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Antología de Textos Literarios Madrid de Los Austrias
Antología de Textos Literarios Madrid de Los Austrias
PARADA 1.
CERVANTES: “ESTUDIO DE LA VILLA”.
CALLE DE LA VILLA, 2.
Nada seguro se sabe sobre los primeros estudios de Cervantes, que, desde
luego, no llegaron a ser universitarios. Parece que cursó las primeras letras en
Valladolid, en Córdoba o en Sevilla. Es probable que estudiara en la Compañía de Jesús,
pues en su novela El coloquio de los perros hace una descripción de un colegio de
jesuitas que parece una evocación de sus años estudiantiles.
En 1566 la familia Cervantes se halla establecida en Madrid, y Miguel asiste al
“Estudio de la Villa”, regentada por el catedrático de Gramática Juan López de Hoyos,
quien en 1569 publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de la reina
doña Isabel de Valois (tercera esposa de Felipe II), que había fallecido el 3 de octubre
del año anterior, en el cual incluye tres poesías de circunstancias escritas por:
“Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”
Son las primeras manifestaciones literarias de nuestro escritor que se conocen.
Serenísima reina, en quien se halla
lo que Dios pudo dar a un ser humano;
amparo universal del ser cristiano,
de quien la santa fama nunca calla;
Miguel de Cervantes, Soneto a la reina Isabel de Valois (1568)
Una calle del Madrid austriaco. Las tapias de un convento. Un casón de nobles. Las
luces de una taberna. Un grupo consternado de vecinas, en la acera. Una mujer,
despechugada y ronca, tiene en los brazos a su niño muerto, la sien traspasada por el
agujero de una bala. MAX ESTRELLA y DON LATINO hacen un alto.
"El piso en que el tal Plácido vivía era cuarto por la Plaza y por la Cava séptimo.
No existen en Madrid alturas mayores, y para vencer aquellas era forzoso apechugar
con ciento veinte escalones, todos de piedra, como decía Plácido con orgullo, no
pudiendo ponderar otra cosa de su domicilio. El ser todas de piedra, desde la Cava
hasta las buhardillas, da a las escaleras de aquellas casas un aspecto lúgubre y
monumental, como de castillo de leyendas.
Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la
vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel
recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de
pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… Parecía estar en acecho, movida
de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía
a tales horas por aquella endiablada escalera.
—¿Vive aquí—le preguntó—el Sr. de Estupiñá?
—¿D. Plácido?… en lo más último de arriba —contestó la joven, dando algunos pasos
hacia fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»…
—¿Qué come usted, criatura?
—¿No lo ve usted? —replicó mostrándoselo—Un huevo.
—¡Un huevo crudo! Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda
vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.”
En vano la autoridad, que por otra parte estaba desarmada, sin más fuerza que
la de algunos alguaciles con sus varas de junco, desplegaba el más terrible rigor contra
los malhechores; en vano se reprodujo la tremenda ley recopilada sobre robos en la
Corte y despoblado; en vano los severos alcaldes de Casa y Corte, distribuidos por
cuarteles, sentenciaban diariamente y condenaban a la última pena a los reos; en vano
la comisión militar permanente les ayudaba en este rigoroso ejercicio; en vano unos y
otros ahorcaban, fusilaban, descuartizaban y colocaban en los caminos los restos de
los penados; restos que, recogidos el Sábado de Ramos por las hermandades de la Paz
y Caridad, eran expuestos al público al pie de la torre de Santa Cruz; horrible
espectáculo que corría parejas con el que solía haber enfrente, delante del edificio de
la Cárcel de Corte, donde se veía casi diariamente algún cadáver desconocido hallado
en las calles o en los campos, y ocasionado en riña o accidente -casi ninguno por
suicidio, que entonces eran muy raros-, siendo más bien resultas de la miseria y
abandono. Porque entonces el enfermo, a pesar de tantos hospitales con cuantiosas
rentas y con encopetadas juntas, no solía encontrar en ellos la necesaria asistencia; los
indigentes carecían de asilos, y la mendicidad estaba amparada sólo por la sopa de los
conventos o la ronda de pan y huevo.