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El ganador del premio Nobel Elie Wiesel se recuperaba en el hospital de una cirugía a corazón

abierto cuando su nieto de cinco años lo visitó. Al mirar al abuelo a los ojos, el niño vio su
dolor. “Abuelo”, preguntó, “si te amo más, ¿te [dolerá menos]?”

Hoy hago una pregunta similar en cuanto a nosotros: “¿Si amamos más al Salvador, sufriremos
menos?”

me gustaría hablarles acerca de esto. Y la única manera de amar más al salvador es


crecer siempre «firmes en la fe», al buscar, alcanzar y retener una elevada posición
espiritual en la vida.

Resulta interesante que los profetas de todas las dispensaciones hayan buscado
inspiración en las cimas de las montañas; por ejemplo, Moisés vio a Dios cara a
cara en una «montaña extremadamente alta». El hermano de Jared vio al Cristo
preterrenal — una experiencia enormemente sagrada— en el monte Shelem.
Isaías y Miqueas, del Antiguo Testamento, profetizaron que «en lo postrero de
los tiempos. será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los
montes»

Nuestro Salvador también ascendía a los montes con frecuencia en busca de


guía espiritual y para enseñar a Sus discípulos. Cristo se transfiguró ante Pedro,
Santiago y Juan «aparte [en] un monte alto». Uno de Sus más grandiosos
discursos —el de las Bienaventuranzas— se enmarca en el gran Sermón del
Monte.

Desde esa posición elevada, tanto los profetas de la antigüedad como el Señor
mismo recibieron guía y poder para guardar los mandamientos y servir al
prójimo. Buscar una posición espiritual elevada consiste en alzarse por encima
del mundo y sus tentaciones y seguir a nuestro Salvador. Quisiera compartir con
ustedes cierto relato de las Escrituras en el que se demuestra la importancia de
buscar una posición elevada y permanecer en ella.

Lehonti, en el Libro de Mormón, nos enseña una importante lección sobre cómo
buscar y conservar una posición elevada (véase Alma 47). Lehonti condujo a sus
seguidores a lo alto de un monte donde edificó un fuerte que les brindara
seguridad y protección. El rey lamanita envió a su ejército, liderado por un
disidente nefita llamado Amalickíah, para vencer a Lehonti y subyugar a su pue-
blo. Pero Amalickíah era «un hombre muy hábil para lo malo» (Alma 47:4), y
deseaba «granjearse la buena voluntad de los ejércitos de los lamanitas», a fin
de destronar al rey y «apoderarse del reino» (Alma 47:8).

En tres ocasiones Amalickíah envió mensajeros a Lehonti para decirle que


descendiera hasta el valle y se reuniera con él, y las tres veces Lehonti se negó a
abandonar la seguridad que le brindaba su posición elevada. Sin embargo,
Amalickíah fue persistente. y la cuarta vez fue él quien subió al campamento de
Lehonti y le dijo, básicamente: «Sal de tu fuerte, —lleva tus guardias y me
reuniré contigo» (véase Alma 47:12).
Esta vez Lehonti aceptó la invitación de Amalickíah y abandonó la seguridad
que le ofrecía la cima del monte. Amalickíah compartió con él su pérfido plan y
lo tentó con la victoria y el poder, invitándole a descender del monte a la mitad
de la noche con sus hombres para rodear al ejército lamanita mientras éste
dormía. Amalickíah le prometió rendirse a él y entregarle el mando de todo el
ejército lamanita, siempre y cuando Lehonti lo nombrara a él segundo al
mando.

El plan se llevó a cabo como había planeado Amalickíah; el ejército lamanita se


rindió y Lehonti se convirtió en su jefe. Pero entonces Amalickíah mandó a sus
siervos que administraran veneno lentamente a Lehonti. Una vez muerto
Lehonti, Amalickíah tomó el mando de ambos ejércitos, llegó a dominar al
pueblo de Lehonti y regresó victorioso al rey de los lamanitas, momento en el
que completó su malévolo plan dando muerte al rey y convirtiéndose en
gobernante de los lamanitas.

El engaño de Amalickíah nos muestra la forma en la que obra Satanás en


nuestra vida. Sus tentaciones son invitaciones persistentes a que abandonemos
nuestra posición elevada y nuestro refugio espiritual. Armado con una gran
paciencia, aguardará a que cedamos a sus señuelos. Lehonti no respondió la
primera vez que Amalickíah le envió un mensajero, ni la segunda vez, ni siquiera
la tercera, pero a la cuarta visita abandonó por un momento la seguridad de su
posición elevada y sucumbió a las falsas promesas de poder y gloria. Dado que la
muerte de Lehonti no fue inmediata, puede que por unos días llegara a gloriarse
de su condición de comandante en jefe del ejército lamanita y que hasta pensara
que había valido la pena abandonar la fortaleza edificada en lo alto de la
montaña. Pero al igual que acontece con la traición de Amalickíah, los señuelos
del adversario siempre son de corta duración, además de venenosos. Siempre
que abandonamos nuestra posición elevada, sucumbimos a la enfermedad
espiritual.

¿Ven la gran importancia de permanecer en una posi-ción elevada? Así como el


Salvador llamó a Sus discípulos a ir a Él a una montaña para ser ordenados con
el poder del sacerdocio (véase Marcos 3:13–15), Él nos invita a todos nosotros,
Sus discípulos de la actualidad, a venir a Él. Quienes acepten tal invitación
recibirán bendiciones que no están a su alcance en ningún otro lugar.

En esta vida tendremos pruebas constantes para ver si seremos obedientes a los
mandamientos de Dios; sin em-bargo, todas las pruebas de este período de
probación tienen como finalidad hacernos más fuertes, y ¡no hacer-nos caer ni
derrotarnos! El Señor enseñó al profeta José Smith:

«Todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien» (D. y C.


122:7);
Tus aflicciones no serán más que por un breve momen-to;

«y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará» (D. y C. 121:7–8).

En ocasiones olvidamos quiénes somos: ¡Somos hijos de Dios y estamos


luchando por alcanzar la exaltación! Queremos vivir eternamente en la más
elevada de las posiciones: la presencia de Dios, el Padre, y Su Hijo Jesu-cristo.
Se llama la exaltación. Pero sucede que, a veces, al igual que Lehonti, nos
situamos en circunstancias com-prometedoras cuando optamos por abandonar,
aunque sea brevemente, la seguridad que nos ofrece la observan-cia de los
mandamientos, volviéndonos vulnerables a Sa-tanás y a las tentaciones del
mundo.

Recuerden que Lehonti no fue el único que sufrió las consecuencias de sus
decisiones. En muchas ocasiones tanto ustedes como yo creemos que
comprometer nues-tras normas «no daña a nadie salvo a uno mismo», pero en
realidad son muchos los que cuentan con que seamos obedientes, dignos,
verídicos y castos. Piensen en sus amigos, sus padres, sus hermanos y
hermanas, pero sobre todo piensen en su cónyuge eterno y en sus hijos. Aun
cuando no estén casados, ese cónyuge y sus futuros hijos tienen interés en el
bienestar espiritual de ustedes. Las decisiones que tomen ahora determinarán si
serán dignos o no de ellos en el futuro.

Cuando Lehonti abandonó la fortaleza y sucumbió a la tentación, todo su pueblo


sufrió por ello. Amalickíah los llevó de nuevo al cautiverio y muchos murieron
en bata-llas posteriores. En nuestra condición de seguidores con-versos del
Salvador, se nos manda fortalecer a quienes nos rodean. Ascendemos hasta una
posición elevada no sólo para salvaguardarnos del adversario, sino también para
elevar a otros a un lugar seguro.

Cómo permanecer en una posición elevada: el deseo y la fe

Para alcanzar una posición elevada primero debemos tener el deseo de estar en
el reino de Dios y por encima de las cosas del mundo. La fe es el elemento
principal de ese deseo. Las Escrituras explican que la fe «no [es] un
conocimiento perfecto», pero aunque no tengamos «más que un deseo de
creer», podemos desarrollar nuestra fe experimentando con la palabra ((Alma
32:26–27); es de-cir, nuestra fe crece al guardar los mandamientos.

La fe en el Señor Jesucristo es el primer principio del Evangelio y la piedra


angular de nuestra salvación eterna. Al ejercer fe en nuestro Salvador y al poner
en práctica Sus enseñanzas en nuestra vida, nos fortaleceremos y no temeremos
al mundo ni daremos oído a sus cantos de sirena. La amonestación del Señor de
confiar en Él es cla-ra: «Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no
temáis» (D. y C. 6:36).

Al ejercitar nuestra fe, podremos alcanzar una posición elevada si confiamos en


el Espíritu. Al ser bautizados reci-bimos el don del Espíritu Santo por la
imposición de ma-nos por aquellos que tienen la autoridad, tal y como dijo el
Salvador que sucedería cuando prometió a Sus antiguos apóstoles que les daría
un Consolador (véase Juan 14:26). Me maravilla que aunque los apóstoles
fueron muertos por motivo de su fe —salvo Judas— permanecieron fieles al
Salvador hasta el fin.

El Espíritu Santo también nos ofrecerá guía, valor y en-tereza para permanecer
en una posición elevada. Median-te Su influencia, podemos recibir revelación
como res-puesta a nuestras oraciones, mantener un fuerte testimo-nio del
Salvador durante toda la vida, perseverar hasta el fin y alcanzar la vida eterna.

Ninguno de nosotros es inmune a las tentaciones del adversario; por eso


estamos aquí en la mortalidad. Es una prueba. Todos precisamos la fortaleza
que se nos dispensa a través del Espíritu Santo. Cuán importante es que,
du-rante los momentos de tribulación cuando somos proba-dos, ¡no hagamos
nada que nos impida disfrutar del con-suelo, la paz y la guía del Espíritu! La
compañía del Espíritu nos dotará de la fortaleza para resistir al mal y, cuando
sea necesario, arrepentirnos y regresar al sendero estre-cho y angosto que
conduce a la salvación eterna.

El estudio y la oración

Además de la fe, el don del Espíritu Santo, el estudio y la oración, el Señor nos
ha dado otros principios importan-tes para nuestro bienestar espiritual y
temporal que nos permitirán permanecer en una posición elevada.

Los israelitas debían recoger maná fresco todos los días, así que tenían que ser
fieles para que se les reabas-teciera. Así funciona el poder espiritual. De igual
modo, debemos ceñirnos a los sabios principios de una vida pro-vidente y de la
autosuficiencia para de ese modo disponer de recursos temporales con los
cuales satisfacer nuestras necesidades y servir al prójimo.
Por vida providente se entiende no codiciar las cosas de este mundo, utilizar los
recursos terrenales con pru-dencia y no malgastarlos, aunque vivamos en
épocas de abundancia. Una vida providente implica además evitar las deudas
excesivas y contentarse con tener lo suficiente para cubrir nuestras necesidades.

Por ejemplo, uno de los elementos de una vida provi-dente es obtener una
formación académica o vocacional que nos prepare para acceder a una profesión
con la que podamos sostenernos a nosotros mismos y a nuestra fa-milia. El
siguiente paso consiste en ser merecedores del salario que cobramos. Semejante
ética laboral, aunada a cualidades como la integridad, el carácter y la
confiabili­dad, nos califican para ser un «obrero… digno de su sala­rio» (D. y C.
31:5).

La autosuficiencia conlleva el aceptar la responsabili-dad de nuestro


propio bienestar temporal y espiritual, y la de aquéllos que nuestro Padre
Celestial ha confiado a nuestro cuidado
El tener una vida providente también nos bendice con el tiempo y la paz
mental para concentrarnos en otros aspectos importantes relacionados
con el mantenerse en una posición elevada. Llegar al templo es alcanzar la
más elevada de las posiciones que podemos lograr en la vida terrenal.
Actualmente, el templo constituye nuestra cima de la montaña; es la casa
que el Señor ha escogido para impartir Sus sagradas enseñanzas, efectuar
convenios y ordenanzas eternos y comunicarnos personalmente con Él.
Ahí es donde hacemos convenios con el Señor y, cuan-do los hacemos, es
como si estuviéramos ante Su presen-cia.

Mis hermanos y hermanas, espero que alcancen a ver la importancia de


buscar y mantener una posición espiri-tual elevada en la vida y traer a
otros a esa posición con nosotros. Espero y ruego que entiendan
verdaderamente quiénes son y dirijan su vida de modo que siempre tengan
el Espíritu con ustedes. Sólo así alcanzarán la posición espiritual elevada
que les permitirá, a ustedes y a su pos-teridad, merecer todas las
bendiciones que por derecho les pertenecen.
“¿Si amamos más al Salvador, sufriremos menos?”
Si

Yo creo totalmente estás cosas

Amen

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