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Relato sin título

Entra la maestra en una nube de polvo. Se sacude entre los hilos de luz que bañan el
escenario hasta que por fin, reconoce al público y sus miradas.

Como suele ser en otros cuentos, este también relata algo que ocurrió en un lugar muy
lejano y hace ya tanto tiempo que casi nadie recuerda cuándo fue o si de veras fue cierto...

Pausa.

En fin. No nos distraigamos con eso. En ese lugar nació una princesa según muy pero muy
hermosa, aunque no tanto como su madre, quien por cierto era despampanante… No nos
distraigamos con eso tampoco. Era hermosa. Algo hermosa, tal vez no como para perder la
cabeza con ella, pero sí lo suficiente como para despertar la ira de una bruja. Ah, la bruja.
No estamos hablando de cualquier bruja. Tal bruja de la que hablamos era una mujer en
extremo perspicaz, y de cuyos logros en el área de la hechicería se había escrito
ampliamente en diversas publicaciones de prestigio. (Sí, así es, en el mundo de las brujas
hay periódicos desde hace un montón de años) Sin embargo, hablemos de la bruja en
alguna otra ocasión. No divaguemos. El asunto es que cuando vio a la princesa en su
cunero, sintió una ira inconmensurable; una ira asquerosamente inconmensurable, y por tal
motivo extendió su larguísimo dedo índice para presionarlo contra frente de la pequeña y
maldecirla:

“Tú, que eres tan bella, por tu levedad, siempre flotarás, y el viento al amor verdadero te
acercará.”

Sí. Ya sé, ya sé, es otro cuento más de amor o quizá no, quizá sí; lo interesante en este
cuento no es eso, lo interesante es que ni los padres ni ella se enteraron jamás del contenido
de la maldición. Un ardid muy astuto de parte de la bruja, digo, hay que resaltarlo, porque
los villanos suelen hacer pendejadas como decirle a los demás qué es lo que planean hacer
y cómo pueden zafarse del problema. ¿Pero qué hacer cuando no se sabe cuál es la razón de
tu miseria?
En fin, no nos desviemos con abismos ridículos.

Pausa.

Atención. Pongan atención. Por favor.

La maldición… ¿quién recuerda lo que decía la maldición?

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Pausa.

¿Nadie?

“Tú, que eres tan bella, por tu levedad, siempre flotarás, y el viento al amor verdadero te
acercará.”

Cuando los reyes entraron a la recámara de su hija y no la vieron por ninguna parte,
gritaron asustados, presas del pánico. No fue sino hasta que la escucharon llorar que
elevaron la mirada para encontrarla ahí, con el rostro y el vientre pegados al techo, como un
globo al que alguien había soltado por equivocación.

Pausa.

Asistieron a palacio los doctores, alquimistas y sabios del reino, pero ninguno descubrió
algún remedio para que la princesa dejara de flotar. Entonces, los reyes hicieron traer a
cierto rabino, de cuyo talento para el raciocinio y la sensatez se cuchicheaba por toda la
región. Y no fue sino hasta que aquel anciano de largas barbas tuvo la oportunidad de
examinar a la princesa que se formuló una especie de... bueno, llamémosle, cura…

“Atenle unas rocas a los tobillos”

Dijo el rabino, provocando un silencio espeluznante a lo largo del salón principal.


Los reyes asintieron sonrientes; ay, ay, ay, qué emoción, qué emoción, y los miembros de la
corte aplaudieron; de inmediato fue ordenado que así se hiciera y así se hizo. Y se decretó
de una vez que a partir de aquel entonces, todo habitante del reino debería llamar a la
princesa: Princesa de las rocas…

Música.

Pasaron los años y conforme la niña iba creciendo, también lo hacían las rocas que eran
atadas a sus tobillos, bueno, las rocas no crecen, claro. Quiero decir que alguien estaba
encargado de conseguir rocas nuevas, acorde con el tamaño de la princesa, quien se
balanceaba. Se balanceaba en el aire como si fuera una cometa que movía el viento, así,
miren… el viento, bravo viento, quien conocía muy bien su papel en la maldición, por
cierto, y por ello trató de zafarla de sus ataduras un sinnúmero de veces. ¡Y vaya que era
persistente! Cuando no se colaba por debajo de la puerta para robársela con la astucia de un
gato, irrumpía por una ventana cual tornado para hacerlo a la fuerza…
Nada. Pobre viento. Las cuerdas eran muy fuertes.

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Pausa.

En cierta ocasión los reyes ordenaron que la princesa fuera llevada a uno de los jardines
para que flotara cómodamente por un rato…

¡De pronto, el viento –aprovechándose de las corrientes otoñales– la jaló con tal fuerza que
al fin pudo soltar uno de sus tobillos!
Uf. Ya se imaginarán los gritos que lanzaron los sirvientes al darse cuenta. Y es que poco
faltó para que la otra cuerda cediera.
Por fortuna…
Uno de los guardias la cogió del dedito gordo.
Que recién había sido liberado y así evitó que la joven volara lejos, libre y sin control.
IMAGINENELHORROR.
Lejos, libre y sin control…
Pausa.

Los reyes se sintieron en extremo afligidos luego de ese episodio. Temían que por un tonto
descuido perdieran a su única hija para siempre.
Y por supuesto que no iban a permitirlo.
¿Qué carajurias pasaría con ella flotando por ahí, sin rumbo?
¡No!
Y en ese preciso momento los reyes determinaron que su hija habría de usar un par de
cadenas que la mantuviesen asegurada a las rocas.
Bravo. Bravo.
Aplaude estruendosamente.

Bien pensado.
Claro. Uno pensaría que con objetos tan pesados en los tobillos no podría flotar muy alto,
pero, sin importar el tamaño de las cadenas, ella se elevaba hasta tensarlas.
La princesa creció para transformarse en una señorita agradable, sincera, con un
extraordinario sentido del humor… y con casi ningún pretendiente.

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Quienes lo intentaron, jamás pudieron enamorarla. Su futilidad hizo que uno tras otro se
desanimara irreparablemente; era claro que su corazón anhelaba a alguien más, en alguna
otra parte. Con el paso de los años, varios de ellos se volvieron sus amigos; otros, sus
enemigos.
Pero ¿para qué traer a cuento a esa bola de amargados?
Mejor hablemos de la persona que habría de convertirse en su amistad más cercana.
Un joven noble de casi su misma edad, al que todos apodaban, el Gracioso.
Primero quiso cortejarla, pero pronto nació una relación amistosa entre ellos y eso tuvo por
consecuencia que sus ambiciones se modificaran.
Bueno, esto es lo que él decía, pese a que muchos afirmaban que se mantuvo enamorado de
ella hasta la muerte, bla, bla, bla… Lo sé. Lo sé... Patético…
En un comienzo, los reyes la llevaban a las fiestas y reuniones familiares para que
entretuviese a los asistentes con ese vuelo suyo tan grácil, esa exquisita ligereza y ese
inigualable buen humor.
¡Ese aspecto tan decorativo!
¡Oh, qué carácter tan lindo tiene!
¡Adoro su personalidad!
Mira lo guapa que es, ¿cómo es que no ha encontrado novio o la han desposado? No puedo
creerlo, pero si es tan buena gente...
Pausa.

Los reyes envejecieron volviéndose más y más distantes con su hija. Era claro que ella
nunca podría darles un heredero y que su reino eventualmente quedaría en manos de otros
miembros de la familia real. Con todo, en el fondo, los viejos la culpaban de no haber
encontrado un marido y porque ella parecía sentirse satisfecha con su continuo flotar y
flotar. ¡Cómo era posible que no tuviera algún talento útil! ¿Por qué no veía el futuro en sus
sueños o cantaba virtuosa como las otras? Además, ¿qué diablos le sucedería cuando ellos
faltasen? Esta última preocupación fue el motivo por el que empezaron a buscar a alguien
que quisiera asumir esa carga…
Pausa.

Una tarde, la princesa citó al Gracioso en uno de los balcones del palacio.
Él arribó puntual, como de costumbre.

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Y mientras subía los escalones de la torre, especuló por unos instantes acerca de la razón
por la que su amiga lo esperaba afuera, a la intemperie, con ese viento que corría tan fuerte
en aquella temporada. No obstante la encontró allí, vestida con un abrigo enorme, un bulto
atado en la espalda y algo que creyó jamás vería sostenido por sus delicadas manos.

Gracioso, por favor, toma estas pinzas y libera mis tobillos –le dijo, emocionada–. No
pongas esa cara, ha llegado la hora de hacerlo.

Perplejo, el joven noble titubeó por un instante. Por su mente pasaban las obvias
consecuencias, tanto para él como para ella, pero la quería con tal magnitud que al final
estuvo dispuesto a hacerlo.
Música.

Con el segundo clac, las piernas de la princesa quedaron libres. El viento la levantó como a
una hoja seca y, tal cual lo había soñado, por fin, vio a aquellas rocas que la ataban al suelo
alejarse con rapidez. Apenas y pudo gritarle, ¡gracias!, a su amigo, quien con los ojos
llorosos agitaba los brazos a manera de despedida...

Acción.

La liviandad nunca había sido tan divertida o tan angustiante. El viento la transportaba por
encima de valles, de montañas, de ríos e –incluso– de mares. Aquel abrigo la mantuvo a
salvo de los elementos y en el bulto traía algunas provisiones para el viaje. Quiso suponer
que sería llevada a su destino antes de quedarse sin alimento o agua. Aunque por esta
última pronto dejó de preocuparse pues en las nubes había bastante, y para beberla, tan solo
era necesario abrir la boca cuando atravesaba alguna grisácea, con apariencia tormentosa.
Sin saber en realidad cuánto tiempo había pasado, la princesa se quedó dormida poco
después de que se terminaran sus reservas. Creyó que moriría allá arriba, en el aire,
flotando inútilmente hasta convertirse en polvo.
Se impactó de improviso contra algo gigantesco. El dolor corrió a lo largo de su cuerpo
como un relámpago. Tras recobrarse del golpe, lo primero que vio fue un ladrillo. Era un
muro. Uno tan alto y firme que no la dejaba pasar. Con las manos exploró la superficie
buscando el borde superior, pero aquello parecía interminable. También quiso descender
hasta encontrar el suelo, pero el viento la jalaba otra vez hacia arriba…

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Moriré de hambre…

En ese segundo se escuchó un crujido proveniente de todas partes, y algunas de las aves
que habían anidado en los huecos levantaron el vuelo. Pronto, volvieron con frambuesas,
uvas y peras para ofrecérselas.
¿Quieres comer algo?
Una voz hueca que venía de algún lugar adentro de la pared y sonaba como un eco, pero sin
nada que lo originase.
¿Quién eres?
Preguntó la princesa, afligida.
Come, se nota que tienes hambre…

Depositaron en sus manos aquellos obsequios. Los agradeció inclinando su cabeza, y las
aves, con su vuelo, hicieron una reverencia antes de regresar a sus nidos. Luego de comer
hasta saciarse, la princesa se detuvo a pensar por un rato qué sería apropiado decirle a su
benefactor:

Gracias. (Pausa)¿Cómo puedo cruzar?

¿A dónde quieres ir?

Aaah. De hecho, la princesa no sabía cuál era su destino, recuerden que desconocía el
contenido de la maldición, así que no dijo nada. Se quedó callada.
El silencio fue roto por los crujidos que se oían por todas partes.

¿Tienes prisa de irte, pero no sabes a dónde te diriges?

¡Claro que lo sé! Bueno... Tal vez no sepa el nombre de mi destino, pero desde hace años
intuyo que el viento habrá de llevarme a donde debo estar. Que lo que me ha pasado tiene
un propósito. ¡Debe tenerlo!

¿Y cómo sabes que no era aquí a donde el viento quería llevarte? –sentenció la voz.

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Eso no es posible.

¿Por qué no?

Porque no puede ser que todo esto haya ocurrido sólo para toparme con una pared. Como
una tonta.

Una angustia desconocida la inundó de súbito. Pero qué absurdo sonaba entonces el que
hubiera dejado a sus padres sin despedirse, el meter en problemas a su amigo y, además, el
viajar tan lejos, ¡todavía más si sólo era para estrellarse contra una barrera de piedra! No.
Ella debía seguir adelante.

¡Déjame pasar! –y le dio un golpe, furiosa–. Ay. Perdóname... No quise hacerlo.

Pero no hubo respuesta. El aire recorría la superficie y lo único que se escuchaba era un
silbido ligero, solitario.

¿Qué tan alto eres?


Acercó su rostro a una fisura.
El muro empezó a mover varios de sus ladrillos como si calculase algo con ellos.

No sé dónde comienzo o dónde termino… Perdóname tú. Con gusto te dejaría pasar o me
quitaría de tu camino, pero no puedo. Si abriera un pasaje para ti… me colapsaría.

Ella sintió que le hablaba con sinceridad, y claro que no iba a pedirle a esa pared que había
sido tan amable que se hiciera daño sólo para ayudarla.

Bueno, es difícil encontrar a alguien en quien apoyarse, así que... qué mejor que contigo,
¿no?

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Los ladrillos empezaron a bailar, oleadas de ellos iban y venían por todas partes. Estaba
riéndose, así eran sus carcajadas; ella empezó a reírse también.
Cuando por fin se callaron, una extraña tranquilidad se hizo presente.

La voz, que ahora sonaba menos como un eco y más como si viniera del otro lado del muro.
¿Qué quieres decir con eso de tener un propósito? ¿Me quieres platicar qué es lo que te ha
pasado?

Quedaba claro que estaría en ese lugar tan extraño por un tiempo indefinido. Entregada a su
suerte, la princesa descansó su cabeza sobre la superficie como si fuera el pecho de un ser
amado. Sin embargo, el modo cómo contaba ahora sus peripecias no era el mismo de antes,
su actitud ya no tenía aquella ligereza de siempre…
Así pasó el tiempo.
Hablaron de mil y una cosas, y se rieron juntos hasta cansarse. Reunidos en aquella
circunstancia, eran sin duda un par muy inusual: una princesa que quería estar en otra parte
y una pared que sin intención no la dejaba irse.
La entereza del muro la hizo sentir cómodamente albergada. No tardó en darse cuenta de
que podía caminar sobre su anfitrión como si fuera un sendero; anduvo por largas jornadas,
pero jamás encontró algo que se pareciera a un borde. Tal vez le daba la vuelta al mundo –
ponderó– y de seguir andando, tarde o temprano, pasaría por el mismo sitio sin siquiera
saberlo… El muro, por su parte, jugaba creando formas para entretenerla. Hacía laberintos,
pirámides, espirales y animales extrañísimos. Por las noches, como si cerrase gentilmente
su puño alrededor de su cuerpo, la envolvía con sus ladrillos para que durmiera guarecida
del frío y de la lluvia.
Pausa.
Muy pronto se hizo evidente para las aves y otros habitantes de la muralla que la princesa
se estaba enamorando de aquella inmensidad de piedra.

Música.

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