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CLÁUSULA CONTRACTUAL

(Condición de Empleo)

CLIFFORD D. SIMAK

Condition of Employment (Galaxy Abril de 1960)

Publicado originalmente en Galaxy Magazine en abril de 1960, “Condition of


Employment” fue vendido en realidad a Horace Gold a finales de 1958. Se hace
eco, en cierto modo, del tema de “Huddling Place” (Encierro, serie Ciudad
1944), una notable historia que Cliff había escrito más de una década antes
sobre el efecto de un enfermedad psicológica en un viajero espacial.

David W. Wixon
CLÁUSULA CONTRACTUAL

CLIFFORD D. SIMAK

Condition of Employment (Galaxy Abril de 1960)

Ilustraciones por MACK

La ciencia y la tecnología han hecho maravillas para resolver los


problemas de la propulsión de naves espaciales en el espacio.
Donde aún estamos muy atrasados es en el estudio de la
propulsión humana. ¿Qué, en efecto, impulsa al hombre a
enfrentarse al espacio? (De la edición de Galaxy en italiano Mayo
1960)

Había estado soñando con su casa y, cuando se despertó, cerró los ojos con
fuerza en un esfuerzo desesperado por no perder el sueño. Conservaba algo de
él, pero era borroso y débil y carecía de la nítida distinción y el color del sueño.
Podía contárselo a sí mismo, sabía exactamente cómo era, podía recordarlo
como una cosa y un lugar perdidos y lejanos, pero no estaba allí como había
estado en el sueño.
Pero aun así, cerró los ojos con fuerza, porque ahora que estaba despierto,
sabía lo que verían, y se resistió a la monotonía y la frialdad de la habitación en
la que yacía. Pensó que no se trataba sólo de la monotonía y el frío, sino
también de la soledad y la sensación de no pertenencia. Mientras no la viera, no
tenía por qué aceptar esta dura realidad, aunque se sentía al filo de ella, y le
estaba alcanzando, llegando a través del color la calidez y la amabilidad de este
otro lugar que intentaba mantener en su mente.
Al final fue imposible. El tejido del sueño aferrado se hizo demasiado fino y
frágil para protegerlo del golpe de la realidad, y dejó que sus ojos se abrieran.
Era tan malo como lo recordaba. Era monótono, frío y duro, y allí estaba la
enloquecedora enajenación esperándole, agazapada en un rincón. Se tensó
contra ella, tratando de armarse de valor, endureciéndose para levantarse y
enfrentarse a ella un día más.
El yeso del techo estaba agrietado y se había desprendido en grandes y feas
manchas. La pintura de la pared estaba descascarillada y por ella se extendían
manchas oscuras de las veces que se había filtrado la lluvia. Y estaba el olor, el
olor rancio de un ser humano que llevaba demasiado tiempo encerrado en
aquella habitación.
Mirando al techo, intentó ver el cielo. Hubo un tiempo en que podría haberlo
visto a través de este techo o de cualquier otro. Porque el cielo le había
pertenecido, el cielo y el espacio salvaje y oscuro más allá de él. Pero ahora los
había perdido. Ya no eran suyos.
Unas marcas en un libro, pensó, una anotación en el registro. Eso era todo lo
que se necesitaba para destrozar la carrera de un hombre, aplastar su esperanza
para siempre y mantenerlo atrapado y exiliado en un planeta que no era el suyo.
Se incorporó y pasó los pies por encima del borde de la cama, buscando los
pantalones que había dejado en el suelo. Los encontró, se los puso, se calzó los
zapatos y se puso de pie en la habitación.
La habitación era pequeña, mezquina y barata. Llegaría un día en que no
podría permitirse ni siquiera una habitación tan barata. Se le estaba acabando el
dinero y, cuando se le acabara, tendría que buscarse un trabajo, cualquier tipo de
trabajo. Tal vez debería haberlo conseguido antes de que empezara a escasear
tanto. Pero lo había evitado. Porque ponerse a trabajar sería admitir que estaba
derrotado, que había renunciado a la esperanza de volver a casa.
Se dijo a sí mismo que había sido un tonto por ir al espacio. Que volviera a
Marte y nadie podría sacarle de allí. Volvería al rancho y se quedaría allí, como
su padre había querido que hiciera. Se casaría con Ellen y se establecería, y
otros tontos podrían volar las trampas mortales alrededor del Sistema Solar.
El glamour, pensó, era el glamour que embaucaba a los niños cuando eran
jóvenes y miraban al cielo con ojos soñadores. El glamour del lugar lejano, del
desierto del espacio, de los ojos blancos de las estrellas observando en ese
desierto, el glamour del sonido del motor y del frío metal blanco atravesando la
negrura y la soledad del vacío, y los pocos metros cúbicos de coraje y desafío
que desafiaban ese vacío.
Pero no había glamour. Había un trabajo brutal una vigilancia eterna y una
espantosa pesadumbre, el terrible miedo de escuchar el tartamudeo de la
propulsión, el golpeteo contra la piel metálica, cualquiera de las mil cosas que
podían ocurrir en el espacio.
Recogió la cartera de la mesilla de noche, se la metió en el bolsillo y salió al
pasillo y bajó las desvencijadas escaleras hasta el porche ruinoso y descuidado
del exterior.
Y el verdor le esperaba, el verde implacable y bilioso de la Tierra. Era algo
que daba náuseas, contra lo que había luchar, un color indecente y aborrecible
para cualquiera que lo mirase. La hierba era verde, así como todas las plantas y
todos los árboles. No había lugar al aire libre y pocos interiores donde uno
pudiera escapar de él, y cuando uno lo miraba demasiado tiempo, parecía latir y
temblar con una vida oculta.
El verdor, el resplandor del sol y aquel latido agotador eran cosas de la Tierra
difíciles de soportar. Uno podía escapar de la luz y soportar el calor, pero el
verde siempre estaba allí.
Bajó los escalones buscando un cigarrillo en el bolsillo. Encontró un paquete
arrugado y en él un cigarrillo aplastado. Se lo puso entre los labios, tiró el
paquete y se quedó en la puerta, intentando decidirse.
Pero era sólo un gesto, el endurecimiento de su mente, porque sabía lo que iba
a hacer. No había nada más que hacer. Lo había hecho día tras día durante más
semanas de las que se había preocupado de contar, y lo volvería a hacer hoy y
mañana y mañana, hasta que se le acabara el dinero.
Y después de eso, se preguntaba, ¿qué?
¿Conseguir un trabajo e intentar llegar a un acuerdo con su situación?
Intentaría ahorrar para el día en que pudiera comprar un pasaje de vuelta a
Marte, porque seguramente le dejarían viajar en las naves aunque no le dejaran
conducirlas. Pero, se dijo a sí mismo, ya lo había pensado. Tardaría veinte años
en ahorrar lo suficiente, y él no tenía veinte años.
Encendió el cigarrillo y se fue calle abajo, e incluso a través del humo podía
oler el odiado verde.
Diez manzanas más tarde, llegó al extremo del puerto espacial. Había una
nave. Se quedó un momento mirándola antes de entrar en el desvencijado
restaurante para comprarse el desayuno.
Había una nave, pensó, y eso era una señal esperanzadora. Algunos días no
había ninguna, otros tres o cuatro. Pero hoy había una nave y podía ser la
elegida.
Un día, se dijo, seguro que encontraría la nave que le llevaría a casa, una nave
con un capitán tan desesperado por un ingeniero que pasaría por alto la
anotación en el libro.
Pero incluso cuando lo pensaba, sabía que era mentira, una mentira que se
decía a sí mismo cada día. Tal vez para justificar su visita diaria a la sala de
contratación, para mantener viva la esperanza y el valor. Una mentira que hacía
que apenas pudiera enfrentar la sombría y cálida habitación y el verde de la
Tierra.
Entró en el restaurante y se sentó en un taburete.
La camarera vino a tomarle nota. —¿Otra vez panqueques?—, le preguntó.
Él asintió. Los panqueques eran baratos y llenaban y él tenía que hacer durar
su dinero.

—Hoy encontrará una nave, —dijo la camarera—. Tengo la sensación de que


lo hará.
—Tal vez lo haga, —dijo él, sin creerlo.
—Sé cómo se siente, —le dijo la camarera—. Sé lo horrible que puede ser. Yo
también sentí nostalgia una vez, la primera vez que me fui de casa. Pensé que
me moriría.
No contestó, porque pensó que no habría sido digno responder. Aunque no
podía imaginarse por qué iba a reclamar ahora dignidad.
Pero esto, en cualquier caso, era más que simple nostalgia. Era añoranza del
planeta, añoranza de la cultura, una ruptura con todo lo que había conocido y
querido.
Sentado, esperando a que se cocinasen los panqueques, volvió a soñar: el
sueño de las colinas rojas que se adentraban en la tierra, del aire frío y seco
suave contra la piel, del esplendor de las estrellas en el crepúsculo y el amarillo
mágico de la lejana tormenta de arena. Y la casa baja agazapada contra la tierra,
con aquel viejo canoso sentado rígidamente en una silla en el porche que miraba
hacia la puesta de sol.
La camarera trajo los panqueques.
Llegaría el día, se dijo, en que ya no podría permitirse esa autocompasión que
arrastraba. Sabía lo que era y debía deshacerse de ella. Sin embargo, vivía con
ella y, más aún, se había convertido en su forma de vida. Era su consuelo y su
escudo, la fuerza motriz que le hacía seguir adelante cada día.
Terminó los panqueques y los pagó.
—Buena suerte, —le dijo la camarera con una sonrisa.
—Gracias, —respondió.
Caminó por la carretera, con la grava crujiendo bajo sus pies y el sol como un
rayo en la espalda, pero había abandonado el verdor. El puerto yacía desnudo y
calvo, escalpado y cauterizado.
Llegó a su destino y se acercó al mostrador.
—Usted otra vez, —dijo el agente sindical.
—¿Algo para Marte?
—Nada. No, espere un momento. Hubo un hombre aquí no hace mucho.
El agente se levantó del escritorio y se dirigió a la puerta. Luego salió por la
puerta y empezó a gritar a alguien.
Unos minutos después, estaba de vuelta. Detrás de él venía un individuo torpe
e iracundo. Llevaba una gorra en la cabeza que decía CAPITÁN en letras
grasientas y raídas, pero aparte de eso iba claramente sin uniforme.
—Aquí tiene al hombre, —le dijo el agente al capitán—. Se llama Anson
Cooper. Ingeniero de primera clase, pero su expediente no es demasiado bueno.
—¡Maldito historial!, —berreó el capitán. Luego le dijo a Cooper: —¿Conoce
a los Morrison?
—Me crié con ellos, —dijo Cooper—. No era la verdad, pero sabía que podía
arreglárselas.
—Son buenos motores, —dijo el capitán—, pero irritables y exigentes.
Tendrás que mimarlos. Tendrás que dormir con ellos. Y si no los vigilas de
cerca, te romperán la espalda.
—Yo sé cómo manejarlos, —dijo Cooper.
—Mi ingeniero se me escapó. —El capitán escupió al suelo para mostrar su
desprecio por los ingenieros fugitivos—. No era lo suficientemente hombre.
—Yo soy lo suficientemente hombre, —declaró Cooper.
Y supo, allí de pie, cómo sería. Pero no había otra opción. Si quería volver a
Marte, tenía que enfrentar a los Morrison.
—Muy bien, entonces, nos vamos contigo, —dijo el capitán.
—Un momento, —dijo el agente sindical—. No se puede apresurar a un
hombre así. Hay que darle tiempo para que recoja su petate.
—No tengo ninguno que recoger, —dijo Cooper, pensando en las pocas y
lamentables pertenencias que tenía en la pensión—. O ninguna que importe.
—Comprenderá, —dijo el agente al capitán—, que el sindicato no puede
responder por un hombre con un historial como el suyo.
—Al diablo con eso, —dijo el capitán—. Con tal de que pueda hacer
funcionar los motores. Es todo lo que pido.
La nave estaba lejos en el campo. No había sido una gran cosa desde el
principio y no había mejorado con el tiempo. Sólo el trabajo de conducir una
nave como esa sería una verdadera tortura, sin la preocupación de atender a los
Morrison.
—Aguantará, no temas, —dijo el capitán—. Le quedan muchos más viajes de
los que crees. Es increíble lo que puede aguantar una bañera así.
Sólo un viaje más, pensó Cooper. Sólo para que me lleve a Marte. Entonces
podrá desmoronarse, por lo que a mí respecta.
—Es hermosa, —dijo—, y lo dijo en serio.
Se acercó a una de las grandes aletas de aterrizaje y le puso la mano encima.
Era de metal macizo, con toda la pintura descascarillada, con pequeños puntos
de corrosión salpicando su superficie y con un toque de frío, como si aún no se
hubiera desprendido del contacto con el espacio.
Y pensó que había llegado el momento. Después de tantas semanas de espera,
por fin había llegado el objeto de acero e ingeniería que le llevaría de nuevo a
casa.
Volvió hacia donde estaba el capitán.
—Pongámonos a ello, —dijo—. Quiero echar un vistazo a los motores.
—Están bien, —dijo el capitán.
—Puede ser. De todas formas quiero revisarlos.
Esperaba que los motores estuvieran mal, pero no tanto como lo estaban. Si la
nave no era gran cosa, los Morrison estaban peor.
—Van a necesitar algo de trabajo, —dijo—. No podemos despegar con ellos,
en la forma en que están.
El capitán deliraba y maldecía.
—¡Tenemos que despegar al amanecer, maldita sea! Esto es una maldita
emergencia.
—Despegará al amanecer, —espetó Cooper—. Simplemente déjeme en paz.
Condujo a su grupo al trabajo, y trabajó él mismo, durante catorce horas, sin
pegar ojo, sin probar bocado.
Luego cruzó los dedos y le dijo al capitán que estaba listo.
Salieron de la atmósfera con los motores resistiendo. Cooper descruzó los
dedos y suspiró con profundo alivio. Ahora sólo tenía que mantenerlos en
funcionamiento.
El capitán le llamó y sacó una botella.
—Lo ha hecho mejor de lo que pensaba, señor Cooper.
Cooper negó con la cabeza. —Todavía no hemos llegado, capitán. Aún nos
queda mucho camino por recorrer.
—Sr. Cooper, —dijo el capitán—, ¿sabe lo que transportamos? ¿Tiene alguna
idea?
Cooper negó con la cabeza.
—Medicinas, —le dijo el capitán—. Hay una epidemia ahí fuera. Éramos la
única nave casi lista para despegar. Así que nos reclutaron.
—Hubiera sido mucho mejor si hubiéramos podido revisar los motores.
—No teníamos tiempo. Cada minuto cuenta.
Cooper bebió el licor, atontado por un cansancio que calaba hasta los huesos.
—Epidemia, dice usted. ¿De qué tipo?
—Fiebre de arena, —dijo el capitán—. Quizá haya oído hablar de ella.
Cooper sintió un escalofrío de miedo mortal recorrerle el cuerpo. —He oído
hablar de ella. —Terminó el whisky y se levantó—. Tengo que volver, señor.
Tengo que vigilar esos motores.
—Contamos con usted, Sr. Cooper. Tiene que sacarnos adelante.
Volvió a la sala de máquinas y se dejó caer en una silla, escuchando la canción
de los motores que latía por toda la nave.
Tenía que mantenerlos en marcha. Ya no había duda, si es que alguna vez la
hubo. Ahora no se trataba simplemente de volver a casa, sino de llevar los
medicamentos necesarios al antiguo planeta natal.
—Te lo prometo, —dijo, hablando consigo mismo—. Te prometo que
llegaremos.
Dirigió a la tripulación y se exigió a sí mismo, día tras día, mientras el aullido
de los tubos y el estruendo de los Morrison desquiciados atormentaban a un
hombre hasta casi el límite de lo soportable.
No existía el sueño, sólo las siestas que uno podía echar. No existían las
comidas, sólo los alimentos que se engullían sobre la marcha. Y había trabajo, y
peor que el trabajo era la vigilancia y la espera, los hombros tensos contra el
tartamudeo o el repentino chirrido de metal que significaría el desastre.
¿Por qué, se preguntó, por qué se le ocurriría a un hombre ir al espacio? ¿Por
qué, deliberadamente, uno elegía un trabajo como ese? Aquí, en la sala de
máquinas con esos motores averiados, debe haber sido peor que en cualquier
otro lugar de la nave. Pero eso no significaba que los otros lugares fueran
mejores. Porque en toda la nave había inquietud y aprensión y, sobre todo, el
miedo negro y mortal al espacio, a lo que el espacio podría hacerle a una nave y
a los hombres que se encontraban en ella.
En algunas de las naves más grandes y nuevas, las condiciones podían ser
mejores, pero no mucho mejores. Todavía sedaban a los pasajeros y colonos que
salían a otros planetas, los sedaban para calmar sus preocupaciones, para
hacerlos más insensibles a la incomodidad, para evitar que entraran en pánico.
Pero a la tripulación no se la puede sedar. Una tripulación debe estar despierta,
con todas sus facultades intactas. Una tripulación tenía que sentarse y aguantar.
Tal vez llegaría el momento en que las naves fueran lo bastante grandes,
cuando los motores y los propulsores estuvieran perfeccionados, cuando el
hombre hubiera perdido parte de su miedo al vacío del espacio... entonces sería
más fácil.
Pero ese momento podría estar muy lejos. Habían pasado casi doscientos años
desde que su familia partió hacia Marte, entre los primeros colonos.
Si no fuera porque volvía a casa, se dijo, estaría más allá de toda tolerancia y
resistencia. Casi podía oler el aire frío y seco de su hogar, incluso en este lugar
que apestaba a otros olores. Podía mirar más allá de la cubierta metálica de la
nave en la que viajaba, a través de las largas y oscuras millas, y ver la suave
puesta de sol sobre las rojizas colinas.
Y en esto tenía una ventaja sobre todos los demás. Porque sin volver a casa, no
habría podido soportarlo.
Los días pasaban y los motores se sostenían y la esperanza crecía en su
interior. Y finalmente la esperanza dio paso al triunfo.
Y entonces llegó el día en que la nave descendió a través de la fina y fría
atmósfera y aterrizó.
Extendió la mano, accionó un interruptor y los motores se detuvieron. En la
nave torturada, mortificada por el estruendo, reinaba el silencio.
Se quedó junto a las máquinas, ensordecido por el silencio, asustado por esta
presencia que no hacía ruido.
Caminó a lo largo de los motores, con la mano deslizándose sobre su metal,
acariciándolos como acariciaría a un animal, asombrado y ligeramente enfadado
consigo mismo por encontrar en sí mismo una extraña y distorsionada cualidad
de afecto hacia ellos.
Pero, ¿por qué no? Ellos le habían traído a casa. Los había cuidado y mimado,
los había maldecido y vigilado, se había quedado a dormir con ellos, y ellos lo
habían traído a casa.
Y eso era más, admitió para sí mismo, de lo que jamás había pensado que
harían.
Se dio cuenta de que estaba solo. La tripulación había salido en tropel por la
escalera en cuanto él accionó el interruptor. Y ahora era el momento en que él
mismo se marcharía.
Pero se quedó allí un momento, en aquella habitación silenciosa, mientras
echaba un último vistazo al lugar. Todo estaba en orden. No había nada que
hacer.
Se dio la vuelta y se dirigió lentamente hacia el puerto.
Encontró al capitán de pie en el puerto, y más allá del puerto se extendía la
rojez de la tierra.
—Todos los demás se han ido excepto el sobrecargo, —dijo el capitán—.
Pensé que no tardaría en salir. Hizo un buen trabajo con los motores, Sr.
Cooper. Me alegro de que haya despegado con nosotros.
—Es mi último viaje, —dijo Cooper, mirando las colinas rojizas—. Ahora me
estableceré.
—Qué extraño, —dijo el capitán—. Supongo que eres un hombre de Marte.
—Lo soy. Y nunca debí marcharme.
El capitán le miró fijamente y volvió a decir: —Qué extraño.
—No hay nada extraño, —dijo Cooper—. Yo...
—También es mi último viaje, — le interrumpió el capitán—. Habrá un nuevo
comandante que la lleve de vuelta a la Tierra.
—En ese caso, —ofreció Cooper—, te invitaré a una copa en cuanto bajemos.
—Te tomo la palabra. Lo primero, iremos por nuestros tragos.
Bajaron la pasarela y cruzaron el campo en dirección a los edificios del puerto
espacial. Los camiones pasaban ruidosos junto a ellos, en dirección a la nave,
para recoger la mercancía sin descargar.
Y ahora todo volvía a la mente de Cooper, tal y como lo había soñado en
aquella destartalada habitación de la Tierra: el estimulante sabor del aire más
fino y frío, el paso más ágil debido a la menor gravedad, la rápida y limpia
alegría de la despejada y valiente tierra roja bajo un sol más débil.
Dentro, el médico les esperaba en su pequeño despacho.
—Lo siento, caballeros, —dijo—, pero ya conocen el reglamento.
—No me gusta, —dijo el capitán—, pero supongo que tiene sentido.
Se sentaron en las sillas y se arremangaron.
—Agárrense, —les dijo el médico—. Les dará una buena sacudida.
Y así fue.
Ya lo había hecho antes, pensó Cooper, todas las veces. Ya debería estar
acostumbrado.
Se sentó flojamente en la silla, esperando a que se le pasara la debilidad y la
conmoción, y vio al médico, allí detrás de su escritorio, observándoles y
esperando a que volvieran a la normalidad.
—¿Fue un viaje duro?, —preguntó finalmente el médico.
—Todos son duros, —contestó el capitán secamente.
Cooper negó con la cabeza. —Este ha sido el peor que he conocido. Esos
motores...
El capitán dijo: —Lo siento, Cooper. Esta vez era la verdad. Realmente
llevábamos medicinas. Hay una epidemia. La mía era la única nave. Había
planeado una revisión, pero no podíamos esperar.
Cooper asintió. —Lo recuerdo, —dijo.
Con cansancio, se puso de pie y miró por la ventana el paisaje desolado,
extraño y hostil de Marte.
—Nunca lo habría logrado, —dijo rotundamente—, si no me hubieran dado el
tratamiento motivador…
Se volvió hacia el médico. —Pero… ¿nunca será posible que...
El médico asintió. —Algún día, seguro. Cuando las naves sean
mejores. Cuando la raza esté más acondicionada a los viajes espaciales.
—Pero este truco de la nostalgia, a veces se vuelve demasiado doloroso.
—Es la única manera, —dijo el doctor—. No tendríamos astronautas si no
volvieran siempre a casa.
—Así es, —dijo el capitán—. Ningún hombre, incluso yo, podría enfrentarse a
ese tipo de paliza a menos que fuera por algo más que dinero.
Cooper miró por la ventana el paisaje arenoso marciano y se estremeció. Entre
todos los lugares dejados de la mano de Dios que había visto, este era...
Era un tonto por estar en el espacio, se dijo, con una esposa como Doris y dos
hijos en casa. Estaba deseando verlos.
Y conocía los síntomas. Volvía a sentir nostalgia, pero esta vez de la Tierra.
El médico sacó una botella de su escritorio y sirvió generosas bebidas en vasos
para los tres.
—Tómense un trago de esto, —dijo—, y olvidémonos de todo.
—Como si pudiéramos acordarnos, —dijo Cooper, riendo de repente.
—Después de todo, —dijo el capitán, demasiado alegremente—, tenemos que
verlo con la perspectiva adecuada. No es más que una cláusula contractual.

FIN

Danielus  01/2023

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