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llamada Elena. Su pueblo era conocido por tener las noches más estrelladas y hermosas.
Aunque todos en el pueblo disfrutaban de este espectáculo celestial, Elena siempre
soñaba con tocar las estrellas.
Un día, mientras paseaba por la colina más alta, encontró a un anciano sabio que vivía
en una pequeña cabaña. El anciano le reveló a Elena que, de hecho, había una manera de
tocar las estrellas. Le dijo sobre un sendero secreto que llevaba a una pradera mágica
donde las estrellas se posaban suavemente durante la noche.
Llena de emoción, Elena decidió seguir el sendero. Después de una caminata aventurera,
llegó a la pradera y se encontró con un espectáculo asombroso: las estrellas bajaban
para jugar y bailar en la pradera. Sin embargo, cuando intentó tocarlas, descubrió que
eran inalcanzables.
Desalentada, Elena regresó al anciano sabio y le preguntó por qué las estrellas no
podían ser tocadas. El anciano le explicó que las estrellas, aunque hermosas, tenían un
propósito más grande al iluminar el cielo y guiar a aquellos que necesitaban orientación.
"En lugar de intentar poseerlas, admíralas y agradece su luz", le aconsejó.
Elena reflexionó sobre las palabras del anciano y, en lugar de buscar tocar las estrellas,
comenzó a apreciar su resplandor desde la pradera. Decidió compartir la maravilla de la
pradera mágica con los demás del pueblo. Organizó noches de observación de estrellas y
narró historias sobre la magia que vivía en la pradera.
A medida que la comunidad se unió para disfrutar del espectáculo celestial, Elena se dio
cuenta de que la verdadera magia no estaba en tocar las estrellas, sino en compartir su
luz con los demás y en encontrar alegría en las cosas simples de la vida.