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(1979
Extracto
Planolandia
Hay un pequeño libro, escrito hace ya casi un siglo, del que es autor el
entonces director de la City of London School, reverendo Edwin A. Abbott.
Aunque compuso más de cuarenta obras, todas ellas relacionadas con los
temas de su especialidad, es decir, la literatura clásica y la religión, esta obrita,
al parecer insignificante, titulada Flatland. A Romance in Many Dimensions [1]
(Planolandia. Historia fantástica en varias dimensiones), es, por decirlo con la
lapidaria observación de Newman [117], «su única protección contra el olvido
total». No puede negarse que Planolandia está escrito en un estilo más bien
llano; pero aun así, se trata de un libro muy singular. Singular no sólo porque
anticipa ciertos conocimientos de la moderna física teórica, sino sobre todo por
su aguda intuición psicológica, que ni siquiera su prolijo estilo Victoriano
consigue apagar. Y no parece exagerado desear que esta obra (o una versión
modernizada de la misma), se convirtiera en libro de lectura obligatoria para la
enseñanza media. El lector comprenderá pronto por qué razón. Planolandia es
una narración puesta en boca del habitante de un mundo bidimensional, es
decir, de una realidad que sólo tiene longitud y anchura, pero no altura. Es un
mundo plano, como la superficie de una hoja de papel, habitado por líneas,
triángulos, cuadrados, círculos, etc. Sus moradores pueden moverse
libremente sobre (o, por mejor decir, en) esta superficie, pero, al igual que las
sombras, ni pueden ascender por encima ni descender por debajo de ella. No
hace falta decir que ellos ignoran esta limitación, porque la idea de una tercera
dimensión les resulta inimaginable.
Ante tan delirantes afirmaciones, el rey y todos sus súbditos, puntos y rayas,
se arrojan sobre el cuadrado a quien, en este preciso instante, devuelve a la
realidad de Planolandia el sonido de la campana que le llama al desayuno.
Pero aquel día le tenía aun reservada otra molesta experiencia: El cuadrado
enseña a su nieto, un hexágono[33], los fundamentos de la aritmética y su
aplicación a la geometría. Le enseña que el número de pulgadas cuadradas de
un cuadrado se obtiene sencillamente elevando a la segunda potencia el
número de pulgadas de uno de los lados.
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«Vete a la cama», le dije, algo molesto por su interrupción. «Tendrías más
sentido común si no dijeras cosas tan insensatas» [3].
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Esto explica también el sorprendente hecho de que la esfera pueda entrar en
la casa del cuadrado aunque éste haya cerrado a ciencia y conciencia las
puertas. Entra, naturalmente, por arriba. Pero el concepto de «arriba» le resulta
tan extraño al cuadrado que no lo puede comprender y, en consecuencia, se
niega a creerlo. Al fin, la esfera no ve ninguna otra solución más que tomar
consigo al cuadrado y llevarlo a Espaciolandia. Vive así una experiencia que
hoy calificaríamos de trascendental:
Un espanto indecible se apoderó de mí. Todo era oscuridad; luego, una vista
terrible y mareante que nada tenía que ver con el ver; vi una línea que no era
línea; un espacio que no lo era; yo era yo, pero tampoco era yo. Cuando pude
recuperar el habla, grité con mortal angustia: «Esto es la locura o el infierno.»
«No es ni lo uno ni lo otro», me respondió con tranquila voz la esfera, «es
saber; hay tres dimensiones; abre otra vez los ojos e intenta ver
sosegadamente» [4].
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