ¡Al fin había leído el
libro y le había sacado el máximo provecho en ese día tan especial!
Fue una lástima que nadie se acordase de sujetar la yegua, porque
galopaba por las praderas hacia Dios sabe dónde. El avión describió una
amplia curva y volvió para rendirnos un último saludo de honor. En ese
instante, Christof salió corriendo de la casa, enojado o mejor dicho hecho una
furia, con la escopeta de su padre en la mano. Su madre chilló mientras
cargaba el arma, apuntaba y disparaba al avión que ya desaparecía. Erró el
blanco, o quizá el aparato ya estaba demasiado lejos, de regreso al pueblo.
Kathleen Eilander enderezó una silla, se sentó en ella y siguió el aparato con
la mirada. «¡La yegua!», gritó alguien, Christof soltó un taco y emprendió la
persecución seguido de unos cuantos invitados.
Los demás contemplaron estupefactos los estragos, sumidos en un
profundo silencio. PJ se erigía como una abombada vela de barco de encaje y
seda en medio de las ruinas del día de su boda. Daba la impresión de que no
sabía si enfadarse o reírse. Yo no me recuperaba de mi ataque de risa, en
realidad todavía me dura. PJ me miró y después miró a la abigarrada sarta de
invitados que corría detrás de una yegua blanca campo a través, y sacudió la
cabeza en un gesto apenas perceptible. Llenó dos copas con champán en una
de las pocas mesas que aún seguían en pie, las chocó entre sí, vertió el
contenido de una de ellas en mi boca y se bebió la otra en dos sorbos.
—Puta del siglo —dijo pensativa mientras se pasaba la mano por la boca
—. Puta del siglo. Vaya…

Dos semanas más tarde, PJ dio a luz a un hijo, en otoño se mudaron a la casa
donde todavía viven. Vi por primera vez al niño cuando seguía a Christof por
el Poolseweg montado en una pequeña bicicleta con una bandera naranja.
Christof me saludó con la mano, el niño gordito avanzaba con dificultad. No
se parecía a Heinrich Himmler.
Técnicamente hablando, incluso cabe la posibilidad de que el niño sea
hijo mío, porque PJ y yo jamás hemos dejado de dormir juntos y, según dice
ella, mis testículos funcionan de maravilla. Viene a verme cuando Christof se
encuentra en el extranjero. Entonces mi padre corre las cortinas del salón,
esos días hay PJ para rato. Los años no perdonan, junto a sus orejas
comienzan a formarse las primeras arrugas, mi amor por ella nunca se ha
enfriado. Continúa siendo mi única lectora.

Página 260
Cuando escribo sobre Joe, las cosas que pasaron y cómo perdimos
nuestra alma, PJ se siente incómoda. «Era un soñador», dice entonces, como
si eso explicase o justificase algo.
De vez en cuando me pide que la aúpe con mi brazo bueno, entonces
deslizo la mano bajo su trasero, ella se aferra a mis hombros para no perder el
equilibrio, y la aúpo lentamente desde el suelo. Permanece un tiempo sentada
sobre mi mano, convertida en el sillín de una bicicleta de carreras. Cuando la
levanto así, me creo de nuevo fuerte como un toro y ella se siente ligera
como una pluma. Después follamos como animales.
Sigo dando mis paseos por el pueblo y a veces me paro en la casita de
Hennie Oosterloo junto a De Uitspanning. Coloca mecánicamente el codo en
el centro de la mesa, porque me identificará durante el resto de su vida
subnormal con la lucha de brazos; entonces yo sacudo la cabeza y, en más de
una ocasión, tengo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Recuerdo el
seppuku, el corte limpio y recto, pero no es para mí. Yo no he perdido el
honor, lo he regalado, además a plena conciencia.
Se ha inaugurado la E-981, un glaciar de asfalto ha sido extendido y
nosotros hemos desaparecido detrás de una barrera acústica de tierra y
plástico de varios metros de altura. En efecto, no oímos nada ni nadie nos oye
a nosotros. Quizá los veloces automovilistas vean por el rabillo del ojo cómo
sobresale la punta del campanario de la iglesia, en cuya cima se mantiene «el
gallo que se armó de valentía», pero todo lo demás se halla fuera del campo
de visión. Sin embargo, nosotros no hemos muerto ni hemos cambiado.
Seguimos aquí.

Página 261
Notas

Página 262
[1]
Hey, Joe, ¿adónde vas con esa pistola en la mano? / Hey, Joe, decía que
adónde vas con esa pistola en la mano / Voy a pegarle un tiro a mi parienta /
sabes que la pillé tonteando con otro hombre. (N. de la T.) <<

Página 263

También podría gustarte