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BLACK LIVES MATTER: LOS POSMODERNOS “CAZADORES DE

VAMPIROS”

Tradicionalmente se vincula, un tanto pomposamente, el siglo XVIII con el comienzo de la


expresión máxima de la racionalidad en la historia humana. Así se habla del siglo de las luces
como el periodo histórico en el que nuestros queridos ilustrados franceses, escoceses y
alemanes nos libraron de eso que Kant llamó la “minoría de edad intelectual”. Esta visión, ya
francamente superada, obvia que el siglo XVIII también fue la expresión de hechos tan poco
racionales como la sangrienta revolución francesa, el comienzo del romanticismo o un hecho
algo menos conocido por el gran público pero que en su momento tuvo un enorme impacto en
amplias zonas de Europa: la creencia en los vampiros. A mediados del siglo XVIII en zonas de
Prusia oriental y en los dominios surorientales de los Ausgburgo , fundamentalmente en Serbia
y Valaquia, se instaló con una fuerza inusitada la creencia en los vampiros. No es que no
hubiera existido una creencia, ya entonces milenaria, en la existencia de seres de ultratumba
que se nutren de la sangre de los vivos. Ya los antiguos mesopotámicos creían en la diosa
vampira Lamashtu o la mitología griega nos narraba la existencia de las empusas que eran
guardianas del Hades. Hasta el siglo XVIII la creencia en los vampiros formaba parte de las
leyendas y del floclore popular. Nadie en su sano juicio tenía la tentación de atribuir realidad
alguna a estas criaturas infernales.

Fue durante unos años del llamado siglo de las luces cuando se atribuyó cierta verosimilitud a
la existencia de los vampiros con célebres casos como los del campesino serbio Petar
Blagojevic o Arnold Pavle a los que, después de su muerte, se les atribuyó la responsabilidad
por la muerte de varios de sus conciudadanos, supuestamente por el vampirismo de éstos
últimos. Los sucesos originaron tal ola de histerismo en forma de profanaciones de tumbas
para clavar estacas a estos supuestos no muertos (hajduk o nosferatu) o linchamientos a
supuestos aliados de las fuerzas del mal, que las propias autoridades políticas se vieron
obligadas a admitir su posible existencia y a destinar recursos públicos a la búsqueda y caza de
estos seres de ultra tumba. El vampirismo entonces se convirtió, en plena era de las luces, en
el equivalente de lo que hoy la izquierda, no sólo la más ultramontana, llama violencia
estructural. Una forma no expresa de violencia, supuestamente institucionalizada y que se
ejerce sobre ciertos grupos sociales por el mero hecho de serlo. Entonces y ahora esto que
entonces se llamaba vampirismo y hoy machismo estructural, racismo, interseccionalidad no
dejan de ser formas secularizadas con las que referirse a la noción del mal absoluto.

Hace unos días fallecía en extrañas circunstancias el afroamericano George Floyd a manos
presuntamente del agente de policía de Minneapolis Derek Chauvin. Como consecuencia de
este luctuoso suceso la mayoría de los medios de comunicación norteamericanos y de buena
parte del mundo occidental, presuntamente racional, se lanzaron a una campaña de agitación
y de intoxicación de la opinión pública, vinculando un posible caso de violencia policial, con
una nueva expresión de eso que llaman ahora “violencia estructural” y que tiene múltiples
traducciones para la izquierda según el colectivo al que se quiera inflamar por medio de una
dialéctica reduccionista de la realidad para la que todo es o blanco o negro, sin que quepa la
más mínima posibilidad de que exista una escala de grises. Los proponentes de la teoría del
odio racial generalizado en los Estados Unidos sostienen que dicho país es el epitome de una
forma de racismo generalizado disfrazada de una hipócrita igualdad de oportunidades con la
que se asocia al llamado sueño americano. Las personas de color o afroamericanas, según la
terminología establecida por las élites blancas progresistas de las universidades de la Ivy
League, tienen muchas menos oportunidades de encontrar empleos decentes, sufren muchos
más episodios de violencia policial, tienen peores oportunidades educativas. En definitiva que
no existe demasiada diferencia entre el régimen del apartheid sudafricano y el modelo de
sociedad norteamericano. A lo sumo el del puro cinismo de presentar a los Estados Unidos
como un ejemplo de sociedad que ha logrado integrar en su seno poblaciones de muy
diferente origen a lo largo de su historia, no sin conflictos y con episodios puntuales de
racismo.

Lo primero que llama la atención es la enorme virulencia de las protestas callejeras,


hábilmente instrumentalizadas por movimientos como el controvertido Black Lives Matter,
responsable de la generalización de una forma inversa de racismo, o el movimiento antifa. El
movimiento Black Lives Matter saltó a la palestra en 2014 tras la controvertida muerte del
adolescente de color Trayvon Martin por los disparos de George Zimmermann en el sur de
Florida, el cual resultaría absuelto al considerar el hecho como un supuesto de legítima de
defensa. Dicho movimiento en seguida se especializó en la denuncia de multitud de casos de
violencia policial contra la población de color norteamericana. Movimientos como el Black
Lives Matter son a la sociedad posmoderna lo que los cazadores de vampiros eran a la
sociedad de las luces. Expresiones de pura irracionalidad y fanatismo en el seno de sociedades
supuestamente racionales y cabales

A la hora de enjuiciar este tipo de asuntos tan delicados, que involucran los derechos civiles no
sólo de las minorías sino la propia presunción de inocencia sobre la que se erige el propio
estado de derecho, hay que hacer una serie de puntualizaciones. En primer lugar que es
innegable que en parte de la sociedad norteamericana se albergan sentimientos racistas. No
sólo en parte de la población blanca sureña, como tradicionalmente se ha venido sostenido,
casi desde el momento en que se estrenara la película de D.W Griffith El nacimiento de una
nación en 1915 y que originó una ola de protestas en su momento. También parte de la
población de color del país ha caído presa de un discurso victimista del odio que retroalimenta
una espiral de violencia verbal que está acabando por incendiar a buena parte de la sociedad
norteamericana. Tampoco es inmune a la acusación de racismo la élite progresista
norteamericana que instrumentaliza, manipula y enarbola la causa de los derechos civiles de la
población de color en un intento por desprestigiar al partido republicano y al conservadurismo
norteamericano en general. Una estrategia que ha tenido más éxito fuera de los Estados
Unidos, donde el conocimiento de la historia de dicho país es más escaso, que en los propios
Estados Unidos donde cualquier escolar todavía conoce el hecho incontrovertido de que
históricamente el partido racista fue el demócrata y no el republicano que nació precisamente
como una respuesta al problema de la esclavitud que amenazaba con dividir para siempre al
país alumbrado por los Washinton, Adams, Jefferson y compañía.

Durante esta ola de violencia generalizada que están viviendo los Estados Unidos se está
pudiendo comprobar la obscena manipulación que de un hecho lamentable, pero todavía no
juzgado ni debidamente aclarado, se está haciendo por parte de unas élites progresistas que
no encuentran la manera, legal o ilegal, de deshacerse del fenómeno Trump.

Estados Unidos como cualquier democracia que es verdaderamente un estado derecho no es


inmune al abuso del poder. La diferencia de un estado de derecho con respecto a uno que no
lo es que en cuando impera el derecho, los abusos de poder se investigan al mismo tiempo que
se intentan preservar derechos tan esenciales como la presunción de inocencia. Los políticos
responsables y serios se colocan del lado de la ley y no fomentan ni el linchamiento mediático,
ni la violencia generalizada. Tampoco actúan como Justin Trudeau, primer ministro
canadiense, alimentado tóxicamente con sus declaraciones este clima de victimización
generalizada, más propia de una sociedad de tarados emocionales que de auténticos
ciudadanos. Tampoco actúan tan vilmente como el expresidente española Rodríguez Zapatero
alimentando con su discurso de odio la oportunidad de acabar con la democracia liberal
norteamericana y así poder ganar espacios de impunidad para las narco-dictaduras del
socialismo del siglo XXI que este siniestro personaje apadrina con tanto fervor.

Cuando las masas ciegas por el odio y bajo el influjo de la superstición se entregan al pillaje, al
vandalismo y la más pura irracionalidad, los buenos gobernantes no inflaman más el discurso,
con apelaciones a la violencia, actúan con mesura y racionalidad como hizo la emperatriz
María Teresa de Austria enviando a su médico personal Gerhard van Swieten a investigar los
hechos y así demostrar la falacia de base que alimentaba el clamor popular. Haciendo uso del
célebre principio de la navaja de Ockham el médico holandés demostró que era mucho más
factible atribuir esos supuestos sucesos sobrenaturales a la acción de ciertas enfermedades o a
la acción de las propias leyes naturales.

Sólo una investigación racional, imparcial y sujeta a derecho puede conducir a una de estas dos
posibilidades. La primera que estemos ante un supuesto de abuso de autoridad de un policía al
que se le pueda imputar un homicidio, probablemente por imprudencia. Lo que debería, si
todos fuéramos racionales, llenar a las propias organizaciones pro-derecho civiles de confianza
y orgullo en su sistema político. La segunda hipótesis que se trata de un falso caso de abusos
policiales, como el ocurrido en 1991 con el caso Rodney King, en el que los medios de
comunicación norteamericanos se equivocaron gravemente. En cuyo caso los medios de
comunicación habrían vuelto a poner de manifiesto el triste papel que desempañan en esta
sociedad dominada por la toxicidad de unas ideas supuestamente emancipadoras de unos
colectivos a los que instrumentalizan con el único propósito de imponer su ideario totalitario.

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