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Ética y Deontología Criminológica

Unidad 3. Los Valores y la Actuación del Criminólogo

3.1. Los valores en la vida humana


Pese a que gran parte de las personas reduzca, por decisión o por omisión, el mundo
del valer al mundo del valer moral; recuerde que la teorización de los valores muestra
que estos no solo pertenecen a la dimensión moral, es decir, que los valores no son solo
morales. El contenido de la unidad presente dimensiona el papel que los valores juegan
en la vida humana y en el desarrollo de la sociedad contemporánea, pero los vincula
con la moralización y la actuación moral.

La subunidad 3.1 Los valores en la vida humana destaca el papel que valores (no solo
morales, pero principalmente ellos) juegan en: a) la situación existencial en el mundo y
b) en la toma de decisiones moral pragmáticamente situada de los individuos. La
subunidad 3.2 Reflexión e introyección de los valores se busca que incitar a la reflexión,
cuestionamiento e identificación de los valores que organiza la praxis general de los
individuos, a través de la exposición de distintos casos en los que los valores, pese a
pasar “desapercibidos” operan de manera determinante.

La subunidad 3.3 Los valores en la sociedad actual repasa brevemente cómo el


desarrollo de la sociedad contemporánea se fundó en la consideración de ciertos
valores deseables (particularmente erigidos en la modernidad), pero cuya concreción
pragmática, al condicionarse por la consolidación del capitalismo, terminó por
tergiversarse al grado de establecer una serie de problemáticas profundamente dañinas
para los individuos, en particular, y para los grupos humanos, en general.

La subunidad 3.4 Moralización del individuo presenta diversas propuestas teóricas


sobre cómo opera la educación moral de los individuos con relación a la moral de la
sociedad a la que pertenecen. Por último, la subunidad 3.5 Jerarquía de los valores
repasa algunas propuestas axiológicas sobre cómo los valores pueden ser,
pretendidamente, jerarquizados y termina por cuestionar el sentido de jerarquizar
valores con respecto a distintos fines.

La teorización de los valores muestra que los valores juegan un papel fundamental en
el despliegue de la vida humana, particularmente a razón de dos ejes principales:

 Por un lado, los valores juegan un papel crucial en cómo se desarrolla la


existencia de los seres humanos y su relación con el mundo.
 Pueden efectivamente ser concebidos en su función como guía de la resolución
en la toma de decisiones moral a la que frecuentemente se enfrentan los seres
humanos.

En el primer eje, los valores que son de interés son diversos y no únicamente morales.
En el segundo, los valores de interés son principalmente moral y, sin embargo, los
valores morales involucrados en la actuación moral no necesariamente se encuentran
del todo desvinculados a otro tipo de valores, como los estéticos y los epistémicos.

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En este tenor, se vislumbran claramente dos ámbitos de la realidad humana en la que
los valores son directrices: los valores son fundamento de la relación existencial
con el mundo, pero también funcionan, en última medida, como la guía de los actos.
El primer eje puede ser revisado en relación a lo que en filosofía y ciencias sociales se
conoce como la condición humana, es decir, el condicionamiento existencial en el que
se encuentra particularmente la vida y el “estar aquí” del ser humano.

El segundo eje puede ser revisado en relación a cómo los valores evidentemente
terminan por ser fundamento de la expresión de moralidad de los individuos que
involucra la actuación frente a sus prójimos. Ambas revisiones permiten mostrar la
importancia de los valores en la vida humana, aunque esta generalmente pase
desapercibida o se reduzca al ejercicio de la praxis en la dimensión moral.

El papel de los valores en la condición humana

El concepto de condición humana es sumamente oscuro, incluso cuando él es parte


del título de la obra más famosa de Hannah Arendt (2003), La condición humana, sin
embargo, para abonar en su comprensión conviene revisar lo que Jean-Paul Sartre
(2009, pp. 65-66) escribe sobre la situación del ser humano en el mundo:

Si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que sería la


naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición.
No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la
condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o
menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación
fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede
nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no
varía es su necesidad de estar en el mundo, de estar en él trabajando, de estar
en él entre otros y de ser en él mortal.

Los “límites a priori” a los que Sartre hace referencia se constituyen como aquellas
condiciones ontológicas que configuran la existencia del ser humano mismo y que le
son inherentemente familiares. La condición humana es tal que vuelve distinto (al menos
eso es lo que piensan muchos existencialistas) al modo en el que existen los seres
humanos del modo en el que existen los demás seres.

Estos límites a priori que configuran el marco de realización de la existencia humana


son varios. Por ejemplo, Hannah Arendt (2003) identifica la labor, el trabajo y la acción
como tres condiciones a priori (en vocabulario de Sartre) del despliegue de la existencia
humana; lo que significa que el marco en el que despliega la existencia es tal que, sin
labor, sin trabajo y sin acción no puede desarrollarse la existencia de los seres humanos.

La muerte, que también podría ser considerada como una de estos límites a priori,
revela, a su vez, una condición adicional: la de que el ser del humano no es un ser tal
que sea (constituido a cabalidad y finalmente), sino que siempre es un ser siendo (un
proyecto, como diría Sartre). Considere lo que, a partir de su análisis ontológico del
Dasein, afirma Martin Heidegger (2018, p. 255):

La cotidianidad es, en efecto, justamente el ser ‘entre’ el nacimiento y la muerte.


Y si la existencia define el ser del ‘ser ahí’ [es decir, del Dasein], y su esencia está

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constituida también por el ‘poder ser’, entonces el ‘ser ahí’, mientras existe, tiene
que, ‘pudiendo ser’, no ser aún en cada caso algo.

El ser del ser humano es tal que se encuentra en una situación de indeterminación, en
la que no es algo construido finalmente, sino que siempre puede ser un otro algo.

Ejemplo. Yo soy quien soy, entre otras cosas, en la medida en que soy un “no muerto”,
es decir, soy en tanto que estoy vivo. Sin embargo, el que yo esté vivo —digámoslo
así— “solo tiene sentido” en la medida en que no estoy muerto, pues si lo estuviera, ya
no sería un algo, un vivo. En tal tenor, si me refiriera a mí mismo como un algo que está
vivo, eso solo es un modo de decir que lo que realmente soy es un ser no muerto. Sin
embargo, como el que esté vivo no es un estado cabal y definitivo sino transitorio (es
decir, que algún día moriré), el que esté vivo únicamente entrama que, en realidad, estoy
siendo (es decir, que me encuentro pudiendo ser) todavía un ser no muerto. En otras
palabras, soy un ser vivo en tanto que me despliego, en la faz del horizonte temporal,
pudiendo ser un ser vivo, es decir, no siendo aún un ser muerto. Es por esto que mi ser
no es un ser definitivo, sino un ser transitorio, pues mi existencia solo se somete a un
vaivén constante entre mi nacimiento y mi muerte; es decir, mi ser vivo, al no ser
definitivo, solo es un ser pudiendo ser todavía un no ser, un ser muerto. Fin de ejemplo

En suma, la muerte, así, se configura como un límite a priori del marco en el que la
existencia humana se despliega. Es límite cabal, pues cuando la muerte es, cuando
acontece, el ser humano deja de ser y de poder ser algo. La muerte, así, es la posibilidad
radicalmente máxima “no solo por ser la última posibilidad, el punto final […], sino por
tratarse de lo que el Dasein no podrá, en cualquier momento, acelerar o incluso
alcanzar, ya que cuando se produce […], el Dasein deja de ser” (Gosetti-Ferencei, 2017,
p. 127).

No obstante, en tanto, la muerte toca al ser, otro límite a priori en la existencia se


franquea: el sinsentido de la vida humana. Ante la finitud humana y más aún, ante la
conciencia sobre la propia muerte, la existencia se arraiga a darle sentido a su propio
devenir. Albert Camus, premio Nobel de literatura en 1957, aborda la cuestión sobre el
sinsentido de la vida humana, principalmente, en su ensayo El mito de Sísifo.

En ella, Camus (2017b, p. 421) afirma una de las sentencias más estrambóticas de la
historia del pensamiento occidental: “no hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. [Pues] juzgar que la vida vale o no la pena es
responder a la cuestión fundamental de la filosofía”.

A juicio de Camus, el ser humano se encuentra en una condición en la que su vida se


enfrenta a lo que él mismo llama el absurdo. A pesar de que el estilo de escritura de
Camus es notablemente novelístico y de que las definiciones claras y precisas son
básicamente ausentes en su obra, intenta llamar nuestra atención en lo que consiste el
absurdo y cómo su acontecer se vincula, con la que piensa, es la primera pregunta de
la filosofía. Considere lo que Camus (2017b, p. 428) expone con relación a la vida
mecánica del ser humano:

Puede que los decorados se derrumben. Levantarse, tranvía, cuatro horas de


oficina o de fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, descanso, y
lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, y sábado al mismo ritmo; esta ruta se

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sigue cómodamente la mayor parte del tiempo. Solo que, un día, el ‘por qué’ se
eleva y todo comienza en esta lasitud pintada de asombro. ‘Comienza’, eso es
importante. La lasitud está al final de los actos de una vida mecánica, pero
inaugura al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. Lo despierta y provoca
la continuación.

Tal parece que, como indica el premio Nobel, la vida del ser humano transcurre, al
menos en gran parte de su desarrollo, como un vaivén mecánico en el que la conciencia,
el cuerpo y la libertad se funden para fines de solvencia. Considere a cualquier
empleado de transporte, un taxista.

Ejemplo. El desarrollo de gran parte de su vida se despliega en virtud de desempeñar


el papel de proveedor que, sin decisión cabalmente propia, “la vida” o la sociedad que
le apunta con el dedo le ha adjudicado. Es un actor, no porque mienta, sea hipócrita o
malintencionado, sino porque ejecuta un papel en medio de una gran puesta en escena,
que ni él dirige y que ni él podrá admirar su culminación. Somos actores, más que
dramaturgos. Fin de ejemplo

No obstante, en medio de la actuación mecánica de cualquiera; es menester detenerse


y concentrarse en la inefabilidad del salto de la conciencia, que grita, al unísono del
deseo arropado de fracaso, “¿por qué?”. Esa pregunta resuena en todo el vivir, en
todo pensamiento ulterior; pudiendo ser eterno su sollozo, pues su respuesta casi nunca
se saborea. Ese momento, que piensa Camus es concomitante a toda existencia
humana, abastece el huerto en el que florece el absurdo, ese acontecer experiencial y
profundamente renuente, toda vez que la conciencia lo sujeta y que “nace de la
confrontación entre el llamado humano y el silencio [irrazonable] del mundo” (Camus,
2017b, p. 439).

El llamado humano, en ocasiones procedente, como diría Arthur Schopenhauer (2009),


de la afirmación de la voluntad mediante el deseo, comprende un sinnúmero de
preguntas, que, si bien se reducen al ‘por qué’, son mucho más familiares de lo que se
imagina a primera vista.

Estudiar y estudiar y … estudiar. ¡Bien que lo hemos hecho! Desvelarse y desatender,


sin desestimar, las invitaciones de las amistades que, con mueca desdeñosa, escuchan
decir “no puedo ir. Debo leer para el examen”, pueden ser procesos que precedan, pese
al exorbitante esfuerzo que la voluntad impuso, tan solo una nota baja. “No te preocupes.
Después haces el examen, cuando estudies más”, reconforta la voz envuelta de
impotencia que sale de la boca de la persona que más nos adora en la faz. Uno insiste
e insiste e insiste. Estudia más, se desvela más, se fatiga más, y -como se dice
vulgarmente- “hasta pareciera” que la vida no quiere que se apruebe. La situación es
escabrosa: hay empeño, pero no se logra lo que se desea. La conciencia, entonces, tras
la monotonía vestida de intentos fallidos, alza la voz y grita “¿por qué?”; así como grita
la conciencia del trabajador, que tras horas de cansancio en su auto y tras dolores
recalcitrantes en las rodillas y en la espalda, se pregunta por la explicación de que su
esfuerzo no le permita asir las condiciones estables que el deseo de soportar la
existencia de su familia le supone. Ni la pregunta de uno, ni la pregunto de otro, así se
griten al cielo, se responden.

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Pero hay preguntas mucho más dolorosas: el porqué, en el sentido profundo y
existencial, que responde por qué ha muerto la persona que más se ama en el universo
o el porqué que contesta por qué la vida no es como debería ser, no se comparan con
el porqué del por qué no se es poseedor de algún bien material. Considérese lo que
narra una de los covers hispanos más famosos del siglo pasado, El último beso de Los
Apson 1:

Ejemplo

Íbamos los dos, al anochecer


Obscurecía y no podía ver
Yo manejaba, iba a más de cien
Prendí las luces para leer
Había un letrero de desviación
El cual cruzamos sin precaución
Muy tarde fue, y al enfrenar
El carro volcó y hasta el fondo fue a dar

¿Por qué se fue? ¿Y por qué murió?


¿Por qué el Señor me la quitó?
Se ha ido al cielo y para poder ir yo
Debo también ser bueno para estar con mi amor

Al vueltas dar, yo me salí


Por un momento no supe de mí
Al despertar, hacia el carro corrí
Y aún con vida la pude hallar
Al verme lloró, me dijo: "Amor
Allá te espero, donde está Dios
Él ha querido separarnos hoy
Abrázame fuerte, porque me voy"
Al fin la abracé, y al besarla se sonrió
Después de un suspiro, en mis brazos quedó
Fin de Ejemplo

En relación a la muerte accidental, la pregunta a la que se refiere Camus no es el tipo


de ‘¿por qué?’ que pueda responderse aludiendo a las condiciones materiales del
fallecimiento de una persona. En el caso de la canción, el ‘¿por qué?’ no es una pregunta
que cuestiona sobre las causas materiales de la muerte de la amada del conductor: él
no se contentará con responderse “por un accidente automovilístico” o “por la
imprudencia de tu conducción”. La pregunta del conductor, cuya magia musical de Los
Apson transporta al plano de la escucha y la emoción, es una cuestión ante casi toda
respuesta se considera insatisfactoria. Ninguna respuesta, dada por un prójimo o,
incluso, dada por Dios, será una respuesta con la que la conciencia se sosiegue y
desista de seguir gritando a la mínima provocación del recuerdo de su amor.

1La canción original se intitula Last Kiss y fue compuesta por Wayne Cochran, integrante de la
banda estadounidense C. C. Riders.

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El estudiante, el taxista, el obrero, el escritor, el empresario, el artista, el profesor. El que
ama y el que es amado. El que odia y el que es odiado. Todos se reducen al ser
arremetidos por el sollozo de la conciencia. Sin importar las situaciones que viva
cualquiera, recordando a Heidegger, son seres-para-la-muerte. Bien afirma Camus
(2017, p. 428):

Para todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega
un momento en que hay que llevarlo a él. Vivimos en el porvenir: "mañana", "más
tarde", "cuando tengas una posición [un trabajo o un título universitario]", "con el
tiempo comprenderás”. Estas inconsecuencias son admirables, pues, finalmente,
se trata de morir.

¿Pero qué es la muerte sino el culmen de la conciencia? Ante ese final esperado, más
poco deseado, se esgrime la pregunta por el sentido de la vida. “¿Si mañana muero, mi
vida tuvo sentido?” Es una cuestión fundamental; porque si la vida no tiene sentido,
¿para qué seguir viviendo? El problema subyacente aquí, entonces, es la determinación
del sentido. El sentido de la vida es lo que permite, casi siempre, vivir.

Pero Camus advierte que el ansia de sentido acompaña hasta la muerte, o al menos en
quienes ni son suicidas ni son rebeldes (Camus, 2017a) la mayoría. Todo el tiempo, al
menos desde la adquisición de cierto nivel de conciencia, el ser humano busca darle
sentido a su vida, sea mediante representaciones materiales, mediante la ejecución de
actividades y consolidación de relaciones socioefectivas o a través de la suplantación
de este mundo desdichado por un mundo futuro mejor.

Para quien su vida tiene sentido el sentimiento del absurdo le trae sin cuidado. Es
precisamente el acontecimiento del absurdo el que supone una ruptura entre la vida
propia y el sentido que, hasta antes de él, tenía. Una vez que acontece el absurdo, no
hay vuela atrás. Tres vías de acción se configuran, según Albert Camus, una vez que el
individuo se vuelve consciente del sinsentido de su vida.

 La primera corresponde al arrebatamiento físico de la vida: suicidarse.


 La segunda es llamada por el autor como ‘suicidio filosófico’. Este tipo de
suicidio, a diferencia del anterior, no consiste en quitarse la vida mediante algún
procedimiento físico o material, sino en sustituir el ansia de otorgarle sentido una
vida que se desarrolla en un mundo actual que no lo tiene, en aras de la
esperanza por la actualización de un mundo venidero que sí lo tenga. Este es el
tipo de suicidio que cometen los cristianos o los comunistas. Los cristianos
advierten que el sentido de la creación del mundo y de que Dios permita el mal,
por ejemplo, se da en virtud del plan divino que busca el acercamiento de los
seres humanos a Dios. En ese tenor, si bien este mundo actual podría parecer
carezca de sentido, en realidad sí lo tiene, aunque se percate posterior a la
segunda venida del primogénito de Dios. Así, los cristianos otorgan sentido a su
vida en virtud de la postulación de un mundo futuro posiblemente concretado por
el plan divino. Por su parte, los comunistas, abstrayendo de la imagen de Dios,
postulan un mundo sin clases sociales, en el que la alienación de las clases
trabajadoras no exista. La vida de los comunistas, en ese tenor, adquiere sentido
en virtud de la espera activa de una situación política económicamente y
socialmente venidera.

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Ni la primera ni la segunda vía son examinadas como adecuadas por Camus, quien
suscribe una tercera; no sin antes criticar sus precedentes. Si bien ambas parten de la
consolidación del absurdo, únicamente, en vez de enfrentarlo, lo niegan dándole la
espalda. El suicida material y el suicida filosófico agachan la voluntad ante el absurdo;
se someten a él. Son sus esclavos, porque no se rebelan a su dictadura.

 Pero quienes sí lo hacen, los seres rebeldes, como los llamaría Camus (2017a),
más que negar el absurdo, lo combaten. Aceptan que el absurdo es parte de la
existencia humana y que el mundo no tiene sentido alguno que pueda ser
correspondido con algún supuesto sentido de la vida. No obstante, ni se ejecutan
ni se desenvuelve con la esperanza de un mundo con sentido ulterior a su
desdicha, sino que se mantienen en la realización constante del amor, de los
buenos actos y de la fraternidad para con los suyos.

El rebelde comprende a cabalidad que el trayecto de la existencia humana es un símil


del desfortunio de Sísifo, el rey de Corinto; quien fue condenado por los dioses, tras su
afán de inmortalidad, a rodar sobre una colina una gran piedra que inevitablemente caía
antes de pisar la cima, y que, sin embargo, realiza su labor, intentando llevar la roca una
y otra vez, con pasión y consumado esfuerzo, pese a ser un trabajo sinsentido. “El
hombre rebelde”, como lo bautiza el Nobel, reconoce que su trayecto es un sinsentido;
pero es solidario con quienes encuentra; porque sabe, sin desdicha ya, que cada vez
que mira las pupilas de los otros, vislumbra también los ojos del antiguo rey griego. El
rebelde ama y encuentra razones para vivir, sin que ello suponga la imposición de un
sentido en la vida. Considere lo que Camus (2018) escribe en Las bodas, su “diario
sentimental sin terminar de serlo exactamente”:

Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin medida. No hay más
que un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es también contener
contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar. En un
momento, cuando me lance entre los ajenjos para que su perfume entre en mi
cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de realizar una verdad: la
del sol, y será también la de mi muerte. En cierto sentido, lo que juego aquí es la
vida, una vida con sabor a piedra ardiente, colmada de los suspiros del mar y de
las cigarras que desde ahora comienzan a cantar. La brisa es fresca y el cielo
azul. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella con libertad: me brinda
el orgullo de mi condición humana. Sin embargo, con frecuencia me han dicho que
no hay razón para sentirse orgulloso. Sí, la hay: este sol, este mar, mi corazón
que salta de juventud, mi cuerpo con sabor a sal y el inmenso paisaje en que la
ternura y la gloria se encuentran en el amarillo y en el azul. A la conquista de esto
debo abocar mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja intacto, no abandono
nada de mí mismo, no porto ninguna máscara: me basta aprender paciente la
difícil ciencia de vivir, que bien vale todo su saber vivir (p. 149).

Video

https://youtu.be/udSYHqEpUsE

El acontecimiento del absurdo, en suma, convierte al individuo en suicida material, en


suicida filosófico o en rebelde. Para ninguno de ellos, a menos de que amen con fervor
el cielo y el mar, el mundo es familiar. Son extranjeros del mundo, de la realidad. Su

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división, para Camus, es clara con respecto a los demás individuos, que, sin ser
extranjeros, su mundo les es familiar.

Esta familiaridad no debe confundirse con comodidad, pese a que, por el contrario, vivir
en un mundo no familiar resulta incómodo. El que el mundo de un sujeto le sea familiar
ocurre incluso cuando el individuo vive en desdicha, desespero y presión. La familiaridad
del mundo no es exclusiva de los burgueses. Considere uno de los casos de desdicha
más famosos, Viktor Frankl (2004), quien incluso tras padecer la violencia infernal en
los campos de concentración nazis, suscribió que la vida tenía sentido.

Recapitulando, dos elementos condicionan la existencia humana: el existir del ser


humano es un estar siendo un ser-para-la-muerte y en ese “estar siendo” se implica una
vida absurda. Es aquí que los valores juegan un papel central. Por un lado, acorde a
Heidegger, el estar siendo del ser humano se regula a partir de distintos valores. Un
individuo está siendo lo que está siendo ahora, en tanto que, en consonancia con Sartre,
ejecuta su libertad de construirse como lo que él mismo decide ser.

Esta decisión, que toma a cada segundo, sin duda, está regulada por sus propios
valores. El que el individuo esté siendo aquello que es no ser-para-la-muerte, muestra
que el valor que otorga a su estar siendo es mucho más relevante para él que el valor
que asigna a su muerte.

Por otro lado, en acuerdo con Camus, el que el individuo esté siendo implica que el
suicidio material no ha sido una opción viable a su juicio, pese a vivir el absurdo, pues
de serlo, la muerte lo habría alcanzado ya. En tal tenor, ante el acontecimiento del
absurdo, no cabe duda de que la dimensión del valer se revela con sumo esplendor.

Para un individuo muchas cosas podrán valer, muchos valores serán parte de su
sistema de creencia o de su ideología; pero si el individuo no desfallece ante el absurdo
o ni siquiera se ha vuelto consciente de él, algo más fundamental debe de valerle. Para
el suicida material, la vida no vale tanto como lo vale el fin del sufrimiento que padece.

Para el suicida material el mundo venidero que suscribe vale por sobre el sinsentido que
el mundo actual le muestra. Para el rebelde, dígase en pocas palabras, vale más “el
derecho de amar sin medida” que esclavizarse al absurdo y suicidarse de cualquier
manera.

La relación, así, entre condición humana es tal que la existencia del humano se
desarrolla intrínsecamente de la mano del desarrollo de la dimensión del valer. El
existir y el cómo existir de cada uno es también condicionado por los valores, por
la axiología.

El papel de los valores en la actuación moral

En lo largo de la Unidad 1, La Ética como base de la Deontología, se revisó cómo el


desarrollo del ser humano es profundamente moral y se destacó cómo los valores
operan particularmente en el ejercicio de la actuación moral de los individuos. No
obstante, con los revisado hasta aquí, se puede ahondar más en este último asunto.
Para tales efectos, considere el papel que juegan los valores en la vida moral del ser
humano, mediante un breve análisis sobre relaciones entre distintas categorías de
valores y la actuación moral de los seres humanos. Se ahondará en dos casos: la

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relación entre valores epistémicos y valores morales, a partir del caso de la así llamada
injusticia epistémica y, en segundo lugar, la relación entre valores estéticos y moralidad,
considerando la influencia de ciertos juicios de gusto en el enjuiciamiento moral. Con
ambos casos, entonces, la pretensión es clara: mostrar la injerencia de distintos valores
no morales en la actuación moral.

Injusticia epistémica

El concepto de injusticia epistémica fue elaborado por Miranda Fricker en el 2007, a


partir de su libro Injusticia epistémica: El poder y la ética del conocimiento. En él, Fricker
(2017, p. 45) concibe a la injusticia epistémica como “un tipo de injusticia según el
cual alguien resulta agraviado específicamente en su capacidad como sujeto de
conocimiento”. Este tipo de injusticia ocurre, según la filósofa británica, en una
multiplicidad de situaciones, pero alrededor de dos ejes principales: la injusticia
testimonial, que se produce cuando “los prejuicios llevan al oyente a otorgar a las
palabras de un hablante un grado de credibilidad disminuido”, y la injusticia
hermenéutica, que ocurre cuando “una brecha en los recursos de interpretación
colectivos sitúa a alguien en una desventaja injusta en lo relativo a la comprensión de
sus experiencias sociales” (Fricker, 2017, pp. 17-18).

Como desde el análisis de su concepto se nota, ambas dimensiones de injusticia tienen


el objetivo de enlazar estrechamente dos ámbitos de la realidad humana, el ámbito ético-
político y el ámbito epistémico. Para comprenderlos, Fricker (2017) ofrece algunos
ejemplos: la injusticia testimonial se da cuando la policía estadounidense no cree lo que
afirman los individuos de comunidad afroamericana, mientras que la injusticia
hermenéutica procede en casos como el de una víctima de abuso sexual se enfrenta a
la desestimación de su horrible vivencia en virtud de que el aparato institucional de la
comunidad a la que pertenece no ha incorporado aún el concepto de ‘abuso sexual’.

Otros ejemplos pueden ser esgrimidos. Para la injusticia testimonial, dado el aparato
patriarcal — bastante ignorado y cuestionado incluso por “profesionistas”, cabe decir —
, muchos individuos desacreditan, sin razón epistémica de peso, el testimonio de las
mujeres en asuntos de índole legal, tildándola de “histéricas”. Para la injusticia
hermenéutica, por un lado, piense en el caso del concepto ‘peligro de contagio’, que
forma parte del Artículo 199 BIS del Código Penal Federal mexicano.

Antes de la década de 1950 el sistema jurídico mexicano no poseía dicho concepto y,


por ende, institucionalmente era imposible que un individuo pudiese concientizarse de
que ha sido víctima, en el caso en que dolosamente lo hubiesen contagiado de alguna
enfermedad infectante. En este caso, la ausencia del concepto en lo que al discurso y
normatividad institucional y colectiva respecta, propicia la invisibilización de víctimas.

Lo mismo ocurre con la ausencia de conceptos — hoy en día socavada — como los de
feminicidio, violencia estética o alienación parental. Por otro lado, este segundo tipo de
injusticia también ocurre cuando el aparato hermenéutico, es decir, el discurso
lingüístico e ideológico con el cual se interpreta algún acto o afirmación, tiende a “cargar
la balanza” hacia los perpetradores de un crimen, minimizando la experiencia de una
víctima.

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Considere el caso de las denuncias en materia de violencia sexual. “Si la chica hubiera
sido violada por el novio, entonces no estaría tan contenta con él durante la fiesta” es
un tipo de juicio que puede oírse, lamentablemente, todo el tiempo. El juicio de que la
persistencia de una relación afectiva es inconsistente con actos de violación es base
ideológica de que la experiencia de múltiples víctimas sea minimizada, en muchos
casos, al máximo grado. En estos casos, la injusticia hermenéutica procede en tanto
que el propio discurso ideológico del colectivo que acompaña a la víctima de violencia
sexual le supone una desventaja social, jurídica y política, en virtud de que se impide
sistemáticamente la comprensión de su experiencia (para un análisis similar y
evidentemente más rico, (Gamero, 2018).

Es notable, así, cómo la dimensión epistémica y la dimensión moral se vinculan. Aunque


la injusticia epistémica con las víctimas de violencia sexual y de género no es exclusiva
de ellas, sí revela algo de suma importancia: el descrédito de sus testimonios y la nula
comprensión colectiva e institucional de sus experiencias es muestra de que la
actuación moral de los individuos (en especial de aquellos que no son víctimas) puede
conducirse de formas moralmente cuestionables en virtud de cómo otorgan credibilidad
a las afirmaciones y de cómo comprenden las vivencias de sus prójimos.

Es ahí donde la dimensión de los valores epistémicos y la de los valores morales se


trastocan claramente, pues quienes cometen estas injusticias unen la valoración
epistémica y la valoración moral: se enlazan valores epistémicos como la
credibilidad, la veracidad y la confiabilidad con valores morales como la bondad,
la tolerancia y la responsabilidad.

En su vía negativa, por ejemplo, contra la víctima de violación, se valora su testimonio


como poco veraz en tanto que se enjuicia a la persona como irresponsable por no haber
terminado su relación con el violador. En su aspecto positivo, por ejemplo, se enlaza el
valor de confiabilidad del testimonio de un hombre, por sobre el de una mujer, con el
valor moral de la bondad, en relación con el discurso ideológico machista que interpreta
los “actos de corrección” de hombres hacia mujeres en asuntos en los que la falta de
información y dominio teórico práctico de los primeros es, incluso, abismalmente inferior
con respeto a la de las mujeres (considere el mansplaining).

Estética y moral

La vinculación entre valores estéticos y valores morales no siempre es clara, pero se


vislumbra en consideración de casos en los que el juicio de gusto de las personas se
acompaña de actuaciones morales relativas a sus prójimos. Para ilustrar esta relación
y cómo se ha desarrollado en parte de la historia de la filosofía occidental, conviene
exponer el análisis crítico que Carolyn Korsmeyer (2004) esgrime a la tradición estética,
sobre todo kantiana, que entiende a la experiencia y apreciación de la belleza en tenor
de estar fundamentada por una actitud (estética) desinteresada.

Considere la obra A Roman Slave Market, del pintor francés Jean-Léon Gérôme (figura
1). En su formalismo, destacan dos elementos en primer plano: el color rojo de la toga
del mercader y la blancura del cuerpo de la mujer, cuyo brillo es notable con relación al
fondo oscuro que le sigue.

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Los posibles compradores, todo hombre, examina juiciosos a su femenina figura, la
mujer se tapa la cara, intentado cubrir lo que puede de su humanidad. Importante es
prestar atención a que el encubrimiento de la mujer es únicamente de su rostro; porque
podría cubrir otros sectores de su cuerpo, — y esto es precisamente parte del sentido
semántico de la obra — pero jamás combatir la mirada de los hombres con el filo de
suya. La pintura representa una situación, cuando menos, molesta, pero también
enfrenta a un malestar, tal como describe Korsmeyer (2004, p.72):

Para algunos espectadores, esta pintura puede ser demasiado incómoda para ser
placentera; en términos de actitud estética, son incapaces de lograr el desapego
moral necesario para apreciar sus cualidades artísticas. O posiblemente el placer
que un espectador encuentra en la belleza desprotegida de la niña y su estado
angustiante puede ser furtivo, reacio, incluso ligeramente vergonzoso, esto es, su
valencia erótica difícil de reprimir.

Según la tradición estética liderada por Kant (1997 y 2004), la experiencia de la belleza
debe darse en condiciones en las que el sujeto que juzga estéticamente un objeto como
bello se encuentre en una situación desinteresada con respeto al objeto juzgado. En
este caso, recalca Korsmeyer, conseguir la situación desinteresada en aras de apreciar
la belleza de la pintura de Jean-Léon Gérôme es sumamente difícil de obtener, en virtud
de que se juzga la representación de una esclava observada con depravación por sus
posibles compradores; pues “incluso si aceptamos que una apreciación tan distante
[suprima] un poco la conciencia incómoda del escrutinio de los compradores masculinos
de carne femenina, se requeriría [una] ceguera aturdidora para extinguir la
consideración crítica del género y el erotismo [presente]” (Korsmeyer, 2004, p. 69).

En este sentido se erige la crítica de la filósofa: si la apreciación de la belleza requiere


una actitud desinteresada, en obras como esta, tal actitud es difícil de conseguir en
virtud del aura de erotismo que le rodea; por lo que, contrario a lo que opina la tradición
y en el marco de una estética feminista, “se podría sospechar que la actitud
desinteresada recomendada sirve como salvaguarda contra el deseo, específicamente
el deseo masculino heterosexual, para mantener a las mujeres como objetos propios
del juicio estético junto con la pintura, la escultura y la escenografía (Korsmeyer, 2004,
p. 71).

Esta es solo una forma en que los valores estéticos y los valores morales se trastocan.
El valor estético de la belleza (al menos como se ha entendido en la tradición
predominante de la estética occidental) se consigue en medio de una apreciación que
supone desinterés, pero que en sus entrañas se orienta en virtud del dominio de los
hombres hacia las mujeres y su valoración de indignidad, tal como ilustra
magníficamente el propio Jean-Léon Gérôme.

El que la belleza sea desinteresada opera, entonces, como una estrategia que permite
justificar, por ejemplo, el posicionamiento de la mirada varonil en las mujeres. Lo que el
análisis de Korsmeyer muestra, en última instancia, es que el que ellas pierdan su
dignidad (un valor moral en sumo sentido) ante la mirada del hombre puede justificarse
en virtud de que la mirada aprecia la belleza (un valor, se decía fundamentalmente
estético). Así lo expresa Laura Mulvey, cuando enfatiza que “a las mujeres se les asigna
el estatus pasivo de ser miradas, mientras que los hombres son los sujetos activos que
miran (citada en Korsmeyer, 2004, p. 71).

11
Con base en lo anterior, se puede concluir que el papel de los valores en la vida humana
es mucho mayor que el que les asignan muchas personas: en primer lugar, los valores
juegan un papel esencial en la existencia propia y propio modo de existir; al grado de
que la axiología fundamenta la valiosa decisión de seguir viviendo.

En segundo lugar, no solo, como parece claro, los valores morales intervienen en la vida
moral, que a su vez es fundamental en el desarrollo de la existencia humana — recuerde
que la dimensión moral y la vida humana son inseparables —, sino que las
consideraciones y, más aún, las actuaciones morales se configuran también a partir de
valores epistémicos y estéticos. En suma, la dimensión del valer es una condición sui
generis de la existencia humana.

3.2. Reflexión e introyección de los valores


La introyección de valores es un proceso mediante el cual un individuo identifica los
valores que considera relevantes en relación a ciertos problemas o situaciones. Más
adelante, en el punto 3.4. Moralización del individuo, se expone lo que en educación
moral se denomina Modelo de educación moral como clarificación de valores. Según
este paradigma, la construcción moral de cualquier individuo siempre debe contemplar
la clarificación de sus propios valores, en aras de que dicha clarificación contribuya a
una actuación sensible y adecuada en términos morales.

Hay diversos procesos y técnicas que permiten encausar en un individuo la introyección


de valores. Sin embargo, en cualquier caso, la introyección efectiva debe contemplar la
resolución de problemas morales. Si los individuos no se exponen, por ejemplo, a
situaciones controladas en las que puedan reflexionar sobre sus valores, no es del todo
claro que puedan introyectarlos a cabalidad.

Estas situaciones no necesariamente corresponden con escenarios fácticos, materiales,


sino a situaciones mentales en los que, por ejemplo, los educadores interpongan la
razón de sus educandos a diversos problemas.

La conocida Prueba de valores o Test R. Hartman sin duda es una herramienta útil para
encausar procesos de introyección axiológica. No obstante, es menester resaltar que,
como cualquier prueba psicométrica, sus resultados no son del todo confiables y que su
correcto manejo e interpretación debe ser llevada a cabo por un especialista en
psicología.

3.3. Los valores en la sociedad actual


No es exagerado decir que alguna vez se ha escuchado a alguien decir “se han perdido
los valores” antes de realizar alguna crítica al ambiente moral de la sociedad actual. No
habría que interpretar esa sentencia ni siquiera de forma literal, sino en virtud del juicio
de que la importancia de ciertos valores, quizá, ha sido sustituida por otra. Sin embargo,
determinar esto es complejo de realizar. Se podría rastrear la jerarquía de valores de
una población pequeña, por ejemplo, estudiantes o abogados; pero el mapeo axiológico
de una sociedad entera sería metodológicamente fútil.

Sin embargo, otros intentos serían más valiosos, como el de rastrear los valores que
resultan predominantes en la estructura de la sociedad actual. Los valores de esta índole

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no dejan de ser numerosos y en virtud de la brevedad conviene destacar solo algunos
de ellos: la utilidad, la rapidez y la felicidad.

Como bien afirma Tulia Almanza (2017, p. 126), “el pensamiento ilustrado sospecha de
todo aquello que se resiste al cálculo y a la utilidad, ya que puede proceder sin recurrir
a cualidades ocultas o la presencia de fuerzas superiores o inmanentes”. En ese sentido,
la erección de la cultura occidental, posterior al Siglo de las Luces, se fundó en pilares
ideológicos como los de progreso, ciencia, libertad y razón. No obstante, como bien
notaron los teóricos de la Escuela de Frankfurt estos pilares, si bien se vislumbraron de
inicio como sumamente deseables para la construcción de sociedad más justas e
igualitarias, terminaron por corromperse, convirtiéndose en la ruina de la humanidad.

Así lo expresa Theodor Adorno en 1966 (2006, p. 91), durante una conferencia
trasmitida por Radio Hessen:

La exigencia de que no se repita Auschwitz es la primera de todas en educación.


Precede hasta tal punto cualquier otra que no hace falta fundamentarla, ni debe
hacerse. No puedo entender que se haya expresado tan poco hasta hoy.

Fundamentarla tendría algo monstruoso, considerando la monstruosidad que


aconteció. Sin embargo, el hecho de que se haya tomado tan poca conciencia de
la exigencia, y de las cuestiones que se plantean, pone de manifiesto que no ha
penetrado en las personas lo monstruoso que fue; y esto es síntoma de que la
posibilidad de repetición, que corresponde al estado de conciencia o de
inconsciencia de las personas, subsiste. Todo debate sobre los ideales de la
educación es baladí e indiferente ante esto: que Auschwitz no se repita.

Fue la barbarie, contra la que toda educación actúa. Se dice que amenaza una
recaída en la barbarie. Pero no es una amenaza, puesto que Auschwitz fue; la
barbarie subsiste mientras se mantengan esencialmente las condiciones que
maduran aquella recaída. Esto es el horror completo. La presión social sigue
gravitando, aunque el peligro se mantiene invisible.

Empuja a las personas hacia lo que no se puede afigurar, que culminó en


Auschwitz en una dimensión histórico-universal. De entre las ideas de Freud, que
verdaderamente atañen también a la cultura y la sociología, me parece una de las
más profundas aquella que la civilización produce por su parte un elemento
anticivilizatorio y lo refuerza de manera creciente. Sus escritos El malestar en la
cultura y Psicología de masas y análisis del yo merecerían la mayor de las
difusiones precisamente en conexión con Auschwitz. Si en el principio mismo de
la civilización está puesta la barbarie, entonces tiene algo desesperado protestar
contra ella.

Para Adorno y Horkheimer (1998), la idea de razón ilustrada que prefiguró el movimiento
ilustrado pereció ante el avance y consolidación del capitalismo, en la medida en que se
convirtió en razón instrumental, una razón que era sierva de los intereses de las
hegemonías políticas de la humanidad.

El avance de la razón instrumental permitió la erección de ideologías en las que la


utilidad y la técnica, cuya valoración es positiva, se vislumbraban por sobre el
pensamiento crítico y la resistencia, valoraciones negativas. El producto superior de esta

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positividad alienada y capitalista tiene su máxima expresión en el nacimiento de los
campos de concentración, en los que toda humanidad y valor ilustrado se derrotaron
frente a la abominación de los intereses políticos e insalubres de la Alemania nazi.

La razón ilustrada, enajenada por la estructura capitalista, se convirtió en el aparato


idóneo para la represión, pues, al ser ya razón cientificista, su libertad fue condenada a
la manufacturación de saberes y tecnologías dispuesta para la masacre humana.
Adorno enfatiza, entonces, que la mayor de las tareas educativas consiste en evitar que
Auschwitz se repita.

Sin embargo, pese al llamado de Adorno, no parece que la sociedad haya avanzado lo
suficiente como para desviarse del camino sombrío que conduce a un “segundo
Auschwitz”. En el mundo contemporáneo, los pilares que tergiversaron la razón ilustrada
en razón instrumental siguen rayando el cielo bajo el sol.

En la actualidad, uno de los valores con mayor presencia en la dinámica social de los
individuos es el de la utilidad. La estructura capitalista condena los saberes y trabajos
que no le son útiles a la perpetuación de sus fines represivos y alienantes, como si de
un dictador se tratase. Este el caso también de los individuos neurodivergentes y de los
adultos mayores: ni la neurodivergencia ni la vejez le son útiles al capitalismo, porque
no producen. En particular, lo anterior se nota con cada vez más fuerza en la educación
universitaria y en el desempeño del profesionista, cuya educación, al menos formal, es
aún “superior” que la de la mayoría de la población mundial y que, sin embargo,
permanece vacía de negatividad.

En concordancia con Adorno, uno podría decir que, así como el artista frustrado cuyo
bautizo político posterior lo convirtió en Canciller de Alemania perpetuó los pilares
tergiversados de la Ilustración y la alienación de la razón instrumental, el profesionista
que indica “no saber nada de teoría”, pero sí saber “cómo solucionar las cosas”, lo hace
también. Porque la perpetuación ideológica no se reduce al despliegue de los “grandes
egos” ni al de los nombres imponentes, de esos que llenan los libros de historia.

Son dos tokens del mismo type. Piense en esto cada vez que alguien se enaltezca frente
a sus prójimos con un título universitario sobre la palma de su mano, pero que, cobijado
en la sombra de la ignorancia, desdeñe el conocimiento teórico y la razón crítica en
virtud de la satisfacción ilusoria que el status quo le impone mediante el imperativo que
eventualmente le cuestiona — ¿y cómo se lleva eso a la práctica? —.

En condiciones capitalistas, la valoración excesiva de la utilidad tiene implicaciones,


entre otras, en la valoración excesiva de la rapidez. Zygmunt Bauman (2000)
diagnosticó acertadamente que el desarrollo de la modernidad, particularmente
expresado en nuestra sociedad contemporánea, trasfirió la solidez por la liquidez en lo
que respecta a los fundamentos ideológicos y a las condiciones de vida. En un mundo
líquido, como él lo llama, la seguridad, por ejemplo, pasa a ser cosa del pasado,
desplegada por la inseguridad, la incertidumbre y la inestabilidad. La metáfora de la
liquidez se vislumbra en diversos sectores de la realidad, pero dos de los más claros
son el ámbito de las relaciones afectivas y el ámbito del consumo mercantil.

En el ámbito socioafectivo, las relaciones ya no incorporan la duración como un


elemento constitutivo. A diferencia de las relaciones en un mundo sólido, las del mundo

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líquido se basan en la velocidad, lo efímero y el cambio constante. En ese sentido, las
relaciones actuales — como muchas otras cosas — sucumben ante la inseguridad y la
incertidumbre, pues la amenaza del devenir y el “desechar” siempre es latente.

Así lo expresa Bauman (2005, p. 32), cuando señala la paradoja que presupone la
consolidación de las relaciones sociales y laborales (no tan distintas de las afectivas) en
la actualidad:

“Estar en una relación” significa un montón de dolores de cabeza, pero sobre todo
una perpetua incertidumbre. Uno nunca puede estar verdadera y plenamente
seguro de lo que debe hacer, y jamás tendrá la certeza de que ha hecho lo correcto
o de que lo ha hecho en el momento adecuado. Parece que el dilema no tiene
solución. Y peor aún, parece plantearnos una paradoja absolutamente injusta: la
relación no solo no cumple en satisfacer una necesidad, tal como se esperaba de
ella, sino que además convierte esa necesidad en algo aún más irritante y
enloquecedor. Usted buscó esa relación con la esperanza de mitigar la
inseguridad que lo acosaba en soledad, pero la terapia solo ha servido para
agudizar los síntomas, y tal vez ahora usted se siente menos seguro que antes,
aun cuando ‘la nueva y agravada’ inseguridad emana de otra parte. Si usted
pensaba que los intereses de su inversión en la compañía serían pagados con la
moneda de la seguridad, evidentemente ha actuado sobre la base de
presupuestos equivocados. Esto es un problema, y un problema grave, pero allí
no termina el tema. Comprometerse con una relación que ‘no significa nada a largo
plazo’ (¡y de esto son conscientes ambas partes!) es una espada de doble filo.
Eso deja librado a su cálculo y decisión la posesión o el abandono de la inversión,
pero no hay motivo para suponer que su pareja, si lo desea, no ejercerá a
discreción el mismo derecho, y que no estará libre para hacerlo cuando a él o a
ella se le antoje. La conciencia de este hecho aumenta aún más la inseguridad, y
ese aumento es lo más insoportable de todo.

Por último, basta con revisar cualquier bárbara cuenta de Instagram de algún “miembro
del espectáculo” mexicano, para notar que la valoración de la felicidad es también
excesiva.

En particular, no se desdeña la felicidad como un bien inválido. Sin embargo, en la


sociedad actual, su valoración se enmarca en dinámicas tanto de consumismo como de
ceguera ante la destrucción política del individuo. Siempre habría que cuidar que el
enaltecimiento de la felicidad puede ser una herramienta para subyugación y el
conformismo político social. El que es feliz, es positivo (no solo optimista — cabe
recordar que no son conceptos equivalentes) ante el sistema; lo que provoca que sea
ciego a su injusticia y a la acción política que requiere la construcción de sociedades
mejores.

En el mundo contemporáneo, especialmente, se valora en demasía la positividad,


cuando de lo que se trata es de valorar la negatividad; pues esta, a diferencia de la
primera, no sirve a los propósitos indignos y funestos del establishment. El feliz nunca
es libertador.

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3.4. Moralización del individuo
Por moralización del individuo se entiende al conjunto de procesos sociales, políticos
y educativos mediante los cuales se pretende construir la personalidad moral de
un individuo. Esta construcción requiere de diversas condiciones. La moralización
busca que un individuo en cuestión adquiera, en primer lugar, cierto cúmulo de
conocimiento moral, ya sea de las normas morales predominantes o de los valores más
relevantes según el círculo social que le rodea; en segundo lugar, que desarrolle cierta
habilidad de corresponder su actuación con respecto al conocimiento moral que haya
adquirido y, en tercero, que desarrolle una actitud moral tal que sea consistente con la
normatividad moral y la axiología que configuran su dimensión moral.

Por tanto, la moralización del individuo, como proceso, requiere cuando menos la
búsqueda de la satisfacción de tres condiciones relativas al individuo que se pretende
moralizar:

a) Adquisición de conocimiento moral.

b) Desarrollo del hábito de conducirse de manera moralmente apropiada.

c) El desarrollo de una actitud sensible moralmente, que, por un lado, le permita


reconocer las implicaciones morales que su actuación supone y, por otro, que le
posibilite atender satisfactoriamente dichas implicaciones.

La moralización del individuo es inherentemente un asunto educativo. Entiéndase


que la educación corresponde con un conjunto de procesos de iniciación para el
desarrollo intelectual, práctico y actitudinal de un individuo, la educación moral adquiere
un sentido fundamental para la concreción de procesos de moralización.

La búsqueda de la satisfacción de las tres condiciones de la moralización generalmente


es encausada en términos educativos. Es por esto que una forma de comprender
teóricamente los procesos de moralización puede darse en virtud de la comprensión de
los paradigmas que explican en qué consiste educar moralmente.

Josep Puig destaca como uno de los principales pensadores de la educación moral en
la actualidad. A su juicio, la educación moral se ha entendido a partir de la erección de
cuatro paradigmas, postulados anterior a su propuesta (Puig, 1996):

a. Como socialización
b. Como clarificación axiológica
c. Como desarrollo moral
d. Como formación de virtudes

Cada uno de estos paradigmas se edifica según ciertas tesis centrales y la suscripción
a alguno fundamenta una comprensión de la moralización sustancialmente distinta.

Educación moral como proceso de socialización


El paradigma de la educación moral como socialización puede ser descrito como el
conjunto de teorías cuya tesis principal es que la educación moral consiste
fundamentalmente en el ajuste de un individuo a la colectividad a la que pertenece. En
este sentido, estos teóricos “describen la formación moral como un proceso mediante el

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cual los sujetos reciben de la sociedad el sistema vigente de valoraciones y normas”
(Puig, 1996, p. 20), donde dicha formación busca, precisamente, que, a partir de esta
recepción, los individuos se conduzcan con correspondencia con la normatividad y
valoración moral del círculo social que les rodea.
Nótese que la tesis principal de este paradigma secciona al conjunto de los agentes
involucrados en la dimensión moral. El agente moral particular, el individuo, es un agente
receptor; mientras que el “agente moral” colectivo es el emisor; por lo que se supone
una relación jerárquica entre uno y otro: la sociedad como “autoridad” moral que
emite un sistema normativo y axiológico determinado a un individuo particular y
que espera que este se conduzca en relación satisfactoria con él.
Entendido así, a los agentes particulares las normas y valores “se les imponen con la
autoridad que emana de una entidad social superior a [ellos], que además ejerce
influencia y presión [para que se conduzcan adecuadamente]” (Puig, 1996, p. 20).
Para conseguir tal moralización, entonces — concibe el paradigma — es menester
encausar en los individuos procesos de adaptación heterónoma al conjunto normativo y
axiológico dominante de la sociedad.
Sin embargo, pese a que, de inicio, la educación moral conviene entenderse como
efectivamente heterónoma, se busca que la correspondencia moral entre el individuo y
el conjunto normativo y axiológico social sea evidentemente autónoma; pues de otro
modo la educación moral pareciese tornarse como un mecanismo fascista a cabalidad
— aunque se podría esgrimir un argumento según el cual esto termina siendo el caso.
Considere el caso de la moralización infantil. Ningún ser infante nace moralizado; en el
sentido del paradigma, ajustado ya a la normatividad social. Tiene que aprenderla de
algún modo. Tal aprendizaje se encausa en procesos de iniciación, por ejemplo, a partir
de acciones familiares, sociales y escolares. En este sentido es que la moralización
comienza por ser heterónoma: el individuo — insiste el paradigma — “no tiene
más tarea que hacer suyas las influencias que desde el exterior se le imponen, sin
que su conciencia y voluntad tengan papel alguno en la aceptación, rechazo o
modificación de las prescripciones morales que recibe” (Puig, 1996, p. 20).
No obstante, pese a la heteronomía, la moralización busca que el individuo, una vez
entendido como receptor moral, deje de ser un sujeto de imposición y termine por
convertir, de forma autónoma, las influencias morales de su sociedad en reconocimiento
y aceptación propia consciente de las normas y valores que se le mostraron con
antelación.
El ajuste moral adaptativo entre el individuo y su sociedad tiene vinculaciones claras
para entender ciertos problemas que conciernen a la ética, como el conflicto moral. En
la visión del enfoque de socialización, los conflictos morales tienen un sentido
absolutamente interno, pues se generan en tanto que un individuo duda o se
resiste a ser adaptado con respecto de un ambiente moral social. En otras palabras,
los conflictos morales de los individuos radican en una resistencia a llevar a cabo lo que
la normatividad social predominante indica.
Sin embargo, dado que la sociedad se constituye como una autoridad moralmente
superior al individuo particular, el conflicto moral individual no se vislumbra como una
problemática infranqueable y de importancia trascendental, debido a que siempre se
tiene claro qué es lo que se debe hacer según la normatividad.

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Considere por ejemplo la moralización en la Edad Media o, incluso, la moralización
contemporánea producto de la educación cristiana. Para los cristianos el conflicto de
valores no responde a un desorden en el sistema normativo y axiológico cristiano, sino
en la desatención de conducirse apropiadamente producto de la aceptación de las
inclinaciones, por ejemplo, corporales.
Para el cristiano, en pocas palabras, la actuación lujuriosa con respecto a un hombre o
una mujer supone un conflicto moral, pero no debido al cuestionamiento de la normativa
cristiana o su falta de coherencia con respecto a la vida fáctica del ser humano, sino a
un defecto en la voluntad del sujeto lujurioso, que, envuelto en el pecado, no logro
conseguir el ajuste entre sus actos y los designios morales divinos. El conflicto ulterior
a la actuación lujuriosa no es conflicto que justifique cuestionar la consistencia de la
normatividad moral cristiana, sino un conflicto que justifica cuestionar la voluntad propia.
La teoría sociologista de la educación moral encuentra a su máximo representante
teórico en Émile Durkheim, quien enfatiza las condiciones necesarias para los
procesos de moralización:
a) Espíritu de disciplina
b) Adhesión social
c) Autonomía de voluntad
En relación a la primera condición, el individuo moralizado se sujeta a una fuerza moral
superior que la norma moral social le impone y, en ese sentido, el individuo debe ser
capaz de reconocer dicha autoridad para dar sentido disciplinariamente a su actuación
conforme a los sus dictámenes, en virtud no de la imposición del miedo como medida
correctiva sino en virtud del deber de seguir la normatividad.
Con respecto a la segunda condición, este deber permite la adhesión de los sujetos a
su sociedad, en aras de satisfacer su interés en unirse en sociedad, pues “en ella
reconocen una entidad más variada, eminente y rica que su propia individualidad
concreta, y solo uniéndose a ella consiguen realizar plenamente todas las posibilidades
de su naturaleza” (Puig, 1996, p. 25).
Dígase, entonces, que es la concreción del afán por unirse socialmente es
necesariamente desplegado solo a partir de una actuación disciplinaria que oriente al
individuo mismo a ser ajustado conforme a la normatividad que le supera. Sin embargo,
esto no necesariamente — al menos a juicio de Durkheim — justifica la imposición
fascista de la disciplina moral y del ajuste del individuo a su sociedad, pues es menester
que tanto el espíritu de disciplina como la adhesión social sean originadas,
eventualmente, sobre el ejercicio de la conciencia moral autónoma.
Esto se logra, a su entender, a partir del ejercicio de la libertad que posibilita el
reconocimiento de la naturaleza y justificación de la normatividad social. En este sentido,
no se entiende autonomía y libertad — como algunas personas entienden erróneamente
— como el ejercicio voluntario autoimpuesto de lo que el sujeto desee realizar, sino
como parte del “reconocimiento personal de la necesidad de las normas morales de la
sociedad” (Puig, 1996, p. 25).
El enfoque sociologista enfrenta, pese a su atractivo para comprender la moralización,
por ejemplo, infantil fáctica, diversos problemas. Por un lado, no parece que la teoría
permita adecuadamente la inserción de la formación de la conciencia moral y, por otro,

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no parece satisfactoria al subordinar la autonomía y la libertad de los individuos a la
adhesión necesaria a la sociedad.
Esto es debido a que, si la colectividad moral en una entidad que subordina al sujeto,
en tanto que este aspira a adherirse a ella en ajuste con su normatividad, no cabe lugar
para que la conciencia moral del individuo le lleve autónomamente al ejercicio libre de
la rebelión, el rechazo y la transformación de dicha normatividad, lo que implica tres
desventajas teóricas:
Primero, la revisión histórica de los sistemas morales muestra que en múltiples
ocasiones la rebelión y el rechazo de normatividades social es el impulso para
sociedades moralmente más justas.
Segundo, planteada así, la teoría no captura adecuadamente el desarrollo moral
de los individuos, que en diversos espectros supone, precisamente, el rechazo
a tal normatividad.
Tercero, parece condenar el refinamiento de capacidad morales como el
razonamiento moral, la inteligencia moral y la conciencia misma a la contribución
pasiva del status quo.
En este sentido, tal como llamarían la atención los teóricos de la Escuela de Frankfurt,
particularmente Theodor Adorno y Max Horkheimer (1998), en la moralización como
socialización brillaría por su ausencia la negatividad y sería producto de entender a la
razón instrumentalmente, especialmente en aras de la perpetuación de sistemas
autoritarios y totalitarios políticamente cuestionables.
a. Educación moral como clarificación de valores
El enfoque de educación moral como clarificación de valores pretende saldar parte de
las desventajas del enfoque sociologista, particularmente enfatizando el papel que los
valores juegan en la moralización autónomamente realizada por el individuo.
Por ejemplo, mientras que el sociologismo de Durkheim sitúa la resolución de conflictos
morales en la regulación satisfactoria de la actuación individual conforme a la normativa
social; el enfoque clarificacionista axiológico postula que los conflictos morales (o al
menos gran parte de ellos) son exclusivamente asunto del individuo, quien sin
mayor relación atencional con la correspondencia de su actuar conforme a
normas morales, requiere reflexionar y jerarquiza los valores cuya importancia le
pone en una situación conflictiva. Es por esto que, para este enfoque, “los conflictos
morales deben resolverse mediante decisiones subjetivas, más o menos ilustradas, de
los individuos afectados” (Puig, 1996, p. 31). Frente a la pasividad del individuo que el
enfoque sociologista supone, el enfoque clarificacionista entiende al individuo, y no a
su sociedad, como principal regulador moral.
El enfoque clarificacionista, representado en la obra de distintos autores (Raths, Harmin
y Simon, 1967; Howe y Howe, 1977; Kirschenbaum, 1978), reconoce que deseo de la
humanidad de consolidar sociedades cada vez más plurales, abiertas, no fascistas y
democráticas con respecto a sus sistemas morales y axiológicos, de tal modo que niega
la posibilidad de recurrir a principios y valores trascendentales o absolutos que sean
transversales a toda situación, época y cultura.
De lo que se trata, más que de imponer o presentar dichos elementos morales
universales, es de moralizar a los individuos mediante sus propias capacidades

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intelectivas en virtud de que desarrollen una axiología más refinada, selecta e inteligible
que permita autorregular de manera moralmente adecuada sus actos. Es así que la
moralización consistiría en el desarrollo de un proceso sensible al hecho de los valores,
no siendo trascendentales y universales, “se transforman y maduran en función de
las experiencias que continuamente vive cada sujeto. [Esto es] los valores no son,
pues, una posesión ni una conquista, sino un proceso inacabable” (Puig, 1996, p.
34).
La forma específica en la que se puede clarificar los valores de un individuo es variable
según la teoría y técnica, principalmente, psicológica, que se suscriba. Sin embargo,
Josep Puig (1996) describe el proceso, digamos necesario, para que se consiga
clarificar el sistema axiológico de una persona:
El proceso de valoración se inicia con una selección de aquellos valores que el
sujeto juzga como más adecuados. Ello supone tres condiciones. Una, poder
elegir libremente los propios valores, ya que de no ser así no se está llevando a
cabo un proceso de clarificación personal, sino un ejercicio de adopción de valores
externos, no siempre deseado por el sujeto. Dos, que exista un cierto número de
alternativas entre las que elegir. En la medida en que el número de alternativas se
amplíe, se aumentarán las posibilidades del individuo para poder identificarse de
manera más plena con alguna de ellas. Y tres, la libre elección supone la
consideración de las consecuencias que se derivan de la adopción de cada una
de las posibles alternativas […]. Este proceso conlleva, en cuarto lugar, querer los
valores elegidos y considerarlos una parte importante de la propia existencia.; y
en quinto lugar, aprender a afirmarlos y defenderlos públicamente […]. Esto
supone, en sexto lugar, conseguir que la conducta sea el reflejo de los valores
adoptados y, finalmente, en séptimo lugar, que tales conductas se apliquen de
forma repetida y constante en situaciones y circunstancias diferentes.
Como se nota, el proceso de clarificación de valores excluye la imposición de por parte
de autoridades externas y, en esa medida, contribuye a un entendimiento de la
moralización que hace justicia a la autonomía, la libertar y la conciencia moral de los
individuos.
El rescate del individuo moral, sin duda, es una virtud. Sin embargo, el enfoque
clarificacionista no termina por ser exhaustivo como un corpus teórico para explicar la
moralización, sino que, en tanto su énfasis en la clarificación autónoma de valores,
parece concentrarse en un aspecto muy particular de la moralización. Este enfoque, en
sus tesis principales, no responde satisfactoriamente, por ejemplo, cómo es que un
individuo llegó a considerar algún u otro valor como adecuado — carencia que de sí
pone en cuestión la legitimidad del proceso de clarificación. Llevar a cabo, incluso
satisfactoriamente, una educación moral según el proceso clarificacionista no es
incompatible con que la adquisición inicial de valores sea impuesta, aun “dolorosamente
impuesta”, por parte de alguna autoridad; por lo que el sentido de autonomía no queda
inicialmente claro.
Por otro lado, el enfoque, al concentrarse en la individualidad del sujeto moral no
contempla regulaciones morales extra individuales. Por ejemplo, no queda del todo claro
que la clarificación pueda ser llevada a cabo y termine por producir agentes morales
autónomos y libres en la medida en que, cuando menos, en algunas ocasiones no basta
el propio juicio y la propia sabiduría práctica (como la llamaba Aristóteles, frónesis) para

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la construcción de un agente moralmente consolidado y para la resolución de
problemas, conflictos y dilemas morales, tanto en el espectro subjetivo como en el
colectivo.
b. Educación moral como desarrollo moral
Especialmente a mediados del Siglo XX, un conjunto de desarrollos teóricos se
consolidó en psicología moral como un paradigma que enfatiza a la moralización como
un proceso en el que el pensamiento, razonamiento y reconocimiento moral debe
perseguir la evolución de la cognición moral del individuo.
Este enfoque enfatiza que el juicio moral — como capacidad, no como proposición
— es producto de la evolución cognitiva de los individuos y que, en ese tenor, no
puede ser una capacidad igualmente desarrollada en individuos de disantos sectores
de edad.
Sus representantes máximos, Jean Piaget (1948) y, su estudiante doctoral, Lawrence
Kohlberg (1992), coinciden en que todos los individuos morales desarrollan su
juicio moral con respecto a distintas “etapas” y que en cada una de ellas la
adquisición y ejercicio de la moralidad se ejecuta de forma distinta. Por otro lado, tanto
uno como otro suscriben tres tesis principales (Puig, 1996):
Primero, la educación moral es un proceso de desarrollado que consiste en
estimular la evolución del pensamiento y el razonamiento moral de los individuos.
Segundo, el desarrollo que supone el juicio moral es explicable mediante la
formulación de distintas etapas o estadios evolutivos transversales a cualquier
desarrollo individual.
Y tercero, el ordenamiento teórico de estos estadios o etapas es jerárquico, en
tanto que de entre ellas, unas les son superiores moralmente y más deseables
a otras.
La teoría del desarrollo moral de Piaget se concentra en el juicio moral infantil. Para el
autor (Piaget, 1948, p. 1), “toda moralidad consiste en un sistema de reglas, y la
esencia de toda moralidad debe buscarse en el respeto que el individuo adquiere
por estas reglas”, por lo que comprender el desarrollo del juicio moral consiste en
explicar cómo el infante respeta esas normas. En este sentido, hay dos ejes en los que
se despliegan los postulados teóricos de Piaget: por un lado, teoriza sobre cómo se
funda el respeto infantil a las reglas morales y, segundo, sobre cómo se desarrolla la
noción de justicia infantil.
Con respecto al primer eje, Piaget postula que el desarrollo moral infantil se lleva a
cabo a través de dos etapas: la etapa de la heteronomía y la etapa de la autonomía.
En la primera etapa, los infantes adquieren el conocimiento de una regla a partir de una
autoridad adulta. Si bien esto pareciese sensato, —cualquier padre o madre podría
suscribirlo— lo que debe destacarse es que el carácter de obligatoriedad de la norma
“emana no de la regla en sí, sino del respeto que inspira el adulto” (Villegas de Posada,
1998, p. 225).
Sin embargo, el respeto heterónomo de la norma no permanece durante toda la infancia,
pues al final de ella, los infantes son capaces de considerar la creación y la modificación
de las normas en tenor de que sean supuestas, según Piaget, por el consenso de sus
iguales. Así, en la etapa de la autonomía, el respeto del infante a la normatividad no se

21
funda en el respeto a la autoridad emisora, sino en el respeto a los agentes sujetos a tal
normatividad.
Con respecto al segundo eje, Piaget considera que la noción de justicia en los infantes
se desarrolla de dos maneras distintas. La primera noción de justicia que aparece en la
infancia es denominada justicia retributiva, que consiste en que la otorgación de
premios o sanciones según la falta o deber que haya cometido un individuo. Esta noción,
digamos, primitiva, pero que acompaña a los humanos hasta edades posteriores, es
complementada conforme avanza la niñez con la noción de justicia distributiva, que
refiere a la distribución, por ejemplo, de deberes, premios y sanciones de forma
equitativa entre iguales.
Por su parte, la teoría del desarrollo de Kohlberg considera como base los postulados
de Piaget, pero desarrolla un estudio, incluso empírico, mucho más refinado. En su
teoría, se analiza el juicio moral de los individuos, no solo infantes, a través de tres
niveles, que categorizan seis estadios, los cuales se caracterizan por los siguientes
principios (Barra, 1987, p. 10):
1. Implican formas cualitativamente diferentes de pensar y de resolver los mismos
problemas.
2. Estas diferentes formas de pensar pueden ser ordenadas en una secuencia
invariante.
3. Cada una de estas formas de pensar forma un todo estructurado. O sea, en
cada etapa todas las creencias del individuo están organizadas alrededor de esa
particular forma de pensar.
4. Cada estadio sucesivo es una integración jerárquica de lo que había antes. Los
estadios superiores no reemplazan los inferiores sino, más bien, los reintegran.
Los tres niveles que Kohlberg identifica corresponden a distintas formas esenciales en
que los individuos enfrentan problemas morales (Barra, 1987): a) nivel
preconvencional, b) nivel convencional y c) nivel postconvencional.
En el nivel preconvencial, los individuos dimensionan los problemas morales en virtud
de los sujetos y las consecuencias directas y concretas que se involucran en ellos. En
este sentido, la normatividad adquiere un sentido externo al individuo y la evaluación
moral radica en la atención a las consecuencias, díganse, dolorosas o no, que inciden
en los sujetos.
Este es el nivel particularmente mostrado en los infantes, pero es menester recalcar
que, a diferencia de Piaget, Kohlberg piensa que, sin importar la edad, cualquier
individuo puede desarrollar su moral según algún nivel. De este modo, es fácticamente
posible que incluso el desarrollo moral de adultos se encuentre en este nivel.
En el nivel convencional, la normatividad moral no es externa al yo, sino que se
interioriza a conciencia propia, pero se regula su internalización a partir del cumplimiento
de expectativas sociales o colectivas, a partir de la noción de autoridad. En este sentido,
la perspectiva sobre los problemas morales de los individuos cuyo desarrollo se
encuentra en este nivel adquiere sentido en tanto que se saben insertos en algún grupo
y por ello, el sentido de pertenencia a él permite estructurar las respuestas morales y el
seguimiento o no seguimiento de normas. Este nivel, piensa Kohlberg, es típico de los
adolescentes.

22
En el último nivel, el postconvencional, los individuos ya no solo perciben los
problemas morales a través de la atención en las consecuencias directas que sufren los
involucrados o con respecto a la correspondencia con el consenso de un grupo, sino
por medio de una moralidad que no necesariamente se ajusta con la de la sociedad a
la que pertenece.
En este tenor, los individuos desarrollan un juicio moral tal que les permite la
consolidación de principios éticos válidos con independencia de su aceptación en
grupos humanos, épocas o sociedades. Este nivel no puede darse en la infancia y, pese
a que puede ocurrir en la adolescencia, es más frecuente en la adultez (aunque el propio
Kohlberg señala que sus investigaciones arrojaron que pocos individuos adultos llegan
a él).
Casos como los de muchos pacifistas, activistas y libertadores muestran el desarrollo
moral hasta este nivel. Sin embargo, personas en todo momento pueden manifestarlo.
Considere el caso de, por ejemplo, profesionistas que actúan según principios éticos
sólidos en contra de designaciones moralmente inadecuadas o injustificadas de sus
empleadores. Están dispuestos a perder, incluso, toda fuente de empleo, de ser
despedidos por “rebeldes” y, sin embargo, la validez de los principios que consideran
tiene mayor peso que el seguimiento de indicaciones o actos cuestionables para
cualquier ser humano educado y sensato.
Con respecto a los seis estadios del desarrollo moral, Kohlberg piensa que definen de
forma distinta los criterios por los que un individuo se sujeta a la normatividad moral
(Barra, 1987). Los primeros dos estadios, Moral heterónoma y Moral instrumental,
pertenecen al primer nivel, el preconvencional.
En el primero, los individuos se someten a reglas morales en virtud de evitar sanciones
y daño físico a la propiedad privada a los individuos. En el segundo, la obligatoriedad
de las normas morales es respetada por los individuos en virtud de la satisfacción de
intereses propios inmediatos. Los estadios Moral interpersonal y Moral social
corresponden al nivel convencional. El primero se caracteriza por que los individuos se
ajustan a la normatividad en virtud de la satisfacción de las expectativas que los otros
tienen con respecto a ellos.
Dígase, así, que en este nivel los individuos actúan conforme a las reglas en
consideración de que hacerlo es juzgado como adecuado por algún prójimo. En el
segundo, por su parte, los individuos han desarrollado un juicio moral tal que la
obligatoriedad de las normas se dimensiona en virtud de la contribución al bienestar u
orden de la sociedad o de un grupo amplio de individuos. Por último, los estadios quinto
y sexto, Moral contractual social y Moral de principios universales, corresponden con el
nivel postconvencional.
En el primero los individuos perciben la obligatoriedad normativa en virtud de que la
conducción moralmente adecuada supone el respeto a todos los individuos que
conforman el contrato social y en virtud de que ciertos valores, normas y leyes son
adecuadas de manera transversal a cualquier situación o condición social particular.
En el último estadio, el estadio superior, la actuación de los individuos persigue la
autonomía total y consciente, en la medida en que los principios de su acción son
seleccionados racionalmente por ellos mismos. En este sentido, los individuos llevan a
cabo actos morales correspondientes con principios superiores a los de las

23
normatividades particulares de un grupo o sociedad; por lo que pueden actuar conforme
a ellos incluso en contra de leyes jurídicamente estables que los violan a ultranza.
Los modelos sobre educación moral de Piaget y Kohlberg permiten comprender que el
desarrollo de la adquisición de la moral y el ejercicio de la moralidad son distintos en
todos los seres humanos, según el estadio en el que se encuentre su cognición y
razonamiento.
Las investigaciones de Kohlberg, al partir de investigación cuantitativa transeccional y
longitudinal, indagaron cómo los sujetos perciben un problema moral y cómo suelen dar
solución a ellos. No obstante, y pese al valor epistémico de su teoría, no incorpora
satisfactoriamente otro tipo de procesos cognitivos que también son de importancia en
el desarrollo de la moral y en la resolución de problemas, como los procesos afectivos
y emocionales.
En consonancia con este señalamiento, por ejemplo, se pueden invocar las
investigaciones, también empíricas, sobre la justicia y la repartición de bienes en lo que
se conoce como ultimatum games (Moctezuma, D. 2022).
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Los ultimate games son juegos usados especialmente en investigación económica


experimental. En ellos, dos jugadores, uno ofertante (jugador A) y otro respondedor
(jugador B) se relacionan a partir de una negociación. El ofertante recibe, por parte de
los experimentadores, una cantidad determinada de dinero (monto conocido por ambos
jugadores), que, tras indicación, debe repartir entre ambos jugadores.
Solo el ofertante puede determinar los montos de reparto y debe comunicarle su
decisión al respondedor, quien no puede modificar la oferta. Sin embargo, la repartición
del ofertante “está en juego” ante el juicio del respondedor, que tiene el derecho de
aceptarla o no. Si el respondedor acepta la propuesta de su compañero, ambos tendrán
la cantidad de dinero determinada previamente por el ofertante, sea como sea.
Sin embargo, si el respondedor rechaza la propuesta, ni el ofertador ni él obtendrán
monto alguno. Estos experimentos han provocado la atención de los investigadores,
pues sus resultados empíricos son frecuentemente inconsistentes con los postulados
tradicional de las teorías de la decisión racional económica, influenciadas a mediados
en del siglo pasado por la teoría de juegos.
La tesis principal de la ortodoxia teórica en teoría de juegos supone que la decisión más
racional de los respondedores sería aceptar cualquier propuesta ofertante, pues, en el
desarrollo del juego, el respondedor solo tiene dos alternativas: si rechaza, no obtiene
algo; si acepta, obtiene algo. La decisión más racional, entonces, sería aceptar, pues
hacerlo implica la obtención de un beneficio, por mínimo que sea, con respecto a la
obtención nula.
Por otro lado, este mismo postulado predice que el ofertador se quedaría con la mayor
parte del dinero, como casi todo el dinero. No obstante, los resultados son distintos:
primero, a menudo los ofertadores ofrecen entre el 40% y el 50% del dinero total que
posee (Chorvat y McCabe, 2006).

24
En segundo lugar, es falso que los respondedores acepten siempre las propuestas de
los ofertadores. De hecho, a menudo rechazan las propuestas si estas derivan de una
repartición “abismalmente” desigual, por ejemplo 70%-30%. Sin embargo, en algunas
variantes del juego, en las que los ofertadores, en vez de personas, son mecanismos
computarizados cuyas ofertas son aleatorias, el índice de aceptación de los
respondedores es generalmente mayor a su índice de rechazo, incluso cuando las
ofertas se estipulan en rangos cercanos al 80%-20%. Estos resultados sugieren que los
respondedores suelen “castigar”, provocando que ninguno reciba algo, a las personas
ofertadoras, pero no a las máquinas, cuando sus propuestas son “injustas”.
El desempeño de los jugadores en los ultimate games ha sido investigado
neurocientíficamente, a través del rastreo de los mecanismos neurales que se
involucran en sus decisiones. En el mapeo cerebral se encuentra que, antes ofertas
consideradas como injustas, hay alta actividad neural en la corteza prefrontal
dorsolateral, en el córtex cingulado anterior (AAC), regiones involucradas en la toma de
decisión y la detección de errores (Feng, Luo y Krueger, 2014), y en la ínsula, región
involucrada en el procesamiento de estímulos asquerosos y displacenteros, de los
respondedores (Chorvat y McCabe, 2006).
Estas activaciones indican, por un lado, que la emoción de disgusto motivó en parte los
rechazos de los respondedores y, por otro, que “la activación de ACC indica que hubo
un conflicto cognitivo entre aceptar el dinero y el deseo emocional de ser tratado con
justicia” (Chorvat y McCabe, 2006, p. 121).
En este sentido, los resultados sugieren que la resolución de problemas morales no
únicamente concierne a procesos cognitivos, como en lo que se involucra el AAC, sino
también emocionales. Las emociones, entonces, deben ser contempladas como
variables en la investigación empírica sobre moralidad.
c. Educación moral como formación de hábitos virtuosos
Gran parte del interés en la moralización consiste en encausar la formación de hábitos.
Esto es debido a que no basta la adquisición e internacionalización de principios y
normas morales para que un individuo se conduzca de forma adecuada.
Es necesario que el individuo desarrolle cierta correspondencia entre la moral que ha
internalizado y la conducta ejecuta en el ámbito público. Un conjunto de teorías en
educación moral enfatiza que la formación de hábitos virtuosos es el punto focal de
cualquier proceso de moralización satisfactorio.
A su juicio, “una persona no es moral si únicamente conoce intelectualmente el bien”
(Puig, 1996, p. 57). En este sentido, las tesis principales de este paradigma consisten:
primero, que el saber intelectual de la moralidad no es una condición suficiente para la
moralidad de un individuo. Segundo, que la moralidad de la persona requiere la
formación y consolidación de hábitos morales. Y tercero, que la formación de hábito
debe culminar en que esos hábitos sean virtuosos. Richard Stanley Peters (1984) es
uno de los máximos representantes de este paradigma, pues, a su juicio, la formación
de hábitos siempre debe acompañar a toda educación moral satisfactoria.
El enfoque de Peters es, hasta cierto punto, sensible con tesis principales de
paradigmas en educación moral distintos. Por ejemplo, en relación a propuestas como
la de Kohlberg, la propuesta de Peters contempla que la moral heterónoma es parte casi
inevitable de la moralización de los seres humanos, cuando estos son infantes. Sin

25
embargo, enfatiza que el paso de la moral heterónoma a una moral autónoma y de
principios debe darse en virtud del impulso de los individuos para comportarse de forma
sistemática con relación a cierta normatividad.
Sin embargo, el comportamiento esperado de toda moralización no corresponde con la
observancia de actos moralmente adecuados que se mantengan aislados, sino con la
observancia de que la realización de este tipo de actos por parte de los individuos, sea
demostrada continuamente y en la mayoría de las situaciones. En ese sentido, para
Peters, la moralización es más un asunto de ejercicio conductual que de
conocimiento de principios. Este ejercicio, por supuesto, debe ser llevado de tal forma
que “la exposición a modelos de conducta, así como cierta cantidad de instrucción
moral, [sean] los métodos adecuados para trabajar en las primeras etapas de la infancia”
(Puig, 1996, p. 66).

3.5. Jerarquía de los valores


Los valores, como se revisó en la unidad 1, del primer bloque, La Ética como base de
la deontología son entidades siempre jerarquizables. Recordemos que, para el monismo
axiológico, la jerarquización de valores incluye un valor como fundamental, mientras que
para el pluralismo axiológico (fundacional), la base de la jerarquización incluye más de
un valor.

Sin embargo, también se enfatizó en aquel momento que el monismo y el pluralismo no


son posturas per sé de las cuales se pueda extraer una jerarquización de valores
determina, es decir, que ni el monismo ni el pluralismo por sí mismos dicen cómo
jerarquizar los valores sino solo señalan que hay uno o más valores fundamentales.

Es por esto que, con independencia de que uno adopte el monismo o el pluralismo, la
obtención de una jerarquía específica de valores es parte de otra empresa axiológica.
La tarea de ofrecer una jerarquía de valores es marginal en la axiología, contraria a la
tarea de clasificar los valores, cuya literatura es mucho más amplia (ver, por ejemplo,
Marín, 1968). Quizá esto se deba a que la especificación de una sola jerarquía resulta
difícil de sostener en relación a pluralidad de posibilidades de ordenarlos,
correspondientes a cada persona, cultura o situación histórica. Pese a eso, Max Scheler
es uno de los axiólogos reconocido por su jerarquía de valores (Febrer, 2003).

Según esta jerarquía, los valores pueden ser clasificados de la siguiente forma, siendo
los últimos los valores superiores y los primeros los valores inferiores:

a. Valores sensibles: los valores sensibles se fundan en sentimientos de


agrado y desagrado y su valoración deriva del influjo de los sentidos.
b. Valores vitales: los valores vitales son aquellos que nacen de, por
ejemplo, la relación del cuerpo con la vida. Valores como sano y enfermo,
débil y fuerte, se incluyen en esta categoría.
c. Valores espirituales: los valores espirituales no dependen del cuerpo y
la materia, sino del intelecto. Se presentan en tres subcategorías: 1- los
valores estéticos, 2- los valores jurídicos y éticos, y 3- los valores lógicos
o epistémicos.

26
d. Valores religiosos: los valores religiosos no dependen ni de la materia ni
del intelecto y, en esa medida, son absolutos. Estos valores suelen
corresponder con entidades divinas. Santo y profano son valores de este
tipo.

Reflexionemos

1. ¿Cuál sería la mejor clasificación de los valores?


2. ¿Es lo mismo valores que moral? Explique su respuesta.
3. Según usted, ¿en donde se fundan los valores?
4. Según usted, ¿en dónde se funda la moral?
5. Si los valores fueran universales, ¿cuál sería para usted el principal y por qué?

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