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LAS GUERRAS
DE DIOS
CRÍTICA
BARCELONA
Primera edición en rústica: marzo de 2010
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ISBN: 978-84-9892-077-2
Depósito legal: B. 7259-2010
Impreso en España
2010 - Impreso y encuadernado en España por EGEDSA (Barcelona)
AGRADECIMIENTOS
hasta el río Elba, desde Irlanda hasta las llanuras húngaras; el islam
al este y al sur, en Asia occidental, el norte de África y el sur del
Mediterráneo. Ninguno de los dos bloques religiosos estaba unido.
A finales del siglo x, la autoridad tradicional del califa de Bagdad
había sido usurpada en Egipto por un califa partidario de la tradi
ción musulmana minoritaria chiíta que se había desligado de la tra
dición mayoritaria ortodoxa suní a finales del siglo VII a causa de
una disputa sobre la legitimidad espiritual de los sucesores del Pro
feta. En España, la comunidad musulmana le debía fidelidad a un
califato indígena con capital en Córdoba, hasta su desintegración y
fragmentación a principios del siglo xi. En los territorios cristianos,
a pesar de que la separación de poderes entre las autoridades reli
giosas y laicas era mayor que en los estados islámicos, desde la caí
da del imperio romano se habían desarrollado dos formas de cris
tianismo; la tradición ortodoxa griega con sede en el imperio
bizantino, y una tradición cuyo centro teórico se encontraba en el
papado de Roma, pero que dirigían en gran parte las fuerzas parale
las de las iglesias locales dominadas por la aristocracia y por una
red de monasterios. Tanto el cristianismo como el islam, dos siste
mas de creencias en apariencia monolíticos, ocultaban en su interior
infinitas variedades locales y tensiones nacidas a partir de la diver
sidad social, lingüística, étnica, cultural y geográfica, y de la dis
tancia. En los territorios gobernados por cristianos los habitantes no
cristianos eran escasos, aunque a partir del siglo x, las comunidades
judías, se extendieron al norte de los Alpes, especialmente hacia
Francia y la cuenca del Rin. En contraste, los habitantes no musul
manes abundaban en todas las regiones musulmanas, a menudo
grandes poblaciones, sobre todo de comunidades a quienes los mu
sulmanes llamaban «el pueblo del libro», judíos y cristianos, estos
últimos procedentes de una gran variedad de sectas locales y tradi
ciones confesionales derivadas de las últimas interpretaciones teo
lógicas romanas y que diferían de las ortodoxias latina o griega.
En las zonas centrales de esta región afroeuroasiática, aquellas
donde se observaban las reglas cristianas y musulmanas, las estruc
turas políticas y religiosas se sustentaban en economías y poblacio
nes rurales asentadas. Bizancio y los estados islámicos compartían
un sistema comercial floreciente que mantenía a las ciudades y uti
lizaba el oro como moneda de cambio, mientras que en la Europa
INTRODUCCIÓN 3
esclavos, pieles, madera y algunos metales del oeste y del norte. I .os
intercambios locales, principalmente de alimentos, pero también de
algunas materias primas básicas como la lana o el tejido de lana,
proporcionaban el motor principal del comercio en las economías
rurales. El mosaico de economías locales variaba en gran medida
según la región: cereales y trigo en las zonas más al sur, centeno y
avena más al norte; vino en el sur, cerveza en el norte; caña de azú
car en Siria; aceitunas alrededor del Mediterráneo; pesca a lo largo
de todas las inmensas costas de la región afroeuroasiática. En Euro
pa, el crecimiento de las ciudades entre los Alpes y el océano Atlán
tico indicaba la expansión de este tipo de comercio, un proceso que
funcionaba como una dimensión liberadora para amplios sectores
de las comunidades rurales, en su mayor parte ligadas a la tierra por
ley, jerarquía, tradición, coacción y necesidad económica. En los
mercados, es muy posible que las transacciones estuvieran sujetas a
impuestos, aunque tendían a operar fuera de los lazos de la servi
dumbre de la gleba. La esclavitud, muy extendida en la Afro-Eura-
sia romana y tras la caída del imperio, persistió en el mundo árabe,
pero fue desapareciendo de forma gradual en el mundo cristiano,
fuera por motivos morales alentados por la iglesia, fuera por pru
dencia económica.
Más allá de las tierras centrales de las comunidades asentadas,
alrededor de los márgenes geográficos de la región, la costa atlánti
ca, los márgenes del desierto del Sahara, las llanuras, estepas y tun
dra al norte del Mar Negro y de la cordillera de los Cárpatos, al nor
te y este del río Elba hacia el Círculo Polar Artico, además de en las
zonas en el interior de las regiones colonizadas en los límites de las
tierras cultivables, desiertos, montañas, pantanos e islas, los patro
nes demográficos y económicos que sobrevivieron fueron muy di
ferentes. Muchas zonas periféricas de la región albergaban tribus
nómadas: variables alianzas de turcos en las estepas eurasiáticas,
beduinos en los desiertos de Oriente Próximo, o pastores transhu-
mantes como los lapones cerca y más allá del Círculo Polar Artico.
Estos grupos dependían de los diversos grados de cercanía con sus
vecinos asentados; la mayoría de los beduinos y una gran parte de
los nómadas turcos habían aceptado el islam; las oleadas de inva
siones turcas a partir del siglo xi y hasta el siglo XIII hacia los Bal
canes y Oriente Próximo, a las que siguieron las de los mongoles
INTRODUCCIÓN 5
mencos en diciembre de 1095, tras oír que los turcos «en su exalta
ron, habían invadido y saqueado los templos de Dios en el este» y
«se habían apoderado de la Ciudad Santa»— «les había impuesto la
34 LA PRIMERA CRUZADA
El caballero que ciñe con una coraza de fe su alma, del mismo modo
que ciñe con una coraza de acero su cuerpo, es intrépido de corazón
y está a salvo de todo ... así protegidos, id adelante, caballeros, y sin
que vuestras almas caigan en el desánimo, ahuyentad a los enemigos
de la Cruz de Cristo.4
Vestios de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las in
sidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre y la car
ne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los do
minadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de
los aires. Tomad, pues, la armadura de Dios para que podáis resistir
en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues,
alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de
la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio
de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con que
podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno. Tomad el
EL ORIGEN DE LA GUERRA SANTA CRISTIANA 35
Sobrados son los motivos que afaman el juicio moderno más rotun
do sobre las cruzadas. Al final de lo que se ha descrito como la últi
ma gran crónica medieval, la Historia de las cruzadas en tres volú
menes (1951-1954),* Steven Runciman pronunció su fallo: «la
guerra santa en sí misma no fue sino un prolongado acto de intole
rancia en el nombre de Dios, lo cual constituye pecado contra el Es
píritu Santo».5 Pero la intolerancia de los enemigos de Dios cuenta
con una larga historia en la tradición judeo-cristiana. A lo largo de
buena parte de los últimos dos milenios, se han conocido estudiosos
y propagandistas religiosos —que a menudo constituían una mayo
ría— que hubieran discrepado de sir Steven, igual que han surgido
también otros tantos más afines a él. Lo que ahora puede parecer a
muchos cristianos —y quizá a la mayoría de los no cristianos— una
paradoja irreconciliable entre la guerra santa y las doctrinas de paz
y perdón proclamadas en el Padrenuestro, el Sermón de la Montaña
EL MUNDO GERMÁNICO
* Los términos de Italia, España, etc., usados por el autor, adquieren con fre
cuencia un sentido más geográfico que histórico. (N. de los t.)
EL ORIGEN DE LA GUERRA SANTA CRISTIANA 45
dad de l°s Hechos de los Apóstoles. Hacía falta reforzar las reglas
canónicas que afectaban al clero secular y prohibir, por un lado,
abusos como la simonía (la compra o venta de un remedio para las
almas), el matrimonio dentro del clero, el uso del cargo eclesiástico
corno una propiedad o una posición política y el hecho de que el lai-
cado se inmiscuyera en el control y las decisiones sobre el clero y
las iglesias. Se proyectó un cambio radical en la relación entre Es
tado e iglesia que, desde los carolingios y tal vez desde Constanti
no, habían tendido a cooperar mutuamente, más que a separarse.
Aquella actitud comportaba riesgos políticos serios. En la mayoría
de los centros de poder político, la iglesia estaba inextricablemente
ligada con el gobierno secular: los reyes, sobre todo el de Inglaterra
o Germania, buscaban ayuda material y política en los hombres de
la iglesia, recibían sus oraciones en lo que constituían cultos regios
apenas disfrazados y ejercían poderes de influencias bien reconoci
dos en los nombramientos de la iglesia. Eliminar el control del lai-
cado no solo les socavaba sus poderosas y bien asentadas estructu
ras políticas, sino que cortaba con unos sistemas de patrocinio local
por los que las familias donantes mantenían intereses cerrados, de
amo y señor, en los monasterios que ellos mismos habían fundado o
subvencionado, o en las parroquias que ellos habían instituido den
tro de sus haciendas. Para el clero seglar, la reforma implicaba un
intento deliberado de distinguir la orden clerical de los hábitos y
comportamientos de los seglares. En resumidas cuentas, la reforma
apuntaba hacia una mayor semejanza con los monjes, por celibato,
por la inmunidad a las trampas materiales del dinero y la propiedad
privada, y por la obediencia, dentro del Derecho canónico, a sus su
periores dentro de la iglesia y, en última instancia, al papa. El im
pacto social era potencialmente considerable y señaló el final de las
herencias de terrenos y cargos eclesiásticos. Para la iglesia —aun
que existían claras ventajas económicas en el hecho de negar la he
rencia, la división y la potencial alienación de sus propiedades—
seguía en vigor el argumento de la ley y la moralidad. El impacto de
a rerorma papal fue profundo, debido a una combinación muy efec
propia cruz, haciendo ver que era obra de Dios: en castigo, se vio
afectado por un cáncer.30 Como indicador del papel independiente
asumido por Pedro el Ermitaño, posiblemente en retrospectiva, dis
ponemos del hecho de que él portara como ayuda a su predicación
una carta del cielo, antes que una reliquia de la cruz que, nada más
transcurrido un año desde Clermont, había barrido a todos los res
tantes símbolos, dejándolos a un lado. La entrega de la cruz era sen
cilla y no discriminaba a nadie. A diferencia de la concesión de los
símbolos del peregrinaje, que suponían una imposición contractual
de una penitencia de manos de un sacerdote, en el primer impulso
del nuevo ritual, la entrega de las cruces no estaba monopolizada
por los integrantes de las órdenes santas. En junio de 1096, en
Amalfi (en la región de la Apulia), a modo de expresión de devo
ción y poder, el señor ítalo-normando Bohemundo de Tarento pro
veyó de cruces a sus hombres, en un acto cuidadosamente organi
zado y escenificado. Aunque no llegó a ser nunca privilegio
exclusivo de los guerreros santos, llevar la cruz no tardó en con
vertirse en un elemento distintivo. En Amalfi, Bohemundo se sin
tió particularmente impresionado por las cruces exhibidas en el
desfile. Los que estaban en el ejército con destino a Jerusalén se re
ferían a los reclutas que todavía no habían cumplido sus votos
como «señalados con la cruz sagrada», mientras en 1098 escribie
ron a Urbano que él les había «ordenado que siguieran a Cristo lle
vando nuestras cruces».31 Para otros, estas insignias acarreaban
unas implicaciones bastante más siniestras. Uno de los términos
empleados por los cronistas hebreos para describir a los perpetra
dores de los pogromos de Renania en 1096 se traduce como «los
portadores de la enseña», signos de una obsesión con la crucifixión
y la venganza contra aquellos a los que se suponía responsables y
que aún seguían negando la divinidad de Cristo.32 Tanto para el
combatiente cristiano como para el judío perseguido, la cruz era un
elemento definitivo.
El mensaje de Urbano, lanzado en Clermont y repetido en ser
mones y cartas durante los tres años posteriores, se alzaba con cla
ridad: una contienda penitente para rescatar del islam a Jerusalén y
las iglesias orientales; la liberación de la iglesia oriental, tras varios
siglos de opresión, con la consecuencia de restaurar la unidad fra
ternal con los «hermanos de sangre» (según rezarían, más adelante,
¡MARCHAD A JERUSALÉN! 91
fruto del azar. Su sucesor, Pascual II, señaló la atención que Urbano
prestaba a las ciudades (civitates). Mientras trataba de imponer un
obispo del sur de Francia, Ademar de Le Puy, como jefe de la expe
dición y su representante, seguía escribiendo a los flamencos, en el
norte, instándoles a que participaran, y mandó asimismo un legado
a los reinos anglo-normandos. Aunque la expedición carecía de la
unidad que Urbano hubiera deseado, la autoridad de Ademar fue
aceptada sin reservas, sobre la marcha, una vez que los ejércitos se
hubieron reunido en Nicea en junio de 1097. Las órdenes que Ur
bano dictó después a los boloñeses (septiembre de 1096), por medio
de las que prohibía al clero unirse a la marcha y alentaba a los lai
cos para que consultaran a los sacerdotes o a los obispos de sus pa
rroquias, no transmite alarma por el número, sino por la rectitud ca
nónica, que fue tema importante del viaje, a partir de Clermont o
incluso de Piacenza en adelante. La elección de las fechas para las
predicaciones, que han despertado extrañeza en algunos por lo tar
dío del año, se correspondía con una compleja maniobra de recluta
miento. El viaje de Urbano por Francia cuadraba con dos tempora
das de penitencia, el Adviento y la Cuaresma, muy adecuadas a sus
mensajes de arrepentimiento, tanto como los grandes ceremoniales
cristocéntricos de la Navidad y la Pascua, en los que las imágenes
y las representaciones más teatrales de Jesucristo se acompañan
de celebraciones ciudadanas y eclesiásticas. El anuncio de Urbano, de
que la expedición partiría el 15 de agosto de 1096, dejaba tiempo a
los ejércitos para prepararse: a la postre, todos los grandes contin
gentes del norte de los Alpes salieron en octubre. También se reco
noció la importancia de esperar a la cosecha, que tradicionalmente
se iniciaba, en la zona norte de Europa, el 1 de agosto. Así, el ca
lendario del año eclesiástico, incluida la fecha de partida —fiesta de
la Asunción de la Virgen María, culto de gran importancia en la pro
pia Le Puy—, encajaba bien con los requisitos militares; la logísti
ca se ajustó a la liturgia.
Las prédicas mismas de Urbano parecen haber sido bastante efi
caces. A partir de los documentos —sin duda, de carácter parcial y
limitado— suscritos entre los reclutas y los monasterios, se ha ob
servado que una «elevada proporción» de combatientes nobles pro
venía de áreas que Urbano había visitado o que se encontraban a
una distancia de su itinerario de dos días a caballo. Sus sermones
96 LA PRIMERA CRUZADA
Oh, los más fuertes de entre los soldados, hijos de padres invictos,
no os mostréis más débiles que vuestros antepasados y recordad su
fortaleza ... a vosotros [esto es, los francos], antes que a todas las de
más naciones, Dios os ha otorgado una gloria extraordinaria en las
armas. 60
baros. Dejad que aquellos que han sido mercenarios por unas pocas
monedas de plata alcancen ahora la recompensa eterna.63
lado antes de la credulidad de las gentes que creyeron ver nubes for
mándose en Beauvais (Guiberto, que estuvo allí, pensó que recor
daban a una cigüeña o una grulla), el abad explicó por qué había
mencionado el cuento del ganso: «hemos ligado este incidente a la
verdadera historia (historiae veraci) de forma que los hombres se
pan que se les ha advertido que no han de permitir que la seriedad
cristiana se vea trivializada por dar crédito a tan vulgares fábulas».67
Las reacciones al viaje de Jerusalén no carecieron, en absoluto, de
sentido crítico.
Los contemporáneos experimentaron pocas dudas con respecto
a la génesis de la expedición. Ya fueran descritas como un rumor o
como un gran movimiento, las emociones que se levantaron en
1095-1096 no pueden calificarse como efímeras o superficiales. Se
había despertado un «terror» previo en 1064, que inspiró a hombres
de todas las clases a abandonar a sus familias y sus posesiones y
marchar camino de Jerusalén, incluidos varios obispos y por lo me
nos un erudito, que entretenía a sus compañeros con canciones so
bre los milagros de Cristo, en lengua vernácula, una manera de le
vantar la moral que probablemente se repitió en los ejércitos de
1096.68 Los episodios astrológicos, bien documentados, de princi
pios de 1095 —aparentemente, se trató de una lluvia de meteori
tos— pudieron usarse para enrarecer la atmósfera, como sucedió
con el cometa Halley en 1066. El entusiasmo por la expedición a Je
rusalén no fue el resultado de ninguna hambruna ni de ninguna alu
cinación provocada por alcaloides; si se lo puede describir como
una histeria de masas, en modo alguno fue incoado. Los modelos de
transmisión del mensaje y de organización del reclutamiento se
guían la dinámica y los lazos de la sociedad; del señorío, del paren
tesco, de los vínculos locales, de la autoridad, de las ciudades y del
culto. Los ceremoniales, el simbolismo y la repetición de un senci
llo credo dieron cobijo a ambiciones dispares, que afectaban a la fe,
la imagen que cada cual tenía de sí mismo y la presión de los pares.
Sin embargo, tal como señaló un observador más bien desconcerta
do, la gran cantidad de personas que se movilizó por este objetivo
solo se había visto estimulada por la transmisión de boca a oreja,
que pasaba de unos a otros,69 tras haber suministrado las élites de la
iglesia y el gobierno el meollo del idealismo, así como los prosai
cos, por más que vitales, mecanismos de actuación. Siendo en par
¡MARCHAD A JERUSALÉN! 113
minaban «francos» a todos por igual, bien informado del término ge
nérico árabe para los cristianos europeos occidentales, «al-ifranj». El
autor anónimo (probablemente, ítalo-normando) de la Gesta Fran-
corum, que con frecuencia empleaba términos genéricos como
«Christiani», establece diferencias cuidadosas entre los hombres de
Italia que se unieron a Pedro el Ermitaño en Constantinopla: había
«Lombardi» (originarios de la región del Po) y «Longobardi» (sus
vecinos, del centro y el sur de la península). La Gesta conserva el
nombre antiguo de «galos» para lo que geográficamente es Francia.
Un autor ferozmente xenófobo como Guiberto de Nogent hacía hin
capié en un nacionalismo de invención propia, al defender que Ur
bano II había convocado para proteger a la Cristiandad frente a los
turcos, de manera específica, a los «francos», no así a los germáni
cos. Esta distorsión de los hechos no tardó en adquirir popularidad
en otros escritores «franceses», como Roberto de Reims o Baldric de
Bourgeuil: así se inventó la Gesta Dei per Francos {Hechos de Dios
mediante los francos), como se tituló el admirable relato de Guiber
to, una glosa nacional que ocultaba la naturaleza y la estructura de la
propia expedición. De hecho, en su Gesta Dei Guiberto se mostraba
como un adepto tan radical del monopolio franco, que insistía en que
Bohemundo —un normando italiano— «bien podría ser considera
do franco» por los orígenes de su familia y su posterior matrimonio.
A juzgar por sus propias cartas, sin embargo, los miembros de la ex
pedición se llamaban a sí mismos «Christiani», y a sus clérigos, «La-
tini», por oposición a los «Graeci» locales.2
Dada la fama y el aura de santidad que rodeó la Primera Cruza
da, la glosa francófila sobre la diversidad racial y regional de la ex
pedición interpreta un papel no desdeñable en la elevación y conso
lidación de un nuevo sentido de la identidad nacional, evidente en la
Francia de los siglos xii y XIII. Esta nueva característica füe aprove
chada con intensidad por los reyes Capetos; para empezar, en sus
propias aventuras cruzadas, en 1147, 1190 y 1248. Esta conciencia
emergente de unidad, fomentada por los historiadores de la Prime
ra Cruzada (como Guiberto de Nogent y Roberto de Reims) con
trastó de manera notoria con las tradiciones más antiguas de parti
cularismo, tal cual se mantuvieron en Germania e Italia, cuya
experiencia real de las cruzadas difería poco de la francesa, pero no
reportó dividendos específicamente nacionales de ninguna clase.
LA MARCHA HACIA CONSTANTINOPLA 119
Rin, mientras que el de Pedro había pasado unos días antes en la di
rección contraria. La reunión de las tropas de Emich, que incluía
contingentes notables del norte de Francia, se produjo en Maguncia
a finales de mayo, fecha en la cual Pedro había descendido ya un
buen trecho del Danubio. Sin embargo, la oscuridad de la reunión
de la fuerza de Emich, de origen germánico meridional y francés, da
a entender que hubo un reclutamiento local. Pedro, Gottschalk o
Urbano quizá provocaran un efecto de concentración; lo mismo lo
graron el interés, las tradiciones y los contactos locales. De niño,
Guiberto de Nogent había conocido a uno de los caballeros que pos
teriormente perecieron en Antioquía, Mateo del Beauvasais, que ha
bía prestado servicio al emperador bizantino.7 Su ejemplo quizá
ejerciera la misma influencia que la evangelización de Pedro, cier
tos relatos tergiversados del llamamiento a las armas de Urbano II o
los rumores de una guerra santa milenarista.
La disciplina de las fuerzas de Pedro contrasta con lo que ocu
rrió después. A mediados de mayo, su lugarteniente Gualterio Sans
Avoir, que marchaba solo unos pocos días por delante, negoció un
documento de salvoconducto con el rey húngaro Colomán, que in
cluía el acceso a los mercados, privilegio importante dado que el
principio del verano, antes de la cosecha, era durante la Edad Me
dia los meses con más hambre. En Semlin, en la frontera húngara,
hubo problemas por unas compras de armas. Cuando habían cruza
do la frontera bizantina, se pusieron de relieve los peligros de las
campañas veraniegas, puesto que se denegó a Gualterio la utiliza
ción de los mercados de Belgrado, lo que dio origen a un enfrenta
miento que causó la muerte de sesenta peregrinos. Sin embargo, las
autoridades militares de Bizancio reconocieron a Gualterio como
aliado y, para impedir nuevos saqueos, le proporcionaron comida y
una escolta hasta Constantinopla, a la que llegó hacia el 20 de julio
de 1096, dispuesto a esperar a Pedro. El hecho de que fuera tan
complaciente dice mucho de la implicación de Alejo en el proyecto,
más aún si pensamos que debía de esperar la llegada de los occi
dentales para algunos meses más tarde, con mayores reservas de
provisiones locales.
La velocidad con la que los griegos condujeron a Gualterio Sans
Avoir hasta la capital del imperio demuestra que sabían que la fuer
za más numerosa de Pedro el Ermitaño estaba a solo unos días de
LA MARCHA HACIA CONSTANTINOPLA 123
barcado en las cruzadas, eran muchos los que pensaban que el con
de Emich había dañado de forma indeleble el sagrado proyecto ori
ginal, por su sistemática persecución de los judíos.
fue solo una parte de este proceso más amplio. Irónicamente, el im
pacto causado en la memoria askenazí fue testimonio de su falta de
consecuencia material profunda en las comunidades acosadas. Si la
imagen de los mártires de 1096 resultaba especialmente elocuente
para algún grupo, fue ante todo para las propias congregaciones judí
as renanas, renovadas y en expansión. Es el caso de la oración litúr
gica mencionada por vez primera por Efraím, un rabino del siglo XII,
en Bonn: «Que nuestro Padre Misericordioso, que habita en los Cie
los, se acuerde con su infinita misericordia de los padecimientos de
los piadosos, los justos y los puros, las comunidades santas que se sa
crificaron por la santificación del Nombre Divino».23
zar ese retomo. Cuando viajaba hacia el sur, para reunirse con el du
que de Normandía y conde de Blois en septiembre de 1096, el con
de Roberto de Flandes fue recibido por una procesión de monjes en
cierto monasterio de las inmediaciones de Reims; también un mag
nate remense vino a presentar sus respetos.25 La mayoría de las des
pedidas se realizaba sin tan magna ceremonia, pero muchos habrían
contado con la presencia del cura de la parroquia y varios lugareños
y habrían visto manifestaciones de pena no solo ritualizada, sino
también sincera. Fulquer de Chartres, capellán en la marcha de Es
teban de Blois, compañero del conde Roberto, proporcionó una des
cripción imaginativa y, a la vez, universal:
¡Qué suspiros, qué llantos, qué lamentos entre los amigos, cuando el
marido dejó a la mujer que tanto amaba y a sus hijos, abandonó sus
propiedades, por grandes que fueran, a su padre, a su madre, a su
hermano y los demás parientes...! Pero por muchas lágrimas que de
rramaran los que se quedaban por mor de los amigos que partían y
en su presencia, nadie flaqueaba ni se arredraba... El marido comu
nicaba a su mujer la fecha en la que confiaba retomar, asegurándole
que, si por la Gracia de Dios sobrevivía, volvería con ella sin demo
ra. La encomendaba al Señor, la besaba con morosidad y le prome
tía, para consolar sus lágrimas, que regresaría. Ella, no obstante, te
merosa de no volverlo a ver, era incapaz de resistir la situación y
caía al suelo, desmayada, doliéndose por su amado, al cual perdía en
esta vida como si ya estuviera muerto. Pero él, a pesar de todo, como
un hombre sin piedad —pero henchido de piedad— y de aspecto in
conmovible, siquiera por las lágrimas de su mujer ni las lamentacio
nes de ninguno de sus amigos —aunque hondamente movido en su
corazón—, se marchaba con resolución y firmeza. La tristeza era la
suerte que cabía a los que se quedaban; en cambio, los que se mar
chaban no sentían sino júbilo.26
* La antigua Dyrrhachium, llamada a veces Durazzo; hoy Durres. (N. de los t.)
138 LA PRIMERA CRUZADA
migo, venía tan solo una quincena por detrás del conde. Hugo fue
bienvenido en Constantinopla en noviembre, a las pocas semanas
de la matanza de Kibotos. La forma en la que Alejo había tratado a
Hugo revelaba su nerviosismo; aunque se lo trató bien y, en apa
riencia, se sintió hasta excesivamente halagado por la obsequiosi
dad del emperador, los movimientos del conde eran seguidos con
minuciosidad y algunos de sus colaboradores vieron muy limitada
su libertad de movimientos. El emperador estaba empezando a dar
se cuenta de la intensidad de sus problemas. Casi cada día llegaban
noticias de más grandes nobles de la Europa occidental, que no du
daban en ejercer presión sobre su puesto; por otro lado, el flujo de
peregrinos devino una avalancha, acentuada por la extraordinaria
cosecha del otoño de 1096. Cabe pensar que Alejo no la definió pre
cisamente como «milagrosa».
Poco antes de la Navidad de 1096, Godofredo de Bouillon, du
que de la Baja Lorena, llegó a la capital griega con un ejército nota
ble, venido principalmente de Lotaringia (Lorena) y los Países Ba
jos. Demostró ser un huésped extraño. Su marcha a través de la
Europa central había seguido el camino de los peregrinos, el mismo
que había emprendido Pedro el Ermitaño algunos meses atrás. En
contraste con su predecesor, sin embargo, la diplomacia de Godo
fredo allanó su camino y fue signo claro de la meticulosa prepara
ción del viaje. Lejos de ser el héroe generoso de las leyendas caba
llerescas que con el tiempo protagonizó, Godofredo forzó toda una
serie de acuerdos comerciales para sufragar los costes de la expedi
ción. Además de extorsionar a los judíos renanos, vendió algunas
propiedades; hipotecó la propia Bouillon al obispo de Lieja, con la
condición de que le sería devuelta en caso de que regresara. Aunque
no contrajo matrimonio —quizá por sus preferencias sexuales—,
Godofredo no concebía la expedición a Jerusalén como una excusa
para abandonar la condición de la que gozaba en Occidente. Era el
hermano menor del acaudalado conde Eustaquio III de Boulogne y
su carrera había prosperado tras tomar partido por Enrique IV. Go
dofredo heredó el disputado ducado de la Baja Lorena siendo aún
adolescente, en 1076, y en 1083 luchó en Italia a favor de Enrique.
En 1087, su legitimidad como duque fue confirmada por un empe
rador agradecido; en 1096, su ejército atrajo a muchos imperialistas
de la diócesis de Lieja.29 Aunque antes de partir había acuñado mo
LA MARCHA HACIA CONSTANTINOPLA 139
gurí dad de la capital; el otro deseaba consultar con sus pares cuál
sería el mejor medio de proceder. Hacia el 20 de enero de 1097, pa
rece ser que Godofredo recibió a un legado de Bohemundo, quien
por entonces avanzaba muy despacio, pero cuidadosamente, por la
costa adriática; el embajador sugería emprender un asalto combina
do de la capital. Aun a pesar de su distancia con Alejo, Godofredo
rechazó el plan; más adelante, los veteranos de su ejército hablaron
de los griegos sin hostilidad ni malicia.33 A nivel popular, las rela
ciones seguían siendo buenas; por otro lado, Godofredo no se había
resistido a la manipulación de Alejo solo para convertirse en un
peón de los proyectos, muy arraigados, de Bohemundo con relación
al imperio bizantino.
Bohemundo de Tarento es el jefe más controvertido de la Pri
mera Cruzada. De cuantos comandantes principales habían sobrevi
vido por entonces, fue el único que se negó a incorporarse a la mar
cha sobre Jerusalén, en 1099, pues deseaba ante todo mantener su
control sobre la Antioquía siria. Admirado por sus dotes de general,
sus credenciales piadosas fueron impugnadas a la luz de las priori
dades que exhibió en 1099 y de su empeño por conquistar un reina
do propio en los Balcanes, a expensas del imperio bizantino. Desde
una perspectiva tradicional, se considera que sus motivos eran vil
mente materiales, por oposición a la supuestamente más elevada
motivación de algunos de sus compañeros. Es una idea insostenible.
La psicología de los líderes de las cruzadas no está al alcance de
nuestra reconstrucción. A todos ellos los podemos presentar como
modelos de codicia o impiedad. La dicotomía entre espirituales y
mercenarios apenas posee sentido. Raimundo de Tolosa, cuya sin
ceridad religiosa ha sido aceptada por casi todos los autores, de
mostró ser fatuo e intrigante en su búsqueda concienzuda de un
principado notable, que finalmente logró poseer en las tierras de los
alrededores de Trípoli, en el sur del Líbano. Asimismo, la agonía
espiritual de Tancredo de Lecce, sobrino de Bohemundo, era para
lela a su oportunismo político, siempre alerta. Godofredo de Boui-
llon aceptó poder y tierras, cuando se lo ofrecieron en 1099. Por
otro lado, Balduino de Boulogne, el más claramente arribista de to
dos, dedicó los últimos veinte años de su vida a defender los Santos
Lugares. En los cinco meses posteriores a julio de 1098, todos los
jefes se esforzaron por proteger sus intereses materiales, antes que
142 LA PRIMERA CRUZADA
CONSTANTINOPLA
rio o aquellos que —como los normandos en Italia y Sicilia o los tur
cos en el norte de Siria— eran ocupantes del antiguo territorio impe
rial, según la concepción intemporal del mundo propia de los bizan
tinos. Si estas tribus amenazaban al imperio o el emperador deseaba
utilizarlas en su beneficio, las técnicas empleadas seguían siendo
muy similares: se las apabullaba con una hospitalidad extraordina
ria; se aprendían sus costumbres para aprovecharse de ellas; se los
dividía y se los sometía; se creaban vínculos de dependencia basados
en el beneficio, que en realidad no eran sino cadenas de oro; se les
daba trabajo; en suma, se los abizantinaba. Tales fueron los métodos
de Alejo en los primeros meses de 1097, a los que añadió una eleva
da dosis de oportunismo flexible. Daba la bienvenida a quienquiera
que aceptase su hospitalidad; a algunos, como Godofredo de Boui-
llon o Tancredo de Lecce, que evitaron pasar por Constantinopla
para así no tener que reunirse con el emperador, se los coercionó más
directamente; y para el resto, nada era excesivo, pues Alejo imponía
a sus visitantes bucólicos la autoridad de su riqueza formidable. El
juramento que deseaba pronunciaran ante él era, en palabras de Ana
Comnena, «un típico juramento latino»; aunque desconocemos los
detalles, las reacciones de los jefes occidentales sugieren que ellos lo
reconocían como tal.50 Alejo utilizó a Hugo de Vermandois para per
suadir a Godofredo de que le convenía entrar en vereda y se aseguró
de que Godofredo y los demás eran testigos del juramento de Bohe
mundo. Se escribió que Bohemundo, Godofredo y Roberto de Flan-
des deseaban que Raimundo se adhiriera al acuerdo con Alejo. Se
encomendó a Bohemundo la labor de ganarse la aceptación de Rai
mundo y de obligar a Tancredo a acatar la voluntad del emperador.
Una vez Alejo obtenía la sumisión anhelada, colmaba de regalos a
los occidentales, que ahora consideraba como sus servidores. El úni
co aspecto en el que fallaba la fórmula griega —pero de un modo de
sastroso— era en el hecho de que, en su gran mayoría, los occiden
tales no llegaban a convertirse en auténticos bizantinos. En los
pactos de Constantinopla, había acuerdo porque había intereses mu
tuos compartidos; pero existía un abismo esencial e insuperable, que
ni la comprensión podía salvar, en lo que respectaba a la diferencia
en las aspiraciones de unos y otros.
Alejo consideraba sus intereses como algo eterno: el beneficio
del imperio. Cualquier otro aspecto era periférico o secundario, in
LA MARCHA HACIA CONSTANTINOPLA 153
ron tomando posesión de una ciudad tras otra. Cuando les llegaron
noticias claras, de distintas fuentes, sobre el estado de este país —el
desacuerdo de nuestros señores, las disensiones de nuestros dignata
rios, junto con su desorden y sus disturbios—, tomaron la determina
ción de salir a conquistarlo. Jerusalén es la cumbre de sus anhelos.2
fatimí, de religión chiíta, pasó a depender cada vez más de sus tro
pas mercenarias, formadas por hombres de tribu bereber, negros del
alto Nilo {sudan, en arábigo), turcos y otros guerreros esclavos (los
mamelucos). Todos estos grupos lucharon por la supremacía por de
trás del trono del califa Al-Mustansir (1036-1094), hasta que este
designó como visir al mameluco armenio, ya entrado en años, Badr
al-Yamali, quien gobernó Egipto como dictador militar entre 1074
y 1094. El potencial político de la religión se puso de manifiesto de
forma muy clara en 1092, cuando una escisión chiíta con base en
Alamut (al sur del mar Caspio) asesinó al inmensamente poderoso
visir de Bagdad, Nizam al-Mulk; esta secta es la que más adelante
fue conocida en Occidente como la de los Asesinos (hassasin). Los
gobernantes egipcios eran ideológicamente poco militantes y care
cían de fuerza para imponerse; en realidad, su dominio de la zona
interior de Siria y Palestina se reducía al control nominal de unos
pocos puertos del litoral mediterráneo palestino. En un intento de
expulsar a la autoridad turca de Palestina, Al-Afdal (el hijo de Badr
al-Yamali, que lo sucedió en el visirato) buscó entre 1097 y 1099 la
amistad con Bizancio y un acuerdo con los más recientes aliados de
los griegos.
Las tensiones y rivalidades eran inevitables en un sistema de go
bierno en el cual la forma disimulaba a la sustancia: detrás del cali
fa, un sultán; detrás del sultán, un visir; detrás del visir, un mame
luco. Egipto e Iraq competían por Siria y Palestina, mientras los
aventureros armenios, turcomanos, kurdos y bereberes sometían a
la aristocracia local. Estas fisuras resultaron agravadas por una
coincidencia desastrosa de fallecimientos, que entre 1092 y 1094
barrió a todas las figuras políticas destacadas del Oriente Medio. En
1092, al poco de morir el visir Nizam al-Mulk, soberano de facto
del imperio selyúcida, le siguió el propio sultán Malik Shah. En
1094 se repitió en Egipto una secuencia similar: a la muerte del vi
sir Badr al-Yamali le siguió, casi de inmediato, el fallecimiento de
su supuesto señor, el veterano califa fatimí Al-Mustansir. En el mis
mo año murió también el califa suní de Bagdad, Al-Muqtadi. Esta
cadena de defunciones provocó varias luchas por la sucesión y una
fragmentación política que se extendió de Irán a Anatolia, Siria y
Palestina. En Asia Menor, Kilij Arslan, retenido como rehén por
Malik Shah desde la derrota y muerte de su padre Solimán en 1086,
DE CAMINO AL SANTO SEPULCRO
nes sin caer en conflictos por los distintos liderazgos o las diversas
lealtades. Así se organizó la financiación de los fuertes de asalto y un
puente de botes para cruzar el Orontes, y así se pagó igualmente a
Tancredo la acción de bloquear la puerta meridional de Antioquía.
Para solventar la crisis de enero de 1098, Raimundo de Tolosa pagó
quinientos marcos al fondo común, destinados a que los caballeros
renovaran sus monturas.22 Para tranquilizar en lo posible a sus segui
dores, los jefes tomaron juramento de no abandonar el asedio. Estas
medidas hicieron hincapié en la particular identidad corporativa que
había crecido durante las crisis y mediante las experiencias compar
tidas. En octubre y noviembre de 1097, la correspondencia enviada a
Occidente proclamaba que Dios luchaba a favor de «el ejército del
Señor»; en enero, los obispos militares dieron fe de la ayuda presta
da en la batalla por los «caballeros de Cristo», los santos griegos Jor
ge, Teodoro, Demetrio y Blas.23
Los obispos solicitaron refuerzos a Occidente. En realidad, el
ejército no había dejado de recibir un flujo constante de refuerzos,
de lugares tan distantes entre sí como Italia, Inglaterra y Dinamar
ca; muchos viajaron con las flotas que llegaron a Oriente en 1097-
1098, proporcionando a los asaltantes un socorro crucial.24 Por otro
lado, el ejército de Dios no quedó nunca aislado por completo ni de
Occidente ni de los patronos griegos. La necesidad de reemplazar
un número abrumador de bajas y de solventar el problema crónico
con el abastecimiento quizá sea lo que explique la decisión adopta
da por Takitios a principios de febrero de 1098, cuando optó por
abandonar Antioquía, según dijo, para buscar alimentos y más tro
pas.25 Aunque más adelante los cronistas occidentales lo cargaron
con una grave culpa de cobardía, como parte del intento de construir
una justificación para la negativa a ceder Antioquía al control
del emperador griego, quizá Takitios respondía a una motivación del
todo legítima. La cadena de abastecimiento de Antioquía se había
roto; una consulta directa con las autoridades imperiales podría
haber mejorado la cuestión. Takitios dejó en Antioquía a su estado
mayor. Corrieron rumores de que había alcanzado un acuerdo con
Bohemundo, que garantizaba a este el control de las ciudades cili-
cias de Mamistra, Tarso y Adana. Ello habría cuadrado bastante
bien con las relaciones reales, más que imaginarias, existentes entre
el general griego, veterano en el mando de las tropas occidentales
178 LA PRIMERA CRUZADA
yeron y acabaron por dar con un camino, que recorrieron como in
digentes, hacia Antioquía.
Inmediatamente detrás del grupo de Nevers llegaba el gran
ejército de Guillermo de Aquitania y Güelfo de Baviera, entre
quienes se encontraba Hugo de Vermandois y, como nota de exo
tismo, Ida, la margrave viuda de Austria. En Constantinopla, los
rumores sobre la suerte de los lombardos convencieron a algunos
germanos temerosos de la pertinencia de aceptar un plan más sen
sato, aunque más costoso, y embarcarse por mar hacia Tierra San
ta; según uno de ellos, Ekkehard, abad de Aura y cronista, alcanza
ron Jaffa en seis semanas.12 Los camaradas que escogieron la ruta
terrestre partieron a mediados de julio por la ruta seguida en la Pri
mera Cruzada desde Nicea, hasta Dorilea, Filomelión y Konya.
A pesar de los meticulosos y amplios preparativos, una vez hubie
ron abandonado el territorio bizantino, la comida se acabó pronto y
los ataques turcos se intensificaron. Cuando llegaron a Ereghli a
principios de septiembre, los cristianos fueron sorprendidos por el
ejército de Kilij Arslan y conocieron la derrota. Muchos de los ca
pitanes, pertrechados con los mejores caballos y siervos fíeles, hu
yeron, salvando la vida en el intento, aunque perdieran la dignidad
o las posesiones. Hugo de Vermandois murió como consecuencia
de las heridas, en Tarso; el arzobispo Thiemo de Salzburgo fue
apresado y, más tarde, según la leyenda popular, sufrió las penas
del martirio; Ida de Austria desapareció, lo más probable es que
por haber fallecido, aunque más adelante también se rumoreó que
habría terminado sus días en el harén de un príncipe musulmán; el
Occidente medieval estaba casi tan obsesionado con las excitantes
imágenes de la voracidad sexual musulmana y sus licencias, como
con las blasfemias; las historias de mestizaje resultaron ser las más
populares. Los supervivientes del desatre de Ereghli —entre ellos,
Guillermo de Aquitania— atravesaron penosamente la región de
Cilicia y de ahí pasaron a Antioquía. Una vez en Siria, tras colabo
rar con Raimundo de Tolosa en la toma del puerto de Tortosa, los
restos aristocráticos de los tres ejércitos cumplieron sus votos como
peregrinos. Muchos regresaron a casa con la economía y la reputa
ción arruinadas por completo. Otros pocos se quedaron para ayudar
al nuevo rey de Jerusalén, Balduino I, y participaron con él en la de
fensa de Ramla, que recibió un ataque egipcio en mayo de 1101;
224 EL REINO FRANCO DE ULTRAMAR
* Nueve mil pies son unos 2.750 metros; tres mil, poco más de 900. (N. de los t.)
226 EL REINO FRANCO DE ULTRAMAR
nos inmunes en las ciudades marítimas elegidas, en las que los mer
caderes visitantes podían quedarse y desde las que podían comer
ciar. Tal fue la importancia de los genoveses en la creación del rei
no de Jerusalén, bajo su primer rey, Balduino I, que más tarde en
aquel mismo siglo fueron capaces de dar validez a una afirmación
falsa, según la cual sus contribuciones habían sido conmemoradas
por una inscripción erigida en la iglesia del Santo Sepulcro.17
La conquista de la costa no condujo de forma directa hacia la
ocupación pacífica del interior; el camino desde Jaffa a Jerusalén y
las laderas del monte Carmelo y el Líbano siguieron en peligro du
rante algo más de una generación. El bandolerismo persistía, desde
los dos lados de la frontera, igual que los asaltos dictados por los go
bernantes vecinos. No obstante, con la ocupación de los puertos cos
teros llegó la seguridad de los contactos con Occidente y el control
de las grandes rutas comerciales con el interior. Aunque hasta bien
entrado el siglo es probable que el rendimiento del comercio no sa
tisficiera a los inversores italianos, sin aquel asidero, las colonias ja
más hubieran sobrevivido a nivel financiero, económico o demográ
fico. Desde el punto de vista estratégico, cada puerto ganado reducía
el alcance de las flotas egipcias; la pérdida de Tiro impidió a los fa-
timíes poner en peligro las rutas del comercio y las peregrinaciones
entre Tierra Santa, Chipre, Bizancio y la Europa occidental.
Con frecuencia se ha sostenido que la participación italiana en
la aventura de Tierra Santa revela un materialismo sórdido, incluso
un capitalismo incipiente, muy distinto a la devoción por el ideal de
las cruzadas. La idea carece del más mínimo sentido. La tipología
de un conflicto desarrollado entre la fe «medieval» y el comercia
lismo «moderno» constituye un absurdo; la fe supone una caracte
rística del mundo moderno, en la misma medida en que el materia
lismo lo era del medieval. En el mejor de los casos, este tipo de
generalizaciones son convencionalismos literarios; en el peor, una
forma de esnobismo histórico, teñido de condescendencia. En cual
quier caso, estas observaciones ocultan lo más evidente. Escritores
como Caffaro, genovés del siglo xii, apuntan hacia el patrotismo ci
vil, pero su Liberación del Oriente {De Liberatione Civitatum
Orientis) y la mayoría de las otras pruebas disponibles indican una
mezcla de idealismo religioso y lo que se percibía como interés per
sonal, algo habitual en muchos otros cruzados.18 La presencia ita
LA FUNDACIÓN DE LA OUTREMER CRISTIANA 231
EDESA
ANTIOQUÍA
TRÍPOLI
JERUSALÉN
ellos, ni como rey ni como heredero, visitó jamás los países del oes
te; quien llegó más lejos fue Amalarico, que se trasladó a Constan-
tinopla para rendir homenaje al emperador griego Manuel I, en
1171. Los pontífices ponían noticias en circulación, con frecuencia
de carácter alarmista o deprimente; los cronistas eclesiásticos y mo
nacales de todas las partes de la Cristiandad occidental se ocupaban
de dar fe de los hechos de Oriente. En la alta política, algunos sobe
ranos como los reyes de Inglaterra y Francia aceptaron públicamen
te su responsabilidad en el sustento de la colonia cristiana, aunque
entre 1149 y 1187 hicieran muy poco por ello. Hubo visitas de los
grandes magnates, como el conde Teodorico de Flandes, en cuatro
ocasiones; algunos fueron a luchar, como el conde Felipe de Flan-
des, en 1177; otros, como Enrique el León, duque de Sajonia, para
orar y financiar, en 1172. A cambio, el reino de Jerusalén entregó el
óbolo de san Pedro a Roma y enviaba a Occidente a sus estudiantes
más aventajados, como Guillermo de Tiro, originario de una fami
lia que residía en Jerusalén. El número de occidentales que recla
maron importantes señoríos laicos de Oriente, incluso por razón de
matrimonio, decayó en la segunda mitad del siglo, excepción hecha
de la tambaleante familia real; en cambio, la iglesia de Outremer ex
hibía una dependencia contumaz de los inmigrantes. De todos los
obispos, arzobispos y patriarcas latinos del reino de Jerusalén, solo
de uno se ha comprobado que naciera en el este: el ya conocido cro
nista Guillermo, que fue arzobispo de Tiro entre 1175 y 1186. Apar
te de lo que ello pudiera haber contribuido a la apariencia colonial
de la iglesia jerosolimitana, pone de manifiesto la carencia de hijos de
la aristocracia, con disponibilidad y buena instrucción, como los
que colmaban los bancos episcopales de la Europa occidental. No
obstante, debe recordarse que hubo episcopados extranjeros en va
rios lugares, y no solo en Jerusalén: en Inglaterra, entre 1066 y 1126
(o, posiblemente, más tarde), no se consagró como obispo a ningún
inglés nativo; en varias zonas del Báltico, conquistadas por los ger
manos, tales obispos inmigrantes fueron lo habitual en el siglo XII.
Esta iglesia colonizada, según descubrió Heraclio en 1184-1185, no
necesariamente se granjeaba el afecto de Occidente; en buena me
dida, porque los hombres de la iglesia oriental eran, por lo general,
personas mediocres, que en Europa no habrían hecho carrera. En el
mejor de los casos, según se ha escrito, cabría describirlos como
278 EL REINO FRANCO DE ULTRAMAR
COLONOS Y ASENTAMIENTOS
¿CRISOL O APARTHEID?
sias en las ciudades y las aldeas, torres fortificadas en las zonas ru
rales, mansiones, residencias para los trabajadores agrícolas de nue
vas colonias como la de Magna Mahomeria; caminos y carreteras,
molinos de agua, almazaras, prensas de vino y plantas de produc
ción azucarera. Cuando falta el apoyo documental, resulta casi im
posible establecer si determinados vestigios arqueológicos fueron
construidos por los francos o durante el período de ocupación fran
ca; pero en un total de quizá más de doscientos emplazamientos
(campos, ciudades y castillos) parece obvio que los francos desa
rrollaron un amplio programa de construcción. Si pensamos por
ejemplo en los centenares de emplazamientos de castillos que se
han identificado en la Inglaterra posterior a la conquista, la empre
sa no resulta sorprendente, aunque los materiales de construcción
—sobre todo, piedra— exigían más tiempo, dinero y manipulación
humana que la madera, mucho más abundante en Occidente. Las
obras de los francos en las zonas rurales, entre las que había granjas y
torres para residencia de los señores y administradores —como la To
rre Roja (Al-Burj al-Ahmar), en la llanura de Sharon—, así como las
aldeas previstas para los campesinos y jornaleros francos —como el
caso de Parva Mahomeria (Qubaiyba), al noroeste de Jerusalén— son
indicio de que la aristocracia terrateniente no era por completo ab-
sentista y que la población no era exclusivamente urbana y burgue
sa.39 Los restos tangibles de los asentamientos francos, junto con la
noticia de un mercado de tierras muy vivo en todos los niveles de la
sociedad rural, exhiben un nivel de viabilidad económica al que nun
ca pudo igualar la seguridad política o demográfica.
La impresión de que la sociedad franca de Outremer era como
un intruso, un extraño incapaz de injertarse en la cultura indígena,
se deriva —cuando no de las analogías modernas y politizadas con
los imperios, la colonización, los desarrollos raciales separados y la
competencia de comunidades políticas y religiosas— de la aparen
te indiferencia de los latinos, que no mostraron interés por adoptar
una identidad local, siria o palestina. En parte, esta imagen procede
de haberse centrado en la ausencia de contactos y cooperación entre
los francos y los árabes, excluyendo la asociación de los francos
y los cristianos sirios. Se nos cuenta que eran pocos los francos que
aprendían lenguas locales: «esta gente no habla más que franco; no
hay forma de entender lo que dicen», se quejaba Usamah, pasando
ORIENTE ES ORIENTE Y ORIENTE ES OCCIDENTE 297
LA DIVULGACIÓN DE LA PALABRA
mianalfabetas del siglo xii , la transmisión oral de las ideas, las his
torias y las noticias: los sermones, la liturgia, los testigos presencia
les vivos y las canciones del monje de Cambrésis, cántica y carmi
na, chansons de geste, los himnos y los cantos litúrgicos. Los
sermones —reales, inventados o rememorados— despertaban las
ideas y las aspiraciones: las tempranas versiones inventadas del dis
curso de Urbano en Clermont; las descripciones de las arengas pro
nunciadas por Bohemundo en 1106, en defensa de la empresa orien
tal; en 1103, el discurso del arzobispo de Wurzburgo en lo relativo
a un plan de Enrique IV para visitar Jerusalén; o una circular de re
clutamiento, compuesta en Magdeburgo en 1108, que buscaba con
seguir más apoyo para la expansión por tierras de los eslavos, más
allá del Elba... Se recordaba que Bohemundo inició su sermón en la
catedral de Chartres, en 1106, con el que pretendía levantar los áni
mos a favor de una guerra santa contra Bizancio, relatando «todas
sus hazañas y aventuras»; sobre todo, sin duda alguna, el liderazgo
en la captura de Antioquía, en 1098.7 Este tipo de representaciones
públicas, vivas en la memoria colectiva de los historiadores una ge
neración después, ayudaron a fijar una narrativa de las cruzadas en
las mentes de quienes las oían. Para reforzar su mensaje, Bohemun
do habría distribuido, además de las reliquias, copias falseadas de la
Gesta Francorum, que demonizaban a los griegos mientras que a él
lo colmaban de elogios.
La información se transmitía por testimonios orales. Los cronis
tas de la Primera Cruzada se basaban en los recuerdos de los vetera
nos que regresaban a Occidente. Guiberto de Nogent recogió las
memorias de su conocido Roberto de Flandes; la historia de Alberto
de Aquisgrán tomó como fuente el testimonio de los miembros que
formaban el contingente de Godofredo de Bouillon y consiguieron
volver a su patria. El mecanismo más eficiente de la memoria popu
lar seguía siendo el verso. Aunque los grandes versos épicos, como
por ejemplo la Chanson d’Antioche, no dieron con una forma esta
ble que bastara para fijar el texto por escrito hasta finales de siglo, los
versos para ser cantados o recitados, tal vez con acompañamiento
musical, fueron compilados mucho antes. Ofrecían poco valor his
tórico, si es que alguno contenían; pero brindaban historias llenas
de emoción, literariamente vibrantes. Así, estando aún vivo, el du
que Roberto II de Normandía (muerto en 1134) escuchó relatos com
314 LA SEGUNDA CRUZADA
RECEPCIÓN Y RESPUESTA
cribió en adelante la guerra santa, sobre todo contra los infieles y los
paganos, la adopción caprichosa de determinadas formas de guerra
penitencial, por parte de escritores y papas por igual, indica la exis
tencia de un reconocimiento condicionado de la importancia de
1095-1099. Incluso la retórica prodigada sobre la nueva orden mili
tar de los templarios por parte de Bernardo de Claraval en su De lau
de novae militiae (En alabanza a la nueva caballería), de 1130 apro
ximadamente, pese a todo el trabajo de adaptar radicalmente las
metáforas espirituales de san Pablo relativas a la lucha por Cristo,
convertidas en llamamientos literales a las armas, hace hincapié en el
martirio y en la perspectiva de salvación, angustias tradicionales a la
vez que inminentes entre las clases guerreras. Las imágenes, el len
guaje y la ideología relacionadas de forma específica con la guerra
santa penitente, tal como la acuñaron los predicadores, los jefes y los
subordinados de 1095-1099, distintas tanto según las asociaciones
como según la coherencia litúrgica, jurídica, ceremonial o semánti
ca, solo conformaron una parte menor dentro de una articulación
mayor de la guerra santa y la Cristiandad militante. Los principios
del siglo xii no contemplaron de forma consciente, en ningún caso,
el amanecer de una «edad de las cruzadas» omnipresente.
Por el contrario, la fuerza dinámica de la Jerusalén idealizada o
real supuso el primer centro de atención, tanto para los viajeros, ar
mados o no, como para los teóricos. Ni las peregrinaciones ni la
guerra santa demostraron ser el legado más imediato de la ocupa
ción cristiana de la Ciudad Santa. El rey Eric I de Dinamarca, en
1102-1103, y el rey Sigurdo de Noruega, en 1107-1110, marcharon
hacia Oriente tanto bajo la guisa de peregrinos como de guerreros,
siendo su propósito marcial el de expandir el servicio tradicional
que Escandinavia prestaba a Bizancio, que actuó como anfitrión de
ambos monarcas; en una terrible fatalidad para los noruegos, mu
chos de ellos perdieron la vida a causa de un exceso de vino retsina
sin diluir. Eric murió en Chipre, antes de llegar a Tierra Santa; su es
posa pereció en el Monte de los Olivos. En 1110, el rey Sigurdo no
permitió que Balduino I lo reclutara «para servir a Cristo» en el si
tio de Sidón hasta después de haber cumplido sus votos en Jerusa
lén, donde habría recibido la cruz.23
Los vínculos con Jerusalén dieron respetabilidad a los señores, en
especial a los reyes, dentro de sus dominios. En el invierno de 1102-
320 LA SEGUNDA CRUZADA
mente. Tras recibir una cesión de terrenos por parte del rey Baldui-
no, en 1113, la orden consiguió el reconocimiento papal en calidad de
fraternidad caritativa ligada a una orden por medio de la asunción
de votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, con un perfil
que se diferenciaba en muy poco de otras nuevas órdenes, como la
de los canónigos agustinos. Aunque la estructura de los hospitalarios
quizá sirvió como modelo a los templarios, la función marcial de es
tos últimos influyó a los de la orden de San Juan. Si bien conserva
ron siempre su función esencial como hospital de caridad, en 1126
los hermanos hospitalarios servían en el ejército del reino de Jerusa
lén, en las luchas contra Damasco, y en 1136 se le encomendó a la
orden el acuartelamiento de las fortalezas de frontera.
La función original de los templarios fue militar, pero, como los
hospitalarios, su objetivo se derivaba de las necesidades de los pe
regrinos de Jerusalén. En 1119, un grupo de caballeros que se en
contraba en Jerusalén, capitaneado por Hugo de Payns (de la Cham
paña) y un picardo, Godofredo de Saint-Omer, fundaron una
fraternidad para proteger las rutas de peregrinaje desde la costa a Je
rusalén y desde allí a Jericó. Con la autorización del patriarca de
Jerusalén y ligados por los votos monásticos de pobreza, castidad y
obediencia, los caballeros recibieron el reconocimiento oficial de la
iglesia en el concilio de Nablús, en enero de 1120. Desde sus pri
meros momentos, aunque dependían de las limosnas incluso para
sus ropas, la orden fue alojada en el interior y en los alrededores del
palacio real de la mezquita de Al-Aqsa y en otras zonas de la plata
forma del Templo; de aquí deriva el nombre de orden del Templo de
Salomón (que los francos identificaron con el templo de Al-Aqsa).
Ello demostraba asimismo el apoyo firme y constante del rey. Aquel
mismo año, sus contactos fueron suficientemente insignes como
para reclutar en sus filas al conde Foulques de Anjou, a la sazón de
visita, aunque no fuera más que temporalmente; de regreso a Occi
dente, Foulques donó a la orden un ingreso anual de treinta livres
anjou, con lo cual sentó un precedente que muchos seguirían des
pués.31 Entre 1117 y 1129, Hugo de Payns viajó por la Europa occi
dental para conseguir donaciones y nuevos miembros, así como
para colaborar en las negociaciones que debían persuadir a su anti
guo confrater Foulques de Anjou para que regresara a Oriente y re
clutara fuerzas destinadas a una nueva guerra contra Damasco. Tras
324 LA SEGUNDA CRUZADA
RENACER musulmán
PLANIFICACIÓN Y RECLUTAMIENTO
9. Federico I Barbarroja,
emperador germánico,
vestido como un cruzado,
recibe hacia 1188 una
copia de la popular
historia de la Primera
Cruzada que escribiera
Roberto de Reims. La
inscripción exhorta a
Federico a combatir a los
sarracenos.
10. El proceso de embarcarse para una cruzada, en el que se ven,
entre otras, las enseñas de los reyes de Francia e Inglaterra, según una
imagen de los estatutos de una orden caballeresca del siglo xiv, la Orden
del Nudo, consagrada al Espíritu Santo.
Y así, cuando el rigor del gélido invierno se disipó, cuando las flo
res y las plantas resurgieron del seno de la tierra bajo las graciosas
lluvias primaverales, cuando los verdes prados sonreían al mundo,
alegrando el rostro de la tierra, el rey Conrado encabezó la marcha
de sus tropas, desde Núremberg, pertrechados para la guerra. En
Ratisbona, tomaron un barco para bajar por el Danubio y el día de
la Ascensión (1 de junio) acamparon en la Marca Oriental, cerca
de una ciudad denominada Ardacker ... La muchedumbre que
arrastraba tras de sí era tan numerosa, que se habría dicho que los
ríos no serían lo bastante caudalosos para transportarla, ni las lla
nuras lo bastante extensas para darles cabida ... Pero como el re
sultado de aquella expedición, por culpa de nuestros pecados, es el
de todos conocido, en esta ocasión nos hemos propuesto escribir
no una tragedia, sino una historia gozosa, y que lo demás lo cuen
ten otros en otros lugares.65
De todos los frentes cristianos, el del Báltico era el que buscaba, del
modo más evidente, la realización de intereses propios: para los so
beranos seculares de Holstein y Sajonia, reforzaba y dotaba de legi
timidad a su empeño cada vez más firme por extender su autoridad
que perdieron contacto entre sí. La lluvia, las crecidas de los ríos,
los agrestes pasos de montaña, suministros escasos y onerosos y lu
gareños pocos amigables contribuyeron a hundir la moral todavía
más. Se informó de que algunos soldados habían desertado, para
ofrecer sus servicios a los griegos, y otros abandonaban las filas
para buscar barcos que los alejaran de una costa cada vez más des
esperada. Los occidentales tardaron todo un mes en recorrer las
ciento veinte millas, a vuelo de pájaro,* que los separaban de Efe-
so, donde confiaban en poder pasar la Navidad.41
En Éfeso, el ejército fue abordado por mensajeros griegos, que
advertían de que los turcos estaban reuniendo fuerzas numerosas
para atacar a los cristianos, si seguían adelante, y aconsejaban a
Luis que buscara refugio para el invierno en las fortalezas bizanti
nas. Eran avisos exactos y bienintencionados, sin duda, pero que
apenas compensaban lo que suponía, según el juicio expresado más
adelante por algunos veteranos, una política muy cínica por parte de
Manuel. Aunque es cierto que carecía de recursos para impedir las
incursiones turcas que bajaban por los valles del Asia Menor occi
dental, el emperador griego no supo conseguir tampoco que los lu
gareños, ciudadanos y funcionarios, recibieran a las huestes occi
dentales con hospitalidad, atenciones y acceso a los mercados.
Como el ejército germánico había quedado destruido, Manuel esta
ba menos inquieto y menos inclinado a prestar su asistencia; en
aquel momento, la alianza con Luis resultaba innecesaria. Sin desear
ningún mal a los cruzados, Manuel ya no tenía que apaciguarlos ni
favorecer los intereses de ellos, sobre todo si ponían en peligro los
suyos propios en Anatolia o el norte de Siria. Las posteriores acusa
ciones de perfidia, expresadas con acritud por Odón de Deuil, cape
llán de Luis, se antojan exageradas e histéricas, sobre todo cuando
el propio Luis no hizo valer protesta alguna y, en años venideros, in
cluso recordaba con agrado sus relaciones con Manuel; aun así, los
rumores de obstrucción por parte de Bizancio persistieron incluso
en el seno de los círculos griegos.42 En el mejor de los casos, cabe
afirmar que Manuel ayudó solo en el momento y del modo que más
le convenía; en el peor, se aseguró, aunque fuera por omisión, de
Pero a mitad del siglo XII, Outremer no parecía que fuera a dar un
giro en redondo. Aunque las incursiones militares de los musulma
nes amenazaban aún con la catástrofe, en el reino de Jerusalén, al
menos, solo las zonas inmediatas a las fronteras eran contempladas
como lugares con riesgo para los colonos. A pesar de las recrimina
ciones que siguieron a la Segunda Cruzada y de un conflicto inten
so y dañino (1149-1152), que acabó en una guerra civil abierta
(1152) entre el joven rey Balduino III y su madre, la reina Melisen
da, no obstante los francos consiguieron estabilizar su posición en
«UN GRAN MOTIVO DE DUELO» 439
las tropas de Nur al-Din, Saladino, supuso una base de poder desde
la que crear un nuevo imperio de Oriente Medio. Durante la década
de 1150, el orden interior del califato fatimí se vino abajo y una se
rie de gobernadores provinciales se disputaron el poder y el visirato.
Balduino III, que venía con fuerza tras la conquista de Ascalón,
aprovechó la situación para imponer un tributo a una de las facciones
combatientes y estuvo sopesando la idea de una invasión, planes que
analizó con Manuel I en 1159. En 1163, Egipto cayó en la anarquía;
se sucedieron tres visires, uno tras otro, en cuestión de meses, y el
tercero, el antiguo chambelán Dirgham, se negó a pagar el tributo a
los francos, mientras Shawar (o Shauar), el predecesor desbancado,
buscaba la ayuda de Nur al-Din. El nuevo rey de Jerusalén, el rollizo
pero activo Amalarico, intervino para echar a Nur al-Din, apropiarse
del botín y consolidar su gobierno nacional.
La primera invasión de Amalarico, en septiembre de 1163, solo
se vio repelida cuando los egipcios rompieron los diques en el Del
ta del Nilo, cerca de Bilbeis (hacia medio camino, río arriba, desde
el mar hacia El Cairo). Al año siguiente, Dirgham fue asesinado y
Shawar fue restituido al poder por la mano de otro mercenario kur
do, el general Asad al-Din Shirkuh, de las tropas de Nur al-Din;
pero la primera decisión del visir Shawar fue cambiar de bando y
pedir ayuda a los francos. El cambio registrado en la política de Nur
al-Din en 1164, que pasó de permanecer neutral a implicarse, aun
que con cierta reticencia, refleja la dependencia que tenía de sus ge
nerales kurdos y los cuerpos de mamelucos, esclavos guerreros pro
fesionales, más leales a sus comandantes que a ningún señor
político, por nombrado que pudiera ser. Shirkuh contemplaba la in
vasión de Egipto como una oportunidad de establecerse por su
cuenta en un puesto de poder, e hizo de la empresa un asunto fami
liar, pues llevó consigo como segundo en el mando, a su sobrino,
Yusuf ibn Ayyub, más conocido como Salah al-Din o Saladino
(1137-1193). Es posible que el protegido de Shirkuh, Shawar, per
cibiera de entrada sus intenciones, y de ahí la rápida invitación he
cha a los francos. Sin duda, durante su primera invasión, Shirkuh
hizo inventario cuidadoso de las reservas egipcias y estudió las po
sibilidades de establecer un régimen específicamente ayyubí.
La campaña de los francos en Egipto, desde agosto a octubre de
1164, se dedicó en su mayoría al sitio de Bilbeis y terminó cuando
442 LA TERCERA CRUZADA
eos, por las atrocidades que estos habían cometido en 1099. Según
Ibn al-Athir, Nur al-Din detectó en Saladino cierta reticencia a com
batir a los francos «como debía», mientras sus propios emires lo
apremiaban a entablar combate con los francos en Hattin, en 1187:
«porque en Oriente el pueblo nos está maldiciendo, dicen que ya no
combatimos a los infieles, sino que, en su lugar, hemos empezado a
luchar con los musulmanes».19 Aunque su fama difícilmente se de
bilitaría en Occidente, puesto que, de una forma un tanto extraña,
gozó de nueva vida durante la Ilustración y aun después —como
personaje racional y civilizado, contrario a los cruzados bárbaros y
crédulos—, desde el siglo xiv al xix la reputación de Saladino en la
memoria islámica y del Oriente Medio palideció al lado de la de
Nur al-Din y el gran sultán mameluco Baibars (Egipto, 1260-1277).
Las observaciones de los emires de Saladino, en el relato que Ibn
al-Athir hiciera de la campaña de Hattin, iban al meollo de la políti
ca y la reputación de Saladino. Entre 1174 y 1186, Saladino comple
tó el cerco de Outremer que había señalado Guillermo de Tiro, quien
probablemente murió en 1186. Por medio de una mezcla de fuerza y
diplomacia, Saladino fue reafirmando de forma progresiva su con
trol sobre Siria y la Jazira, iniciado en Damasco, en 1174. No fue re
cibido con un estallido de entusiasmo. El control sobre la mayoría de
Siria lo alcanzó, no sin dificultades, entre 1174 y 1176. No se ane
xionó Alepo hasta 1183; Mosul cayó en 1186. Los ataques contra los
francos fueron esporádicos y raros; el éxito, moderado. Fue derrota
do en una escaramuza en la zona sur de Palestina, en 1177 (que los
francos designaron con el nombre de batalla de Montgisard), y en
Forbelet, en Galilea, en 1182; capturó el fuerte de Jacob (norte de
Galilea) en 1179 y la desértica isla de Ruad en 1180. En 1182, Bei
rut resistió un ataque naval, y una gran invasión en perspectiva, que
tenía que seguir a la toma de Alepo en 1183, se paralizó cuando el
ejército de Jerusalén rechazó combatir. A efectos prácticos, la guerra
con los francos parecía ocupar un segundo lugar, una vez estabiliza
da la herencia de Nur al-Din. Durante casi todo el período transcu
rrido entre 1174-1187, se vivieron treguas continuas, y el asalto final
sobre Outremer solo se produjo cuando se habían agotado otras
oportunidades de expansión. El poder de Saladino dependía de su
habilidad para recompensar a sus seguidores y aliados con rentas y
cargos lucrativos. Cualquier disminución en este generoso flujo de
«UN GRAN MOTIVO DE DUELO» 447
A partir del tercer cuarto del siglo xii, la sociedad política de Outre
mer, próspera a ojos de los occidentales, pero también extravagante,
ensimismada, dividida y corrupta, sufrió una crisis acumulativa de
bida solo en parte a los errores de sus dirigentes. En el norte, el prin
cipado de Antioquía había sido reducido por Nur al-Din a una franja
costera, al oeste del Orontes. En el reino de Jerusalén, tal como he
mos observado con anterioridad, la estabilidad política estaba cada
vez más desgastada, debido a la rápida sucesión de monarcas que
iban desde un posible bigamo (Amalarico), a un leproso (Balduino
IV), un niño (Balduino V) y una mujer (Sibila) casada con un arri
bista de mala fama (Guido). Protegidos por una serie de treguas
acordadas con Saladino, la apariencia de riqueza y poder —según
advirtieron los viajeros musulmanes y cristianos en las décadas de
1170 y 1180— ocultó y reforzó un politiqueo entre facciones dema
siado indulgentes consigo mismas. Entre 1174 y 1186, la constante
disputa por controlar la regencia, los reyes enfermos o menores de
edad y el patrocinio real distrajeron la atención de otros problemas
más complejos e ingratos, como las defensas y las finanzas.
Aunque los ingresos del comercio, sobre todo los del puerto de
Acre, eran boyantes, las rentas del rey y sus grandes barones parecía
que eran cada día más insuficientes para hacer frente a los gastos,
particularmente los de defensa. Dentro del reino hubo un desplaza
450 LA TERCERA CRUZADA
miento hacia los castillos y feudos sometidos a señoríos que eran ad
quiridos por corporaciones eclesiásticas acaudaladas, como los canó
nigos del Santo Sepulcro y, en especial, las órdenes militares de los
templarios y los hospitalarios. Ellos podían recurrir a extensas redes
de recursos tanto de Outremer como de países de la Europa occiden
tal. En los territorios de Cesárea, en 1187, quizá hasta el 55 por cien
de los bienes raíces estaban en manos religiosas; la mayor parte la
poseían las órdenes militares. En el señorío fronterizo de Galilea, pa
rece que todos los grandes castillos, a excepción del de Tiberíades,
estaban en manos de los templarios y los hospitalarios en 1 168.24 Si
los señores seculares iban de capa caída, respaldados por feudos eco
nómicos más que de tierras, la corona retuvo en su haber importantes
poderes de patrocinio y fuentes de ingresos generosos; entre ellas, los
derechos portuarios, los impuestos sobre los musulmanes y los pere
grinos, los beneficios de acuñar moneda así como de las tierras y
otras propiedades de la corona, incluida la comercialización de los
productos de las industrias locales, como por ejemplo el azúcar. No
obstante, sin conquistar más tierras, las exigencias derivadas del pa
trocinio negaban a la corona muchas posibilidades de incrementar
sus ingresos habituales. Cuando en 1167 se invadió Egipto, fue nece
sario un impuesto especial del 10 por cien sobre la renta de todos
aquellos que rehusaron unirse a la expedición, según se acordó en
una asamblea celebrada en Nablús a la que asisitieron, según parece,
representantes «del pueblo» así como los notables del clero y del lai-
cado.25 En 1183 se llevó cabo una inspección global de las tierras del
reino (el census), para contar con una base de cara a un nuevo cálcu
lo de las obligaciones militares. Según el bien informado Guillermo
de Tiro, a la sazón canciller del rey, ante la perspectiva de que la pre
sión de Saladino aumentase, «el rey y los barones quedaron reduci
dos a un estado de grave carestía, pues sus ingresos resultaban com
pletamente insuficientes para cubrir los gastos necesarios», motivo
por el cual se vieron impelidos a acordar un nuevo impuesto nacional
de guerra sobre todos los habitantes, con independencia de la lengua,
religión, raza o sexo. Este proceso de censo de tierras, seguido por
una imposición fiscal, es una remisniscencia de la «inspección de
Domesday», practicada en Inglaterra en 1086. La naturaleza del im
puesto —el 2 por cien de los ingresos superiores a los cien besantes
y del 1 por cien del valor de las tierras, si este superaba asimismo los
«UN GRAN MOTIVO DE DUELO» 451
líos tres hombres entre 1174 y 1176, con su posterior ascenso a posi
ciones destacadas dentro del reino de Jerusalén, transformó la políti
ca del reinado del hijo leproso de Amalarico.
En las monarquías donde se había establecido un elemento de
sucesión hereditaria —en especial, la primogenitura—, las minorías
de edad eran un hecho inevitable que, de forma paradójica, desesta
bilizaba el tributo de la mayor estabilidad dinástica, al quedar los de
rechos de herencia genética por encima de las necesidades prácticas
de gobierno. Tras la súbita muerte de Amalarico en 1174, tras una
discusión que probablemente se centró en los signos, ya preocupan
tes, de la entonces presunta enfermedad del heredero de trece años
—contrapesados por la falta de alternativas obvias, indiscutibles o
disponibles—, la Corte Suprema acordó la ascensión al trono del
príncipe Balduino. Su hermana mayor, Sibila, era una joven donce
lla recogida en un convento, sin casar; su hermanastra pequeña, Isa
bel, solo tenía dos años. Una regencia no necesitaba prolongarse más
allá de los quince años de Balduino, la mayoría de edad en Jerusalén.
Pero si la lepra del joven monarca se le hubiera diagnosticado en
tonces, es casi seguro que, en tal caso, no lo habrían escogido.34 Sin
embargo, las dudas acerca de su esperanza de vida o su capacidad
para engendrar hijos tal vez habían aflorado ya. El matrimonio de su
hermana Sibila, con las implicaciones directas que tendría para la su
cesión, había sido objeto de discusión dos años antes. Que Balduino
ascendiera al trono y al cabo de muy poco se detectara su lepra, que
viviría poco tiempo y no dejaría descendientes, significó en la prác
tica que su reinado se vio dominado por facciones reversionistas de
finidas (al menos en parte) por las reclamaciones contrarias que pre
sentaron la hermana del rey y su hermanastra, respaldadas por sus
madres respectivas, Inés de Courtenay y María Comnena.
En parte como consecuencia de la manera terriblemente parti
dista en la que Guillermo de Tiro describió los acontecimientos, los
enfrentamientos en Jerusalén, con posterioridad a 1174, se han re
presentado a menudo como una lucha entre la vieja nobleza autóc
tona, cauta y astuta, y un círculo cortesano de codiciosos Courtenay,
Inés y su hermano Joscelino, conde titular de Edesa y senescal del
reino, aliado de los recién llegados de Occidente, impetuoso, igno
rante de las condiciones y los peligros locales, capaz de provocar a
Saladino, egoísta y ambicioso en su persecución del poder y el con
«UN GRAN MOTIVO DE DUELO» 455
trol del gobierno. Ahora bien, no hay pruebas que avalen esta inter
pretación.35 Con Balduino IV, la competencia partidista más feroz
se produjo en torno al control de la maquinaria del gobierno —es
tando el rey en activo o, en caso de verse incapacitado, durante la
regencia— y en torno a la sucesión. Por otro lado, surgieron con
cepciones opuestas con respecto a la estrategia necesaria para lidiar
con Saladino. Algunos, como Reinaldo de Chátillon, establecido
tras ser liberado del cautiverio en 1176 como señor de Hebrón y
Oultrejourdain, emprendió una política agresiva, para distraer a Sa
ladino de sus conquistas en la Siria musulmana. Otros, como Rai
mundo de Trípoli, defendían la necesidad de treguas consecutivas,
como medio para contener al sultán. De un modo semejante, la im
portancia que se concedía a las alianzas diplomáticas con Bizancio
o con las potencias occidentales provocó desacuerdos, sobre todo,
tal vez, después de que Amalarico reconociera a Manuel I como su
señor último, durante una visita a Constantinopla, en 1171.
Nacieron grandes antagonismos a partir de las rivalidades per
sonales criadas en el invernadero de la pequeña y cerrada aristocra
cia de Outremer, cuyas complejidades, aunque son difíciles de se
guir, van mostrando estratos de sospechas y rivalidades intensas. La
esposa de Reinaldo de Chátillon, Estefanía de Milly, heredera de
Oultrejourdain, podría haber acusado del asesinato de su esposo an
terior, Miles de Plancy, en 1174, a Raimundo de Trípoli. Una pro
mesa rota ante una rica heredera tripolitana en la década de 1170
podría estar en el origen de la hostilidades que aparecieron en la dé
cada siguiente contra el conde Raimundo, por parte de Gerardo de
Ridefot, maestre del Temple (1185-1189). La propia perspectiva de
Guillermo de Tiro podría haber tomado un poco de color partidista
tras haber sido nombrado arzobispo de Tiro y canciller del reino por
Raimundo de Trípoli, mediada su regencia de 1174-1176, y haber
pasado después al patriarcado de Jerusalén en 1180, posiblemente a
instancias de Inés de Courtenay.36 Una de las fuentes más notoria
mente hostiles a los oponentes de Raimundo de Trípoli en la déca
da de 1180 podría reflejar los puntos de vista de los aliados del con
de, los ibelinos.37 Se habían aliado con Inés de Courtenay desde el
principio del reinado de Balduino IV, pero, tras el matrimonio de
Balian de Ibelin con la reina viuda María Comnena, en 1177, apo
yaron los intereses de la princesa Isabel en contra de su hermanas
456 LA TERCERA CRUZADA
Estaba previsto que la tregua general con Saladino expirara una se
mana después de Pascua, el 5 de abril de 1187. Ya no fue renova
da. Una vez recobrado de su mala salud y restablecido el control de
un imperio que abarcaba desde el Nilo al Tigris, era el momento en
el que Saladino podía cumplir su retórica del yihad político, lan
zando acciones militares contra los francos. En Jerusalén, Guido y
sus compinches del Poitou se habían hecho muy poco populares,
por alardear de su nuevo poder y acaparar el muy lucrativo mece
nazgo real. En el invierno de 1186-1187, Reinaldo de Chátillon,
464 LA TERCERA CRUZADA
EL MENSAJE
presa tal vez con mayor eficiencia que cualquier campaña de predi
cación, por imponente que fuese. A la gran asamblea de París de
marzo de 1188, en la que Felipe II autorizó la imposición del diez
mo en territorio francés, asistió un gran número de clérigos, nobles
y «una inmensa multitud» de caballeros y pueblo llano.23 Puesto
que quienes habían tomado la cruz quedaban extentos del pago del
impuesto, este tributo tuvo que funcionar también como un eficací
simo agente de reclutamiento. Un cruzado que partió de la región
del Delfinado (en las estribaciones de los Alpes) se refirió de forma
general a los «magna mota», los grandes movimientos, de la expe
dición de Jerusalén, lo que nos hace pensar en que la información
circulaba asimismo por los circuitos más o menos igual de extensos
de las redes comerciales, sociales, de diálogo y de viajes.24
En los oídos de los grandes resonaba constantemente el entu
siasmo de los cruzados. Eran especialmente vulnerables aquellos
que, como Enrique II, podían ser acusados de falta de decisión.
Pedro de Blois, que había sido el primero en alertar a la corte ange-
vina de la reacción horrorizada de la curia papal ante las noticias de
Hattin, en septiembre de 1187, preparó una serie de panfletos de ex
hortación sobre las cruzadas. En 1188-1189, pasó mucho tiempo
junto al monarca. En la primavera de 1189, Pedro fue testigo de un
encuentro privado entre el rey Enrique y el abad de Bonneval, en el
que el religioso lamentó la demora en el envío de tropas a Tierra
Santa, a pesar de las dificultades prácticas —fundamentalmente, se
gún dijo, los problemas de la realeza en un mundo perverso—, que
Enrique le expuso con gran compasión por sí mismo. Las críticas
del abad no hacían más que recordar las otras denuncias públicas de
las riñas políticas intestinas e interminables, como por ejemplo, las
pronunciadas por el legado Enrique de Albano.2-’ En cualquier caso,
la eficacia de aquellos enfoques personales sobre la persona de En
rique no se puede evaluar fácilmente, ya que el rey falleció poco
después, en julio de 1189.
Las noticias de Hattin y de la pérdida de Jerusalén habían ven
cido las evasivas que Enrique mantuvo durante veinticinco años con
respecto a Tierra Santa y vencieron también su innato desagrado
porque la iglesia le indicara sus deberes militares. En la visita de
Heraclio de Jerusalén a Occidente, en 1185, Enrique protestó en
privado, afirmando que «estos clérigos nos pueden incitar con tanta
484 LA TERCERA CRUZADA
Reclutamiento y financiación
da. Al carecer de fuerzas coercitivas, los reyes del siglo xii confia
ban en que sus súbditos aceptarían los beneficios mutuos de su
gobierno. Liderar una causa tan inequívocamente virtuosa y enco-
miable como la cruzada aumentaba en gran medida las posibili
dades regias de exhibir los aspectos trascendentales de su posición
y, por ende, exigir el respeto y el apoyo de sus súbditos. Seguían
existiendo los límites prácticos. Federico Barbarroja pudo usar la
cruzada para demostrar su preeminencia en la política germana e
imponer una paz nacional a las facciones políticas, simbolizada
por el exilio negociado del disidente Enrique el León. No obstante,
a cambio se esperaba de él que se financiara su propia cruzada. De
un modo bastante parecido, Felipe II de Francia pudo contar con el
apoyo casi universal de la iglesia y los condes regionales del país,
en 1188 y para la cruzada como tal, pero no logró imponer el «diez
mo de Saladino». El temor a nuevas exacciones fiscales demostró
ser más fuerte que la confianza política. En aquellas circunstan
cias, la obligación personal y pública contraída al tomar la cruz
constituía un ingrediente esencial para fijar el liderazgo moral. Por
este motivo, las ceremonias de Gisors y Maguncia fueron tan im
portantes. Ataban a los crucesignati regios a la cruzada con un con
trato entre la iglesia y el pueblo, que solo la acción podría cumplir,
o la absolución papal desatar. Enrique II de Inglaterra comprendió
bien las implicaciones de un compromiso semejante; este era uno
de los motivos por los que llevaba veinticinco años esquivando
aquel acto.
El resultado tangible de la participación real pudo palparse
pronto en Sicilia. Algunos atribuyeron a la rapidez con la que Gui
llermo II envió una flota a Tierra Santa en 1188 la supervivencia de
los restantes puestos de avanzada cristianos. Pero aun con su exhi
bición de luto y dolor ceremoniosos, al oír las noticias de la catás
trofe de Hattin, Guillermo no tomó la cruz. Aunque podría haber
estudiado la posibilidad de iniciar una empresa conjunta con su cu
ñado Enrique II, parece que Guillermo no organizó a su nobleza
para la cruzada. A su muerte, en noviembre de 1189, no se había
otorgado ninguna promesa en firme ni por parte del rey ni de sus
nobles. En la posterior lucha por el poder, quien acabara siendo su
sucesor —Tancredo de Lecce, su primo ilegítimo, de constitución
casi enana— hizo regresar a la flota siciliana de Oriente. El único
500 LA TERCERA CRUZADA
* Se traduce aquí, con cierta libertad, un juego de palabras del original entre
alms (‘limosnas’) y arms (‘armas’). (ÍV. de los t.)
LA LLAMADA DE LA CRUZ 503
EL S I T I O DE A C R E : RENACIMIENTO C R I S T I A N O , I I 8 8 - I I 9 O
LA CRUZADA GERMÁNICA, I 1 8 9 - I I 9 0
yúcida. Con miras a evitar los errores de 1147, de nuevo, las divi
siones de Federico, ordenadas y disciplinadas, permanecieron en
territorio bizantino durante el mayor tiempo posible. Pero aun así,
en otro eco de la experiencia cruzada de cuarenta y dos años atrás,
los lugareños se mostraron hostiles y resentidos, y se resistieron a
abrir sus mercados y graneros a los occidentales, justo cuando se
aproximaban los meses de la primavera, característicamente de
hambre. En Filadelfia, tras cuatro semanas de marcha desde el He
lesponto, el bandidaje y las reyertas dieron lugar a una serie de ac
tos violentos que estuvieron a punto de degenerar en una batalla
campal. Tras abandonar el territorio griego en los últimos días de
abril, el ejército germánico siguió el camino principal de Filome-
lión (Akshehir) a Iconio (Konya), la capital selyúcida. La marcha
fue espejo del viaje realizado a través del imperio bizantino, pero
más agotadora y letal.
Durante más de un año —el último, antes de que los germanos
partieran de Adrianópolis—, se habían producido intercambios di
plomáticos amistosos con los soberanos selyúcidas del sultanato de
Rum, Kilij Arslan II y su hijo Qutb al-Din, que generaron promesas
de fraternidad, paso libre y acceso a los mercados para los occiden
tales. Sin embargo, como en Bizancio, las tensiones internas —so
bre todo entre Kilij Arslan y su hijo— privaron de validez a los
acuerdos formales. Qutb al-Din era yerno de Saladino. Tras usurpar
de hecho la posición de su padre, animó a la oposición turca local y
se preparó para repeler a las tropas germanas. Además, en aquellos
años, Asia Menor bullía de grupos de merodeadores turcomanos
nómadas, que actuaban en la zona desde 1185, con independencia
de cualquier autoridad política selyúcida, y deseaban aprovecharse
del ejército cristiano en su pesado avance por las montañas de Ana-
tolia, dado que, aunque bien equipado, no contaba con provisiones
satisfactorias. Hubo un enfrentamiento fuerte en las inmediaciones
de Filomelión, el 7 de mayo, en el que la división del duque Federi
co de Suabia rechazó una peligrosa emboscada, causando bajas
cuantiosas. El duque Federico perdió algunos dientes delanteros
tras ser alcanzado por una piedra.42 La situación se hacía difícil, por
los persistentes ataques de los turcos, algunas pérdidas destacables
—como la del minnesinger o trovador Federico de Hausen— y la
escasez del agua y los alimentos. Cuando las condiciones empeora
HACIA EL SITIO DE ACRE 539
bre de 1188 al mismo mes del año siguiente, sugiere que existía
una actividad por debajo de la gran estrategia, aunque en algunos
casos, son posteriores a la muerte de Enrique, ocurrida en julio. Se
estableció un depósito específico para el «diezmo de Saladino»,
con una plantilla propia muy reducida, de diez empleados. Los cro
nistas se quejaron por la gran cuantía de los ingresos. Según Ger
vasio de Canterbury, un monje muy crítico, ascendían a setenta mil
libras; Roger de Howden, que era persona bien informada, pensa
ba que Enrique había dejado un tesoro (sumando todas las fuentes)
de un valor superior a los cien mil marcos. Aun si tales testigos
exageraron la rapacidad de Enrique, el depósito de Salisbury no
dejó descansar al dinero. Se enviaron doscientos marcos a Bristol,
quizá para un flete; dos mil quinientos marcos a Gloucester, tal vez
para herraduras, típicas de la zona del bosque de Dean; y cinco mil
marcos a Southampton, que durante el año siguiente fue uno de los
centros principales de preparación de la cruzada.60 Independiente
mente de las muecas de la alta política, muchos ingleses, norman
dos y poitevinos realizaron sus propios planes con la bendición ofi
cial. Para Enrique II, el cálculo nacional y de política dinástica
había sido siempre una prioridad, por delante de los gestos piado
sos o quijotescos. Y así fue hasta el día de su muerte. No obstante,
desde 1187 la ayuda a Tierra Santa había dejado de ser una alter
nativa estudiable y se había transformado en requisito imperioso
del Estado.
Al acceder al trono, Ricardo I aportó a la cruzada su experien
cia como general, la pericia de impulsar un proyecto a través del
gobierno y la política, y un fuerte compromiso personal. Al igual
que su padre, reconocía que, probablemente, no había límite a las
necesidades de tesorería de una expedición como la prevista, sobre
todo tras haberse decidido (posiblemente, antes de su coronación)
que se fletaría una armada colosal y al tiempo se pertrecharía a un
ejército real numeroso. Por mucho que contuvieran aún los cofres
de Enrique II, Ricardo buscó más, y lo hizo de un modo espectacu
lar. Según puso de manifiesto Roger de Howden, con una exagera
ción que es tan solo leve: «puso en venta todo lo que tenía: cargos,
señoríos, condados, prefecturas, castillos, ciudades, tierras, todo».
Es famosa la ocurrencia según la cual el rey afirmaba que habría
vendido la propia Londres, si le hubiera podido encontrar un com
550 LA TERCERA CRUZADA
zelay el 2 de julio, lugar que era adecuado para seguir camino hacia
el sur, pero además era territorio neutral y estaba santificado por el
precedente de Bernardo de Claraval y sus sermones de la Segunda
Cruzada. En Vézelay, los monarcas pactaron reunir las tropas en
Mesina (Sicilia) y, en un aspecto más controvertido, compartir cual
quier adquisición que lograran; si el acuerdo se refería solo a las
conquistas conjuntas o incluía asimismo a las aisladas, queda hoy
—y quizá quedó entonces— poco claro, de manera crucial. Fue tan
llamativa la exhibición de unidad, que cabe considerar los acuerdos
de Vézelay como un barómetro claro de la desconfianza existente
entre los dos líderes.75
Ricardo y Felipe marcharon con sus ejércitos desde Vézelay el
4 de julio, cuando se cumplían tres años y un día del desastre de
Hattin. Comenzaron el viaje juntos, acompañados solo por las tro
pas del séquito más inmediato; los ejércitos y otros grupos que se
les iban uniendo marchaban por detrás. En Lyon, las huestes se di
vidieron; Luis se encaminó hacia el este y luego hacia el sur, a Gé-
nova, mientras Ricardo seguía el Ródano hacia el sur, a Marsella,
donde llegó el 31 de julio. Fue un recorrido sin incidentes, salvo el
hundimiento de un puente del Ródano, en Lyon, debido al elevado
peso de los cruzados; Ricardo ordenó construir un pontón en el lu
gar, con la clase de resoluciones prácticas y decisivas que le dieron
fama. La presencia de fuerzas tan numerosas desbordó la capacidad
de embarque de los puertos mediterráneos de Italia y el sur de Fran
cia, sobre todo en lo que atañía a las embarcaciones no previstas por
los contratos principales suscritos con los reyes. Algunos cruzados
tuvieron que buscar el pasaje en ciudades relativamente lejanas,
como Venecia o incluso Brindisi. Sin embargo, el punto de reunión
de la mayoría de quienes viajaron al sur en los primeros meses del
verano de 1190 (si no de todos ellos) era Mesina. Incluso los que
viajaban con retraso —como el conde Felipe de Flandes, que no
partió hacia Sicilia hasta los primeros meses de 1191— lo tuvieron
en cuenta así.76
Con su característica impaciencia, Ricardo, tras esperar una se
mana a su flota, decidió no demorarse más en Marsella. Fletó una
escuadra considerable, parte de la cual, a las órdenes del arzobispo
Balduino y Ranulfo Glanvill, zarpó directamente hacia Acre, donde
llegaron el 21 de septiembre. Esta división de fuerzas podría haber
55» LA TERCERA CRUZADA
que pedía el apoyo del rey frente a los intentos de privarlo de la co
rona de Jerusalén en beneficio de Conrado de Montferrat, que go
zaba del respaldo de los franceses. Unos días más tarde, un equipo
de embajadores franceses se unió a la petición de solicitar el trasla
do urgente de Ricardo a Acre. Entre tanto, la tregua con Isaac se ha
bía derrumbado y Ricardo había emprendido el asedio sistemático
de toda la isla. Su flota dio la vuelta a la isla, conquistando los puer
tos más estratégicos. De Famagusta, Ricardo dirigió a sus tropas
hacia el oeste. Tras derrotar al ejército de Isaac una vez más, en Tre-
metousha, conquistó Nicosia, sin oposición, y luego Kyrenia (Keri-
nia), en la costa norte, tras sitiarla por mar y tierra. A los pocos días,
Isaac se rindió. Ricardo prometió no aprisionarlo «entre hierros»
(grilletes), por lo que, con un toque característicamente ricardiano,
lo encarceló con cadenas forjadas en plata.
La conquista de Chipre acrecentó la reputación de Ricardo, col
mó sus cofres de tesoros —derivados, en parte, de un tributo im
puesto sobre todos los residentes de la isla— y proporcionó una
fuente de provisiones para su ejército y las huestes de Acre. En prin
cipio, por el deseo de aprovechar los recursos de Chipre para la cru
zada, Ricardo retuvo la soberanía directa en la isla y nombró a cas
tellanos y dos administradores angevinos: los comandantes de la
flota Ricardo de Camville y Roberto de Thornham. El gobierno re
sultó impopular y provocó resistencia, por lo que, cuando sus pro
pios costes de estancia en Palestina se incrementaron, al cabo de
unas pocas semanas, Ricardo decidió vender la isla a los templarios,
por la suma de cien mil besantes sarracenos, de los cuales recibió,
en realidad, cuarenta mil. En abril de 1192, los templarios hallaron
asimismo que gobernar a los chipriotas era una experiencia dema
siado onerosa, por lo que devolvieron la isla a Ricardo; este encon
tró un nuevo comprador en la figura del recién destronado Guido de
Lusiñán, que aportó otros sesenta mil besantes de oro a cambio del
privilegio.81 Guido y, tras la muerte de este en 1194, su hermano
Amalarico, establecieron en Chipre una dinastía reinante —con tí
tulo de reyes desde 1196— que perduró hasta finales del siglo xv.
La isla permaneció en manos cristianas hasta que fue capturada por
los turcos otomanos en 1571 y fue, por lo tanto, la conquista más
perdurable de los cruzados en el Mediterráneo oriental. La anexión
había sido fortuita —fruto de una tormenta, del temperamento de
564 LA TERCERA CRUZADA
LA CAÍDA DE ACRE
de Acre a jaffa
Por parte de Saladino se había acordado que la Santa Cruz y las mil
quinientas personas con vida nos serían entregadas a nosotros, y él
nos indicó el día en el que todo esto se llevaría a cabo. Pero la fecha
límite expiró, y, puesto que el pacto que con él firmamos había que
dado por completo anulado, nosotros con bastante razón ejecutamos
a los sarracenos que se hallaban bajo nuestra custodia —que serían
unos dos mil seiscientos—. A unos pocos de entre los más notables
les perdonamos la vida y teníamos la esperanza de recuperar la San
ta Cruz y algunos cristianos cautivos a cambio de ellos.17
¿Jerusalén?
* Una onza troy contiene 31,1 gramos de oro. Una libra son doce onzas y
equivale, por tanto, a 373,2 gramos. (N. de los t.)
620 LA CUARTA CRUZADA
RECLUTAMIENTO Y FINANCIACIÓN
del proyecto. Contra ello, el principio canónico por el cual cada cru-
cesignatus debía costear sus propios gastos seguía firme, aunque, con
los recursos financieros de Inocencio III, comenzó a debilitarse. La
Cuarta Cruzada se desarrolló durante un período de cambio, en el que
se pasaba de expediciones sufragadas en su mayoría por los propios
participantes, a otras en las que los fondos eran aportados, principal
mente, por los jefes militares y la iglesia; este rasgo devino caracte
rístico de las cruzadas desde mediados del siglo XIII. En ello, los ejér
citos cruzados reflejaban modelos de organización militar que habían
comenzado a emerger por toda Europa. En 1199-1202, por lo menos,
para granjearse el apoyo, según sugirió el mismo papa, la dirección
de la cruzada debía estar preparada para ofrecer abiertamente respal
do financiero a sus seguidores. Sin embargo, fue preciso recordar a
estos pagadores que solo conservarían la autoridad mientras conser
varan la solvencia. Si no había disponibilidad de dinero, no había
control ni, en último lugar, cruzada. La experiencia de la Cuarta Cru
zada dejó de lado las concepciones sentimentales de la base material
de la aventura y su curso fue determinado, casi por completo, por las
finanzas y la necesidad constante de obtener recursos. Desde buen
principio, los jefes cruzados lo entendieron así. Teobaldo de Cham
paña calculó que necesitaría veinticinco mil libras para pagar a su
propio séquito y contó con otras veinticinco mil para retener a otras
tropas. Inocencio III aceptó el reclutamiento de combatientes a cam
bio de soldadas. En la campaña de Constantinopla, Hugo de Saint-Pol
reconoció que tanto los caballeros de condición, como los demás sol
dados a caballo (venidos de los distintos feudos) y la infantería nece
sitaban su salario, aunque solo fuera para cubrir los gastos.18 Baldui
no de Flandes entregó a Gilíes de Trasignies —que más adelante se
convirtió en héroe de la épica en verso vernáculo, además de vasallo
jurado (home lige)— quinientas libras para que lo acompañara en la
cruzada. El conde contrató también a soldados expertos. Además de
dotarlos de alimentos, ropas y otras provisiones, Balduino envió a al
gunos de ellos en sus propios barcos, en una flota que zarpó de Flan-
des en el verano de 1202, a las órdenes del gobernador de Brujas, en
tre otros. Era, sin duda, un proyecto condal. Cuando llegaron a
Marsella a finales de año, quisieron saber qué ordenaba Balduino
para seguir viaje hacia uno u otro lugar.19 Sin la inversión de los jefes,
en suma, no habría habido cruzada.
642 LA CUARTA CRUZADA
riendas con Felipe II, que habían dejado mucho que desear. Al parecer,
los pisanos rehusaron ante la simple magnitud de los contratos. Quizá
una y otra razón habrían convencido a los embajadores de confiar pri
mero en la capacidad de Venecia, con astilleros más dotados. Inocencio
III ya había enviado al cardenal Soffredo de Santa Práxedes a Venecia
en 1198, «para ayudar a Tierra Santa» («pro Terrae Sanctae subsidio»),
aunque no hay pruebas de ninguna connivencia entre Francia y el
papa.33 Venecia podía presumir de una tradición cruzada solo un poco
menos constante que la de sus rivales ligur y toscano. Durante un siglo,
peregrinos y cruzados habían utilizado Venecia como puerto de embar
que para Tierra Santa y a los barcos venecianos como medios de regre
so. Para los venecianos, la piedad y el beneficio económico no eran ex
clusivos, sino, idealmente, complementarios entre sí. En una exhibición
de entusiasmo por la causa de Tierra Santa, una flota veneciana notable
había viajado a Palestina en los albores de la Primera Cruzada, en
1099-1101, para ayudar en la conquista de Haifa, pero también adqui
rir la reliquia de San Nicolás de Mira (la ciudad licia). Su intervención
cruzada de 1122-1125 pretendía presionar a los bizantinos, para que re
novaran los privilegios comerciales.34 Incluía incursiones en los puertos
del Adriático y el saqueo de las islas griegas, en busca de botín y de re
liquias. Sin embargo, la flota veneciana también combatió contra una
flota egipcia, frente a la costa sur de Palestina, y proporcionó una asis
tencia que resultó crucial para la conquista de Tiro, en 1124. Es cierto
que esta ayuda tenía un precio: derechos legales y comerciales muy
amplios en el puerto conquistado. Pero eso no negaba el coste material
y humano. Hacer campaña en Oriente suponía una aventura extraordi
nariamente arriesgada, tanto individual como civilmente. Las recom
pensas potenciales eran cuantiosas, pero también era muy elevado el
riesgo de arruinarse. Los barcos que participaban en la guerra no podí
an comerciar. El balance de la implicación veneciana en las cruzadas
del siglo xii no fue exclusivamente financiero.
Sin embargo, cualquier posible acuerdo entre Venecia y los cru
zados debía ser realista, por ambos bandos. De ello dependía la
suerte de toda la empresa; y de ello eran conscientes tanto los pla
nificadores de la campaña, en Compiégne, y sus representantes,
como, más aún, el dogo de Venecia, Enrico Dándolo (1192-1205) y
sus consejeros. Los embajadores franceses llegaron a Venecia en los
primeros días de febrero de 1201. Tras varias semanas de minucio
LA CUARTA CRUZADA: PREPARATIVOS 647
VENECIA
ZARA
Bizancio y la cruzada
LA «BUENA EXCUSA»
Constantinopla
lingotes de oro con los que pagar a sus nuevos protectores occi
dentales. Por su parte, los occidentales temían que no se los trata
ría según les correspondía, dado que Alejo e Isaac se antojaban in
capaces de cumplir sus compromisos. Las tensiones crecieron
entre los dos coemperadores; Isaac no logró ocultar el rencor ante
su hijo, cada vez más prominente, y difamaba a Alejo con habla
durías desmedidas acerca de su debilidad de carácter y de las com
pañías de dudosa reputación, con quienes se reunía para realizar
sesiones de sadomasoquismo homosexual.55 Tras el regreso de Ale
jo a la capital, en noviembre, la situación política era grave. Los
pagos a los cruzados se detuvieron cuando el rencor de los griegos
hacia las exacciones tributarias de los coemperadores se tornó vio
lento, en una serie de disturbios dirigidos al azar tanto contra el go
bierno como contra sus aliados occidentales. Una turba de borra
chos destruyó la gran estatua de Atenea Promacos, de Fidias, que
una vez estuviera expuesta al aire libre en la Acrópolis de Atenas.
Dentro del palacio, Isaac y Alejo estaban aún más distanciados; el
padre, replegado en la astrología, y el hijo, entregado a juergas y
jugueteos indecorosos con sus aliados occidentales, en el campa
mento de Gálata.56 Ninguno de los dos parecía demasiado preocu
pado por conservar la dignidad pública que les exigía el protocolo
imperial bizantino. Los rumores, junto con ciertas historias alar
mistas de inspiración astrológica, acentuaron la sensación de que
la crisis era inminente. En diciembre, el campamento de los occi
dentales se parecía cada día a más a una fortaleza sitiada en terri
torio hostil. Su aliado, Alejo, se enfrentó a un dilema insoluble.
Para mantener el poder en sus manos, necesitaba conservar el apo
yo de sus protectores occidentales, a corto plazo, pero sin perder
por ello el apoyo de la población griega, para sus perspectivas de
supervivencia a largo plazo. Pero pagar a sus aliados occidentales
para conservar sus favores incitaba a los griegos a mostrarse hosti
les, mientras que apaciguarlos poniendo fin a los pagos suponía
asumir el riesgo de un ataque occidental. Para los occidentales, que
por entonces parecían varados en Gálata, la cuestión tomaba cada
vez más tintes de vida o muerte, mientras que para los griegos, que
se iban recuperando de la derrota, el fuego y unos impuestos abu
sivos, continuar con el régimen vigente suponía arriesgarse a caer
aún más en la ruina y a perder la independencia política y la inte
LA CUARTA CRUZADA: DESVIACIONES 693
Romanía y Bizancio
Los CATAROS
ción que daban los cátaros a la existencia del mal aludía al hecho de
que la creación se hallaba determinada por dos principios: el del
Bien y el del Mal. Los cátaros eran por tanto dualistas, pero, al igual
que los miembros de la secta dualista, cristiana y oriental de los
paulicianos, surgida en el siglo VII, eran cristianos, lo que los dife
renciaba de los dualistas no cristianos, como los maniqueos o los
gnósticos del período tardío del mundo clásico. Para los cátaros, el
mundo material era lógicamente obra de un creador malvado, no del
Buen Dios, cuyo reino era espiritual. Las diversas tradiciones cáta-
ras proponían identificar a este creador malévolo con dos entes di
ferentes. Los llamados dualistas mitigados* consideraban que el
creador maléfico era un ángel caído, Satán, que había seducido a
gran número de espíritus angélicos eternos, los cuales moraban en
el cielo y los había aprisionado en cuerpos materiales. La expli
cación alternativa, la de los dualistas más extremistas, o absolutos
—que fueron los que dominaron el movimiento occidental cátaro a
partir del finales del siglo XII—, sostenía que el mundo material ha
bía sido creado por una potencia malvada, eterna al igual que Dios
—a la que en algunos textos se denomina Lucifer, o padre de Sa
tán—, y que había conseguido que el Buen Dios insuflara el divino
aliento de la vida en los materiales cuerpos humanos de los ángeles
caídos. En ambas versiones, el objetivo del hombre consistía en li
berarse del cuerpo material por medio de la ceremonia del consola-
mentum (palabra latina que significa «consuelo»). En último térmi
no, cuando todos los espíritus angélicos de los humanos hubieran
quedado libres y pudieran por tanto reunirse con sus espíritus guar
dianes en el cielo, quedaría restablecido el carácter completamente
independiente de las esferas de los dos mundos del Espíritu y la Ma
teria. Dada la carga que supone la presencia del pecado en el mun
do, el peregrinar de algunas almas hacia el consolamentum podía ir
acompañado de períodos de reclusión en el interior de otros objetos
materiales o de animales.
La teología cátara aceptaba algunas partes del Nuevo Testa
mento y unos cuantos pasajes del Antiguo, aunque sometiéndolos
a una interpretación radicalmente nueva. Se rechazaba la doctrina
católica de la Trinidad, y lo mismo ocurría, inevitablemente, con la
•
* Conocido también como Felipe Augusto, reinó entre 1180 y 1223. (N. de
los t.)
730 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
dos debían ser entregados a las autoridades laicas para que estas les
castigasen, aunque no se especifica cómo.27 Con todo, a principios
del siglo xiii, el movimiento cátaro arraigó de tal modo en el Lan
guedoc «que no fue fácil extirparlo».28 El hecho de que el control
ejercido por las autoridades eclesiásticas fuese de carácter débil ha
bía contribuido a esa consolidación cátara, así como la circunstan
cia de que los obispos tuviesen la costumbre de ausentarse. Parece
que hasta el ascenso de Inocencio III al solio pontificio, en el año
1198, toda la energía del catolicismo en la zona solía reservarse
para promover los monasterios cistercienses. El nuevo papa siguió
una política característicamente activa, aunque bastante cerebral. Ya
en abril de 1198,29 Inocencio encargó a su confesor que investigara
y siguiera la evolución de esta práctica mediante una serie de mi
siones dirigidas por un legado, misiones que tuvieron lugar en los
años 1198, 1200 a 1201 y 1203 a 1204. Parece que la alarma del
papa creció al percatarse de la ineficacia de las prédicas y de los de
bates que planteaban sus legados, debido a que la crisis no solo se
desplegaba en toda su extensión en el Languedoc y a que el movi
miento cátaro tampoco se fortalecía únicamente en el sur de Francia
y en Italia, sino que recorría también la totalidad de los Balcanes.
Inició una reorganización radical del episcopado del Languedoc e
instó a sus legados a adoptar una actitud más agresiva. En el año
1204, fecha en la que sumó al abad Amaldo Aimery de Citeaux a la
misión encargada a sus colegas cistercienses, maese Rafael de
Frontfroide y Pedro de Castelnau, Inocencio ofreció las indulgen
cias de Tierra Santa a todos aquellos que «trabajasen lealmente con
tra los herejes».30 En sintonía con la política encaminada a la pro
moción de las cruzadas, una política que ya había aplicado en otros
lugares, Inocencio comenzaba a decantarse en favor de una solu
ción militar. Le confirmó aún más esta decisión el hecho de que la
última misión de sus legados hubiera llegado a un callejón sin sali
da, según parece como consecuencia —en opinión de los legados—
de la indiferencia o del obstruccionismo practicado por gobernantes
laicos como Raimundo VI de Tolosa (1194-1222). Entre los años
1206 y 1207, el enfoque inédito que promovían dos nuevos elemen
tos afectos a la campaña de exhortaciones, el obispo español Diego
de Osma y su canónigo, Domingo de Guzmán, apenas logró nada.31
Se dedicaron a viajar, como imágenes especulares de los perfecti,
LAS CRUZADAS ALBIGENSES, 1209-1229 737
La cruzada
* Rey de Francia entre 1223 y 1226, padre de Luis IX, o san Luis (1214-
1270), quien reinó desde el año 1226 hasta el final de su vida. (N. de los t.)
LAS CRUZADAS ALBIGENSES, 1209-1229 747
* Se trata del futuro Jaime I el Conquistador, que en este momento tiene ape
nas cinco años, pues había nacido en 1208. Pese a su corta edad, será proclama
do rey de Aragón y Cataluña ese mismo año de 1213. Más tarde conquistará las
Baleares y los reinos de Valencia y Murcia. Morirá en 1276, no sin dejar una in
teresante crónica de su reinado y un código jurídico conocido como la Compila
ción de Huesca. (N. de los t.)
LAS CRUZADAS ALBIGENSES, 1209-1229 761
genio para conseguir que uno de los legados del papa desbaratase
las aspiraciones de Raimundo VII, que en el Concilio de Bourges,
en diciembre de 1225, trató de lograr que se reconociera la legiti
midad de sus títulos. Ambos bandos se preparaban para la guerra.
Una vez más, Honorio III intensificó la organización de la maqui
naria de la cruzada a petición del rey; se autorizó un nuevo diezmo
clerical, para consternación del clero francés.89 A diferencia de su
padre, Luis no tuvo escrúpulos en aceptar la condición de crucesig-
natus. Tal como habría de hacer su hijo Luis IX, con efecto aún ma
yor, Luis VIII trató de asociar su reinado y su dinastía con una mi
sión sagrada, para beneficio, según su parecer, tanto de la iglesia
como del Estado. El innegable recrudecimiento de la herejía en el
Languedoc, como consecuencia de la derrota de los seguidores de
Monfort, cubrió la nueva cruzada con un manto de legitimidad. El
rey Luis abrazó la cruz en enero de 1226 y avanzó hacia el sur en ju
nio. Pese al largo y costoso asedio de Aviñón (del 10 de junio al 9
de septiembre), que terminó con una rendición negociada, Luis ape
nas encontró oposición a su paso por el Languedoc. Y aunque Rai
mundo continuaba negándose a rendirle vasallaje, la mayoría de los
señores se sometieron. Luis falleció el 8 de noviembre, probable
mente de disentería, mientras marchaba de regreso al norte, pero en
esta ocasión una muerte fortuita no habría de invertir el curso de los
acontecimientos.
La anexión del Languedoc se culminó mediante una serie de
brutales campañas capitaneadas en los años 1227 y 1228 por Hum
berto de Beaujeu y respaldadas por una incipiente red de adminis
tradores y agentes locales de los Capetos. En términos políticos,
Raimundo VII no tenía dónde buscar apoyo. En enero de 1229
aceptó lo que había sido estipulado en Meaux y ratificado luego en
París el 12 de abril, fecha en la que el conde se sometió a un casti
go público como contrapartida de su reconciliación con la iglesia y
con sus nuevos jefes supremos. El Tratado de París puso fin a las
cruzadas albigenses.90 Raimundo conservó algunas tierras, pero el
elemento crucial era que, a su muerte, su herencia debía pasar a ma
nos de su hija Juana, quien tendría que casarse con un príncipe de la
dinastía capetiana. Acabó así la independencia del Languedoc. Pese
a las rebeliones de Raimundo Trencavel en 1240 y del propio Rai
mundo VII en 1242, la decisión adoptada en Meaux y París no se al
LAS CRUZADAS ALBIGENSES, 1209-1229 765
Las consecuencias
* El autor subraya la palabra porque la cita como voz latina (cuyo significa
do es el de «partidario», «defensor» o «favorecedor» de una causa). A diferencia
de lo que sucede en inglés, en castellano sí existe el vocablo —por lo que, sin esta
explicación, podría entenderse que hay aquí algún énfasis especial—, y su senti
do es, específicamente, el de cooperador en la comisión de un delito o acto cen
surable. (N. de los t.)
Capítulo 19
LA QUINTA CRUZADA, 1213-1221
cía los plazos necesarios para comprobar que los presuntos cruce-
signati se adecuaban efectivamente a la tarea y que al mismo tiempo
incrementaba su número y el espectro de su procedencia social. Para
concentrar el foco de la atención, así como los recursos, en la expe
dición a Tierra Santa, Inocencio canceló las indulgencias relaciona
das con la cruzada de quienes, proviniendo de comarcas exteriores a
esas regiones, combatían a los moros de España o a los herejes del
Languedoc. Dado que sabía, gracias a la experiencia del cuarto de
siglo precedente, lo mucho que podía prolongarse la fase de recluta
miento, Inocencio prefirió esperar a que los enrolados hubieran abra
zado la cruz antes de estipular una fecha límite para el alistamiento
en la cruzada.
La encíclica Quia Maior era parte de una política más amplia.
Simultáneamente a su promulgación, Inocencio convocó en el año
1215 la reunión de un concilio general eclesiástico encargado de
debatir la reforma de la iglesia y la cruzada, e instituyó elaborados
sistemas para la prédica de la cruz. El control del papa era capital.
El propio pontífice encabezaba el movimiento en Italia. Se nombra
ron legados para Francia y para Escandinavia. En Hungría, se con
cedió a todos los obispos autoridad para predicar la cruz. En otros
lugares, se establecieron en todas las provincias registros investidos
con los poderes de un legado y se les encomendó la tarea de reclu
tar representantes. Se cursaron instrucciones a los predicadores a
fin de que estos emplearan los pormenores de la encíclica Quia
Maior como fundamento de su mensaje. Para evitar la controversia
que había abrumado a Fulco de Neuilly antes de la Cuarta Cruzada,
debían negarse a aceptar dinero para sí mismos y, en recuerdo del
caso vivido por el obispo de Osma y Domingo de Guzmán en el
Languedoc, tenían que viajar de forma modesta y dar un buen ejem
plo con la sobriedad de su conducta. Una vez sobre el terreno, los
predicadores conservaban listas escritas de todos cuantos habían re
clutado y tenían orden del papa de entregar toda donación destina
da a las cruzadas en los conventos religiosos locales y de remitir
además los ingresos anuales a la curia papal a fin de que Inocencio
pudiese calcular los progresos de la vasta operación.17 El papa so
metía a minucioso examen a los agentes que tenía dispersos por
toda Europa. A petición del deán de Espira, que solicitaba una acla
ración, Inocencio reiteró la necesidad de desviar a los cruzados del
784 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
El RECLUTAMIENTO DE CRUZADOS
* Es decir, la de los barones ingleses, que, enfrentados a Juan sin Tierra, ha
bían aceptado la ayuda del príncipe Luis de Francia, a quien ofrecieron la corona
de Inglaterra. (N. de los t.)
LA QUINTA CRUZADA, 1213-1221 797
Guerra en Oriente
* Nombre que daban los antiguos musulmanes a Anatolia, por haber perte
necido a los bizantinos, herederos de los romanos o rumies. (A. de los t.)
804 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
entre los años 1203 y 1204, era una compensación por la interrup
ción de los intercambios con Egipto. La devolución del reino de Je
rusalén difícilmente podría ofrecerles esa compensación. En vista
de la irritación que suscitó entre los soldados de a pie la falta de bo
tín al conquistarse Damieta dos meses después, es probable que la
mayoría de los que ahora abogaban en favor de la aceptación de los
términos estipulados por al-Kamil se hubieran sentido parecida
mente disgustados en caso de que finalmente se hubiese alcanzado
el acuerdo. Lo que resultó crucial fue que se mostraran contrarios a
la posición esencialmente interesada del rey Juan los miembros de
las órdenes hospitalarias y de los Templarios, es decir, los integran
tes de unas órdenes militares que, a diferencia de los Caballeros
Teutónicos, conservaban memoria institucional y colectiva de los
problemas padecidos en el siglo XII. Estas órdenes argumentaron
que la falta de las plazas de Kerak y de Montreal, y por consiguien
te, la incapacidad de controlar la región de Transjordania, hacía in
sostenible el dominio de Jerusalén. Durante los años 1191 y 1192
habían apoyado al rey Ricardo I de Inglaterra en la creencia de que
no sería posible conservar Jerusalén, incluso en el caso de que fuese
conquistada, debido a la partida de la mayor parte de los cruzados
occidentales. Ahora volvían a depender de realidades estratégicas.
Los términos estipulados por al-Kamil, incluso en el improbable
caso de que resultaran aceptables para los ayubitas de Siria, no ofre
cían a un eventual reino renacido de Jerusalén ni una paz ni una se
guridad duraderas, como tampoco había podido garantizarlas el tra
tado de Jaffa del año 1192. Al insistir en conservar Transjordania
para sí, al-Kamil señalaba su intención de mantener su dominio so
bre las fibras vitales del poder ayubita que unían Egipto y Siria, e
indicaba asimismo que el motor de sus propuestas era el interés pro
pio y no la generosidad. Otro de los factores que contribuyó a poner
aún más en duda su seriedad fue el recuerdo de que Saladino, des
pués de haber prometido devolver la Vera Cruz, había sido incapaz
de hallarla. Toda evacuación de Egipto tras las luchas de los años
1218 a 1219 habría conducido, con seguridad prácticamente com
pleta, a la liquidación de la cruzada, cosa que habría expuesto a la
región de ultramar a una situación de inmediata vulnerabilidad.
Después de un debate que dañó aún más la cohesión de la empresa,
se rechazó la oferta del sultán.
820 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
en la que llegaron por primera vez a oídos europeos los relatos de los
cristianos nestorianos de Extremo Oriente y de las grandes victorias
obtenidas sobre los musulmanes en las estepas euroasiáticas. Para
los observadores ilusos encerrados en Damieta, ávidos de aferrarse a
cualquier signo favorable a su empresa, los grandiosos aconteci
mientos que se desarrollaban en Oriente presagiaban una nueva re
organización de los asuntos temporales que habría de dejar dispues
tas esas cuestiones de una manera similar a lo que ya hiciera la
Primera Cruzada. Siguiendo su línea habitual, Jaime de Vitry des
cribió las privaciones que se sufrían en el campamento de Damieta
con palabras tomadas textualmente del relato que había hecho Gui
llermo de Tyre de la Primera Cruzada.82 La esperanza de los cristia
nos estribaba en que la historia estaba a punto de repetirse. Encon
traron una confirmación añadida, e inusitada, a dicha esperanza en
una serie de profecías que, de modo muy conveniente, salieron a la
luz en los meses anteriores y posteriores a la caída de Damieta, en
noviembre de 1219. La tradición profética constituía un poderoso
elemento de la prédica y de la promoción de la cruzada. Ahora, se
gún parecía, esa tradición resultaba tener más enjundia que la acha-
cable a la caprichosa exégesis bíblica y a la prestidigitación intelec
tual.
Incluso antes de la conquista de Damieta, había llamado la aten
ción de los cruzados una obra escrita en árabe, y de carácter apa
rentemente profético, en la que se predecía la toma de la ciudad.
Circulaban rumores que hablaban de un levantamiento pancristiano
contra el poder del islam. Estas turbadoras influencias constituían el
contexto emocional en el que tuvieron lugar las iniciativas diplomá
ticas de paz de los años 1219a 1221. Tras la conquista de Damieta,
el supuesto descubrimiento de nuevos textos proféticos —cuya tra
ducción se difundió rápidamente hasta el último rincón de las filas
cruzadas, puesto que su contenido transmitía directamente la propa
ganda y las prédicas oficiales— exacerbó aún más el clima de cós
mica expectativa.83 Una de esas obras, la Profecía de Hannan, hijo
de Isaac* pese a que según se pretendía, había sido escrita en el si
mandante para sus tropas. La llegada del rey Juan y de una gran
fuerza el 7 de julio coincidió precisamente con el movimiento de las
tropas de Damieta, que se disponían a entrar en combate. No obs
tante, la congregación final de los efectivos cristianos en Fariskur, el
17 de julio, se produjo tan solo un mes antes de que el Nilo desbor
dara su cauce. Los cabecillas cruzados supieron asimismo que ha
bían llegado refuerzos sirios en ayuda de al-Kamil. Sin embargo, el
desvelo de preparar la fuerza expedicionaria había sido tal que todo
nuevo retraso, o incluso la aceptación de los renovados términos de
paz del sultán, no solo habría dividido a los capitanes cruzados, sino
que habría implicado el riesgo de provocar la completa desintegra
ción del ejército cristiano. Esto, a su vez, habría animado al sultán y
a sus aliados a renegar de cualquier oferta planteada mientras el
ejército cruzado aún conservara sus fuerzas y resultara amenazador.
Una vez iniciado, difícilmente podría haberse cancelado el avance.
Pese a que expresara sus dudas, en ningún momento el rey Juan or
denó el repliegue de sus tropas. De hecho, había planeado el instan
te de su regreso a Egipto de modo que coincidiese exactamente con
el avance.
La segunda decisión fatídica fue la de continuar la marcha hacia
el sur desde Sharamsah, una población situada a 32 kilómetros al sur
de Damieta, en dirección a El Cairo, a finales de julio. Hasta esa lo
calidad, el avance se había producido en medio de una relativa au
sencia de oposición. La insistencia predominante del grueso de los
cruzados, que reiteraba su voluntad de seguir avanzando, fue antes
que nada una consecuencia directa del esfuerzo realizado para movi
lizar a sus efectivos. También constituía un testimonio de lo frágil
que era el ascendiente del parecer colectivo en el seno del ejército.
Una vez más, y pese a que vociferara su descontento con el resulta
do, el rey Juan permaneció lealmente al lado del ejército cuando este
emprendió la marcha hacia Al-Mansurah. En Sharamsah, donde tuvo
la última oportunidad de hacerlo, había rechazado la posibilidad de
separar del ejército a su propio contingente, ya que eso lo hubiera
desmembrado. Los detalles y los motivos subyacentes al debate que
mantuvieron los dirigentes de la cruzada son irrecuperables. No obs
tante, no era la primera vez, ni sería la última, en que un criterio mi
litar cuestionado se revelara finalmente equivocado. Debemos recor
dar que hasta el instante en que partió de Sharamsah, el único
LA QUINTA CRUZADA, 1213-1221 829
La Reconquista española
tenida con la victoria sobre los moros (lo que literalmente alude a los
pueblos de la antigua provincia romana de Mauritania, esto es, a los
bereberes del litoral de lo que hoy es Marruecos y Argelia), un pro
ceso que comenzó con la resistencia que ofrecieron los asturianos
del siglo VIII a los conquistadores musulmanes y que alcanzó su pun
to culminante con la toma de Granada en el año 1492. Esta cons
trucción dio forma a una historia política que de otro modo habría re
sultado muy embarullada: explicó y justificó los elementos de la
exclusión religiosa, e incluso racial, existente en los períodos primiti
vo y maduro de la cultura moderna española; proporcionó un vínculo
capaz de unir el dominio cristiano de la baja Edad Media con su re
moto predecesor visigodo; y prestó a la historia de España la auréo
la de contribuir a un destino providencial. El punto de aplicación de
la palanca de la guerra santa fue el núcleo mismo del mito de la Re
conquista. El más destacado de los santos patronos de España, San
tiago, se convirtió en un arquetipo del soldado santo. Tanto en época
de guerra como en período de paz, la iglesia secundó al Estado con
paso militante. No fue ninguna coincidencia que la bula de la cruza
da, eminentemente española —esto es, la sanción pontificia a la
práctica de conceder privilegios espirituales a cambio de pagos en
metálico a las autoridades laicas o eclesiásticas, una herencia direc
ta de los instrumentos propios de las cruzadas medievales—, resis
tiera a los muchos intentos que, destinados a aboliría, se realizaron a
partir del siglo xvi. Sólo tras el Concilio Vaticano II (1962-1965) se
enterraron finalmente estos residuos de la actividad cruzada.5
Pese a estar íntimamente relacionadas, la Reconquista no fue un
equivalente de las cruzadas. La conquista de la España musulmana
por parte de los príncipes cristianos fue resultado de un dilatado
proceso político; el hecho de considerar que se tratara de una
reconquista, es un planteamiento subjetivo. Una cruzada era un
acontecimiento, y las cruzadas españolas vienen a ser los jalones de
una más vasta narrativa de conquista y colonización. Los cruzados
conquistaban, pero si después se establecían en esas tierras recién
adquiridas, no lo hacían en calidad de cruzados per se. Es verosímil
que los asentamientos fronterizos hayan sido obra de soldados de la
cruz, pero en ningún caso constituyeron «comunidades de cruza
dos», a excepción, posiblemente, de las zonas y castillos sujetos al
control de las órdenes militares. Al designar ciertas regiones, algu
LAS CRUZADAS DE LA FRONTERA, EPISODIO PRIMERO 841
La guerra santa
islam resultaba tan útil, y por tanto tan meritoria, como las guerras
emprendidas en favor de la recuperación de Tierra Santa, pese a que
no contasen con símbolos ni privilegios equivalentes. El Primer
Concilio Lateranense, celebrado en el año 1123 y convocado por
Calixto II, antiguo legado pontificio en España, confirmó la identi
ficación entre una y otra contienda al agrupar en una misma catego
ría tanto a quienes habían abrazado la cruz para dirigirse a Jerusalén
como a quienes lo habían hecho para luchar en España (canon IX).27
Al mismo tiempo, Calixto garantizó a los crucesignati que acudían
a España para participar en la expedición que se planeó en Catalu
ña en época de los legados del arzobispo de Tarragona «una remi
sión de los pecados idéntica a la que concedemos a los defensores
de la iglesia de Oriente».28 En 1125, en el otro extremo de la Penín
sula, el arzobispo Diego Gelmírez de Santiago retomó la asociación
entre los elementos lingüísticos y los teológicos, insertándolos en
un grandioso plan aparentemente concebido para llegar a Jerusalén
a través del norte de Africa: «enrolémonos en las milicias de Cris
to... tomemos las armas... por la remisión de los pecados».29 No
obstante, como ya sucediera con el plan pontificio, que preveía rea
lizar en 1123 una cruzada general en España, la ambición del arzo
bispo terminó malográndose. En general, el conjunto de rituales que
acompañaban a la actividad cruzada se mostraba más efectivo
cuando venía a encajar en unos planes previos, no cuando se pre
tendía estimular con él la acción misma, a la manera de lo que ocu
rría en muchas de las campañas del Mediterráneo oriental. Es nota
ble la regularidad con que los otorgamientos pontificios asociados a
las cruzadas vinieron a responder a las demandas de los gobernan
tes locales de la península Ibérica. Quizá la influencia que ejerció la
parafemalia formal de la guerra santa de Jerusalén en las aspiracio
nes bélicas tuviera un mayor significado que su propio funciona
miento. Entre sus promotores, se extendió gradualmente la conside
ración de que las guerras de España debían comprenderse en los
términos establecidos por el vasto conflicto que había definido la
guerra de Jerusalén. Esta reorganización de la comprensión de la
empresa no fue ni universal ni invariable. Con todo, era evidente
que impregnaba las crónicas de León y Castilla, y lo que resulta aún
más sorprendente, también las disposiciones testamentarias que de
jara escritas en 1131 Alfonso I de Aragón y Navarra (fallecido en el
854 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
año 1134), que abandonó su reino junto con los Templarios, los
Hospitalarios y los Canónigos del Santo Sepulcro. Diez años antes
de su muerte, Alfonso había tratado de fundar una militia Christi,
concebida a partir del modelo de los Templarios y encargada no
solo de la misión de combatir a todo musulmán, sino de desbrozar,
al modo del arzobispo Gelmírez, un nuevo camino que condujera a
Jerusalén.30
La experiencia de los últimos años de la década de 1140 vino a
resaltar hasta qué punto influían en la guerra santa ibérica los re
querimientos locales que coincidían con los más solemnes desig
nios cruzados, es decir, en este caso, con la Segunda Cruzada. Los
genoveses habían atacado en el año 1146 el puerto de Almería, si
tuado en la costa meridional andaluza, y los cronistas de la época
habían descrito la expedición en términos totalmente laicos. Al año
siguiente, aliados con Alfonso VII de Castilla, los genoveses reno
varon su ataque, aunque esta vez el choque había sido elevado a la
categoría de guerra santa sin que le faltara detalle, ni siquiera el de
la remisión de los pecados. Alfonso captó aliados para que se unie
ran al empeño valiéndose de la promesa de la «redención de las al
mas», y poco después obtuvo de Eugenio III confirmación de que,
en efecto, el nuevo ataque contra Almería no solo contaba con los
privilegios anunciados, sino que estos serían de efecto retroactivo,
según consta en la bula Divina dispensatione (abril de 1147).31 En
octubre de 1147, los cristianos tomaron Almería. Dejando a un lado
el hecho de que disfrutara de los privilegios propios de las cruzadas,
la campaña de Almería carecía, por su concepto y su ejecución, de
vínculos directos con la más ambiciosa expedición a Oriente. En
1148 se aplicó a la acometida catalano-genovesa contra Tortosa, en
la desembocadura de Ebro, un nuevo otorgamiento pontificio de in
dulgencias cruzadas, unas indulgencias «que el papa Urbano conce
día a todos aquellos que participasen en la liberación de la iglesia de
Oriente». En diciembre de 1148, tras cinco meses de asedio, se con
quistó Tortosa.32 La campaña de Tortosa reclutó, entre otros efecti
vos, a veteranos que habían intervenido en la operación de Almería
y en el exitoso asedio de Lisboa (realizado entre julio y octubre de
1147). No obstante, resulta notable que, a diferencia de las empre
sas aragonesas y catalanas de los años 1147 y 1148, la expedición a
Lisboa no parezca haber instado al pontífice a promulgar explícita
LAS CRUZADAS DE LA FRONTERA, EPISODIO PRIMERO 855
* Es decir, el enviado por Dios para purificar la religión y hacer que reinen la
justicia y la fe verdadera. (N. de los t.)
«56 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
que era justa la propia causa. Es difícil calibrar el efecto que pudie
ron haber ejercido sobre los alistados cada uno de estos plantea
mientos. Las guerras se habrían librado en todo caso, aunque dichos
puntos de vista no se hubieran generalizado, e igualmente en todos
los casos se habría señalado que su causa era justa y debida a moti
vos religiosos. La movilización de ejércitos se ajustaba a las pautas
laicas asociadas a las obligaciones militares y al clientelismo. Se
emplazaba a la tropa de igual manera que en cualquier otra guerra,
y las condiciones para su prestación de servicio eran las mismas,
tanto en términos de duración como de dotación económica, que las
vigentes en las guerras laicas o sin relación con las cruzadas. Tanto
la paga como la participación en el botín de guerra mantenían la co
hesión de los ejércitos. Es posible que la iglesia se haya sentido más
obligada a contribuir a los empeños cruzados, dado que albergaba la
expectativa de obtener nuevas tierras y obispados. Los privilegios
cruzados se concebían también, en especial los incluidos en los lla
mamientos de orden general del tipo instituido por Calixto III en el
año 1123, para alentar la ayuda extranjera, ya que uno de los prin
cipales papeles que desempeñó la cruzada en la Reconquista espa
ñola fue el de actuar como mecanismo internacional de recluta
miento de tropas. También se ponía especial empeño en captar el
interés de determinadas regiones, como la del sur de Francia. Hubo
algunas excepciones, como las de los años 1189 a 1190 y 1217, fe
chas en que los cruzados que se dirigían al Mediterráneo oriental
prestaron auxilio a los gobernantes locales y les ayudaron a mate
rializar las nuevas conquistas que estos pretendían a lo largo del li
toral meridional de la península Ibérica, de acuerdo con una prácti
ca que ya venía siendo habitual desde los años 1147 a 1148. A pesar
de ello, la importancia de la ayuda procedente del otro lado de los
Pirineos se vio en gran medida restringida al período que finaliza
con el mayor hito triunfal de la Reconquista: el acaecido en Navas
de Tolosa en el año 1212. Después de esa fecha, pese a que los ex
tranjeros continuaron realizando campañas bélicas en la Península
y ocupando las nuevas plazas conquistadas, como Sevilla (tomada
en el año 1248), las cruzadas comenzaron a convertirse, de forma
cada vez más patente, en un elemento secundario respecto de las
prioridades, esto es, la expansión del territorio nacional y, en el ám
bito interno, el avance del proceso de construcción estatal. El hecho
o
86 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
pagación del cristianismo. Lo que hizo posible todo esto fue la idea,
muy popular en tomo al año 1500, de que la propia España consti
tuía una Tierra Santa, de que sus habitantes eran los nuevos israeli
tas, templados y puestos a prueba en la llama de la Reconquista,
como campeones de la causa divina contra los infieles que amena
zaban la cristiandad desde el exterior o frente los herejes que la co
rrompían desde dentro.42
A finales del siglo xv, la reactivación de la misión cruzada —a
la que se dotó de bulas papales al concretarse en la ofensiva contra
Granada en el año 1585— guardaba con esta nueva catalogación de
España, y en particular de Castilla, como otra Tierra Santa compro
metida con una tarea encomendada por la Providencia, una relación
tan estrecha como la que la vinculaba con las verdaderas tradiciones
cruzadas de Aragón y Castilla. La toma de Granada, ocurrida en el
año 1492, y los persistentes intentos realizados en el siglo xvi por
conquistar la costa de Marruecos y Túnez infundieron nueva vida al
mito de la Reconquista y al destino manifiesto de la España católica.
En el plano interno, se utilizó esta situación para justificar la expul
sión de los moros, los judíos y los moriscos, así como para afianzar
el desarrollo de una sociedad abiertamente excluyente y proclive al
racismo sectario. En el ámbito exterior, la consideración de la activi
dad cruzada como un rasgo propio, así como su proyección en la de
finición de la identidad nacional, moldeó la creación del imperio es
pañol, en ocasiones con extrañas consecuencias. En la remota
América Central, los aliados locales con que contaban los conquis
tadores en Tlaxcala, una ciudad-estado situada al este de México,
iluminaron el tratado firmado en 1538 en Aigues-Mortes por Carlos
V y el rey francés Francisco I con una suntuosa representación en la
que se mostraba al rey de España, a modo de anticipación de lo que
se suponía hazaña inminente, como conquistador de Jerusalén. El
día de Corpus Christi del año 1539, en presencia de la hostia consa
grada, se realizó una espléndida exhibición en la que figuraban dos
«ejércitos» cristianos abstraídos en las labores de asedio de la Ciu
dad Santa. Uno de esos ejércitos estaba integrado por europeos, y el
otro obedecía las órdenes del virrey Antonio de Mendoza. Además,
sus integrantes —pobladores de Tlaxcala y otros súbditos de la
«Nueva España»— vestían sus propias ropas de guerra, sin que fal
tasen «plumas, emblemas [ni] escudos». Según parece, todos lo pa
866 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
Los COMIENZOS
siendo precario. Entre los años 1259 y 1260, una nueva revuelta ge
neral, respaldada por los rusos y los lituanos, amenazó con barrer de
la región la totalidad de la estructura alemana de poder. El levanta
miento tuvo su base en los estados clientes que los Caballeros Teu
tónicos habían alimentado cuidadosamente en las inmediaciones de
sus posesiones clave, mientras que Livonia y Prusia, pese a la du
reza con la que habían sido gobernadas, se mantuvieron leales. Du
rante el resto del siglo, los Caballeros Teutónicos combatieron para
reclamar territorios y consolidar las fronteras de Livonia. Al final
lo consiguieron, aunque al precio de una gran devastación y de nu
merosas muertes. Semigalia quedó arrasada y despoblada, ya que
sus habitantes huyeron a Lituania. Samogitia permaneció libre de
la férula livonia. La victoria de los Caballeros Teutónicos se logró
a costa de una nueva e incluso más larga confrontación con Litua
nia que habría de prolongarse hasta bien entrado el siglo xv. No
obstante, la rama livonia de los Caballeros Teutónicos, provista de
su propio maestre provincial, sobrevivió hasta el año 1562, fecha
en la que Gotardo Kettler abandonó sus votos religiosos para con
vertirse en duque de Curlandia y Semigalia, 37 años después de
que se hubiese secularizado la orden en Prusia. Por entonces, la or
den alemana parecía ya una especie de vestigio, y se enfrentaba a
la presión que se ejercía desde Moscú sobre las fronteras de Livo
nia, así como a la generada en el interior de la región por los con
versos luteranos.35
Prusia
sis —una crisis que en muchos sentidos afectó a toda la cruzada del
Báltico— al producirse la gran revuelta del año 1260. El levanta
miento general de las tribus o naciones prusianas logró casi invertir
por completo las tomas. Con la ayuda del hijo de Swantopelk,
Mestwin de Danzig, y con la participación de la totalidad de las más
poderosas naciones prusianas, la rebelión estaba esta vez bien orga
nizada y bien equipada. Los prusianos habían aprendido de sus con
quistadores. Ahora poseían ballestas, sabían cómo construir máqui
nas de asedio y habían perfeccionado sus tácticas de batalla en
campo abierto, así que ya no se veían obligados a confiar en la rea
lización de campañas furtivas en regiones apartadas. Entre los años
1260 y 1264, dos maestres prusianos de los Caballeros Teutónicos
fueron asesinados, un ejército cruzado quedó aniquilado en Poka-
vis, al sur de Kónigsberg, los colonos terminaron degollados, y mu
chos de los fuertes de la orden se perdieron, entre ellos el de Ma-
rienwerder, que había permanecido en manos de los conquistadores
desde el año 1233. La bárbara naturaleza de esta guerra refleja la
importancia del envite. En ambos bandos las atrocidades cometidas
en nombre de la fe salpicaron unas campañas de devastación y bru
talidad. Hubo regiones que quedaron íntegramente reducidas a la
condición de tierras baldías, pueblos enteros que se vieron obliga
dos a elegir entre la muerte, la esclavitud o la emigración. Sólo por
medio del periódico refuerzo que les aportaban los importantes
ejércitos cruzados y con el ininterrumpido apoyo del papa y de la
iglesia, que contribuían con sus prédicas, con el reclutamiento de
hombres y con la aportación de fondos, lograrían los Caballeros
Teutónicos recuperar su posición. Hacia el año 1277, la mayoría de
las tribus prusianas se habían sometido o habían quedado aniquila
das. Los yatwingios se rindieron en el año 1238, aunque muchos
prefirieron emigrar a Lituania a tener que inclinarse ante unos go
bernantes extranjeros y un dios ajeno. El final de la resistencia pru
siana trajo consigo la conquista de los curonios y de los letones. En
1290, los semigalios quedaron sometidos. Los levantamientos falli
dos de los años 1286 y 1295 no sirvieron sino para endurecer aún
más la depravación del dominio de la orden. En Prusia y en otros
lugares, el coste de la derrota fue el exilio o la esclavitud, salvo para
unos pocos aristócratas leales y algunos colaboracionistas. El pre
cio de la victoria fue la creación de un estado militarista confesio-
908 LA EXPANSIÓN DE LAS CRUZADAS
* Besante: Antigua moneda bizantina de oro o plata, que también tuvo curso
entre los mahometanos y en el oeste de Europa. (A. de los t.)
930 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
que enlazaba los puertos francos de Siria con la corte de los mame
lucos en Egipto.19
LA AMENAZA A ULTRAMAR
Llegados a este punto, por supuesto, las perspectivas que los fran
cos tenían ante sí parecían bastante desalentadoras, pero no siempre
había sido así. En repetidas ocasiones, los gobernantes musulmanes
vecinos se habían manifestado dispuestos a llegar a acuerdos a fin
de evitar conflictos, algunos de los cuales incluyeron la restitución
de territorios perdidos en el año 1187. Las treguas con Jerusalén-
Acre cubrieron setenta de los noventa y nueve años transcurridos
entre el Tratado de Jaffa de Ricardo I en el año 1192 y la pérdida fi
nal de Acre en 1291. Los últimos ayubíes parecían aceptar los en
claves cristianos y, si bien su extinción era una condición deseable,
no constituía una necesidad política determinante. No sería hasta el
advenimiento de los nuevos gobernantes de Egipto, los mamelucos,
en el año 1250, que una ideología musulmana más radical que hacía
hincapié en el compromiso de la jihad regresó a la retórica y a la po
lítica de los enemigos de Ultramar.20 En la Siria del siglo XIII, los
mamelucos, más agresivos y militantes, pasaron por alto la poco
exigente convivencia de los últimos ayubíes de un modo que recor
daba, aunque con algo más de éxito, a los fundamentalistas marro
quíes almorávides y almohades en España que desafiaron al poder
cristiano y desplazaron a los gobernantes musulmanes indígenas
moderados de al-Ándalus.
La conciencia occidental de los acontecimientos en Tierra San
ta se daba a muchos niveles. Inocencio III había solicitado informa
ción del patriarca de Jerusalén antes de la Cuarta Cruzada.21 A lo
largo del siglo siguiente, los boletines informativos y la correspon
dencia diplomática circulaban por las cortes y a través de las redes
de predicadores mendicantes y órdenes monásticas, y encontraron
su camino hasta los trabajos de los cronistas como Rogelio de Wen-
dover y Mateo de París en la abadía inglesa de Saint Alban’s. Mateo
de París, para recabar información, también entrevistó a los cruza
dos que regresaban y a los viajeros de paso.22 Los llamamientos per
sonales de ayuda, por ejemplo del obispo de Beirut en el año 1245,
SUPERVIVENCIA Y OCASO: LA TIERRA SANTA 931
La política de Ultramar
Igual que muchos gobernantes del siglo XIII, Federico era un cruce-
signatus en serie. Tomó la cruz por primera vez en julio de 1215, el
día de su coronación en Aquisgrán como rey de Alemania. En esta
ocasión, probablemente de forma deliberada, imitó la ceremonia de
su padre, Enrique VI, en Worms en diciembre de 1195 al presidir
personalmente la nueva distribución masiva de cruces a sus nuevos
súbditos.15 Los problemas con los que se tropezó Federico para con
solidar su gobierno le impidieron honrar su voto, aunque la obliga
ción seguía siendo ineludible. En noviembre de 1220, durante la ce
remonia de su coronación imperial en Roma, volvió a recibir la
cruz, esta vez de manos del cardenal Ugolino, una confrontación
personal que produjo amargos frutos cuando siete años más tarde el
cardenal, ahora ya el papa Gregorio IX, excomulgó a Federico. Fe
derico juró ayudar a Tierra Santa, una vez más y en público, en las
reuniones de Ferentino en marzo de 1223 y de San Germano en ju
LA DEFENSA DE TIERRA SANTA, 1221-1244 955
lio de 1225, esta última diez años después del día (25 de julio) exac
to en el que había tomado la cruz por primera vez. Esta prolifera
ción de compromisos reflejaba todo lo contrario de bravatas vacías.
Del mismo modo que tomar la cruz en 1215 había asociado al joven
rey Federico a la aprobación papal, y el compromiso de 1220 lo ha
bía asociado al liderazgo conjunto de la cristiandad, igualmente las
promesas de 1223 y de 1225 marcaban etapas en el desarrollo del
plan de cruzada que respondían a las duras críticas recibidas por su
pasividad en la campaña de Damieta.
El problema de Federico radicaba en su impaciencia, o en su
despreocupación en fijarse plazos precisos de actuación. En 1220,
prometió partir hacia Oriente en agosto de 1221. En lugar de ello, se
limitó a enviar una flota y un ejército bajo el mando del duque de
Baviera, que alcanzó Damieta justo a tiempo de asistir a la debacle
final. En 1223, Federico garantizó su partida en el año 1225; la po
lítica interna interfirió. En 1225, su cruzada fue retrasada a 1227,
pero esta vez habiendo acordado que se le sancionaría además con
la excomunión si no conseguía cumplir su promesa. Habida cuenta
que en Ferentino y en San Germano Federico había adquirido el
compromiso de proveer una gran cantidad de soldados a sueldo, una
flota y grandes reservas financieras para la expedición, la precisión
de las fechas podría deberse, por una parte, al deseo de convencer
de su sinceridad a seguidores, contribuyentes y banqueros potencia
les, y por la otra, a la necesidad de contrarrestar las acusaciones de
falta de honor que se le imputaban desde 1221. Más importante aún,
las promesas de 1223 y de 1225 apaciguaron al bien predispuesto,
aunque receloso, papa Honorio III. Federico necesitaba el apoyo
papal si quería consolidar su autoridad en Alemania, Italia y Sicilia.
Sin embargo, estas negociaciones no significaban la rendición del
emperador. Al reconocer que el mando de la cruzada lo ostentaba
Federico, incluso en los duros y restrictivos términos alcanzados en
San Germano, el papa le estaba concediendo la posición en la cris
tiandad que el emperador había elegido para sí mismo, la de la má
xima autoridad seglar después de Dios.
Al mismo tiempo que empezaba a recaudar fondos, tropas y
aliados para la expedición, Federico desarrolló su más amplia estra
tegia para Oriente. En 1223 se acordó el matrimonio del emperador
con la hija de Juan de Brienne, Isabel II, que le daba al emperador el
956 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
gada de Federico. Tras una guerra de palabras cada vez más enve
nenadas, y aun a riesgo de abandonar sus territorios europeos a la
amenaza de la confiscación pontificia, Federico zarpó de Brindisi el
28 de junio de 1228, y llegó a Limassol el 21 de julio. A lo largo de
cinco tempestuosas semanas en Chipre, Federico se propuso afian
zar su señorío imperial, intentando convocar a Juan de Ibelín para
que respondiera de su gestión del reino en nombre del joven rey En
rique I (1218-1253), e instalar una regencia chipriota más dócil y
más conforme a los intereses imperiales. Lo único que impidió la
ruptura total fueron los propósitos más amplios de Federico. Tanto
Juan de Ibelín como el rey Enrique se encontraban entre el séquito
del emperador cuando, el 2 de septiembre de 1228, Federico zarpó
hacia Acre, adonde llegó cinco días más tarde y donde por primera
vez en Ultramar se tropezó con los inconvenientes de la excomu
nión. La negativa del papa a levantar la prohibición forzó la oposi
ción del patriarca de Jerusalén y provocó una respuesta un tanto
nerviosa de los caballeros Templarios y Hospitalarios al liderazgo
de Federico. Federico tuvo que extremar la prudencia a fin de evitar
herir la sensibilidad de los francos, y nombró diferentes comandan
tes para las diferentes divisiones del ejército, impidiendo de este
modo que se viera a cruzados piadosos obedeciendo las órdenes de
un excomulgado. Los obispos ingleses no mostraron tantos reparos;
en la práctica, la prohibición papal apenas consiguió restringir los
movimientos de Federico. Ni siquiera los belicosos nobles de Jeru
salén intentaron rechazar su autoridad a causa de la excomunión; el
código de leyes existente ya les proveía de suficientes argumentos
con los que atacarle.
El desafío de Federico era a tres bandas: insistir en sus derechos
como rey de Jerusalén, mantener unido a su ejército, y cerrar el pro
yecto de tratado con al-Kamil. En el primer caso, la muerte de su
adolescente esposa Isabel II en mayo de 1228 al dar a luz había de
bilitado en gran medida su posición. Desde un punto de vista técni
co, Federico, a partir de ahí, solo podía ejercer el poder en el reino
de Jerusalén en calidad de regente de su hijo y el de Isabel, el bebé
Conrado IV y II, y abandonar su insistencia en ejercicio de los de
rechos reales. Más embarazoso aún, al haber desaparecido al-
Mu’azzam, al-Kamil ya no necesitaba cumplir sus anteriores pro
mesas respecto a Jerusalén, puesto que él y al-Ashraf habían
LA DEFENSA DE TIERRA SANTA, 1221-1244 965
L as cruzadas de 1239 y i 24 i
sur, y es posible que visitara Jerusalén, maniobras que tal vez con
vencieran a al-Salih Ayyub de Egipto de liberar a los prisioneros de
Gaza en agosto de 1240. Ante la nula perspectiva de obtener mayo
res frutos, inquieto por la posible competencia por el liderazgo que
pudiera plantear la inminente llegada de Ricardo de Comualles, y
ante el deterioro de las relaciones con Damasco, Teobaldo salió de
Acre en septiembre de 1240, según algunos cronistas, a toda prisa.77
Dejó tras de sí un modelo viable, aunque precario, de recuperación
territorial, una guarnición imperialista en una Jerusalén recuperada,
el resentimiento de la aristocracia local, y al duque de Borgoña,
apoyado por una guarnición champañesa que todavía acampaba en
Ascalón.
Unas semanas más tarde, Ricardo de Cornualles arribaba al
puerto de Acre acompañado de una flota bien equipada. La cruza
da de Ricardo marcaba su mayoría de edad en el escenario interna
cional, como correspondía a su fortuna procedente del estaño cór-
nico y a sus relaciones dinásticas por nacimiento y matrimonio, y
le brindaba además la oportunidad de ejercer su notorio poder de
autopublicitarse. La recepción, en general favorable, de sus haza
ñas en el este, anunciadas a bombo y platillo por cronistas simpati
zantes, descansaba en su propia opinión, difundida en los boletines
informativos y hojas parroquiales a su regreso a Europa en julio de
1241, y donde elogiaba su tratado con Egipto, denigrando implíci
tamente los logros del conde Teobaldo.78 De hecho, la breve estan
cia de Ricardo en Ultramar entre octubre de 1240 y mayo de 1241
resultó un cosecha, en su mayor parte, bastante estéril de logros
significativos.
Ricardo poseía algunas ventajas bien definidas: arcas bien re
pletas, un séquito muy unido y, algo extraordinario, la aprobación
tanto del papa como del emperador. Sufragado por las subvencio
nes pontificias, Ricardo, no obstante, mantuvo informado de sus
progresos a Federico y cabe la posibilidad de que recibiera incluso
algún tipo de acreditación imperial. Aunque fuera una potencial
fuente de fricciones con los antiimperialistas de Ultramar, esta co
nexión imperial brindaba la esperanza de poder alcanzar algún
compromiso en las debilitadoras luchas políticas internas. En el
verano de 1241, el bando de los nobles proponía el nombramiento
de Simón de Montfort, el cuñado de Ricardo, como lugarteniente
988 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
Preparativos
incrementar los ingresos. Igual que ocurriera diez años antes, podía
constituir el mecanismo que consolidara o impusiera la reconcilia
ción de las facciones regionales y de los nobles. El mando de una
nueva expedición oriental interponía una conveniente distancia en
tre él y el perseguido emperador, y le evitaba la obligación de tomar
partido contra los Hohenstaufen como un perrillo faldero del papa.
Todo el plan resaltaba la autoridad moral de Luis, y la utilización de
frailes como agentes de la reforma del gobierno y de la recaudación
de los diezmos revelaba su particular estilo de puritanismo político.
Controlar el negocio de lo sagrado era la mejor manera en la que
Luis podía modelar más directamente y con mayor solidez el nuevo
culto a una monarquía sagrada, elevando a la propia Francia, por sí
misma ya una tierra santa, a la categoría de cuna de santos guerre
ros, conscientes de su misión especial e inspirada por Dios. La de
terminación con la que Luis proseguía todos estos objetivos indica
quizá que cuando tomó la decisión en su lecho de enfermo en Pon-
toise, en diciembre de 1244, lo hizo al final de un largo proceso de
reflexión. Igual que con la mayoría de los cruzados, y sin que ello
menoscabe de ninguna manera su sinceridad, resulta de una senci
llez demasiado burda explicar la devoción a la causa de Luis IX con
relación únicamente a la piedad.
Dos meses después que Luis tomara la cruz, el papa promulga
ba una bula de cruzada y autorizaba su prédica, dirigida en Francia
por el legado Odo de Cháteauroux, obispo cardenal de Tusculum
(1244-1273), quien además legitimó a los predicadores regionales y
a los recaudadores de fondos.8 Igual que había sucedido en otras
ocasiones, la predicación combinaba el sentido práctico con la per
suasión a fin de crear una atmósfera o un estado de ánimo que alen
tara a los creyentes a tomar la cruz, a comprar redenciones de voto
o a proporcionar asistencia, un compromiso menos exigente, en for
ma de donaciones o de plegarias. Todos estos elementos aparecían
siempre en los sermones del cardenal Odo. Aunque nunca demasia
do alejada del léxico de la retórica eclesiástica, la difícil situación
de Tierra Santa necesitaba ser colocada en un marco emocional y
cultural apropiado que atrajera el tipo de compromiso activo que el
rey deseaba. De modo que, junto a los recordatorios de recompen
sas espirituales, el deber religioso y la obligación cristiana de la
cruz, Odo le recordaba a su público en sus sermones aquellos «no
996 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
la oportunidad que brindaba una política pública que casi todos ad
miraban para introducir los cambios.
En la reforma intervenían dos mecanismos. Desde 1245 se inició
el proceso de sustitución de los agentes fiscales y los administrado
res locales de la corona (baillis en el norte, sénéschaux en el sur), a
menudo, por lo que un moderno erudito ha bautizado con el nombre
de «apagafuegos», expertos en detectar y solucionar problemas,21
cambio que redujo la independencia de los agentes, mejoró su sensi
bilidad a los intereses y demandas de la corona, enfatizó su respon
sabilidad e incrementó los ingresos que llegaban a las arcas reales.
Los ingresos procedentes de las heredades del rey se incrementaron
de una forma extraordinaria, al tiempo que la cruzada actuaba como
una justificación conveniente y no del todo falaz. Junto al endureci
miento de la administración local, en los primeros meses de 1247
Luis nombró inspectores (enquéteurs réformateurs) para que inves
tigaran las quejas contra los funcionarios reales. Por tradición, los
cruzados a punto de marchar intentaban resolver las quejas pendien
tes de sus vasallos. Al confiar la mayor parte de estas investigaciones
a los frailes, Luis hacía hincapié en el nexo de unión entre la reforma
gubernamental y la misión religiosa. También le confería al ejercicio
una pátina de imparcialidad, posibilidad espuria aunque política
mente necesaria. Estas investigaciones, desarrolladas en los territo
rios de la heredad de la corona y en las tierras de sus hermanos (co
nocidas como apanage), contribuyeron a los cambios en los métodos
y en el personal de los baillis y sénéschaux en 1247-1249.
Esta reforma creaba un consenso de apoyo a la monarquía, una
ventaja a la que se sumarían las ganancias fiscales. Más tarde se cal
cularía que, entre la auditoría de la Ascensión de 1247 y la de 1257,
los gastos de Luis en la cruzada {«pro passagio ultramarino» en las
cuentas) ascendieron a 1.537.570 livres tournois, 13 sous y 5 de-
niers tournois, quizá seis veces los ingresos anuales del rey.22 La
factura del rey solamente por las tropas podría haber ascendido a
1.000 l.t. al día. Aunque Luis pudo cubrir la mayoría de estos gastos
de fuentes diferentes a la de sus ingresos ordinarios, los costes ocul
tos de la administración y del gobierno durante la cruzada necesita
ban ser cubiertos, y la administración de la regencia financiada de
un modo adecuado. El incremento de las rentas e ingresos reales
procedentes de las reformas de la administración proporcionó una
LUIS IX Y LA CAÍDA DEL REINO CONTINENTAL DE ULTRAMAR IOOI
Se dice que Luis declararía más tarde que le hubiera gustado nave
gar sin escalas hasta Egipto 41 En retrospectiva, la opción podría pa
recer interesante. En 1248, el sultán al-Salih Ayyub se encontraba
ausente del país, totalmente comprometido en Siria intentando con
quistar Homs durante otra ronda de disputas ayubíes. En junio de
1249, cuando finalmente aterrizaron los cruzados, él y su ejército ya
estaban de regreso en el país. No cabía ninguna duda de que el des
tino era Egipto, puesto que en caso contrario no hubiera sido nece
sario almacenar grandes cantidades de provisiones en Chipre. Mu
cho antes de que Luis ordenara iniciar el ataque, el sultán había
reforzado Damieta, como si supiera donde esperar el asalto de los
cristianos, aunque, habida cuenta de la importancia del espionaje, el
sultán seguramente no desconocía esa información. El retraso en
Chipre, de septiembre de 1248 hasta mayo de 1249, había devorado
las reservas, minado la moral de las tropas y proporcionado tiempo
a los egipcios de preparar sus defensas. Sin embargo, Luis no podía
saber que Damieta, de nuevo el objetivo escogido, iba a ser una pre
LUIS IX Y LA CAÍDA DEL REINO CONTINENTAL DE ULTRAMAR IOO9
del alto mando egipcio y del propio entorno militar del sultán ron
daban el trono con avaricia y ansiedad. Sin embargo, los problemas
que habían retrasado el embarque hacia Chipre les habían dejado
poco tiempo a los cruzados para organizar una marcha hacia el sur
antes de las crecidas del Nilo. Los precedentes de la Quinta Cruza
da seguían vivos en el recuerdo de ambas partes. Ante la sorpresa y
el horror de Luis, cuando se conocieron tras la captura del rey, al
menos un veterano del ejército de Juan de Brienne, originario de
Provins en Francia, había permanecido en Egipto, se había conver
tido al islam y contraído matrimonio con una egipcia, y había al
canzado una posición de cierta importancia en la corte.55 Quedarse
a salvo en Damieta podía parecerle una opción atractiva a la mayor
parte del ejército, incluyendo al clero, muy ocupado reclamando
mezquitas para convertirlas en iglesias, y a los mercaderes italianos,
asegurándose muelles y almacenes. Luis podía tal vez haber razo
nado que, antes de intentar cualquier acción hostil, necesitaba espe
rar la llegada del ejército de su hermano Alfonso y del resto de los
contingentes de Occidente, como los ingleses, o los que habían que
dado desperdigados a causa de la tormenta en aguas chipriotas. Al
fonso no llegó a Damieta hasta el 24 de octubre.
No obstante, si la crecida anual del Nilo excluía cualquier ac
ción inmediata, los planes sí que podían establecerse. Se discutió
un plan en apariencia coherente que consistía en atacar Alejandría
en lugar de arriesgarse con una marcha hacia El Cairo atravesando
los brazos del delta, propuesta que incitó, según Joinville, al impe
tuoso Roberto de Artois a exclamar: «si queremos matar a la ser
piente, lo primero que hay que hacer es aplastarle la cabeza».56 Ro
berto, cuya opinión era compartida por el rey, insistía en un avance
hacia El Cairo. Los acontecimientos posteriores atribuirían al con
de Roberto la decisión de atacar El Cairo, según Joinville, en con
tra de la oposición casi unánime del resto de los nobles franceses.
Parece ser que el apoyo de Luis bastó para conseguir que el punto
de vista minoritario de Roberto triunfara sobre los otros, triunfo
quizá muy indicativo de la autoridad personal de Luis, o de la ri
queza de sus arcas, que en aquel momento estaban sufragando los
gastos de muchos, tal vez de todos, los comandantes cruzados. La
derrota última de la estrategia de El Cairo, sumada a la muerte de
Roberto de Artois, ha confundido perspectivas posteriores. El con
LUIS IX Y LA CAÍDA DEL REINO CONTINENTAL DE ULTRAMAR 1015
dieron tal vez hasta cuarenta barcos, entre ellos dieciocho grandes
transportes, y unas mil vidas, lo que terminó de hecho con la cruza
da; únicamente Eduardo de Inglaterra siguió insistiendo en continuar
hasta Tierra Santa. Cuando Felipe III regresó a su nuevo reino, su ca
ravana, que transportaba los cuerpos de su padre, su hermano, su cu
ñado, su esposa y su hijo nonato, parecía un cortejo funerario.113
El fracaso de la cruzada de 1270, aunque dramático y espectacu
lar, no significó el fin de las cruzadas como foco de las aspiraciones
monárquicas. Algunos mantuvieron viva la llama, entre ellos Alfon
so de Poitiers, antes de su muerte al año siguiente. En 1271 los car
denales eligieron papa a Tedaldo Visconti, patriarca de Jerusalén,
quien adoptó el nombre de Gregorio IV y que, de hecho, se encon
traba en Acre en el momento de su nombramiento como nuevo pon
tífice. El proyecto de una nueva cruzada general a Oriente y el in
tento de impulsar a los reyes occidentales a unirse a ella ocuparon
buena parte de su pontificado, y el de sus sucesores inmediatos.
Eduardo de Inglaterra fue más allá. Acompañado por unos pocos no
bles franceses, Eduardo zarpó hacia Acre en la primavera de 1271 a
pesar de los intentos de persuadirle de regresar a Inglaterra, donde su
padre Enrique III estaba gravemente enfermo. Eduardo se negó a re
gresar, algo habitual, insistiendo según parecen que viajaría a Acre si
era necesario aunque solo le acompañara su mozo de cuadra Fo-
win.114 En cualquier caso, su ejército era pequeño, tal vez unos mil
hombres, transportado en una pequeña flotilla de trece barcos. Tras
llegar a Acre el 9 de mayo de 1271, habiendo hecho escala en Chi
pre, Eduardo permaneció un año en Tierra Santa, donde, en septiem
bre de 1271, se le unió su hermano Edmundo. La fuerza del ejército
de Eduardo no bastaba para conseguir producir ningún cambio sig
nificativo o duradero en la posición de los francos, y llegó demasia
do tarde para impedir que Baibars capturase la fortaleza, o Krak, des
Chevaliers en el mes de abril. Eduardo se contentó con perseguir las
quimeras de una alianza con el il-kan mongol de Persia y de la ar
monía interna en el reino franco de Ultramar. Participó en alguna ba
talla, como la defensa de Acre frente al ataque de Baibars en diciem
bre de 1271, y organizó un par de salidas militares a los campos de
alrededor de la ciudad. La tregua firmada entre Hugo III y Baibars en
mayo de 1272 no consiguió convencer a Eduardo de la inutilidad de
su presencia permanente, terquedad que tal vez hubiera provocado
1046 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
del sultán había sido alentado o bien por los venecianos, o bien por
los písanos. Aquellos que no pudieron escapar, sobre todo ciudada
nos plebeyos, fueron víctimas de una matanza, y la ciudad fue de
molida, un presagio para el destino de Acre.129
Durante las décadas de 1270 y de 1280, los papas y los monar
cas occidentales enviaron hombres y dinero a Tierra Santa. A medi
da que se iba desintegrando la posición franca en Palestina, en Acre
iban apareciendo pequeñas compañías, al mando de cruzados bien
relacionados que venían a reforzar temporalmente la resistencia lo
cal y las guarniciones occidentales permanentes, financiadas por
monarcas europeos preocupados, tal vez culpables: la condesa Ali
cia de Blois y el conde Florent de Holanda en 1287, Juan de Grailly
en 1288 y el amigo íntimo de Eduardo I, Othon de Grandson, en
1290. Ninguna de estas expediciones pudo impedir el destino final
de Ultramar. La política de Europa occidental incidía en contra de
una nueva cruzada con la misma firmeza que lo hacía la política de
Oriente Próximo. La intervención de la tentativa de Carlos de Anjou
de anexionarse el reino de Jerusalén en el año 1277 pareció ofrecer,
aunque fuera brevemente, un remedio.130 Sin embargo, la ambición
de Carlos tan solo sirvió para poner en peligro la unidad de Ultra
mar y provocar una dañina guerra en Occidente conocida como la
guerra de las Vísperas Sicilianas, después que Sicilia se rebelara
contra el dominio angevino en el año 1282. La guerra de las Víspe
ras Sicilianas enfrentó el reino de Aragón contra Carlos de Anjou y
sus aliados franceses, destruyendo, precisamente, la coalición cons
truida por Luis IX y deseada por Gregorio X. En el año 1285, Feli
pe III de Francia moría en una cruzada, igual que su padre, pero lu
chando contra los aragoneses y no contra los mamelucos. Las
prioridades de Eduardo I estaban en la conquista de Gales (hasta
1284) a la que seguiría poco tiempo después su participación en la
sucesión de Escocia que predominaría cada vez más en los últimos
años de su reinado (1290-1307). A medida que las relaciones se de
terioraban, su alianza con Francia se iba transformando en un leja
no recuerdo, hasta desembocar en una guerra provocada por una
disputa acerca del estatus del ducado francés de Gascuña, una pose
sión de Eduardo (1294). El interregno imperial (1250-1273) impi
dió cualquier contribución unificada alemana. A pesar de que el úl
timo gran ataque mongol a Europa había terminado en 1260, a
1052 LA DEFENSA DE ULTRAMAR
ron ninguna oposición puesto que los francos, llegados a este pun
to, no disponían de ejército de campo. El ejército combinado del
sultán era lo bastante grande para rodear completamente Acre des
de tierra. Su estrategia era sencilla: machacar las murallas de la ciu
dad hasta reducirlas a escombros, abrir brechas y después utilizar su
superioridad numérica para aplastar a los defensores. El ejército
musulmán, con toda probabilidad, superaba con creces al total de la
población civil de Acre, estimada en alrededor de treinta o cuarenta
mil habitantes. Algunas estimaciones exageradas afirmaban que los
atacantes disponían de más de doscientos mil soldados. La clave se
hallaba en la cantidad de hombres, fuera cual fuera.
Los francos de Acre gozaban de ciertas ventajas frente al sultán.
A pesar de que la organización militar era comparativamente mo
desta, no dejaba de ser importante, tal vez unos mil caballeros jun
to a otros catorce mil soldados de infantería. Las órdenes militares,
cuya disciplina, recursos y valor impedían que la defensa degenera
ra en el caos y el pánico, gobernaban la ciudad y estaban al mando
de la guarnición de Acre, reforzada por algunos cruzados occiden
tales, como Othon de Grandson y su regimiento inglés, y por una
división procedente de Chipre. Los civiles capaces habían sido en
rolados y se contaba con la total colaboración de los venecianos y
pisanos, a quienes se les encomendó el manejo de una catapulta par
ticularmente eficaz. Tras una evaluación precisa de las posibilida
des de supervivencia, y a fin de reducir el consumo de provisiones
y la carga emotiva, las mujeres, niños y ancianos habían sido eva
cuados antes del inicio del asedio, pero muchos, sobre todos los po
bres, permanecieron en la ciudad. La gran ventaja de los francos
consistía en el control del acceso marítimo, que permitía aprovisio
nar la ciudad asediada; también permitió la llegada del rey Enrique
de Chipre y Jerusalén con refuerzos de última hora, si bien limita
dos, el 4 de mayo. Por otra parte, los francos podían lanzar asaltos
desde el mar contra los campamentos de los musulmanes de tierra
firme: buques blindados transportando arqueros, ballesteros y, al
menos en una ocasión, un gran mangonel, martillearon a proyecti
les los flancos de las posiciones costeras de los sitiadores. No obs
tante, los daños infligidos al enemigo por estos ataques, por muy
sangrientos que resultaran, no dejaban de ser superficiales; el man
gonel no tardó en estropearse un día de mar agitado.
LUIS IX Y LA CAÍDA DEL REINO CONTINENTAL DE ULTRAMAR IO55
Imaginando la cruzada
Expansión y retracción
conquistar las islas Canarias en los años 1344 y 1345 y en 1402, jus
tificados por el principio de expansión {dilatió), y no solo de defen
sa, de la fe cristiana, un argumento muy poderoso que sería utiliza
do posteriormente en la penetración europea en el Atlántico y en el
continente americano.26
Los otomanos, uno de entre los diez emiratos que surgieron de los
restos del caído sultanato selyúcida de Rum a finales del siglo XIII,
se nutrieron de la carcasa del imperio bizantino.35 Mientras que sus
rivales en el sur se dedicaban a la piratería en el Egeo, lo que indu
jo la formación de ligas navales bajo los auspicios del papa en los
años 1332 a 1334 y 1343 a 1345, y que desembocó en la captura y la
ocupación de Esmima (1344-1405), y en una inútil campaña de
Humberto, delfín de Viena (1345-1346), los otomanos planteaban
un problema diferente. Originarios de la región alrededor de Bursa,
al noroeste de Asia Menor, los otomanos, seguidores de Osmán y de
1084 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
puesto sobre bienes raíces con el que gravaban al «Pueblo del Li
bro», los cristianos y judíos), pero las rentas que los campesinos pa
gaban a sus señores habían disminuido, reduciendo la carga fiscal
neta. Después de 1403, los griegos mantuvieron el régimen fiscal de
los otomanos, dos tercios de cuya recaudación se destinaba a los
monjes del monte Athos, quienes, en 1384, habían propugnado el
apoyo a los turcos musulmanes en contra de quien ellos considera
ban un emperador griego hereje (Juan V Paleólogo).47 Este tipo de
contracorrientes resultaba habitual.
En consecuencia, la cruzada contra los turcos no respondía ni al
contexto político ni a las exigencias militares del avance otomano.
A grandes rasgos, las iniciativas occidentales se desarrollaron en
dos fases. La primera, interrumpida por el desplome del poder oto
mano tras su derrota ante Tamerlán en el año 1402, se centraba en la
defensa de Bizancio, una tarea que, al llegar la década de 1460, ya
constituía un completo fracaso. La segunda, consecuente con la pri
mera, consistía en la defensa de los territorios latinos cristianos en
Europa central y oriental. La reticencia a abandonar la tranquilidad
conceptual de la polémica de Tierra Santa configuraba el núcleo de
la confusa reacción occidental al turco, incluso frente a las reco
mendaciones detalladas y las pruebas evidentes acerca del funcio
namiento del poder de los otomanos obtenidas de los espías y de los
veteranos de las guerras turcas. La tradicional y maniquea califica
ción de «cristiano» e «infiel» no conseguía abarcar por completo la
realidad de la política tras el avance otomano, y menos aún su di
mensión militar. El antiguo punto de vista según el cual los turcos
conquistaron el bastión cristiano bizantino debilitado por la indife
rencia latina y el odio a los griegos, y los musulmanes esclavizaban
a los resentidos pueblos cristianos, no encaja con los acontecimien
tos. A diferencia de las guerras para defender Tierra Santa, en este
caso los compromisos y las realidades políticas contradecían los
imperativos del idealismo religioso.
La fragmentación política de los Balcanes y de Asia Menor en
el siglo xiii proporcionó el contexto necesario a la creación de la
potencia otomana. El imperio bizantino del siglo xii había sido
sustituido por una serie de estados griegos sucesores en Nicea (y
más tarde, tras haber sido reconquistada en 1261, en Constantino-
pla), Epiro y Trebisonda, los restos fragmentados del imperio bi
1090 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
zantino. Estos estados rivalizaban, por una parte, con los territorios
latinos asentados en Grecia, los pequeños estados de Atenas en
Ática, Beocia, y Acaya en el Peloponeso y, por la otra, con las po
sesiones venecianas en los archipiélagos del Egeo, Eubea (o Ne-
groponte) y puertos repartidos a lo largo de la costa sur del Pelo
poneso y de la costa jónica. Al norte, los búlgaros y los serbios
mantenían reinos independientes mientras los sucesivos reyes de
Hungría intentaban expandir su autoridad al sur del Danubio hacia
Bosnia, y al este hacia Valaquia. En Asia Menor, una desintegra
ción similar había ocurrido tras el colapso del sultanato selyúcida
de Rum a mediados del siglo XIII. A principios del siglo xiv, la au
toridad había sido transferida a los emiratos turcos rivales, como
Aydin, Menteshe y Tekke en la costa oeste y suroeste de Asia Me
nor, los otomanos al noroeste y Karaman al sudeste. A fin de sobre
vivir y multiplicarse, cada uno de estos principados, desde el Danu
bio hasta los montes de Taurus, incluyendo al debilitado y renovado
imperio bizantino, proseguían una complicada ronda política de
alianzas cambiantes y de hostilidades con y contra sus vecinos que
se fundamentaba en la ventaja, y no en afinidades religiosas y cultu
rales. El terreno más fértil a la expansión otomana demostró hallar
se en los Balcanes cristianos, y en particular los ortodoxos, y no en
la Anatolia musulmana. El fragmentado control político ocultaba
las grandes diferencias existentes en la naturaleza de estas poten
cias rivales. Ninguna de ellas, ni siquiera in extremis, constituía te
rreno propicio para nuevas grandes cruzadas. Las ciudades italia
nas, a pesar de alardear de una antigua tradición de cruzada, de
forma muy apropiada, desarrollaban sus políticas comerciales e
imperiales en función de los beneficios, y no de la salvación eter
na. Los estados latinos de la Romania franca, gobernados por una
aristocracia militar occidental repartida por Grecia central y el Pe
loponeso, nunca habían atraído a demasiados cruzados occidenta
les. Los príncipes eslavos de los Balcanes deseaban autonomía y
no el control de los latinos o de los católicos romanos. La descon
fianza religiosa por ambas partes complicaba la ayuda a Bizancio,
que dependía de una unificación de las iglesias oriental y occiden
tal que los griegos, conscientes del comportamiento latino desde
1204, rechazaban sistemáticamente.
Aun cuando la amenaza de los turcos había sido reconocida en
LAS CRUZADAS ORIENTALES EN LA BAJA EDAD MEDIA I O 9I
«... cuán doloroso resultaba ver cómo este gran príncipe cristiano era
empujado por los sarracenos desde el lejano Oriente hasta las islas
más occidentales en busca de ayuda para luchar contra ellos... ¿Qué
será de ti ahora, o, antigua gloria de Roma?»51
La CRUZADA DE NlCÓPOLIS
los planes del papa y del rey de Chipre de los años 1362 a 1365,
puso en evidencia los límites de hasta dónde se podía llegar. Las in
cursiones, o incluso la ocupación de las bases marítimas estratégi
cas, como Gallípoli o Esmirna, aun cuando contribuyeran a los in
tereses de los monarcas latinos en el Egeo y en Rodas, apenas
frenaban el avance terrestre de los turcos. El prerrequisito necesario
para cualquier iniciativa seria de cruzada consistía en la consecu
ción de la paz en Europa occidental. Las iniciativas de la década de
1360 se verían superadas por la reanudación de la guerra de los
Cien Años en el año 1369 y por el Cisma de Occidente de 1378, y
no se iniciaría una nueva planificación de lucha internacional con
tra el infiel hasta la tregua anglo-francesa de 1389, que introdujo
una paz incierta durante una generación. El primer objetivo, de
acuerdo con la actitud de la aristocracia, no era el turco, sino un
enemigo más tradicional, aunque secundario.
En los años 1389 y 1390, los genoveses aprovecharon la tregua
para invitar al gobierno francés de Carlos VI a patrocinar una expe
dición cuyo objetivo consistía en capturar el puerto tunecino de al-
Mahdiya. Los genoveses quizá esperasen que esta iniciativa amplia
ra sus intereses en la región tras haberse anexionado, en 1388, la isla
de Djerba, al sur de al-Mahdiya. Los franceses aceptaron la oportu
nidad que se les brindaba de una guerra inequívocamente meritoria.
Unos fastuosos torneos organizados en Smithfield, en Londres, y en
especial en Saint Inglevert, en las cercanías de Calais, contribuyeron
al reclutamiento de nobles en un escenario caballeresco muy apro
piado. El tío de Carlos VI, Luis II, duque de Borbón,se puso al man
do de la expedición.52 En Francia el reclutamiento se limitó a 1.500
hombres, entre los que, con toda probabilidad, no se contaban ar
queros. El contingente inglés, compuesto sobre todo de cortesanos
de segunda fila que ocupaban buenas posiciones, estaba al mando de
Juan Beaufort, un hijo ilegítimo del poderoso tío de Ricardo I, Juan
de Gante, duque de Lancaster, que contribuyó con 25 caballeros y
100 arqueros.53 Los genoveses suministraron una flota estimada en
22 galeras y 18 buques de transporte. Aunque tanto el papa de Avi-
ñón como el de Roma ofrecieron indulgencias, lo cierto es que la ex
pedición de al-Mahdiya se parecía más a una correría frenética, al
estilo de los reisen, las destructoras incursiones de los Caballeros
Teutónicos contra los paganos bálticos, que a un intento serio de
1096 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
BORGOÑA Y LA CRUZADA
La CRUZADA DE VARNA
La caída de Constantinopla
Belgrado, 1456
La CRUZADA DE PÍO II
Atractivo social
una revolución social encubierta. La crítica social era más sutil, una
aceptación, compartida con las élites, de propósitos morales unidos
a la dura crítica del modo en el que estas élites los aplicaban. El fra
caso público, y no la explotación social, constituía el núcleo de las
protestas del año 1320.12
Excepcionalmente, el concepto de cruzada podía ser utilizado a
beneficio de las demandas radicales. En la primavera de 1514, el ar
zobispo Thomas Bakocz de Esztergom, con la poderosa colabora
ción de los franciscanos observantes, organizó a toda prisa una cru
zada en Hungría contra los turcos, en parte para compensar a su
ego, muy maltrecho tras su ajustada derrota en el cónclave pontifi
cio del año anterior. La prédica, recordando escenas de 1456, toca
ba la fibra sensible de los agobiados campesinos, de los habitantes
de las ciudades y de los estudiantes. La situación económica era
precaria en extremo, y afectaba de igual modo a poblaciones co
merciales, ganaderos, campesinos y granjeros arrendatarios. La cru
zada se vendió como una redención espiritual y social. La nobleza
húngara, ansiosa por mantener los ingresos destinados a la defensa
de la frontera con los turcos e indignada ante la posible pérdida de
mano de obra agrícola para la siega del heno y la cosecha, manifes
tó su oposición y no mostró ningún interés en apoyar una guerra con
tra los turcos. Casi de inmediato, los cruzados se revolvieron contra
los nobles. Demostrando un fuerte sentido comunitario, el ejército
cruzado, compuesto al parecer por miles de hombres y bajo el man
do de Jorge Dozsa, un pequeño aristócrata, inició un reinado de te
rror contra los nobles y sus propiedades que se extendió por toda la
llanura húngara. A pesar de que el arzobispo Bacokz canceló la cru
zada tan pronto observó el giro que estaba tomando la situación, los
cruzados continuaron sus saqueos al mismo tiempo que mantenían
su devoción por la cruz, por los privilegios de cruzada, por el rey y
por el papa. Como tan a menudo ocurría en la Europa del siglo xvi,
se trataba de una revuelta muy conservadora. El 22 de mayo de
1514 el ejército de nobles fue derrotado y no se pudo aplastar a los
cruzados hasta mediados de julio, en Timisoara (Temesvar). Ambos
contendientes habían cometido atrocidades, y la última de ellas fue
la más espantosa. Dozsa fue situado en una estaca, plataforma o
trono ardiendo, donde se le colocó en la cabeza una «corona» de
hierro al rojo vivo, y sus seguidores fueron obligados a masticar tro
1132 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
Manteniendo la tradición
mas Malory (acabada entre los años 1469 y 1470), sir Bors, sir Héc
tor, sir Blamore y sir Bleoberis terminan su carrera luchando contra
«turcos y bellacos» en Tierra Santa.20 A juzgar por los contenidos de
las bibliotecas de finales del siglo xv, se trataba de un anacronismo
histórico, pero no cultural. Los textos de historia y consejos sobre
las cruzadas se seguían escribiendo, copiando y, más tarde, impri
miendo con energía sostenida hasta bien entrado el siglo xvi, cuan
do surgieron nuevos géneros de literatura vernácula que trataban de
la amenaza de los turcos, en particular en Alemania. Las narracio
nes y leyendas de las cruzadas a Tierra Santa, cuyos personajes no
se limitaban solo a reyes, príncipes y cortesanos, gozaban de una es
pecial popularidad por toda Europa. Las crónicas de Jerusalén, atri
buidas a Guillermo de Tiro, encontraron su camino hasta las biblio
tecas de los terratenientes, pequeña nobleza y alta burguesía de
Norfolk y Bedfordshire en Inglaterra. El caballero de Norfolk, John
Paston II, poseía una crónica, en inglés, acerca de Ricardo I. El im
presor William Caxton tradujo a Guillermo de Tiro en 1481.21 Se
presuponía el conocimiento histórico. Eduardo III de Inglaterra, an
fitrión de Pedro de Chipre en el invierno de 1363-1364, con ocasión
de una cena organizada en Londres bromeó con su invitado afir
mando que, si Pedro conseguía recuperar Jerusalén, Chipre, «cuyo
cuidado mi antepasado Ricardo encomendó a vuestro antepasado»,
debería ser restituido a la corona inglesa.22
Las noticias coetáneas procedentes del frente oriental se devo
raban con la misma avidez, fueran transmitidas oralmente o escri
tas. La crónica de las guerras contra los turcos durante la década de
1440, escrita por Jean Waurin, alcanzó la corte inglesa bajo el rei
nado de Eduardo IV. El testimonio de Guillaume de Caoursin del si
tio de Rodas (1480), que contenía grabados ilustrativos muy vivi
dos, gozó de una amplia difusión internacional en menos de diez
años tras su aparición, y no tardó en ser traducido, por ejemplo, al
inglés en el año 1484.23 Otros impresores, además de Caxton, su
pieron sacar provecho. El compendio de exhortaciones a la cruzada,
guía de peregrinos e historias de las míticas maravillas orientales,
escrito en el siglo xiv bajo el pseudónimo de Juan de Mandavila y
conocido en castellano como el Libro de las maravillas del mundo,
obtuvo un éxito internacional de ventas que duró más de doscientos
años, y se transmutó en una serie de, al menos, catorce versiones
1138 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
mismo modo que no todas las oraciones por Tierra Santa indicaban
cruzadas no declaradas, tampoco cada una de las expresiones de la
guerra santa, guerra justa y hostilidad hacia los infieles llevaban el
mismo envoltorio formal de cruzada. Incluso entre los católicos ro
manos, la transferencia de la actividad cruzada a los frentes de las
guerras, donde el combate representaba un asunto de supervivencia
nacional, y no de deber religioso, diluyó todavía más cualquier ex
clusividad ideológica que la cruzada hubiera tenido nunca. La aso
ciación de la guerra santa con la política seglar proporcionó uno de
los campos de batalla más controvertidos y más habituales de los
cruzados. Igual que ocurriera con las indulgencias, una de las ca
racterísticas más distintivas de las cruzadas de la Baja Edad Media
demostró ser la más contraproducente. Para comprenderlo, es nece
sario regresar al siglo XIII.
Entre finales del siglo XIII y principios del xv, las cruzadas lanzadas
contra los cristianos, en el núcleo de la sociedad cristiana, confor
maron la aplicación más sistemática de la guerra santa de los papas.
Inherente a la emergencia de una ideología de guerra santa a princi
pios de la Edad Media, los canonistas y los teólogos del siglo XIII,
entre ellos Tomás de Aquino, desarrollaron y llevaron más allá la
doctrina de la guerra justa religiosa en la cristiandad. Enrico da
Susa, o Hostiensis, argüyó que la crux cismarina, la cruzada en el
seno de la cristiandad, apremiaba más y tenía más justicia que la
crux transmarina, o la cruzada a Ultramar. Al aprobar la política
pontificia, Hostiensis reflejaba las actitudes tradicionales, lo que no
las absolvía de la crítica y de la controversia. Cuando predicaba en
Alemania contra los Hohenstaufen en el año 1251, el propio Hos
tiensis descubrió que existía una amplia y profunda oposición hacia
la prédica de la cruz en contra de otros cristianos.42 Las cruzadas
contra los cristianos, intelectual y legalmente válidas, nunca se in
sertaron en la mentalidad de los creyentes con la misma comodidad
que las guerras contra los infieles. Una de las atracciones principa
les de la cruzada radicaba en la demonización de los «extranjeros»
contra quienes los fieles podían definir su identidad; las cruzadas de
LA CRUZADA Y LA SOCIEDAD CRISTIANA EN LA BAJA EDAD MEDIA 1147
de las guerras italianas del siglo anterior, unida a las guerras del
Cisma, disuadió a los papas de utilizar la cruzada en defensa de los
Estados Pontificios. Solamente el agresivo Julio II reavivó la tradi
ción de las cruzadas en Italia (por las que Erasmo le satirizaría para
siempre en Julius Exclusus) y concedió estatus de cruzada a la gue
rra de Enrique VIII de Inglaterra contra los franceses en 1512.54 La
renuncia a utilizar las cruzadas contra los enemigos políticos quizá
señalara el reconocimiento retrospectivo de su inutilidad y del daño
que causaban a la imagen del papado y de la cruzada. En el contex
to del creciente peligro que presentaba para la cristiandad el avance
de los otomanos, esta aplicación de la teoría pontificia de la cruza
da parecía política, militar y económicamente contraproducente. En
contraste, allá donde luchar por la cruz parecía más apropiado, no
cabía la vacilación. Se combatieron cinco cruzadas contra los here
jes de Bohemia (1420, 1421, 1422, 1431, 1465-1471) y se planeó
otra más (1428-1429).55 Los husitas, fundamentalistas escriturarios
y puritanos similares a los seguidores de Wycliff en Inglaterra, ha
bían tomado su nombre de uno de sus primeros dirigentes, Jan Hus,
un académico de Praga quemado en la hoguera por el Concilio de
Constanza en el año 1415. Los husitas combinaban un sólido evan-
gelismo religioso con un poderoso sentido de identidad colectiva.
Los pilares gemelos de su unidad corporativa se sostenían por una
parte sobre la fe, expresada en rituales como la comunión bajo las
dos especies, que los diferenciaba de los católicos romanos, y, por
la otra, en el nacionalismo, demostrado por la utilización del checo
escrito vernáculo. La combinación de rebelión política, social y re
ligiosa forjó una poderosa amenaza que proporcionó a Bohemia un
período de independencia, obtenida tras una dura lucha, que se pro
longó durante buena parte del siglo xv. Los fracasos en serie de las
cruzadas lanzadas inicialmente por Segismundo, rey de Bohemia y
Hungría y emperador de Alemania (muerto en 1437), y la brutalidad
indiscriminada de los cruzados invasores no hicieron sino intensifi
car el reconocimiento de los checos de la excepcionalidad de su
propio destino, una guerra santa que rechazaba de forma decisiva a
otra guerra santa.
La reforma del siglo xvi desempolvó unos efímeros planes de
cruzada contra los nuevos herejes y cismáticos, como Enrique VIII
de Inglaterra en la década de 1530, o su hija Isabel I en los últimos
LA CRUZADA Y LA SOCIEDAD CRISTIANA EN LA BAJA EDAD MEDIA I 157
años del siglo, cuando el ataque español del año 1588 y la subver
sión de los católicos romanos en Irlanda fueron asociados a las cru
zadas.56 En ocasiones, los papas, exasperados por los acuerdos de
sus opositores religiosos, podían amenazar con lanzar una cruzada
contra los monarcas católicos, como en el caso por ejemplo de En
rique II de Francia, víctima de las críticas de Julio III. Pablo IV, el
austero militante pontificio, llegó incluso a amenazar con una cru
zada a los monarcas de la casa de Habsburgo, Carlos V y Felipe II.57
A un nivel más definido y local del conflicto religioso, en los pri
meros años de las guerras francesas de religión (1562-1598), los te
mas cruzados hicieron su aparición entre las asociaciones católicas
comprometidas en el combate contra los hugonotes. En Toulouse,
los católicos que defendían la ciudad del ataque de los hugonotes en
1567 empezaron a llevar cruces blancas para simbolizar su santa
causa. Al año siguiente, Pío V concedió a estos crucesignati indul
gencias plenarias.58 Sin embargo, la orientación política generaliza
da en la lucha contra los protestantes, en Alemania. Francia o Ingla
terra, evitaba la cruzada declarada, aun cuando las circunstancias de
guerra santa resultaran ineludibles.
La ausencia de cruzadas contra los protestantes proporcionó su
propio barómetro de la decadencia de la cruzada como una fuerza
viva en el seno de la cristiandad, fenómeno que, hasta cierto punto,
representaba más una serie de cambios en el énfasis cultural que un
abandono total de la tradición de las cruzadas. En 1536, algunos
elementos de la sociedad en el norte de Inglaterra se rebelaron con
tra las medidas religiosas y políticas del gobierno de Enrique VIII.
Cuando la rebelión sufrió una crisis, se les dio a los rebeldes unas
insignias de las Cinco Llagas de Cristo que habían sido fabricadas
para un contingente inglés enviado a Cádiz y que debía haberse uni
do a una cruzada del norte de África en el año 1511. Almacenadas
desde entonces, se utilizaban ahora a fin de subrayar la legitimidad
religiosa de la rebelión, ante la gran alarma de los ministros de En
rique VIII que sospechaban que el mando de los rebeldes intentaba
equiparar el levantamiento a una cruzada. La cruzada de 1511 había
terminado en reyertas de borrachos en Lisboa, puesto que los ingle
ses, igual que muchos de sus sucesores en el extranjero y ultramar,
habían descubierto el poder intoxicante del vino local. Las insignias
entregadas a los rebeldes no les proporcionaron una mejor fortuna,
1158 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
Cruzada y nación
En los primeros años del siglo xiv, un servicial clérigo francés in
tentó presentar argumentos a favor de considerar la guerra que en
frentaba al rey de Francia y al conde de Flandes como una guerra
santa, equivalente en méritos a una cruzada. Los reyes franceses
eran sagrados porque «honran lo sagrado, protegen lo sagrado y en
gendran lo sagrado». Su victoria sobre sus opositores flamencos,
calificados de rebeldes, sería justa y piadosa porque «la paz del rey
es la paz del reino; la paz del reino es la paz de la iglesia, de la sa
biduría, de la virtud y de la justicia, y es [una condición previa para]
la conquista de Tierra Santa». Los franceses se inspiraban en Maca-
beos (2:15, vv.7-8) al buscar la ayuda de Dios, en la esperanza de
que aquellos que murieran «por la justicia del rey y del reino reci
birían la corona de mártir de las manos de Dios».69 El argumento to
maba elementos fundamentales de los reiterados intentos llevados a
cabo en la Baja Edad Media de elevar los conflictos laicos naciona
les a la categoría de guerra santas, análogos a la cruzada o, en oca
siones, sinónimos de ella: santidad monárquica, identificación de
monarca y nación, destino providencial de una patria especialmen
te favorecida, la consiguiente perfidia y maldad de los enemigos de
esa nación, traslación de los privilegios de cruzada y de guerra san
ta a la guerra laica, promesa de la salvación, y la evaluación de con
tiendas políticas no relacionadas frente a las exigencias de la recu
peración de Tierra Santa. El éxito de estos intentos afectó
I IÓ2 LAS ÚLTIMAS CRUZADAS
Hoy en día, los papas no convocan cruzadas, y ello, por cierto nú
mero de razones. Una parte de la cristiandad, en el siglo xvi, recha
zó de forma decisiva la teología que se hallaba tras las guerras me
dievales de la cruz. La propia iglesia Católica romana depuró sus
enseñanzas para modificar las prácticas penitenciales y despojarlas
de la parafemalia fiscal y litúrgica que rodeaba a las cruzadas me
dievales. La ideología de las cruzadas apenas se había desarrollado
desde Inocencio III. Sustentada en esencia en la teología patrística
y escolástica y, por añadidura, de una forma bastante vaga, parecía
cada vez más difícil justificarla frente a la teología escrituraria y los
ataques del siglo xvi fundamentados en el Nuevo Testamento. La
creciente interiorización de la fe, compartida hasta cierto punto por
todos los grupos de las divisiones confesionales más importantes,
incidía en contra de algunas de las formas más espectaculares de la
devoción medieval ejemplificadas por las cruzadas, y de las que la
venta de indulgencias, cada vez más controvertida, se limitaba a ser
la más notoria. Los hombres pudieron tomar la cruz, y lo siguieron
haciendo, tal vez hasta el siglo xviii, contra los turcos y los piratas
de Barbaria. La guerra de la Liga Santa contra los otomanos, entre
1684 y 1689, constituyó, con toda probabilidad, la última cruzada
formal. Pero estos gestos se apartaban de la ronda comunitaria de
prácticas devotas o de estética cultural. Aunque en tiempos de cri
sis, como por ejemplo en la primera guerra mundial, prelados infla
mados puedan apremiar a sus congregaciones a librar alguna que
otra batalla, temporal además de espiritual, y aun cuando sigan
existiendo defensores del legalismo seglar de la guerra justa, en la
actualidad, la mayoría de las denominaciones cristianas que no in
1176 LAS GUERRAS DE DIOS
la guerra santa, en boca del obispo de Oporto; para la identidad del autor,
H. Livermore, «“The Conquest of Lisbon” and its Author», Portuguese
Studies, 6 (1990), pp. 1-16.
4. De laude novae militiae, Sancti Bemardi Opera, ed. J. Leclercq et
al. (Roma, 1963), pp. 214-215; J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 102.
5. S. Runciman, A History of the Crusades (Cambridge, 1951-
1954), m, 480.
6. Raimundo de Aguilers, Historia Francorum qui ceperunt Iherusa-
lem, RHC Occ., III, p. 300, trad. J. H. y L. L. Hill (Filadelfia, 1968), p. 128;
para las citas bíblicas, véase R Alphandéry, «Les citations bibliques chez
les historiens de la premiére croisade», Revue de l’histoire des religions,
99 (1929), pp. 139-157, esp. p. 154, nota 4; cf. Hagenmeyer, Kreuzzugs-
briefe, pp. 153-155.
7. Die Traditionsbücher des Benediktinerstiftes Góttweig, ed. A.
Fuchs (Viena y Leipzig, 1931), Fontes rerum Austriacum, LXIX, n.° 55.
8. Para un resumen, F. H. Russell, The Just War in the Middle Ages
(Cambridge, 1977), pp. 1-39.
9. San Agustín, Ciudad de Dios, libro XIX, cap. 7; cf. libro I, cap.
21, trad. H. Bettenson (Londres, 1984), pp. 32, 862.
10. C. Erdmann, The Origin of the Idea of the Crusade, trad. M. W.
Baldwin y W. Goffart (Princeton, 1977), p. 19.
11. Beda, Ecclesiastical History ofthe English People, ed. B. Colgra-
ve y R. A. B. Mynors (Oxford, 1969), pp. 214-215, 231, 240-243, 251.
12. A. Bruckner y R. Marichal, Chartae Latinae antiquores, XII (Zú-
rich, 1987), 74, n.° 543; P. D. King, Charlemagne: Translated Sources
(Kendal, 1987), pp. 223, 309-310; Einhard (Eginhardo), Vita Caroli magni
imperatoris, ed. L. Halphen (París, 1981), pp. 22-28, trad. ingl. L. Thorpe,
como Life of Charlemagne (Londres, 1969), pp. 61-64; M. McCormick,
«The Liturgy of War in the Early Middle Ages», Viator, 15 (1984), 1-23.
13. King, Charlemagne, pp. 78, 112; cf. Walafrid Strabo ca. 840-842,
sobre la capa de san Martín, De Exordiis et Incrementis, MGH, Capitula
ría, II (Hannover, 1890), 515; y Notker Balbulus («el Tartamudo»), Two
Lives of Charlemagne, trad. L. Thorpe (Londres, 1969), p. 96.
14. P. Godman, Poetry of the Carolingian Renaissance (Oxford,
1985), pp. 189, 255, 276-277; cf. K. Leyser, «Early Medieval Canon Law
and the Beginnings of Knighthood», Communications and Power in Me
dieval Europe, I, ed. T. Reuter (Woodbridge, 1994); J. Nelson, «Ninth Cen-
tury Knighthood; the Evidence of Nithard», Studies in Medieval History
Presented to R. A. Brown, ed. C. Harper-Bill et al. (Woodbridge, 1989).
15. Godman, Poetry, pp. 128-129,300-303.
16. MGH, Epistolarum, V (Berlín, 1898), p. 601 y también 853; VII
(Berlín, 1912), pp. 126-127, n.° 150; Erdmann, Origin, p. 27.
NOTAS ii85
Erdmann Thesis and the Canon Law», Crusade and Settlement, ed. P. Ed-
bury (Cardiff, 1985), pp. 3-45.
29. Bonizo de Sutri, Líber de Vita Christiana, ed. E. Perels (Berlín,
1930), esp. libro II, cap. 3, 43; libro III, cap. 89; libro Vil, cap. 28; libro
X, cap. 79, pp. 35, 56, 101, 248-249, 336; cf H. E. J. Cowdrey, «Pope
Gregory VII and the Bearing of Arms», Montjoie: Studies in Crusade His-
tory in Honour of H. E. Mayer, ed. B. Kedar, J. Riley-Smith, R. Hiestand
(Aldershot, 1997), pp. 21-35; I. S. Robinson, «Gregory VII and the Sol-
diers of Christ», History, LVIII (1973), 161-192.
30. Gregorio VII a miembros de la archidiócesis de Rávena, 11 dic.
1080, trad. E. Emerton, The Corre spondence of Pope Gregory Vil (Nueva
York, 1969), p. 165.
31. Benzo de Alba, Ad Heinricum IV, imperatorem, ed. H. Seyffert
(Hannover, 1996), pp. 240, 242, 248 («Comefredus»), 300 («Grugnefre-
dus»).
32. Ordene Vitalis, The Ecclesiastical History, ed. M. Chibnall (Ox
ford, 1969-1980), III, 216, 226, 260-262.
33. Emerton, Corre spondence of Gregory Vil, pp. 23, 25-26, 33, 39,
56-58, 60-61, para encontrar traducciones inglesas de algunas (pero no
todas) cartas relevantes de 1074 (c/. p. 165 para la referencia de 1080 a los
«enemigos de la Cruz de Cristo»); Cowdrey, «Gregory VII and Bearing of
Arms», esp. p. 30 y nota 35 para referencias al Registro de Gregorio; ante
todo, Gregorio VII, Regestrum, ed. E. Caspar, MGH, Epistolae Selectae,
2, I II (Berlín, 1920-1923), libro I, n.° 46, 49; libro II, n.° 31, 37, pp. 69-
71, 75-76, 165-168, 172-173; The Epistolae vagantes of Pope Gregory
VII, ed. y trad. H. E. J. Cowdrey (Oxford, 1972), n.° 5, pp. 10-13; Cow
drey, «Pope Gregory VII’s “Crusading” Plans of 1074», Outremer, ed. B.
Kedar, H. E. Mayer y R. C. Smail (Jerusalén, 1982), pp. 27-40.
34. Chanson de Roland, v. 1015.
35. Guillermo de Tiro, Chronicon, ed. R. B. C. Huygens, Corpus
Christianorum Continuado Mediaevalis, LXIII (Turnhout, 1986), libro I,
cap. 1-2, pp. 105-107 (rúbrica del primer capítulo: «Quod tempore Eraclii
... Homar ... universam occupaverit Syriam»), Runciman, History of the
Crusades, I, 3-5, tiene un pasaje grandilocuente y famoso sobre la caída
de Jerusalén en 638; compárese, para una visión alternativa y controverti
da, con P. Cronne y M. Cook, Hagarism: the Making ofthe Islamic World
(Cambridge, 1977), p. 51; para una versión convencional, L. V. Vaglieri,
«The Patriarchal and Umayyad Caliphates», Cambridge History of Islam,
ed. P. M. Holt et al. (Cambridge, 1970), I, 62. Umar debía tener un aspec
to llamativo: enorme, con barba larga, acostumbraba a patrullar las calles
de Medina armado con un látigo.
36. R. Fletcher, Moorish Spain (Londres, 1992), p. 75.
NOTAS i i 87
que hablaban de peregrinaje en 1098; véase la nota 15, arriba, para los
motivos de peregrinación expuestos en los documentos.
39. Notitiae duae Lemoviensis de praedicatione crucis in Aquitania,
RHC Occ., V, 350-353. Para la importancia de los festivales cristocéntri-
cos, véase el acuerdo suscrito por Cluny y Achard de Montmerle el 21 de
abril (Sábado Santo) de 1096, en Bruel, Chartes de Cluny, V, 51-53.
40. Riley-Smith, First Crusaders, p. 75; France, Victory, p. 45.
41. Para las ofertas económicas de los monjes, Cartulaires de l ’abba-
ye de Molesme 916-1250, ed. J. Laurent (París, 1907-1911), II, 83-84;
Cartulaire de l'abbaye de Noyers, Mémoires de la société archéologique
de Touraine, XXII (1872), ed. C. Chevalier, pp. 274-275; Cartulaire du
prieuré de Notre Dame de Longpont de l’ordre de Cluny, ed. A. Marión
(Lyon, 1879), pp. 189-190; para la inculcación del sentimiento de pecado
en los cruzados, Cartulaire Manceau de Marmoutier, ed. E. Laurain (La-
val, 1911-1945), n, 86-89.
42. Hill, Gesta Francorum, p. 2.
43. Caffaro, De liberatione civitatum Orientis, RHC Occ., V, 49.
44. Las fuentes primarias principales sobre Pedro son Alberto de
Aquisgrán, Historia, RHC Occ., IV, 271-274; Guiberto de Nogent, Gesta
Dei per Francos, RHC Occ., IV, 142-143 (p. 140 para el «gran rumor»);
La Alexiada de Ana Comnena: The Alexiad, trad. E. R. A. Sewter (Lon
dres, 1969), pp. 309-311; cf. Ordene Vitalis, Ecclesiastical History, ed. y
trad. M. Chibnall (Oxford, 1969-1979), V, 29. Véase E. O. Blake y C. Mo
rris, «A Hermit Goes to War: Peter and the Origins of the First Crusade»,
Monks, Hermits and the Ascetic Tradition, ed. W. J. Shields, Studies in
Church History, XXII (1985), 79-109, que contradice la ortodoxia fijada
por H. Hagenmeyer, Peter der Eremite (Leipzig, 1879); la carta del pa
triarca se halla traducida en E. Peters, The First Crusade (Filadelfia, 1998,
2.a ed.), pp. 283-284. Agradezco a Jonathan Shepard la conversación so
bre varios de estos puntos.
45. Hill, Gesta Francorum, p. 2, «Los galos se organizaron en tres
partes. Un grupo de francos entró en la región de Hungría, a saber, Pedro
el Ermitaño y el duque Godofredo...».
46. Riley-Smith, First Crusaders, p. 56.
47. Ademar de Chabannes, Chronicon, libro III, c. 47, pp. 166-167;
Gieysztor, «Génesis of Crusades».
48. Alberto de Aquisgrán, Historia, p. 272; sobre el retiro de Pedro y
la fundación de la abadía agustina de Neumoustier, cerca de Huy, consa
grada al Santo Sepulcro y a san Juan Bautista «como recuerdo y venera
ción de la iglesia de Jerusalén», Chronica Albrici monarchi Trium Fon-
tium a monarcho novi monasterii Hoiensis interpolata, MGHS, XXIII,
815; Giles de Orval, Gesta episcoporum Leodiensium, MGHS, XXV, 93.
NOTAS 1191
Byzantium and the Crusader States 1096-1204 (trad. ing. Oxford, 1993),
cap. 1, pp. 1-60.
2. Ibn al-Qalanisi, The Damascus Chronicle of the Crusades Extrac-
ted and Trans late d from the Chronicle of Ibn al-Qalanisi, trad. H. A. R.
Gibb (Londres, 1932), p. 41; G. Dedeyan, «Les Colophons de manuscrits
arméniens comme sources pour l’histoire des croisades», The Crusades
and their Sources: Essays Presented to Bemard Hamilton, ed. J. France y
W. G. Zajac (Aldershot, 1998), pp. 89-110; R M. Holt, The Age of the
Crusades (Londres, 1986), p. 27, para la traducción de Al-Sulami.
3. Hill, Gesta Francorum, p. 21 y en todo el relato sobre el asedio de
Antioquía, pp. 28 y ss. Para una descripción de las comunidades cristianas
de Oriente, véase pp. 226 en adelante.
4. Emerton, Correspondence of Gregory Vil, p. 94.
5. Véase el análisis y las referencias de R. Ellenblum, Frankish Ru
ral Settlement in the Latin Kingdom of Jerusalem (Cambridge, 1998), pp.
20-22.
6. Para resúmenes generales breves, véase Holt, Age of Crusades, y
R. Irwin, The Middle East in the Middle Ages (Londres, 1986).
7. Hill, Gesta Francorum, p. 21.
8. Fulquer de Chartres, History, p. 85; la mejor descripción moderna
de la batalla y su situación se encuentra en France, Victory, pp. 169-185,
que también proporciona el relato más detallado de las campañas de los
cruzados en Asia Menor, Siria y Palestina.
9. Hill, Gesta Francorum, pp. 19-20.
10. Raimundo de Aguilers, Historia, trad. J. H. y L. L. Hill, pp. 28-
29; Hill, Gesta Francorum, p. 23; Fulquer de Chartres, History, pp. 87-88;
Alberto de Aquisgrán, Historia, pp. 340-341.
11. Alberto de Aquisgrán, Historia, pp. 347-348.
12. Hill, Gesta Francorum, pp. 25-26.
13. Sobre esta estrategia armenia, véase France, Victory, pp. 190-196.
14. Fulquer de Chartres, History, pp. 88-92 (p. 90, en lo que respecta
al número de caballeros).
15. Para la Chanson d’Antioche, véase la edición de S. Duparc-Quioc
(París, 1977-1978); R. F. Cook, «Chanson d’Antioche», chanson de ges
te: le cycle de la croisade est-il épique? (Ámsterdam, 1980); para otras
historias, Tyerman, England and the Crusades, pp. 22-23; cf la secuencia
de vidrieras sobre las cruzadas en Saint-Denis, ca. 1146-1147.
16. Ana Comnena, Alexiad, pp. 438-439.
17. Para las ambiciones de Bohemundo, J. Shepard, «When Greek
Meets Greek»; T. S. Asbridge, The Creation of the Principality ofAntioch
1098-1130 (Woodbridge, 2000), pp. 15-42.
18. Raimundo de Aguilers, Historia, trad. J. H. y L. L. Hill, p. 31.
1196 NOTAS
bre los judíos, J. Prawer, The History ofthe Jews in the Latín Kingdom of
Jerusalem (Oxford, 1988); para el ra’is musulmán, Broadhurst, Ibn Ju-
bayr, p. 317.
30. Broadhurst, Ibn Jubayr, p. 316; en general, Kedar, «The Subjec-
ted Muslims of the Frankish Levant».
31. Broadhurst, Ibn Jubayr, p. 322; Guillermo de Tiro, History, II,
214; Fulquer de Chartres, History, p. 146.
32. Pero véase B. Z. Kedar, Crusade and Mission (Princeton, 1984),
pp. 75-76, nota 95; y en general, pp. 74-83.
33. Broadhurst, Ibn Jubayr, pp. 321-322; Hillenbrand, Crusades, pp.
408-414.
34. Fulquer de Chartres, History, p. 232; Broadhurst, Ibn Jubayr, pp.
316-321, 323; Kedar, «The Subjected Muslims of the Frankish Levant»;
Mayer, «Latins, Muslims and Greeks», pp. 175-191, esp. pp. 177-180.
35. Usamah, An Arab-Syrian Gentleman, pp. 164, 167-169; Chroni-
que d'Emoul et de Bemard le Trésorier, ed. L. de Mas Latrie (París,
1871), pp. 82-84; B. Z. Kedar, «The Samaritans in the Frankish Period»,
Franks in the Levant, ed. Kedar, cap. XIX, pp. 86-87; J. Drory, «Hanbalis
of the Nablus Región», The Medieval Levant: Studies in Memory of Eli-
yahu Ashtor, ed. B. Z. Kedar y U. L. Udovitch (Haifa, 1988), pp. 95-112;
E. Sivan, «Refugiés Syro-palestiniens au temps des croisades», Revue des
Études Islamiques, 35 (1967), 138-140.
36. Guillermo de Tiro, History, II, 20-21, 76-77; Usamah, An Arab-
Syrian Gentleman, pp. 93-96, 149-150, 159-160, 163-164, 169-170; Ke
dar, Crusade and Mission, pp. 74-83.
37. Assises des Bourgeois, c. 241, RHC Lois, I, 172; en general, Ke
dar, «Subjected Muslims of the Frankish Levant».
38. B. Z. Kedar, «Gerald of Nazareth», Franks in the Levant, ed. Ke
dar, cap. IV, pp. 55 y ss.; Mayer, «Latins, Muslims and Greeks», pp. 187-
192; Runciman, History of the Crusades, II, 232, 321-323; Rohricht, Re
gesta regni, n.° 502; Ellenblum, Settlement, pp. 119-120, 125-128; abbé
Martin, «Les Premiers Princes croisades et les Syriens jacobites», Journal
asiatique, 12 (1888), 471-490; 13 (1889), 33-79; Dedeyan, «Les Colo-
phons», pp. 96-97 y nota 38.
39. Véase el mapa; Ellenblum, Settlement, p. xviii y passim; D. Prin-
gle, Secular Buildings in the Crusader Kingdom of Jerusalem (Cambrid
ge, 1997), esp. pp. 4-5; D. Pringle, The Red Tower (Edimburgo, 1986).
40. Usamah, An Arab-Syrian Gentleman, pp. 95, 130.
41. Pringle, Red Tower, pp. 58-63; Tibble, Monarchy and Lordships,
pp. 103-104, 108-110, 113, 141-143; Ellenblum, Settlement, pp. 198-204.
42. Ambroise, Estoire de la Guerre Sainte, trad. M. J. Hubert y J. L.
Lamonte, The Crusade of Richard the Lion-Heart (Nueva York, 1976), vv.
1206 NOTAS
35. Ibn al-Athir, en Gabrieli, Arab Historians, pp. 182-183; Ibn Shad
dad, Saladin, p. 225.
36. Gerardo de Gales, Joumey, pp. 1-209.
37. Gerardo de Gales, Joumey, p. 75; Opera, I, p. 74; Autobio-
graphy, p. 99.
38. Gerardo de Gales, Autobiography, pp. 99-101, 104.
39. Historia de expeditione, Chroust, Quellen, pp. 11-13, 14; Rigor-
do, Oeuvres, pp. 84-85.
40. Gerardo de Gales, Joumey, pp. 114, 185-186; Opera, VI, 55 «con-
versi sunt».
41. Cf. el relato de Roger de Howden de una aparición milagrosa de
Cristo en la cruz, en el cielo, en las inmediaciones de Dunstable, Gesta
Henrici Secundi, II, p. 47.
42. Ordinatio, passim, esp. pp. 18-26; para la anécdota de Gerardo de
Gales, Joumey, p. 172.
43. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 26-28; para la
identidad de Berthier, J. W. Baldwin, The Government of Philip Augustus
(Berkeley y Los Ángeles, 1986), pp. 462, nota 38 y 572, nota 30.
44. Conon de Béthune, Ahi! Amours, con dure departie, Bédier y
Aubry, Chansons, n.° III, pp. 32-35; cf. pp. 45-47, Bien me Deusse Targier.
45. Actes des Comtes de Namur 946-1196, ed. F. Rousseau (Bruselas,
1936), n.° 2-8, pp. 61-64.
46. Raúl Niger, Chronica, ed. H. Krause (Francfort, 1985), p. 288.
Para los detalles de la expedición de Federico, Historia de expeditione,
Chroust, Queden, passim.
41. Roger de Howden, Chronica, III, p. 8; para los acuerdos de Feli
pe II, L. Delisle, Catalogue des Actes de Philippe Auguste (París, 1856),
n.° 327A; Rigordo, Oeuvres, p. 99; Delaborde et al., Recueil des actes de
Philippe Auguste, I, n.° 252; para Ricardo, Tyerman, England and the
Crusades, pp. 75-85.
48. Raúl Niger, Chronica, p. 288; Historia de expeditione, Chroust,
Queden, p. 96.
49. Rigordo, Oeuvres, pp. 106, 116-117; Ambroise, Crusade of Ri
chard, vv. 4575-4599, 4686-4690; Itinerarium, p. 204; Roger de Howden,
Gesta Henrici Secundi, II, 176; Ricardo de Devizes, Chronicle, ed. J. T.
Appelby (Londres, 1963), pp. 43-44; Gillingham, Richard I, p. 166.
50. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, p. 32.
51. Joscelino de Brakelond, Chronicle, ed. H. E. Butler (Londres,
1949), pp. 39-40, 51, 53-54, 123, 138-139; Tyerman, England and the
Crusades, pp. 64-65, 78.
52. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 47-48, para un co
brador poco honrado de Inglaterra, el templario Gilberto de Hogestan; para
NOTAS 1225
59. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 132-133; Ricar
do de Devizes, Chronicle, p. 17.
60. Para los preparativos logísticos y financieros en Inglaterra, Tyer
man, England and the Crusades, pp. 75-83.
61. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, p. 90; Guillermo de
Newburgh, Historia rerum Anglicarum, ed. H. C. H. Hamilton (Londres,
1856), II, p. 121; Ricardo de Devizes, Chronicle, p. 9.
62. Ricardo de Devizes, Chronicle, p. 15; en calidad de monje de San
Swithun (en Winchester), quizá estuviera próximo a los servidores del rey
en la ciudad, implicados en la organización de la expedición; cf. Roger de
Howden, Gesta Henrici Secundi, II, p. 117.
63. Ricardo de Devizes, Chronicle, p. 28, para la magnitud de la flota.
64. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 116-124, para
una descripción completa de la flota de Ricardo, marzo a agosto de 1190.
65. Roger de Howden, Chronica, III, p. 8.
66. Hunter, Pipe Roll 1 Richard I, p. 5.
67. Rigordo, Oeuvres, 1,99; Delaborde, et al., Recueil des Actes de Phi
lippe Auguste, I, n.° 292; Códice diplomático della repubblica de Genova,
ed. C. Imperiale de Sant’Angelo (Génova, 1936-1942), II, pp. 366-368.
68. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 113, 129;
Rigordo, Oeuvres, I, p. 106.
69. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 83-84; Guiller
mo de Newburgh, Historia, Chronicles, ed. Howlett, I, 294-299.
70. Guillermo de Newburgh, Historia, Chronicles, ed. Howlett, I, pp.
308-324, contiene la narración más completa; cf. R. B. Dobson, The Jews
of Medieval York and the Massacre of 1190, Borthwick Papers, n.° 45
(York, 1974).
71. Chazan, European Jewry, pp. 139-142, 170-171.
72. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 92-93.
73. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 162-163.
74. Tyerman, England and the Crusades, p. 67 y p. 395, nota 56, para
referencias.
75. Itinerarium, p. 151; Ambroise, Crusade of Richard, p. 44; Gi
llingham, Richard I, p. 128 y nota 13.
76. Itinerarium, p. 151, para el puente hundido; sobre Felipe, véase
Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, pp. 157-159.
77. Roger de Howden, Gesta Henrici Secundi, II, p. 112 y pp. 112-
115 y 124-126 para el viaje de Ricardo a Sicilia; Howden estaba, a la sa
zón, en la compañía del rey.
78. Itinerarium, p. 167; Ambroise, Crusade of Richard, p. 64. Estas
dos narraciones, estrechamente emparentadas, del viaje de Ricardo a
Oriente parecen reflejar versiones de los hechos derivadas de testigos pre
1230 NOTAS
1. Jueces, III: 16; Aod era un israelita que mató a Eglón, rey de los
moabitas.
2. Sermón 1213x1218 sobre la Quinta Cruzada, trad. de J. y L. Riley-
Smith, Crusades, p. 134.
3. J. y L. Riley-Smith, Crusades, pp. 77-78 (carta a Valdemar II de
Dinamarca sobre «la guerra del Señor»), 79 (carta a Felipe II, 1207), pp.
119-124 (Quia Maior), p. 119, para el texto de Mateo (la cursiva es mía);
Selected Letters of Pope lnnocent III concerning England 1198-1216, ed.
C. R. Cheney y W. H. Semple (Londres, 1953), p. 4 («ab obsequio Iesu
Christi», en referencia a la cruzada de Ricardo I); cf. p. 91, a Leopoldo VI
de Austria, que tomó la cruz «para seguir a Cristo».
4. J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 123.
5. Traducción de María Barbero.
6. Gerardo de Gales, Journey, p. 114; Jacobo de Vitry, Letters, ed.
R. B. C. Huygens (Leiden, 1960), p. 77; Gunther de Pairis, Historia, p.
66, cf. Capture, p. 73; Cesario de Heisterbach, Dialogus Miraculorum,
ed. J. Strange (Colonia, Bonn y Bruselas, 1851), I, pp- 12-13; Jacobo de
Vitry, Historia Occidentalis, ed. J. F. Hinnebusch (Friburgo, 1972), pp.
20-21.
7. Cheney y Semple, Selected Letters of lnnocent III, pp. 207, 208,
216,218,219.
8. Citado en J. Gilchrist, «The Lord’s War as the Proving Ground of
Faith; Pope lnnocent III and the Propagation of Violence», Crusaders and
Muslims, ed. Shatzmiller, p. 69 y, en general, pp. 65-83.
9. Sobre esto, véase Tyerman, Invention ofthe Crusades, pp. 27, 50,
76-83, 86; M. Markowski, «Crucesignatus: Its Origins and Early Usage»,
Journal of Medieval History, 10 (1984).
10. J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 139
11. J. y L. Riley-Smith, Crusades, pp. 119-129.
12. Tyerman, Invention of the Crusades, pp. 14-15 y nota 35; la bula
enviada a Inglaterra en 1198 se incluye en Roger de Howden, Chronica,
IV, pp. 70-75.
13. J. y L. Riley-Smith, Crusades, pp. 145-148.
14. J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 123, y pp. 119-124, en general,
para lo que sigue.
15. J.-M. Canivez (ed.), Statuta Capitulorum Generalium Ordinis
Cisterciensis ab anno 1116 ad annum 1786 (Lovaina, 1933-1941), I,
pp. 122, 172, 181-182, 208, 210, 268, 270, etc.; Snoek, Medieval Piety,
pp. 168-169 y referencias.
16. J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 124; Councils and Synods with
1234 NOTAS
nia, Roma y Viena, 1964-), I, n.° 336; cf. Roger de Howden, Chronica, IV,
pp. 70-75.
35. Godofredo de Villehardouin, The Conquest of Constantinople,
trad. M. R. B. Shaw (Londres, 1963), p. 29.
36. Runciman, History ofthe Crusades, III, p. 130.
37. J. Crosland, William Marshal: Knighthood, War and Chivalry
(Londres, 2002), pp.78-81; Histoire de Guillaume le Maréchal, ed. P. Me-
yer (París, 1891-1901), vv. 11.373-11.688.
38. Véase la carta de Inocencio III, de 5 de noviembre de 1198, en C.
Tyerman (ed.), An Eyewitness History of the Crusades, Folio Society
(Londres, 2004), IV, The Fourth Crusade, 4.
39. Roger de Howden, Chronica, IV, pp. 76-77.
40. Jacobo de Vitry, Historia Occidentalis, pp. 89-90; cf. pp. 96-101;
sobre Foulques, véase Roger de Howden, Chronica, IV, pp. 76-77; Raúl
de Coggeshall, Chronicon Anglicanum, ed. J. Stevenson, Rolls Series
(Londres, 1875), pp. 80-83, 130, 131, para una narración muy halagado
ra; Anales de Winchester, véase Annales Monastici, ed. Luard, II, pp. 67-
68, para una perspectiva hostil; Villehardouin, Conquest, pp. 29 y 38; Ro
berto de Clari, The Conquest of Constantinople, trad. E. H. McNeal
(Nueva York, 1966), pp. 31, 34, 38.
41. Según Gunther de Pairis, Capture, p. 67.
42. Roberto de Clari, Conquest, p. 31, p. 38 para la supuesta utiliza
ción del dinero de Foulques; Jacobo de Vitry, Historia Occidentalis, p.
101. Para otros retratos de Foulques, sobre su personalidad controvertida
y el empleo de su dinero, véase la Devastado Constantinopolitana, na
rración de la cruzada atribuida al que se conoce como Anónimo de Sois-
sons, así como la pintoresca crónica del cisterciense Alberico de Trois
Fontaines, trad. A. J. Andrea, Contemporary Sourcesfor The Fourth Cru
sade (Leiden, 2000), pp. 213, 233, 293; y Mas-Latrie, Chronique d’Er-
noul, p. 233.
43. Tyerman, England and the Crusades, pp. 160-170 y referencias.
44. Roger de Howden, Chronica, IV, p. 111; J. y L. Riley-Smith, Cru
sades, pp. 145-148.
45. Inocencio III, Hageneder et al., Register, I, n.° 555; II, n.° 212; E.
Kennan, «lnnocent III and the First Political Crusade», Traditio, 27
(1971), 231-249; N. Housley, «Crusades against Christians», Crusade
and Settlement, ed. Edbury, pp. 77-78.
1236 NOTAS
72. PVC, pp. 154, 228 y nota 50, así como pp. 232, 234 y nota 90.
73. PVC, p. 95.
74. WP, p. 58.
75. PVC, pp. 98-99 y 90-100; Song, pp. 34-36.
76. PVC, pp. 63-64 y nota 105.
77. WP, p. 42, situación precipitada por el hecho de que Guillermo
Cat, un antiguo hombre de confianza, lo traicionara en Castelnaudary en
el año 1211.
78. Traducido por PVC, en pp. 320-329 de su obra.
79. PVC, p. 310; respecto a la correspondencia, véanse pp. 308-
311.
80. PVC, pp. 186-189; J. y L. Riley-Smith, Crusades, p. 122.
81. PVC, pp. 203-217; la fecha que se indica en Song, pp.68-71 y
WP, pp. 45-49, es posterior, pero cuenta con respaldo.
82. PVC, pp. 242-245.
83. Song, pp. 74-75.
84. Traducido por PVC, en pp. 311-312 de su texto.
85. WP, p. 56.
86. Song, p. 172 (y compárese con lo que se indica en la página 176,
donde se puede encontrar una nota necrológica espléndidamente adversa);
PVC, pp. 276-277; WP, pp. 61-62.
87. WP, p. 65.
88. R. Kayes, «The Albigensian Twentieth of 1221-3», Journal of
Medieval History, VI, 1980, pp. 307-316.
89. Chronicon Turonense, RHGF, edición de Bouquet et al., XVIII, p.
314; compárese con Siberry, Criticism of Crusading, p. 131, así como las
referencias a las cartas y bulas de Honorio III.
90. Los términos de este tratado aparecen traducidos en WP, Apéndi
ce C, pp. 138-144.
91. Para un práctico resumen reciente, véase Barber, Cathars, pp.
141-175, donde se ofrecen referencias completas.
92. Wakefield, Heresy, pp. 179-189, 193.
93. WP, pp. 107-108; Barber, Cathars, pp. 154-158, y las correspon
dientes referencias.
94. Incidente que hizo célebre E. Le Roi Ladurie en Montaillou
—traducido al inglés en Londres, en el año 1978—, una obra bastante en
gañosa (compárese con los comentarios que ofrece L. E. Boyle en «Mon
taillou Revisited», Pathways to Medieval Peasants, J. Raftis, (comp.), To-
ronto, 1981, pp. 119-140); para un debate académico reciente sobre esta
reactivación, véase Barber, Cathars, pp. 176-202.
95. Véase J. H. Mundy, Society and Government at Toulouse in the
Age ofthe Cathars, Toronto, 1997.
1246 NOTAS
42. Tyerman, England and the Crusades, pp. 95-101, 133-144, 180,
201,205,211,227, 329.
43. Respecto a la presencia de Savarico en el Languedoc, así como
para una anotación relacionada con sus otras hazañas en las cruzadas, véa
se PVC, p. 130 y nota 12.
44. Así lo hace constar, por ejemplo, Oliverio de Paderbom en Cap
ture of Damieta, obra traducida por Peters en Christian Society, pp. 49-
139 (Oliverio de Paderbom, a partir de ahora). El texto latino se encuen
tra en la edición de Hoogeweg, Tubinga, 1894.
45. Tyerman, England and the Crusades, pp. 98-99, y, para las refe
rencias, véase p. 401, notas 49 y 50.
46. El papel desempeñado por Federico se analiza de forma exhausti
va en Powell, Anatomy, passim.
47. Powell, Anatomy, p. 116.
48. Jaime de Vitry, Lettres, pp. 73-74.
49. Para la cruzada de Andrés, véase Tomás de Split, Historia ponti-
ficum Spalatensis, edición de L. Von Heineman, MGH SS, XXIX, pp.
577-579; sobre el tratado de Venecia, véase Monumento spectantia histo-
riam Slavorum meridionalium, I, 1868, pp. 29-31; T. Van Cleve, «The
Fifth Crusade», History ofthe Crusades, Setton, (comp.), pp. 387-389; J.
R. Sweeny, «Hungary and the Crusades», International History Review,
3, 1981, pp. 467-481.
50. Las dos fuentes principales se encuentran en Gesta Crucigerorum
Rhenanorum y en De Itinere Frisonum, en Róhricht, Scriptores Minores,
pp. 29-56, 59-70.
51. Sobre las campañas de Palestina de los años 1217 y 1218, véa
se Oliverio de Paderbom, p. 61 y pp. 53-59. En general, véase también
Róhricht, Scriptores Minores y Testimonia Minora-, respecto a Ibn al-
Athir, véanse los fragmentos escogidos que figuran en Gabrieli, Arab
Historians, pp. 255-266, y consúltese, para la traducción francesa,
RHC Or., II-I, así como la compilación hecha por Abu Shamah en RHC
Or., V. Powell, en Anatomy, pp. 128-193, ofrece un riguroso estudio
analítico de la guerra librada en Palestina y Egipto, y enumera una gran
cantidad de referencias tanto a trabajos orientales como occidentales
sobre el particular, además de abordar más de un debate en relación con
las fuentes.
52. Tomás de Split, Historia, pp. 578-579.
53. Mas Latrie, Chronique d’Ernoul, pp. 414, 436; Jaime de Vitry,
Lettres, pp. 100, 102; respecto al consejo que dio el patriarca Aimar de Je-
rusalén a Inocencio III en 1199 en relación con Damieta, véase Bongars,
Gesta Dei Per Francos, pp. 1, 128.
54. Sobre este curioso incidente, véase J. M. Powell, «Francesco
1250 NOTAS
77. Véase más arriba la nota 54 y Kedar, Crusade and Mission, passim.
78. Oliverio de Paderbom, pp. 85-86; Blochet, «Histoire des patriar-
ches», p. 253; Eracles, RHC Occ., II, pp. 341 -342; Jaime de Vitry, Lettres,
pp. 124-125; Ibn al-Athir, Gabrieli, Arab Historians, p. 260. Compárese
con lo señalado en Ernoul, p. 435.
79. Ibn al-Athir, Gabrieli, Arab Historians, p. 262; Oliverio de Pader
bom, p. 124.
80. Véase la última parte del primer apartado, dirigido a la ciudad de
Colonia y terminado poco después de la caída de Damieta en noviembre
de 1219, Oliverio de Paderbom, p. 89.
81. Jaime de Vitry, Lettres, p. 141.
82. Jaime de Vitry, Lettres, pp. 135, 139; compárese con lo que seña
la Guillermo de Tyre en History, libro V, capítulo 10.
83. Respecto a estas obras proféticas y a los rumores relacionados
con «David» y el «Preste Juan», véase Oliverio de Paderbom, pp. 89-91,
112-114; Jaime de Vitry, Lettres, pp. 141-153; Ibn al-Athir, Gabrieli, Arab
Historians, p. 260; P. Pelliot, «Deux passages de La Prophétie de Hanna,
fils d’Isaac», Académie des Inscriptions et Belles Lettres, Mémoires, 44,
1951, pp. 73-96; compárese con J. Richard, «L’Extréme-Orient légendai-
re au moyen age», Orient et Occident, París, 1976, n.° XXVI; Mayer, Cru
sades, p. 226; Powell, Anatomy, pp. 178-179.
84. Ibn al-Athir, Gabrieli, Arab Historians, p. 264.
85. Ricardo de San Germano, Chronica, citado por Powell en Anatomy,
p. 196. Para un estudio de las demás reacciones, véase Siberry, Criticism of
Crusading, pp. 34-35, 85-86, 102-103, 107-108, 152-153, 165, 193.
86. Juan de Tubia, De Johanne Rege Ierusalem, Scriptores Minores,
edición de Róhricht, pp. 138-139; Eracles, RHC Occ., II, pp. 346, 348-
349. Oliverio de Paderbom, en las pp. 95-97 de su texto, ofrece un relato
en el que se presenta una imagen notablemente aséptica del episodio.
87. Oliverio de Paderbom, p. 104.
88. Oliverio de Paderbom, pp. 101-102, 103-104; Eracles, RHC Occ.,
II, pp. 347, 349; Emoul, en Róhricht, Testimonia Minora, pp. 300-301.
89. Van Cleve, «Fifth Crusade», pp. 422-428; Powell, Anatomy, pp.
180-191. Compárese con lo señalado en Oliverio de Paderbom, pp. 114-
134, así como en las cartas que recoge Rogelio de Wendover y que apare
cen traducidas en las pp. 142-145; véase también Eracles, RHC Occ., II,
pp. 350-352; y Gabrieli, Arab Historians, pp. 261-266.
90. Peters, Christian Society, p. 144; compárese con la imagen simi
lar que expone Oliverio de Paderbom en la p. 123 de su libro.
91. Oliverio de Paderbom, p. 132.
92. Véanse más adelante las pp. 745-747.
93. Tyerman, England and the Crusades, pp. 99-101.
1252 NOTAS
41. Juan de Joinville, Life ofLouis, p. 297. Para las narrativas moder
nas y comentarios en inglés acerca de la campaña egipcia, Strayer, «Cru
sades», pp. 493-504; Richard, St Louis, pp. 113-152; Hole, Age of Crusa
des, pp. 82-84; Irwin, Middle East, pp. 19-27. El relato más vivido es la
crónica de Juan de Joinville, Life of Louis, pp. 195-264; la continuación
Rothelin de Guillermo de Tiro incluía una importante carta de Jean Sara-
sin y otros detalles, Eracles, pp. 566-571, 589-623; Shirley, Crusader
Syria, pp. 66-69, 85-108.
42. Juan de Colonna, RHGF, xxiii, p. 19, con referencia a los barcos.
43. Para un comentario reciente, P. Jackson, The Mongols and the
West (Londres 2005), esp. caps. 3-7.
44. Jackson, Mongols, pp. 87-93 y refs.
45. Una descripción del bien informado Jean Sarasin, Eracles, pp.
569-571; Shirley, Crusader Syria, pp. 68-69; Juan de Joinville, Life of
Louis, pp. 197-198, 282-283; cf. Jackson, Mongols, pp. 98-100.
46. Juan de Joinville, Life ofLouis, p. 288, y en general pp. 282-288.
47. Véase la sórdida pero seria fascinación que muestra Mateo de Pa
rís a través de su Chronica Majora, por ejemplo iv, pp. 76-78, 270-277,
386-389; con referencia a su dibujo del presunto canibalismo de los mon
goles, M. R. James (ed.), «The Drawings of Matthew Paris», Walpole So
ciety, 14 (1925-1926), n.° 86. Con referencia a la importancia cultural e
intelectual de esta apertura al este para dirigir el escrutinio occidental, Bi-
11er, Measure of Multitude, cap. 9, esp. pp. 227-235.
48. Con referencia a las cantidades, Strayer, «Crusades», pp. 493-
494.
49. Acerca de este contingente, Tyerman, England and the Crusades,
pp. 108-110; Lloyd, English Society, p. 137, y notas 105-106 para las re
ferencias.
50. Eracles, p. 571; Shirley, Crusader Syria, p. 69.
51. Juan de Joinville, Life ofLouis, pp. 203-204.
52. Juan de Joinville, Life ofLouis, p. 224.
53. Eracles, p. 592; Shirley, Crusader Syria, p. 87.
54. lbn Wasil, Gabrieli, Arab Historians, pp. 286, 288 y en general
para la campaña del Nilo, pp. 284-302.
55. Jean de Joinville, Histoire (texto en francés), p.140; Juande Join
ville, Life of Louis, p. 262, omite el detalle de que el francéshabíallega
do a Egipto con la Quinta Cruzada.
56. Juan de Joinville, Life ofLouis, p. 210.
57. Tras su propio interludio en el poder, en el verano de 1250,se
casó rápidamente con su sucesor, el emir turco Aybak.
58. Eracles, pp. 594-595; Shirley, Crusader Syria, p. 89.
59. Con referencia a la madera para las máquinas de guerra, Juande
1268 NOTAS
rencia a la cruzada de Eduardo, véase más arriba, nota 104 y pp. 720 y 722
115. Lloyd, English Society, pp. 144-148; Tyerman, England and the
Crusades, pp. 126-130.
116. Juan de Joinville, Life ofLouis, p. 163, cf. p. 351.
117. Por ejemplo, por los funcionarios de Felipe VI en la década de
1330.
118. Mayer, Crusades, p. 283; Throop, Criticism, p.232 y passim.
119. Throop, Criticism, pp. 129-130 para la crónica de Jaime I de
Aragón que asistió a la reunión.
120. Para un comentario acerca de estos consejos, Throop, Criticism,
pp. 69-213; pero cf. Siberry, Criticism of Crusading, para un punto de vis
ta diferente, véase Mayer, Crusades, pp. 320-321.
121. Ed. H. Finke, Konzilienstudien zur Geschichte des 13 Jahrhun-
derts (Munster 1891), Anhang, pp. 113-117; trad. al inglés N. Housley,
Documents on the Later Crusades 1274-1580 (Basingstoke 1996), pp. 16-
21. Véanse los comentarios de Riley-Smith, Short History, pp. 176-178.
122. Throop, Criticism, p. 228.
123. Gregorio X, Registres, n.° 569.
124. P. Guido, Radones decimarum Italiae nei secoli Xllle Xiv. Tus-
cia: la decima degli anni 1274-1290, Studi e Testi, LVIII (Ciudad del Va
ticano 1932), esp. pp. xli-xliii.
125. Jackson, Mongols, pp. 165-195.
126. Salimbene di Adam, Chronicle, pp. 504. 505.
127. Mayer, Crusades, p. 286.
128. Holt, Age of Crusades, p. 102.
129. Gestes des Chiprois, m, y Crawford, Templar ofTyre, caps. 473
y 474; Runciman, History ofthe Crusades, pp. 405-406.
130. Véase más arriba, cap. 22, p. 732; la mejor crónica de los fran
cos de Ultramar es la de Templario de Tiro, trad. al inglés Crawford, cap.
Templar ofTyre, 396-516; cf. Ibn Furat, Ayyubids.
131. Ismai u Abu’l Fida, trad. al inglés Holt, Age of Crusades, p. 204;
con referencia a un punto de vista desde el interior acerca del sitio de
Acre, Crawford, Templar ofTyre, caps. 482-508; cf. Runciman, History of
the Crusades, iii, p. 424, nota 2 para fuentes occidentales; Gabrieli, Arab
Historians, pp. 344-350.
132. Holt, Age of Crusades, p. 104.
133. Gestes des Chyprois, 111 y Crawford, Templar ofTyre, cap. 513.
134. Runciman, History of the Crusades, ni, p. 423; Mayer, Crusa
des, p. 287.
1272 NOTAS
36. Setton, Papacy and the Levant, pp. 195-223; E. L. Cox, The Gre-
en Count of Savoy (Princeton 1967).
37. Wilkins, Concilio, ni, 587. Para una opinión reciente, N. Bisaha,
«Pope Pius II and the Crusade», Crusading in the Fifteenth Century, pp.
39-52.
38. Documents on the Later Crusades 1274-1580, ed. N. Housley
(Basingstoke 1996), p. 149.
39. Tyerman, England and the Crusades, p. 320.
40. A. Linder, Raising Arms: Liturgy in the Struggle to Libérate Je
rusalem in the Late Middle Ages (Tumhout 2003), pp. 179, 189-190.
41. Setton, Papacy and the Levant, p. 245; Housley, Later Crusades,
p. 40.
42. Véase más arriba nota 35.
43. Citado en Housley, Later Crusades, p. 64.
44. Housley, Later Crusades, pp. 90-91 proporciona una práctica cró
nica resumida.
45. Schéfer, Voy age d’Outremer, esp. pp. 181-199, cuando conoció a
Murad II; con referencia a Boucicaut, Le livre des Faicts de bon Messire
Jean le Maingre dit Boucicaut, ed. M. Petitot, Collection des mémoires re-
latives á l’histoire de France, vi y vil (París 1819).
46. Meserve, «Italian Humanists», pp. 26-21, 35.
47. N. Oikonomides, «Byzantium between East and West», Byzan-
tium and the West, ed. J. Howard-Johnston, Byzantinische Forschung, XIII
(Ámsterdam 1988), pp. 326-327 y nota 27. La situación en las ciudades
griegas era bastante más resistente.
48. En general, D. Geanakoplos, «Byzantium and the Crusades»,
History of the Crusades, ed. Setton, m, 27-103; J. Guill, Byzantium and
the Papacy 1198-1400 (New Brunswick 1979); Nicol, Last Centuries of
Byzantium.
49. R. Manselli, «II cardinale Bessarione contro il periculo turco e
Pltalia», Miscellanea franciscana, 73 (1973), pp. 314-326.
50. S. Runciman, The Fall of Constantinople (Cambridge 1965).
51. Adam of Usk, Chronicon, ed. y trad. al inglés. E. M. Thompson
(Londres 1904), pp. 57, 220.
52. J. Cabaret d’Oronville, La Chronique de bon duc Loys de Bour-
bon, ed. A. M. Chazaud (París 1876), pp. 228-257; Froissart, Chronicles,
ii, pp. 434-449, 465-477, 481-484; en general, Setton, Papacy and the Le
vant, i, pp. 329-341.
53. Tyerman, England and the Crusades, pp. 278-280.
54. Cabaret d’Oronville, Chronique, p. 257; algunos nobles franceses
fallecieron en el camino de regreso.
55. J. J. N. Palmer, England, France and Christendom (Londres 1972),
NOTAS 1275
esp. pp. 180-210; Tyerman, England and the Crusades, pp. 294-302; cf. Phi-
lippe de Méziéres, Letter to Richard II: A Plea Made in 1395for Peace bet-
ween England and France, trad. al inglés G. W. Coopland (Liverpool 1975).
56. Por ejemplo, la fuente principal de la crónica francesa, Chronique
du religieux de Saint-Denys, contenant le régne de Charles VI, ed. L. Be-
llaguet (París 1839), 11, esp. pp. 428-429; en general A. S. Atyia, The Cru
sade of Nicopolis (Londres 1934); Setton, Papacy and the Levant, i,
pp. 342-369; Housley, Later Crusades, pp. 73-81.
57. Tyerman, England and the Crusades, pp. 300-301 y refs.
58. M. Keen, Chivalry (New Haven 1984), esp. pp. 179-199, esp. p.
195 (Orden del Barco); con referencia a la Orden del Nudo y la cruzada,
Bibliothéque Nationale (París), MS Fr. 4274, fol. 6, reproducido en E. Ha-
llam (ed.), Chronicles ofthe Crusades (Londres 1989), p. 2.
59. Subrayado por J. Paviot, «Burgundy and the Crusade», Crusa
ding in the Fifteenth Century, ed. Housley, pp. 71, 204, nota 11.
60. Runciman, History ofthe Crusades, ni, p. 462.
61. Setton, Papacy and the Levant, 1, p. 352.
62. Religieux de Saint-Denys, 11, p. 498.
63. Froissart, Chronicles, 11, cap. xci y p. 654.
64. Méziéres, Epistre, pp. 444-523.
65. J. Paviot, Les Ducs de Bourgogne, la croisade et l’Orient (París
2003); cf. R. Vaughan, Philip the Good (Londres 1970), pp. 268-274,
334-372.
66. Por ejemplo, Olivier de la Marche, Mémoires, ed. H. Beaune y J.
d’Arbaumont (París 18831888), 1, pp. 83-84.
67. Paviot, Ducs de Bourgogne, pp. 201-238, esp. p. 238 con referen
cia a la escasez de libros sobre los turcos del duque Felipe.
68. Para un resumen, J. Paviot, «Burgundy and the Crusade», pp. 71-
73, 75-77, 79-80; Discours de voyage d’Oultremer, ed. C. Schefer, Revue
de l’Orient Latin, 3 (1895), pp. 303-342.
69. El Avis de Torcello y la evaluación de Brocquiére, Schefer, Voya
ge d’Oultremer, pp. 263-274; cf. Oeuvres de Ghillebert de Lannoy, ed. C.
Potvin (Lovaina 1878).
70. R. J. Walsh, «Charles the Bold and the Crusade», Journal of Me
dieval History, 3 (1977), pp. 53-87.
71. Housley, Later Crusades, p. 108; Walsh, «Charles the Bold», p.
56.
72. M.-T. Carón, Les Voeux du faison, noblesse enféte, esprit de croi
sade (Tumhout 2003), esp. pp. 120-125; pp. 133-167 para los votos (p.
253 para el de Lannoy); Paviot, Ducs de Bourgogne, pp. 129-135; pp.
308-323 para la crónica de Oliver de la Marche; cf. la Marche, Mémoires,
ed. J. A. C. Buchón (París 1836), pp. 494-496.
1276 NOTAS
http://descargas.cervantesvirtual.com/servlet/SirveO-
hras/12470528711268273987213/019509.pdf?incr=l (N. de los t.) 1.
25. A. Goodman, The Loyal Conspiracy (Londres 1975), pp. 81-82,
cf. p. 78 para más recuerdos de cruzada. Con referencia a la heráldica He-
raclius, véase MS n.° 98 en la exposición de la Royal Academy, 2003-
2004, «Illuminating the Renaissance: The Triumph of Flemish Manuscript
Painting in Europe», por el «Maestro de Eduardo IV» (Catálogo de la Ro
yal Academy de S. McKendrick et al., Londres 2003); con referencia a He-
raclius como rey de Francia en el siglo xiv, Bibliothéque nationale de
France, ms Fr. 2813, Grandes Chroniques de France, fol. 70 verso.
26. A. Gransden, Historical Writing in England c. 550 to the Early
Sixteenth Century (Londres 1974-1982), 11, pp. 231-232.
27. Housley, Later Crusades, p. 393; Keen, Chivalry, p. 216.
28. Paviot, «Burgundy and Crusade», p. 73; la escena de 1378 fue
ilustrada en la obra contemporánea Grandes chroniques de France, Bi
bliothéque nationale de France, ms Fr. 2813, fol. 473 verso.
29. Linder, Raising Arms.
30. Linder, Raising Arms, p. 102; cf. pp. 363-364.
31. Linder, Raising Arms, p. 359.
32. Comentado en Tyerman, Invention of the Crusades, pp. 72-74.
33. Por ejemplo. Lunt, Financial Relations.
34. Tyerman, Invention ofthe Crusades, p. 62.
35. The Westminster Chronicle, ed. y trad. al inglés L. C. Héctor y B.
F. Harvey (Oxford 1982), pp. 32-33 (cf. pp. 34-37 acerca de la venta de in
dulgencias); J. A. Brundage, «Crucesignati: The Rite for Taking the Cross
in England», Traditio, 22 (1966), 289 ff.
36. Tyerman, Invention of the Crusades, pp. 76-83; idem, England
and the Crusades, pp. 307-309.
37. M. Andrieu, Le Pontifical Román au moyen áge (Vaticano 1940),
iii, pp. 30, 228, 243, 330; M. Purcell, Papal Crusading Policy (Leiden
1975), p. 200.
38. Literae Cantuariensis, ed. J. Brigstocke Sheppard, Rolls Series (Lon
dres 1887-1889), iii, p. 239, n.° 1.051; Registrum Abbatiae Johannis Whe-
thamstede, ed. H. T. Riley, Rolls Series (Londres 1872-1873), ii, pp. 91-192.
39. Véase más arriba, p. 873.
40. Trad. al inglés Serton, Papacy and the Levant, ii, p. 235.
41. Véase más arriba, cap. 1 y refs.; para Hostiensis, Suma Aurea (Ve-
necia 1574), pp. 1.141-1.142; Russell, Just War, p. 205.
42. Véase el agudo comentario de Mayer, Crusades, pp. 320-321.
43. Housley, «Crusades against Christians».
44. Para lo que sigue, S. Lloyd «“Political Crusades” in England»,
Tyerman, England and the Crusades, cap. 6, pp. 133-151.
128o NOTAS
General
Fuentes principales
Material secundario
Primera Cruzada
Fuentes principales
Eidelberg, S., The Jews and the Crusaders: The Hebrew Chronicles of
the First and Second Crusades, Madison, 1977.
Fulquer de Chartres, A history of the Expedition to Jerusalem 1095-
1127, traducción de F. R. Ryan, Knoxville, 1969 .
Gesta Francorum, traducción de R. Hill, Oxford, 1972.
Hagemeyer, H., Die Kreuzzugsbriefe aus den Jahren 1088-1100,
Innsbruck, 1902.
Peters, E. (ed.), The First Crusade, Filadelfia, 1998.
Raimundo de Aguilers, Historia Francorum qui ceperunt Iherusalem,
traducción de J. H. y L. L. Hill, Filadelfia, 1968.
Material secundario
Fuentes principales
Baha’ al-Din Ibn Shaddad, The Rare and Excellent History ofSaladin,
traducción de D. S. Richards, Aldershot, 2002.
Edbury, P., The Conquest of Jerusalem and the Third Crusade,
Aldershot, 1998.
Ibn al-Qalanisi, The Damascus Chronicle of the Crusades Extracted
and Translated from the Chronicle of Ibn al-Qalanasi, traducción
de H. A. R. Gibb, Londres, 1932.
The travels oflbn Jubayr, traducción de R. Broadhurst, Londres, 1999.
Usamah Ibn-Munqidh, An Arab-Syrian Gentleman and Warrior in the
1286 LAS GUERRAS DE DIOS
Material secundario
Segunda Cruzada
Fuentes principales
Material secundario
Tercera Cruzada
Fuentes principales
Material secundario
Cuarta Cruzada
Fuentes principales
Material segundario
Fuentes principales
Material secundario
Fuentes principales
Material secundario
Cruzadas en Europa
Fuentes principales
Material secundario
Fuentes principales
Material secundario
Atiya, A. S., The Crusade in the Later Middle Ages, Londres, 1938.
Barber, M., The Trial ofthe Templars, Cambridge University Press,
Cambridge, 1978 (hay trad. east., El juicio de los templarios,
Editorial Complutense, Madrid, 1999).
Housley, N., The Italian Crusades, Oxford, 1982.
—, The Avignon Papacy and the Crusades 1305-1378, Oxford, 1986.
—, The Later Crusades, Oxford, 1992.
—, Religión Warfare in Europe 1400-1536, Oxford, 2002.
—, (ed.), Crusading in the Fifteenth Century, Basingstoke, 2004.
Imber, C., The Ottoman Empire 1300-1481, Estambul, 1990.
Leopold, A., How to Recover the Holy Land, Aldershot, 2000.
Linder, A., Raising Arms: Liturgy in the Struggle to Libérate Jerusalem
in the Late Middle Ages, Tumhout, 2003.
Nicol, D., The Last Centuries of Byzantium 1261-1453, Londres, 1972.
Paviot, J., Les Ducs de Bourgogne, la croisade et l'Orient, París, 2003.
Runciman, S., The Fall of Constantinople, Cambridge, 1965 (hay trad.
east., La caída de Constantinopla, Espasa Calpe, Madrid, 19982).
Setton, K., The Papacy and the Levant 1204-1571, Filadelfia, 1971-1984.
LISTA SELECTA DE GOBERNANTES
Papado
Celestino IV 1241
Inocencio IV 1243-1254
Alejandro IV 1254-1261
Urbano IV 1261-1264
Clemente IV 1265-1268
Gregorio X 1271-1276
Inocencio V 1276
Adriano V 1276
Juan XXI 1276-1277
Nicolás III 1277-1280
Martín IV 1281-1285
Honorio IV 1285-1287
Nicolás IV 1288-1292
Celestino V 1294
Bonifacio VIII 1294-1303
Benedicto XI 1303-1304
Clemente V 1305-1314
Juan XXI 1316-1334
Benedicto XII 1334-1342
Clemente VI 1342-1352
Inocencio VI 1352-1362
Urbano V 1362-1370
Gregorio XI 1370-1378
Urbano VI 1378-1389
(Aviñón Clemente VII 1378-1394)
Bonifacio IX 1389-1404
(Aviñón Benedicto XIII1394-1423)
Inocencio VII 1404-1406
Gregorio XII 1406-1415
Alejandro V 1409-1410
Juan XXIII 1410-1415
Martín V 1417-1431
Eugenio IV 1431-1447
(antipapa Félix V 1439-1449)
Nicolás V 1447-1455
Calixto III 1455-1458
Pío II 1458-1464
Pablo II 1464-1471
LISTA SELECTA DE GOBERNANTES 1293
Sixto IV 1471-1484
Inocencio VIII 1484-1492
Alejandro VI 1492-1503
Pío III 1503
Julio II 1503-1513
León X 1513-1521
Adriano VI 1522-1523
Clemente VII 1523-1534
Pablo III 1534-1549
Julio III 1550-1555
Marcelo II 1555
Pablo IV 1555-1559
Alemania
Imperio bizantino
Alejo I 1081-1118
Juan II 1118-1143
Manuel I 1143-1180
Alejo II 1180-1183
Andrónico I 1183-1185
Isaac II 1185-1195; 1203-1204
Alejo III 1195-1203
Alejo IV 1203-1204
Nicolás 1204
Alejo V 1204
Imperio latino de Constantinopla:
Balduino I 1204-1205
Enrique 1205-1216
Pedro de Courtenay 1217-1218
Robert de Courtenav 1221-1228
Balduino II 1228-1261
Juan de Brienne (co-emperador) 1231-1237
Miguel VIII 1261-1282
Andrónico II 1282-1328
Andrónico III 1328-1341
Juan V 1341-1347, 1354-1377, 1379-1390, 1390-1391
Juan VI 1347-1354
Andrónico IV 1376-1379
Juan VII 1390
Manuel II 1391-1425
Juan VIII 1425-1448
Constantino XI 1448-1453
LISTA SELECTA DE GOBERNANTES 1295
Francia
Felipe I 1060-1108
Luis VI 1108-1137
Luis VII 1137-1180
Felipe II 1180-1223
Luis VIII 1223-1226
Luis IX 1226-1270
Felipe III 1270-1285
Felipe IV 1285-1314
Luis X 1314-1316
Juan I 1316
Felipe V 1316-1322
Carlos V 1322-1328
Felipe VI 1238-1250
Juan II 1350-1364
Carlos V 1364-1380
Carlos VI 1380-1422
Carlos VII 1422-1461
Luis XI 1461-1483
Carlos VIII 1483-1498
Luis XII 1498-1515
Francisco I 1515-1547
Inglaterra
Guillermo I 1066-1087
Guillermo II 1087-1100
Enrique I 1100-1135
Esteban 1135-1154
Enrique II 1154-1189
Ricardo I 1189-1199
Juan 1199-1216
Enrique III 1216-1272
Eduardo I 1272-1307
Eduardo II 1307-1327
Eduardo III 1327-1377
Ricardo II 1377-1399
1296 LAS GUERRAS DE DIOS
Enrique IV 1399-1413
Enrique V 1413-1422
Enrique VI 1422-1461
Eduardo IV 1461-1470
Enrique VI 1470-1471
Eduardo IV 1471-1483
Eduardo V 1483
Ricardo III 1483-1485
Enrique VII 1485-1509
Enrique VIII 1509-1547
Eduardo VI 1547-1553
María I 1553-1558
Isabel I 1558-1603
Sicilia
Rogelio I 1062-1101
Simón 1101-1105
Rogelio II 1105-1154
Guillermo I 1154-1166
Guillermo II 1166-1189
Tancredo 1189-1194
Guillermo III 1194
Enrique I (VI de Alemania) 1194-1197
Federico I (II de Alemania) 1197-1250
Conrado I (IV de Alemania) 1250-1254
Conrado II (Conradino) 1254-1258
Manfredo 1258-1266
Carlos I 1266-1285 (solo en Nápoles 1282-1285)
Nápoles:
Carlos II 1285-1309
Roberto I 1309-1343
Sicilia:
Pedro I (III de Aragón) 1282-1285
Jaime I (II de Aragón) 1285-1296
Federico II 1296-1337
(estos reinados continuaron siendo independientes hasta el siglo xvi)
LISTA SELECTA DE GOBERNANTES 1297
Castilla
Femando I 1036-1065
Sancho II 1065-1072
Alfonso VI 1072-1109
Urraca 1109-1126
Alfonso VII 1126-1157
Sancho III 1157-1158
Alfonso VIII 1158-1214
Enrique I 1214-1217
Femando III 1217-1252
Alfonso X 1252-1284
Sancho IV 1284-1295
Fernando IV 1295-1312
Alfonso XI 1312-1350
Pedro I 1350-1369
Enrique II 1369-1379
Juan I 1379-1390
Enrique III 1390-1406
Juan II 1406-1454
Enrique IV 1454-1474
Isabel 1474-1504
Femando V (II de Aragón) 1475-1516
como España:
Carlos I (V de Alemania) 1516-1556
Felipe II 1556-1598
León
Femando I 1037-1065
Alfonso VI 1065-1109
(1109-1157 como Castilla)
Femando II 1157-1188
Alfonso IX 1188-1230
Femando III 1230-1252
(desde 1252 como Castilla)
1298 LAS GUERRAS DE DIOS
Aragón
Sancho I 1063-1094
Pedro I 1094-1104
Alfonso I 1104-1134
Ramiro II 1134-1137
Petronilla y Ramón Berenguer 1137-1162
Alfonso II 1162-1196
Pedro II 1196-1213
Jaime I 1213-1276
Pedro III 1276-1285
Alfonso III 1285-1291
Jaime II 1291-1327
Alfonso IV 1327-1336
Pedro III 1336-1387
Juan I 1387-1396
Martín I 1396-1410
Femando I 1412-1416
Alfonso V 1416-1458
Juan II 1458-1479
Femando II 1479-1516
(desde 1516 como Castilla/España)
Hungría
Ladislao I 1077-1095
Colomán 1095-1116
Esteban II 1116-1131
Belal 1131-1141
Géza II 1141-1162
Esteban III 1162, 1163-1172
Esteban IV 1162-1163
Bela III 1172-1196
Emerico 1196-1204
Ladislao II 1204-1205
Andrés II 1205-1235
Bela IV 1235-1270
Esteban V 1270-1272
LISTA SELECTA DE GOBERNANTES 1299
Imperio otomano
Osmán 1326
Orhan 1326-1362
Murad I 1362-1389
BeyazidI 1389-1403
Mehmetl 1413-1421
Murad II 1421-1451
Mehmet II 1451-1481
Beyazid II 1481-1512
SelimI 1512-1520
Solimán I 1520-1566
Selim II 1566-1574
Jerusalén
Godofredo de Bouillon
Balduino I 1100-1118
Balduino II 1118-1131
Fulco 1131-1143 y Melisenda 1131-1152
Balduino III 1143-1163
Amalarico 1163-1174
Balduino IV 1174-1185
1300 LAS GUERRAS DE DIOS
Balduino V 1185-1186
Guido de Lusignan 1186-1192; junto con su esposa Sibila 1186-1190,
hija de Amalarico
Isabel I 1192-1205; junto con Conrado I 1192; Enrique 1192-1197;
Amalarico 1197-1205
María 1205-1212
Juan de Brienne 1210-1225
Isabel II 1212-1228; junto con Federico (II de Alemania) 1225-1228
Conrado II (IV de Alemania) 1228-1254
Conrado III (Conradino) 1254-1268)
Hugo I (III de Chipre) 1268-1284
Juan 1284-1285
Enrique I (II de Chipre) 1285-1324
Antioquía
Bohemundo 1098-1105
Tancredo (regente) 1101-1103 y 1105-1108; príncipe 1108-1112
Roger de Salemo 1113-1119
Balduino II de Jerusalén 1130-1131
Bohemundo II 1126-1130
Fulco de Jerusalén 1130-1136
Raimundo de Poitiers 1136-1149
Constanza 1149-1153; 1161-1163
Reinaldo de Chátillon 1153-1161
Bohemundo III 1163-1201
Bohemundo IV 1201-1216; 1219-1233
Raimundo Roupen 1216-1219
Bohemundo V 1233-1252
Bohemundo VI 1252-1268
Trípoli
Edesa
Arras, obispo de, 85, 375 Balak de Alepo, 238, 337, 346
Arsuf, 194, 204, 229, 260, 967, 1038; Baldric de Bourgeuil, 107
batalla de (1191), 448, 521, 556, Balduino de Boulogne, rey de Edesa y
582, 583 Jerusalén, 24, 104, 139, 141, 166-
Arturo, rey de Inglaterra, 318 169, 189, 205, 209, 227, 236-237
Arturo de Britania, 559 Balduino de Flandes, 638,640,641,642,
Arundel, conde de, 797 643, 645, 654, 656, 663-664, 669,
Ascalón, 178, 262, 338, 421, 424, 439, 670,694; emperador, 699-701-702
471,578, 595,984, 988, 993 Balduino de Ibelin, 290-291, 456, 457,
Ascalón, batalla de (1099), 75, 201, 204 463
Asesinos (hassasin), secta de los, 162, Balduino de Marash, 342
251,252-253, 257,447, 590 Balduino de Mons, conde de Hainault,
Ashraf Khalil, al-, sultán, hermano de 79
al-Kamil, 821, 827, 944, 964-965, Balduino II, emperador de Constantino-
1052 pla, 980, 1007
Assises d’Antioche, 941 Balduino IX, emperador de Constanti-
Asturias, reino de, 841 nopla, 1135
Auberto el Carpintero, 813 Balduino I, conde de Edesa y rey de Je
Augsburgo, acuerdo de (1555), 1178 rusalén, 139, 223, 230, 237, 240,
Austria, margraviato en, 10 242, 248, 250, 254, 255, 258, 259-
Auvemia, conde de, 380, 412 260, 261, 262, 280, 294, 319, 329,
Aviñón: asedio de (1226), 764; corte pa 439, 453
pal de, 945, 1074, 1124 Balduino II de Le Bourcq, conde de
Avis, Orden de, 326, 857 Edesa y rey de Jerusalén, 139, 236,
Aybeg al-Turkumani, emir turco, 1026 238, 239, 240, 243, 248, 251, 254,
Aymar, patriarca de Jerusalén, 643 255, 256, 259, 261, 262-266, 280,
Ayyub, Naim al-Din, 444 290, 294, 336, 337, 339, 346, 439,
Azimi, Al-, historiador, 103 702
Balduino III, rey de Jerusalén, 248, 253,
Ba’albek, ciudad de, 239 255, 263, 264, 269, 274, 422, 423,
Bacon, Francis, X, 1123 428, 438-441,452-453
Bacon, Roger, erudito, 886 Balduino IV, rey de Jerusalén, 264, 265,
Badr al-Yamali, visir, 162 266, 269-270, 288, 449, 451, 454-
Bagdad, 224; califato abasí de, 1, 2, 14, 457, 461
65, 67, 160; califa suní de, 438; des Balduino V, rey de Jerusalén, 264, 301,
trucción por los mongoles, 699; po 449,461,462,471
blación de, 3; sultanato selyúcida, 238Balduino, arzobispo de Canterbury, 478,
Bahram, visir, 286 481-482, 485, 489, 498, 500, 515,
Baibars, sultán mameluco, XIII, 446, 542-543, 547, 548, 550, 557
932, 939-940, 942, 1038, 1042, Balduino, hijo de Ulrico, conde de Na-
1045, 1050, 1052 blús, 285
Bakocz de Esztergom, Thomas, arzobis Balian de Ibelin, 291, 455, 469, 471,
po, 1131 542, 598
ÍNDICE ALFABÉTICO 1307
diezmo de Saladino, 493, 494-495, 498, Eduardo VI, rey de Inglaterra, 1138,
499, 544, 547, 548-549,612 1145,1158
diezmo eclesiástico, 746-747, 763, 764, Efraím de Bonn, rabino, 135, 360, 362
1039, 1049, 1067 Egipto, 64, 162,435,442,444,650,661,
Din Ayyub, Naim al-, padre de Saladino, 769, 771, 932, 984, 1043, 1063,
239 1084; ataque de Luis IX a (1249-
Din ibn Shaddad, Baha’ al-, biógrafo de 1250), 1008-1017; califato fatimí
Saladino, 298 chiíta de, 15, 160-162, 173, 179,
Din Sinan, Rashid al-, jeque, 252 439, 444; campaña de, 802-832
Dinamarca, 22, 23, 389-390, 895-896 Eisenstein, Sergej M., director de cine,
Dirgham, chambelán, 441 897
Dirraquio, asedio de, 246, 333-334 Ekkehard, abad de Aura, 133, 223, 309
Djerba, isla de, 1095 Elfrico de Cerne, abad de Eynsham, 51;
Domenico Michiel, dux veneciano, 337 Vidas de santos, 51
Domingo de Guzmán, canónigo, 736,783Elias de Périgord, cardenal Talleyrand,
dominicos, orden de los, 737 1070
Donación de Constantino, 6 Elijigidei, general mongol en Persia,
Dorilea, batalla de (1097), 93, 107, 148, 1010
164, 178; batalla de (1147), 408 Embriaco, familia genovesa, 231, 939,
Dozsa, Jorge, 1131 -1132 944
Drogo de Nesle, 137 Embrico de Maguncia, 311
Du Poujet, Bertrand, 1154 Emerico (o Imre), rey de Hungría, 644,
Dufay, Guillaume, músico, 1105 665, 668, 800
Dulcino, fray, 1073, 1153 Emich de Flonheim, conde suabo, 102,
Duodechin, sacerdote, 380 121-122, 127-134, 137
Duois, Pierre, 1171 Enguelberto de Toumai, 200
Duqaq de Damasco, 163, 174, 176 Enguerrand de Coucy, 1099
Enguerrando de Boves, 741
Ebles de Roucy, conde, 847 Enrique II, emperador, 12, 368
Eco, Umberto: El nombre de la rosa, Enrique III, emperador, 7
766 Enrique IV, emperador germánico, 8,59,
Edesa, 75, 159, 163, 169, 171, 179, 184, 60, 78, 87, 98, 134, 138, 140, 219,
189, 202, 227, 236-240, 242, 341, 313, 320, 871,902, 925,935
351 Enrique VI, emperador germánico, 497,
Edmundo de Anglia Oriental, san, 51, 535, 558-559, 597, 618-620, 624-
797 625, 626-627, 678, 681, 772, 954,
Edmundo, hermano de Eduardo de In 956-957
glaterra, 1040-1041, 1045 Enrique VII, rey de Alemania, 1153
Eduardo I, rey de Inglaterra, 932-933, Enrique II, rey de Castilla, 1136
942, 1039-1040, 1044-1046, 1165 Enrique I, rey de Chipre y Jerusalén,
Eduardo II, rey de Inglaterra, 1067 hijo de Hugo I, 943-944, 964
Eduardo III, rey de Inglaterra, 916, Enrique II, rey de Chipre y 1 de Jerusa
1068, 1137, 1165 lén, 1052, 1054
ÍNDICE ALFABÉTICO 1313
510, 518, 526, 529, 542, 544-546, Filareto Bracamio, comandante griego,
552, 556, 558-560, 568-571, 574, 168-169
575-576, 594, 611, 625, 627, 642, Filastre, Guillaume, obispo de Tournai,
646, 648, 652, 729, 737, 747, 755- 1104
756, 761, 768, 781, 786, 794-795, Filipópolis, 534-535
799, 949, 958, 993 financiación de las cruzadas, 493-496,635-
Felipe III, rey de Francia, 1044, 1045, 636, 641-642, 746-747, 763, 786-787,
1049, 1051, 1152 950,979-980,989,999-1005, 1041
Felipe IV, rey de Francia, 912, 1067, Finlandia, 23, 882, 895, 898, 900, 904
1081, 1125 Firuz, traidor armenio, 145, 180
Felipe V, rey de Francia, 1067, 1074, FitzHugh, Henry, 1135
1129-1130, 1133 FitzJohn, John, 982
Felipe VI, rey de Francia, 1067, 1069, Flandes, 18,20, 23,53
1130 Florencia, 3, 16, 163
Felipe, conde de Flandes, 277, 456-457, Florent de Holanda, conde, 1051
553, 560, 568, 574 Florent de Varennes, 1039
Felipe, duque de Borgoña, 1065 Folkwin, maestre de los Hermanos de la
Felipe de Alsacia, conde de Flandes, 433 Espada, 893
Felipe de Artois, condestable de Francia, Fontevrault, Orden de, 89
1099 Forbelet, en Galilea, batalla de Le
Felipe de Aubigny, 797-798 (1182), 446,448, 458, 459
Felipe de Beauvais, obispo, 521, 741 Forbie, La (Harbiya), batalla de, 992
Felipe de Borgoña, 1111 Foulques de Guiñes, 280
Felipe de Montfort, 936, 937, 938, 939, Foulques de Neuilly, evangelista fran
1024 cés, 628-631,634, 636,642
Felipe de Novara: Livre de forme de Foulques Nerra (el Negro), conde de An
Plaint, 941 jou, 54, 80,91,321,323
Felipe de Oxford, 795 Foulques V, conde de Anjou, rey de Je
Felipe de Suabia, 639, 655, 672, 679- rusalén, 247, 248, 250, 263, 280,
681,889 292, 317, 328, 330, 337, 341, 421
Felipe el Atrevido, duque de Borgoña, Foulques, patriarca de Jerusalén, 213,
1097, 1098 239
Felipe el Bueno, duque, 1103, 1106, Francfort, Dieta de (1147), 387, 389,
1118 391,617,867, 874
Ferentino, acuerdo de (1223), 957 Francia, 22-23, 246, 316, 350-357, 910,
Femando II, rey de Aragón, el Católico, 993-1001
rey, 839, 863, 1166-1167, 1172 Francisco I, rey de Francia, 865, 1120
Femando I, rey de Castilla y León, 843- Francisco de Asís, 805, 817-818
844 Franco, Francisco, general, 840, 866
Femando III, rey de Castilla y León, Franconia, 10
861-862, 957, 1164 francos, 295-297, 301, 303, 342, 444
Filangieri, Ricardo, mariscal imperial, Frates miliciae Christi, Orden de Livo-
936-937, 963, 984 nia, 327
I3 í 6 LAS GUERRAS DE DIOS
655, 657, 662, 664, 668, 676, 680, Gualterio Fitz Waleran, 120, 124
684, 686, 695, 700, 702 Gualterio I de Cesárea, 297
Godofredo de Wiesenbach, 530 Gualterio, archidiácono de Londres, 795
Godofredo de Wurzburgo, obispo, 478, Gualterio, señor de Boissy-sans-Avoir,
485, 490 101, 120, 122, 124, 125-126
Godofredo el Orfebre, 501, 548 Güelfo IV, duque de Baviera, 219, 222,
Godofredo FitzPeter, regente, 500, 613 223, 358, 365, 367, 372, 373
Godofredo le Tor, 941 Guerra de las Vísperas Sicilianas, 1051,
Godrico de Fínchale, eremita, 330 1148, 1152
Godwinson, Haroldo, 581 Guerra de los Lombardos, 936
Godwinson, Sweyn, asesino anglo-nor- Guerras de Religión (1563-1598), 1166
mando, 321 Guesclin, Bertrand de, comandante, 1136
Gormundo, patriarca de Jerusalén, 651 Gui, Bemard, inquisidor de Carcasona, 766
Gottschalk, sacerdote, 101,121-122,127 Guiberto de Nogent, 107, 109, 111, 118,
Gottweig, abadía germana de, 39 122, 271, 309, 313; Gesta Dei Per
Graciano de Bolonia: Decretum, 328 Francos, 311
Gramático, Sajón, cronista danés, 877 Guido de Beirut, 426
Gran Bretaña, 887 Guido de Blond, monje, 276
Granada, toma de (1492), 840, 865, Guido de Florencia, cardenal de San
1077, 1166 Grisogono, 376
Grecia, 981, 1012 Guido de Les Vaux-de-Cemay, abad,
Gregorio de Sant’Angelo, 856 636, 667
Gregorio I, papa, 36 Guido de Lusiñán, rey de Jerusalén, 265,
Gregorio III, papa, 5 267, 456, 457-460, 462, 467, 470,
Gregorio IV, papa, 531, 1150 510, 513-516, 525, 526, 542, 543,
Gregorio VII, papa, 8-9, 56, 59-60, 62- 561,562, 570, 575,579, 620
63, 69, 71, 78, 84, 92, 94, 102, 160, Guido de Palestina, cardenal, 639
718, 721,846, 847 Guido de Thourotte, 642
Gregorio VIII, papa, 473, 609, 772; Au Guido II Embriaco de Jubail, 944
dita Tremendi, 473, 475, 476, 477, Guigo, abad de la Grande Chartreuse, 325
481,490, 495,497,612 Guillaume de la Trémoille, mariscal de
Gregorio IX, papa, 831, 886, 902, 953, Borgoña, 1099
954, 973, 974-975, 978, 980, 981, Guillaume de Machaut, 1071
989, 1074, 1160 Guillaume de Nogaret, 1081
Gregorio X, papa, 912, 931, 932, 1045, Guillaume de Plaisians, 1081
1047-1049 Guillén Augier, trovador del Delfinado,
Gregorio XI, papa, 1141, 1160 753
Gromond, patriarca, 272 Guillermo II Rufo, rey de Inglaterra, 79,
Gryffydd ap Cynan, 488 97, 148
Guadalete, batalla de (711), 837 Guillermo I, rey de Sicilia, 320
Gualterio de Brienne, 652 Guillermo II, rey de Sicilia, 301, 473,
Gualterio el Canciller, cronista de Antio 477, 484, 499-500, 509, 528, 536,
quía, 244, 248 548, 558-559
1318 LAS GUERRAS DE DIOS
680, 700, 703, 707, 714, 716,718, Jaffa, 194, 229, 260, 278, 579, 582, 935,
729, 736-740, 744, 745, 751,759, 937, 963, 966-967, 1042; batalla de
760, 768, 770, 771, 772, 773-774, (1192), 448; saqueo de, 595
778, 779, 782, 785, 798, 802,803, Jaffa, Tratado: de 1192, 584, 596, 598-
810, 813, 831, 878,881-882, 884, 599, 610, 923, 930; de 1922, 967,
889, 930, 949, 954, 1148-1149; bula 968
Quia Maior, 607, 608, 609, 616, Jagellón, rey de Lituania, 880
759, 779, 781, 783-786, 788, 793, Jaime I el Conquistador, rey de Aragón,
1147, 1175 760, 861-862, 957, 1040, 1042,
Inocencio IV, papa, 903, 905, 910, 975, 1049
993-994, 996-999, 1002, 1008, Jaime II, rey de Aragón, 1152
1009-1010, 1073, 1160 Jaime de Avesnes, 518, 521, 522, 526,
Inocencio VI, papa, 1082 546,581, 1164
Inocencio VIII, papa: Pontificale Roma- Jaime de Vitry, obispo de Acre, 740,
num, 1144 774, 784, 788, 790, 799, 804, 821-
Inquisición, 715-716, 721, 765-767 823, 949
Irán, 163, 345 Jarretera, Orden de la, en Inglaterra,
Iraq, 162, 163, 231, 258, 345, 444, 821 1099
Irene, esposa de Felipe de Suabia, 679 Jean de Vienne, almirante francés, 1099
Isaac Comneno, soberano griego de Chi Jelal al-Din, rey de los jwarizmíes, 961
pre, 561-562, 564 Jerónimo, san, 37
Isaac II Angelo, emperador de Bizancio, Jerusalem Mirabilis, 314-315
530, 533-534, 537, 548, 619, 677, Jerusalén, 227, 249, 254-268, 334, 585,
689, 692 819-820; asedio de, 181,186; asedio
Isabel de Ibelín, 939-940 de Ricardo (1192), 587-594; caída
Isabel I, reina de Castilla, 839, 863,1172 definitiva de (1244), 992; caída del
Isabel I, reina de Inglaterra, 1156 reino de (1174-1187), 449-463; con
Isabel I, reina de Jerusalén, hija de Ama- quista de (1095-1099), XII, 39, 75,
1 arico, 453, 455, 460, 542-543, 623, 701; conquista musulmana (638), 5;
934, 935 conquista por Saladino (1187), 344,
Isabel II, reina de Jerusalén, hija de Juan 471-472; cúpula de la Roca, 200,
de Brienne, 780, 808,934,936,955- 447, 471, 968; explanada de las
956, 964 mezquitas, 471,473,968; fin del rei
Isaías, 102 no de, 938-945; iglesia de Santa
Isidoro, arzobispo de Sevilla, 850 Ana, 301; iglesia del Santo Sepul
Isidoro, mártir san, 338 cro, 69, 84, 87, 94, 101, 189, 202,
ismailíes, 252 203, 213, 216, 230, 264, 274, 275,
Ivo (Yves) de Vipont, 546 294, 295, 396, 421, 589, 597, 618,
Ivo de Chartres, canonista, 299 953, 968-970, 1062, 1180; mezquita
Izz ad-Din, Abú Alí ibn, 274 de Al-Aqsa, 200,201,323,344,420,
438, 471, 593, 968; patriarca de, 5,
Jacinto, cardenal, 856 99; peregrinaciones, 70, 228, 480;
Jacobo de Vitry, 603, 605, 628, 629-630 quincuagésimo aniversario (1149)
1322 LAS GUERRAS DE DIOS
de la conquista de, 213; reconquista Juan XXII, papa, 1067, 1074. 1130,
cristiana de, X, 771; segundo reino 1141, 1153, 1154, 1155
de, 923-938; Vera Cruz y, 44, 203, Juan, conde de Mácon, 976
353, 430, 470, 480, 492, 597; y la Juan, señor de Joinville-sur-Mame, 999,
Primera Cruzada, 195, 197-203; 1003, 1005-1007, 1014, 1020, 1022,
Jesucristo, 182 1024, 1031, 1040, 1046
Joannitza, rey de Bulgaria, 694, 700, Juan Bautista, san, 37, 322, 628, 703
702 Juan de Arsuf, 938, 939
John de Neville, 982 Juan de Basingstoke, 678
John Paston 11, caballero de Norfolk, Juan de Brienne, rey de Jerusalén, 702,
1137 780, 804, 805, 807-809, 813, 818,
Jorge, conde de Weid, 801-802 821, 825, 825, 829, 924, 935-936,
Joscelin I de Courtenay, conde de Ede 950, 954, 955-956, 958, 973, 1014,
sa, 236-237, 237-238, 240, 280, 1018, 1023, 1150
341,346 Juan de Capistrano, franciscano, 1112-
Joscelin II de Courtenay, conde de Ede 1116, 1143
sa, 239, 240, 342 Juan de Carvajal, legado pontificio,
Joscelin III de Courtenay, conde de Ede 1113
sa, 267,453,461,473 Juan de Friaise, 645
Joscelino de Brakelond, 498 Juan de Gante, duque de Lancaster,
Josías (Joscio), arzobispo de Tiro, 476- 1095, 1097, 1155
477, 623 Juan de Grailly, 1051
Josserand de Brancion, 1180 Juan de Hessle, 501
Josué, 37, 38 Juan de Ibelin, 624, 926, 935, 936-937,
Juan II Comneno, emperador bizantino, 964
240, 246, 247, 337, 341, 411, 673 Juan de Jaffa, 939,942,943,1012,1018,
Juan V Paleólogo, emperador bizantino, 1036; Le livre des assises, 940
1089, 1091, 1093 Juan de Kent, 795
Juan VI Cantacuzeno, emperador bizan Juan de Luxemburgo, rey de Bohemia,
tino, 1084, 1093 914
Juan VIII Paleólogo, emperador bizanti Juan de Mantua, 84
no, 1091, 1092, 1104 Juan de Nevers, 1098, 1099, 1101, 1106
Juan II, rey de Francia, 1070, 1133 Juan de Plano Carpini, franciscano, 1010
Juan, emperador, hijo de Alejo, 140 Juan de Scarabosco: De Spaera, 1172
Juan, rey de Suecia, 896 Juan de Wurzburgo, peregrino, 275,281,
Juan sin Tierra, rey de Inglaterra, 497, 322, 871
545, 594, 611, 627, 635, 729, 737, Juan de Xanten, 789
745, 747, 761, 780, 791, 795, 795, Juan Focas, viajero griego, 281
959, 1148 Juan Kínnamos, 677
Juan IV el Oxita, patriarca de Antioquía, Juan Limosnero, san, 322
244 Juan Pablo II, papa, 707, 1176
Juan VIII, papa, 47 Juan Tristán, hijo de Luis IX, 1044
Juan XII. papa, 6 Juan Tzimisces, 67
ÍNDICE ALFABÉTICO
1323
Agradecimientos............................................................................... VII
Prefacio................................................................................................ IX
Introducción: Europa y el Mediterráneo................................. 1
I. La primera cruzada
1. El origen de la guerra santa cristiana............................... 33
2. ¡Marchad a Jerusalén! .................................................... 73
3. La marcha hacia Constantinopla.................................... 117
4. De camino al Santo Sepulcro......................................... 157
V. La cuarta cruzada
15. «La espada de doble filo de Aod»................................... 603
16. La cuarta cruzada: preparativos.................................... 633
17. La cuarta cruzada: desviaciones.................................... 661
Conclusión....................................................................................... 1175
Notas....................................................................................................
1183
Lecturas complementarias......................................................... 1283
Lista selecta de gobernantes.................................................... 1291
Índice alfabético........................................................................... 1303
Lista de ilustraciones................................................................. 1337
Índice de mapas............................................................................... 1341
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Historia de los Estados Unidos,
1776-1945
Thomas N. Bisson
La crisis del siglo XII
El poder, la nobleza y los orígenes
de la gobernación europea
«Este maravilloso libro es la mejor historia de las Cruzadas que
jamás se haya escrito. Una visión a gran escala, con detalles llenos
de vida, argumentos claros y juicios contundentes, que nos muestra
cómo el aparato de las Cruzadas se imbricó en la vida, la sociedad
y la conciencia europeas. Es, en suma, una historia de las Cruzadas
para el siglo XXI. Y llega justo a tiempo».