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El ser humano tiende por inercia y costumbre a usar determinados símbolos que, de
alguna manera trascendente y significativa, marquen una serie de hitos o puntos de
inflexión en su vida. Siempre ha sentido la necesidad de emplear signos visibles, objetos
tangibles y variables semánticas literarias y artísticas para señalar instantes vitales que han
supuesto un antes y un después en sus vidas. Son una especie de recordatorios de lo que
pudo ser y no fue, de lo que es y de lo que puede ser. Nos aferramos muchas veces a
pequeños retazos de realidad para comprobar que nada de lo que sucedió fue un sueño, o
una pesadilla, según sea el caso. Podríamos decir que se tratan de amuletos a los que damos
un valor subjetivo aunque en términos de precio monetario no tengan una excesiva tasación
económica. Estos objetos que guardamos en cajas, arcones, álbumes o cajones de armarios
son como pedazos del alma, como signos de que algo relevante e importante aconteció en
nuestra ruta de la vida, y que dejó una huella imborrable en el tiempo. Los conocemos
como objetos con valor sentimental, objetos de los que no podemos separarnos si no
queremos renunciar a un trozo de lo que somos.
También existen objetos que pierden su valor cuando otras cosas los sustituyen y
mejoran. Son aquellas cosas que poseemos y que nos hacen mal. Son elementos de nuestra
vida pasada que nos recuerdan nuestros malos ratos, nuestras fragilidades y nuestros sueños
rotos. Los atesoramos, bien para rememorar lo limitado y lo estúpido de algunas decisiones
que tomamos y así aprender de los errores del pasado, o bien para autoflagelarnos e
infligirnos una suerte de penitencia sufriente, morbosa y hasta masoquista. Son parte de
nosotros porque sentimos que al olvidarlos podemos volver a cometer las mismas
equivocaciones ruinosas. Algunos objetos deben ser por fin eliminados de nuestro bagaje
vital, sobre todo cuando queremos hacer sitio a nuevas y más hermosas experiencias que
deben opacar y sustituir esos símbolos del caos y el dolor. En el caso que nos ocupa, es
interesante observar que lo que traía en sus brazos la mujer samaritana, su cántaro, símbolo
de su necesidad física de beber agua y de su sequedad espiritual, es dejado a un lado para
encontrar un sentido y un propósito nuevos en la satisfacción de la sed de perdón.
Tal era el calado y calibre de la transformación realizada por Dios en esta mujer, que
parece que nadie puso objeciones, trabas u obstáculos a su mensaje. Es más, en la narración
evangélica de Juan contemplamos a un enjambre de samaritanos que pugnan por alcanzar el
lugar en el que Jesús todavía estaba junto con sus discípulos. Normalmente, los samaritanos
se unían con intención de usar la violencia con un judío que transitara por su territorio, pero
en este caso, un gran número de ellos llegaron a depositar su fe en Jesús como Mesías a
causa del impactante y maravilloso testimonio de la mujer samaritana. Y cuando cualquier
samaritano hubiese expulsado con cajas destempladas a un judío, el deseo ardiente y
apasionado que había inflamado sus corazones, les lleva a rogar a Jesús que se quedase al
menos un par de días entre ellos para recibir su enseñanza. Al cántaro gozoso de la mujer
samaritana se unen más cántaros que desean llenarse de la vida eterna que Jesús encarna y
transmite con sus palabras. Un coro de voces agradecidas a la mujer se une a la confesión
más hermosa y decidida que cualquier ser humano pudiera hacer nunca: “Sabemos que
verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo.” Deja hoy tu cántaro de barro, tu
símbolo de fracaso y padecimiento, en el pozo, y corre con el corazón bien lleno del
Espíritu y del mensaje del evangelio de Cristo.
Publicado 11th August 2016 por EVANGÉLICO REFLEXIVO
Etiquetas: AGUA DE VIDA JUAN MUJER SAMARITANA
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