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Después de sufrir un terrible castigo a manos de los soldados, ahí

estaba Jesús clavado en la cruz.

Estos soldados encargados de la crucifixión, seguramente estuvieron


cuando apresaron a Jesús, cuando la multitud enfurecida lo golpeaba
y escupía, cuando lo llevaron ante Pilato. Cuando cada latigazo le
arrancaba pedazos de carne.

Pero ellos estaban acostumbrados a esto, eran soldados y Jesús no


era el primer hombre en ser castigado y crucificado.

A ellos no les provocaba nada clavarle unas agujas de espinas en la


cabeza o clavos en las manos.

Así que ahí se encontraban, en el pie de la cruz mirando el destrozado


cuerpo de Jesús, esperando a que se mueran para poder terminar su
jornada de trabajo y volver con sus familias. Ya que ese día no había
sido como los otros, la gente estaba descontrolada y alborotada, el
ejército tuvo que poner mucho orden.

Mientras seguían pasando las horas, sin una pisca de compasión,


sentados en el piso tomaron la ropa de Jesús y dejaron al azar para
ver quien se quedaba con qué. Tiraron los dados para ver quien se
quedaba con sus sandalias, con su túnica, con su turbante. Estos
soldados no se daban cuenta que detrás de ellos estaba sucediendo
el acontecimiento más grande en la historia de la humanidad. Jesús
el hijo de Dios, que nunca conoció pecado, cargaba en sus hombros
con el peso del pecado de todos nosotros. Tan cerca de la cruz pero
tan lejos de Cristo.

(Hablar)

Cuantos de nosotros estamos jugando en frente de la cruz.

Parece algo irónico porque después de todo, la cruz se ha convertido


en el símbolo que nos recuerda que Cristo trajo salvación. Pero cada
fin de semana, muchos de nosotros aún seguimos jugando a los
‘cristianos’.

Amamos los eventos llenos de luces, la buena música, ‘servimos’ los


domingos y nos encanta salir a predicar en grupo. Pero pocas veces a
la semana nos acercamos al lugar secreto, para tener comunión con
Él.

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