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Amanecer hecho pelota

Ayer amanecí cruzando La Pampa en dirección a Roca por el camino del embalse Casa
de Piedra.
Era una incipiente mañana gris con una helada restrera sobre los coirones y el
pedregal de la estepa.
Algún jote, nomás sobrevolando la espinidad buscando alimento.
El vidrio de la ventanilla empañado, y entre sueños y cierto entumecimiento, el
camino me llevaba pacientemente a casa, después de un viaje muy fugaz a Buenos
Aires. Apenas faltaban 9 horas para llegar a San Martín de los Andes. Ya llevaba 14
desde la partida del ómnibus de Retiro.
Desparramado en el asiento, recordé que debía tomar la pastillita de Plenacor 50
para regular la presión, de modo que levanté el apoyapiés para rescatar la mochila,
busqué a tientas la cajita, asomé el blizter y lo apreté para que escupiera la
píldora, y mientras la iba tragando, reacomodé la mochila, bajé el apoyapiés sobre
ella y me volví a estirar para intentar dormir un rato más.
Fue precisamente en ese momento, que noté que el micro frenaba y se iba deslizando
hacia la derecha sobre la banquina de ripio. Y se detuvo. Corrí la cortinita de la
ventanilla y vi que allí, en medio de la soledad esteparia y en plano amanecer,
había un operativo de la Policía Federal. “Diez minutos más de demora”,- pensé.
Al ratito nomás, subieron dos federicos con un perro negro, muy parecido a Perrito,
pero con cola, y empezaron a caminar por el pasillo del micro. El perro era
entrañable. Y al pasar al lado mío me clavó sus hermosos ojos marrones. Me acordé
de mi compañero que me esperaba en casa e imaginé el encuentro y la felicidad
cuando le entregue la pelota de goma maciza que le compro en cada viaje y que sé
que la espera cuando deshago la mochila.
La sorpresa fue que el perro se negó a seguir caminando por el pasillo del micro.
Giró sobre sí mismo, se vino derecho a mí y zambulló su trompa debajo de mi
apoyapiés.
Me vi rodeado de señores vestidos de negro, con gorra y una 9 milímetros en la
cintura, y escuché un escueto y seco “descienda con esa mochila”.
Caminé el pasillo hasta la puerta bajo el gesto se sospecha de todos los pasajeros,
y en la banquina de ripio y ante la atenta mirada de dos testigos, tuve que abrir
la mochila y empezar a sacar una por una, todas mis cosas. La helada no era joda.
El viento tampoco. Y mi sorpresa menos aún. Les advertí que llevaba ropa sucia, y
así fueron apareciendo y fui depositando en el piso dos pares de medias, un
cazoncillo, una camisa celeste, un pantalón gris, una remera negra, el libro
“Cuentos Rodados” de mi amigo Carlos Abadie que estuve leyendo, una agenda con un
proyecto de poema parido durante la noche, un pote de pasta dentífrica, el cepillo
de dientes, la caja de Plenacor 50 que debí abrir para mostrar su contenido, mi
Victorinox, y finalmente la pelota azul que le compré a Perrito.
Fue ahí cuando el perro con cola de los federales se abalanzó sobre la pelota pese
a la cadena y a la fuerza del milico que lo sostenía. Sólo una mujer policía que
dijo ser la instructora del perro, logró no sin esfuerzo que escupiera la pelota
azul con dibujos blancos y la dejara sobre la banquina. “Era ésto”, dijo levantando
la pelota como un trofeo, mientras yo me sentía observado por las ventanillas por
todos los pasajeros como si fuera un paramesio debajo de un microscopio o Pablo
Escobar en el instante de su arresto.
“Era esto”,- repitió. “Olió el caucho”.
Me imaginé que no me podían imputar como traficante de caucho y menos aún de
pelotas para perro, y me tranquilizó cuando me devolvió el regalo masticado por el
efectivo canino y me dijo: “Disculpe. Puede guardar todo”.
Volví con mi mochila a mi asiento, mientras los pasajeros miraban unánimemente para
otro lado.
El micro arrancó y mientras me volvía a desparramar en la butaca pensé: - “Pobre
animalito. Debe extrañar cuando de cachorro, y alguien lo hacía jugar con una
pelota antes de que lo convirtieran en un botón de cuarta.”
Por él aprendí lo que es convertirse violentamente en sospechoso.

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