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INTRODUCCIÓN

ALGUNAS ANOTACIONES SOBRE LA CREENCIA EN EL MUNDO DE LAS HADAS Y


EL CONCEPTO DE INFANCIA
JONATHAN COTT

La infancia es el pozo del ser… El pozo es un arquetipo, una de las más graves imágenes del alma
humana. Esas aguas negras y profundas pueden determinar el carácter de una infancia. En su
reflejo hay un rostro pasmado. Su espejo no es el de una fuente. Un Narciso no podría hallar placer
en él. Ya en esta vivida, soterrada imagen de sí mismo, el niño es incapaz de reconocerse. El agua
está cubierta por una neblina; las plantas que enmarcan el espejo son de un verde demasiado
intenso. Un soplo de aliento helado se agita en las profundidades. La faz que emerge de esta noche
telúrica pertenece a otro mundo. Y, ahora, si algún recuerdo guarda nuestra memoria de tales
reflejos, ¿no es acaso el recuerdo de un mundo anterior?

Gaston Bachelard, La Poétique de la rêverie

A cierta distancia las cosas se nos antojan pequeñas, y a medida que nos alejamos parecen perderse
y desaparecer. Tendemos a mirar con desprecio lo que es exiguo y pequeño, igual que los niños
traviesos a las moscas, igual que los Brobdingnags a Gulliver. Pero, tal como Swift nos enseñó, ser
un gigante o un enano es algo que depende puramente de nuestra percepción particular de las
relaciones entre las cosas: los cambios espaciales y temporales crean nuevos contextos.

En The Golden Age, Kenneth Grahame recrea la visión que tiene un niño de los «seres del Olimpo»
que «hablan por encima de nuestras cabezas en la mesa del comedor»; pero también el autor, ya
viejo, habrá pronto de desaparecer, igual que el niño lloroso y contrariado de su descripción: «En un
minuto se disuelve en sus elementos originarios, en aire y en agua, en gritos y en lágrimas: tal es la
exigencia de una naturaleza ultrajada».

En cambio, el sentido de historias como las de David y Goliat, Ulises y Polifemo, Pulgarcito, o
«Jack y las habichuelas mágicas» está en el poder, o el maná, inherente en lo diminuto: lo
pequeño llevando lo grande de la correa, tal como en una ocasión escribiera el pintor Jean Arp. (Es
en las pequeñas y primeras horas de la mañana cuando tenemos los sueños más inmensos).

Y la sensación de pérdida que experimentamos respecto a la propia y lejana infancia es paralela a


nuestra ignorancia del hecho de que el arquetipo infantil —a menudo representado en un
hermafrodita— es símbolo de la totalidad potencial que lleva implícita la reconciliación de lo
pasado y lo futuro, lo masculino y lo femenino, la luz y la oscuridad (véase «Niño de Sol y niña de
Luna»)… y también de lo pequeño y lo grande: «No tener su confín en lo más grande, sino estar
contenido en lo más pequeño, eso es ser divino».

Esta idea de la infancia recuerda la concepción de Dios que tenía Pascal — cuyo centro está en
todas partes y su circunferencia en ninguna—, así como la descripción del atman de los hindúes:
«más pequeño que lo pequeño y más grande que lo grande… del tamaño de un pulgar… pero capaz
de abarcar la tierra en todos sus confines… de gobernar por sí solo el espacio de los diez dedos».

En su precioso libro La Poétique de la rêverie, Gaston Bachelard habla del «zodíaco de la


memoria» como de un lugar donde anida ese «ensueño infantil» que nos retrotrae a las fuentes del
Ensueño: una especie de nostalgia de la nostalgia en la que nuestro ser anterior se ve a sí mismo
redivivo. El interés de Bachelard por los orígenes de la memoria se localiza en lo que él denomina
«el núcleo de la infancia»: una infancia inmóvil, inmutable, pero omnipresente, cuyos magníficos
«érase una vez» emplazan precisamente el mundo de los orígenes.

«La infancia permanece en nosotros como un principio de vida profunda», dice Bachelard, «de una
vida siempre en armonía con la posibilidad de nuevos principios. Todo cuanto en nosotros se inicia
con el carácter distintivo de un comienzo es una vida tocada por la locura. El gran arquetipo de la
vida que comienza aporta a cada comienzo la energía psíquica que Jung ha descubierto en todos los
arquetipos». Si vemos la infancia como un objetivo, quizá empecemos a ver también en las
actividades que una vez consideramos sintomáticas de introversión neurótica meros signos de un
intento por alcanzar los entresijos de la conciencia divina.

En esta perspectiva podemos situar el sentido del gran poema de George Herbert «Oración (I)», el
cual, mediante la meditación, vuelve atrás en el tiempo, deshaciendo la «creación de los seis días» y
borrando los límites entre tierra y cielo, tierra y agua, y entre el hombre y su paraíso infantil:

La Oración es el banquete de la Iglesia, la edad de los Ángeles,


Aliento divino que devuelve al hombre a su hora primera,
Alma en paráfrasis, corazón en peregrinaje,
La plomada cristiana que sondea cielo y tierra;
Motor que impele hacia el Altísimo, fortaleza para el pecador,
Trueno al revés, lanza clavada en el costado de Cristo,
Los seis días de la creación fundidos en una hora,
Una dulce melodía que se oye y teme por doquier;
Calma, y paz, y gozo, y amor, y bendición,
Maná elevado, alegría de los mejores,
El Cielo cotidiano, un hombre bien vestido,
La Vía Láctea, el ave del Paraíso,
Campanas de iglesia que se oyen más allá de las estrellas, sangre del alma,
La tierra prometida; algo comprendido.

De niño pasé a ser muchacho, o lo que fuera que viniera a mí ocupando el lugar de la infancia. La
infancia, no obstante, no se marchó: pues ¿adónde iba a ir? Sencillamente, dejó de estar ahí. Pues
ahora no era un crío, sin habla, sino un muchacho, que hablaba.

San Agustín, Confesiones

Cuando Dido requiere a Eneas que le cuente la guerra de Troya, éste replica: Infandum, regina
(Indecible, reina). El misterio de la infancia (que viene de infantia, «incapacidad de hablar»), como
el del lenguaje, es imposible de expresar. Sin embargo, podemos decir que la historia del embrión,
tal como se resume en la evolución de las especies, es un reflejo del desarrollo de la facultad del
niño de hablar y leer.

En sus especulaciones acerca del origen de la escritura, Claude LéviStrauss ha sugerido que la
capacidad de leer y escribir es una forma de esclavitud que recuerda a la Caída y cuyo resultado es
un discurso que se precipita, como dice Roland Barthes, como «una metáfora sin trabas».

En su ensayo «Abecedarium culturae: structuralism, absence, writing», el crítico Edward Said


reflexiona: Antes de escribir, el hombre ha vivido en un grado cero, un estado original que en otro
lugar Lévi-Strauss sitúa inmediatamente antes de la era neolítica; la vida en el grado cero se regía
completamente por un «significante flotante» principal, una especie de étimo espiritual, cuya
ubicuidad y perfecta consistencia le conferían autoridad para funcionar como un valor semántico
puro.

Esto, en opinión de Lévi-Strauss, se corresponde con la noción de «maná» de Marcel Mauss, un


valor casi mágico que permite a las sociedades primitivas, pre-letradas, crear toda una serie de
distinciones universales entre potencia y acto, abstracto y concreto, y cualidad y estado. (Los
paralelismos entre lo pre-letrado y el Paraíso antes de la Caída son en verdad fascinantes).

Una llave espléndidamente funcional, este «maná», pues con ella se abre todo significante, siendo,
como es, el Origen de todos los significantes. El estado infantil representa ese «grado cero», regido
tanto por la conciencia indiscriminada del niño como por su sentido espontáneamente animista del
mundo exterior. Tal como observamos una y otra vez en los cuentos de hadas, los niños hablan sin
tapujos con las estrellas, las ranas y los árboles. Y es una ironía que una de las frases usadas
habitualmente para mantener a los niños a raya —«Los niños como mejor están es calladitos»—
exprese literalmente los orígenes mudos del lenguaje, a la par que quizá revele también el deseo
reprimido del adulto de volver a ese estado donde la palabra era la Palabra.

En esta imagen, son los propios niños los que se ven como portadores de palabras que emergen
como por vez primera, de entre el silencio. (De hecho, un tartamudo puede considerarse aquel que
da a luz a las palabras con dificultad). En el nacimiento de cada niño se augura la esperanza de
renovación de un lenguaje inocente y honesto (como ocurre en «El traje nuevo del Emperador»).

Pero a medida que el niño se hace mayor, el lenguaje se convierte en una defensa, y el autismo se
concibe no tanto como una amenaza para el niño como para la familia y la especie (representada en
forma harto gráfica en el cuento de Mrs. Clifford «Niño de madera», una historia espeluznante de
despersonalización que incluimos en esta antología). El lenguaje es el vínculo de las relaciones
humanas, y, antes de ser otra cosa, los cuentos de hadas son los relatos de la familia original.

El niño que era demasiado pequeño para participar de alguna forma en la vida de los adultos
sencillamente «no contaba»: he aquí la expresión de Molière, que con su testimonio da cuenta de la
supervivencia de posturas y creencias realmente arcaicas en el siglo XVII. En El enfermo
imaginario, Argan tiene dos hijas, una en edad casadera, y la pequeña Louison, que apenas empieza
a andar y a hablar. Como se sabe, Argan amenaza a su hija mayor con meterla en un convento para
frenar sus coqueterías. Su hermano le pregunta: «¿Cómo es posible, hermano, que con lo rico que
eres y teniendo una sola hija, porque a la pequeña no la cuento, se te ocurra meterla en un
convento?». La pequeña no contaba, pues podía desaparecer. Philippe Ariès, Siglos de infancia

Tuvo que llegar el siglo XVII para que el concepto de infancia penetrara en la conciencia
popular . «Todos mis hijos mueren en la niñez», escribía Montaigne. En la Edad Media a los niños
que sobrevivían se les consideraba miembros cabales de la comunidad; en las pinturas medievales,
se les representa como parte de la escena, simplemente como adultos a escala reducida. La palabra
«niño» designaba una relación de familia o bien definía un rol de dependencia (todavía hoy
llamamos «muchacho» —garçon—, «chica», etc., a sirvientes, empleados domésticos y miembros
de las clases oprimidas, sin tener en cuenta su edad); nunca se utilizaba para mencionar la edad.
Esta falta de definición se extendía, en la época medieval, a todas las actividades sociales: los
juegos, los oficios, las armas. «No hay una sola pintura colectiva en esa época», dice Ariès, «en la
que no veamos a los niños, solos o por parejas, acurrucados en la trousse del cuello de las mujeres,
o haciendo pis en un rincón, o participando en alguna fiesta popular, o bien como aprendices en un
taller o como pajes de un caballero».
Como parte de esta vida comunal, los niños escuchaban, como los adultos, las historias que
contaban juglares, bardos, titiriteros y trovadores. En torno al fuego, los viejos enseñaban a los
jóvenes, y éstos se convertían en depositarios y custodiadores de la tradición mágica y sobrenatural.
Mientras no estuvo desarrollado el concepto de «inocencia infantil» y la necesidad de proteger ésta
contra una conducta pecadora no se aplicaron reglas restrictivas a la vida social y sexual de los
niños.

El diario de Heroard, médico de Enrique IV, registra episodios sorprendentes de la infancia del
joven Luis XIII. Cuando éste no había cumplido su primer año, «se moría de risa cuando su aya le
tocaba el pito». Con un año «obligaba a todo el mundo» a besárselo. A los tres, «él y Madame, su
hermana, se metían desnudos en la cama real, donde se besaban y retozaban ante el regocijo del rey.
Éste le preguntaba: “Hijo, ¿dónde está el pajarito de la infanta?”. Él se lo enseñaba, diciendo: “No
tiene hueso, papá”. Luego, al ver que se hinchaba ligeramente, añadía: “Sí, sí lo tiene, a veces”».

Si el rito de la circuncisión era, en lo que atañe al niño, la ceremonia pública religiosa más
importante de la Edad Media, lo mismo sucedió con la primera comunión algunos siglos después.
Los jesuitas, los hermanos de la doctrina cristiana, los educadores de Port-Royal, y los moralistas,
juristas y pedagogos del siglo XVII desarrollaron e impulsaron una nueva moralidad infantil. El
auge y difusión de la escolaridad —la organización de escuelas y pedagógicas— introdujo un nuevo
concepto basado en el fortalecimiento del «carácter» y de la «razón» del niño.

Finalmente, el empuje de la clase media, con su ideal de constituir una célula familiar
autosuficiente, configuró un espacio propio para la infancia: camas, moralidad, niñeras y tutores,
uniformes, juegos, lecturas y dietas apropiadas. Oigamos a John Locke departir sobre la educación
alimenticia del niño: «Para desayunar y cenar, leche, sopas de leche, gachas, bollos de avena, y
veinte cosas más que son costumbre en Inglaterra y son muy adecuadas para los niños: sólo hay que
procurar que sea todo natural, sin mucha complicación, y con poco aderezo de azúcar, o mejor sin
aderezo alguno: poniendo buen cuidado en evitar especialmente las especias, y todo aquello que
pueda calentar la sangre».

Los niños fueron mimados y consentidos (para gran mortificación de Montaigne, quien escribía:
«No puedo aprobar esta pasión de hacer carantoñas a los recién nacidos, que carecen de toda
actividad mental, o de alguna forma corporal que los haga reconocibles y dignos de amor, y jamás
he soportado que se les dé de comer en mi presencia»), pero al mismo tiempo esta actitud se vio
acompañada por un requerimiento de exigencia moral, de la que el «buen cuidado en evitar» de
Locke es buen ejemplo. En todo caso, las obras de éste acerca de la educación de los niños,
generalmente humanitarias y bien intencionadas, muestran un desapego radical de la visión puritana
de los niños como «signos del Infierno».

Aunque no hay que olvidar que Locke escribía sobre unos niños que vivían en un mundo privado,
aparte, y que su comportamiento era sancionado por adultos que rara vez veían. Aún hoy existen
ciertas sociedades comunales y «primitivas» en las que se observa un continuum sin fisuras de las
actividades vitales. Los abjasianos, por ejemplo —un pueblo de gran longevidad que vive entre el
Mar Negro y la cordillera caucásica—, no distinguen «hechos vitales» diferentes para niños y
adultos. Como señala Sula Benet en su obra Ahkhasia: The Long Living People of the Caucasus, los
individuos de este pueblo participan todos en los mismos juegos, los mismos trabajos, y observan y
cumplen las mismas obligaciones sociales. Los bisabuelos son, lógicamente, quienes cuentan
historias a los niños. Y es precisamente con la nostalgia de un regreso a la vida comunal,
heterogénea e indiscriminada de la Edad Media como Ariès concluye su obra: La vieja sociedad
concentraba el máximo número de modos de vida en un espacio mínimo, y aceptaba, si no imponía,
la yuxtaposición abigarrada de las clases más flagrantemente distintas.
La nueva sociedad, por el contrario, asignó a cada modo de vida un espacio delimitado dentro del
que se daba por sentado que las figuras dominantes iban a ser respetadas, y que cada uno debía
desempeñar un modelo convencional, un tipo ideal, y no apartarse nunca de él so pena de
excomunión. Los conceptos de familia, de clase, y quizá de raza en otra parte, aparecen como
manifestaciones de la misma intolerancia ante la diversidad, de la misma insistencia en la
uniformidad.

Durante siglos el pueblo celta ha guardado en su corazón cierta afinidad con los seres
poderosísimos que rigen Lo Invisible, que una vez fuera tan evidente para las razas heroicas de sus
antepasados. Sus leyendas y cuentos de hadas han hilvanado su alma a las vidas interiores del aire,
del fuego y de la tierra, y ellas a su vez han conservado su corazón lleno de dulces y ocultos
influjos.

A. E.

Ariès ha destacado que en la pintura medieval aparecen únicamente tres «tipos» de niños: el ángel,
el niño Jesús (envuelto en pañales) y el niño desnudo. Según afirma: Fue la alegoría de la muerte y
el alma la que hubo de introducir en el mundo de las formas la imagen de la desnudez infantil. Ya en
la iconografía prebizantina del siglo V […] los cadáveres eran representados a escala reducida. Los
cuerpos de los muertos eran más pequeños que los de los vivos. En las escenas de batalla de la
Ilíada de la Biblioteca Ambrosiana, los muertos tienen la mitad de tamaño que los vivos. En el arte
francés de la Edad Media se representaba el alma como un niño desnudo y generalmente asexuado.
La misma forma presentaban las almas de los justos que Abraham acoge en su seno en las escenas
del Juicio Final. En una representación simbólica del alma que parte, el moribundo exhala de la
boca un niño pequeño. Esta identificación del alma con el niño se da con frecuencia en distintas
partes del mundo. La tradición hindú describe el alma a menudo más pequeña que un grano de
mostaza. Una tribu del centro de Australia cree que el espíritu —no mayor que un grano de arena—
entra en la matriz por el ombligo para gestar allí un pequeño bebé. En los vasos griegos el alma
humana tiene muchas veces la forma de un pigmeo que sale del cuerpo por la boca. Y William
Blake, en Las puertas del Paraíso, ilustró con la imagen de un capullo el camino del alma humana
desde el nacimiento hasta la muerte: un recién nacido durmiendo en su crisálida. La identificación
de alma y niño revela de nuevo la importancia simbólica de lo diminuto, pues el emblema que se
concibe con mayor facilidad para expresar la idea de lo invisible es el de un pequeño ser humano.
Íntimamente relacionada con la idea de alma está también la de «ángel».

Según G. van der Leew, «todavía seguimos hablando del ángel de la guarda de los niños, pero rara
vez nos damos cuenta de que no es un ángel enviado por Dios lo que protege al pequeño, sino un
poder emanado por el propio niño. Aquellas hermosas palabras de Jesús “Cuidaos de menospreciar
a uno sólo de esos pequeños: porque Yo os digo que en el cielo sus ángeles contemplan siempre el
rostro de mi Padre”, nos ponen en el camino de la correcta interpretación». Cuando los ángeles
pierden su condición de almas y se separan de sus portadores, se convierten en demonios. En la
antigua Persia, sin embargo, se les creía energías enviadas por Ahura Mazda que simbolizaban sus
atributos: la Idea del Bien, la Inmortalidad, el Poder Divino, etc. Para los judíos, siguiendo a san
Pablo, los ángeles eran mediadores de la ley. Para los cristianos, mensajeros de Dios con la misión
de rezar por Él durante toda la eternidad. Pero como afirma Leew: No cabe duda de que todos esos
poderes angélicos eran en su origen revelaciones independientes de un Poder único, y que sólo
posteriormente se ven unidos a una sola figura divina en calidad de embajadores. En el caso de
Persia es muy evidente: Asha es el orden del mundo, en la forma de un único poder, como ya hemos
considerado. Por ello, los ángeles son más antiguos que los dioses… Del mismo modo que la
experiencia del hombre se da de forma dual, primero sobre sí mismo —y por este camino nada
puede imaginar ni nada se puede representar—, después como alma-ángel-fantasma, así también es
su experiencia de Dios, primero como un Poder y una Voluntad que no pueden ser ni imaginados ni
representados, y finalmente como una presencia con forma definida. La creencia en los ángeles, por
eso mismo, es igualmente importante para el concepto de revelación y para el modelo de concepto
de Dios.

En 1871, en testimonio dado a Alexander Carmichael, Roderick MacNeill daba su explicación sobre
el origen de las hadas: El Ángel Rebelde fomentó la rebelión entre los ángeles del Cielo, donde él
había sido un haz iluminador. Declaró que quería marcharse y fundar su propio reino. Al salir por
las puertas del Cielo, dejó a sus pies, en el umbral, una estela de luz vidriosa y lacerante. Muchos
ángeles lo siguieron… tantos que finalmente el Hijo exclamó: «¡Padre! ¡Padre! ¡La ciudad se está
quedando vacía!»; después de esto, el Padre ordenó cerrar las puertas del Cielo y las del Infierno, lo
cual se hizo al instante. Y aquellos que estaban dentro se quedaron dentro y aquellos que estaban
fuera se quedaron fuera; mientras que las huestes que habían abandonado el Cielo y no habían
tenido tiempo de llegar al Infierno volaron hacia la tierra y se alojaron en sus cavidades, como
quienes saben que no van a ser bien recibidos. Así se constituyó la estirpe de las Hadas. (Citado por
Evans-Wentz en The Fairy Faith in Celtic Countries).

Relacionada con esta idea se halla la noción —hasta hace poco común en Cornualles— de que la
Pobel Vean (gente menuda) no son espíritus sin cuerpo, sino los cuerpos y almas vivientes de los
antiguos paganos que, habiendo rechazado la cristiandad, fueron condenados a disminuir de tamaño
hasta desaparecer. J. R. R. Tolkien, comentando la definición de hada (fairy) que dan los
diccionarios —«seres sobrenaturales de pequeño tamaño, a los que la creencia popular atribuye
poderes mágicos y una gran influencia, maligna o benigna, en los asuntos humanos»—, concluye en
su ensayo «On Fairy Stories»: «La palabra “sobrenatural” es delicada y peligrosa en cualquiera de
sus significados, sea éste extenso o estricto. En cualquier caso, difícilmente puede aplicarse a las
hadas, a menos que sobre se tome como un prefijo puramente superlativo. Pues es el hombre quien,
en contraste con las hadas, es sobrenatural (y muchas veces de menor envergadura); porque las
hadas son naturales, mucho más naturales que él. En eso consiste su maldición».

Evans-Wentz, en su extraordinario libro The Fairy Faith in Celtic Countries (1911), nos dice: «Si
las hadas existen en realidad, como seres o inteligencias invisibles, y nuestras investigaciones nos
inducen a la hipótesis de que realmente existen, son naturales y no sobrenaturales, dado que nada
que exista puede ser sobrenatural». Si es probable que los santos hayan tenido visiones de ángeles y
demonios, los informantes de Evans-Wentz, que fueron entrevistados a principios de siglo,
procedentes de Escocia, Irlanda, Gales, Cornualles y Bretaña, cuentan un sinnúmero de visiones y
encuentros con seres fantásticos de toda clase: además de gnomos, duendes, enanos, trasgos y
manes, banshees (hadas cuya aparición es presagio de muerte), knockers (duendes de las minas, que
avisan de la presencia de mineral), piskeys o pixies (almas de niños muertos sin recibir el
bautismo), trolls (que unos creen gigantes y otros enanos, y habitan en grutas y montañas), brownies
(elfos que durante la noche ayudan en las tareas domésticas), boggarts (espíritus traviesos y
ruidosos), corrigans (espíritus de antiguas druidesas y brujas que roban o cambian niños), etc.

Evans-Wentz visitó, en Escocia, el distrito de Aberfoyle, donde en 1692 un ministro de la iglesia


llamado Robert Kirk (autor de The Secret Commonwealth of Elves, Fauns, and Fairies, 1691 [de
próxima publicación en Ediciones Siruela]) fue capturado por la «gente buena» mientras estaba
estudiando su comportamiento. Kirk se apareció en sueños a un primo suyo, diciéndole que era
prisionero de las hadas y rogándole que le lanzara un cuchillo a la cabeza cuando apareciera en un
bautizo que a los pocos días se había de celebrar. Tan asombrado quedó el primo de ver a Kirk, sin
embargo, que nada hizo, y al ministro no se le volvió a ver nunca más.
En su obra The Anatomy of Puck, Katherine Briggs incluye el relato que sobre un mercado de hadas
hizo un viajero del siglo XVII, el cual atestigua haberlo visto en Somerset (véase «El mercado de
los duendes» de Christina Rossetti en esta antología). Según su narración, las hadas lo abofetearon y
le dieron tantas patadas que lo dejaron cojo. Curiosamente, en 1960, Ruth Tongue narraba una
historia similar —lo que se llama un memorat: un relato personal de una experiencia con lo
sobrenatural contada por la hija de un granjero de Quantock Hills, también en Somerset (véase
Folktales of England, edición de K. M. Briggs y R. L. Tongue).

Hay al menos cuatro teorías establecidas para explicar la naturaleza y el origen de la creencia
en el mundo de las hadas.

• La teoría mitológica alega que estos seres son las figuras disminuidas de las antiguas
divinidades arias. «Tales elementos», decía Wilhelm Grimm, «presentes en todos los
cuentos, son como los fragmentos de una roca hecha pedazos, esparcidos por la tierra entre
las flores y la hierba: tan sólo los ojos más perspicaces pueden descubrirlos. Su sentido se
nos ha escapado durante mucho tiempo, pero todavía puede percibirse y eso es lo que
confiere al cuento su valor».

Para los hermanos Grimm, del mismo modo que los mitos personifican fenómenos naturales, los
cuentos de hadas reflejan un drama cósmico y meteorológico. Así, la Bella Durmiente es el Viento
dormido despertado por la Primavera, y la caperuza de Caperucita Roja es el rojo resplandor del
ocaso devorado por el Lobo de la Noche: el verano que claudica ante el invierno.

• La teoría de los pigmeos argumenta que este tipo de creencias se desarrolla a partir de un
recuerdo popular de una prehistórica raza de Mongolia que habitó las Islas Británicas y parte
de Europa y que pereció después de que los pueblos celtas la arrojaran a las montañas y los
bosques. (Un interesante corolario de esta teoría sugiere que los celtas de la Edad de Hierro,
habiendo confinado bajo tierra a los pueblos precélticos de las edades de Piedra y de Bronce,
fueron acosados por los «seres maliciosos», que se habían constituido en una especie de
guerrilla, un frente de liberación feérico. Y todavía hoy, en las islas Shetland, las puntas de
flecha de pedernal se conocen con el nombre de «flechas de hada» o «tiros de elfo»).

• La teoría de los druidas presupone igualmente una memoria popular, en este caso de los
druidas y sus prácticas mágicas.

• La teoría naturalista identifica el mundo de las hadas con el producto de los esfuerzos del
hombre por explicar los fenómenos naturales. Así, encontramos espeluznantes «duendes del
agua» en las abruptas montañas de las tierras altas de Escocia, y amables representantes de
la «gente menuda» en los placenteros valles de Connemara. (El clímax del cuento de Mary
de Morgan «A través del fuego» describe el abrazo del príncipe y la princesa de las hadas
como una visión de la lluvia entrando por la ventana y posándose sobre las llamas de la
chimenea de una casa de campo).

Los eruditos han rebatido sin dificultad las teorías de los pigmeos y los druidas, sobre todo la
primera, arguyendo que la presencia de gigantes en la tradición feérica desmiente esta idea, tanto
como el hecho de que en Norteamérica, donde nunca hubo pigmeos, también las hadas tienen
auténticos devotos. En cuanto a la teoría naturalista —que en nuestros días podría antojársenos la
más verosímil—, Evans-Wentz puntualiza lo siguiente: «Debe de haber habido en el pensamiento
del hombre prehistórico, como lo hay ahora en el hombre moderno, un germen de la idea de un hada
sobre la cual actúe y a la cual dé forma el medio ambiente […] La teoría naturalista examina tan
sólo el medio ambiente y sus efectos, y olvida completamente la idea germinal de que hay un hada
sobre la que actuar». Evans-Wentz postula una teoría propia de carácter psicológico. Según la cual
la creencia en el mundo de las hadas forma parte de una extensísima doctrina de las almas, parte a
su vez del espíritu animista universal que en la tribu australiana de los Arunta aparece manifestado
como Alcheringa (la raza de espíritus que habita un mundo invisible), una «raza» semejante a la
irlandesa de los sidhe, a los persas jinns y afreets, a los iele rumanos, a las thevadas siamesas, y
hasta a los silfos y nereidas de los griegos.

Uno de los videntes informantes de Evans-Wentz distingue cinco clases de seres feéricos:

• Los gnomos, espíritus terrestres, que parecen constituir una raza triste y melancólica. Una
vez vi algunos perfectamente en la ladera del Ben Bulbin. Tenían la cabeza bastante redonda
y el cuerpo oscuro y rechoncho, y medían unos dos pies y medio.
• Los duendes, muy diferentes, porque son muy revoltosos, aunque también de corta estatura
[…]
• La Gente Menuda, que a diferencia de los gnomos y los duendes, son bien parecidos, pero
también muy pequeños.
• La Gente Buena, que son seres altos y hermosos, tan altos como nosotros, a juzgar por los
que vi en el estuario de Rosses Point. Dirigen las corrientes magnéticas de la tierra.
• Los dioses auténticos son los Tuatha De Dannann (sidhe), mucho más altos que nuestra
raza… (Testimonio recogido el 16 de octubre de 1910).

Evans-Wentz observa que el panteón superior de las deidades feéricas irlandesas se corresponde con
el de los dioses griegos, egipcios e hindúes. (El folclorista decimonónico S. O. Addy vio
incidentalmente una correlación entre los alegres secuaces de Robin Hood y el panteón de los
dioses nórdicos).

Asimismo, el más famoso de los héroes de Gales, Arturo, igual que Cuchulain, «puede tomarse con
seguridad tanto por un dios al margen del plano de la existencia humana, como los Tuatha De
Dannann o estirpe de hadas, como por un gran rey y héroe nacional (como lo fue Morgana)
encarnado en un cuerpo físico. El traslado de Arturo a Avalon por la Dama del Lago, que guarda su
vida, y por su propia hermana y otras dos hadas que habitan en ese otro mundo de la Sagrada
Arboleda de los Manzanos, se basta a sí mismo, en nuestra opinión, para probar que su ascendencia
es más divina que la de los hombres corrientes». Para Evans-Wentz, Arturo es la reencarnación de
una divinidad solar, y relaciona el Carnac bretón con el Carnac egipcio, la New Grange irlandesa
con la Gran Pirámide, y el Otro Mundo de los celtas con los Campos Elíseos. Según él, tanto la
«rama plateada» de los celtas como la «dorada» son signos del lazo simbólico que encadena este
mundo con el otro. Su conclusión es que «el País de las Hadas existe como estado sobrenatural de la
conciencia; a él hombres y mujeres pueden acceder temporalmente en sueños, trances o mediante
ciertas condiciones de éxtasis: o por un periodo indefinido al morir… Las hadas existen, pues en
todos sus rasgos esenciales se manifiestan igual que las fuerzas inteligentes que actualmente
reconoce la psicología, ya sean unidades colectivas de conciencia en la línea de las “sustancias del
alma” que caracterizó William James, ya sean unidades más individualizadas, es decir, apariciones
verídicas».

Esto nos recuerda el comentario de Jung acerca de la intervención del viento en el milagro de
Pentecostés: «Las almas o espíritus de los muertos poseen identidad con la actividad psíquica de los
vivos: simplemente la prolongan… La concentración y la tensión de las fuerzas psíquicas se
produce de tal manera que adquiere siempre una apariencia mágica». ¿Qué conclusión debemos
sacar de todo esto? Quizá podríamos empezar a pensar que la relación entre los humanos y el
espíritu de los mundos feéricos procede del encuentro fortuito de dos planos interdimensionales. Y
hasta los cuentos de hadas más «literarios» dan fe de las huellas de las creencias mágicas y
alquímicas, pues los cuentos se adueñan de los seres, aspectos y ritos de la creencia en el mundo de
las hadas: niños cambiados por otros, talismanes, trances de posesión, exorcismos, tabús respecto a
los alimentos, sacrificios de comida, conjuros, y metamorfosis de toda clase. Pero mientras tanto
algunos viajeros han visto a las mismas hadas —la Gente de la Paz, la Gente Buena, Los Que se
Mueven en Silencio—, incapaces de sobrevivir en un mundo cada vez más incrédulo, codicioso y
materialista, dirigiéndose al mar donde emprenden su viaje, a través de los océanos del Occidente,
hacia Tir na nOg, la Tierra de la Eterna Juventud.

Mientras el espíritu del mal esté atrapado en el mundo superior, la princesa no puede bajar a la
tierra, y el héroe sigue extraviado en el paraíso.

Carl Jung, La fenomenología del espíritu en los cuentos de hadas

La polémica en torno a los elementos mágicos y animistas de la creencia en el mundo de las hadas
revela una forma de fe casi olvidada, una fe que la tendencia psicológica dominante en la crítica, ha
evitado mencionar, descartado olímpicamente, o tal vez catalogado de remanente de material de la
inconsciencia o de «memorias encubiertas» significantes únicamente en tanto que traslucen o
respaldan ciertos supuestos psicológicos. Algo cabe decir, no obstante, de esta manera de interpretar
tanto los cuentos de hadas como la literatura infantil en general. «Cuando miramos de nuevo este
período de la infancia en el que la vergüenza era aún algo inexistente», escribió Freud en una
ocasión, «nos parece un paraíso; y sin embargo, el propio Paraíso no es sino una fantasía colectiva
de la infancia del individuo».

Lógicamente, Freud jamás habría considerado la posibilidad de que la infancia fuese un reflejo del
Paraíso, en el sentido en que Wordsworth lo concibiera en su Oda a la inmortalidad: algo «que
perdura bajo una estela de nubes gloriosas». Así como el nacimiento es algo que se sueña y olvida,
así también para la conciencia del «adulto» resulta costoso recordar la infancia pasada, dificultad
que Freud atribuye a la represión de la sexualidad infantil.

Ernest Schachtel, en cambio, en su ensayo «On Memory and Childhood Amnesia», cree más bien
que la formación de esquemas por los que la memoria «socializa» y convencionaliza nuestros
recuerdos es un método infructuoso tanto para recibir como para reproducir la intensidad de las
experiencias infantiles. Schachtel demuestra asimismo cómo este proceso de convencionalización
opera igualmente sobre el terreno de la amnesia del sueño. Schachtel nos recuerda que Hesíodo dijo
una vez que la lethé (el olvido) es hija de eris (la lucha): la lucha vista como resultado del «conflicto
entre naturaleza y sociedad y el conflicto dentro del seno mismo de la sociedad; el conflicto entre
sociedad y hombre y el conflicto dentro del hombre mismo». En otras palabras: La memoria no
puede extinguirse enteramente en el hombre… Es en esos recuerdos de la experiencia que
trascienden los esquemas convencionales de la memoria donde tiene su origen toda nueva intuición
y toda verdadera obra de arte; en ellos se basa, asimismo, la esperanza de progreso, de un
ensanchamiento de las posibilidades del esfuerzo y la vida humanas.

Pese a ello, pocos psicólogos han encarecido los efectos terapéuticos que pueden derivarse de la
narración de «mitos» y cuentos de hadas. Jung ha hecho notar, por ejemplo, cómo en el antiguo
Egipto, cuando un hombre era mordido por una serpiente, se llamaba a un médico-sacerdote que
acudía con un manuscrito de la biblioteca del templo y empezaba a recitar la historia de Ra y de su
madre, Isis, transformando de este modo un mal particular en una «situación de validez general», y
activando por ello mismo las fuerzas inconscientes del paciente hasta conseguir que éstas afectaran
a todo el sistema nervioso.

Susan Sontag, en su ensayo «Trip to Hanoi», ha descrito el tratamiento nada común que
dieron los norvietnamitas a los miles de prostitutas detenidas tras la liberación de Hanoi por
parte de los franceses en 1954: Fueron puestas bajo la tutela del sindicato de mujeres, el cual
erigió centros de rehabilitación en el campo, donde durante meses se las cuidó y mimó a
conciencia. Se les leían cuentos de hadas; se les enseñaban cuentos infantiles, y se las hacía
salir fuera a jugar. «Esto», explicaba Phan, «era para devolverles la inocencia y la fe en el
hombre. Ya puede uno imaginarse qué terrible lado de la naturaleza humana era el que
conocían. La única manera que tenían de olvidarlo era volviendo a ser niñas otra vez».

No es de extrañar que psicólogos y psicoanalistas hayan vuelto sus ojos a los sueños y a los cuentos
de hadas (que representan «la infancia del arte») a fin de explorar las fuentes remotas de nuestras
primeras experiencias. El mismo Freud no dejó de señalar que para algunas personas «un recuerdo
de sus cuentos de hadas favoritos ocupa el lugar de los recuerdos de su propia infancia: en ellas los
cuentos se han convertido en una memoria camuflada».

A partir de ahí analizó sutilmente los temas y situaciones de los cuentos en la medida en que se
manifestaban en los sueños de sus pacientes. Resulta interesante observar cómo psicólogos y
psicoanalistas tienden a interpretar los cuentos de hadas y la literatura infantil en virtud de sus
premisas conceptuales y de la metodología de sus análisis de la obra-sueño: la interpretación
freudiana de «El traje nuevo del Emperador» como estudio de un exhibicionismo reprimido, la
recreación de Fromm de «Caperucita Roja» para ilustrar la experiencia de la pubertad de una
muchacha, y la extraordinaria explicación que da Jung a los personajes de «La princesa del árbol»
(el príncipe, la princesa, los caballos mágicos de tres y cuatro patas), en los que ve representadas las
distintas fases de un mismo y rápido proceso psíquico, dan buena muestra de los poderosos recursos
de la crítica psicológica. Ahora bien: muchos cuentos de hadas no son, evidentemente, más que
historias didácticas o expresiones de la sabiduría popular —a menudo relacionadas con ciertos ritos
de iniciación—, y en estos casos la crítica psicológica incurre en errores apreciables. Un análisis, en
cambio, de una historia como «La Bella y la Bestia», que examine la compleja naturaleza de la
relación padre-hija (con la Bestia como representación de uno de los aspectos de la doble figura
paterna), puede muchas veces redundar en una más profunda comprensión de la obra.

El principal problema de este tipo de crítica, tal como se ve aplicada a los cuentos de hadas y a la
literatura infantil, radica en el uso pervertido y grosero del reduccionismo simbólico. Y es en este
punto donde los críticos freudianos tienen gran parte de culpa. Robert Lee Wolff, por ejemplo, en su
exhaustivo estudio del relato de George MacDonald «La llave de oro», incluido en este volumen,
dice lo siguiente: El niño, como antes su padre, descubre su falo siendo niño, pero no sabe dónde
encontrar el cerrojo que se le adapta. Esto debe hacerlo por sí mismo y sin ayuda alguna. El lecho
de musgo donde duerme, el musgo de la piedra donde se sienta y hace mayor, y que le da su nombre
cuando incidentalmente crece sobre él, es sin duda el vello púbico de la madurez.

Si Wolff tiene al menos el sentido común de matizar que la historia debe leerse «a otros niveles» —
pues la llave también puede representar «la imaginación poética, el afecto y la simpatía, la fe
religiosa, el amor»—, el crítico freudiano Martin Grotjahn interpreta la Alicia de Alicia en el País
de las Maravillas, irremisible y sesudamente, como un falo. La obra maestra de Carroll es lo
bastante rica como para dar pie a interpretaciones de toda clase. Pero el «método» de Grotjahn, que
tiene su origen e «inspiración» en la ecuación simbólica «muchacha-falo» urdida por Otto Fenichel
(basándose en la interpretación de un sueño suyo que hizo Freud y en el que la «niña» era el falo),
no sólo depara una aproximación interpretativa totalmente ridícula, sino que también respalda una
esquemática postura de lealtad debida a la «tiranía de la sexualidad genital», postura que reclama en
sí ser objeto de análisis.

Véase, como muestra, la explicación que nos ofrece del atractivo que ejerce sobre el adulto la
célebre historia de «El toro Fernando» (el toro que prefería quedarse sentado bajo un árbol
aspirando el aroma de las flores antes que ir a lidiar en el ruedo): Los adultos gustan de leer este
libro a los niños para poder decirles que Fernando gozará eternamente de paz, amor y felicidad
mientras se comporte como un buen ternerito que no se hace mayor. De esta forma, el libro es
esgrimido como una evidente amenaza de castración, y lo mismo ocurre con los cuentos infantiles
más conocidos. Si cada llave, muchachita, tronco de árbol o varita mágica representa un falo
(aunque a Geza Roheim no le falte razón en lo que respecta a la varita mágica), entonces
prácticamente todo falo tiene que representar otra cosa.

Pues si bien el paisaje de los cuentos de hadas está repleto de objetos luminosos y misteriosos, es la
atmósfera en la que tales objetos se perciben la que les da su carácter y su definición. Al fin y al
cabo es el propio paisaje lo que está cargado de la energía y los afectos que son propios de las
sensaciones corporales no reprimidas que tiene el niño perverso polimorfo de que habla Freud. Es
este paisaje del cuerpo el que describió Coleridge en Kubla Khan, aquel al que Proust regresaba
constantemente cuando notaba la tierra abriéndose bajo sus pies; es el paisaje del cuento de hadas:
los campos y los bosques, los mundos subterráneos y submarinos, los mundos que se agitan tras las
cortinas del dormitorio, o al otro lado del espejo.

«La varita mágica», decía Ortega y Gasset, «tiene el don de transformar el universo en un
paisaje poblado de cosas deseadas. En realidad, la auténtica varita mágica es la propia
imaginación del niño».

… Aunque lleva tiempo convertido en un extraño, el hombre no se ha perdido ni ha cambiado del


todo. Quizá haya perdido la gracia, pero no el trono: conserva aún los jirones del señorío que una
vez tuvo. Hombre, Sub-creador, Luz refractada en la que, como astillas, se ha deshecho, del Blanco
puro a los colores más variados, en combinaciones infinitas de formas vivientes que de una mente a
otra vagan. Y si hemos llenado las grietas del mundo entero de duendes y elfos, si hemos osado
erigir dioses y moradas de dioses en un lugar sin luz ni oscuridad, si hemos sembrado la semilla
del dragón, era nuestro derecho (bien o mal ejercido). Este derecho no ha prescrito: aún seguimos
bajo la ley que nos creó.aún seguimos bajo la ley que nos creó.

J. R. R. Tolkien

Un ingenioso retruécano de Marc Soriano establece un parentesco entre el «arte de la infancia» y la


«infancia del arte». Aún hoy es posible oír en los cuentos de hadas «la voz» que Walter Benjamin
atribuía al «narrador anónimo que precedió a la literatura». En uno de sus ensayos, Benjamin
asegura que el arte de narrar —personificado en el «labrador sedentario de la tierra» (el hombre que
no sale de su casa) y en el navegante de comercio (el hombre que hace viajes)— ha llegado a su
final, pues «el lado épico de la verdad, la sabiduría, se está agotando». Benjamin ve en el auge de la
novela y el relato (allí donde Georg Lukács vio «la forma de un desamparo trascendental») una
«dependencia fundamental del libro» escrito por el individuo solitario que, él mismo sin consejo, es
ya incapaz de aconsejar a los demás.

La obstinación del hombre moderno en difundir «información» cuya validez se agota en el


momento; su incapacidad general para sentarse a escuchar y reescuchar historias —«el aburrimiento
es el pájaro del sueño que incuba el huevo de la experiencia», dice Benjamin—; su falta de reacción
ante lo que no admite ser abreviado, y la decadencia de conceptos como los de muerte y eternidad:
todo esto, según Benjamin, parece contribuir significativamente a reducir las posibilidades de
comunicación de la experiencia de la que una vez el narrador de historias dio testimonio.

Sin embargo, el cuento de hadas es en verdad «el primer tutor de los niños, pues fue una vez el
primer tutor de la humanidad. El primer y auténtico narrador es, y seguirá siendo, el
narrador de cuentos de hadas […] Éste dejaría que la llama de su vida se consumiera enteramente
si así dejaba sitio a la llama pródiga de su historia».

Para Tolkien, la comprensión de un cuento de hadas no depende de ninguna definición o


justificación histórica de lo que es un elfo o de lo que es un hada, sino «de la naturaleza de lo
feérico: de sus Dominios peligrosos, del aire que se respira en su reino […] La definición más
aproximada de lo Feérico quizá pudiera ser “magia”… pero es una magia con poderes y
atribuciones peculiares, en los antípodas de los vulgares expedientes al uso de magos laboriosos y
científicos. En conclusión: si hay alguna intención satírica en el cuento, de una sola cosa no
podemos reírnos: de la misma magia».

El cuento de hadas debe satisfacer algunos deseos primordiales del hombre: uno de ellos es
«efectuar un cuidadoso recorrido por las profundidades del espacio y el tiempo»; otro, «establecer
una comunidad con otros seres vivientes». Ateniéndonos a esta definición, la Nymphidia de
Drayton —donde el caballero Pigwiggen «cabalga a lomos de una fogosa tijereta y manda a su
amada, la reina Mab, un brazalete de ojos de termita con un mensaje escrito en una flor de
primavera»— es menos un cuento de hadas que la Muerte de Arturo. (Sin duda Evans-Wentz nos
daría la razón).

El deseo de Tolkien parece ser «un arte viviente, hecho real, subcreativo… Pero si un escritor, al
despertarse, os dice que su cuento es sólo algo que imaginó mientras dormía, traiciona
deliberadamente el deseo primario que late en el corazón de lo feérico: la realización, independiente
de lo pensado, del prodigio imaginado».

Los sueños de hadas deben ofrecer: Fantasía, Retorno, Evasión y Consuelo. Finalmente
entendemos que para Tolkien la búsqueda de los «Dominios peligrosos» —y la necesidad de
sumergirnos en un mundo de prodigios imaginados— no es sino una forma de fe, y de esperanza, en
la salvación. Los propios Evangelios contienen «un cuento de hadas, o un cuento de un género
mayor que abarca toda la esencia de los cuentos de hadas». En definitiva: Este cuento ha pasado a
formar parte de la Historia y del mundo primordial; el deseo y la aspiración de subcreación han sido
elevados al cumplimiento de la Creación. El nacimiento de Cristo es la eu-catástrofe de la historia
de la humanidad. La resurrección es la eu-catástrofe de la historia de la Encarnación. Esta historia
se inicia y concluye con júbilo. Posee en primer lugar la «consistencia interna de las cosas reales».
No hay en el mundo historia alguna que tantos hombres hayan dado por real, ninguna cuya realidad
tantos escépticos hayan aceptado en virtud de sus propios méritos. Pues su Arte tiene el tono
absolutamente convincente del Arte Primordial, es decir, de la Creación. Rechazarla conduce a la
amargura o a la ira… El gozo del cristianismo, la Gloria, es de la misma naturaleza; pero es ante
todo (infinitamente, si nuestras facultades no fueran finitas) elevado y dichoso. Es una historia
suprema; y es verdadera. El arte se verifica con ella: Dios es el Señor, de los ángeles, de los
hombres… y de los elfos. Historia y leyenda se encuentran y funden.

Las hadas que de William Bond escaparon por su testa brillante a corro bailaron; sobre su blanca
almohada siguieron danzando y los Ángeles de la Providencia el lecho abandonaron.

William Blake, William Bond

La tentativa de Tolkien —derivar del cuento de hadas «ideal» una correspondencia con el concepto
cristiano de redención y al mismo tiempo hallar «un destello de evangelium en el mundo real»—
trae a la memoria las alegorías religiosas de C. S. Lewis en sus libros de Narnia, así como las
novelas y relatos fantásticos del mayor visionario de toda la literatura infantil, George MacDonald.
Fueron, no obstante, los primeros autores eclesiásticos ingleses los que en realidad, vista la
imposibilidad de transformar una diosa pagana como Bridget en santa Brígida o de apropiarse de
costumbres como la consagración de pozos de los deseos a las ninfas sustituyendo éstas por santos,
quisieron acabar con la creencia en el mundo de las hadas. Aunque Hobbes identificara en su
Leviatán el reino de las hadas con el Reino de las Tinieblas —al cual refería el poder del propio
clero—, Chaucer puso en boca ya de la heroína de «La mujer de Bath» la afirmación de que fueron
los frailes los primeros en expulsarlas: «Pues allí donde veíais a un elfo pasear / ahora veréis a un
fraile mendigar». También los cuentos de Canterbury describen un corro feérico de espíritus
danzantes, y en ellos aparece incluso la vieja, arrugada y a menudo maligna figura del hada madrina
(figura que procede de la personificación precristiana del Hado: el francés fée viene del latín fata).

El influjo del cristianismo contribuyó ciertamente al desprestigio no sólo de las hadas (que la
Iglesia relacionaba con la magia negra) sino también de los cuentos del género; éstos, siendo
como eran imposibles de reprimir, fueron desdeñosamente relegados «a los niños», quienes no
iban a tardar, según se confiaba, en sentirse demasiado mayores para prestar atención a tales
cosas.

Es importante señalar, sin embargo, que el público original al que estaban destinados los
cuentos de hadas literarios era un público adulto. Perrault atribuyó la composición de sus
Cuentos de Mamá Ganso — publicados por primera vez en Francia en 1698— a su hijo, Pierre
Darmancour. Aunque Perrault fingía que los cuentos habían sido escritos por un joven para que los
leyeran los niños, en realidad estaban dirigidos a los salones de la alta sociedad parisina. Como ha
dicho Ariès, «al final del siglo del racionalismo las quimeras no podían “volver” sin una coartada, y
fueron los niños quienes la proporcionaron». Tal coartada revela que hacia el siglo XVII los niños
se habían convertido en los destinatarios de un corpus de tradiciones que en aquellos momentos los
cánones «adultos» consideraban despreciables si no abiertamente inaceptables.

También en Inglaterra las fábulas de Esopo (cuya primera traducción, del francés, se debió a
Caxton en 1484), El zorro Reinhart, las Gesta Romanorum (la colección de principios del siglo XIV
que reunía fábulas y relatos mitológicos, históricos y morales, de los que Shakespeare extrajo los
temas básicos de El mercader de Venecia), los bestiarios, las baladas, los romances artúricos y otras
historias como la de Bevis de Southampton (a la que Shakespeare se remonta en El rey Lear), en
suma, todas estas muestras de literatura popular de origen antiguo y medieval hallaron su público
entre los niños de las familias de clase media y alta, tal como oralmente les venían siendo
transmitidas por niñeras y sirvientes procedentes del campo. Las prácticas mágicas de los herreros,
el recuerdo de usos mágicos relacionados con semillas, caballos y arados, la polémica en torno a la
brujería, que difundió y fomentó supersticiones de toda clase (Robert Graves señala que, en su
sentido original latino, la superstición se refiere simplemente a los restos de la primitiva tradición
mágica), contribuyeron a extender de una forma regular y constante la tradición rural de lo
sobrenatural.

Posteriormente, la creencia en las hadas seguiría gozando de excelente salud. La señora Page de Las
alegres comadres de Windsor habla de «galopines, ouphes [elfos] y hadas, verdes y blancos». Y el
Ariel, la reina Mab —«la comadrona de las hadas»— y el panteón feérico de El sueño de una noche
de verano dejan ver la cantidad de tradición popular que hubo de beber Shakespeare siendo un niño
en Warwickshire. Oberón, cuya morada describe Spenser en La reina de las hadas, parece ser
descendiente de Prometeo, ha sido identificado también con el rey enano Alberich del Cantar de los
nibelungos, el cual, a su vez, dio pie al francés Auberich-Auberon; su rastro ha sido seguido incluso
hasta el panteón de los dioses hindúes.

En las Metamorfosis de Ovidio, Titania, la mujer de Oberón, es uno de los nombres que se da a
Diana; y en «Las transformaciones de Tinykin» la vemos en la figura de una diosa medio erótica,
medio maternal.

No podemos aquí, por razones de espacio, exponer las diversas teorías que explican los orígenes de
los cuentos de hadas —su invención, transmisión y difusión—, pero en Inglaterra hay algunas
figuras realmente genuinas, y entre ellas la más famosa es Robin Goodfellow. Conocido con el
nombre de Puck y asociado con el diablo (poucke), es también Lob yaciendo junto al fuego, el
Lubber Fiend del Allegro de Milton, y el Puck del Kipling de Pook Hill. T. F. Dyer asegura incluso
que Cwm Pucca (Puck Valley, en el país de Gales) es el escenario original de El sueño de una noche
de verano.

Chaucer, Nashe, Shakespeare, Drayton, Herrick y Fletcher tenían buenos conocimientos acerca del
mundo de las hadas y los utilizaron —ya que probablemente no se los tomaban tan en serio como
los informantes de Evans-Wentz— para sus propios fines. Mantuvieron, con todo, viva la llama de
la tradición.

Tras ellos, la «fe» fue preservada en Inglaterra por los llamados chapmen, vendedores ambulantes
que recorrían todo el país ofreciendo pliegos de noticias, baladas y aleluyas. En el siglo XVII todo
este material fue recogido en libros, y las historias de Jack el gigante asesino, Guy de Warwick,
Dick Whittington, Pulgarcito, Robin Hood, Cock Robin, el Doctor Fausto y Francis Drake pudieron
ser leídas por niños y adultos; así se ve en el relato que hizo sir Richard Steele de los hábitos de
lectura de su nieto: Lo he visto muy versado en las fábulas de Esopo; sin embargo, me ha
confesado, con franqueza, que «no disfrutaba de aprender tales cosas, porque no creía que fuesen
ciertas»; he descubierto que, por esta razón, durante el pasado año, ha volcado sus estudios en la
vida y las aventuras de Belianis de Grecia, Guy de Warwick, los Siete Campeones, etc. […] Era
capaz de reprochar a Bevis su talante apasionado, y de gozar con san Jorge por ser el «campeón» de
Inglaterra; y de esta forma su pensamiento se ha ido fraguando en las ideas de discreción, virtud y
honor […]. «En cambio, la pequeña Betty», me dijo su madre, «se interesa más por los duendes y
las hadas». Apréciese cómo van «fraguándose» por sexos los hábitos de lectura: aventuras para los
chicos, hadas para las chicas. En cualquier caso, este tipo de colecciones vino a crear lo que, en
palabras de Harvey Dorton, fue «una biblioteca universal, y al mismo tiempo una sub-historia de la
literatura inglesa […]

De 1700 a 1840, aproximadamente, estos libros de cuentos recopilaron la literatura popular de


cuatro siglos en una forma reducida y deteriorada, la mayor parte adaptada para uso de los niños y
de la gente prácticamente iletrada del campo» (citado de Children’s Books in England, 1932;
reimpr. 1958: aún hoy sigue siendo el libro más concienzudo, informativo e interesante sobre la
historia de esta literatura).

Hacia finales del siglo XVIII, la tradición de las hadas fue confinada bajo tierra. Mientras William
Blake creaba los mayores poemas jamás escritos para «niños de todas las edades», la señora
Trimmer, su coetánea más famosa, se dedicaba a fundar una revista llamada The Guardian of
Education, en cuyas páginas reseñaba libros, contestaba un consultorio y emitía, por norma,
diversos juicios ex cathedra. Proscribió por ejemplo el cuento de la Cenicienta de las bibliotecas
infantiles después de que un lector le escribiera que el cuento «pinta algunas de las más bajas
pasiones que puede cobijar el corazón humano, y que no deberían, en lo posible, llegar al
conocimiento de los niños: pasiones como la envidia, los celos, la vanidad, cierto desprecio hacia
las madrastras y hermanastras, cierta afición malsana por los vestidos de gala, etc., etc.». También
se prohibió Robinson Crusoe (el único libro que Rousseau aprobaba para los niños) porque podía
ocasionar «un deseo prematuro de una vida de viajes y aventuras». Los cuentos de Mamá Ganso
«sólo sirven para llenar la cabeza a los niños de ideas confusas sobre sucesos maravillosos y
sobrenaturales, obrados por la acción de seres imaginarios».
En su Essay on Christian Education, la señora Trimmer lo resumía así: «Antiguamente los libros
para niños, tanto los que instruían como los que divertían, se reducían a un pequeño número de
obras; recientemente se han multiplicado hasta unos límites asombrosos y alarmantes, y en ellos se
agazapan un sinfín de mentiras nocivas». Esta manera de pensar es en parte el resultado de la
herencia puritana de la actitud observada hacia los niños un siglo antes. Uno de los libros más
sorprendentes de esa época, escrito por James Janeway, lleva el explícito título de «Un regalo para
los niños: el cual contiene un relato exacto de las vidas devotas, santas y ejemplares, y de las
muertes gozosas, de varios niños pequeños. A las que se añaden oraciones y bendiciones que a los
niños conviene saber». Uno de sus muchos grabados muestra a unos niños jugando con una peonza
(un grave pecado); otro, a otro niño contemplando un cadáver. El texto, como reza el título, cuenta
las muertes de pequeños mártires que tomaron conciencia de ser «por naturaleza niños de la Ira».
Por lo demás, Janeway advierte a los padres: «¿Es que las almas de vuestros hijos carecen de valor?
[…] No son demasiado jóvenes para morir, ni para ir al Infierno, ni para servir a su gran Maestro;
no lo son para ir al Cielo».

La obra de John Bunyan El peregrino se convirtió rápidamente en un clásico de las lecturas


infantiles; Bunyan escribió, sin embargo, un libro especialmente dirigido a los niños, Divine
Emblems. Uno de esos emblemas, titulado «La abeja», dice: La abeja vuela, y con la miel vuelve a
su mansión Y los que la miel buscan tropiezan con un aguijón; Quien la miel quiera sin dejarse
picar Antes de nada a la abeja habrá de matar. Sobre este emblema ha dicho Harvey Danton:
«Herrick, Milton y el doctor Watts vieron en la abeja metáforas y enseñanzas. Sólo Bunyan
concibió el insecto como algo inmoral». (Y no sólo inmoral: recomendaba la pena de muerte).

Esta actitud vituperativa, que aún hoy contamina la mayor parte de nuestras virtuosas ideas
políticas, fue suavizada por Locke, Rousseau y sus seguidores. En oposición al carácter básicamente
didáctico y amenazante de la mayoría de los autores de libros para niños, escritores como Maria
Edgeworth, Thomas Day, Isaac Watts, William Roscoe y más tarde Catherine Sinclair empezaron a
escribir obras sobre y para niños de verdad. El espíritu del puritanismo, no obstante, perduró en los
lugares más inusitados.

Veinte años después de haber ilustrado la primera edición inglesa (1923-1926) de los cuentos
populares de Grimm, George Cruikshank, ahora abstemio recalcitrante y moralista contumaz,
renegó bruscamente de lo hecho y reescribió los cuentos como si fueran tratados de continencia. En
la «nueva» versión, cuando Cenicienta va a contraer matrimonio, «todo el vino, cerveza y alcohol
que había en aquel lugar fue reunido y apilado en la cima de un monte en las cercanías de palacio, y
la noche de la boda se encendió una gran hoguera». Hasta la señora Trimmer se habría ruborizado
de tal intervención.

Nuestra infancia sería entonces como el río Leteo, de cuyas aguas bebimos a fin de no disolvernos
en el Todo pasado y futuro, a fin de establecer los límites de nuestra personalidad. Vivimos en una
suerte de laberinto; no encontramos el hilo que nos llevaría a la salida y, sin duda, que no lo
encontremos es fundamental. Por ello mismo, anclamos el hilo de la Historia al lugar donde se
quiebra el de nuestros propios recuerdos, y cuando se nos escapa la propia existencia, vivimos en
la de nuestros antepasados.

K. P. Moritz (citado por Bachelard en La Poétique de la rêverie)

En los primeros años del siglo XVIII, se tradujeron al inglés los Cuentos de Mamá Ganso de
Perrault. También por esas fechas se conocieron los cuentos de la condesa d’Aulnoy («El gato
blanco» y «Ricitos de oro»). La primera traducción inglesa de Las mil y una noches apareció en
1704-1717 (si bien algunas de sus historias se habían «colado» ya en Esopo, las Gesta Romanorum,
y en el «Cuento del escudero» de Chaucer). En 1818 Benjamin Tabart publicó una colección
revisada de cuentos de Perrault: entre ellos, «La Bella y la Bestia» (que procedía de Le Cabinet des
Fées, compendio de cuentos de hadas franceses del siglo XVIII), «Aladino» y «Pulgarcito». Pero
tuvo que llegar la traducción de los cuentos populares alemanes de los hermanos Grimm (1823-
1826) para que se decretara la «aceptación literaria» del género. Un par de años después se publicó
Pedrito el greñoso, en la década de los treinta se popularizó la primera versión de «Los tres ositos»
de Robert Southey, en 1846 se tradujeron los cuentos de Hans Christian Andersen, se imprimieron
docenas de recopilaciones de cuentos populares, en 1845 el reverendo F. E. Paget publicó The Hope
of the Katzekopfs (una de las primeras novelas de importancia basadas en un cuento de hadas), y
John Ruskin, en el prólogo de una edición de 1868 de cuentos populares alemanes, escribía que un
niño … no tiene por qué escoger entre el bien y el mal. No tiene por qué ser capaz de hacer el mal.
No tiene por qué concebir la idea del mal […]. Obediente, como la nave al timón, no mediante la
fuerza y la brusquedad, sino en la libertad del curso luminoso de su vida constante… Educado,
encomendado a serlo cada día, con muestras de confianza que lo honren y pequeñas satisfacciones
de camaradería infantil en actos de bondad… Disciplinado, no por ideas morbosas acerca de los
viles apetitos y los malos pensamientos, sino por la alegría vital de una vida sin lujos, por el gozo de
poseer poco, que es de tan sabio criterio… Un niño así educado no tiene ninguna necesidad de
cuentos de hadas morales. «Su voz era como una tormenta en aquellos días», dice Darton
refiriéndose a Ruskin. «Con estas palabras, casi cinco siglos después de que la mujer de Bath
abominara de los estragos de las hadas, el distinguido profesor de Arte de Oxford levantaba la
prohibición».

En el período comprendido entre 1840 y 1890, la Inglaterra victoriana fue testigo del mayor
florecimiento del género infantil producido en toda la historia de la literatura. No es, este
aserto, exagerado. En el curso de estos cincuenta años, además de las obras reunidas en esta
antología, vieron la luz The Water-Babies de Charles Kingsley, los libros de Alicia y Sylvie y
Bruno, la poesía «absurda» de Lear, El anillo y la rosa de Thackeray, At the Back of the North Wind
y The Princess and Curdie de George MacDonald, Novela de vacaciones de Charles Dickens,
Prince Prigio y Prince Ricardo de Andrew Lang, y las novelas de Mrs. Ewing, Mrs. Mollesworth y
Jean Ingelow. Proliferaron revistas infantiles como Aunt Judy’s Magazine (publicada por Mrs.
Gatty, madre de Mrs. Ewing), Chatterbox, Good Words for the Young, The Charm, Little Folks, etc.
Empezaron a publicarse, en número extraordinario, colecciones de cuentos de hadas, entre ellas las
famosísimas English Fairy Tales (1890) y Celtic Fairy Tales (1893) de Joseph Jacobs, así como los
doce volúmenes, aún populares hoy, de Blue-to-Lilac de Andrew Lang, el primero de los cuales —
The Blue Fairy Book— apareció en 1889. Por último, durante este período, se extendió la obra, aún
no superada, de ilustradores como George Cruikshank, Richard Doyle, John Tenniel, Walter Crane,
Eleanor Boyle (E. V. B.), Randolph Caldecott, Kate Greenaway y el extraordinario Laurence
Housman, el hermano injustamente menospreciado de A. E. Housman. (Sus cuentos de hadas son
un dechado de preciosismo, pero sus ilustraciones para «El mercado de los duendes» de Rossetti,
así como tantas otras realizadas para otras obras, son realmente deslumbrantes).

Ninguna causa por sí sola puede dar cuenta de tan abrumadora proliferación. Escribir cuentos de
hadas para niños se había convertido en una actividad literaria legítima. No es sólo que los
escribieran Thackeray, Ruskin, Dickens y Christina Rossetti, sino que los autores del género se
preocupaban menos, en general, que sus contemporáneos «adultos» por los debates sobre «moral
estética» que habían impulsado el mismo Ruskin, Tennyson, Arnold, Buchanan y Pater. En cierta
medida, estos autores trascendieron la viejísima discusión en torno a los fines de la «literatura»
(deleite en oposición a instrucción), así como —en lo que a lecturas infantiles atañe— la pugna
existente entre el tratado moral y el cuento de hadas. Muy pocas «autoridades» en materia infantil,
ciertamente, habrían sido capaces de suscribir lo que un comentarista de la utilitarista Westminster
Review: «La literatura es una seductora: casi podríamos decir una prostituta; puede haber algo en
ella que nos entretenga… pero ay de aquella nación cuyos políticos escriban versos».

La literatura infantil de este período tuvo casi siempre una base religiosa o moral, pero fue a
menudo a costa de este conflicto entre innovación y moralidad (o entre erotismo y moralidad, como
se ve en «El mercado de los duendes» de Christina Rossetti) como se gestaron algunas de las obras
magnas de la época. Tampoco puede atribuirse sólo a causas sociales este auge que se produjo en
Inglaterra con mayor intensidad que en el resto de Europa. Es cierto que la distinción del inglés
entre infant y child parece ser indicio de una más sutil estimación del estado y el hálito de la
infancia que la que comunica su correspondiente francés enfant, que abarca con una sola voz todos
los matices.

Es tentador acercarse a la idea propuesta por Michel Foucault de que «en el período clásico, la
melancolía de los ingleses se explicaba sin dificultad por el influjo del clima marítimo, del frío y de
la humedad, de la inestabilidad del tiempo; todas esas finas gotas de agua que penetran las fibras y
conductos del cuerpo humano y hacen que pierda su consistencia lo predisponen igualmente a la
locura».

Las célebres excentricidades a las que se ven asociadas figuras como Lewis Carroll o Edward Lear
y otros quizá sirvieran para probar que existe alguna conexión entre la locura y el hecho de escribir
para niños: no en vano indica Foucault que el juicio del siglo XIX acerca de la «locura» relegaba a
quien la poseía al status de la niñez. La causa real de la magnitud de la literatura infantil en la
era victoriana es que, por vez primera, hombres y mujeres pudieron explorar su sensibilidad
infantil sin necesidad de disculpar sus deseos y sin tener que recurrir a coaoartadas (como
Perrault creyó que tenía que hacer).

Soy del parecer, pese a lo dicho, de que, al igual que los libros de Alicia, las obras recogidas en esta
antología se disfrutan y entienden mejor con una lectura de «adulto», pues la recuperación de la
infancia —de la que estos cuentos dan buena cuenta— ha devuelto a la literatura inglesa la
sabiduría telúrica y animista que la tendencia dominante de la cultura victoriana se empeñó en
denostar: la misma «sabiduría» que es una de las bases naturales de la literatura hispanoamericana
(Estrada, Asturias, García Márquez, Paz y Neruda), o de un escritor como I. B. Singer, cuyas
«ficciones» judeoamericanas — enraizadas como están en la estática tradición cultural del
hasidismo— no cesan de apuntar a lo mágico y lo demoníaco como hechos de los más
fundamentales e influyentes de la existencia humana.

Y si bien es cierto que el género del cuento de hadas degeneró, en las postrimerías del período
Victoriano, en un sentimental y dieciochesco ramillete de amapolas sobre el que derramaban sus
lágrimas las damas de las escuelas de arte, también debe decirse que esta edad de oro redescubrió y
modeló la tradición feérica que la cultura «oficial» había sido incapaz de reprimir: de hecho, no
dejará de reaparecer en las fantasías «adultas» de novelistas como William Morris, Lord Dunsany y
E. R. Eddison, en escritores como A. E., W. B. Yeats, James Stephens y Herbert Read (The Green
Child), y también en la música rock en las canciones de Donovan (A Gift from a Flower to a
Garden), Tyrannosaurus Rex (My People were Fair, Prophets, Seers and Soges), y especialmente de
Pink Floyd (The Piper at the Gates of Dawn) y de la Incredible String Band.

Es interesante notar que fueron los «niños» de posguerra de la clase media inglesa los que
redescubrieron, en su música y su cultura, la importancia de creer en las hadas. Creyéndose «niños
de Los», despertaron de su sueño a las criaturas de Oz y del Flautista a las Puertas del Amanecer
mientras su memoria volvía los ojos hacia Stonehenge y Glastonbury. Se ha debido en gran parte al
éxito de la literatura infantil victoriana que Kenneth Grahame haya podido escribir una novela
situada en Oxfordshire y protagonizada por misóginos caballeros ingleses y que el resultado haya
sido El viento en los sauces… mientras en los Estados Unidos L. Frank Baum producía El mago de
Oz —hoy por hoy la mayor contribución angloamericana al cuento de hadas—, que no es más que
la historia casi sufí de un leñador hecho de hojalata que quiere tener corazón, un espantapájaros que
quiere tener inteligencia, un león que quiere ser valiente, y una muchachita que quiere encontrar el
camino de casa. Son cosas éstas, por supuesto, que los personajes tienen ya dentro de sí mismos,
como van revelándose unos a otros en el curso de la historia.

Y en El señor de los anillos, Tolkien, como un arqueólogo de la tradición feérica, definió y se


adentró, en un esfuerzo indecible, en los ocultos dominios de la conciencia, perdida por el hombre,
del reino secreto, imaginando a la vez las posibilidades de un mundo «reformado» en el cual la
conciencia iba a ser tan grande, y al mismo tiempo tan pequeña, como un grano de arena. Steven
Marcus ha demostrado que el mundo de la pornografía victoriana fue el «espejo» de su canon
imperante de decencia.

Sin embargo, como puntualiza Gertrude Himmelfarb, las múltiples manifestaciones del
«escepticismo» Victoriano —utilitarismo, positivismo, darwinismo, humanismo estético y
racionalismo— incrementaron de hecho la virulencia del celo moralista. «No era la moralidad»,
dice, «la que exigía la seguridad de la religión; era el incrédulo quien exigía esa seguridad, y no en
aras de la moralidad, sino de la fe misma. Y desprovisto de la seguridad de la fe, compensó su
carencia, a veces con creces, apurando al extremo la moralidad que estaba a su alcance». La
relación de esta moralidad con el «concepto» de niño produce contradicciones y confusos
propósitos en la tarea de escribir sobre y para ellos. Tan posible es encontrar héroes pasivos y
oprimidos en la línea de Oliver Twist o el Wooden Tony de Mrs. Clifford como tropezarse con niños
activos, iniciados en lo espiritual, como los de los cuentos de George MacDonald («La llave de oro»
y «Niño de Sol y niña de Luna»).

Entre los dos extremos, un gran número de autores intentó servirse del «niño» como una forma de
mediar en las exigencias conflictivas de cambio evolutivo y progreso ético, de medio ambiente y
tecnología, del señor Podsnap y el señor Gradgrind. En este punto la descripción del niño se
convirtió en un vínculo entre dos creencias aparentemente irreconciliables. Y el «niño», habiéndose
erigido de tal modo en el crisol del ideal de bondad, se encontró representando un emblema de
totalidad. El «niño», a pesar de todo, no era sólo una «solución»; reflejaba también la etiología de
unas afirmaciones vacilantes en materia social. Las tesis uniformistas de Chambers y Lyell, que
cuestionaban la idea teológica de una Creación producida en un momento concreto del tiempo,
sacaron a colación el problema de los orígenes; y, como ya se ha dicho antes, el arquetipo infantil
implica de manera especial un compromiso con los misterios de los Orígenes. El Viaje del Beagle
de Darwin era indicio, por otra parte, de una ansiedad ontológica semejante. Según ha observado
Jan Gordon, «el zoológico que pulula por Alicia en el País de las Maravillas se emplaza ya
claramente en un recinto postdarwiniano, donde puede invocarse la existencia de nuevas especies
simplemente con una mutación de la imaginación de la niña o en función de su tamaño. Son el
producto de una inteligencia antropomórfica». También la cuestión de la identidad no sólo sexual y
social sino también espiritual se somete a revisión constante en la literatura infantil de este período;
el cuento de Maggie Browne «Se busca un rey» es un ejemplo del primero de estos intereses, y los
cuentos de George MacDonald del segundo. La búsqueda del pasado y de la verdadera personalidad
es también un tema que atraviesa toda la literatura victoriana (baste recordar a Pip, a Little Joe o a
Dorothea Brooke). Y mientras Mary de Morgan subraya la nostalgia descorazonados del «hogar
perdido» (véase «Los vagabundeos de Arasmón»), George MacDonald tomará el mitologema del
«huerfanito» para identificarlo —de la misma forma que en el gnóstico Hymn of the Pearl— con el
alma. No es posible pasar por alto la importancia que tuvo en la literatura infantil victoriana la
tradición evangélica. Mientras muchos autores como Mrs. Ewing o Mrs. Molesworth parecen
suscribir de forma temperamental el ideario de los «derechos de la propiedad y los deberes del
trabajo», y aunque con frecuencia identificaron la redención con la redención de clase —como hizo
la mayoría de las novelas «adultas» victorianas—, su insistencia en la necesidad individual de una
experiencia interior basada en una realidad espiritual desinteresada las vincula ciertamente a Pusey,
Keble y John Mason Neale, si no a Wesley, a William Lay y a socialistas cristianos posteriores
como Charles Kingsley, J. M. Ludloy y F. D. Maurice (que fundó un colegio para miembros de la
clase trabajadora y fue, de paso, una de las más notables influencias de George MacDonald). Las
obras reunidas en esta antología se ven animadas, de un modo u otro, por esta tradición evangélica
tan encarecedora de la regeneración y la redención, es decir, de una especie de Selbsttdtung (un
término de Michael Hamburger que equivaldría a «egocidio»), y en este sentido sus intereses no se
alejan demasiado de algunas novelas victorianas como Grandes esperanzas, Los trabajos de Richard
Feverel o Romola, o de los originales dramas de Mill y Newman. Tras los cuentos que aquí
ofrecemos, se halla la posesión feérica de «Las transformaciones de Tinykin», la sátira política de
«Petsetilla’s Posy», o la educación social de «Children of the Castle», se halla la posibilidad del
kairós, de la edad de la gracia. Es la edad del cuento de hadas —érase una vez—, la edad en que el
presente se nos revela eterno otra vez.

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