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I TA N G A

AÑANGAP
S
1 3 R E L AT O
E NTES
DESOBEDI

N U E VA S N A R R AT I VA S
GA
A Ñ A N G A P I TA N
1 3 R E L AT O S
ES
DESOBEDIENT
Añangapitanga : 13 relatos desobedientes / Agustín Ávila Ruscitti ... [et al.] ;
editado por Joaquín Conde. - 1a ed. - La Plata : Ediciones Bonaerenses, 2023.
120 p. ; 20 x 14 cm. - (Nuevas narrativas / 7)

ISBN 978-987-82861-6-7

1. Narrativa Argentina. I. Ávila Ruscitti, Agustín. II. Conde, Joaquín, ed.


CDD A863

Gobierno de la Provincia de Buenos Aires


Calle 6 e/ 51 y 53, La Plata (1900), Buenos Aires, Argentina

© Ediciones Bonaerenses
2023

Dirección general: Agustina Vila


Dirección editorial: Guillermo Korn
Edición: Joaquín Conde
Corrección: María Laura Ramos Luchetti
Diseño: Valeria Lagunas
Ilustración de tapa: Tomás Calandroni
1a edición, agosto de 2023
2023, Ediciones Bonaerenses, Gobierno de la Pcia. de Buenos Aires
Todos los derechos sobre esta obra fueron cedidos para la presente edición

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina

Licenciado bajo Creative Commons


Atribución - No comercial - Compartir obras derivadas igual
GA
A Ñ A N G A P I TA N
1 3 R E L AT O S
ES
DESOBEDIENT
Nota editorial

La primera edición de El reino del revés: concurso de relatos desobe-


dientes María Elena Walsh tuvo lugar a finales de 2022 con la propuesta
de recuperar el espíritu insurrecto de la autora infantil a través de relatos
que inviten a imaginar y vivir nuevos mundos posibles. El certamen fue
organizado por el Instituto Cultural, a través del programa Buenos Aires
Lectora de la Dirección Provincial de Promoción de la Lectura.
Más de 300 escritores y escritoras participaron de la convocatoria
con sus producciones, que debían ser relatos inéditos, de tema y género
libres. El jurado, conformado por Susy Shock, Alejandro Modarelli y
Marina Yuszczuk, eligió como cuentos ganadores a “Maniquíes”, de
Juan José Burzi (primer premio), “Géiser”, de Enrique Decarli (segundo
premio), y “Heksen”, de Mariano Mosquera (tercer premio). Además,
otorgó cinco menciones especiales y cinco diplomas.
Estos trece relatos abarcan un espectro muy amplio de tonos y de
temas. Su lectura integral revela la gran capacidad imaginativa de sus
autores, algunos de los cuales participan por primera vez en un libro de
estas características. Son cuentos que desobedecen lo establecido, no
para romperlo, sino para encontrar en sus intersticios mundos alterna-
tivos en los que también se puede habitar.

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Disfrazadora profesional
Agustín Ávila Ruscitti

Mi mamá se disfraza mucho, de hecho podría decir que es una “dis-


frazadora profesional”. A mí me parecía un nombre divertido y así se lo
conté a las maestras en la escuela. Yo no sabía bien cómo se llamaba su
trabajo, así que le puse así como se me ocurrió. Las señoritas se rieron,
pensaron que era un chiste, pero yo lo dije en serio. No sé para qué me
preguntaban si se iban a reír, la tarea era dibujar el trabajo de nuestros
papás en el cuaderno y yo hice eso. Cuando volví a decirlo más fuerte,
como enojada, ahí prestaron atención y cambiaron la cara. Me tocaron
la cabeza y me miraron raro, como sin mirarme. Me dijeron “¡Muy bien,
corazón!”, me pusieron el sellito de color rojo con el arcoíris y pasaron a
la silla de Valentina. La mamá de ella era doctora de corazones y la pin-
tó con muchos colores, se notaba que tenía un montón de crayones. La
había hecho gigante, con muchos rulos rubios y unos corazones grandes
por toda la hoja. A mamá le quedan muy bien los rulos, yo se los vi la otra
vez. Igual a la tarde siguiente ya no los tenía más y cuando le pregunté
qué había pasado me contestó algo que no entendí. Ella tenía muchos
cortes de pelo muy lindos. Unas veces se teñía de rubio, otras veces de
naranja y otras muchas no se le veía por los sombreros que usaba. Por-
que otra cosa que tenía mi mamá como buena disfrazadora profesional
era muchos sombreros. Yo siempre la ayudaba a elegirlos, la ayudaba a
que le combinaran con el resto de la ropa. Me llamaba la atención cómo
hacía tan rápido para tener el pelo de tantos colores todo el tiempo. Ella
me decía que su peluquera era muy buena, que un día me iba a llevar y
me iba a dejar el pelo de los colores que yo quisiera. Me entusiasmaba

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mucho esa idea y se lo iba a contar a las señoritas, pero después de cómo
se rieron de mi dibujo pensé que también se iban a reír de eso. Enton-
ces me guardé ese secreto para mí y decidí sorprenderlas. Para no olvi-
darme lo anoté en mi agenda. No tenía una fecha, no sabía cuándo iba
a ser, así que lo puse todos los fines de semana que quedaban del año
(por las dudas).
Estaba ansiosa por lo de la peluquería, mamá no me mentía nunca,
pero sí tardaba en hacer lo que me prometía. Una vez, por ejemplo, me
prometió el álbum de figuritas de Casi Ángeles. Valentina y sus amigas lo
tenían y yo también lo quería. Les había contado a las chicas que el mar-
tes lo iba a tener, que íbamos a cambiar figuritas. Ellas se rieron, no me
creyeron nada. Me dijeron que eso no era lo mío, que era un varoncito por
cómo me vestía. Me puse medio triste, les contesté que no fueran malas,
que lo decía en serio, que apenas saliera de la escuela iba a ir con mamá
al kiosco de la esquina. Al recreo siguiente se los volví a decir, para que
vieran que era verdad. Me respondieron que mi mamá no tenía plata,
que no me hiciera la linda. Yo, enojada, fui corriendo a encerrarme en el
baño. Toda la escuela se reía y me gritaba cosas horribles. Puse la traba
rápido y me largué a llorar, aunque creo que alguna que otra lágrima ya
se me había caído mientras me escapaba por el patio. No había papel, así
que me sequé en las mangas del guardapolvo todos los mocos. De vez
en cuando las pasaba por el piso como para tratar de limpiarlas, y no me
daba cuenta y las empeoraba. Mamá ya me había dicho que no lo hiciera,
que después tiene que andar refregando en el balde con jabón blanco y es
mucho lío. Eso me hacía llorar más, ¡no quería hacer trabajar a mamá!
¡Con todo lo que tenía que hacer! Encima que no estaba tanto en casa se
la tenía que pasar refregando y refregando por mi culpa. El timbre tocó
y yo seguía ahí tirada, hecha una bola de nervios, no quería que nadie
me encontrara. Me agitaba si escuchaba pasos, por ahí se habían dado
cuenta de que no estaba en el salón y me venían a retar. No quería que
me retaran, solo quería desaparecer. Al final, la maestra pasó por donde
estaba y me sacó. “¿Otra vez te metiste acá? ¡Sabés que no podés!”, me
decía, y me agarraba de la mano. Yo no podía ni mirarla, la abracé de la
cintura y apreté la cara ahí, tenía mucha vergüenza. No quería ver cómo

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me miraban, ni escuchar los susurros en la fila, me quedé ahí escondida
hasta que me pasaron a buscar. Cuando le contaron lo que había pasado,
mamá me llevó a comprar el álbum. No lo tenían, pero sí tenían figuri-
tas, así que me compró dos paquetes y me dijo que íbamos a ir al otro
día. Nunca fuimos, así que cambié las figuritas y las fui pegando en un
álbum que me inventé con las hojas dobladas del diario. De tanto verlo
me lo sabía de memoria, y me pareció divertido. Por suerte, Valentina y
las chicas nunca se dieron cuenta, ¡menos mal!
Ahora que mamá me había dicho lo del pelo, estaba entusiasmada.
Así que después de hacer la tarea me dibujé a mí misma con los colores
que me quedarían bien. Creo que el rosa me iba a quedar lindo, era el
que más me gustaba. Me lo imaginaba con un vestido negro y sandalias
blancas. También me lo dibujé con rojo y una pollera de jean, creo que
si lo combinaba con uno de los sombreros me iba a quedar mejor. Quise
dibujar tantas cosas que ya me mareaba, necesitaba la opinión de una ex-
perta, pero llegaba muy tarde. Entonces ella me decía siempre lo mismo,
que estaba muy cansada, que por qué no se lo preguntaba mañana. Yo
estaba todo el día sola, estaba aburrida y no podía parar de pensar en eso,
no tenía la culpa. ¡Me daban unas ganas de retarla! ¿Por qué volvía tan
de noche? Por suerte se me pasaba rápido el enojo, y para hacerla sentir
mejor le preparaba la comida. Me subía a una silla para estar cerca de la
mesada porque era muy bajita. Mi especialidad era el mate cocido con
tostadas. El secreto era calentar el agua y, cuando estaba a punto de her-
vir, le agregaba el azúcar. Ese era mi secreto, todos los chefs tienen sus
secretos. Para la tostada en cambio se me complicaba un poco más, me
quemaba seguido. Aun así yo era una experta en la cocina, cocinaba ri-
quísimo. En la escuela decía que de grande quería ser cocinera, que me la
pasaba leyendo recetas de las revistas. Siempre me gustó leer, en casa no
teníamos tele y no había mucho para hacer. Desde chiquita leía de todo,
mamá siempre que llegaba me traía una revista nueva. Bueno, en reali-
dad decir nueva es medio mentira porque estaba un poco rota. Algunas
páginas estaban todas arrancadas o a veces hasta pegoteadas con café y
esas cosas. Por las dudas me anotaba todo lo que me interesaba, ¡hasta
me ponía a recortar! Si veía una comida que me parecía rica, agarraba la

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punta de la hoja y con la otra mano sostenía bien fuerte el resto de las
páginas para que no se me rompiera. Después, copiaba todo igualito en
mi cuaderno, tenía una letra bien prolija. Las seños siempre me lo decían,
les llamaba mucho la atención, ¡si supieran todo lo que escribía!
Además de todo esto también recortaba looks para mamá. Ella no
tenía un diario como yo, así que se los dejaba arriba de la mesa por si me
iba a dormir antes. Me levantaba temprano, entusiasmada, para ver qué
le habían parecido. Admito que la mayoría estaban desprolijos, ¡era muy
difícil con tantos cuentos en el medio, che! ¡Lo que era la vida de esas
personas! Igual a veces mamá tampoco estaba a la mañana, era una lás-
tima, porque me tenía que comer la cena que le había hecho para que no
se pusiera fea. Yo sabía que si no estaba a la hora que me levantaba me
iba a ir a buscar a la salida de la escuela. Ella me había enseñado a prepa-
rarme y a ordenar la casa en estos casos. Primero tenía que guardar los
útiles en la mochila, algo que me llevaba mucho tiempo, el cierre estaba
medio descosido y la pieza muy desordenada. No me podía ir si no dejaba
la pieza ordenada, era muy importante, me retaba si la encontraba mal.
Para las diez ya debía estar todo como para salir al almacén de Rubén.
Rubén era muy bueno, me decía que agarrara lo que quisiera, que no me
preocupara. A mí me gustaban mucho los panchitos, por eso nunca se le
pasaba hacerme acordar de la mayonesa y las papitas. Las papitas eran
muy importantes, como dije, todos los chefs tienen sus secretos.
Cuando terminaba de almorzar me vestía, algo en lo que tardaba
mucho. Me ponía el banquito enfrente del espejo y me la pasaba mirán-
dome. No me interesaba si tenía que ponerme el guardapolvo arriba y
me tapaba todo, abajo no podía estar descombinada. Si pensaba que me
faltaba un detalle intentaba entrar a la pieza de mamá. La puerta estaba
siempre cerrada y la llave escondida. Los últimos minutos antes de irme
me la pasaba buscando a ver si la encontraba, pero no había suerte. La
última vez que había entrado se había enojado mucho. La llave había
quedado puesta en la manija y ni lo pensé. Yo también me podría haber
enojado tanto como ella, tenía la cama toda desordenada y había un olor
apestoso y mucha ropa tirada, ¡qué me venía a decir a mí! Me estuvo
gritando como dos horas que no podía entrar ahí, que había cosas del

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trabajo que se podían romper y que además no podía ver, que era muy
chiquita. Yo no había hecho nada, solo quería buscar un delineador, era
lo único, lo juro. Creo que estaba exagerando, que no era para tanto. Me
quedé callada, en silencio, y le di la razón. Aquel día también me encerré
en el baño, como en la escuela, no me animaba a llorar delante de ella.
Era muy raro, nunca me había pasado algo así, nosotras nos la pasába-
mos charlando y riendo. Por suerte todo terminó rápido y yo seguí ha-
ciendo mi tarea y copiando mis recetas.
Ya había pasado una semana desde lo del pelo, encima Martina
(una de las amigas de Valentina) llevó una vincha nueva con una flor de
verdad, ¡una flor de verdad! Al principio no le creía y me puse a jugar con
ella los tres recreos, quería mirarla de cerca. Me parece que se dio cuen-
ta, Marti no era tonta, igual hizo como si no pasara nada y se divirtió
jugando a la bolita conmigo. Por eso, al llegar a casa, le recordé a mamá
lo que me había prometido. Me dijo que la cosa estaba medio difícil, que
lo dejáramos para más adelante. Le pregunté cuándo era más adelante
y volvió a decir lo mismo “no sé, más adelante”. ¡Menos mal que había
puesto muchas fechas en el calendario de la agenda! Me tiré a dormir,
estaba enojada. Me llamó a tomar la chocolatada y no fui a propósito.
Cuando se cansó, se sentó a los pies de la cama. Ya cambiada para salir,
me acarició la espalda. “Mamá si pudiera lo haría, lo sabés”, escuché. Y
yo sí lo sabía, solo que no lo quería entender, solo quería ir a la peluque-
ría como las demás nenas. Me di vuelta y la miré a los ojos, la miré no
como hacían mis maestras, sino mirándola en serio. Le comenté que el
sombrerito que llevaba no combinaba con esa minifalda. Largó una car-
cajada y me dio un beso en la frente. “Vení a ayudarme entonces, si te pa-
rece”. La abracé y fuimos de la mano a su pieza para que se cambiara. Me
fascinaba ayudarla, le llevé los dibujos que había hecho y se los mostré.
Le encantaron, me felicitó mucho por lo que había hecho. Juró que algo
parecido a eso iba a hacer un día, que estaba muy orgullosa de mí. Ahora
sí que estaba contenta, iba saltando de un lado a otro en los pasillos con
el vaso de leche para todos lados. Fue entonces que la bocina sonó y, con
un beso en la mejilla, me mandó a hacer la tarea y a que me portara bien.
Apenas cerró la puerta, volví a abrazar la almohada. La extrañaba por

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las noches, más allá de que ya estuviera acostumbrada. No se lo quería
decir para que no se pusiera mal. Me dormí vestida, mirando el techo y
babeando las sábanas limpias.
El martes a la mañana me levanté temprano y sin pensarlo me fui a
lo de Norma. Ella atendía a dos cuadras de la esquina en la que vivía, al
lado del negocio de Pupi, el chico de las bicicletas. Agarré la plata que iba
a usar para lo de Rubén y un poco de los ahorros del Ratón Pérez. Creo
que con eso me iba a alcanzar, Norma seguro no tenía ningún problema
si le decía que era una sorpresa. Abrió la puerta con cara de sorprendida.
“¿Qué haces acá a esta hora, corazón?”, me preguntó. Le conté lo que
quería hacerme y le di todo lo que estaba en mis bolsillos. “¿Seguro que
tu mami te deja?”. Ahí le dije la verdad, no le quería mentir. Ella se negó a
agarrar lo que le daba, me sentó en la silla y me subió muy alto. A mí me
daba vértigo caerme, las patas me colgaban un montón. Charlamos un
buen rato, me preguntó cómo andaba en la escuela y cómo estaba todo
por casa. Le respondí que estaba todo bien, y le conté del cuento que es-
tábamos leyendo en lengua. Mientras tanto llegaban las otras viejas del
barrio. Todas me saludaron con un beso en la mejilla y me tiraron de los
cachetes. Por educación no les dije que me dolía y que no me gustaba lo
que hacían, tenían las uñas muy largas y me lastimaban. Les sonreí y
escuché las cosas que le contaban a Norma. Traté de acordarme de todo
para después contarle a mamá. Apenas llegara a casa lo iba a anotar en
el diario para no olvidarme. A las dos horas ya tenía la cabeza explotada
de chismes, pero por fuera se veía hermosa. Los rulos me habían queda-
do muy esponjosos y suaves. Pregunté la hora y me fui corriendo; en el
medio pasé por lo de Rubén para hacerme unos tostados.
Por poquito no llegué tarde a la escuela, no debía llegar tarde, lo
tenía prohibido. No quería perderme lo que me dijeran Valentina y las
chicas, seguro que se iban a poner contentas. El guardapolvo me iba a
tapar el vestido, pero las pulseras de oro que habían quedado arriba del
mueble harían lo suyo. Usé el delineador, que estaba escondido atrás de
la garrafa, y salí a la calle con lo justo. Me sentía una súper modelo, solo
me faltaba el novio elegante y lleno de plata. Mamá me decía que, si un
día conseguía uno, no lo soltara. A mí me causaba gracia, porque tenía

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mucha razón, una de las de la peluquería de Norma opinaba lo mismo.
Caminé más rápido de lo normal, la gente me decía cosas que yo no en-
tendía y hasta me tocaron bocina. Me acordé de mamá y de las bocinas
y eso me trajo malos recuerdos. También escuchaba chistes que me
ponían nerviosa. Puse la cabeza en blanco y seguí de largo.
Entré rápido y me puse al fondo de la fila. Muchos de mis compa-
ñeritos no me habían reconocido todavía. Último estaba Lucio, que
también tardó en adivinar quién era. “¿Sos vos?”, dijo sorprendido, y au-
tomáticamente todos se dieron vuelta. Como un coro todos cuchichea-
ban y hasta me miraron como si estuvieran viendo a un monstruo. ¡Solo
me había hecho rulos! ¿Qué tenía de raro? Obvio que la señorita Mariela
se dio cuenta de esto, de hecho toda la escuela se enteró. Me llamó y me
hizo ir al frente, al lado de la directora. Mientras pasaba escuché bajito
un “mirala a la gordita hija de puta”, o solo “gorda puta”, la verdad es que
no llegué a entender. Y no sé por qué, pero ni lo pensé y le pegué una
piña en el medio de la cara. Me parece que era Valentina o una de ese
grupo. La agarré de las mechas y le seguí pegando en la cabeza con el
puño cerrado. Sentí cómo me alzaban para separarnos, tironeándome
de la cintura para arriba. El guardapolvo ya estaba todo tironeado, todo
arrugado, con los botones desabrochados. Me dejaron rojas las manos
de tanto apretarme para que la soltara. Yo seguí un rato largo, todavía no
me cansaba, creo que hasta me quedé con las ganas. Si mamá me hubie-
ra visto, seguro que un grito me habría pegado. Igual también me habría
dicho que lo que había hecho estaba bien. Cuando lograron zafarme, mi
nombre resonó en todo el patio, y por primera vez no sentí vergüenza ni
ganas de encerrarme en el baño. Tenía calor, mucho calor, no podía sen-
tir otra cosa. Los miré a todos, al patio entero, incluyendo a la directora
Ana. Abrí los ojos muy grandes, como para que vieran que yo los estaba
mirando en serio. Y entonces tomé el aire que no tenía y escupí:
—¡¡Que no soy Lucas!! ¡¡Me llamo Elsa!! ¿No entienden o les hago
un dibujito? ¡¡Y más puta será tu madre!!
Cuando mamá llegó, los cachetes se le pusieron rojos de verdad,
no le hacía falta el maquillaje. Yo no escuchaba lo que le decían, y creo
que ella tampoco. Estuvieron quizás horas ahí adentro en dirección. Su

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mirada tenía dragones dentro. Salimos de la escuela y no me dirigió la
palabra en dos cuadras. A la tercera me miró y entre risas dijo:
—Te tendrías que haber hecho las uñas, ya que estabas.
También me reí.

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Dejar el alma en la cancha
Hugo Gastón Irigaray

Por la mañana me gustaba ir a tomar mate a la canchita de fútbol.


Atrás del hospital había un terreno con arcos y taburetes. El Brasilero
me esperaba con unos mates azucarados que me hacían fruncir el
estómago. Pero me venían bien para calentarme el cuerpo y arrancar
tempranito.
Chupábamos de la bombilla sin cruzar ni una palabra. Mejor no
hablar con él y solo tomar mate, porque a la mañana se ponía medio chú-
caro y eso de su problema lo tenía a flor de piel. No era el más difícil de
sobrellevar de los pacientes. Pero tenía lo suyo.
Los dos amábamos el fútbol a morir. Cuando yo estaba en la calle
me podía pasar todo el día mirando partidos de mi querido Boquita o
viendo entrenar a Maximiliano. Mi hermano sí que era bueno para hacer
acrobacias con la pelota. Un día con el Brasilero intentamos hablar de
nuestras selecciones. Pero terminamos peleando feo. La rivalidad era
insalvable. Ellos tenían a Pelé y nosotros a Maradona. Ellos se jactaban
del Maracaná y nosotros de la Bombonera. Nunca nos íbamos a poner
de acuerdo. Desde entonces, solo mirábamos la cancha y guardábamos
energía para el campeonato de metegol. Cada tarde jugábamos una par-
tida en la sala de recreación.
Lo que nunca llegué a contarle al Brasilero es que mientras tomába-
mos mate yo veía algo más en la cancha. Veía a Maximiliano pateando el
balón con el empeine, las patas flacas, encorvado. A veces se me aparecía
haciendo unos saltitos de precalentamiento, traslúcido y fosforescente.
Otras, mi hermano recorría la cancha pegándole a la pelota con la punta

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de los botines como si entrenara. Cada vez que lo veía por ahí me marea-
ba un poco. Y me hacía sentir mal porque pensaba que mientras siguiera
apareciendo yo nunca mejoraría. Pero con suerte, luego de un rato, se
desvanecía.
Después de tomar unos mates iba a visitar a los muchachos de la
enfermería. Los pibes no eran mucho más grandes que yo, andarían
alrededor de los treinta. Nunca les pregunté, lo calculé a ojo. Al menos
los del turno de la tarde tenían espíritu de futboleros. Podía hablar del
campeonato de invierno. Eran amables conmigo. Sobre todo Damián,
que aunque fuera una gallina de River Plate se portaba como el mejor. El
otro enfermero era más de los campeonatos internacionales. Seguía la
Liga de España, más que nada Barcelona mientras jugó Messi.
Ahí viene Carlitos a pedirnos unos puchos, decían al verme caminar
por el pasillo del hospital. Yo les sonreía contento. No me trataban como
a uno más de esos personajes que deambulaban por el neuropsiquiá-
trico, esos pacientes con los que me tuve que acostumbrar a convivir.
Melancólicos golpeándose la cabeza contra la pared. Paranoicos que
hablaban a los gritos. Catatónicos que se sentaban frente a la televi-
sión de la sala con los ojos alucinados. Por eso no los molestaba. Solo
les preguntaba a qué hora se retransmitiría algún partido. Al final sí les
garroneaba unos cigarrillos.
Cuando estaban ocupados, salía un rato al patio. Necesitaba cortar
las tardes grises y sombrías que me tiraban para abajo. Mientras pitaba
el cigarrillo veía pasar a las muchachas por la vereda de enfrente. ¡Dios,
qué hermosas eran todas esas mujeres! Había escarbado un hueco en el
siempreverde, donde el arbusto era menos tupido. En ocasiones ponía
mi boca en ese orificio, y les lanzaba unas bocanadas de humo como
aureolas que se iban flotando.
Cerca del hospital había un instituto de enseñanza superior y el ir y
venir de las chicas era constante. Quería creer que algunas de esas bo-
canadas de humo llegaban a tocarlas. Suponía que ninguna de ellas se
atrevería a salir con alguien que estaba internado. Eso me desanimaba,
pero no me impedía mirarlas y fantasear. Lo hacía hasta que unas imá-
genes grotescas empezaban a azotarme y el corazón se me aceleraba.

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Me venían unos pensamientos extraños, como ajenos, que me llevaban
a un mal lugar. Y por ahí veía bailotear las sombras de las muchachas y
al fin se me aparecía Maximiliano gambeteándolas, haciéndoles unos
caños con la pelota. La camisa celeste y blanca de la selección, la nariz
aguileña y el mentón retraído. Rápido como Maradona y transparente
como una radiografía. A veces me parecía que se volvía un poco más con-
creto y hasta que les despeinaba las melenas a las chicas cuando corría
alrededor de ellas.
Era preferible quedarse tranquilo y ocupar la cabeza en otras cosas.
Esa semana me habían bajado la dosis a la mitad y quería seguir así, sin
tantas pastillas. No, mejor no contar que aún veía unas sombras que
saltaban de cuerpo en cuerpo. Ni que esa silueta difusa luego terminaba
tomando la figura gambeteadora de mi hermano. Por eso, iba a la sala
para las reuniones de terapia grupal, pero me quedaba muzzarella y
tranquilito. Intentaba que los ojos no se me fueran para cualquier parte.
No quería que mi psiquiatra se diera cuenta de que todavía estaba vien-
do cosas que no estaban. Me daba miedo no poder irme nunca más de
ese lugar.
Los domingos eran los días de visita. Pero esa tarde estaba un poco
fresco para tomar mate en el patio y nos reunieron a todos en el salón
principal. Me vinieron a visitar mamá y el Luis. Trajeron un budín ca-
sero y un cartón de cigarrillos, que en el hospital era como moneda de
intercambio. La sala estaba llena. Todos tenían visita salvo el Brasilero
y eso me partía un poco el alma. Porque por más cascarrabias que fuera,
nadie se merecía estar solo en un lugar como ese. Él era de Florianópolis
y según me había contado tenía parientes en Buenos Aires. Pero con
ellos no volvió a tener trato desde que tuvo el brote.
Mamá me contó que con el tío Ernesto me estaban arreglando la ha-
bitación del fondo de casa. Lo cual quería decir que daban por desconta-
do que ya no regresaría con Sarita. Después me acarició la cara y me dijo:
mi vida, estás muy flaco. Y se le llenaron los ojos de lágrimas y yo me
sentí mal por hacerla preocupar tanto. Le dije que se quedara tranquila
porque cada vez estaba mejor y que pronto me darían el alta. Pero en ese
momento vi a Maximiliano con la pelota bajo el brazo. Estaba cerca de

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la mesa de otra visita, atravesado por la luz de la tarde que entraba por
los tragaluces. Me pareció notarlo más sólido que otras veces y con una
consistencia gelatinosa. Lo veía concentrado, serio, como esos jugado-
res que esperan en la manga antes de salir a la cancha. Y pensé: bueno,
quizás empieza a quedarse tranquilo. Pero al rato ya comenzó a correr
en el lugar y a hacer unos pases de pelota. A mí ese movimiento ince-
sante me descomponía un poco. Y me hacía sentir que tenía una lasaña
caliente dentro del cráneo. Tenía que hacer mucho esfuerzo para que no
se dieran cuenta delo que me estaba pasando. Mamá me preguntó si me
encontraba bien y le dije que no se preocupara. Que sería la medicación
la que me dejaba atontado. Pero me miró intranquila. Y vi que el Luis
ya estaba por decir alguna burrada o recordar lo que me había llevado
al hospital y lo paré en seco. No abras el pico para decir tonterías, le dije
poniéndole cara de pocos amigos.
De reojo, seguía viendo en el fondo una figura difusa que revoloteaba
entre las personas y gambeteaba a todo el mundo. Hasta me pareció que
tiraba una bandeja de un pelotazo. Alguien de la visita gritó asustado
por ahí, pero yo ni giré la cabeza. Quería desentenderme de lo que estaba
pasando.
El budín era para después, pero yo quería compartirlo con ellos. Cor-
té un pedazo y cebé unos mates. Noté que las manos me temblaban, así
que apuré la cebada y pasé la calabaza. Le pregunté a Luis si sabía algo
de Sarita y negó con la cabeza. Pero como era medio tarambana no pudo
disimular que algo sabía. Me di cuenta porque mamá lo pateó por debajo
de la mesa. Preferimos no seguir hablando de eso. Desde que estaba in-
ternado Sarita no me había ido a visitar ni una sola vez. Tampoco podía
culparla después de cómo me había visto actuar los días previos a que
me internaran.
Luis empezó a hablar de tonterías que no le interesaban a nadie.
De los pibes del barrio y de la moto que había retocado para las picadas.
De que le había puesto un flautín en el caño de escape para que hiciera
más quilombo cuando aceleraba. Pero escuché otro ruido y miré a los
internos reunidos con sus familias. Y ahí vi a Maximiliano corriendo de
una punta a la otra de la sala. Después vi al Brasilero sentado contra el

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ventanal, miraba para el patio. Aparté un pedazo de budín para convidar-
le. Supuse que quizás no iba a estar de ánimo para jugar un partido de
metegol más tarde. Pensaba en eso cuando mamá me atrapó las manos
sobre la mesa. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Me volvió a recordar
que Maximiliano no hubiera querido que yo lo sufriera de esa manera. Y
no pude evitar que me volviera el recuerdo del día que lo vi caer fulmina-
do en el medio de un entrenamiento. Esa tarde mi hermano se desplomó
en la cancha como si lo hubieran desconectado. Algo cardíaco, nos dije-
ron después en la autopsia. Una falla en una válvula que no le habían
detectado en el psicofísico que le hacían cada año en el club.
Cuando lo velamos no soporté verlo amortajado, la nariz saliendo
del cajón y los labios fruncidos y morados. No podía pensarlo en el mun-
do de los quietos. La promesa de su equipo, el orgullo de la familia. Des-
de niño siempre había sido callado, retraído. Mamá tuvo que mandarlo
a una escuela especial porque era duro como él solo para estudiar, pero
cuando agarraba la pelota parecía de otro mundo.
Esa noche, al dejar de acariciar la cara helada de Maximiliano, lo vi
saltando de sombra en sombra, borroneado entre mis lágrimas. En los
días que siguieron se me apareció varias veces la imagen de un balón ha-
ciendo un jueguito bajo un pie invisible. Veía su sombra flotando adonde
quiera que fuera. En el taller mecánico, en el colectivo, en mi casa. Hasta
que una tarde lo vi íntegro, pero transparente. Entonces empecé a hablar
a los gritos por el susto, como si levantando el tono de la voz pudiera ale-
jarlo. También dejé de comer porque todo me sabía a tierra húmeda y a
gusano cosquilleándome la garganta. Al tiempo ya no pude hacer más
el amor con Sarita. Lo tenía todo el día a Maximiliano cabeceando una
pelota en los pies de la cama mientras agitaba los hombros para equili-
brar el movimiento.
Cuando se fue mamá, la figura de Maximiliano se desvaneció por un
momento como si hubiera ido a acompañarla a la salida del hospital. Me
quedé en mi silla con los ojos cerrados mientras se calmaban los otros
internos.
La hora de la despedida de la visita siempre era complicada y el día
nublado no ayudaba. Era el momento de las corridas de los enfermeros

21
con pastillas para los más alborotados y con hipodérmicas para reforzar
el chaleco químico. Pero yo siempre tenía algo para hacer y quise creer
que el Brasilero ya me estaba esperando detrás del metegol en la sala
de recreación. Debíamos continuar nuestra competencia mundial, la
final de las finales. La vida es un campeonato que ya está perdido desde
que nacemos, pero quizás partido por partido igual valga la pena jugarlo.
Pensé en eso para darme ánimo.
Tomé fuerzas para levantarme. Al abrir los ojos me sorprendió no
ver la figura traslúcida de Maximiliano a mi alrededor. Quizás todavía
seguía con mamá y Luis.
Atravesé la sala esquivando a los otros internos. Pero al llegar a la
sala de recreación no vi al Brasilero, en su lugar estaba Maximiliano afe-
rrado a las mangas afelpadas del metegol. Practicaba sus movimientos
y arrojaba la pelotita de una punta a la otra. No vas a dejarme en paz,
¿verdad?, le dije. Pero él continuó mirando a los jugadores, seguía con
esa consistencia de gelatina anaranjada, más turbio que transparente,
como si se estuviera encarnando. Bueno, juguemos la última partida.
Me puse del otro lado y comenzamos a mover esos jugadores de fút-
bol ensartados entre las barras de hierro. Le atajé el primer pelotazo con
la defensa y le tiré al centro. Pero Maximiliano la retuvo y se la pasó a un
delantero, hizo un molinete y me la clavó en el ángulo. ¡Gooooool!, gritó.
Los otros internos, asustados, se voltearon a vernos y al enfermero se le
cayó la bandeja con la medicación. Pero yo estaba decidido a ganarle y le
iba a dar pelea. Metí otra pelotita por el agujero y después hice mi mejor
movimiento.

22
Géiser
Enrique Decarli

Incluso la pureza necesita descomponerse en algo.


Roxana Molinelli

Cuando mi hermana mayor se casó, mis padres vendieron la casa.


Recuerdo el camión de mudanzas parado en la puerta. Los peones
cargando camas, heladera, mesa, sillas; todos llevando cajas, menos
yo, sentado bajo el nogal, la espalda apoyada en el tronco gris y los ojos
mineralizados, fijos en la carpeta de agua verde.
Mudarse en noviembre era casi una provocación. En breve debería-
mos vaciar la pileta. En algún momento, las hojas saturarían el filtro.
Papá entraría con botas hasta las rodillas para sacar, a baldes, el remanen-
te infestado de larvas de mosquito que la bomba ya no podría absorber.
Nos mudamos cerca de la casa, lo que resultó aún más angustiante.
Yo hubiera preferido cambiar de barrio, de atmósfera, de sistema solar:
que la casa se convirtiera en un recuerdo impenetrable como la película
de agua podrida de la pileta. En cambio, podía pasar en bicicleta por la
puerta, y así lo hice durante años. Día a día, noviembre a noviembre,
permanecía sentado en la esquina viendo el agua que salía expulsada
por el desagüe seguir un derrotero que llegaba junto al cordón hasta mis
pies, ondulaba en la bocacalle y continuaba pendiente abajo hacia el ca-
nal. No podría asegurarlo, pero desde mi lugar creía adivinar el ruido del
motor: la bomba extrayendo mugre y mermando fuerzas a medida que
el filtro se llenaba. Las paredes conservarían, igual que ruinas egipcias,
una línea pigmentada de verdín que no saldría sino a fuerza de cepillo,
agua y cloro. Pero esa familia tenía dinero. Seguramente contratarían
a un hombre de brazos grandes y cara de piedra, que sobre el final de
la tarde descartaría cantidades de basura en el cesto y determinaría la

23
última parte de mi trabajo: robar las bolsas a punto de explotar, llevarlas
al baldío más cercano y abrirlas en medio del cañaveral. Volver a sentir
esa textura babosa en las hojas descompuestas. La fetidez balsámica
del olor. Pero nunca había en las bolsas, a fin de cuentas, nada que va-
liera la pena. Parecía que, en la mudanza, algo se había perdido para
siempre. Subía a la bici y volvía a casa, si se quiere, más tranquilo. Al día
siguiente, el desagüe expulsaría agua limpia, espumosa con olor a cloro.
Los trabajos de limpieza avanzaban. Un poco de lija gruesa y dos manos
de pintura. Volver a llenar la pileta. Ver subir el nivel, mañana a mañana,
durante cuatro días ansiosos para reiniciar un ciclo veraniego de trans-
parencia. Entonces ya no volvería hasta el año siguiente. Cada tanto, sin
embargo, a partir del otoño, volvía a imaginar el proceso de corrupción
que velaría, imperceptible, la visión del fondo, hasta que, tumbado por
un sueño, no habría más que invierno y oscuridad.

Lo primero que apareció fue una pelota desinflada, inundada por


adentro y de color indefinido, producto, seguro, de la erosión líquida.
La bomba empujaba la suciedad a su destino final de filtro, manguera y
desagüe, cuando la pelota asomó sobre el último resto.
—¿Y eso? —dijo Ángeles.
—Parece una tortuga —dije—. Una tortuga muerta. Papá dijo que
era una pelota.
—¿No ves?
Entonces lo vi claro. Ocurría que yo no tenía pelotas así, con gajos de
cuero pentagonales. Ocurría que ningún vecino, nunca, había reclamado
una pelota perdida. Al parecer, la pelota simplemente estaba ahí. Ahora
que papá la tenía en una mano, aplastada hacia adentro, podía ver un
posible casco de ciclista a punto de terminar en el fondo de una bolsa de
residuos llena de hojas. Papá cerró la bolsa con dos nudos fuertes y yo
cerré el tema atravesando el jardín, cargándola medio inclinado por el
peso, para dejarla en el cesto, en la puerta de calle. Creo que no lo dije,
pero lo pensé: qué raro.
Al año siguiente apareció una silla blanca, de plástico, como de hela-
dería. Estaba bien parada, las cuatro patas, firmes, apoyadas en el piso.

24
También fue Ángeles la que trajo la noticia. A medida que el agua oscura
descendía de nivel, iba quedando al descubierto un semicírculo blanco
que emergía hacia la vida en la superficie. Esta vez no dije que se parecía
a una arcada árabe y fue papá el que dijo qué raro. Después le ganó la
realidad:
—¿Vos tiraste eso?
Le dije que no. Papá puso cara de no creerme, pero a mí no me im-
portó. Yo sabía que no la había tirado. La silla, al igual que la pelota, sim-
plemente estaba ahí. Eso era todo. Antes de que papá la sacara, bajé a la
pileta y me senté en el plástico resbaladizo de verdín. Entonces la orden
fue inapelable.
—¡Levantate, pavo! ¡Sacala a la calle!
Dejé la silla a un costado del cesto de basura. Entre el cesto y el ja-
carandá. Al rato, cuando saqué la primera bolsa repleta de hojas, ya no
estaba. Así fue la historia. La repetición del ciclo me puso en alerta. Papá
renovaba el agua transparente, y yo a la espera, apoyado, de espaldas,
sobre el tronco gris del nogal, los ojos fijos sobre el agua que, atravesada
por reflejos ondulantes de sol, traslucía entonces el fondo.
Desde el año anterior, con la aparición de la pelota, algo había
empezado a cambiar en el fondo de nuestra casa, y enseguida ensayé
unas primeras conclusiones que de inmediato refuté. La pelota y la silla
habían sido manufacturadas bajo el agua por los habitantes del mundo
subacuático. Una especie de ofrenda o tributo a la familia por cuidar su
hábitat. Por supuesto: en aquella época no formularía la cuestión de esta
manera. Pero algo así hubiera querido preguntarle a papá: ¿qué se tejía
entre las paredes de la pileta una vez que la oscuridad del agua asegura-
ba absoluta discreción? Y ¿por qué —eso sobre todo— si la pelota era, en
teoría, un regalo, venía con cueros podridos, colores desteñidos, pincha-
da o llena de agua? La actitud de papá, por otro lado, favorecía pensar lo
contrario. No éramos nosotros, en verdad, destinatarios de nada, porque
las supuestas ofrendas seguían apareciendo a pesar de que papá orde-
naba tirarlas a la calle. Las cosas, simplemente, aparecían en nuestra fa-
milia. La magia, sin embargo, se resolvía siempre en la misma pregunta:
—¿Vos tiraste ese teléfono?

25
—No seas pavo —dije. Entonces papá me corrió tres vueltas por el
jardín hasta agarrarme.
Ese día, cuando las hojas saturaron el filtro y la bomba dejó de chu-
par, el remanente de agua estancada no dejó al descubierto ningún ob-
jeto semihundido. A mí la imagen me pareció desoladora. Solo paredes
impregnadas de verdín y un último tramo de podredumbre que habría
que sacar a baldes. La ingratitud familiar, a fin de cuentas, producía
efectos y me agarré los huevos, bien agarrados, señalando a papá, en
cuero y botas, plantado en el medio de la pileta. Él llenaba los baldes y
me los pasaba para que tire el agua en los canteros. Tributo a las plantas,
decía, y yo, por dentro, que por qué no se lo tragaba él. Al cuarto o quin-
to balde, sobre la zona más profunda, emergió el tubo, perfectamente
colgado sobre un aparato de disco, gris y blanco, como si estuviera en la
esquina de un escritorio, a la espera de un llamado del fondo del mar.
Desde entonces las señales del mundo me hablaron de la pileta. La
noticia en la tele sobre la erupción de un volcán en una isla del océano
pacífico imponía dejar lo que fuese que estuviera haciendo y salir al jar-
dín. El invierno percutía en las orejas duras mientras seguía mirando la
superficie serena e insondable del agua descompuesta, pensando que
por las cañerías, conectadas en algún punto desconocido a vaya a saber-
se qué, del mismo modo que había brotado un teléfono, un día podía salir
lava, piedras volcánicas, al menos piedra pómez. Y en conclusión: los ob-
jetos no eran manufacturados en el fondo de la pileta. Los habitantes del
mundo subacuático no podían fabricar ni sillas ni teléfonos. Entonces
fundé una suerte de ley bajo este principio: una extraña y desconocida
necesidad de compensación hacía que las cosas que se perdían por un
lado reaparecieran por otro. A veces, ese otro lugar era el fondo de nues-
tra pileta. Eso, tal vez, podría explicar por qué no aparecía más que una
cosa por temporada. Un único fruto maduro de primavera. Un resultado
mezquino para un pensamiento esperanzador. Deberían existir (enton-
ces le di nombre por primera vez) muchos más géiseres.
Por supuesto: como cualquier ley, también la mía tendría excepcio-
nes. Una vez leí la historia de una mujer que, un buen día, empezó a en-
contrar todos los objetos perdidos a lo largo de su vida. Los encontraba

26
en situaciones cotidianas y, a pesar del tiempo, podía reconocerlos y los
iba alineando en un estante, en el orden en que reaparecían, que quizás
fuera el orden en que los había perdido. Nada decía la historia acerca del
destino de los objetos durante los años perdidos: si les habrían tocado
otras casas, otras familias y otros cuidados; si habrían estado deambu-
lando, a la deriva como polen, arrastrados por el viento o por el agua o los
pies apurados de la gente; adoptados por animales a modo de huesos o
juguetes, o habrían estado, sin más, aletargados un invierno de años en
el mismo lugar donde cayeron. Detrás de un mueble. Debajo del asiento
de un auto. La historia, más que nada, hacía foco en la mujer.
El día que apareció la rueda papá no preguntó nada. Tampoco orde-
nó que la sacara a la calle. Él mismo bajó a la pileta a buscarla. La enjua-
gó un poco y se quedó mirando el caucho, revisando la válvula y el óxido
en la llanta. La rueda (raro) había llegado inflada.
―Esto puede servir ―dijo papá, y la guardó en el lavadero, conver-
tido, a esa altura del partido, en un nido de caranchos. Así decía mamá.
Las discusiones por el desorden que papá mantenía desde hacía años en
el lavadero eran un clásico de domingos al mediodía. Una cuestión que,
siempre, se resolvía igual. Ya lo voy a ordenar, decía papá. Y mirándome
a mí: este me va a ayudar. Le vamos a pegar una limpieza de la gran siete.
Esa noche, cuando las luces de casa terminaron de apagarse, fui a
ver la rueda. Seguía apoyada contra la pared, entre la pileta de lavar y el
termotanque (en una época, en ese mismo hueco, papá guardó, por unos
meses, un cajón de muertos: lo había comprado usado no sé para qué;
era fácil, a fin de cuentas, solidarizarse con el reclamo de mamá). La lla-
mita del piloto resplandecía sobre la llanta plateada. Me senté en el piso
como indio y, despacio, me fui haciendo amigo hasta que los dedos de
uno de mis pies rozaron el caucho. Acerqué la boca a la válvula y pregun-
té: ¿de dónde venís? La rueda no me contestó. ¿De dónde venís, rueda?
A simple vista me pareció grande para nuestro auto; igual iba a verla,
todas las noches, y permanecía horas sentado, acariciándola, siguiendo
con un dedo el caminito en zigzag de los dibujos calados en la cubierta;
experimentando, sobre el dorso de la mano, el frío metálico de la llan-
ta, pensando en el proceso lento que la habría traído hasta nosotros, si

27
habría viajado desarmada, caucho, cámara, válvula y llanta por separa-
do, y en el curso del invierno se habría armado para salir entera a escena
sobre el fin de la primavera. La última noche, por primera vez, pedí algo
para mí. No sabía si correspondía pedirle a la rueda o, más bien, debía
dirigirme a la pileta. La rueda, en el peor de los casos, podía oficiar de
emisario y transmitir el mensaje. A la mañana siguiente, no estaba.
Papá la había llevado a un desarmadero. Eso dijo mamá, un poco más
tranquila, supongo, de que el lavadero no siguiera acumulando trastos.
El verano siguiente no trajo el regalo que había pedido; pero vino,
eso sí, acompañado por una suerte de revelación. Los chicos del barrio
me avivaron. Los Reyes no existían. A quién se le podía ocurrir seguir
creyendo en reyes mágicos que repartían regalos, al mismo tiempo,
por todo el planeta. La pileta (entonces lo entendía), funcionaría, a mis
espaldas, de modo similar: mientras la pileta dormía el sueño inver-
nal, mamá y papá tirarían los objetos al agua, cosas que recogerían en
la calle. El día en que el objeto al fin emergía ante mis ojos, esa misma
noche, en la cama, se matarían de risa. Pero yo no era ningún boludo, así
que también tiraría algo. Si bien papá y mamá podrían tirar su objeto,
no podrían hacer desaparecer el mío. Tenía que ser un objeto grande, de
un tamaño que, de ningún modo, pudiera confundirse; un tótem que se
destacara en medio de la mugre.
A mediados de julio la pileta era una puta inmundicia. Una tarde
tiré la licuadora. Sé que mamá la buscó hasta el hartazgo, más que nada
cuando empezó las típicas dietas de primavera; sin embargo, nunca me
preguntó nada. Noviembre llegó implacable, pero la licuadora no estaba.
En su lugar había una lata cuadrada de galletitas, vacía, sin tapa, llena
de agua y hojas que podían verse por la ventanita circular de vidrio. Esa
tarde retomé mi teoría anterior. La licuadora perdida emergería en otro
géiser. Alguien, muy pronto —y quién sabe dónde, tal vez en China—, la
descubriría en el fondo de su pileta. No reclamé la tenencia de la lata. Ni
siquiera reparé en el momento en que papá la sacó a la calle.
Tampoco tendría sentido enumerar las cosas que, año a año, fueron
apareciendo hasta la mudanza. Alcanza decir que, salvo por la rueda,
fue toda una serie de objetos inservibles. Entretanto fui adquiriendo la

28
costumbre de deambular los terrenos baldíos, el basural cercano a las
vías y los márgenes del canal. Sentado en un terraplén, imprimía en la
mirada un inventario creciente de objetos amontonados, rotos, obsole-
tos, oxidados. Al día siguiente, algo de todo eso ya no estaría. Se habría
embarcado en viaje subterráneo a buscar el lugar donde todo se clasifi-
caba y distribuía para purificación y reasignación; para emerger, luego,
en un géiser nuevo a una nueva vida y una nueva oportunidad. Un ciclo
que, intuía, tampoco podía ser eterno. Un día las cosas deberían cansar-
se de experimentar la vida, las suertes y los avatares, los muchos años y
dueños. Algún día tendrían que alcanzar la perfección de su esencia. Ser,
de una vez y para siempre, lo que eran de manera completa. Entonces la
cinta transportadora las conduciría por un atajo, hacia una especie de
retiro y una forma de vida distinta. Ese día notamos que las cosas no
están. Las buscamos como puede buscarse un diente en un granero y,
pasada la tristeza, las recordamos como se recuerda a un amigo.

Papá ya no insistía en si los objetos los había tirado yo. Daría por
sentado que sí. Quizás también él, medio harto, habría adquirido la
costumbre de esperar a ver con qué se encontraría, hasta dónde, en
esa oportunidad, llegaría mi originalidad: quizás, como ocurrió al año
siguiente, con un farol de mano, hexagonal, de chapa y vidrio. Cuando
abrí la puertita, escupió una bocanada de agua podrida. El lugar de la
mecha estaba vacío, pero lo verdaderamente curioso de ese farol (o de
esa primavera) fue que no llegó solo, sino acompañado del complemento
necesario: un bidón anaranjado, con manija y tapón a rosca, para guar-
dar querosén. Y así, cada vez que el objeto de turno en la temporada
insinuaba su forma, papá me devolvía una mirada opaca, como si, en el
fondo, se compadeciera de mí, o de él, porque a pesar de que año a año
crecía, al parecer no tenía cura. Su imagen, no con uno, sino con dos obje-
tos, uno en cada mano, en cuero, las botas en el agua podrida y los brazos
apenas separados del cuerpo, no sé por qué, me provocaron el impulso
reprimido de pedirle perdón. Después papá se quedó sin trabajo. Des-
pués pusieron la casa en venta. Después intentamos ordenar el lavadero
y después, finalmente, nos mudamos.

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Entonces me resultó razonable ampliar la lista de posibles géiseres.
Caía en la cuenta que tener o no un géiser no podía depender de tener
una pileta o del mayor o menor dinero que tuviera una familia. Todos
merecían uno, aun cuando no lo hubieran descubierto, no lo reconociera
o no lo supieran valorar. Cada cosa que pudiera cumplir, digamos, una
función de canal, podía ser un géiser. Una chimenea, un aljibe, la cámara
séptica: una vez mamá encontró un sapo en el inodoro; enseguida, del
susto, tiró la cadena. Otra vez papá dijo que un cliente de él había encon-
trado una botella de vino adentro del lavarropas. Ese comentario, que en
la oportunidad me cayó gracioso y mamá menospreció diciendo que el
tal cliente era un borracho, ahora ofrecía otra interpretación. A la noche,
en cuanto las luces de casa enmudecían, me disponía a hacer guardia
frente al lavarropas. Una manguera se conectaba por detrás, provenien-
te de una canilla sobre la pileta de lavar. De ahí llegaría el agua que corría
por la manguera y entraba al tambor a través de montones de agujeritos.
Otra manguera de desagüe salía del lavarropas para internarse en la pa-
red de ladrillos y perderse de vista. Esas conexiones visibles, en un pun-
to, sin embargo, seguían siendo insondables. Papá lo hubiera explicado
de manera práctica repitiendo como un loro: el agua provenía a través
de una red de caños desde una planta potabilizadora cercana, que, a la
vez, recibía agua de una planta general, que, a la vez, extraía agua del
río, la purificaba y distribuía. Incluso podría haber dibujado un croquis,
pero eso no podía explicar la aparición de los objetos. De hecho, mamá,
cada tanto, encontraba monedas en el interior del lavarropas. Billetes
mojados. Ganchitos clips. Hebillas. En ese sentido, las condiciones de
un lavarropas parecían óptimas; quizás mejores que las de una pileta,
obligada a esperar la temporada de invierno en la que el agua podrida
ofreciera la discreción necesaria. Una vez leí (aunque, supongo, debería
ser broma) que un hombre tenía una silla adentro de la nariz.

Ya lo dije. Antes de mudarnos, intentamos ordenar el lavadero. El


lugar era un desastre y papá, rodeado de frascos de dulce de distintos
tamaños, se sentó adelante de una mesa que improvisó al costado de
la pileta con caballetes y un tablón. Frascos llenos de tornillos, clavos,

30
tuercas, arandelas. La noche anterior me había encargado que con-
siguiera querosén y bolsas de consorcio. Bien fuertes. De las mejores,
dijo: tu padre va a hacer una limpieza de la gran siete. Por supuesto, lo
primero que recordé fue el bidón aparecido en la pileta y desechado en
la puerta de calle. Papá puso un poco de querosén en una lata y, uno por
uno, fue dando vuelta los frascos y desparramando el contenido sobre
el tablón. Elegía diferentes piezas. Algunas, las devolvía al frasco vacío;
otras, las sumergía en el querosén, y decía dos o tres cosas sobre el efec-
to lubricante y anticorrosivo. A pesar del golpe que habría significado
quedarse sin trabajo, ese día se lo veía radiante ante la expectativa de
hacer un poco de limpieza, quizás vender algunas cosas al botellero y
llevarnos menos trastos a la casa nueva. Mientras él seguía revisando
frascos, yo me ocupé de unas cajas llenas de piezas de metal oxidadas.
En mi opinión, todo material para tirar. No íbamos a llevar eso, en el
camión de mudanza, a una casa mucho más chica. Igual, antes, por las
dudas, preguntaba. ¿A ver?, decía papá. Dejaba los frascos de lado y revi-
saba lo que yo le acercaba. Es que esto es de mi viejo, decía (papá siempre
hablaba de su papá en presente). Me da lástima tirarlas, hijo. Entonces
me llevaba las cajas, y una por una, las devolvía al mismo rincón de don-
de las había sacado: huecos inaccesibles, debajo de un montón de otras
cosas, pedazos de mangueras enroscadas, caños de pvc parados contra
la pared o en estantes altísimos a los que tenía que llegar con banquito
o escalera. Repasalas un poquito, decía desde su lugar frente a la mesa.
El viento traía la voz por el pasillo hasta el lavadero. Un trapito húmedo,
hijito, para sacarle un poco la tierra.
Durante todo ese día me la pasé acercándole cajas para que él las re-
visara y decidiera qué tirábamos y qué no; dónde, finalmente, haríamos
el orden y la limpieza que tanto quería hacer, pero su respuesta era siem-
pre la misma, o parecida: esto ya no existe, pichón (no me decía pavo);
esto no se consigue más, hijo. ¡Mirá qué calidad! Repasalas un poquito,
así nomás, para sacarles un poco el óxido. Y eso fue todo lo que esa tarde
sacamos del lavadero. Un poco de tierra. Un poco de óxido.
El episodio, lejos de frustrarme, me amigó con papá. Él, a su modo,
también quería a sus objetos.

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Isolda y Berenice
Ernesto Tancovich

Se me ha hecho una suerte de adicción ir en busca de aquella tarde


que la memoria cuida como planta de interior. Jugábamos, te acordarás,
a probarnos nuevas vidas ante el espejo que cada una era para la otra.
Era agosto; un viento vivo arrastraba nubes luminosas, echaba a vo-
lar las últimas hojas enrojecidas del roble y, sin que lo supiéramos, se
llevaba la infancia. Ya no sé si la idea fue tuya o mía. O de nadie, y sim-
plemente nos llegó traída por un ramalazo de aquel viento adolescente.
Loquísimas, nos inventamos hermanas y, por añadidura, mellizas. Tal
vez recuerdes (yo lo olvidé) el drama de amores turbios, crimen y cárcel
copiado de no sé qué película con la que tramamos el propio culebrón.
En sus enredos fuimos separadas, privadas de nuestras identidades y
asignadas a diferentes madres y padres. Sobre ese repentino mito de
origen, que en sucesivas reelaboraciones se nos haría más verídico que
cualquier documento, acordamos, haciendo correr las hojas de un alma-
naque (veo la lámina: dos gatitos en una canasta), la que sería nuestra
fecha de nacimiento, diecisiete de febrero (un libro de Linda Goodman
nos había convencido de ser acuarianas), y relucientes nombres: vos
Berenice, yo Isolda (así nos dijimos, en broma, remedando aquello de
“yo Tarzán, tú Juana”). En la euforia posinfantil de los trece, renacidas
en esa revuelta sabiduría del azar, la intuición y el capricho, nos permi-
tiríamos largas horas de confidencias, intercambiando como si fuesen
figuritas episodios de la vida que a cada una había tocado. De vos, Bere-
nice, admiré de inmediato la minuciosidad cruel con que diseccionabas
cada uno de tus días. Las ausencias y desvíos paternos, las depresiones

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y manías alcohólicas de esa mujer lacerada, tu madre, que probamos
imaginar de las dos o de ninguna. O también, yendo por el revés del
juego, hacer de la que languidecía en casa amamantadora de ambas.
Llegaríamos a discutir, entre risas tontas, si la teta izquierda a mí y la
derecha a vos o viceversa. Como si de algún modo, tanteando en la oscu-
ridad, comprendiéramos que cambiar la posición de una pieza determi-
na el curso de la partida, haciendo vacilar la certidumbre de saber quién
es quién, cuál de las dos yo, cuál vos. A menudo sospeché, ahora puedo
decirlo, que por afán de mostrarte incisiva y veraz, de a ratos fabulabas.
A eso jamás opuse reparos, al fin la común inclinación novelera había
facilitado el mutuo hallazgo.
Con todo, éramos diferentes, yo no tenía tus reservas de coraje, no
me animaba a confiarte crudamente lo que ocurría en casa, lo que me
ocurría. Quizás fuese demasiado terrible para volcarlo en palabras. No
por lo que pudieras pensar o decir sino, claramente, porque me hubiese
horrorizado oírlo de propia voz. Entonces, por darle cauce, delineaba ata-
jos, ensayaba rodeos, me las ingeniaba para que otra voz, proveniente de
los sueños, las dijese por mi boca. Sí, Berenice, era mi ardid (un recurso
cobarde, si querés) espiarme con ojos cerrados en ese caleidoscopio de
visiones huidizas para luego, a la luz del día, juntar sus restos, recons-
truirlos con cuidados de arqueóloga y poder contarlos, contármelos,
contártelos. Así como me tenían en vilo tus crónicas familiares, yo no-
taba cuánto encendían tu atención los curiosos relatos cedidos por mis
noches. Hoy, te confieso, los adornaba a piacere, no por darme impor-
tancia ni dársela a mis vivencias, sino por regalarte una dosis adicional
de fantasía que, aunque siniestra, compensara la dura realidad que asu-
mías con denuedo. Cuento esto no por temor a que hayas olvidado sino
para, al oírmelo, recobrar aquellos días tan nuestros y perdidos. Los años
me hicieron entenderlo, fue nuestra victoria (en mi caso tal vez la única)
aquella de recrearnos hermanas clandestinas, pegoteadas igual que
siamesas. Supimos preservar, sin embargo, en un pacto de calculada
astucia, la conciencia de que lo éramos en una ficción. Acogedora ambi-
güedad que nos autorizó los ejercicios de un amor sin culpa ni restriccio-
nes. Perdoná que me haya puesto un tanto nostálgica, sé que invitar al

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pasado, por precioso que haya sido, hiere o al menos rasguña. ¿A qué, te
estarás preguntando, este palabrerío salpicado de confesiones posterga-
das? ¿A santo de qué revivir las emociones que un día terminaron por pe-
sarnos y de común acuerdo dejamos caer? Es tan solo que quisiera, una
vez más, saltando por encima de los años, contarte mi sueño de anoche.
Ya lo ves, de pronto vuelvo a necesitarte, no me basta ser la confidente de
mí misma. Uf, pensarás, de nuevo con eso, treinta años se nos fueron de
las manos, somos grandecitas, señoronas de tetas caídas vamos siendo,
hace mucho dejaron de cautivarnos aquellas chiquilinadas del secunda-
rio, el tiempo nos ha vuelto resignadas y piadosas. Pero no, Berenice, no
te me apures, volvamos por un rato a nuestros trece y escuchame.
No ha sido este un sueño cualquiera ni un sueño más. Al menos no
del todo. Estuvo sí el lugar, que de tan repetido aprendiste a ver como
si vos misma lo soñaras, esos campos de noche sin luna ni luces, dota-
dos de la claridad mínima que, sin llegar a definir la línea del horizonte,
permite distinguir la tierra del cielo. Pero en esta versión tardía ya no
verás a la espigada Isolda abordar un sendero sinuoso o abriéndolo con
sus pasos. En aquel tiempo, ¿te acordás?, tras la línea donde cesaba
el pastizal se abría un espacio de luz que siempre mostraba otra cosa.
Una calle desierta de muros sin ventanas, un desierto poblado de feos
muñecos de plástico, un patíbulo rodeado de gente que parecía esperar
algo o a alguien. Conocedora de que aguardabas ansiosa esa variación
final, las veces que despertaba todavía en tinieblas, sin haber alcanzado
la linde, por no defraudarte optaba por salvar la omisión con invenciones
fraguadas a la luz del día. Lo de anoche, verás, para nada es repetición de
aquello ni estoy segura de que sea solamente sueño, y el final (ya no te
voy a engañar) una inesperada vuelta de tuerca que me dejó culo al vien-
to, así decíamos, acordate, las pendejas irreverentes que éramos y así,
en homenaje a las que fuimos, te lo digo ahora. No, hermanita, mirame,
beso los índices en cruz y te lo cuento.
Esta vez no me tocó andar a los tropezones por aquellos pastizales
tenebrosos, en cambio los veía fugar hacia atrás desde una ventanilla de
colectivo. Era yo la única pasajera, en el último asiento. Desconocía o ha-
bía olvidado de qué línea de colectivos se trataba ni hacia donde quería

35
viajar, ni recordaba siquiera haberlo tomado. El trayecto se prolongaba,
pasando de largo paradas desiertas. Habíamos salido de la ciudad y la
oscuridad, tras ser interrumpida cada tanto por agrupaciones de focos
y luego por una que otra luz aislada, se había cerrado por completo. El
chofer era una presencia borrosa, sin identidad, recortada sobre la cons-
telación de lucecitas de colores del tablero y la claridad que los faros de-
rramaban sobre el pavimento y de rebote iluminaba el parabrisas. Tuve
miedo. Del afuera, como siempre, pero mucho más de lo que pudiera
pasarme allí adentro. Me asaltaron visiones de secuestro y asesinato,
de tormentos. Supiste, bien lo sé, aunque nunca fui del todo explícita ni
por delicadeza te permitiste aludirlo, devanar mi historia, pero ya está,
nada vale que revuelva la vieja mugre. Comprendí que estaba por des-
barrancar en pánico, sentí esa correntada en todo el cuerpo, decidí bajar,
me paré, toqué el timbre. “Chofer, parada”, avisé, primero tímidamente,
después con acentos de súplica y por tercera vez en tonos altos, imperati-
vos, temerosa de que no frenara o no abriese la puerta y me llevara quién
sabe adónde ni con cuáles propósitos. Vi con alivio que bajaba un cambio
y otro, reducía la velocidad, frenaba. La puerta se abrió, controlando el
temblor de las piernas bajé lo más rápido que pude. Me vi de frente a los
campos negrísimos de los que te hablé hasta el cansancio, la consabida
escenografía en que irrumpiría fatalmente el hombre de mis miedos. El
colectivo no volvió a arrancar, de pronto pensé que me esperaba, caminé
por el costado sintiendo que crecía la intención absurda de volver a subir
(cosas inexplicables de los sueños que, recapituladas en la vigilia, echan
luz sobre nuestras decisiones desconcertantes) y pagar nuevamente el
boleto, reanudar el viaje sin destino. Con desesperación golpeé la puerta
delantera, la vi abrirse, subí los tres escalones. Aquel hombre esperaba,
celular en mano, filmándome, me cubrí la cara, dijo algo incomprensible,
más ruido que palabras, temí que abandonara el asiento y se me echara
encima, hui hacia el fondo. Había reconocido al tipo de las recurrentes
pesadillas, el que salía a mi paso en los campos, la cara amenazante,
en fin, del que en los años de infancia se cernía sobre mi lecho (ya está,
me animé a contártelo sin tapujos), ese al que me resignaba a esperar
porque no tenía por dónde huir y que sin embargo en los sueños pasaba

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de largo como si no me hubiese visto, situación de la que el propio mie-
do de ser vulnerada solía ponerme a salvo en un despertar convulso, el
corazón a mil, tomando a bocanadas el aire, angustiosamente, un pez
emergido de unas aguas negras, espesas, revolviéndose, boqueando.
Pensarás, otra vez la boluda de Isolda con lo mismo, no madura, sigue
perdida en los campos tenebrosos, acosada por un fantasma. Y acaso
digas (siempre fuiste positiva) que aquello está muerto, enterrado en el
pasado, dirás clavale por fin la estaca, dejá que sus cenizas se las lleve
el viento. Y casi seguramente se te ocurrirá reducir el sueño a símbolos,
aclararlo con la misma facilidad con que yo o cualquiera podría hacerlo.
El viaje a solas a través de la noche como representación de mi vida, la
desesperación por salir de allí y perderme o esconderme igual que de
pendeja me deslizaba bajo las cobijas, arropada en la negrura sofocante
para no ver, para no ver, y de nuevo el antiguo terror y el persistente resto
de voluntad que me llevaba a aceptar esta vida de mierda, subir de nue-
vo a ese colectivo sin hoja de ruta, conducido por una sombra impasible,
renovar el boleto, entregarme definitivamente a lo que fuere y sea lo que
dios y el diablo determinen. Pero no, no te me apures, vuelvo a decirte
que ahí no termina la cosa.
El sueño había quedado atrás, en los pliegues de la noche, y ya
despierta del todo, serena, pulso y respiración regulares, preparé café
en taza grande (lo necesitaba casi como antídoto), alcé la cortina para
recibir una primera claridad que disipara aquellas impresiones omino-
sas. Por alejarlas del todo encendí la tele y a esto quería llegar, a lo que
apareció en la pantalla a continuación de que un imbécil intentara hacer
del pronóstico del tiempo una especie de número cómico. La placa roja:
último momento, pasajera fantasma y enseguida la imagen del chofer,
que no era ya exactamente la que me asustó en el sueño. Ahora su ex-
presión apacible lo convertía en un desconocido con cara de nadie y, a
la derecha, en pantalla repartida, el interior del colectivo, vacío. Oí de
nuevo tres veces el timbrazo y mi voz en off: “chofer, parada”, escuché
el ruido de la puerta de descenso, tras unos segundos de silencio reco-
nocí los golpes que di en la puerta delantera, vi mi cara descompuesta,
la mano que trataba de ocultarla, las palabras del chofer que ahora sí

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comprendí (“señora, la unidad está fuera de servicio”) y de nuevo el in-
terior vacío.
La imagen del hombre ocupó toda la pantalla. Interrumpido inva-
riablemente en mitad de sus respuestas, alcanzó a contar más o menos
esto: Que habiendo terminado su jornada, circulaba fuera de servicio por
la 193. Que de pronto, sorpresivamente, sonó el timbre y se oyó una voz
de mujer casi inaudible: “chofer, parada”. Que alguien, pensó, pudiese
haberse dormido sin ser visto. Y que miró por el espejo sin ver a nadie.
Que hubo dos nuevos timbrazos y la misma voz reclamando en tonos
cada vez más elevados. Que atribuyó a la escasa luz (un apagón muy
grande afectaba esa noche a Zárate y Escalada) la dificultad de verla,
por lo que decidió parar y abrir la puerta de descenso, aprovechando la
detención para enviar un mensaje por celular. Que estaba en eso cuando
oyó golpes en la puerta. Que la pasajera, dedujo, podría haberse olvidado
algo, de modo que abrió. Que subió una mujer de mediana edad, el rostro
alterado, como si algo la hubiese atemorizado. Que ella al verlo se cubrió
la cara con la mano y corrió hacia el fondo. Que trató de explicarle que la
unidad estaba fuera de servicio. Que volvió a sonar el timbre y de nuevo
oyó la voz que decía “chofer, parada”, que miró por el espejo y tampoco
esta vez vio a nadie, que abrió la puerta sin esperar a que insistiera, que
cuando calculó que la mujer o lo que fuere había tenido tiempo de des-
cender, puso primera y arrancó sin mirar atrás.
Así es que, hermana, hermanita mía, hermana del alma, Berenice
querida, me pregunto, te pregunto (¿tendremos aún la audacia de hacer
preguntas y de inventarnos respuestas?): ¿qué habrá sido de mí anoche,
sola como un náufrago en aquel apagón del mundo, viendo alejarse,
fuera de línea, el último colectivo? ¿Dónde estaré ahora mismo, viva o
muerta? ¿El sueño que otrora fuese albergue se habrá convertido en una
trampa de la que se sale tan solo para volver a entrar?
¿Quién soy yo, en definitiva, qué? ¿Esta, que en un vahído vuelve a
ser de trece? ¿La desgajada Isolda? ¿La loca que se extravió en la noche
y a la que llaman fantasma? ¿Esta señora que escribe atosigándose con
las borras frías del café? Preguntas, preguntas… ¿A qué dirección remitir
esto que acabo de escribir, a quién? ¿A las dos loquitas que éramos y nos

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perdimos una de otra, a los espejos rotos, al viento que pasa, que trae,
que lleva, que no cesa?
Preguntas, ahora lo sé, nunca hubo otra cosa. No es necesario que
respondas. Me basta con adivinar que estás allá, en alguna parte, lejos o
cerca, quién sabe si fantasma vos también.

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Heksen
Mariano Mosquera

Los ojos de Dominga siempre le insinuaban algo. Pero a Mariela


nunca le quedaba claro qué. Y es que Dominga era catatónica.
Mariela había empezado en el geriátrico hacía poco. Se había cam-
biado al turno nocturno apenas después de conocer a Dominga y se ha-
bía empezado a dedicar casi exclusivamente a cuidarla a ella. Llegaba,
deslizaba su figura delgada dentro de su ambo rosado y se internaba en
el dormitorio de la mujer. De vez en cuando, algún que otro residente ne-
cesitaba algo y Mariela tenía que ir a hacerse cargo. Pero siempre trataba
de resolver rápido, despachar a aquellos viejos en dos minutos y volver
corriendo hasta su favorita.
En la habitación de Dominga el aire era intoxicante. Dulce. Casi em-
palagoso. Cuando Mariela entraba, sentía que un recuerdo estaba por
venirle a la mente, un recuerdo estaba al caer. Pero nunca caía. Era como
volver a los rincones mohosos de la infancia después de mucho tiempo,
todos llenos de una familiaridad abstracta pero palpable. Era nostalgia y
era melancolía. Era confort. Estar con Dominga era estar en casa.
Mariela preparaba una fuente con agua tibia, sales y jabones. La
sentaba, le recogía los cabellos. Le pasaba una toalla húmeda por la
base de la nuca, que siempre estaba apenas transpirada. La perfumaba
y la volvía a acostar. Después se quedaba sentada en una silla junto a la
cama, esperando que el amanecer entrara por la ventana. Los primeros
rayos impactaban en Dominga, la pintaban con un sepia refulgente
y todo parecía una foto antigua. Los dedos atrofiados, doblados como
raíces agarradas a las piedras de sus nudillos. La piel de sus manos,

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como una tela fina de pliegues delicados. Mariela nunca había visto algo
tan hermoso. La textura sobrenatural de aquella imagen le resultaba
hipnótica.
La primera vez que apareció la vocecita fue después de compartir
un rato de silencio, quizás una media hora. Acostada como estaba, tan
pálida, tan en paz, aquella noche Dominga parecía extender una invita-
ción. Mariela la estudiaba, cuando un soplido de aire helado entró por
la ventana casi a propósito, como en respuesta al toque de sus miradas.
Mariela sospechó que, si Dominga pudiera moverse, el cambio de tem-
peratura tan brusco le habría dado un escalofrío. Y supo que tenía razón
cuando encontró que los dos pezones erectos de Dominga empujaban su
camisón desde abajo, volviéndolo translúcido.
Mariela cerró la ventana. Volvió hasta la cama. Tragó saliva, dudó.
Fingió acomodar la ropa de Dominga y, motivada por aquel susurro que
sonó por lo bajo en su mente, tan extraño como conocido, le rozó uno de
los pezones con el dorso de la mano, sintiendo una descarga eléctrica en
todo el cuerpo.
Mariela empezó a dejar la ventana abierta todas las noches.
Primero esperaba. Tarde o temprano, el viento entraría y soplaría
sobre ambas. Cuando la temperatura bajaba, Mariela se recostaba junto
a Dominga y, con la boca entreabierta, le tiraba su aliento caliente en las
tetas para reconfortarla. Y eso era todo, el encuentro no era más que un
intercambio de calor cuyo recuerdo desaparecía tan pronto como Ma-
riela agotaba esa única exhalación. Era fugaz, pero para Mariela era el
clímax de la jornada.
Lo único que podía hacer Dominga durante toda la noche era parpa-
dear a un ritmo irregular. Pero cuando la joven estaba enfrente suyo la
seguía con la mirada, con una intensidad que revelaba una consciencia
presente, radioactiva. Y cuando los ojos de ambas chocaban, Mariela
no podía interrumpir el contacto, segura de que podía escuchar aquella
vocecita, como si Dominga le estuviera hablando desde adentro de su
propio pecho, comunicándose con sensaciones que, de tan fuertes, se
convertían en sonidos. Se convertían en una voz de mujer. Una voz que
le pedía que la besara.

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Cuando Mariela finalmente cedió fue como si una represa mal cons-
truida dejara pasar un caudal que la inundó toda por dentro.
Primero se acostó junto a Dominga, su cómplice, la única testigo de
todas esas tentaciones. Después apareció la voz, rebotando de pared a
pared, de oído a oído, brotando a borbotones desde los ojos de Dominga
y enterrándose en los de Mariela, borrando tiempo y lugar. Por último,
la joven rodó sus labios por sobre los de la anciana, arrastrándolos en
un agarre seco como el de dos abrojos viejos que se humedecieron con
el paso de los segundos que la oscuridad de los besos a ojos cerrados
convierte en años.
Apenas Mariela interrumpió el beso, un recuerdo estuvo por venirle
a la mente, un recuerdo estuvo al caer. Pero no cayó. Sintió el aire de la
habitación, intoxicante. Dulce. Casi empalagoso. También se sintió re-
posar sobre la cama, cobijada entre sábanas. Sintió los dedos atrofiados,
doblados como raíces agarradas a las piedras de sus nudillos. La piel de
sus manos, como una tela fina de pliegues delicados. Y sintió el peso de
un cuerpo liviano, joven, que se retiraba y se alejaba del suyo.
Mariela se topó con los ojos de Dominga, enmarcados por el rostro
de una muchacha delgada, vestida con un ambo rosado. Su propio ambo.
Mariela y Dominga se miraron. Guardaron silencio. Antes de que
Dominga se retirara de la habitación, sus ojos le insinuaron algo. Pero a
Mariela nunca le quedaría claro qué.

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Maniquíes
Juan José Burzi

Hacia un mundo nuevo

En algún momento de su temprana adolescencia, Andy concibió una


realidad poblada de autómatas y de maniquíes. Pasó horas imaginando
y planificando la viabilidad de un proyecto así. Maniquíes que desarro-
llaban la vida latente que contenían, no como meros objetos mudos de
forma humana. Un maniquí no sería igual al otro, tendrían sus propias
características, necesidades y hasta nombres. Lo mismo sucedería con
los autómatas, a los que pensaba tan rudimentarios como complejos:
sin elementos electrónicos y sin materiales del siglo xx, como el plástico
o la goma. Tendrían movimientos limitados, poco flexibles. Pero para
lograr esos movimientos básicos y algo torpes, Andy sabía que habría
complicados sistemas de poleas, imanes y cuerdas, como una enorme
estructura de relojería. Y si bien esas fantasías se vieron modificadas
por la realidad y las posibilidades que se le presentaron, sirvieron como
punto de partida para su obra y para su vida, que en Andy se funden y
confunden constantemente.

Maniquíes

Andy guarda pocos recuerdos de su tío, que murió joven y que él no


llegó a conocer bien. Era sastre y tenía su taller en el centro de la ciudad.

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La familia de Andy iba pocas veces al centro, y fue en uno de esos pa-
seos, cuando Andy tenía cinco años, que pasaron por lo de su tío. De esa
tarde aún recuerda el fuerte aroma que se desprendía levemente de los
rollos de género guardados en las espaciosas estanterías del taller de
su tío y que rodeaba sus sentidos y lo mareaba. También estaban los
maniquíes. Con el tiempo aprendió que eran maniquíes de sastrería. Sin
embargo, esa tarde en que se escapó de la reunión familiar y se metió en
el taller donde el tío tomaba las medidas a sus clientes y confeccionaba
los trajes y vestidos, aún no sabía nada. Le aterrorizó toparse con esas
figuras incompletas, sin extremidades ni cabeza, solamente torsos. En
su memoria siempre fueron muchos, un ejército macabro que lo miraba
sin ojos. Cuando volvió a entrar a ese taller, varios años más tarde, so-
lamente encontró cinco maniquíes, cinco torsos encastrados en un caño
con una base redonda que les daba estabilidad.

El caso de la muñeca de Praga

En 1558, Otakar Ruze, un burgués próspero de la ciudad de Praga,


le encargó a Jan Taborsky la construcción de un autómata con forma
de niña. Taborsky era un reconocido maestro relojero y también un no
tan reconocido creador de autómatas. Él había reparado el famoso reloj
astronómico de Praga, y también era sabido que había diseñado algunos
autómatas para el entonces rey Fernando I de Habsburgo. En 1560 la
pequeña autómata estuvo lista. Abría y cerraba los ojos, movía la boca y
los brazos. Podía realizar doce movimientos diferentes. Tenía nombre:
Miluska. Según algunos documentos de la época, debajo de su vestido
tenía las “formas y características” de una joven mujer. En un punto las
versiones difieren: están los que sostienen que Otakar Ruze encargó una
réplica de lo que había sido su hija, muerta a los ocho años de una enfer-
medad desconocida. Otros sostienen que el encargo de Miluska obedecía
a ciertas preferencias sexuales de Otakar, censurables aún en esa época.

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Elizabeth

Andy siempre vio a su hermana “en tratamiento”. Acompañaba


a sus padres hasta el hospital donde era atendida. A veces tenían que
esperar unas horas, y en esos casos se quedaba con alguno de ellos en
la sala de espera y luego iban al bar de enfrente del hospital. Cuando
Elizabeth quedaba internada, Andy volvía con su padre en el auto y su
madre se quedaba con ella en la internación. Esos son recuerdos de ma-
ñanas frías y con sueño, de silencio por parte de sus padres, de quejas de
Elizabeth.

La clase muerta

En la obra teatral La clase muerta, de Tadeusz Kantor, hay actores


que tienen sus propias réplicas-maniquíes en escena. Cada actor carga
con su doble inerte. También hay niños muertos que son figuras de cera.
Kantor tiene la convicción, dice, de que la vida no se expresa en el arte si
no es por medio de la ausencia de vida, por referencia a la muerte. Los
registros visuales y fílmicos de La clase muerta absorben al espectador
hacia una realidad caótica y frágil, y a la vez cercana. El universo que
se despliega en esa clase es opresivo. Los actores parecen alucinar pasi-
vamente, sus rasgos se transforman, los cuerpos se acoplan a los pupi-
tres. Los maniquíes en su mutismo se destacan lúgubremente. Parecen
jueces terribles de la existencia humana. Cuando se mueven son figuras
totémicas, dioses rituales.

Muerte

La leucemia se apropió de la vitalidad de Elizabeth. Los últimos


meses fueron terribles para todos, especialmente para Andy. A los
nueve años se enfrentaba tangencialmente a la muerte, descubría las
señales en la fisonomía y en el ánimo de su hermana. Los médicos

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la desahuciaron bastante tiempo antes de morir. Elizabeth se aferró
cuanto pudo a la vida que apenas llegó a disfrutar y a conocer, con una
terquedad pasiva y silenciosa que sus padres admiraron y odiaron a la
vez: llegó a un estado de la enfermedad en el cual cada día se asemejaba
más a un cadáver que respiraba. La delgadez y, sobre todo, la palidez casi
transparente de su piel conformaron un macabro hecho estético para
Andy.

Andy

Después de la muerte de Elizabeth, Andy acentuó su gusto por


confundir. Tenía nueve años. Cuando no vestía algo característico de su
sexo, muchas veces las personas no sabían cómo hablarle. Sus rasgos
faciales eran tanto suaves como también angulosos, y a medida que
fueron pasando los años, esa belleza andrógina se constituyó en una
especie de exteriorización de su carácter: había veces en que decidía
verse como una mujer, y otras en que se inclinaba por la apariencia de un
hombre. A los quince años adoptó el nombre neutro de Andy. A pesar de
que le costó lograr que quienes ya lo conocían lo llamaran así, llegó un
momento en el que fue Andy para todos.

La Poupée

En un libro de arte surrealista vio la obra de Hans Bellmer, La Pou-


pée, la muñeca. Se trata de una figura sin brazos que está de espaldas y
con la cabeza inclinada hacia su perfil derecho. Los ojos de la figura mi-
ran sobre el hombro hacia el lente de la cámara. Su expresión es de una
seriedad ambigua: puede parecer afligida o provocadora, o las dos cosas.
El pelo, largo hasta casi la cintura, asoma por detrás del cráneo, lo que
crea el efecto de una máscara en lugar de rostro. Otro detalle es el forma-
do y llamativo trasero de la figura, un poco roto en la parte inferior del
muslo derecho, el cual continúa con una pierna de yeso descascarada.

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Allí se corta la foto, a unos centímetros del muslo. La pierna izquierda
está despojada de yeso y de forma humana, se ven dos piezas de madera
articuladas que tienen una finalidad útil: mantener en pie a la figura. El
torso de la figura está cubierto por lo que, de espaldas, parece ser una
remera sin hombros y con tiradores. Andy encontró en la obra de Bell-
mer, y particularmente en esa foto, la decodificación de muchas de sus
obsesiones e ideas. Fue bajo la influencia y la excitación sexual que le
provocaba La Poupée que empezó a trabajar en las fotos que luego le
dieron fama.

Génesis, nueva vida

A sus dieciocho años la familia se mudó de la provincia a la capital, y


eso significó un nuevo comienzo para Andy. Dejó atrás a todos sus ami-
gos y relaciones sociales, que no eran tantas de todos modos. Lo hizo por
varios motivos, el principal era que conocían su sexo biológico y eso era
algo que detestaba. Ya no era esa persona, había cambiado, evoluciona-
do. También dejó de tener contacto con ellos porque sentía la limitación
intelectual que le significaban. Un abismo separaba sus intereses y los
de la mayor parte de sus amigos. Andy quería ser un artista.

Herencia

Los padres de Andy no aceptaban su androginia, su estado indefi-


nido. Cuando en una discusión su padre le había preguntado qué era,
Andy respondió: “Soy una persona, ¿tanto cuesta aceptarme?”. Ese tipo
de cruces eran frecuentes y siempre terminaban con Andy en su cuarto,
con la puerta cerrada, y su padre repitiendo lo mismo, que ellos hubieran
tolerado cualquier tipo de definición sexual, pero no esa ambigüedad
constante en la que vivía. Por este motivo, cuando murió su tío, soltero
y sin hijos, Andy tuvo un lugar donde refugiarse y sus padres, un lugar
para apartar a esa persona de su vista.

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Maniquíes II

Los torsos que le habían causado tantas fantasías ahora eran suyos.
Trabajó con ellos un tiempo, pero se dio cuenta de que necesitaba mani-
quíes con brazos y cabeza. El antiguo taller de su tío se fue poblando de
maniquíes de diversas formas. Y las telas que habían quedado fueron
reutilizadas para confeccionar ropa y accesorios. Los maniquíes serían
los modelos principales de su trabajo visual. Al cabo de un año, Andy
tuvo lista su primera serie de fotos.

Kantor

En el inicio de su ensayo Teatro de la muerte, Tadeusz Kantor cita a


Edward Gordon Craig: “La marioneta tiene que volver; el actor vivo debe
desaparecer. El hombre, creado por la naturaleza, es una injerencia ex-
traña en la estructura abstracta de una obra de arte”.

Modelos

En el mismo instituto donde estudiaba fotografía encontró mo-


delos dispuestos a trabajar en su proyecto fotográfico. Fueron dos
compañeras y un estudiante más avanzado. Los maquillaba con la
intención de borrar todo rasgo que denunciara su humanidad. Que-
ría lograr que parecieran maniquíes. Les enseñaba las poses y la
mirada que buscaba, los mimetizaba con el mundo que los rodeaba
en el taller, un mundo de objetos inanimados. Una de las modelos
dejó de ir luego de una sesión de fotos en la que Andy le pidió que be-
sara un maniquí. Besar un maniquí, una estatua, un muñeco, puede
ser una acción graciosa en casi cualquier contexto, pero hubo algo
en la forma en que Andy insistió que espantó a su modelo. Ella se
encargó de contar el hecho, y cada vez que lo repetía se volvía algo
más patético. Eso hizo que muchos se apartaran de Andy y que otros

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se interesaran por esa persona que a veces parecía una joven delgada y
atractiva, y a veces un joven elegante y glamoroso.

Taller

El taller es una especie de útero del que le gustaría nunca salir. Lo


hace solo para cocinar y no mucho más. Usa el baño pequeño del lu-
gar y duerme en el colchón que llevó de su habitación y que ubicó detrás
de uno de los mostradores, donde su tío medía y cortaba las telas. Por
todos lados hay maniquíes: enteros, de sastrería, mutilados por Andy,
injertados, modificados. Son unos treinta. Los clientes se inquietan un
poco cuando van a tomarse las medidas para su ropa. Andy adoptó, en
parte, el trabajo de su tío. Desde su adolescencia sabe coser y confec-
cionar ropa, lo debió aprender por gusto y necesidad. Su forma de ser
andrógino, ese vagar entre ambos géneros, le exigía tener un vestuario
unisex y también para uno y otro sexo. Pero confeccionar ropa para otros
es solo un medio para subsistir. Su interés está puesto en la fotografía
artística. Y es justamente en el taller donde saca los cientos de fotos que
luego selecciona para su primera muestra.

La monja blanca

Es el maniquí de un hombre, con un hábito y un velo blanco. Las fac-


ciones del maniquí fueron maquilladas hasta lograr un efecto parecido
al de la piel. Una piel pálida, una piel que no estuvo en contacto con el sol
por meses. Los ojos de vidrio están incrustados en el plástico, parecen
reales. Y a la vez no. En ese ser y parecer se juegan las fotografías de
Andy: trabaja con cuerpos inanimados y con la suma del maquillaje, la
ropa y las pelucas les insufla vida. Como un dios caprichoso, una vez que
logra dar esa idea de estar frente a una persona, encuentra la forma de
introducir la duda en el espectador. ¿Es un ser humano o un maniquí?
¿Importa acaso?

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La mano

Una joven con un vestido negro de terciopelo brilloso está sentada


de espaldas a un cortinado bordó, también de terciopelo. Lleva guantes
largos del mismo material. Una gargantilla de plata en el cuello. Detrás
de la joven, y entre el cortinado, hay una mano, avejentada y con un anillo
de diamante, que asoma y le tapa la boca. El porte de la joven es elegante
y rígido. Ayuda a eso el corte recto de pelo y el flequillo perfectamente
lineal que enmarca su rostro. Es una rigidez fetichista. La escena es
siniestra. El hecho de no discernir si son dos personas o dos maniquíes
o si hay una persona en la escena y un maniquí es lo que más llama
la atención. Por la complejidad de detalle de la mano, se tiende a pensar
que pertenece a una persona. La joven, que tiene media cara tapada por
la mano, bien puede ser confundida por un maniquí. Esos guantes largos
no volvieron a usarse para ninguna producción fotográfica, pero sí los
adoptó Andy para su uso personal.

Sexo

Andy no se relacionó sexualmente con otras personas hasta pa-


sados sus veinte años, ya viviendo en forma independiente en la casa
que había sido de su tío y con la seguridad suficiente que le daba su de-
sarrollo como artista. Necesitó ver cumplidas algunas fantasías de su
niñez en esas fotos para poder desnudarse frente a alguien. Recuerda
esa noche como el comienzo de algo que luego le costó detener. Cómo
se fue sacando la ropa y cómo la otra persona vio que Andy no era lo que
aparentaba. La mirada del otro sobre sus órganos sexuales, la sorpresa,
el deseo. Antes de esa primera experiencia, su sexualidad se había limi-
tado a los maniquíes.

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Autómatas del placer

Vecino a los Cárpatos, al noreste de Hungría, está el antiguo castillo


de la familia Nadasky. Poco y nada se escribió sobre su sanguinaria es-
tirpe, extinguida hacia fines de 1800. Los escasos documentos y cróni-
cas los revelan como una familia de guerreros implacables y de señores
feudales no menos terribles. El castillo cayó en el abandono cuando los
últimos miembros de la familia murieron. Durante más de sesenta años
estuvo deshabitado, rodeado de leyendas entre quienes habitaban los
pueblos cercanos. Leyendas y supersticiones que se transmitieron gene-
ración tras generación. En 1980 una incursión al castillo ordenada por el
gobierno de Hungría encontró varias sorpresas en su interior. Las más
llamativas (y menos comentadas a la prensa) fueron los aparatos medie-
vales y los autómatas hallados en las mazmorras del castillo. Se desta-
caban, sobre todo, tres: un sillón trono forrado en piel humana, con un
sistema mecánico bastante rudimentario que, mediante el movimiento
de una palanca ubicada sobre el apoyabrazos derecho, activaba una
protuberancia de madera, cilíndrica y roma de unos catorce centímetros
por cuatro. Este elemento, ubicado en la base del asiento, hacía de
esta silla un particular artefacto sexual. También se halló una espe-
cie de sarcófago vertical, apoyado contra una pared. Su exterior estaba
recubierto de pequeñas escenas en relieve. Eran cientos de posiciones y
aberraciones diferentes, entre los que había empalamientos, torturas,
desmembramientos, todas con claras referencias sexuales. El interior
del sarcófago había sido, en otra época, una cavidad mullida cubierta por
una superposición de diferentes géneros, hoy en gran parte apolilla-
dos y desgastados por los años. Luego se descubrió que había pequeños
orificios en varios sectores del sarcófago, por los que solamente podrían
pasar elementos no más gruesos que una aguja. ¿Un artefacto de tortu-
ra? ¿O un refinado elemento de placer sadomasoquista? Por último (y
esto fue lo que más impresionó a los funcionarios y restauradores que
fueron a inspeccionar el castillo) se encontró un autómata al que bauti-
zaron “El Fauno”.

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Ánima

Ánima era el nombre que le había dado Andy a un maniquí-autóma-


ta al que jamás fotografió y al que mantuvo oculto por mucho tiempo.
Había empezado a armarlo cuando aún vivía con sus padres. Era un
artefacto con torso masculino, piernas de mujer y rostro indefinido,
que Andy utilizaba con fines sexuales. Ánima tenía agregados fálicos
en tres partes del cuerpo, y Andy le había ideado un sistema de pocos
movimientos básicos que podía activar tirando de uno de sus brazos o
presionando una pequeña palanca en la nuca del autómata. Esos movi-
mientos eran lentos y algo torpes, pero satisfactorios para Andy y para
el uso que le daba. El rostro de Ánima, lijado y expurgado de sus rasgos
faciales, había sido remodelado con resina y mutado en una superficie
craneal lisa. Tenía un orificio a la altura de la boca, recubierto con goma
espuma, similar al que le quedaba en la entrepierna cuando Andy retira-
ba el accesorio en forma de pene que le había diseñado.

El Fauno

Un metro sesenta de altura. Material: lata, madera, piel de oso y


engranajes de metal. El Fauno no era exactamente un fauno. Sus pier-
nas estaban recubiertas de piel de oso y eran desproporcionadamente
gruesas con respecto al cuerpo. Se articulaban en las rodillas. Los brazos
también eran articulados. El Fauno funcionaba con un sistema interno
de cuerdas y engranajes. Una vez en funcionamiento, el autómata reali-
zaba movimientos propios del coito. Un mecanismo que se activaba solo,
similar al de la silla recubierta de piel, dejaba ver, en forma alternada, dos
penes de diferentes formas. También encontraron, entre la piel de oso,
una cavidad en las nalgas del muñeco suficiente para que un ser humano
lo pueda penetrar. El rostro del autómata, tallado en forma tosca y con la
pintura de la madera muy deteriorada, pretendía emular, según deduje-
ron los que lo vieron, a un joven adolescente. Por otro lado, es cierto que
los labios y los ojos bien podrían haber sido los de una joven. El Fauno era

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inquietante por sus posibilidades sexuales y también por la ambigüedad
entre bestia y humano y entre hombre y mujer.

Futuro

Andy encara su nuevo proyecto a la vez que se festeja lo consegui-


do en el concurso que lo premió. Esas dos semanas de exposición lo
encuentran dejando atrás precisamente esos conceptos y buscando un
nuevo enfoque, un paso más en esa búsqueda estética entre lo animado
y lo inanimado. Ya no se tratará de seres humanos y maniquíes, sino de
humanos que incorporan lo inerte, lo artificial. Ya tiene algunas próte-
sis terminadas, adaptaciones de partes de maniquíes que se acoplan a
diferentes sectores del cuerpo. Específicamente, de su propio cuerpo y
del de Lean, un nuevo modelo-amante con quien está trabajando en esa
nueva etapa.

Trío

Lean está tirado en el piso alfombrado del taller. La posición es có-


moda, de otra forma no toleraría demasiado tiempo el corsé de plástico
y látex que apenas le permite respirar ni las prótesis que le recubren
sus piernas y que no le dejan mucha libertad de movimiento: fueron
ajustadas para que presionen la carne y marquen la piel. Fuera de esos
elementos, Lean está desnudo. Andy se va sacando la ropa con lentitud,
apreciando la mirada de Lean desde el suelo, una mirada que no juzga
ni denota sorpresa, sino fascinación. Andy se recuesta al lado de Lean,
se lamen, se frotan. Las anatomías pulsan unas con otras. En un
momento Andy se levanta y se pierde detrás de una cortina que nunca
descorre. Cuando reaparece, lo hace con una especie de cuello ortopédico
y con Ánima en sus brazos.

55
Las ninfas

El trabajo ganador del concurso de fotografía de jóvenes talentos


fue “Las ninfas”. Esa fotografía le abrió las puertas a su primera expo-
sición. Andy trabajó durante días moldeando con arcilla los dos rostros
de los maniquíes que iban a ser protagonistas. Los moldeó a imagen y
semejanza. Las facciones de las ninfas eran las suyas. Es la pausa de los
sexos en donde Andy ha vivido la mayor parte de su vida. Indefinidas,
las figuras están sentadas sobre una alfombra gris, llevan idénticos ves-
tidos largos, los pies quedan fuera del marco. Es un primer plano, y el de-
safío mayor de Andy fue maquillar los rostros neutros hasta disimular
el trabajo de arcilla que había en la base. Una de ellas, ubicada sobre el
costado derecho de la foto, extiende un brazo delgadísimo hacia la otra,
que tiene ambos brazos a los costados y la mirada perdida en un punto
intermedio del lado del espectador. La que estira el brazo mira a la otra.
El fondo de la foto es negro, Andy colgó dos telas para lograr el color
uniforme. Las ninfas están enfermas de muerte, si no es que están ya
muertas. Otra vez el efecto es tan real que no se sabe si son dos perso-
nas o dos representaciones. Cuando Andy fue consultado al respecto,
respondió que eso no importaba, ¿o acaso las personas no eran ya repre-
sentaciones de un cúmulo de mandatos y sobreentendidos sociales de
lo que deberían ser?

Todo cuerpo es misterio y en ese misterio es donde se juega el deseo.

56
Ludmila
Federico Weyland

Sabía que la iba a perder. Sin embargo, una vez más, bajó por el
campo hasta la laguna. No fue un acto de voluntad, simplemente notó
que estaba caminando solo y sin saber adónde iba ni de dónde venía. Sus
pies rozaban los pastos verdes y marrones, y a su paso se desprendía el
olor fresco del rocío. La niebla silenciosa, sin ecos, no le dejaba ver mu-
cho más adelante. Aun así, adivinaba las aguas de la laguna y las dos
sombras cerca de su orilla fueron llenándose de texturas y curvas hasta
que mostraron la silueta de dos ombúes.
Llegó junto a los árboles; observó sus ramas titubeantes, las más
altas se desvanecían entre la niebla. La humedad chorreaba por los tron-
cos y cubría el colchón de hojas tiernas que se extendía hasta el borde de
la laguna. Caminó hasta la orilla, se agachó y apoyó la palma de la mano
en el agua. Sintió un palpitar que no se adivinaba desde la superficie. Con
los ojos cerrados respiró profundamente. Luego se levantó y fue hacia los
árboles para sentarse en sus raíces, como si esa hubiera sido su inten-
ción desde un principio. Entonces la vio.
Ella lo observaba atenta desde donde estaba sentada. Blanca de la
cabeza a los pies, como una luz todo su cuerpo. La expresión de su rostro
lo invitaba a acercarse, casi se lo pedía. Él dudó: esa mirada, casi sólida,
lo había tocado. Sin darse cuenta, había dejado de respirar durante unos
segundos. Ella le sonrió, o lo imaginó, no hay diferencia. Por eso se ani-
mó a dar uno, dos pasos, arrastrado por sus ojos del mismo color que la

57
laguna e igual de profundos. Sabía que ella iba a estar ahí, finalmente no
había ninguna sorpresa. Aun así, cada vez era la primera vez, siempre un
presente sin historia. Un rostro diferente en cada ocasión, pero el mismo
pedido en su mirada:
—No me busques. —Y sus ojos se llenaron de reflejos.
Con pasos cansados él se acercó. Se sentó a su lado, pero no pudo
sostener su mirada y esa sonrisa incierta. Se puso a remover las hojas
del suelo con una rama para disimular mientras ella lo observaba, tal
vez sonriendo aún.
—Simplemente sucede —explicó él—. No sé ni siquiera cuándo
comenzó.
Al poco tiempo de remover el suelo afloraron piedras, redondas y
brillantes. Tomó la más grande y la sopesó, de pronto olvidando todo
lo demás. Con un movimiento preciso la arrojó al centro de la laguna.
¡Blup!, y se la tragaron las aguas. Un círculo se expandió en la superficie,
pero se disolvió antes de llegar a la orilla. Tomó otra piedra.
—Hay una leyenda sobre lo que habita en el fondo de la laguna
— dijo ella.
Él conocía la leyenda. Se contuvo, pensó en no tirar nada, pero
con más resignación que convicción lo hizo igual. La piedra cayó pe-
sada, fuerte. Otro ¡blup!, y se escuchó a lo lejos el revolotear de un ave
espantada.
—Es solo un juego —respondió.
No la miró, no se atrevía. Ella sonreía, pero ahora con decepción.
Se quedaron en silencio durante un tiempo sin medida. La niebla, en
lugar de disiparse con el día, se cerraba más aún y ya no era posible ver la
orilla de la laguna. Él buscó su mirada, pero ahora ella estaba perdida en la
contemplación de un lugar lejano, como si pudiera ver a través de la niebla.
—Un día vas a venir y no voy a estar más —dijo ella.
Tuvo el impulso de contradecirla, de explicarle, pero sabía que en
el fondo tenía razón. Por seguir viniendo ella dejaría de estar, pero solo
podía estar porque él venía. ¿Sería ella consciente de esa paradoja? No
era la única pregunta que necesitaba hacerle, sin embargo las palabras
no salieron de su boca. Fueron apenas suspiros y seños fruncidos. Y la

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niebla, que se cerraba más y más, apagaba cualquier sonido suyo o de
ella. Sabía que la laguna aún estaba a pocos metros de ahí; sus aguas
quietas, como si jamás hubiesen sido perturbadas.
—¿Por qué? —se atrevió al fin a preguntar, pero no hubo respuesta.
El silencio tomó color y forma, se le pegó a las manos y los pies.
—¿Por qué? —preguntó una vez más, nuevamente sin obtener
respuesta.
Ya no volvió a insistir, el sonido de su voz apenas llegaba a sus
propios oídos. Cuando el tiempo volvió a marchar, se dio cuenta de que
estaba solo.

Sabía que la iba a perder. Sin embargo, una vez más, bajó por el cam-
po hasta la laguna. Los pastos secos crujían a su paso, hacían inseguro
su caminar. Respiró el aire, que entró como un filo hasta sus pulmones,
y con un último envión llegó hasta los ombúes y la orilla de la laguna.
Ahora crujían los guijarros bajo sus pies. Los juncos temblaban, siguien-
do el ritmo de una música que no se oía. A través del aire sin obstáculos
podía ver todo el perímetro de la laguna. No era muy grande: apenas un
estanque. El contorno estaba bien definido, tan solo en una parte oculto
por la vegetación. A veces un ruido, una burbuja que trepaba con esfuer-
zo hasta la superficie, daba cuenta de la vida que contenía. Sintió un leve
temblor en el estómago. Entonces, aun antes de mirar en dirección al
árbol, supo que ella estaba sentada allí.
Lo miraba con atención, expectante, como si hubiera previsto que
vendría. Sus miradas se encontraron. Como movida por un llamado, ella
se paró y se dirigió hacia él.
—No me busques —le dijo, y sonrió con pena.
Él no respondió. Aun si debiera hacerlo ¿podía acaso acceder a su
pedido? ¿Cómo explicarle que no era posible?
Se quedaron parados mirando la laguna, cada uno refugiado en
sus propios pensamientos. Aunque él no la veía, sabía que ella seguía

59
sonriendo. Sonreía con compasión, irradiando un aura que lo llenaba
de melancolía. No había nada que él pudiera hacer para cambiar esos
sentimientos, ni el suyo ni el de ella. Ni siquiera quería hacerlo.
—Yo me ilusiono con que esto va a continuar, y eso a veces me hace
feliz —le explicó.
Ella guardó silencio. Continuaron mirando la laguna, con sus pensa-
mientos arrastrados en el mismo vaivén de la vegetación.
Un pato se asomó entre los juncos. Carreteó sobre el agua y se alejó
volando. Él salió de su estado hipnótico, pero apenas se atrevió a mirar-
la de reojo. Ella también volvió de su sopor, afirmó su espalda e inspiró
largamente. Ambos entendieron la señal. Él la tomó de la mano y sin ne-
cesidad de decir nada, siguiendo un acuerdo prestablecido, se largaron a
caminar bordeando la laguna.
Caminaron lento y a ritmo acompasado. Entrecerraron los ojos.
Cada uno confiaba en el paso del otro, se sostenían entre sí.
Él sintió un tirón de su mano.
—Te estoy llevando —dijo ella como disculpándose, y se echó a reír,
franca, infantil.
A él no le importaba, incluso prefería que fuera así: podía abando-
narse y entrecerrar aún más los ojos. Pronto perdió noción del espacio,
no sabía si habían completado la vuelta a la laguna o si todavía no lle-
gaban hasta los juncos. El tiempo también se hizo incierto: ¿ya era de
noche?
Mientras seguían caminando, él solo pensaba en dar un paso des-
pués de otro, sin alejarse ni acercarse a ella. Sabía que uno de esos pasos
sería el último y habría que abrir los ojos y volver. Pero siempre existía la
posibilidad de reiniciar la vuelta.
—Un día vas a venir y no voy a estar más —dijo ella.
Perdido en sus pensamientos como estaba, su advertencia lo tomó
por sorpresa. Le pareció una idea inconcebible. Si tan solo era un paseo.
¿Acaso hacía mal a alguien? La desazón lo hizo dudar y trastabilló. No
cayeron, pero temió romper el ritmo del paso. Abrió los ojos y se dio
cuenta de que estaban a la altura de los juncos, la mitad de la vuelta a
la laguna. El cielo se había llenado de estrellas y los árboles pelados los

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observaban desde lejos. Retomaron la marcha, otra vez siguiendo invo-
luntariamente el ritmo de ella.
Se concentró en el último tramo de la vuelta. Sabía que podía ser la
única, pero apartó ese pensamiento al fondo de su consciencia. La desa-
zón se transformó en enojo: ¿por qué no se podía vivir sin tiempo y sin lu-
gar? Lo absurdo, ambos lo sabían, no pertenecía a este lugar. Y aun así…
Dio un paso. Dos. Otro más. Sus pies golpearon la raíz de uno de los
árboles. Sintió que su mano no se apoyaba en nada. Miró a su lado y se
dio cuenta de que ella ya no estaba ahí, tal vez desde hacía algún tiempo.

Sabía que la iba a perder. Sin embargo, una vez más bajó por el
campo hasta la laguna. Una brisa amable hacía sisear los pastos tier-
nos que crecían al costado del camino. El sol comenzaba a descender,
despidiéndose temprano y dejando como regalo un tapiz de diamantes
sobre la superficie de la laguna. Los árboles estaban cubiertos de un
verde nuevo y en sus ramas se sentía la vibración de otras vidas. Respiró
con placer, casi sin pensar en nada. Por un momento olvidó a qué había
venido. Caminó por el borde la laguna, los ojos entrecerrados de cara al
sol. Era casi un dejarse llevar, como si fueran las cosas a su alrededor las
que se movían mientras él permanecía quieto. Un pájaro, una mariposa,
una pelusa vinieron a su encuentro, pasaron de largo y se alejaron. Los
árboles, a contraluz, parecían hacerse cada vez más altos. Sintió el ruido
de unos pasos lejanos y entonces la vio.
Apareció por detrás de uno de los árboles y caminó hacia donde esta-
ba él. No lo miró. ¿Habría acaso notado su presencia? Se detuvo cuando
aún estaba lejos y se quedó parada contemplando la laguna. Sonreía. Él
sabía que esa sonrisa no le estaba destinada, pero no le importó. Tra-
tando de adivinar qué la hacía sonreír, miró en la misma dirección que
ella. Pensó en mil posibles razones, pero no podía saber cuál era la ver-
dadera. Se conformó con verla a la distancia, sin hacer nada que pudiera
interrumpirla.

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Ella giró su cabeza y, mirándolo directo a los ojos, le dijo:
—No me busques.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que le había hablado y en
reaccionar. Sin embargo, no necesitó que repitiera su pedido: desde un
principio había intuido que esas serían sus palabras.
—Sé que no es acá —reconoció amargamente—, pero así puedo sa-
ber qué es lo que tengo que buscar.
Miraron hacia la laguna. Él sintió que todo allí se transformaba en
escondrijos: los juncos, las piedras en la orilla, incluso el agua misma.
De ellos podría asomarse imprevistamente un ave, un insecto o un pez.
Pero todo permanecía inmutable. Sabía que mientras ella estuviera ahí,
nada nuevo aparecería.
Se sentó en el suelo y se quedó contemplándola. Ella siguió parada
sin moverse, su mirada parecía dirigirse a un punto diferente al de sus
pensamientos. Seguía sonriendo, mientras jugaba con su pelo que el
viento desordenaba en su cara. Él se concentró en retener en la memoria
la forma del contorno de su rostro a contraluz. Sabía que sería el mismo
siempre, aunque todo lo demás cambiara.
—Tal vez pienses que solo con ver se puede comprender —dijo ella.
Él admitió que sí, que al menos de esa manera comenzaba, aunque
después todo fuera diferente.
El sol terminó de ocultarse en el horizonte y el cielo viró a un color
púrpura. Una repentina ansiedad lo puso tenso. De pronto tomó concien-
cia de que todo, de un momento a otro, terminaría al fin. Sin embargo,
sabía que de algún modo podría retener su imagen. Por eso la contempló
con más insistencia aún mientras ella seguía sonriendo indiferente a
todo, en especial a su presencia.
De a poco, a su pesar, comenzó a aceptar cómo se desarrollarían los
hechos de ahí en más. Aun así, la congoja creció y se atravesó en su gar-
ganta cuando ella, mirándolo otra vez a los ojos, dijo:
—Un día vas a venir y no voy a estar más.
Las palabras, ya conocidas y esperadas, le parecieron esta vez inso-
portables. Contuvo el llanto, disimuló su dolor como pudo.
—Ya sé que es solo por hoy.

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Era consciente de que, como siempre, todo dependería exclusiva-
mente de su memoria para conservar las imágenes y las sensaciones.
Miró hacia la laguna. Sus aguas comenzaban a confundirse con la ve-
getación y el cielo mismo en la creciente opacidad del ocaso. Los árboles
eran dos masas oscuras y opresivas que habían perdido su gentileza.
Forzó los ojos para retener esa última imagen. A pesar de todo, incluso
del olvido, ese lugar seguiría siendo el punto de encuentro para ambos.
Ella se movió y caminó hacia su lado. Pero siguió de largo, todavía
sonriendo, y esta vez sin mirarlo. Él sintió su fragancia al pasar: flores y
brisas, y un cosquilleo en la punta de sus dedos. Estaba desoladamente
feliz por ella al saber que seguiría sonriendo siempre. No quiso ver por
dónde se iba y se quedó quieto hasta que todo se evaporó.

Sabía que la iba a perder. Sin embargo, una vez más bajó por el cam-
po hasta la laguna. Encandilado por la luz del sol, adivinaba su camino
cuesta abajo. El murmullo de los insectos llenaba el aire espeso. Pateaba
terrones de un suelo reseco y herido. Al llegar junto a los árboles, se refu-
gió bajo su sombra y contempló la laguna. Sus aguas legamosas estaban
cubiertas por una alfombra de lentejas de agua. Le parecía ver todo como
a través de un velo blanco y el ruido de los insectos le perforaba cada vez
más los oídos. Lo invadió una repentina tristeza, cuya causa al principio
no pudo explicar. Se sentó en la raíz de uno de los árboles y escondió la
cara entre sus manos. Con los ojos intensamente cerrados aún podía ver
la laguna y su fulgor de mediodía. No hacía falta, ni siquiera deseaba,
nada más. Pero abrió los ojos y entonces la vio.
Vino caminando a su encuentro por el borde de la laguna. Su sonri-
sa, aunque abierta y plena, parecía dirigida a sí misma, como distraída
con sus propios pensamientos. Se sentó en la raíz del otro árbol y per-
maneció en silencio. Él no quiso delatar la congoja que le producía verla,
así que intentó no hacer ningún movimiento. Ella lo miró, aunque con
poco interés.

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—No me busques —dijo y soltó un persistente suspiro, ya sin
sonreír.
Él la miró de reojo. Fue un acto involuntario del que se arrepintió
cuando encontró su mirada árida y áspera, como de roca. Retornó a
mirar sus manos con vergüenza. Su vista se nubló y le invadió un senti-
miento entre el orgullo y la desesperación.
—Yo siempre busco —dijo él—. Así encuentro, y a veces eso me per-
mite crear.
No recibió respuesta. Tal vez no había pronunciado las palabras y
solo quedaron en el deseo de hacerlo.
Él se paró y caminó hasta la laguna con un esforzado gesto de in-
diferencia. Le dio la espalda para que no viera que sí le importaba y que
quería que a ella también. Sintió su mirada clavada en la nuca. Imagina-
ba su respiración, sus gestos. Estaba tentado a darse vuelta y mirarla,
cuestionarla, pero tenía miedo de espantarla, como si fuera una de las tí-
midas aves de la laguna. Al fin no se pudo contener y se dio vuelta. Espe-
raba enfrentar su mirada desafiante, pero ella miraba en otra dirección,
mucho más allá de donde se encontraba él. Se le aflojaron las piernas:
entendió que ella, aun estando ahí, no lo estaba acompañando. Sintió
como si ninguno de los dos estuviera realmente allí. Dolido, ofuscado,
pateó la grava y el barro, perforó las aguas de la laguna con su mirada.
—Yo te cuido —dijo ella—, pero no es recíproco.
Lo dijo sin mirarlo, como si ni siquiera se hubiera dirigido a él, y sin
compasión por lo que le pudiera hacer sentir.
Tal vez tuviera razón. Sin embargo, él se plantó firme. Pateó otra vez
la grava, pero su voz sonó débil:
—Es mi refugio. Acá vengo cuando todo se hace insoportable.
Un viento esforzado comenzó a soplar, haciendo vibrar la superficie
de la laguna. El cielo se cubrió de nubes de vientre negro, ansiosas por
descargar su tormenta, y el día se hizo de noche sin transición. Corrió
a acurrucarse en un hueco entre dos raíces de uno de los ombúes. Ella
permaneció a la intemperie y lo ignoró. Su expresión comenzó a parecer-
se a la del cielo mientras miraba hacia la laguna. Él se preguntó si acaso
sabía que se había escondido allí. Quería que ella supiera y comprendiera

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y aceptara por qué estaba en ese lugar. Quería que los signos fueran
compartidos y que ambos los siguieran. Pero no le dijo nada. Comenzó a
aceptar que eso no sucedería nunca. Entonces se acurrucó más todavía
y volvió a cerrar los ojos. Luego de una primera oscuridad comenzaron a
bailar destellos multicolores frente a él. Pasado un tiempo ya no quería
abrir los ojos, pero su voz, severa, le obligó a hacerlo:
—Un día vas a venir y no voy a estar más.
Ahogó un suspiro, abrazó su propio cuerpo lleno de culpa.
—Lo sé —admitió él al fin.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y se vació todo lo demás.
Sintió que una distancia crecía y los separaba más y más, a pesar de
que ambos seguían en el mismo lugar. Su cuerpo flotó, pareció expandir-
se en otra dimensión y todas las sensaciones se fueron apagando una a
una. Cuando volvió a tomar conciencia del peso de su cuerpo, ella ya no
estaba ahí.

Sabía que no la iba a encontrar. Sin embargo, una vez más bajó por
el campo hasta la laguna. Al principio no había sensaciones. Luego sus
pies, sus piernas y finalmente, apenas, sus manos, fueron recuperando
consistencia. Los límites de las cosas eran difusos y apenas distinguía el
camino. Los árboles estaban pelados, sus ramas derrotadas, y las aguas
de la laguna permanecían expectantes y nerviosas, pero nada se movía
sobre ellas ni bajo su superficie. Todo parecía esconderse tras el silencio
que ocupaba cada uno de sus sentidos. Se acercó hasta la laguna y la
contempló, esperando la señal de cualquier ruido o color. Miró en direc-
ción al árbol, pero ella no estaba ahí.
Comprendió que ese día, temido pero a la vez provocado, al fin había
llegado. El lugar estaba vacío, ni siquiera podía asegurar que fuera aire
lo que inflaba sus pulmones o suelo lo que sostenía sus pies. Tal vez no
estaba ahí en absoluto. ¿Era acaso un recuerdo? ¿O incluso el recuerdo
de un recuerdo?

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Caminó hasta uno de los árboles y se sentó en sus raíces. Miró a un
costado, pero aún nadie había venido a su encuentro. Pensó en repetir
sus rituales, esas pequeñas artimañas para convocarla. Reunió talisma-
nes, los ya conocidos, que siempre le habían dado resultado, pero nada
sucedió esta vez. Y al poco tiempo, cuando creyó inútil insistir, empezó
a dejar de importarle. La quietud de su propia alma le reveló que había
algo que había olvidado sentir.
Se paró nuevamente y se acercó a la laguna, acompañado solo por el
ruido de sus pasos. Nada se perturbó a su alrededor. No cambió el aire
que respiraba. Cerró los ojos y esperó que todo se diluyera de a poco.
Entonces un olor a vegetación bañada en rocío le llenó el cuerpo de sen-
saciones. Fue un arrebato de sonidos y tactos que trajeron a su vez otros
olores y visiones como recuerdos. Las aguas parecieron ondear, las ra-
mas sugirieron inclinarse, el aire se preparó para moverse. Nada sucedió
y sin embargo todo se agitó y lo envolvió y giró a su alrededor. Sintió las
cosquillas en sus dedos, el temblor en su estómago y pronto la opresión
en su garganta. Percibió las señales, las abrazó con igual satisfacción
que dolor. Supo que era ahí, no en otro lugar, donde volverían a ser for-
muladas las preguntas. Donde volverían a ser ensayadas las respuestas.
Se agitaron unas ramas, el sonido de unos pasos leves susurró cerca
de sus oídos. No se dio vuelta, contuvo la respiración, sonrió apenas y
con resignación. Se entregó a la magia de la evocación para que el ciclo,
una vez más, pudiera recomenzar.

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Vicente
Natalia Kramer

Pared beige, clavo oxidado. Humedad. Nada más. Mesa de fórmi-


ca. Defórmica. Araña, no, pelusa, no: araña. Piso granito gris. Mueble
marrón, cama rebatible. Placard. Ventana mínima. Persiana baja. Techo
yeso. Lámpara con moscas. Tres puertas. Cocina Orbis. Bacha metal.
Bajomesada naranja. Heladera vieja, ruido. Alacena torcida. Allá baño.
Bidet. Sarro. Inodoro. Sarro. Lavamanos gigante. Ducha sin bañera.
Rejilla. Secador siempre, más trabajo, comprar uno.
Vicente observó el departamento que había heredado de su tía Bea-
triz. Antes de que ella viviera en el geriátrico, él la visitaba cada navidad
con el pan dulce que le daban todos los años en el Hotel. Conocía el lugar,
la dirección, el piso, pero ahí adentro solo identificaba la expresión roza-
gante por recibirlo y el remordimiento que le daba no verla más seguido.
No sabía si tenía que ver con el desánimo que le provocaba ser conserje
nocturno, si por la falta de costumbre a las demostraciones de amor o
por lo aburridas que le resultaban sus recurrentes anécdotas familiares,
incluyendo mascotas. No lo sabía y no lo reflexionaba más de una cua-
dra a pie, a lo sumo dos si iba más rápido.
Cuando Beatriz se enfermó, alquiló el monoambiente a estudiantes
para pagarse el asilo. Vicente entró después de cinco años y sus ojos de
propietario le advirtieron que ese lugar era distinto al que recordaba.
Miró con detalle, pero no pudo entender cómo en un espacio tan redu-
cido su tía había logrado meter tanto, si ahora apenas cabía lo que un
universitario necesita para vivir: una mesa y una cama.

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Las Heras y Alberti, 7º E. Pared beige, rajadura, clavo oxidado sin
cuadro, luz blanca, olor a grasa de hamburguesa y una ventana chica. De
un tirón levantó la persiana. Del otro lado, los extremos del panorama
se delimitaban por el pulmón del edificio y la medianera. En el medio
un conjunto de terrazas gris plomo, antenas, cables roídos y sogas vie-
jas sacudidas por la correntada, cubiertas de excremento de palomas y
murciélagos. Por los oídos, tráfico de coches y siete líneas de colectivos.
De un tirón bajó la persiana. Miró el reloj, se fue al Hotel.
Los días de Vicente amanecían a las cuatro de la tarde y se termi-
naban a las siete de la mañana desde hacía 28 años. Sus circuitos se
repetían idénticos, podía hacerlos sin mirar. Primero la pava, mientras
al baño, luego el café negro y la galletita de lo que fuera, después la lim-
pieza doméstica elemental, el noticiero, la siesta, la compra diaria a la
rotisería, ducha, afeitada y al trabajo. Los lunes de franco los atravesaba
adormecido y en cámara lenta. Se despertaba a las doce del mediodía
para los trámites, se proveía en el supermercado y preparaba el almuer-
zo, que sería lo único casero de la semana: asado al horno con papas, ra-
violes con estofado, tortilla de acelga o tallarines al pesto, alternados sin
orden ni preferencia. Cerca de las tres de la tarde, encendía la televisión
y daba el primer bocado aprovechando el bostezo. Vicente masticaba con
la boca semiabierta, pero sin exhibir la comida ni la lengua, por lo gene-
ral oculta, a no ser que tuviera que contestar preguntas de huéspedes o
intercambiar con algún empleado de almacén.
A las nueve de la noche entraba al Hotel Caribbean, un tres estre-
llas venido a menos en el centro de la ciudad, visitado en su mayoría por
centroamericanos y argentinos que pasaban gran parte de sus vidas
vacacionando. Vicente llegaba cada noche a las nueve, colgaba su saco
de pana arratonado, lustraba el mueble de recepción, repasaba los ingre-
sos, confirmaba la ausencia de Estella y cambiaba el canal de deportes
que había dejado Samuel en el turno anterior por el del clima. No había
una noche en la que no se extrañara por la similitud entre los huéspedes:
todos parecían la misma persona. Sin importar edad, sexo o proceden-
cia, desfilaban por el lobby, engreídos y sonrientes, locuaces en busca
de oídos. No se daban cuenta del poco interés que él sentía por aquellos

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relatos de vuelos turbulentos, playas paradisíacas o accidentes simpá-
ticos. Allí el mayor esfuerzo de Vicente en cada jornada: la simulación
del asombro.
Las Heras y Alberti, 7º E. Después del trabajo, cansado, se reencon-
tró con su monoambiente. Pared beige, clavo oxidado, olor a frío, cama
rebatible, ventana mínima, persiana baja. Desmemoriado, la levantó
buscando el naranja del amanecer y ahí otra vez las terrazas oscuras,
descascaradas, las del excremento y las antenas rotas, metiéndosele en
los ojos. Suficiente. Cama, bajarla, dormir.
Vicente se echó pesado, pero el plan fue interrumpido por las imáge-
nes grabadas que surgían como rayos, sumadas al ensamble de bocinas
sostenidas de la calle y bachatas del 6º F. Entonces evocó las cortinas,
tal vez rosas, tal vez lilas, entendiendo ahora que Beatriz no solo las
usaba para decorar, y las extrañó. Hizo intentos: de cúbito dorsal tapó
con su mano la oreja descubierta, boca arriba cubrió todo su cuerpo con
sábanas y frazadas, boca abajo colocó la almohada arriba de su nuca,
pero falló. Otra vez frente a las terrazas, miró una bolsa plástica azul
aferrada a una antena destartalada, flameando ruidosa; en el suelo,
un desparramo de plumas con basuras y hojas secas en la coreografía
del viento remolinado, al costado un apareamiento de palomas bravías,
por el aire el recorrido de una colilla de cigarro encendida, y la bolsa con
su temblor constante y el ratón fugaz. Y la bachata. Y la bachata. Y el
tráfico. Y la bachata.
Colapsado, tiró con más fuerza que la permitida en un edificio viejo.
La persiana se desenrolló superando el tope y cayó al patio deshabitado
de planta baja. Crash.
—¡ME CAGO EN DIOS! —gritó.
Las aves dispararon desordenadas, la bachata se detuvo un poco.
Entonces comenzó la transformación. Se acordó de que en alguna
de las cajas que aún no había vaciado (y que él acumulaba por el solo
hecho de no devolverlas) estaban las cosas que los huéspedes habían
olvidado. Entre naipes, anteojos de sol, sombreros, debía estar el toallón
tupido, el del tucán con pico naranja, la palmera de tallo fino y largo, de
copa ancha, arqueada por el viento tropical, el mar celeste sobre la arena

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blanca y el cielo azul. Ese lo salvaría provisoriamente de la ventana, aho-
ra escasa de aislamiento.
El toallón, además de estridente, le resultaba enigmático. Identificó
la caja con la memoria y el encuentro fue directo. Al comprobar que las
medidas encajaban casi perfectas, buscó unas chinches en la caja de
herramientas y seleccionó los colores con dedicación: tres naranjas, tres
verdes, tres azules. Nueve chinches en combinación con el toallón-cor-
tina. Cuando terminó de colgarlo, se alejó para apreciarlo mejor y con-
firmó que no solo el bullicio disminuía, sino que también la luz filtrada
era de una intensidad y un tono ideales. Además, admitió que quedaba
atractivo.
Vicente, aliviado, pudo dormirse profundamente y, después de mu-
cho tiempo, soñó. Estaba recostado en una isla, la brisa cálida acariciaba
su piel joven y bronceada, su pelo era abundante, muy sedoso, corto y lar-
go al mismo tiempo. Un pájaro brillante le susurraba calipsos mientras
un cangrejo con la cara de su tía Beatriz le servía licuados y pan dulce. En
el cielo las nubes, que eran enormes delfines voladores, lo miraban y le
sonreían, él amable les decía que los quería y ellos le mostraban un reloj.
20:53. Se despertó. Por primera vez en veintiocho años, llegó tarde
al trabajo. A pesar de ser estricto con la puntualidad, no se sintió incó-
modo ni dio explicaciones. Tenía el cuerpo blando y una sensación cálida
de descanso. Samuel sonrió al verlo, le guiñó el ojo. Este se cree que me
acosté con alguien, supuso Vicente, y le devolvió el guiño.
La expresión de su cara era otra. No fueron las doce horas de sueño,
fue el hallazgo sobre la ventana. Esa noche en el Hotel ansiaba la hora de
salida para presenciar sus efectos lumínicos durante el amanecer.
A las seis y media de la mañana abrió la puerta, prendió la luz: notó
que el tucán le hacía una seña amistosa, como de bienvenida, fijó sus
pupilas y percibió el balanceo sutil de la palmera en la playa, la espuma
de las olas burbujeante en la orilla, los granitos de arena sobrevolando la
superficie. Lo confirmó, había movimiento.
Después de una hora contemplando, el sol comenzó a salir. Vicen-
te apagó la luz y se estremeció: su ventana ahora reflejaba un caribe
amaneciendo delicado. Eso le recordó que en la caja de los olvidos había

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lentes de sol y creyó oportuno estrenarlos; los huéspedes del hotel, ex-
pertos en paraísos, insistían en la importancia de usarlos.
Con el sol le llegaron los aromas frutales, y el deseo de comer y be-
ber. Bajó a la verdulería con las gafas puestas y se sintió más fuerte.
—Plátano maduro, mango, piña y aguacate. ¿Tiene?
—Todo menos ananá, señor —le respondió José, el verdulero, asom-
brado con el aspecto de Vicente y su pedido exótico.
—Llevo un kilo de todo, anótemelo, por favor.
La verdulería de José le quedaba algo lejos desde que se mudó, pero
le fiaba.Mientras regresaba entusiasmado, con el estómago ruidoso de
hambre, consideró que necesitaría una licuadora. Tocó su bolsillo y, al
confirmar que llevaba la billetera con la tarjeta de crédito, se metió en
una casa de electrodomésticos y se compró la más sofisticada.
Pared beige, clavo prominente oxidado, sin cuadro, rajadura, lámpa-
ra moscas, vaciar, limpiar, piso gris, bacha metal, bajo mesada naranja,
enchufe, licuadora, frutas. Miami. Vicente bebió plácido su jugo mien-
tras observaba la playa tropical, no quería mirar otra cosa que no fuera
eso, cada minuto que pasaba frente a la ventana aumentaba el deleite
que le provocaban sus imágenes. Debía expandirlas.
Aquel día durmió enumerando sus nuevas necesidades.
A las 21:00 llegó al trabajo con su saco negro y los lentes de sol, que
ya no se quitaría. Durante la noche anotó algunas tareas y se fue antes
de terminar su turno. En su retorno al hogar se ocupó de lo que consi-
deraba más urgente: la arena. A dos edificios de su domicilio había una
obra en construcción. Sigiloso se metió y llenó una bolsa de consorcio y
dos valijas que estaban en el depósito del Hotel. El piso de granito del
departamento desapareció bajo la arena. Complacido preparó su licuado
y esperó a que sean las nueve de la mañana. Antes de salir miró al tucán,
le susurró “ahora vuelvo” y se fue.
Primero llegó cargado de palmeras para interior y pintura látex color
aguamarina. Después trajo la reposera. En la siguiente tanda, caloven-
tores y un reflector led de luz cálida. Más tarde, en el acuario compró
estrellas de mar y una pecera del tamaño de un baúl mediano, con dos
peces payaso.

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Todo ubicado, se dispuso a descansar sobre un pareo fucsia y tur-
quesa. El teléfono sonó. El timbre sonó. Golpearon su puerta
—Vicente, ¿estás ahí?
Reconoció la voz de Armando, su jefe, y decidió responderle cuando
llegara al trabajo. Su sueldo no se estiraba tanto como para cubrir vínculos
extralaborales. Su sueldo no se estiraba, pensó. Y encendió un habano.
A las 21:30 llegó al Hotel Caribbean. Vicente se apareció con un
sombrero de paja, gafas de sol, su cuerpo dorado por el Hawaiian Tro-
pic autobronceante, una camisa blanca semiabierta, bermuda de malla
celeste y ojotas hawaianas amarillas. Samuel, que debía aguardar a que
Vicente llegara para poder irse, convirtió su fastidio en desconcierto al
confirmar que la aparición no se trataba de un turista desabrigado, y solo
atinó a guiñarle un ojo.
El teléfono sonó, el jefe se aseguró de que Vicente estuviera ahí.
Amable lo amenazó con suspenderlo si volvía a retirarse antes o a llegar
tarde y cortó. Con el tubo en su mano y el sonido intermitente de una
llamada que ya finalizó, Vicente lanzó un animado “Sí, ¡mi capitán!”, y
así se retiró.
Como transportado en una tabla de surf impulsada por una ola, llegó
a su refugio, encendió el reflector, se recostó en la reposera y contempló
su toallón hipnótico, su playa, el océano. Otra vez el teléfono disonante.
Vicente arrancó el cable y se durmió en un gesto de plenitud, envuelto en
las imágenes de su Edén, empachado de plátano frito con arroz y frutas
perfumadas.
La mañana comenzó con una carta documento enterrada en la are-
na, que de inmediato se transformó en volumen en la basura.
Algo faltaba. Mientras pintaba la pared beige, se repetía esa frase,
algo le faltaba aún. Los días transcurrían cálidos, armoniosos, sin preo-
cupaciones. A pesar de haberse terminado el dinero en efectivo, Vicente
usaba su tarjeta de crédito y el fiado de la verdulería. Todo iba bien, el
toallón flameaba suave, los peces se recreaban entre corales, la arena
con estrellas, todo iba bien.
Pared aguamarina, pez, pez, coral, arena, estrella, palmeras regar-
las, agua, tucán. Comprar. Al llegar a la quinta veterinaria, decidió no

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insistir más y en vez de un tucán se compró un loro, que aunque ya era
viejo vestía unos colores impactantes. Poco tardó en adaptarse al mo-
noambiente. Además, su aspecto se adecuaba al lugar, excepto cuando
el loro cantaba la marcha peronista como reacción a las continuas me-
lodías de calipsos que le silbaba Vicente. En esos casos dejaba correr el
agua de la ducha sobre unas piedras que había juntado en la costa, se
relajaba en la reposera y bebía piña colada hasta abstraerse de la marcha
del loro, que no duraba más que algunos minutos de estrés.
Cada intimación de pago que se clavaba en la arena terminaba en la
basura, sin ser siquiera revisada. Cada timbre o golpe en la puerta era
ignorado. Vicente no creía justo que lo molestaran con papeles, estaba
descansando.
Aquella tarde, afuera, una tormenta huracanada sacudió la ciudad.
Los golpes del granizo estrellados en el vidrio alarmaron a Vicente, que
miraba fijo el temblor del toallón-cortina. Aquella tarde volvió a sentir
la curiosidad de mirar a través de la ventana. Algo fuerte ocurría. Con
la apertura, una corriente de aire arrancó el toallón con la fuerza de un
zarpazo, lo sacudió en otras ventanas y lo estampó en la terraza. La del
excremento y las antenas rotas, ahí, metiéndosele en los ojos.
—¡ME CAGO EN DIOS! —gritó.
Y saltó en su búsqueda.

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Monvedat
Maximiliano Sacristán

Fue muy extraño cómo nos conocimos. Ocurrió más o menos así.
Pasaba yo caminando frente a una juguetería, distraído en mis asun-
tos, cuando de repente me pareció que un muñeco, del otro lado de la
vidriera, me hacía el gesto de la higa. ¿Era mi imaginación o un pedazo
de madera antropomórfica me estaba insultando? Regresé unos pasos y
me quedé mirando los juguetes en exhibición. El sospechoso se hallaba
plácidamente sentado en el medio del escaparate, entre muñecas lloro-
nas y perritos a cuerda. Vestía como Peter Pan, traía un sombrerito al
estilo Robin Hood y nariz de Pinocho.
Fingí chusmear la vidriera con despreocupación, pero de reojo lo
vigilaba. Luego de unos minutos sin notar nada extraño, supuse que
todo era producto de una mente afiebrada, la mía, claro, y me dispuse a
seguir mi camino. Fue entonces, al despegarme de la vidriera, cuando vi
que el susodicho muñeco movía apenas una manita y volvía a extender
su dedito mayor (mayorcito) en señal de provocación. ¡Porque el gestito
obsceno me lo hacía a mí y a nadie más! Me lo quedé mirando fijo. “Ya
te he visto, ya te he visto...”, le decía yo achinando los ojos mientras que
con un lento cabeceo confirmaba mis sospechas. El pícaro, con la mirada
perdida en el tumulto de la avenida, simulaba ser un inocente artículo
más a la venta. Traía pintada en las mejillas dos círculos sonrosados,
pero yo sabía bien que de vergonzoso no tenía nada...
La etiqueta que colgaba de su sombrerito rezaba “Monvedat poupées”,
y debajo descifré esta leyenda comercial: “Muñecos que te encantarán”,
(y el encantarán estaba subrayado). ¿Eso del encanto escondía un doble

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mensaje? Quizá ya se vendían muñecos hechizados y yo llegaba tarde a
la moda, como siempre. O quizá, insistí para tranquilizarme, era pura
sugestión de mi mente: recordé que hacía poco había visto en la tele-
visión una película de terror sobre un muñeco diabólico que me había
trastornado un poco el sueño. Este, por lo pronto, no era maligno, sino
apenas maleducado. Su precio, seiscientos sesenta y seis pesos con
sesenta y seis centavos, no era desorbitado por tratarse de un muñeco
encantado. Aunque también podría ser que lo estuvieran accionando por
control remoto desde adentro de la juguetería para captar la atención de
clientes sugestionables, como lo era yo. Envalentonado por la ofensa, o
por las posibilidades de hacer plata fácil, ya no me acuerdo, entré en el
local.
El dependiente, un muchacho que no pasaría la veintena, se aburría
acodado al mostrador, manoseando su celular. Al escuchar el ruido de
la puerta me miró con curiosidad de arriba abajo y guardó el aparatito
debajo del mostrador. ¿No tendría yo aspecto de comprador de juguetes?
¿Se me notaría en la cara que no tenía hijos ni sobrinos? Sin saludarlo
le pregunté sobre ese muñeco de la vidriera con pecas y nariz de Pino-
cho “que parece estar vivo”, remarqué alzando un poco la voz, y estuve
tentado de guiñarle un ojo. El joven no captó la indirecta; en cambio me
informó, en un alarde de enciclopedismo, que se trataba de un “artilugio”
(así dijo) importado y labrado artesanalmente por los últimos monjes de
clausura que vivieron en un monte valenciano vedado a los demás mor-
tales, de allí su nombre. Lo recitó de corrido, como si él también fuera un
autómata programado. Si salió de las manos de unos monjes, pensé, no
puede ser malévolo. Pero eso del monte “vedado” me daba mala espina.
¿O acaso se trataba de una engañifa marketinera del vendedor para en-
gancharme con algo de misterio? Para arrancarme del silencio hice una
pregunta cualquiera.
—¿Y por qué poupée?
—Ah, porque mi jefe es un esnobista que cree que agregar palabras
en francés prestigia la mercadería y estimula las ventas —me explicó,
en un gesto de franqueza tan poco comercial que le agradecí con una
sonrisa.

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—¿Es respetuoso? —volví a preguntar apuntando con el mentón ha-
cia la vidriera. Ahora el que sonrió fue el empleado, pero de nerviosismo.
—Si quedarse inmóvil todo el tiempo es señal de respeto, entonces
sí —me respondió.
En fin, aunque no me convencía eso de que el misterio del arcano se
hubiera asentado en un muñeco vulgar y grosero, le dije que lo compraría.
Algo en su atrevimiento me seducía. Quizá la promesa que guardaba esa
madera encantada estaba reservada solo para mí, y el gesto impúdico de la
marioneta era la señal para que lo rescatara de la abulia de una estantería.
El empleado fue a sacarlo del escaparate (las articulaciones, al le-
vantarlo del cuello, crujieron de dolor o de placer, no sé) y lo metió des-
preocupadamente dentro de un estuche oblongo, similar al que se usa
para transportar violines. Yo quise advertirle “¡Cuidado, que se puede
lastimar!”, pero me censuré a tiempo. Pagué sin esperar el vuelto (con la
inflación de aquellos días ya no valían la pena esas monedas), y cuando
abrí la puerta de la juguetería para salir, sobre el tilín de la campanilla
buchona, escuché al empleado sugerirme:
—Señor: de noche es recomendable dejarlo dentro de su estuche,
usted sabe, nomás por precaución… —Y con dos dedos me mostró la
llavecita que yo olvidaba.
Cuando llegué a casa lo saqué del embalaje y lo estudié con dete-
nimiento, moviéndolo de acá para allá. Incrédulo, todavía le buscaba el
artificio que lo había hecho accionarse de manera remota, algún sensor
que le hiciera mover el dedo ante la presencia de algún otario que pasara
por allí... No encontré nada raro. Ahora parecía un muñeco convencio-
nal, inerte y un poco pueril, y me decepcioné. A falta de hijos, pensé en
regalarlo a un orfanato que conocía, o a los hijos del vecino, que tanto me
rompían el descanso jugando a la pelota contra la pared a la hora de la
siesta. Lo recosté sobre la mesa de la cocina con mucho cuidado, le arran-
qué la etiqueta y clamé para nadie con voz paródicamente solemne:
—¡Por el poder que me confiere la plata, oh pelele desobediente, yo
te bautizo Monvedat!
Cuál fue mi sorpresa al ver y escuchar que el muñeco giraba la ca-
beza como un poseso, me miraba a los ojos y me decía con voz chillona:

77
—No ha esforzado mucho la imaginación, ¿eh?, señor creativo... Soy
un muñeco encantado, me merezco un nombre con algo más de mística.
Yo retrocedí con la boca abierta (¿pero acaso no es eso lo que espera-
ba?). Él se sentó con un murmullo de maderitas en el borde de la mesa,
cruzó las piernas y comentó, muy orondo:
—Me hubiera gustado llamarme Papamosquitas, o mejor aún,
Calendurito, como mis ilustres antepasados peninsulares. Porque soy
un ser animado, con ánima, por si no se ha dado cuenta, querido amo.
Nombrarme como mi fabricante es poca cosa para mis destrezas. Por
otro lado, qué sencillo fue engatusarlo, déjeme confesarle. Con este de-
dillo bastó para que me rescatara de ese aburrimiento con vista a la calle.
Y todo ese rollo de los monjes de clausura... ¡Ja, ja! ¿Realmente cayó con
el cuento? A propósito, ¿cuál es su gracia?
Yo, del susto, en lugar de presentarme apenas atiné a meterlo otra
vez en el estuche de un manotazo, bajar la tapa y echarle llave. Escuché
que desde su encierro me recriminaba: “¡Quién es ahora el descortés...!”.
Luego hubo silencio, como si la oscuridad del embalaje lo regresara a su
inanimismo primigenio.
Me puse el estuche bajo el brazo y corrí hasta la juguetería, que que-
daba a cuatro cuadras nomás. El empleado, que bajaba la persiana a la
una en punto para irse a almorzar, al verme llegar con paso apurado me
detuvo adelantando las manos:
—Discúlpeme, señor, no hay devolución, reglamento de la casa —se
justificó, muy lejos de toda política de satisfacción del cliente. Agitado,
insistí con un canje por unos cochecitos de colección, un puñado de sol-
daditos de plomo o un trencito de latón que ahora ocupaba el espacio de
Monvedat en la vidriera, cualquier cosa... Pero no hubo caso: por fin se
habían quitado de encima a ese diablillo articulado.
Regresé con el muñeco y lo abandoné sobre el ropero, entre las fra-
zadas del invierno y las valijas del verano. Volví a mi rutina, hecha de
documentos legales a traducir, y traté de olvidarme de todo el asunto...
Pero no pude. Pensaba en Monvedat, me debatía entre llevarlo a la
iglesia para exorcizarlo o la televisión para explotarlo. Opté por esto últi-
mo, y un lunes a primera hora fui recibido en su oficina por el productor

78
de un programa de talentos. Detrás del escritorio, el empresario sonrió y
aguardó a que el muñeco que yo sentaba en mi regazo hiciera su gracia.
Pero el muy pillo de Monvedat, verán, se quedó inerte como un monigote
común y corriente. Y aunque lo zarandeé y cacheteé y golpeé contra el
borde del escritorio con furia, el pícaro no reaccionó. Yo, nervioso, con
cada sacudida le repetía al sujeto trajeado “Ya verá de lo que es capaz, ya
verá...”. El cazador de talentos suspiró profundo y negó con la cabeza, ya
sin sonrisa bajo los bigotes. Al parecer, estos gajes de su oficio eran más
comunes de lo que uno se imaginaría. Con un gesto cansado de su mano
me señaló la puerta: la entrevista había terminado.
Cuando regresamos a casa, Monvedat se puso a reír como un
demente.
Se revolcaba por el piso y repetía, ya tuteándome:
—Hubieras visto tu cara, amo, estabas más colorado que mis meji-
llas... Fue un papelón monumental. ¡Tendríamos que repetirlo!
Tuve ganas de romperlo a patadas y tirarlo al cesto de la basura con
estuche y todo. Mientras lo veía burlarse de mí imaginé a la trituradora
del camión de los basureros haciendo su trabajo con este Chucky pam-
peano... Ya pensando fríamente, consideré que no podía desperdiciar
esta oportunidad única. Intentaría convencerlo, por las buenas, de co-
laborar conmigo en la empresa que pergeñaba. Así montaría mi propio
show y me haría rico. Lo que sí, necesitaba de ayuda profesional.
Al día siguiente, en efecto, concerté una cita con un psicólogo. Fingí
ser un profesional de la ventriloquía contrariado. Haríamos una sesión
de “pareja” con mi marioneta, le aclaré por teléfono a la secretaria del doc-
tor. Ella escuchó mi particular caso y me dejó en espera para consultar
a su jefe. Durante unos cinco minutos escuché la consabida música del
film El golpe. Cuando ya estaba por cortar la comunicación, regresó la
voz femenina. Sí, podía hacer terapia de grupo con un muñeco, “siempre
y cuando no sea muy ruidoso”, me aclaró la señorita que le aclaró el doc-
tor. Aunque yo hablara por el muñeco, los honorarios los cobraría por dos.
En el diván del freudiano Monvedat habló, claro, fingiéndose el mé-
dium de un ventrílocuo confundido, que era yo. Pero lo que dijo me dejó
en ridículo una vez más, porque delante del doctor me trató de negrero,

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de maltratador, de chupasangre, ¡de leonino!... Dijo, mirando al psicó-
logo, que ya estaba harto de que yo lo sentara sobre mi falda delante
de unos extraños con cara de pavotes como si él fuera un fenómeno de
circo. Y que para colmo no recibiera como paga ni siquiera un mínimo
porcentaje por su participación en la dupla. Yo sonreía nervioso, su-
dando a mares, y trataba de taparle la mandíbula móvil con mi mano
libre (con la otra simulaba manejarlo por detrás, como todo ventrílocuo
debe hacer).
—¡Libertad, libertad! ¡Todo el poder para los de abajo! —gritó jus-
tamente desde abajo el sinvergüenza articulado como corolario de su
filípica.
Terminada la sesión, el psicólogo murmuró “Muy interesante…” y se
quedó pensativo, sobándose la barbilla con la mirada perdida en el cielo
raso. Luego comenzó a redactar mi prescripción. Cuando me la entregó
supe que me había diagnosticado un caso de doble personalidad, y me
derivaba con un colega psiquiatra. Al salir noté que los pacientes en la
sala de espera me miraban con una curiosidad divertida, como si yo fue-
ra un agalmatofílico en plena crisis de pareja.
De regreso Monvedat volvió a montar su show de carcajadas y revol-
cadas. Yo me resistía a la idea de hacer dinero con este friqui descendien-
te de los árboles, porque era evidente que el muy sotreta me dejaría en la
estacada en el primer escenario al que subiéramos. De repente tuve una
idea. Esperé a que se desfogara con sus burlas (ahora él se llamaba a sí
mismo “Mondiván” y a mí me apodaba “Esquizamo”), y luego de que se
secara las lágrimas lo amenacé con donarlo a un convento de religiosas
si no me hacía caso.
—Allá te vas a aburrir como un hongo, y a la primera travesura que te
mandes las monjas te van a tirar al fuego por hereje, por embrujado, por
maldito —le dije, apretando los dientes, resistiendo las ganas de pegarle
una patada liberadora.
Monvedat volvió a hacerme el gesto con el que nos conocimos, pero
ahora el dedito mayor le temblaba de miedo. Aproveché su momento de
debilidad y con la punta de una llave que traía le tallé a la fuerza el 666
en la frente.

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—Acá tenés tu precio de venta al público, iva incluido. Con esta
credencial vas a estar más que sentenciado en cualquier lugar sagrado
—concluí, cínico. El muñeco ya no reía.
Lo mortifiqué un tiempo más con el convento, contándole anécdotas
de Torquemada y lo fácil que prendía la madera barnizada en las ho-
gueras de San Juan, hasta que al fin accedió a mis requerimientos. De
inmediato nos pusimos a trabajar en un guion. Así ideamos y montamos
un número callejero en la peatonal de varias ciudades de veraneo, desde
diciembre hasta marzo. Ante una multitud de curiosos en vacaciones
arrancábamos el acting con un diálogo que parecía ser el típico de una
dupla de ventrílocuo y marioneta, quiero decir, con chuscadas donde
él hacía de bribón y yo de su inocente víctima. Pero promediando el
número Monvedat saltaba de repente de mi falda y comenzaba a bailar
charleston vestido de frac y agitando una galerita que yo mismo le había
confeccionado. Esto asombraba a los paseantes, y a la hora de pasar la
gorra eran generosos con los billetes que dejaban. El mismo muñeco,
ante la sorpresa general, se encargaba de corretear entre las piernas de
los espectadores para recolectar los “honorarios” dentro de su galerita.
Nadie sabía cuál era el truco, pero a ningún testigo se le cruzaba por
la cabeza que el muñeco estuviera encantado. ¿Tanto cuesta meter la
fantasía en la realidad? En fin. La cosa es que éramos la sensación del
momento, y ningún otro número amuchaba a tantos curiosos. Incluso
cierto famoso ventrílocuo, un sesentón en decadencia que en sus años
de gloria supo actuar en la televisión nacional, abandonó su puesto y a
su otrora popular marioneta Chirolita para acercarse a ver quiénes eran
los que le quitaban la clientela.
Hicimos varias temporadas, aunque nunca pasamos de ser una
atracción callejera para veraneantes “gasoleros” que se distraían con
los artistas amateurs de la peatonal. No obstante, recorrimos las ferias
de todo el país montando el show de “El maravilloso Monvedat y su tío
Tony”. El haber conocido la extensa geografía de la patria se lo debo al
muñeco, debo reconocerlo.
Algunos años después, cuando me cansé de los viajes y la exposi-
ción pública —porque el miedo de que el caradura articulado se rebelara

81
y me dejara en ridículo ante los espectadores jamás lo perdí—, finalmen-
te cumplí con mi amenaza: metí a mi partenaire en el estuche y lo llevé a
un convento. Ah, sí: antes de entregarlo a la casa de retiro le encasqueté
bien el sombrerito de Robin Hood para ocultar la cifra delatora. Allí mora
todavía. Cada tanto lo bajan de una alta estantería, donde convive con
otros juguetes de la caridad, para que los nenes que las hermanas cuidan
jueguen con él un rato. No obstante detestarlos, Monvedat se mantiene
adusto, con una mirada inerte que le habrá llevado su buen tiempo ensa-
yar, reconcentrado en este nuevo papel de muñeco no hechizado.
Lo sé porque el domingo pasado fui a visitar a las religiosas, a quie-
nes ayudo con donaciones, y nada me comentaron sobre algún com-
portamiento anómalo, por decirlo así, de mi más reciente regalo. Sin
embargo el muy granuja, fíjense ustedes, al distinguirme entre el séqui-
to de visitantes, ¡y en ese sitio sagrado!, me hizo un sutil gesto profano
con su manita. Monvedat es incorregible.

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Errare humanum est
Raúl Héctor Lombardi

Eso que le dicen perfección


no creo que exista en ninguna obra humana.
Solo existe como un sueño en nuestra mente.
Antonio López García

Aunque todavía me costaba creer que fuera cierto lo que le iba a de-
cir, estaba tan feliz por la inevitable realidad de mi conclusión que toqué
y toqué timbre hasta que escuché su voz por el portero, y le grité aquello
casi como un loco.
Pero mejor empiezo por el principio.
Soy descendiente de inmigrantes del norte de Europa. Me crie bajo
el concepto de que las cosas deben estar bien hechas. Y cuando digo
bien hechas quiero decir sin el más mínimo margen de error, “porque si
el hombre es perfecto, debe ser capaz de hacer solo cosas perfectas”, me
contaron que solía repetir mi abuelo. Según supe primero por la abuela
(y más tarde por mamá), el abuelo y ella recalaron en estas tierras con la
esperanza de encontrar la paz y el progreso perdidos en su región natal.
El abuelo venía con la filosofía de la perfección inculcada desde varias
generaciones. Era hijo único. Cuando sus padres murieron, heredó todas
las propiedades y, previendo un futuro difícil en su patria, decidió vender
todo. Así se hizo de un dinero que, para aquel entonces, constituía un
importante capital en esta tierra de oportunidades a la que llegó con la
abuela para hacer la América.
El abuelo venía con la idea de organizar algún negocio, en un lugar
donde todo lo bueno estaba por hacerse. Por eso es que, apenas después
de arribar a destino y sin perder tiempo, salió a caminar “para echar un
vistazo de lo que se puede hacer”, según me dijo mamá que le contó la
abuela. También le contó que en el viaje en barco él se había preocupado
por aprender un castellano básico. En el primer día de recorrida por la

83
ciudad, se dio cuenta de que las casas estaban construidas con tanta
desprolijidad que le resultaba casi una tortura caminar por las calles.
Tanto que esa misma noche le dijo a la abuela: “Sin duda lo que aquí hace
falta es una fábrica de herramientas para la construcción”. Y así fue que
fundó La Perfecta, un establecimiento que se dedicaría a la fabricación
de metros, balanzas, escuadras, transportadores, plomadas y niveles
para la construcción, entre otras herramientas afines.
Recién cuando tuvo la decisión tomada, y dando por descontado su
acierto, se dignó a contemplar los deseos de la abuela, que ya desde su
tierra de origen venía pidiendo descendientes. “Es de ineptos traer hijos
al mundo sin tener las condiciones adecuadas para su buen desarrollo,
físico y mental”, es una frase del abuelo, de las tantas que perduraron
en el recuerdo. Concibieron a papá justo cuando él debía estar atento a
tiempo completo en la construcción de la fábrica.
El abuelo era tan obsesivo con la precisión que, sin confiar en los
ingenieros, se ocupó él mismo del diseño, dirección y ejecución de todos
los edificios del nuevo establecimiento. Según todavía dicen, los gal-
pones, las oficinas y la vivienda de La Perfecta se construyeron con un
nivel de precisión nunca visto en aquella época por estas latitudes. El
abuelo mismo supervisó cada detalle de la obra, y si constataba que algo
no coincidía con los planos, no dudaba un segundo: lo hacía destruir y
reconstruir tantas veces como fuera necesario. “La perfección es un prin-
cipio que no admite excepciones ni tolerancias”, dicen también que decía
una y otra vez. Pero el abuelo no solo era meticuloso en el ámbito de la
construcción. Una vez que la fábrica comenzó a funcionar, fue también
muy estricto con las normas de trabajo y conducta en todas sus áreas.
Me consta que, aun en las peores épocas, La Perfecta nunca tuvo dispu-
tas internas, jamás redujo personal y nunca dejó de pagar una deuda,
impuesto o sueldo en tiempo y forma. En contraste con un exterior de
ciudad cosmopolita y en crecimiento, donde todo vale y nada importa, se
podría decir que en La Perfecta se encarnaba un mundo del revés.
La milimétrica mirada del padre de mi padre fue legendaria. Cuen-
tan que de un solo golpe de vista era capaz de comprobar la exactitud
y simetría de todas aquellas cosas que entraban dentro de su campo

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visual. Una de las tareas que más tiempo y dedicación le llevó fue conse-
guir mano de obra calificada. Después de muchas rabietas y sufrimien-
tos, conformó un plantel de empleados a los que los imbuyó de su propia
aversión por la falla humana en particular y por la imperfección en gene-
ral. Lo único que no pudo encontrar, me dijo mamá, fue un plantel de per-
sonal doméstico que lo conformara. Parece ser que todas las empleadas
que pasaban por la casa no terminaban de entender que, por ejemplo,
un cuadro no debía quedar inclinado ni siquiera en un milímetro, que
el mantel debía quedar repartido a la perfección sobre la mesa o que un
tenedor no podía estar mezclado entre los cuchillos. Hay una anécdota
que lo pinta tal como era: en una ocasión, hizo cargar a las chicas con mo-
chilas en donde llevaban metro, nivel, escuadra, planos y todo aquello
que sirviera para dejar las cosas dentro de la absoluta precisión en la que
debían estar dispuestas. El intento terminó en un fracaso. Por último,
los abuelos decidieron ocuparse personalmente y en los fines de semana
de la limpieza. Una costumbre que adoptamos sus descendientes.
La casa familiar, construida dentro del mismo predio de la fábrica,
estaba preparada para albergar hasta tres generaciones. El abuelo mu-
rió mucho antes de lo que él esperaba. Eso, quizás, constituyó la primera
imperfección que le conocí, una de dos. En su descargo, alguien me dijo
que alguna vez le escuchó decir: “Nuestro existir no es más que un plan
trazado por la divinidad. Solo la vida es una construcción que viene sin
planos ni instrucciones de uso. Y sin planos… ya saben, cualquier cosa
puede pasar”. Después de su inesperada muerte, a los pocos meses fa-
lleció la abuela. En menos de un año, mis padres y yo, que ya entraba en
la adolescencia, nos encontramos perdidos en una casa construida con
la idea de la supervivencia de los abuelos, hasta que yo alcanzara la edad
de casarme y tener hijos. Para colmo, y tal como papá, yo fui hijo único.
“Con uno bueno basta y sobra, y a este lo hice yo”, decía mi abuelo de mi
padre, y este lo repetía de mí.
Papá reemplazó al abuelo en la dirección de La Perfecta con el mis-
mo grado de precisión y eficacia. A los veintidós años, yo me recibí de
ingeniero, me puse de novio y me casé. Con mi mujer, tal como estaba
previsto por el abuelo, nos instalamos en la casa familiar. Los años

85
pasaron y yo fui adquiriendo una amplia experiencia en todos los asun-
tos de la fábrica. Aunque el bebé que tanto deseaban mis padres y mi
esposa no llegaba, no me preocupé demasiado por la demora porque,
dentro de mí, estaba convencido de que en cuanto estuviera listo para
ser padre lo sería. Mientras tanto, estaba muy absorbido por el trabajo,
incrementado por el natural envejecimiento de papá que, finalmente, se
apartó completamente de la dirección para dejarla a mi cargo. El vacío
que le produjo el retiro y la desazón del nieto que no llegaba fueron algu-
nas de las causas por las que, así como había ocurrido con el abuelo, papá
acabó falleciendo muy joven. Y también, tras él, en pocos meses se fue
mamá. Aunque no me detuve a analizarlo, resulta un síntoma curioso
que las esposas de mi papá y mi abuelo, que en cuestiones de sentimien-
tos eran tan poco expresivas como yo, profesaran un amor tan fuerte
por sus esposos. De resultas, en la casa quedamos solo mi esposa y yo.
Aunque clausuramos una gran parte, la casa siguió siendo demasiado
grande para los dos. Como yo seguía un ritmo de trabajo muy intenso de
lunes a sábado, no alcancé a notar el tedio de mi esposa, hasta que ella
me habló en un tono desacostumbrado.
—Estoy harta. Quiero que nos vayamos a vivir a una casa en una
zona céntrica. Donde yo pueda salir, ver gente y no estar todo el día me-
tida aquí adentro, fregando y fregando en soledad.
—¡Pero… querida… este es nuestro lugar! El abuelo…
—A mí ya no me importa lo que tu abuelo proyectó para el futuro. Él
ya no está para ver el fracaso de sus planes para esta familia.
—Pero… es que eso no es manejable, cariño. Él no se equivocó. Ya
había dicho que el destino…
—¡No me importa nada de nada de lo que haya dicho tu abuelo ni de
lo que digas vos! Mi decisión no tiene vueltas. Así vengas o no conmigo,
yo me voy de aquí.
No me quedó más remedio que aceptar su ultimátum porque no
me sentí capaz de vivir en un lugar tan grande sin ella. Más allá de la
desazón que me invadió por faltar a los principios familiares, había otro
problema: yo estaba habituado a un reino de perfección. ¿Cómo podría
soportar la convivencia con otros humanos en un mundo exterior en el

86
que primaban la inexactitud, la imprecisión y el cambalache? Y no solo
con las cosas físicas, susceptibles de ser medidas, pesadas, proyectadas
o reguladas, sino también con las que tienen que ver con la convivencia
de la gente, ya que es habitual que esta se comporte fuera de las reglas
no escritas del sentido común, única escala de medida, tan imprecisa
como subjetiva, que suele aplicarse a las actitudes y acciones humanas.
Pero… en fin, no tuve más remedio que aceptar su decisión, tomando
ciertos recaudos. Para minimizar los riesgos ante las imperfecciones,
ocupado como estaba en el manejo de La Perfecta, hice construir una
casa bajo la dirección del mejor arquitecto de la ciudad. Mi esposa estaba
muy entusiasmada y todos los días verificaba el avance de la obra. Seis
meses después, tal como se había convenido, la casa estaba terminada.
Nos mudamos inmediatamente. Confieso que me dolió mucho dejar
vacío el hogar familiar. Sentí como que traicionaba al abuelo y no supe
si él entendería o no mi situación. Dicen que la patria es el lugar de la
infancia… en fin.
Durante los primeros días en la nueva casa todo funcionó en una
relativa calma. Aunque me costaba habituarme a las imprecisiones
cotidianas del tránsito, superados los diez minutos del trayecto entre
La Perfecta y nuestra casa, todo volvía a estar bien. Mi esposa estaba
tan feliz de relacionarse con parejas de vecinos que me contagiaba su
alegría por sobre los disgustos de la situación. Sin embargo, el idilio
terminó pronto. Fue una noche en la que ella había arreglado para ir a
cenar a la casa de una pareja amiga. Aunque me costó enfrentar el de-
safío de salir y exponerme a los avatares de un mundo cruel y nocturno,
puse toda mi voluntad para dejar de lado mis temores y enfocarme solo
en los beneficios de la salida. Cuando la cena terminó, sentí el orgullo de
haber soportado todo el tiempo sin hacer ningún comentario sobre las
imperfecciones que noté en aquella casa tan fastuosa, mal diseñada y
peor construida.
El primer síntoma lo tuve cuando volvimos a la nuestra, y fue con la
puerta de entrada.
—¿Qué pasa que no podés abrir, cariño? —preguntó mi esposa.
—¡Es que no acierto con la llave en la cerradura!

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—A ver, dejame a mí. Me parece que tomaste un poco de más, ¡eh!
—contestó, abriendo la puerta con total naturalidad.
—¡Sí, puede ser, jajaja! —contesté, solo para conformarla.
Pero yo sabía que no había tomado de más. Y tan seguro estaba que
transgredí una de las normas básicas que inculcó el abuelo en la fábrica:
“En las horas de trabajo, se trabaja”. Así que, a la mañana siguiente, volví
de la fábrica a la casa con una serie de herramientas, con las cuales pude
comprobar mis temores. Y no solo con respecto a la cerradura, sino que
descubrí nuevas fallas de construcción. Cuando tuve el cuadro de situa-
ción completo, se lo dije a mi mujer.
—El orificio de la cerradura está desplazado cinco milímetros a la
derecha con respecto a su posición lógica, teniendo en cuenta el resto de
los parámetros. Además, la zona central de la escalera tiene unos mi-
límetros menos de ancho que en los extremos y la esquina de mi lado
del dormitorio no tiene exactamente noventa grados. Como si todo eso
fuera poco, la pared derecha de la entrada a la casa no pasó el examen
de la plomada: la parte superior está levemente sesgada hacia adentro.
—¡Pero, querido! ¿Qué importancia tienen esas cosas si ni siquiera
se notan?
—¡No, querida! La perfección existe y bien que lo ha demostrado el
abuelo. Yo hice construir una casa por el mejor arquitecto de la ciudad y
no puede ser que haya sido hecha con tantos errores. Y eso de que no se
nota, no es así, ¡porque yo bien que lo noto! ¡Bien que sí!
Debo confesar que hice lo imposible por olvidarme del tema. Pero no
pude. Al contrario, todo fue empeorando con el transcurso de los días.
Llegó un momento en que no fui capaz de abrir la puerta y debía llamar
a mi esposa. Veía la escalera cada vez más angosta y tuve que recurrir a
otra, de madera, para bajar y subir en la zona de estrechamiento. El án-
gulo de la esquina de la pieza se cerraba cada día más y amenazaba con
destrozar la mesa de luz. Precisamente, mi esposa me echó de casa una
madrugada cuando me descubrió metiendo la mesa dentro del placar
para evitar su rotura. Lo hizo a los gritos, diciendo que prefería estar sola
antes que volverse loca por un paranoico incurable. Así fue que volví a la
casa de La Perfecta en la que, de inmediato, recuperé el equilibrio perdido.

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Pero… ¿Hace falta que les diga que me sentí muy solo? ¿Que los fines
de semana fueron un suplicio? ¿Que la vida parecía haber perdido todo
su sentido de ser? ¿Verdad que no? Entonces les voy a hablar de mis con-
tradictorios pensamientos. Estaba en una clara disputa entre la razón y
la emoción. Con toda una vida aleccionada por la idea de la perfección,
no dudaba de que el conflicto tenía una única y clara salida: la vida en
soledad. Pero resulta que no me sentía capaz de soportarla. Entonces,
repito: ¿es necesario que les explique cómo nació la idea del suicidio?
Si después de dar vueltas y vueltas sobre el tema no hallaba forma de
conciliar la disputa interna, era obvio que no tenía otro camino. Llegar a
esa conclusión y decidido a concretar esa tercera vía alivió mi angustia.
En cierta forma, pensé, la muerte vendrá a poner en orden las contradic-
ciones del espíritu.
Fiel a los principios de la perfección, mi suicidio no podía ser produc-
to de un acto improvisado. Descartando que en el Manual de Procedi-
mientos de La Perfecta hubiera algún instructivo al respecto —ya que
para el abuelo el suicidio no sería más que una inaceptable imperfección
humana— comencé a usar las horas libres en la planificación del hecho.
Lo primero que se me ocurrió fue describir cada una de mis sensaciones
y actitudes, dejándolas escritas en un cuaderno que titulé: Crónica de un
suicidio planificado. Después de mucho pensar, concluí en que ahorcar-
me resultaría la mejor y más efectiva alternativa: nada de sangre para
limpiar ni tampoco de sufrimientos inútiles y prolongados. Además,
todo lo que necesitaba para concretar el hecho lo tenía a mano. También
convine en que debía hacerlo en la medianoche de un domingo, dado que
el duelo de cuarenta y ocho horas hábiles previsto para el fallecimiento
del presidente de la fábrica, de acuerdo con el Manual, abarcaría los dos
primeros días de la semana. El miércoles se reiniciarían las tareas, con
todavía tres días y medio completos para el trabajo de la semana. Tam-
bién la hora era conveniente para no vivir ningún día a medias y simpli-
ficar así toda referencia temporal sobre los hechos. Para más, durante
el tiempo que transcurriría entre mi muerte y el ingreso de mi asistente
—que era el primero en llegar por las mañanas— mi cuerpo alcanzaría
un rígor mortis adecuado para un fácil manejo.

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Decidido el método, la hora y el día, me quedaba definir el lugar. Fue
una tarea relativamente sencilla, a partir de observar los planos origina-
les de La Perfecta dibujados por el abuelo. Mi asistente, luego de fichar el
ingreso, conecta la llave de corte general que está en el primer galpón. De-
cidí que ahí, colgado de la primera cabreada, resultaría conveniente que
él se encontrara con el hecho consumado. Entonces, tomé nota de la dis-
tancia que figuraba en los planos entre la base de la cabreada y el piso. La
altura exacta era de 4470 mm. El próximo paso fue ir al pañol para buscar
un gancho de hierro, una soga y todo aquello que necesitaba para armar
el patíbulo. Pensé, y así lo dejé consignado en la Crónica, que no tenía nin-
guna utilidad que mi cuerpo resultara suspendido a una altura excesiva.
Estimé que unos sesenta milímetros resultarían adecuados para que mi
asistente no tuviera problemas en el momento de bajar el cuerpo.
A pesar de tener la altura exacta de la cabreada y, obviamente, de
mi cuerpo desde la punta de los pies hasta el pescuezo, me resultó difícil
hacer un cálculo preciso del largo de la cuerda de ahorque. Era lógico
pensar que mi cadáver, laxo y colgado, sufriría un estiramiento difícil
de calcular, sumado a la también indefinida elongación de la soga. Sin
embargo, yo tenía que asegurarme de que el alargamiento total no ter-
minara afectando la proyección deseada: la punta de mis zapatos debían
quedar colgando a sesenta milímetros del piso. Sinceramente, el cálculo
me costó mucho más de lo que se podría imaginar. Para hacerlo, debí re-
currir a simulaciones que casi me cuestan la vida antes de lo previsto.
Finalmente, conseguí el dato que necesitaba, con un error aceptable del
cinco por ciento.
Fue un momento de mucha alegría que originó un festejo breve por-
que estaba demorado casi media hora según el horario de mi programa.
De todos modos, aún restaban dos horas para llegar a la medianoche
de aquel domingo señalado. Usé ese tiempo para tomar un té, fumar un
habano y repasar la limpieza de la casa. Como aún me quedaron unos
minutos, le escribí una carta a mi esposa en la que dejé aclarado que la
responsabilidad de la decisión era solo mía, y otra a mi asistente con
precisas instrucciones para la ceremonia y con las medidas a tomar para
que La Perfecta no se viera afectada en su rendimiento.

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Por fin, llegó el momento. Ya tenía todo preparado en la primera ca-
breada del primer galpón. Debajo de la cuerda que colgaba de la traviesa,
había colocado un banquito de doscientos milímetros de altura al cual
me subí para ensartar el lazo en mi cabeza. Cuando el reloj marcara las
00 horas, solo debía patear el banco lejos de mi alcance. Debí permane-
cer unos segundos esperando hasta que, con la primera campanada de
la medianoche, cerré los ojos y lo hice. Mi instintiva actitud, ya prevista
durante el estudio de la operación, fue aferrarme con las dos manos a la
cuerda por encima del lazo. Era una reacción que, aunque cobarde, calcu-
lé inevitable, teniendo en cuenta el acto reflejo que activaría mi instinto
de supervivencia, algo que estaba fuera de mi control. Sin embargo, y
como también había vaticinado, en pocos minutos los brazos se acalam-
braron por el esfuerzo y me fui deslizando hacia mi inexorable destino.
Recuerdo que cerré los ojos y, en otro vergonzoso y anticipado intento,
estiré mis pies tanto como pude. Y ahí fue que se produjo la asombrosa
revelación: ¡Las puntas de mis zapatos hicieron contacto sobre el piso!
¡Los sesenta milímetros de vacío que debían separarlos, no estaban!
¡Increíblemente, me había equivocado!
Traté de tranquilizarme. Tenía una rabiosa curiosidad por saber
dónde había estado mi error y creo que fue eso lo que me ayudó a no
aflojarme y dejarme morir. Aunque tampoco pude zafarme del lazo, fui
combinando esfuerzos para sostenerme con vida. De a ratos, dejaba
descansar mis pies y me soliviantaba con los brazos, hasta que estos se
vencían y volvía a apoyarme con la punta de los pies en el piso. Quería
mantenerme con vida solo para comprobar por mí mismo dónde había
estado el error de cálculo. Me aterrorizaba pensar que este pudiera que-
dar en evidencia ante al resto del personal de La Perfecta, afectando la
impoluta moral del plantel. ¡El presidente de La Perfecta había hecho un
imperfecto intento de suicidio motivado por un conflicto que involucraba
la perfección! No pude dejar de pensar en lo que hubiese dicho el abuelo
frente a este increíble fracaso de su nieto.
Cuando a las cinco y cincuenta y cinco entró mi asistente, después
de fichar, me vio y se apresuró en ayudarme a bajar de mi incómoda posi-
ción. Aunque él no preguntó nada, sentí la necesidad de advertirle.

91
—Albert, ni una palabra a nadie de esto —dije, mientras corría hacia
la casa.
Me pasé toda la mañana revisando las hojas de trabajo con todos los
cálculos que había hecho sin encontrar ningún error. “¿Será que calculé
tan mal el probable estiramiento de mi cuerpo colgado junto con el de la
soga?”, me pregunté. Para descartar esta posibilidad quedaba una sola,
aunque ciertamente alocada, comprobación. Llamé a Albert y le pedí que
midiera la altura de la cabreada. Después de doce minutos de angustian-
te espera, vino y me dijo:
—Son exactamente 4423 mm, señor.
—¿Estás seguro, Albert? ¿Estás seguro de lo que decís? —lo increpé,
casi con violencia.
—Sí, señor, lo comprobé dos veces, con dos ayudantes distintos.
¿Pasa algo malo?
—No, no. Está bien, gracias.
¡No lo podía creer! ¿El abuelo se había equivocado en la altura de
la cabreada nada menos que en 47 mm? Volví a los planos originales y
verifiqué la medida que estaba anotada, la que había tomado como base
de todo el cálculo.
¡Era exactamente la incluida en mis anotaciones: 4470 mm! Con una
lupa fabricada en La Perfecta, observé que, al lado del número registrado
en el plano, había rastros de un borrón sobre lo que parecía una cruz con
un signo de interrogación. ¿El abuelo supo del error y lo ocultó? ¡No cabía
otra posibilidad! La cabeza me estalló. No estaba preparado para tamaña
revelación. De pronto, el mundo se había puesto patas para arriba.
Sin embargo, por encima de esa asombrosa revelación y de mi
ineptitud para entenderla, se ubicaba otro invalorable descubrimiento.
Por eso salí corriendo hacia la casa de mi esposa y, como les conté al
principio, toqué y toqué timbre hasta que ella me atendió y yo le grité a
toda voz:
—¡Tenías razón, cariño, la perfección del hombre es una utopía,
una fantasía a la que solo el amor, con todas sus imperfecciones, se
aproxima!

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Monstruo
Andrea Chulak

No todas las palabras nacen en el mismo lugar ni de la misma forma.


Las palabras de amor, por ejemplo, nacen entre dos latidos del corazón,
justito en el silencio. Después suben empalagosas hasta la garganta.
Desde allí saltan a la boca y empujan los labios de atrás hacia adelante
formando un beso. Por eso las palabras de amor son dulces como paste-
les de membrillo.
Las palabras que nacen para ser escritas por primera vez, en cam-
bio, lo hacen en el centro del ombligo. Desde allí suben y bajan, bajan y
suben, cosquilleantes y mimosas. Luego anidan bajo la lengua hasta
encontrar la madurez justa. Cuando ya están listas, salen con cuidado y
despacito para no trastabillar. Primero sacan una patita, después la otra,
asoman la cabeza con cautela y sin despeinarse el flequillo. Solo cuando
se sienten seguras, se zambullen en el cuaderno como si nada. Así, en
orden y sin chistar.
Pero a Juan las palabras le salían verdes, por eso llegaban al cuader-
no despanzurradas o, mejor dicho, desletradas. En cambio, a Martina,
no. Las palabras le iban del ombligo al cuaderno con una facilidad resba-
losa, como si se tiraran desde un tobogán.
Todos querían ser como Martina. Pero nadie tanto como Juan. Por-
que a él las palabras de amor se le trababan en la garganta cada vez que
Martina levantaba la mano o pedía permiso para ir al baño o saltaba a la
soga en el recreo o lloraba o se reía o escribía en el pizarrón o leía…. Bah,
siempre.
Era uno de los primeros días de clase cuando la maestra preguntó:

93
—¿Podrían decirme palabras que empiecen con M?
Por supuesto, la primera en levantar la mano fue Martina.
—Sí, Martina.
—Monstruo —dijo Martina, moviendo los labios para un lado y para
el otro, para adelante y para atrás con gran destreza.
—Muy bien —contestó la maestra—. Ahora escríbanla.
Y creo que esto fue un gran error.
En los cuadernos podían apreciarse “muntros”, “mostros” y muchos,
pero muchos “mostos”. Salvo, claro, en el cuaderno de Martina, donde
aparecía letra a letra y en perfecto orden la palabra completa: monstruo.
Pero en cuanto la última O rodó derechita y se depositó sobre el
renglón justo detrás de la U, el cuaderno de Martina empezó a temblar,
bramar, tronar. Se sacudía sin control: truuuuuuuuuuuuoooooooooooo.
Desde allí, se levantó un viento huracanado que soplaba en perfec-
tos círculos desplegándose y envolviendo todo el salón de clases. Los
cuadernos se desprendían de las mesas y se elevaban en una danza re-
donda. Volaban como cuervos de panza blanca. Las tijeras, ¡chiqui chas!,
¡chiqui chas!, iban cortando más de un flequillo a su paso. Los lápices
habían salido disparados. Los sin punta golpeaban las paredes y caían
al piso, pero los de punta afilada se clavaban en el pizarrón y en la puerta
de los armarios. Los abecedarios flameaban como banderas.
Los chicos se cubrían la cara con el brazo para protegerse del ataque
de los útiles escolares en vuelo.
La maestra, asustada, gritó:
—¡Evacuación!
Los chicos intentaron obedecerle, pero apenas llegaron a la puer-
ta esta se cerró de un golpe y a continuación las ventanas imitaron la
acción.
—Cúbranse debajo de las mesas —indicó la maestra, abrazada a la
pata del escritorio.
Mientras tanto, Juan solo tenía ojos para Martina, que lloraba sin
consuelo. No por miedo. Se sentía responsable de que su palabra hubiera
causado semejante catástrofe. Entonces Juan levantó la mano en alto,
esperó a que su cuaderno, que giraba en círculos por el aire, pasara por
allí y al hacerlo lo cazó al vuelo, literalmente hablando. Protegiéndose la
cabeza con él a modo de escudo, fue hasta el pizarrón, desclavó un lápiz,
abrió su cuaderno y empezó a escribir.
Los chicos miraban con sorpresa la hazaña de Juan, aunque sin en-
tender demasiado qué se proponía. Sin embargo, si algo sabía Juan era
que las palabras solo se combaten con palabras. Así que, con un enorme
esfuerzo y concentración empezó a escribir: SOL. Pensó que amainaba,
pero no. DEDO. Nada. Respiró hondo: MARIPOSA.
Martina, desde su rincón, no paraba de llorar. Juan cerró los ojos,
apretó los labios y bum bum… shhhhhh… bum bum…
Entonces, desde el ombligo y cruzando el silencio de un latido, las
letras comenzaron a resbalar empalagosas, cayendo suavemente sobre
el renglón:
M A R T I N A.
De pronto… ¡plaf!, ¡clin!, ¡clon!, ¡clas! Los útiles caían sobre el piso.
El huracán se apagó y se encendió la calma. La puerta y las ventanas se
entornaron suavemente permitiendo que un rayo de sol entrara por la
rendija de una de ellas. El rayo atravesó a Juan e iluminó a Martina, que
había dejado de llorar y ya empezaba a sonarse la nariz con un pañuelito
rosa.
Cuando Juan levantó la vista, vio que todos lo miraban con admi-
ración. Y también Martina. Era un héroe. Así que, con valentía, dio
vuelta la hoja del cuaderno y escribió: TE CIERO. Enseguida se acercó
a Martina y se lo mostró. Y ella, que nunca había soltado el lápiz, lo usó
para cerrar la C y con gran elegancia transformarla en Q. A continuación,
agregó una U chiquita, por falta de espacio, antes de la i.
Ni bien terminó las correcciones necesarias, miró a Juan como si
acabara de descubrirlo y le dio un beso en el cachete tan sonoro, pero tan
sonoro que los chicos se cubrieron la cabeza pensando que empezaba a
tronar otra vez.
Desde ese día, la maestra, cada año, cuando empiezan las clases,
mira y busca. Busca y mira hasta descubrir al chico enamorado. En-
tonces sí. Ya más tranquila pregunta: “¿Me podrían decir palabras que
empiezan con M?”.

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Los días inquietos
Julieta Villamil

Emilia se sentó en la silla de plástico. Preparó el mate, se masajeó


las piernas. Miró las achiras florecidas y pensó que ese descontrol de
plantas necesitaba un raleo. Tenía que levantarse, ir al galpón, abrir el
portón de hierro, agarrar la pala de punta y sacar las raíces que sobraban,
una por una. Tuvo miedo de que el cuerpo la traicionara, iba a ser un día
u otro. Podía ser ese día.
Había amanecido con las piernas hinchadas y ese dolor de cabeza
que cada vez duraba más tiempo. Hablar de primeras veces era una for-
ma de decir, porque el cuerpo ya le había traído problemas, pero con disi-
mulo. Siempre había encontrado una excusa creíble para los hijos: algo
que justificara una caída, la suciedad en los estantes altos de la cocina o
el cerco crecido.
Apoyó una mano en la pared y la usó para tomar impulso y levan-
tarse. Se tambaleó en un momento de dudas, pero consiguió erguirse.
Era una mujer alta y de cuerpo grueso. Hasta hacía un par de años, sus
pasos habían sido firmes y su vista, precisa. Ese día, mientras caminaba
hacia el galpón, pensó que toda su quinta estaba cada vez más cubierta
por la neblina. Se negó a creer que el problema pudiera estar en sus ojos,
debía ser porque venía el otoño, no podía ser otra cosa. Era el rocío que
alimentaba la niebla.
Fátima le dio la razón.
—La humedad le da de comer. Ya va a venir el sol a llevársela, es
cuestión de esperar nomás.

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Fátima le caía bien. De todas las mujeres que habían encontrado
sus hijos para acompañarla, ella era la única que había durado. Podía ser
porque un poco se parecían —las dos miraban con desaprobación el ex-
ceso de achiras— o porque Fátima era buena en la cocina, especialmente
horneando cosas dulces. Es probable que haya sido por el silencio cóm-
plice que había entre las dos, una especie de pacto para dejar pasar los
achaques sin nombrarlos. Fátima vivía en la casa con ella y, aunque se
suponía que estaba ahí contratada por sus hijos para cuidarla, se habían
hecho amigas. Hablaban de las cosas triviales y también del pasado, de
esos momentos de la vida sobre los que se piensa seguido cuando se está
solo en la ducha, pero de los que se conversa con muy pocas personas.
El galpón era una construcción de chapa de la altura de una casa,
con techo a dos aguas. Nunca había estado cerrado con llave porque el
pueblo era tranquilo y esos cuidados no eran necesarios. Adentro guar-
daba herramientas, muebles viejos, monturas de caballo y cosas rotas o
en desuso que podían llegar a volverse útiles en algún momento. Emilia
abrió la puerta del galpón, se paró arriba de unas tablas de madera que
estaban tiradas en el piso y alcanzó la pala.
Fátima sostenía el termo y el mate en las manos. Se pararon las dos
enfrente de las achiras, mirando cómo sobresalían las raíces rebeldes en
el suelo. Vieron cómo habían levantado toda la tierra. Miraron los tallos
verdes y largos, las hojas grandes como de selva. Algunas de las plantas
eran más altas que ellas.
—Son plantas desprolijas. Hay que achurarlas todas.
—¿Se les va a animar así? ¿Sola nomás? —dijo Fátima.
Emilia dio un primer golpe con la pala contra la tierra. Estaba dura,
la pala no había entrado ni cinco centímetros.
—Traiga la manguera, Fátima, que con el agua ya no van a tener
forma de resistirse.
Fátima estiró la manguera y abrió la canilla. Le alcanzó un mate
mientras las dos miraban cómo el suelo debajo de las achiras se llenaba
de agua. Emilia acomodó el filo de la pala contra uno de los tallos, puso
su pie arriba del borde y se paró encima de la pala, hundiendo la tierra
con todo su peso.

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—Tenga cuidado, no vaya a lastimarse otra vez la espalda.
—Shhh, Fátima, que lo que no se nombra no existe.
Entre las dos agarraron el tallo y tiraron. En lugar de salir la planta
entera, se partió.
—La raíz quedó adentro de la tierra.
—Sí, pero casi no se nota. Está mucho más prolijo. No decaiga, que
todavía nos quedan todas las demás —dijo Fátima.
No poder sacar una planta de raíz era impensado, ni siquiera se ha-
bía imaginado que pudiera pasar una desgracia así. Ella había plantado
la mayoría de esos árboles, les había elegido su lugar. Era la creadora de
ese jardín y no estaba dispuesta a renunciar a él.
Iba a tener que cortar las plantas cerca del nacimiento, contra la
tierra, para aparentar un buen raleo. Para eso necesitaba una tijera de
podar, pero la había perdido. Fue entonces cuando Fátima dijo que no
tenían cómo llegar hasta la ferretería, como si Emilia necesitase que le
recordaran las cosas evidentes.

Habían comprado la quinta cuando Fermín todavía vivía y sus hijos,


Mario y Lucía, eran chicos. En el pueblo se decía que era una buena in-
versión porque la vendía un gaucho apurado al que estaban por embar-
gar por un tema de apuestas. En ese momento, Fermín había dudado de
hacer el negocio porque, aunque la quinta era grande y la tierra buena,
para llegar al pueblo no quedaba más remedio que subir a la ruta. Eran
cien metros de ruta, no más que eso, ocho cuadras por la calle principal
y ya se estaba en la plaza del pueblo tomando café en el club social. Un
paseíto, nada más. Valía la pena, dijo Emilia, y no se discutió.
La ruta nunca les había traído problemas: tenían auto y bicicleta.
Les habían enseñado a Mario y a Lucía a tratarla con cuidado. Fermín
se había dedicado a la cría de caballos y ella vendía en el pueblo merme-
ladas caseras. La quinta les había dado suficientes naranjas y pomelos,
buenos duraznos y ciruelas dulces.
Emilia había sido incansable y los hijos se lo habían reprochado: que
comía de parada, que dedicaba demasiado tiempo a los frutales, que era
una mujer incauta. Los hijos reprochan todo, lo malo y lo bueno también.

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Mario y Lucía notaron tarde el paso del tiempo, como casi todo. Emi-
lia había salido a hacer compras y estacionó la chata frente a la plaza. Es-
taba en la tienda del Canario Arrúa cuando escuchó el golpe. Ni siquiera
había sido culpa de ella.
—Fue el destino, Fátima, la muerte que me persigue.
—No exagere que no le pasó nada, ni siquiera estaba en el auto.
—Es que no conozco una forma peor de echarse a perder que esta,
lenta como matungo.
A la chata la tocó con el auto un chico de no más de veinte años cuan-
do trataba estacionar.
—Le dan licencia a cualquiera, ¿se da cuenta?
La licencia de manejo de Emilia estaba vencida, lo descubrió Lucía
cuando llamó al seguro. Intentó renovarla, pero no pasó la prueba de la
vista y se la rechazaron. Había andado durante meses así: sin permiso
de conducir, tanteando el camino. No podía ir por ahí arriesgando a los
demás, manejando la chata sin ver. No es neblina mamá, así lo había di-
cho Lucía. Mario se llevó la chata porque dijo que ella ya no la iba a usar
y a él servía.
Malparidos, venir a decirle a ella lo que podía hacer y lo que no.

Cuando Emilia se levantó de la siesta las achiras seguían salvajes.


El pasto también estaba crecido y el hombre que tenía que venir a hacer
esos trabajos había faltado. Se quedaba durmiendo, tomando cerveza
por ahí, cualquier cosa le parecía más importante que el parque de Emi-
lia. Nada podía salir peor. Ella se quedó un rato parada, contemplando el
desastre y decidió que la cosa no podía quedar así.
Llamaron a un remisero al que tuvieron que darle muchas explica-
ciones para que entendiera cómo llegar. ¿Cruzando la ruta? Sí, no era tan
lejos, pero tardó más de cuarenta minutos en llegar. Las dejó en la ferre-
tería del pueblo, le pidieron que esperara. Compraron la tijera de podar y
una pinza que hacía falta. Fueron al almacén de la vuelta y aprovecharon
para llevar la comida de la semana. Qué tristeza, dependiendo del hom-
bre del remís. Se lo notaba vago, lo pensó Emilia y lo dijo. Fátima estuvo
de acuerdo. Los jóvenes ya no querían trabajar. Le hacía acordar a Mario,

100
pero enseguida se arrepintió de decirlo. Si él no se hubiera quedado con
su chata, con su libertad para ir y venir cuando quisiera, no habría dicho
algo con tanta maldad.
Salieron con cinco bolsas del almacén. Fátima vio que Emilia cruza-
ba la calle. No sabía a dónde iba, el remís estaba para el otro lado. Pensó
que la angustia la hacía desvariar, que Emilia estaba mucho peor de lo
que ella había supuesto. Pero no, caminaba decidida, como quien toda-
vía tiene muchas cosas por hacer. Entró al negocio de Beto, que hacía
podas y jardines. Caminaron alrededor de máquinas de cortar pasto y
bordeadoras en exhibición. Emilia le dijo a la chica que atendía el nego-
cio que estaba buscando un tractor para cortar el pasto. Le mostraron
varios modelos y eligió el que le dijeron que era más fácil de manejar.
Tenían envío a domicilio y la chica entendió muy rápido cómo se llegaba
a la quinta. Le preguntó cómo iba a pagar.
—Como cualquier mujer independiente, nena. Escuchá este conse-
jo, siempre tenés que tener algo de plata escondida.
Salió del negocio excitada, salvaje como sus plantas, contenta como
todo lo que se sale de control.

Tuvieron que hacer lugar en el galpón para guardar el tractor. Tra-


bajaron durante días en eso, y al final quedó resguardado de la lluvia y
de los curiosos. Emilia decidió cerrar el galpón con un candado viejo que
había encontrado en su mesa de luz y guardó la llave en un lugar seguro.
Nunca terminaron de cortar las achiras, pero a Emilia no le importó.
A Fátima le preocupaba ese repentino desinterés por las plantas y esa
nueva obsesión por el pasto corto. La veía agarrarse la cintura cada vez
más seguido, trastabillar cada vez que se subía al tractor. Había decidido
no esperar al jardinero, incluso fantaseaba con despedirlo. Fátima pen-
saba en todas las formas en las que se podían pagar las imprudencias,
pero Emilia le tenía prohibido nombrarlas.
Una noche, después de cenar, estaban las dos mirando televisión en
el sillón. Se habían tapado las piernas con una manta tejida y comían un
chocolate que habían comprado en el almacén. Sonó el teléfono, Emi-
lia dijo que era tarde para que anduvieran molestando a esa hora, pero

101
Fátima insistió en que tenía que atender. Era Lucía queriendo saber las
novedades: cómo se había levantado, si tenía alta la presión, si tomaba
los remedios, si había estado comiendo dulces. Emilia silenció el televi-
sor y se le cayó la manta al piso. Miró a Fátima a los ojos, atenta a cada
palabra, a cada gesto. Fátima dijo que por supuesto que dulces no, que
muy tranquilo todo y empezó a contarle el argumento de la película que
estaban viendo porque no hay mejor forma de espantar a los hijos ansio-
sos que contándoles detalles de cosas inútiles.
—Deben haberse enterado lo del tractor, Emilia. Se los debe haber
dicho Beto.
—Él nunca me haría una cosa así.
—Y si se lastima la espalda en esa cosa, ¿qué les digo? Me van a
culpar a mí.
—Ni lo diga, Fátima, no atraiga las cosas malas.
Se fueron a dormir cada una a su habitación, las dos intranquilas.
Fátima pensando en las imprudencias y en las posibles desgracias, y
Emilia en los matungos, esos caballos que se venden por dos pesos por-
que ya no pueden correr.

Una mañana, ni bien había levantado la niebla, Emilia decidió que


le hacía falta tomar un café en el bar. Fátima se quejó por todo el tiempo
que iban a tardar hasta que llegara el remís a buscarlas. Ya era tarde y se
les iba a hacer la hora del almuerzo. Emilia dijo que el hombre del auto ya
no le hacía falta a nadie. Se cambió, se puso los pantalones nuevos y un
sombrero que se había comprado hacía años y que usaba cuando iba con
Fermín a las carreras. Abrió el galpón, levantó las cuchillas del tractor, lo
puso en marcha y le pidió a Fátima que abriera la tranquera.
Salió a paso lento con el tractor por la calle de tierra. Tuvo dudas an-
tes de subir a la ruta, pero era una zona poco transitada. Se convenció de
eso, de que tan cerca de un pueblo nadie maneja sin precauciones. Ade-
más, había hecho ese mismo recorrido durante casi toda su vida: sola y
acompañada, con la panza hinchada por los embarazos, de apuro yendo
a la salita por un golpe de los hijos, de noche después de una fiesta. Se

102
sabía esa ruta de memoria, había ayudado a formar cada uno de esos
pozos que ahora trataba de esquivar.
Fátima la vio avanzar despacio y subir a la ruta. Corrió detrás de ella.
Vio cómo se formaba una fila de autos detrás del tractor, la vio doblar en
la calle principal.
Emilia manejaba con miedo a que se le volara el sombrero, pero salu-
dó a los vecinos que se frenaban para verla pasar. Los nenes la señalaban
y unos chicos de unos quince años la aplaudieron en una esquina. Le
gustó la caravana que se había formado detrás de ella, como si fuera la
reina de un desfile. Avanzó por la calle principal, sintiendo la brisa fresca
contra el cuello y la deliciosa sensación que traen las cosas nuevas: la
respiración agitada, la piel alerta, la sensación de mullida irrealidad y
ese cosquilleo ácido debajo de la lengua.
Estacionó el tractor frente a la iglesia, en el lugar reservado para los
curas. Se sentó en el bar del club social, en una de las mesas de la vereda.
Se dejó el sombrero puesto y se tomó un café largo, negro, sin azúcar.

Unos días después, Mario y Lucía aparecieron de visita, sin avisar.


Habían estado llamando cada vez más seguido. Se turnaban: un día Lu-
cía y el otro, Mario. Una vez llamaron los dos el mismo día. Se sentaron
todos en los sillones de jardín y Fátima llevó jugo de naranja y bizcochue-
lo. No era su trabajo, estaba más complaciente que de costumbre. Habla-
ron de cosas triviales: de la familia, de los nietos, de unos escurridores
nuevos que limpiaban el piso como los viejos, pero todos decían que eran
mejores. Avanzó la tarde y se terminó el jugo, pero los hijos seguían ahí.
Lucía se levantó de la silla, caminó por el jardín, miró cómo las achi-
ras invadían el parque. Preguntó si podía cortar unas hojas para llevarlas
a su casa y ponerlas en un florero. Emilia le dijo que sí, que podía ser una
buena decoración porque ese era el tipo de adornos que le gustaban a los
jóvenes. Lo había visto en una revista, y pensar que las achiras habían
estado siempre ahí. Lucía dijo que iba a ir al galpón a buscar las tijeras
de podar, pero no hizo falta porque habían quedado en la galería. Emilia
cortó con la tijera una flor y un par de tallos con sus hojas. Eligió las más

103
grandes, las que tenían el verde más intenso, y se las dio. Lucía las soste-
nía en sus brazos como a los ramos que arman en la florería.
El sol naranjeaba detrás de unos pinos. Era un buen final para una
buena tarde de una semana inquieta. En eso estaba pensando Emilia,
pero se distrajo espantando un tábano con la mano. Mario dijo entonces
que una tijera de podar no podía dar vueltas por la casa como si no escon-
diera un peligro, como si las puntas no pudieran clavársele a cualquiera.
A esta altura de la vida ella debería haber aprendido el lugar que tiene
cada cosa. Dijo que la tijera de podar tendría que haber estado siempre
en el galpón.
Lucía tenía una mirada rara, como de tristeza, o eso le pareció a
Emilia. En ese momento, cuando vio el gesto de Lucía, Emilia tuvo mie-
do. Pensó que Beto la podía haber traicionado o quizás algún vecino, de
esos que no tienen nada mejor que hacer, les había contado que la había
visto paseando por el pueblo en el tractor. Mario caminó hacia el galpón,
decidido. Emilia lo siguió apurada.
—¿Desde cuándo tiene llave este galpón?
—Mamá, decinos dónde está la llave —dijo Lucía.
Emilia se tocó los bolsillos del pantalón y el de la camisa. Dónde es-
taría esa llave, era tan chica, las llaves se pierden todo el tiempo. Movió
las ramas de un arbusto y levantó una piedra. Los hijos la miraban repre-
sentar esa coreografía improvisada como quien espera paciente hasta el
final de una obra por respeto a los actores.
—Va a tener que ser otro día. Podemos guardar la tijera en el armario
del lavadero.
—Mamá, ya sabemos lo del tractor —dijo Mario.
—¿Qué tractor? —A Emilia le temblaba la voz.
—Fátima debe saber dónde está la llave. No sé qué haríamos sin
ella, es la única confiable en esta casa —dijo Lucía.
Emilia miró a Fátima esperando que dijera su parte del diálogo. Ha-
bían practicado juntas posibles excusas por si los hijos preguntaban y
habían elegido la que creyeron más probable de todas, pero ella no dijo
nada. Cómo podía ser que en el momento en que más la necesitaba, Fá-
tima pareciera ausente. Ella, que entendía la importancia que tienen los

104
lugares privados y conocía el gusto de las pequeñas felicidades, como la
que da un chocolate antes de dormir.
Fátima caminó hacia la casa, entró, fue a la cocina, sacó de la alacena
un frasco con polenta y metió la mano. Desmenuzó la polenta entre sus
dedos hasta encontrar la llave del candado del galpón. Emilia vio cómo
su llave pasaba de una mano a la otra. Fátima les había hablado de ella a
sus hijos, había roto su pacto y la había hecho aparecer. Estaba ahí, real,
a la vista de todos.
Mario puso la llave en la cerradura para abrir el candado. Le habían
sacado la chata, la habían dejado sin Fátima y ahora iban a sacarle tam-
bién su tractor. Mario giró la llave para abrirlo, pero en el primer intento
no pudo porque el candado era viejo y estaba duro. A Emilia solamente
le quedó confiar en que el óxido del candado lo hiciera resistir, pero al
final cedió, dándose por vencido, como todas las cosas que pierden su
fuerza con el tiempo.

105
La tía María
Andrea Luna

Por su arrojo, denuedo y resolución


con las armas en la mano,y sin ellas,
ha recibido seis heridas de bala.
Manuel Rico

Si cerraba bien fuerte los ojos, podía ver el mundo. Sostener los pár-
pados bien apretados le permitía ser partícipe de una memoria ancestral
sobre la que no deseaba tener el control, sino todo lo contrario: quería
dejarse llevar, sentir su espíritu meciéndose con el viento suave del estío
en un viaje que durara siglos.
Más allá de toda circunstancia, amaba cada momento de su vida tal
como se le presentaba; incluso así, en la oscuridad de la incertidumbre
y en el espanto de la muerte que se paseaba jactanciosa, demasiado cer-
ca ya. En ese preciso momento anheló la libertad plena, en tanto había
entendido que solo mirándose bien a sus adentros la aceptación de la
causa sería total y liberadora. Lo demás, no importaba nada.
Bien apretados los ojos. Mucho, muy fuerte. Con toda la fuerza que
su cuerpo cansado podía brindarle. Mucho... Porque a sus años, aje-
treados y dolientes, poder concentrarse en algo tan nimio también era
un pequeño triunfo. Un poco más, un poco más, hasta que los fosfenos
comenzaron a danzar, regalándole pinturas vivas de tiempos pasados…

Había en el aire ciertos aromas que no debían estar allí. Hizo una
mueca con los labios en señal de profundo desacuerdo, pero no tardó
nada en transformarla en una sonrisa: había muchos allí que la nece-
sitaban… a la sonrisa y a ella. De algún modo había desarrollado una
capacidad bastante aceptable para diferenciar la paja del trigo y colocar
a cada una en su debido lugar. Prefirió, entonces, cerrar los ojos y creer

107
en las ensoñaciones que le traían las flores del chalchal y la madera in-
confundible del lapacho rosado, húmedas con el alba recién nacida.
Saboreó entre la lengua y el paladar el recuerdo del desayuno por de-
más frugal de la madrugada, cuando todavía era de noche. El estómago,
cerrado y en una madeja de nudo enmarañado, le hizo poner la piel de
gallina: acaso se sentía vieja para esos menesteres. Acomodó el cántaro
de agua sobre la cabeza una vez más y siguió andando con paso ligero,
porque el general la esperaba. Tragó saliva y les dijo a las lágrimas que
amenazaban con atormentarla, bien para adentro, que se dejaran de
embromar, que ahí ella era la que llevaba la voz de mando.
Y es que no podía dejar de pensar en el acto piadoso que unas pocas
horas antes había hecho aquel hombre que tenía en sus manos la vida de
todo un ejército y el destino de un pueblo: el verlo rodilla en tierra apenas
despuntada la mañana y rezando a la Virgencita de la Merced en su día
por un milagro pudo haber sido un golpe siniestro para cualquiera, pero
no… no para ella. Porque si algo había aprendido era que ese hombre
podía recibir una fuerza extraordinaria desde lo más alto del cielo azul.
Por supuesto, también ayudaba que fuera primavera y que las flores exu-
berantes se prestaran animosas para hacer una guirnalda votiva: ella
misma había rezado un avemaría al verlo, mientras sus manos ágiles
trabajaban deprisa para llegar antes de que el hombre terminara su de-
voción. Cruzaron levemente las miradas, y entendió su agradecimiento
una vez más.
—¿Todo está dispuesto? —preguntó al levantarse—. ¿Y los
hombres?
Una mirada y una sonrisa con la mitad de la boca fueron la respuesta
lacónica que el general necesitaba. Nada más. No podía decirle que la
derrota en Huaqui y la quema de todo en Jujuy durante la huida habían
mellado la moral, no solo de los civiles que se acoplaban al ejército,
sino también la de los soldados más avezados, y que la victoria de Las
Piedras parecía no alcanzar. De ninguna manera podía decirle que no
estaba segura de que sus plegarias a la Patrona de aquellos lares y sus
arengas hubieran servido de algo. Ahora, todos tenían el corazón es-
trujado de miedo, pero henchido de bravura: contradicción entendible,

108
incluso en ella, mujer fuerte y sacrificada. Y lo había dejado a solas con
sus demonios y con sus ángeles, que buena falta le hacían.
Volvió a acomodarse el cántaro que llevaba en la cabeza, no porque
fuera a caerse, sino más bien como un tic: necesitaba saber que estuviera
bien. Frunció la nariz: “Pucha con ese olor”. Ya no estaba la primavera en
el aire, por más empecinada que estuviera en buscarla. Y no era porque
tuviera aires de tilinga mimada, todo lo contrario, sino porque la tierra
floreciendo le recordaba sus propios pechos en flor. Suspiró sin permi-
tirse una sola lágrima ni un solo estrujo en el corazón ni un recuerdo de
los amores perdidos: la Patria lo era todo, debía serlo todo, siempre sería
todo… recordar no mejoraría en nada la situación que se avecinaba.
El olor del fuego de los pastizales quemados por el teniente Lama-
drid le dijo que ya era tiempo.
—¡Eh! Vos, soldado…
El hombre miró a la mestiza como pocas veces había mirado a una
mujer, más siendo de color… incluso a pesar de ser él mismo un gaucho
con sangre bien mezcla de indio y españoles antiguos. La miraba con
un respeto sencillo, aunque vehemente. Siempre dudaba de cómo debía
llamarla. ¿Tía? ¿Madre? No era el momento… ¿Señora? Señor seguro
que no…
—¡Mande, mi sargento mayor!
—¿Por dónde vienen?
—Por el viejo Camino Real.
—Hum… —masculló. La ciudad sería un caos—. Llevale vos el agua
al general, después te venís conmigo. Ya es hora.
Lo vio irse, sabiendo que tal vez, cuando todo terminara, ya no lo
vería de nuevo… o lo encontraría roto. Elevó el mentón, echó los hom-
bros hacia atrás, se acomodó los pendones y llevó la mano a la cintura,
dispuesta a empuñar el sable que se había ganado entre honores. Tomó
aire hinchando fuerte los pulmones, insuflándose coraje y tomando la de-
cisión de obviar ciertas órdenes más apropiadas para las otras mujeres de
la ciudad: en definitiva, ella no era parte de ningún hembraje temeroso.
Algo más había en el aire que los pajonales quemados. Después
todo había sido confusión. Desde el norte y hacia el oeste había salido

109
a la carga con el resto de la tropa. Correr con la falda era una tortura (al
menos en ese momento no podía ver el futuro), así que había tomado por
costumbre anudarla por encima de la rodilla para que las piernas que-
daran libres y para que la tela no se enganchara con nada que pudiera
perturbar ni su carrera ni su equilibrio. No se permitía usar pantalones:
morena o no, seguía siendo una dama. “Rápido y contundente”, había
dicho el general, y así debería ser, no importaba ni importaría nunca lo
escarpado del terreno. Poco más podía recordar de aquel día… excepto
que el general había recibido su milagro.
El clarín que llamaba a degüello había resonado como un eco, tan po-
deroso como las trompetas de los arcángeles. Las dianas y tamboriles de
la marcha, el paso firme de los hombres que vencían los temores a fuerza
de coraje en el pecho, hinchaban los pulmones de vientos libertarios.
Alguien le alcanzó un fusil. Disparó. Acometió. Gritó desaforada con
su voz de mujer indómita erizando la piel de los suyos, sorprendiendo al
realista que no entendía de hembras corajudas. La María era ahora “sol-
dada”, no la tía de todos… después, con la calma, sería la Madre. Escuchó
la acometida de los gauchos tucumanos recién reclutados, al mando de
Balcarce, de a caballo, lanza en ristre y resonando los guardamontes
de los corceles como mil demonios enfurecidos. Los vio destrozar la
columna de Tristán hasta hacerlos chillar como cajetillas y surquiando
entre españoles, que seguro se iban de fuentes del susto. Después supo
que sus gauchos, valientes y sin formación militar, habían saqueado las
reservas del enemigo: mulas con avíos, municiones, metales preciosos,
prisioneros y todo.
En el frente, el del centro, la cosa era bien distinta. La confusión era
la que reinaba, destartalando el orden que había querido mantener el
general. El enemigo avanzaba y los revolucionarios se embrollaban de lo
lindo tratando de sacárselos de encima. Acaso Dios y la Virgen parecían
haberlos abandonado cuando cayó prisionero Superí.
—¡Qué esperan, abombaos! ¡Al frente y al centro todos!
Ella no se iba a quedar mirando. Pero clavó las guampas en seco
cuando vio a la caballería hacer la de los indios: embestir en rastrilla-
da. Y se desbarataron nomás, en medio del gentío y los pingos que se

110
asustaban de los cañonazos de la artillería que seguía azuzando los
oídos del viento y que sonaban a refosilos retobaos. Sin embargo, todavía
podía sentir a lo lejos el ritmo preciso, frenético y corajudo del tamborile-
ro que, con el corazón henchido, rendía homenaje al pequeño Pedro Ríos,
muerto en Tacuarí.
Y no, que Diosito no se había olvidado y el milagro que Belgrano
había pedido al alba se hizo presente en la forma de bichos que sabían
ser feos. Una nube de langostas trajo la noche durante el día y, con ella,
la ceguera del espíritu.
—¡Perra vida! —exclamó alguien cerca suyo, pero no pudo saber de
dónde exactamente provenía el vozarrón que sonaba amargo y ronco,
apenas entendible entre los truenos de la artillería y los sablazos que
iban y venían… y de los gritos de los heridos que se amontonaban, lasti-
mando sus oídos y carcomiendo las emociones que pugnaba por contro-
lar—. ¡Y que viva la Patria, canejo!
Se encontró pensando que se había equivocado, que debía haberse
puesto pantalones: la próxima lo haría… porque sabía que el asunto no
terminaba allí y, para entonces, ser una dama era una cosa, pero ser
soldada, otra muy distinta. Al final, la falda le estorbaba demasiado
para concentrarse en cómo blandir mejor sus armas. Corrió a parape-
tarse en un zaguán cuando vio a los tiradores patriotas apostarse en los
techos de la ciudad. Tucumán estaba bajo asedio y deseaba estar allí,
ayudando en el combate como hasta el momento, pero pronto supo otra
cosa: ocurriera lo que ocurriera, necesitaba estar viva para el infierno de
después de la batalla. Sería, entonces, el tiempo de las mujeres. Se tomó
un momento para sopesar sus responsabilidades: luchar, contener a los
hombres, ayudar a sanarlos…
Y la visión de la batalla fue otra: vio los charcos de sangre que se es-
currían a mares, mezclándose entre el adoquinado o entre el barro de las
callejas, transformadas en nichos fúnebres. Aguzó el oído.

Buenos Aires era otra cosa: cada día extrañaba los ceibales. Es que
aquel paraje tucumano era, todo él, un jardín… incluso en tiempos de ba-
rricadas improvisadas en las calles, de instrucción militar a las carreras,

111
de bravura supliendo experiencia. Sí, extrañaba el paisaje, pero más a la
gente. Buenos Aires siempre sería otra cosa, porque pese a todo, a que de
allí habían salido siempre las órdenes y las estrategias, siempre también
había permanecido ajena a la necesidad de insuflar coraje y templanza
a una población civil que vería las puertas de sus casas convertidas en el
escenario de una batalla sangrienta. Y la pucha que el tucumano había
cumplido.

Ahí estaba lo que había ido a buscar. En medio de la batalla encar-


nizada, había un estruendo más silencioso: el de las mujeres que no
habían ido a pelear junto con los hombres para quedarse a proteger a la
generación que, una vez libres, engrandecería a la nueva Patria. Porque
muchas habían salido a la lucha sin saber cómo, sin nunca haber blandi-
do más arma que una cuchilla de cocina. ¿Matar a un realista sería tan
sencillo como trozar un chivo pa’l puchero? Y les habían respondido que
sí, que si la cosa se ponía brava pensaran en cortarles las reales criadillas.
Las reclutó de a una, de a decenas… Porque las que ya estaban
aprestadas no alcanzarían. Esperaba que en el improvisado hospital
de campaña las damas hubieran dispuesto todo según sus órdenes: los
catres, las vasijas con agua, el fuego necesario y las telas, hasta las de
sus propios vestidos, preparadas como vendas.
Cuando el humo y las langostas, la pólvora, la marcha y el galope
de los caballos se disiparon, quedaron la sangre y el olor a sudor, heces y
vómito. Y los gritos de los hombres y mujeres, y hasta de algunos niños,
heridos, rotos y desmembrados, fueron poblando la atmósfera de una
noche que sería eterna. Otros se encargarían de los muertos.
Si San Miguel había sido una ciudad-jardín, ahora había devenido
en un enorme hospicio, cuartel, campo de batalla, cementerio, guardería
y cocina de campaña. Las órdenes del general habían sido claras, incluso
antes de saber que habían vencido, y ella las haría cumplir a rajatabla.
Corría casi, llevando agua, alimentos y hasta bacinillas que se le des-
bordaban en las manos, atenta a no resbalarse con los bichos muertos,
aunque más a las necesidades de los pocos médicos que sabían lo que

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debía hacerse allí, en el caos que no terminaba; pero más atenta todavía
a mecer entre sus brazos a los hombres que clamaban consuelo entre
gemidos y sangre mustia.

Duerme, mi niño, duerme


que la Patria viene clareando
y entre tamboriles y pendones
los clarines vienen llegando.

Nana del Norte hermoso,


nana del jardín en flor.
¡Oh, oh! Nana del jardín en flor.

No temas dormir, no temas


que en tu cabecera oro yo.
¡Oh, oh! Que en tu cabecera oro yo.

Nanita, nana, nanita…


celeste y blanca,
nana y sol.

Duerme, mi niño, duerme


que esta negra te prepara,
de la carga a tu descanso,
para el mate la lechada.

Nana del Norte hermoso,


nana del jardín en flor.
¡Oh, oh! Nana del jardín en flor.

No temas dormir, no temas


que en tu cabecera oro yo.
¡Oh, oh! Que en tu cabecera oro yo.

113
Nanita, nana, nanita…
celeste y blanca,
nana y sol.

Duerme, mi niño, duerme


que el alba viene llegando
y se llevará los horrores
que la batalla había dejado.

Nana del Norte hermoso,


nana del jardín en flor.
¡Oh, oh! Nana del jardín en flor.

No temas dormir, no temas


que en tu cabecera oro yo.
¡Oh, oh! Que en tu cabecera oro yo.

Nanita, nana, nanita…


celeste y blanca,
nana y sol.

—Madre, madre… que te cortaron los desalmaos.


—Alguno que he cuerpiado —dijo viéndose el brazo izquierdo—. No
es nada: llevale el agua al dotor.
El sol se puso y volvió a salir en el horizonte una, dos, infinitas y de-
nodadas veces; hasta que ya no importó nada que no fuera el aliciente de
escuchar a cada hora menos quejas y más suspiros de alivio. Las heridas
iban sanando y los vítores no cesaban, sino más bien todo lo contrario:
por aquellos días ya estaban seguros de que la victoria había sido deci-
siva y la huida del enemigo hacia el norte traería algo de paz a la ya muy
golpeada San Miguel.
—No permito que mis hombres ignoren las órdenes que les doy.
—Mi general…

114
—No he terminado. Pero usted, usted no es un hombre… ni tampo-
co cualquier mujer. Vaya a hacer lo que sabe, que los soldados quieren a
su Madre de la Patria, y yo no la voy a hacer negar. —Elevó la cabeza en
señal de autoridad. Desde arriba, la miró fijamente a los ojos—. Y que
no se entere ninguno que usted hizo lo que quiso. Al crepúsculo, se me
presenta en la plaza.
Las horas pasaron lentas, con el pensamiento fijo de lo que les pasa-
ba a los negros desobedientes, esclavos o no. Temblaba al pensar en qué
ejemplo les daría a los montones de mujeres que la veían como modelo y
guía de cómo debería ser la sociedad en la nueva Patria.
Sí, el día fue largo pese a no tener tiempo casi ni para respirar. El
asunto no había terminado y saber que seguirían rumbo a Salta per-
siguiendo al ejército realista le producía emociones encontradas: otra
vez, más de lo mismo; así, como hasta ahora, lucha, sangre y lodo… y
esperanza, paz y pasión. Nada más y nada menos. Sonrió un instante,
permitiéndose pensar en los años venideros, aunque tal vez no estuviera
allí para verlos.
El crepúsculo naranjeaba el horizonte, pero lo que estaba más acá,
cerca, brillaba con los violetas del jacarandá que proporcionaba techo,
frescor y vida a la ciudad cargada de vítores. La plaza de armas, violácea
de flores y anocheceres, bullía con las voces de todos, hombres, niños,
mujeres que se habían congregado allí a las órdenes del general. Sin
embargo, la tía María temblaba.
—Yo, Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, por
obra de la Patria, Jefe del Ejército del Norte. Atendiendo a los méritos
de doña María Remedios del Valle, soldada y auxiliadora de esta guar-
nición durante los hechos de la batalla aquí librada el día de la Virgen de
la Merced, he venido a nombrarla capitana de esta compañía, mandán-
dole guardar de inmediato los privilegios y obligaciones que el cargo le
confiere…
No supo qué decir y no dijo nada, solo un leve gesto con la cabeza en
señal de agradecimiento. Ante los vítores del Ejército del Norte, levantó
una mano con timidez, mientras una sonrisa emocionada intentaba

115
esconder las lágrimas que comenzaban a encontrar el recorrido por sus
mejillas curtidas por el sol.

Se había sentado en el atrio de la iglesia de Santo Domingo, cerquita


de donde yacía sepultado su general y donde se rendía homenaje a los
prohombres del Ejército del Norte. De frente al sol, permitía como cada
día que su calor le templara la cara mientras observaba de reojo el andar
despreocupado de los hombres de levita y de las damas con desmesu-
radas faldas de sedas y puntillas. Extendió la mano llena de arrugas y
viejas cicatrices que compendiaban, ellas solas, las de todo su cuerpo,
maltratado por la lucha encarnizada con la que siempre había defendido
a la Patria, torturas y todo. Con la palma hacia arriba y la mirada baja
supo que el transeúnte, a quien no se atrevió a mirar, le había dejado un
cuarto de real.
Si acaso el hombre hubiera sabido que aquella mendiga mestiza
era nada más y nada menos que la Madre de la Patria, tal vez le hubiera
arrojado un par de monedas más1.

1 María Remedios del Valle fue una de las pocas mujeres “soldadas” reconocidas como
tal en cargo, pensión y honores luego de las batallas por la Independencia Argentina,
aunque solo décadas después, tras mendigar por años en las calles de Buenos Aires.

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Índice

Nota editorial 7
Disfrazadora profesional 9
Agustín Ávila Ruscitti
Dejar el alma en la cancha 17
Hugo Gastón Irigaray
Géiser23
Enrique Decarli
Isolda y Berenice 33
Ernesto Tancovich
Heksen41
Mariano Mosquera
Maniquíes  45
Juan José Burzi
Ludmila 57
Federico Weyland
Vicente67
Natalia Kramer
Monvedat75
Maximiliano Sacristán
Errare humanum est 83
Raúl Héctor Lombardi
Monstruo93
Andrea Chulak
Los días inquietos 97
Julieta Villamil
La tía María 107
Andrea Luna
Esta edición de 1200 ejemplares
se terminó de imprimir en Imprentas del
Estado Bonaerense, 3 y 523, Tolosa,
Provincia de Buenos Aires,
en agosto de 2023.
N U E VA S N A R R AT I VA S
Añangapitanga. 13 relatos
desobedientes presenta las voces que ponen en
juego nuestra imaginación en torno a lo común.
En este libro se desobedece lo establecido, no para
romperlo, sino para encontrar en sus intersticios
esos mundos alternativos en los que también se
puede habitar.

El reino del revés: concurso de relatos


desobedientes María Elena Walsh fue organizado
por el Instituto Cultural, a través del programa
Buenos Aires Lectora de la Dirección Provincial
de Promoción de la Lectura. Se presentaron al
certamen más de 300 trabajos con un abanico muy
amplio de tonos y de temas.

En estos trece cuentos se vislumbra un espíritu


insurrecto que, disconforme con este mundo, se
propone construir aquel que podría ser.

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