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Olga Orozco

RELÁMPAGOS DE LO INVISIBLE

Prólogo
El estilo es el hálito que alumbra una senda en el lenguaje para
siempre. Es el escenario de las apariciones y de las desapariciones. El
estilo es el claro que se hace en el lenguaje para desplegar “un friso de
máscaras”, es la voz que inscribe el mito propio, es ese jardín que se
levanta en el reverso de los sueños.
El estilo es ese vacío inaugural, por el que el poeta se asemeja a un
dios creador, buscando con su linterna entre las huellas de lo que no
vuelve los designios del amor, los enigmas del tiempo y de la muerte,
los sempiternos depredadores. Porque hay otro mundo, y está en el
entramado de la memoria, en sus iluminaciones súbitas, en el laberinto
del lenguaje.
A través de una docena de libros, Olga Orozco ha construido una de
las constelaciones poéticas más originales de nuestra lengua cuyos
rasgos distintivos exceden las clasificaciones a las que son tan
proclives los críticos literarios. En efecto, ubicada dentro de la
generación del cuarenta, a menudo se la vincula al neorromanticismo
por su sensibilidad y al surrealismo por su caudal de imágenes, sus
elementos oníricos, por la presencia de lo mágico en lo cotidiano. Si
bien hay puntos de contacto con estas vertientes de la generación del
cuarenta, la obra de Olga Orozco, con su ritmo oracular, de expansión
contenida, de estructura rigurosa, presenta desde un comienzo un tono
propio e inconfundible.
Así en Desde lejos, su primer libro, se invocan y evocan las
presencias tutelares: la madre, la abuela, el hermano muerto y el
paisaje de los médanos y la casa. Allí está para siempre “la niña de la
soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas el secreto del tiempo
y del relámpago”.
Si en el primero prevalece el tono elegíaco, en Las muertes, su
segundo libro, aparece un cambio en el registro poético. Desfilan aquí,
aquellos cuyo “destino fue fulmíneo como un tajo”, una galería de
muertes emblemáticas, la mayor parte de ellas tomadas de la literatura
(Maldoror, James Waitt, Bartleby, entre otras) o de las Sagradas
Escrituras, como “El Pródigo”, y que se cierra con la de la propia autora.
El tono poético da cuenta del gesto alucinado, de la impostura, de la

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ciega pasividad, del ansia de infinito o de la desolación del amor. Para
estos fantasmas que componen el gran mascarón del mito hay “una
furiosa ley sin paz y sin amparo”.
Según Victor Hugo, el creador que se asoma al promontorio de las
tinieblas queda atrapado: “en ese crepúsculo distingue lo suficiente de
la vida anterior y lo suficiente de la vida ulterior para tomar esos dos
cabos de hilo oscuro y atar en ellos su alma...
“Se obstina en ese abismo atrayente, en ese sondeo de lo
inexplorado, en ese desinterés por la tierra y por la vida, en esa entrada
en lo prohibido, en ese esfuerzo para palpar lo impalpable, en esa
mirada sobre lo invisible” y agrega luego: “Guardar el libre albedrío en
esa dilatación es ser grande. Pero por grande que uno sea, no resuelve
los problemas. Abrumamos al abismo con preguntas. Nada más. En
cuanto a las respuestas están ahí, pero mezcladas con la sombra. Los
enormes contornos de las verdades parecen mostrarse un instante y
luego vuelven a lo absoluto y en él se pierden”. En esta descripción de
Victor Hugo es posible reconocer el clima poético de Los juegos
peligrosos: en efecto, aquí el lenguaje se tensa en la interrogación de lo
arcano, se “desgarra la tela del presagio”, se leen las cartas del tarot y
la carta astral. Cartas de navegación hacia la otra orilla. Entramado de
signos y señales que componen el anagrama del destino, la cifra del
mundo, lo que ha sido, lo que es y lo que será. Pero el poeta
desaparece en la palabra que enuncia, y sólo queda el hilo de su canto
para recorrer el laberinto, para volver a unir, para remontar la caída y la
memoria del origen. Allí, a tientas, la palabra es un eco de sí misma en
la espiral de las correspondencias, en la ceguera de la página en
blanco.
Este lenguaje de imágenes febriles, de resonancias oraculares, está
presente en Museo salvaje. Las vísceras, el sexo, la cabeza, los ojos,
los pies son escudriñados para desentrañar su secreto. El motivo es el
cuerpo de la poeta: ese continente de clausura y exilio, ese traje para el
ritual de la contingencia, ciega esfinge, que es, a imagen y semejanza,
siempre “otro”. Porque como decía Lezama Lima, lo enigmático es
también carnal. Entonces, el cuerpo aparece como límite y como
microcosmos, uno y múltiple a la vez transmutándose en el lenguaje
con el ritmo de las mareas. Ritual del desdoblamiento que da paso a
Berenice, la gata, el “tótem palpitante” con el que la poeta se identifica.
En Berenice coinciden la acompañante cotidiana y la guardiana del
umbral de las sombras. Es el animal tutelar que evoca la transmigración
de las almas, las inefables genealogías del azar y el destino.
Este tono poético que se abre a “los vértigos del alma”, a las súbitas
iluminaciones y a la vastedad del abismo, se reconcentra a partir de
Mutaciones de la realidad: la deslumbrante corriente nocturna alcanza
su delta. Se vuelve sobre las propias huellas para hacer del lenguaje la
morada de la memoria, para sustraer las posesiones y los trofeos a “la

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sombra veloz del tiempo” y la urdimbre implacable de la muerte. No se
trata de hacer un balance sino de afirmar “la sede de la negación: /esta
vieja cantera de codicias, /este inmenso ventisquero vampiro que se
viste de luces con mi duelo”. Metáforas como un vado para remontar el
curso del tiempo.
Si bien la reflexión sobre la experiencia poética aparece en sus libros
anteriores, a partir del poema “Densos velos te cubren, poesía”, se
vuelve una constante. Las palabras son ese puñado de polvo que
apenas permite atisbar lo invisible, relámpagos que iluminan por un
instante lo oscuro. Pero enseguida lo nombrado se aleja, y sólo quedan
fragmentos a la deriva, “sombras de sombras,” como se las llama en
“En el final era el verbo”, o la pregunta final del poema que da título al
último libro publicado por Olga Orozco, “cómo nombrar en este mundo
con esta sola boca “, cómo asir lo que encandila y atruena con esa red
de ecos en la piedra.
Poesía que en este tramo del viaje interpela o se vuelve a veces
invectiva contra la muerte y el tiempo como se observa en “Remo
contra la noche” o en “Variaciones sobre el tiempo”. La imagen del tapiz
también es recurrente y da cuenta de lo que acecha en la matriz del
destino, entramado al pie de la letra, encrucijada o lugar de paso que
nos esperaba desde siempre.
Entonces es preciso desplegar los escenarios del tiempo, sus oleajes
cambiantes: volver la mirada hacia el pasado para descubrir los signos
del porvenir. Porque así opera la memoria, ese es su tempo: no es un
friso de figuras inmóviles o un depósito de objetos perdidos sino el
territorio de “las imprevistas alquimias”. Así se preserva aquello que se
sustrae a la fugacidad y a lo perecedero: “tu credencial de amor en la
noche cerrada”.
En “Cantata sombría”, el poema que cierra La noche a la deriva, la
muerte ya no es la instancia futura sino la intemperie cotidiana; frente a
esta acechanza se vuelve la vista atrás y se acentúa la necesidad del
inventario: “sé que ya no podré ser nunca la heroína de un rapto
fulminante, /la bella protagonista de una fábula inmóvil [...] Se acabaron
también los años que se medían por la rotación de los encantamientos”.
Así en esa mirada retrospectiva se consagra el mundo (al igual que la
mujer de Lot, a la que se hace referencia en el último verso), esta orilla
que la poeta se resiste a abandonar.
El tema del cuerpo aparece aquí también, pero a diferencia del
fulgurante bestiario de Museo salvaje aquel es el rehén sombrío, “el
frágil desertor obligatorio, la humilde morada donde el alma insondable
se repliega”. En el poema “El narrador”, de En el revés del cielo, el
cuerpo es comparado con un relato: es a la vez nudo y desenlace de la
narración, encrucijada del deseo y peripecia del amor. Aquí también el
cuerpo es concebido como opaco lugar de tránsito y como testigo del
paso por el mundo en el que alienta un soplo de lo divino.

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A esto se agrega la evocación del dolor en “Ésa es tu pena” o la
vorágine del amor y su amargo desencanto en “El retoque final”. Por
esto es que En el revés del cielo es el testimonio del itinerario “de este
lado” en la obra de Olga Orozco. Es, en cierto modo, donde se da
cuenta más acabadamente de su “residencia en la tierra”.
Inventario y recuento, decíamos, caracterizan este tramo de la
poesía de Olga Orozco. El espacio poético es el territorio donde se
contrabandean los trofeos que no se resignan ni al conciliábulo de las
parcas, ni a los rápidos del tiempo.
Esta etapa alcanza su punto más alto, el más sombrío pero también
el más lúcido en Con esta boca, en este mundo, su más reciente libro
de poemas publicado.
“He dicho ya lo amado y lo perdido, /trabé con cada sílaba los bienes
y los males que más temí perder.” Escanción que exorciza pérdidas y
olvidos.
Porque mientras que en “La cartomancia” se lee: “Y aún no es hora.
Y habrá tiempo.”, aquí el devenir se ha vuelto muro, espacio de
clausura. Se cierran los paraísos prometidos, las personas amadas se
han ido: “la muerte se parece al amor /en que ambos multiplican cada
hora y lugar por una misma ausencia”. Estaba escrito en “La
cartomancia”: “Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas”.
Las cartas están echadas y no hay apuesta posible. “Se nos precipitó
la lejanía.” Esas reverberaciones en espiral del tiempo recobrado
también van a dar a la mar.
Entonces, cabe la pregunta del final de “Les jeux sont faits”, el poema
emblemático del libro: “¿cuál es en el recuento final, el verdadero,
intocable destino? /¿El que quise y no fue?, ¿el que no quise y fue?”
¿Qué es lo que verdaderamente trama el laberinto del destino: el
relámpago del deseo o lo que no abolió el azar? Así, el poema cierra
con la invocación a la madre para que vuelva a fundar la casa y vuelva
a contar la vida de la poeta.
Se trata, como bien lo señala Octavio Paz, de recrear el tiempo
arquetípico, el tiempo original del mito. En el poema hay “un pasado
que reengendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el
momento de la creación poética, y después, como recreación, cuando
el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo ese pasado
que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente
apenas unos labios repiten sus frases rítmicas”.

Olga Orozco ha publicado dos libros de narraciones, La oscuridad es


otro sol (1967) y También la luz es un abismo (1994). En ambos la
narradora protagonista es Lía, una suerte de alter ego, máscara infantil
de la poeta que recrea el paisaje prodigioso de la niñez y los personajes
del entorno familiar y cotidiano: las hermanas Laura y María de las
Nieves, la madre, el padre, la abuela, Alejandro, el hermano muerto, a

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los que se agrega una corte de personajes excéntricos como Nanni, el
cantor, la Reina Genoveva o María Teo, la bruja.
Ambos libros son un correlato de su obra poética, de ese espacio
fundante de las apariciones y desapariciones antes mencionado. Son el
retablo de lo maravilloso, de lo sobrenatural, de la revelación metafisica
a partir del paisaje cotidiano.
Cabe señalar, sin embargo, que La oscuridad.., está ligado a ese
movimiento de despliegue, de apertura hacia los territorios del misterio,
de la interrogación febril donde el yo poético realiza la metamorfosis de
sus máscaras, que es característico de la primera etapa de la obra de la
poeta.
Mientras que También la luz... se inscribe en esa segunda instancia
de su producción, en la que prevalecen la contención, el repliegue y una
actitud de recuperación del pasado contra la acechanza de lo
perecedero.
En el primer libro, la memoria es un gran maelström, una corriente
vertiginosa y fundante. Así, en “Había una vez”, el relato que abre el
volumen, se instala el uno, el que cuenta, uno caleidoscópico que es a
la vez todos. Se recorta el tiempo como un espejo multifacético y el
espacio es la gran corriente del lenguaje. En la contigüidad de la lengua
se abren infinitas puertas, en puro vértigo se cae “hacia el abismo del
mismo cielo”. En “Juegos a cara o cruz”, el relato que cierra el libro, se
presentan los rituales del extrañamiento, de la “otredad”, como en el
juego “de ser otra” y en el de “la invisible”.
En el segundo, en cambio, podría decirse que la memoria, como el
desierto, crece. Es “la desolación en forma de llanura”. Es la distancia
que hace posible la evocación, la acumulación de pertenencias, de
objetos y personas, recuerdos: Santa Bárbara bendita, escrita en el
cielo con relámpagos y centellas, la nevada, la mujer del sol, la iguana a
la hora de la siesta, la Lora, los gitanos, las siniestras muñecas de la
María Teo y la chocolatera dorada y las figuras de arcilla y la casa
errante como los cardos rusos a lo largo de toda la vida y la piedra
talismán de la despedida y sigue la enumeración para salvar la
distancia, para que todo sea próximo y conocido. Porque seguirá
“bañándose con todas sus pertenencias en el mismo río”, “porque
nunca podrá recuperar la inocencia por medio del olvido, porque una
memoria indomable, ávida, feroz será su arma contra las contingencias
del tiempo y de la muerte”.

Esta selección de poemas es un trazado en un itinerario poético que es


cifra del deseo y ola nocturna, donde coinciden el encantamiento y la
revelación, la nostalgia del origen y la alquimia del lenguaje.
La poesía de Olga Orozco surge del desgarramiento, de la tensión
entre el vacío y la plenitud, entre la elevación y la caída, entre la
fascinación y la repulsión. Así se inscribe en esa corriente poética que

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iniciaron los románticos, que continúa con los padres malditos de la
modernidad: Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, que abreva en las
fronteras últimas de la inspiración, según los surrealistas, pero que
también recoge la nostálgica ensoñación de Lubicz Milosz, la música
secreta de los simbolistas, la venturosa transmigración del ángel de
Rilke. Poesía que se sitúa entre la aventura y el orden, según la divisa
de Apollinaire. Nace de esa brecha, de ese punto ciego que la
emparenta con la experiencia de lo sagrado y con el erotismo. Como
señala Octavio Paz hay en esa tensión, en ese movimiento “la nostalgia
de la vida anterior que es presentimiento de la vida futura, que son aquí
y ahora y se resuelven en un instante relampagueante”.
Relámpagos de lo invisible es el recorte y el abordaje de esa
constelación poética que no cede al torbellino de la palabra, ni a la
fascinación del automatismo (allí la inspiración se parece a la
esterilidad) sino que es consciente de esa exigencia profunda, la de
Orfeo, por la que la sombra arrebatada a los infiernos es expuesta a la
luz plena de la obra.
Una obra que sabe lo que se pierde, lo que resigna a la sombra, lo
que no vuelve. Allí se realiza esa tarea de transmutación a la que alude
Rilke: “Somos las abejas de lo invisible. Locamente libamos la miel de
lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo invisible.
Nuestra tarea es impregnar de esta tierra provisoria y perecedera tan
profundamente nuestro espíritu, con tanta pasión y paciencia, que su
esencia resucite en nosotros invisibles”.
El relámpago es la lámpara del instante según la etimología; es la
sierpe, el trazo que en la superficie del cielo evoca, por un momento
apenas, el laberinto en la tierra. Es el surco que labra en el lenguaje, es,
como señalamos, el estilo que va tatuando en la lengua, el mito.
Por último, en estas líneas queremos dar cuenta de lo que provoca la
lectura de los poemas de Olga Orozco: “ese estremecimiento
inequívoco que son una invocación a la Diosa Blanca, la hermana del
espejismo y el eco, la musa o madre de toda vida, bajo cuyos auspicios
se encuentra el lenguaje mágico y original de la poesía”.
Relámpagos de lo invisible es la celebración y el homenaje. Que sea
motivo.

Horacio Zabaljáuregui
Buenos Aires, septiembre de 1997

))((

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De Desde lejos (1946)

Quienes rondan la niebla


Siempre estarán aquí, junto a la niebla,
amargamente intactos en su paciente polvo que la sombra ha invadido,
recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente,
allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre la indiferencia
[del que duerme,
donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas
[cenicientas,
y el olvido es apenas un destello invernal desde otro reino.

Son los seres que fui los que me aguardan,


los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y amarilla
[que sostiene el verano.
Triste será el sendero para la última hoja demorada,
triste y conocido como la tiniebla.

¡Oh dulce y callada soledad temible!


¡Qué dispersos y fieles hijos de nuestra imagen
nos están conduciendo hacia el amanecer de las colinas!

Están aquí, reunidas alrededor del viento,


la niña clara y cruel de la alegría, coronada de flores polvorientas,
la niña de los sueños, con su tierno cansancio de otro cielo recién
[abandonado;
la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas el
[secreto del tiempo y del relámpago;
la niña de la pena, pálida y silenciosa,
contemplando sus manos que la muerte de un árbol oscurece;
la niña del olvido que llama, llama sin reposo sobre su corazón
[adormecido,
junto a la niña eterna,
la piadosa y sombría niña de los recuerdos que contempla borrarse una
[vez más,
bajo los desolados médanos,
la casa abandonada, amada por el grillo y por la enredadera;
y más cerca, como el rumor del musgo en las mejillas de aquella
[incierta niña de leyenda,
la niña del espanto que escucha, como antaño junto al muro derruido,
las lentas voces de los desaparecidos;
y allí, bajo sus pies,

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las fugitivas niñas de la sombra que los atardeceres reconocen,
las mágicas amigas del matorral y de la piedra temerosa.

Yo conozco esos gestos,


esas dóciles máscaras con que la luz recubre cada día sus amargos
[desiertos.
¡Tanta fatiga inútil entre un golpe de viento y un resplandor de arena
[pasajera!

No es cierto, sin embargo,


que en el sitio donde el sufriente corazón restituye sus lágrimas al
[destino terrestre,
palideciendo acaso,
nos espere un gran sueño, pesado, irremediable.

Esperadme, esperadme, inasibles criaturas del rocío,


porque despertaré
y hermoso será subir, bajo idéntico tiempo,
las altas graderías de la ciudad del sol y las tormentas,
y repetir aún, sin desamparo, las radiantes edades que la tierra
[enamora.

Para Emilio en su cielo


Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.

Todo siempre es igual.


Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,

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las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.

-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!


¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.

¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,


por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?

¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,


tu morada de hierros y de flores!
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos
[pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.

Espera, espera, corazón mío:


no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.

Otra vez, otra vez, corazón mío:


el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.

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