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REVELACIONES PRIVADAS DE MARÍA VALTORTA

LA RESURRECCIÓN DEL HIJO DE LA VIUDA DE NAÍM

* En el rostro de Jesús aparece la expresión de los milagros más


poderosos.
Naím debía tener importancia en los tiempos de Jesús. No es muy grande
pero está bien construida. La ciñen muros. Se asienta sobre una baja y
risueña colina (un ramal del pequeño Hermón, que domina desde lo alto la
fertilísima llanura abierta hacia el noroeste). Para llegar a ella, viniendo de
Endor, hay que atravesar un riachuelo afluente del Jordán. Desde aquí ya
no se ve este último —y ni siquiera su valle— pues le ocultan unas colinas
que dibujan un arco en forma de signo de interrogación abierto hacia el
este. Jesús camina en dirección a esta ciudad, por un camino de primer
orden que comunica las regiones del lago con el Hermón y sus pueblos.
Tras de Él van muchos habitantes de Endor, verdaderamente locuaces. La
distancia que separa al grupo apostólico de los muros de la ciudad es muy
poca: unos doscientos metros, no más. Dado que el camino va derecho a
meterse por una de las puertas de la ciudad, y dado, además, que la puerta
está totalmente abierta —es pleno día—, se puede ver todo lo que está
sucediendo en la zona inmediatamente situada al otro lado de los muros; ■
es así que Jesús, que iba hablando con los apóstoles y con el nuevo
convertido (2), ve venir, en medio de un gran revuelo de plañideras y de
otras manifestaciones orientales de este tipo, un cortejo fúnebre. Muchos
dicen: “¿Vamos a ver, Maestro?”. (Ya muchos de los habitantes de Endor se
han precipitado a la puerta para mirar). Jesús, condescendiendo, dice:
“Bueno, vamos”. Judas de Keriot dice a Juan: “Debe ser un niño; ¡fíjate
cuántas flores y cuántas cintas hay sobre la camilla!”. Juan responde: “O
quizás una virgen”. Bartolomé dice: “No, sin duda es un muchachito joven,
por los colores que han puesto; además faltan los mirtos…”. El cortejo
fúnebre ya está afuera de la ciudad. No es posible ver lo que hay en la
camilla, que va en alto, llevada a hombros; sólo por el relieve que hace, se
intuye un cuerpo extendido, fajado, tapado con una sábana, y se comprende
que es un cuerpo que ya ha alcanzado su completo desarrollo, porque
ocupa toda la largura de la camilla. A su lado, una mujer velada, ayudada
por parientes o amigas, camina llorando: es el único llanto sincero en toda
esa comedia de plañideras. Y si uno de los que llevan las andas tropieza
con una piedra, o hay un agujero o una pequeña elevación, la madre gime:
“¡No, no, despacio; mi niño ya ha sufrido mucho!” y levanta una de sus
temblorosas manos y acaricia el borde de la camilla —más no puede—, y,
no pudiendo efectivamente más, besa los ondeantes velos y las cintas que
el viento a veces agita, y que acarician la forma inmóvil. Pedro, compungido,
dice: “Es la madre”, y aparece un brillo de llanto en sus ojos sagaces y
buenos. Pero no es el único que tiene bañados los ojos por esa congoja; al
Zelote, a Andrés, a Juan hasta a Tomás, que siempre está alegre, les brillan
los ojos. Todos, todos están conmovidos. Judas Iscariote dice en voz baja:
“¡Si fuera yo… pobrecilla mi madre…!”. ■ Jesús, con una dulzura en sus
ojos tan profunda que se hace irresistible, se dirige hacia la camilla. La
madre, sollozando ahora más intensamente porque el cortejo se prepara a
girar en dirección al sepulcro abierto, en su delirio —¡quién sabe de quién
tiene miedo!— aparta con violencia a Jesús al ver que hace ademán de tocar
la camilla, y grita: “¡Es mío!” y mira a Jesús con ojos de loca. Jesús le dice:
“Yo sé que es tuyo, madre”. Viuda: “¡Es mi único hijo! ¿Por qué le ha tenido
que llegar la muerte? ¿por qué a él, que era bueno, que era encantador,
que era la alegría de esta viuda? ¿Por qué?”. La comparsa de las plañideras
aumenta su pagado llanto para hacer coro a la madre, que continúa: “¿Por
qué él y yo no? No es justo que quien ha dado la vida vea perecer al fruto
de su vientre. El fruto debe vivir, porque, si no, ¿qué sentido tiene el que
estas entrañas se desgarren para dar a luz a un hombre?” y, violenta y
desesperada, se golpea el vientre. Jesús: “¡No, así no! ¡No llores, madre!”,
y le coge las manos, se las aprieta fuertemente, se las sujeta con su mano
izquierda mientras con la derecha toca la camilla, y dice a los que la llevan:
“Deteneos. Poned en el suelo la camilla”. Los hombres obedecen y bajan la
camilla, que queda apoyada en el suelo sobre sus cuatro patas. Jesús sigue
teniendo en sus manos las manos maternas. Se yergue, imponente con su
mirada centelleante —en su rostro, la expresión de los milagros más
poderosos— y baja la mano derecha mientras dice con toda la fuerza de su
voz: “¡Muchacho, Yo te digo: álzate!”. ■ El muerto, así como está, todavía
fajado, se incorpora en la camilla y llama a su madre: “¡Mamá!”. La llama
con la voz balbuciente llena de miedo propia de un niño aterrorizado. Jesús:
“Es tuyo, mujer. Te le restituyo en nombre de Dios. Ayúdale a librarse del
sudario. Sed felices”. Jesús hace ademán de retirarse. ¡Ya, ya!… La
muchedumbre le inmoviliza junto a la camilla. La madre está literalmente
volcada hacia la camilla, forcejeando entre las vendas para tardar lo menos
posible, ¡lo menos posible!, mientras el lamento infantil, implorante, se
repite: “¡Mamá!”. Desenmarañado el sudario y las vendas, madre e hijo se
pueden abrazar, y lo hacen sin tener en cuenta los bálsamos pegajosos. La
madre quita del amado rostro y las amadas manos, con las mismas vendas,
esos bálsamos, y luego, no teniendo con qué vestirle de nuevo, se quita el
manto y con él le envuelve; y todo sirve para acariciarle…
* Jesús llora al ver resucitar al hijo de la viuda porque piensa en su
Madre.– ■ Jesús la mira, observa este grupo de amor abrazado al lado de
los bordes de la camilla, que ahora ya no es fúnebre… y llora. Judas
Iscariote ve este llanto y pregunta: “¿Por qué lloras, Señor?”. Jesús vuelve
su rostro hacia él y dice: “Pienso en mi Madre…”. El breve coloquio llama
de nuevo la atención de la mujer hacia su Benefactor. Coge a su hijo de la
mano, sujetándole, porque es como uno que tuviera todavía entumecidos
los miembros, y, arrodillándose, dice: “Tú también, hijo mío, bendice a este
Santo que te ha devuelto a la vida y a tu madre”. Y se inclina para besar la
túnica de Jesús. Mientras, la muchedumbre alaba jubilosa a Dios y a su
Mesías (ya le conocen como tal porque los apóstoles y los habitantes de
Endor se han encargado de decir quién es el que ha obrado el milagro). El
gentío prorrumpe en alabanzas: “¡Bendito sea el Dios de Israel! ¡Bendito
sea el Mesías, su Enviado! ¡Bendito sea Jesús, Hijo de David! ¡Un gran
profeta se ha alzado en medio de nosotros! ¡Verdaderamente Dios ha
visitado a su pueblo! ¡Aleluya ¡Aleluya!”.

* “Voy a otros desdichados que también me esperan. No retrases, por


egoísmo, su alegría. Vendré en otra ocasión. Ahora déjame seguir mi
camino”.- ■ Por fin Jesús puede librarse de la apretura de la gente y entrar
en la ciudad. Pero la muchedumbre le sigue, le persigue, con amor exigente.
Se acerca un hombre, que saluda con toda reverencia. “Te ruego que te
alojes en mi casa”. Jesús: “No puedo: la Pascua me prohíbe cualquier
detención aparte de las establecidas”. Hombre: “Faltan pocas horas para la
puesta del sol, y es viernes…”. Jesús: “Precisamente eso: antes del ocaso
debo llegar a mi etapa. De todas formas, gracias. Pero no me
retengas”. Hombre: “Soy el jefe de la Sinagoga”. Jesús: “Con lo cual me
estás diciendo que tienes derecho a ello. Mira, hombre, habría sido
suficiente que hubiera llegado una hora más tarde para que esa madre no
hubiera recuperado a su hijo. Voy a otros desdichados que también me
esperan. No retrases, por egoísmo, su alegría. Vendré en otra ocasión y
estaré contigo, en Naím, unos días. Ahora déjame seguir mi camino”. El
hombre no sigue insistiendo; se limita a decir: “Lo has dicho. Te espero”.
■ Jesús: “Sí. La paz sea contigo y con los habitantes de Naím; y también a
vosotros, de Endor, paz y bendición. Volved a vuestras casas. Dios os ha
hablado a través del milagro. Haced que en vosotros se produzcan, como
consecuencia del amor, tantas resurrecciones en orden al Bien cuanto es el
número de los corazones”. Una última, unánime exultación de la multitud,
para después dejar a Jesús que continúe su camino. Él atraviesa
diagonalmente la ciudad y sale hacia los campos, en dirección a Esdrelón.

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