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PAC

¡Oh, Jerusalem!
De Alejandro a Vespasiano.

Carles Ventura i Santasuana


¡Oh, Jerusalem! pág. 1

ÍNDICE1

De Alejandro Magno a Vespasiano. ¿El fin? Pág. 2

Bibliografía Pág. 32

Anexos Pág. 36

El Imperio de Alejandro Magno Pág. 37

Judea bajo los Seléucidas (200-164 a. C.) Pág. 37

Enfrentamientos entre Lágidas y Seléucidas Pág. 38

Cronología de los Lágidas y de los Seléucidas Pág. 38

Plano de La ciudad de Jerusalén Pág. 39

Palestina en el periodo Macabeo Pág. 40

Plano de Qumrán Pág. 41

Expansión durante el reinado asmoneo Pág. 42

Antiguas sinagogas de la diáspora Pág. 43

Planos del Templo de Jerusalén Pág. 43

La dinastía herodiana Pág. 50

La guerra judía. Movimientos de las tropas romanas Pág. 51

Provincia de Syria. Etapa imperial (30 a.C.-70 d.C.) Pág. 52

La caída de Jerusalén Pág. 53

“Masada no volverá a caer” Pág. 58

Contraportada Pág. 71

1
Imagen portada: Fragmento del Arco de Tito. Roma. Fue erigido en el año 81 d.C. por el Senado romano en
honor de Tito y Vespasiano. Conmemora la victoria romana sobre los judíos de los años 66-70 d.C.
¡Oh, Jerusalem! pág. 2

De Alejandro Magno a Vespasiano. ¿El fin?


Alejandro, nacido en el mes de julio del año 356 a.C.
en Pella, hijo del rey Filipo II, subió al trono de Macedonia
como Alejandro III2 en junio del año 336 a.C. Una vez conso-
lidado su reino, y a fin de llevar a cabo el que había sido el
plan de su padre, emprende la conquista del Imperio Persa,
que había dominado la política en Oriente desde el año 560
a.C. En la primavera del 334 a.C., Alejandro se puso en mar-
cha con su ejército.

El primer enfrentamiento con las tropas de Darío III (380-330 a.C.) se originó a ori-
llas de rio Gránico (334 a.C.), donde obtuvo una importante victoria a costa de pocas bajas
y, a consecuencia de la cual, se produjo la proclamación de la “libertad” y la “democracia”
para todas las ciudades griegas de Asia Menor. Al año siguiente, tuvo lugar un nuevo desa-
fío en la llanura litoral siria de Isos (333 a.C.), junto al río Pinaros. Con una nueva victoria,
las provincias persas al oeste del Éufrates quedaron abiertas para Alejandro, mientras que el
enemigo perdía el control del Egeo. Alejandro continuó su avance por la costa, ocupando
las ciudades fenicias y arrebatando a la flota persa sus arsenales y sus puertos (sólo la ciu-
dad de Tiro opuso una importante resistencia al avance del ejército macedonio, que se sal-
dó tras un asedio de seis meses). Posteriormente se adueñó de Egipto, donde, en el invierno
del 331 a.C., fundó Alejandría. Hay que decir que los egipcios, dominados desde hacía tiem-
po por los persas, lo acogieron como un libertador. Tampoco hubo enfrentamientos entre
las tropas macedónicas y las poblaciones judías de Palestina. Éstas pasaron de oficio y sin
tropiezos, por así decirlo, del control de los persas al de los macedonios. En Egipto, los
grandes sacerdotes lo aceptaron como su faraón y le fueron transferidas todas las funciones
propias de su soberanía: ocuparse del país y de sus súbditos, cumplir con todas las obliga-
ciones del culto y atender a las tareas administrativas y jurisdiccionales, que los egipcios
consideraban imprescindibles para el mantenimiento del orden social y de su propia pros-
peridad.

La batalla de Gaugamela (331 a.C.) fue el enfrentamiento decisivo que destruyó por
completo al ejército persa y permitió a Alejandro la ocupación de la ciudad de Babilonia.
2
Imagen: Cabeza de Alejandro, tocado con los cuernos del dios Amón, en un tetradracma de 297-281 a.C.
¡Oh, Jerusalem! pág. 3

El reinado de Alejandro supuso una verdadera revolución en las relaciones entre ju-
díos y griegos. Hasta entonces, apenas había existido diálogo entre ambos pueblos. Los ju-
díos, hablando arameo (y a veces hebreo), podían comunicarse con persas, babilonios e
incluso egipcios, pero no con los griegos, que no conocían más que su propia lengua. Pero
el heredero del rey de los persas, el macedonio Alejandro, hablaba griego3 e impondría irre-
versiblemente su propia lengua a su inmenso imperio, desde el Nilo al Indo4.

Alejandro no destruyó la antigua administración, si bien la modificó; separó la auto-


ridad civil, la administración de la hacienda y el mando militar. Un sistema uniforme de
educación, la lectura de Homero y de los trágicos, el teatro, la milicia y el comercio debían
facilitar la fusión cultural de sus súbditos.

Murió en el 323 a.C., tras ocho años de campañas en el este, sin fundar i realmente
una dinastía, lo que ocasionó que las guerras de sucesión no tardaran en estallar. En el año
321 a.C. se lleva a cabo un primer reparto del imperio entre un grupo de sus más fieles se-
guidores, los Diádocos, distribución que quedó configurada de la siguiente manera:

- Macedonia para Antípatro, que falleció en el 319 a.C.


- Egipto para Tolomeo I Soter, hijo de Lago. Aceptó en el 323 a.C. la satrapía de
Egipto, se proclamó rey en el 306 a. C. y fundó la dinastía de los Lágidas. Mu-
rió en el año 283 a.C.
- Tracia para Lisímaco, asesinado en el 281 a.C.
- Asia Menor para Antígono (el Tuerto). Adoptó el título de rey en el año 306 a.
C. y murió el 301 a.C. en Ipso, en la cuarta “guerra de los Diádocos” empren-
dida contra él.
- Babilonia para Seleuco I Nicátor. Ayudó en Gaza a Tolomeo en el 312 a.C. a
combatir a las tropas de Antígono. Regresó triunfante a su capital, Babilonia,
e inauguró la dinastía de los Seléucidas. Murió en el año 281 a.C.
-

* * * * * * * *

3
El griego practicado tras las conquistas de Alejandro es la “lengua común” denominada koiné. La koiné fue el
vehículo esencial de comunicación en el conjunto del amplio nuevo imperio.
4
Paul (1981), p. 26.
¡Oh, Jerusalem! pág. 4

El gobierno de los Ptolomeos fue el más poderoso y rico de los originados tras la divi-
sión del imperio de Alejandro Magno, por lo que los judíos no se vieron sometidos a dema-
siadas vicisitudes. No obstante, tras la conquista de Jerusalén5 en el año 320 a.C.6, una parte
de su población fue deportada a Egipto, uniéndose a la población judía ya existente en el
lugar desde época del Exi-
lio, dando lugar a una flore-
ciente comunidad judía en
Alejandría, donde destaca-
ba la convivencia entre
egipcios, griegos y judíos
gracias a la política ptole-
maica de libertad religiosa.

Las rivalidades y los


conflictos armados entre los
Diádocos fueron constantes
durante más de medio si-
glo, buscando cada uno de
ellos afianzar sus propias
fronteras a la vez, si la opor-
tunidad se presentaba, de
ampliarlas. En cambio, la cultura helenística se instaló decididamente con gran uniformi-
dad. Se declaraba universal y así lo sería a pesar de todos los conflictos y por encima de to-
das las fronteras7.

Tras la muerte del último de los Diádocos, Seleuco, nacieron tres nuevos ordenes de
poder encabezados por los sucesores directos de aquéllos, los denominados Epígonos, con-
figurando un nuevo panorama territorial:

5
Durante el gobierno ptolemaico “se tiene la impresión de que Jerusalén se mantuvo como la ciudad cerrada y
sacrosanta que Nehemías y Esdras habían querido”, impermeable a toda influencia helenística (Sacchi, 2004, p.
180).
6
Ant. 12, 1-11; Carta de Aristeas a Filócrates, 4.
7
Paul (1981), p. 29.
¡Oh, Jerusalem! pág. 5

- Macedonia, con Antígono, nieto de Antígono el Tuerto. La conquista ro-


mana acabó con la monarquía en el año 146 a.C.
- Egipto, con Tolomeo II Filadelfo (282-246 a.C.). Los romanos concluyeron
la dinastía de los Lágidas tras la victoria de Actium (31 a.C.) y la muerte de
Cleopatra.
- Siria y Asia Menor, con Antíoco I Soter (281-261 a.C). Roma puso fin al
reino de los Seléucidas en el año 64 a.C.

La llegada de Antíoco III (241-187 a.C.) a Palestina en el año 200 a.C., después de im-
ponerse sobre los Lágidasii, supuso para los judíos una importante mejora en cuanto al re-
conocimiento de derechos se refiere. Hasta el momento, “tanto si resultaba vencedor (An-
tíoco) como si era vencido, los judíos sufrían y participaban de su misma suerte, hasta el pun-
to de parecerse a un navío zarandeado por la tempestad”8. Promulgó un edicto garantizando
los privilegios de los judíos de la ciudad9; ancianos, Sumo Sacerdote, sacerdotes y otro per-
sonal del Templo fueron reconocidos como líderes de la comunidad y se les acordaron los
privilegios correspondientes, destacando la exoneración del pago de impuestos a sacerdotes
y a la clase alta.

Desde este momento, y hasta el año 175 a.C., Jerusalén vivió una época de auge eco-
nómico gracias a la influencia de la familia de los tobíadas10, habiendo una separación in-

8
Josefo, Ant 12,130.
9
El Rey Antíoco saluda a Ptolemaios. Considerando que los judíos mostraron su ya conocido celo por obse-
quiarnos espléndidamente a nuestra llegada a su ciudad y nos salieron al encuentro con el senado (yerousía) en
pleno, suministraron abundantes víveres al ejército y a los elefantes colaboraron en la captura de la guarnición
egipcia de la acrópolis, estimamos justo y equitativo por nuestra parte gratificar su ayuda reconstruyendo la
ciudad destruida por las acciones bélicas y permitiendo a los habitantes dispersos el regreso y la residencia en
ella. Decidimos, movidos de piedad, concederles para el culto una aportación de animales para el sacrificio, vino,
aceite e incienso: 20.000 dracmas de plata; en harina fina, artabes santas según el derecho vigente del país; en
trigo, 1.460 medimnos; y, además, 375 medimnos de sal. Yo mismo dispongo que todo se ejecute con arreglo a mi
mandato, y también que se lleven a término los trabajos en el templo, esto es, en los pórticos y en todo lo que
necesite renovación. El material en madera debe suministrarse de Judea, de otros pueblos y del Líbano, sin que
suban los impuestos con este fin. Lo mismo rige en cuanto a los materiales que sean necesarios para el embelle-
cimiento del templo. Todos los miembros integrantes del pueblo deben vivir con arreglo a las leyes de sus ante-
pasados. El senado, los sacerdotes, los escribas y los cantores del templo deben quedar exentos de lo que habían
de pagar en impuestos personales y del impuesto coronario y de la sal. Pero, a fin de que la ciudad sea poblada
con mayor celeridad, otorgo a los actuales habitantes y a todos aquellos que regresen hasta el mes de Hyperbe-
retaios la exención de impuestos durante tres años. Y para el futuro los eximimos de un tercio del tributo a fin de
ahorrarles sacrificios. Declaramos libres a todos los deportados de la ciudad y llevados como esclavos, lo mismo
que a sus descendientes, y ordenamos que se les restituyan sus bienes (Josefo, Ant, 12, 138).
10
La existencia de este clan está atestiguada desde mediados del siglo III a. C. por los Papiros de Zenón, que
otorgan así raíces históricas a la historia de los Tobíadas transmitida por Flavio Josefa (Ant XII). Estos Tobía-
das estaban aliados, mediante matrimonios, con la influyente familia sacerdotal de los Onías, de modo que se
habla de los “Oníadas” y los “Tobíadas”, y de que estas relaciones pasaron por fases de armonía y de rivalidad.
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terna cada vez mayor entre el poder religioso (el Sumo Sacerdote) y el poder político (de la
misma familia), y un aumento de las intrigas para obtener poder, buscando apoyos tanto en
Seléucidas como en Ptolomeos. Mientras que en la época de dominio ptolemaico Palestina
no contó con una verdadera aristocracia laica nativa, durante la dominación seléucida, y
gracias a la aparición de la familia antes mencionada, se fue creando una clase social alta
que buscaba aumentar su estatus y poder, y mostrando una tendencia a la helenización con
dichos fines11; veían en las estructuras culturales y comerciales del mundo helenístico una
oportunidad para que Judea saliera de su aislamiento y para el enriquecimiento individual.

Tras la muerte de Seleuco IV (187-175 a.C.)iii, le sucedió en el trono su hermano An-


tíoco IV Epífanes (175-163 a.C.). En sus primeros años de reinado, junto con el Sumo Sacer-
dote Jasón, se dio un fuerte espaldarazo a la helenización de Jerusalén. Así, éste último
construyó con satisfacción un gimnasio debajo de la misma ciudadela, y formó a los mejores
jóvenes, haciéndoles ponerse el “petaso”. Se daba tal florecimiento del helenismo y tal incre-
mento de lo extranjero, por culpa de la extremada maldad del impío – y no sumo sacerdote –
Jasón, que los sacerdotes ya no sentían celo por los servicios del altar, sino que, despreciando

La historia del clan se esquematiza de la siguiente manera: 1. Tobías, citado seis veces por los Papiros de Ze-
nón, aparece como un generoso aliado de Ptolomeo Filadelfo (282-246 a.C.) y de su ministro de finanzas, Apo-
lonio. Jefe político y militar en Transjordania, dispone de una guarnición de griegos proporcionados por Ale-
jandría, y Judea debe contar con él, ya que es cuñado del sumo sacerdote Onías II. 2. José, hijo de Tobías, se
aprovecha de las relaciones de su padre y de sus propios “amigos de Samaría”. Se introduce en la corte de
Ptolomeo III y da a su carrera un audaz impulso: hacia el año 242 a.C. (final de la tercera guerra siria), Onías II
se imagina que Siria va a ganarla y rehúsa pagar los impuestos debidos a Ptolomeo. La población, más clarivi-
dente, no le apoya. José se propone entonces como mediador, y el pueblo lo designa como prostatés, “presi-
dente”, representante de la nación ante Ptolomeo. La solución del asunto le valdrá a José la obtención del
cargo de recaudador de impuestos para toda la CeleSiria, Fenicia, Judea y Samaría. 3. Hircano, el benjamín y
el preferido de los ocho hijos de José, es enviado ante Ptolomeo (IV o V, entre el 205 y el 200). Dilapida en
regalos para el rey un tercio del capital familiar depositado en Egipto. Pero obtiene así el cargo de recaudador
que tenía su padre. Sus hijos mayores no pueden aceptar este hecho. De ahí las luchas durante las cuales
mueren dos de sus hermanos. Hircano debe retirarse a Ammanítida, donde restaura Arak-el-Emir (quizá con
un santuario); allí vivió como un príncipe independiente. Estos desgarros familiares reconfiguran el tablero de
las influencias: mientras Hircano representa los intereses lágidas, sus hermanos se alinean probablemente en
el campo proseléucida. Cuando, hacia el 200 a.C., Jerusalén y el sumo sacerdote Simón abren las puertas a
Antíoco III, Hircano no se encuentra en muy buena posición. Pero volvió a ganar influencia y visitó sin duda
la Ciudad Santa a partir del momento en que, teniendo los seleúcidas que pagar un pesado tributo anual a los
romanos, la presión fiscal se hizo más fuerte sobre los judíos y provocó el descontento. En tiempos de Seleuco
IV (187-175 a.C.), el Sumo Sacerdote Onías III debió de compartir las perspectivas antisirias de Hircano, puesto
que acepta en el Templo un depósito de fondos de éste (cf. 2 Mac 3,11). Cuando Antíoco IV comience en Pales-
tina una política vigorosa, Hircano se considerará perdido y se suicidará (entre el 175 y el 170 a.C.). Hircano
tiene un nombre griego; a las ambiciones financieras de José añadió ambiciones políticas, pero eligió, con
Egipto, el bando perdedor. Bajo Antíoco IV, los otros Tobíadas, sus hermanos o descendientes, contarán en el
desarrollo del helenismo. Pues la crisis es cosa de familias aristocráticas que internacionalizan sus rivalidades
ateniéndose a las decisiones del soberano; sus problemas sólo pueden dividir y desconcertar a los estratos
populares, superados por estos acontecimientos (Cf En tiempos de los imperios. Cuadernos Bíblicos 121. Este-
lla, Verbo Divino, 2004, pp. 51-52, y E. Will/C. Orrieux, Ioudaismos-Hellènismos, pp. 77-81).
11
García, p. 11-12.
¡Oh, Jerusalem! pág. 7

el templo y descuidando los sacrificios, se apresuraban a participar en los ejercicios de la pa-


lestra12.

Tanta fue la aceptación de estas medidas, que algunos del pueblo se llenaron de ardor
y acudieron al rey, que les dio autorización para practicar las costumbres de los gentiles.
Construyeron un gimnasio en Jerusalén, según las tradiciones de los gentiles, se rehicieron los
prepucios, se apartaron de la alianza santa, se unieron con los gentiles y se vendieron para
obrar el mal13.

Si para unos14 esta nueva política buscaba la conversión de Jerusalén en una “polis”
griega, para otros15 esta reforma de la capital no nace de una búsqueda de cambios en la
esfera de la cultura y de la religión, sino que son su consecuencia directa, siendo su causa
real la búsqueda de influencia política y de beneficio económico.

Antíoco IV16 siguió una política de helenización forzosa de


los territorios ocupados, lo que supuso el fin de la libertad reli-
giosa en Palestina; emitió un decreto (167 a.C.)17 por el cual se
castigaba con pena de muerte cualquier manifestación de la fe
judía, como la posesión de textos religiosos, la circuncisión de
los varones o el cumplimiento de las leyes de pureza alimentaria.
Llegó incluso a permitir el culto a las divinidades paganas dentro
del Templo de Jerusalén, que se dedicó a Zeus Olímpico18, la
abominación de la desolación; de igual manera, se realizaron sacrificios a divinidades forá-
neas con víctimas prohibidas por la Ley mosaica, como es el caso del cerdo. Además, expo-

12
2 Mac 4, 12-14.
13
1 Mac 1, 13-15.
14
Bickerman (1979), pp. 85-88; Hengel (1974), vol. 1, p. 299.
15
Tcherikover (1961), p. 169.
16
Imagen: Antíoco IV.
17
El rey Antíoco publicó un decreto en todo su reino de que todos formasen un solo pueblo, dejando cada uno sus
peculiares leyes. Todas las naciones se avinieron a la disposición del rey. Muchos de Israel se acomodaron a este
culto, sacrificando a los ídolos y profanando el sábado También a Jerusalén y a las ciudades de Judea hizo el rey
llegar, por medio de mensajeros, el edicto que ordenaba seguir costumbres extrañas al país. Debían suprimir en
el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones; profanar sábados y fiestas, mancillar el santuario y lo santo,
levantar altares, recintos sagrados y templos idolátricos; sacrificar puercos y animales impuros; dejar a sus hijos
incircuncisos; volver abominables sus almas con toda clase de impurezas y profanaciones, de modo que olvida-
sen la Ley y cambiasen todas sus costumbres. El que no obrara conforme a la orden del rey, moriría (1 Mac 1, 41-
50).
18
2 Mac 6, 2.
¡Oh, Jerusalem! pág. 8

lió fondos del tesoro del Templo para dedicarlos a financiar sus campañas militares 19. El rey
quería asegurarse, frente a Egipto, una región totalmente seléucida y pura de cualquier tra-
dición cultural de tendencia autonomista, imponiendo la cultura griega y sus ritos a la po-
blación, garantizando así la lealtad generalizada y la uniformidad de culto a lo largo de to-
do su imperio. Este fue el método que se propuso aplicar para conseguir la sumisión de to-
dos los habitantes y, de ese modo, conseguir la unificación de su imperio20.

La reacción judía, tras la publicación de un decreto21 que suponía la abolición de la


Ley mosaica y que relegaba al Templo a la categoría de lugar universal de culto, que casti-
gaba como delitos políticos los usos religiosos mosaicos y suponía la abolición de la thora,
que desde la dependencia política de Judea tras el exilio ningún poder extranjero había
osado tocar, provocó la reaparición de antiguas tradiciones y una intensa predica incitando
a la guerra santa. Los sectores sacerdotales y aristocráticos, aquellos que intentaban salir
del aislamiento y entrar en el concierto de la internacionalización helenística, aquellos que
se acomodaron al nuevo culto y que se incorporaron a la nueva religiosidad, intentaron
pactar con el mundo griego, pero los grupos populares (hasidim-asideos, “santos-
piadosos”)22, que habían sido los principales perjudicados tras el retorno de la élite judaica
llegada del Exilio, desposeídos de su función de promotores de leyes ancestrales, resistieron
y dieron base, en el año 167/166 a.C., a la Rebelión Macabeaiv.

Ante estas revueltas y tras importantes victorias23 (Beth-horon, Emaús, Beth-zur),


con un Antíoco volcado en sus luchas en el Lejano Oriente y necesitado más que nunca de

19
El año 143, después de haber vencido a Egipto, Antíoco vino contra Israel y subió a Jerusalén con un poderoso
ejército. Entró altivo en el santuario, arrebató el altar de oro, el candelabro de las luces con todos sus utensilios,
la mesa de la proposición, las tazas de las libaciones, las copas, los incensarios, las cortinas, las coronas, y
arrancó todo el decorado de oro que cubría el templo. Se apoderó asimismo de la plata, del oro y de los vasos
preciosos, y se llevó los tesoros ocultos que pudo hallar, y con todo se volvió a su tierra (I Mac 1, 20-23).
20
Herzog y Gichon (2003), p. 279.
21
Se ha señalado la posibilidad de que esta iniciativa tan radical proviniera de los reformadores judíos extre-
mos, que consideraran esta drástica medida como la única posibilidad de acabar para siempre con el oscuran-
tismo y la actitud obstinada de los seguidores puritanos de la Ley.
22
Los “piadosos” (sentido del hebreo hasidim, helenizado en assidaioi) aparecen en 1 Mac 2,42 como una
“asamblea”, ya constituida, de hombres valerosos y dedicados a la Ley que se alían con los Macabeos. En teo-
ría, se habrían beneficiado con la caída del rigorismo y el apoyo de los reformadores, pero estos últimos no
dejaban de ser un sector urbano acomodado y el pueblo llano los asociaba a los crecientes impuestos recla-
mados por Antíoco IV (Hernández Prieto, p. 8).
23
El Macabeo reunió sus tropas se puso al frente de ellas y pronto se hizo invencible frente a los gentiles, pues el
Señor había cambiado su ira en misericordia. Caía de improvisó sobre ciudades y aldeas, y les prendía fuego;
ocupaba posiciones estratégicas y ponía en fuga a numerosos enemigos. Prefería la noche para estas correrías, y
por todas partes se extendía la fama de su valor (2 Mac 8, 5-7).
¡Oh, Jerusalem! pág. 9

recursos económicos, el monarca tuvo que ceder ante la presión de los Macabeos24. Un Real
Decreto25 recoge la concesión de impunidad a todos los que estuvieran dispuestos a retor-
nar a sus casas dentro de un plazo fijado. Constata de manera explícita el hecho de que los
judíos podían seguir sus usos alimentarios y guardar sus leyes como antes. Esto supuso el
final de las persecuciones y la capitulación del rey ante el intento de imponer en Jerusalén
una nueva forma de religiosidad, consecuencia directa de la cultura helenística.

En el espacio de dos años, del 166 al 164 a.C., expulsaron prácticamente a todos los
helénicos de la región que rodeaba Jerusalén26. En este mismo año, el 164 a.C., Judas Maca-
beo, hijo de Matatías, aquel sacerdote que iniciara la rebelión, recuperó el Templo de Jeru-
salénv, afirmando con ello ante la totalidad de la nación judía la obtención de la libertad
religiosa y, después de quitar todos los elementos profanos, erigir un nuevo altar, restaurar
su interior y purificarlo, el vigésimo quinto día del kislev, el noveno mes del calendario ju-
dío, volvió a consagrarlo, originando así la celebración de la Purificación o de la Hanuk-
kah27 .

24
Los Macabeos eran hombres valerosos, desesperados, fanáticos, obstinados y violentos. Creían que estaban
viviendo de nuevo el Libro de Josué, reconquistando la Tierra prometida de manos de los paganos, con la
ayuda del Señor. Vivieron por la espada y murieron por ella en un espíritu de implacable religiosidad (Jonh-
son, p. 160).
25
El rey Antíoco al consejo de los ancianos y al pueblo judío, Salud. Si gozáis de buena salud, nos alegramos de
ello; también nosotros estamos bien. Nos ha informado Menelao que deseáis volveros a vuestras casas; por tan-
to, todos los que para ello se pongan en camino antes del 30 del mes de cántico contarán con nuestra protección
y seguridad. Los judíos podrán en adelante vivir según sus costumbres en cuanto a las comidas y gobernarse por
sus propias leyes, como antes, y nadie será molestado por todo lo que hubiera hecho por ignorancia. He manda-
do a Menelao para que os confirme en estas seguridades y garantías. Conservaos bien. El año 148, el día 15 del
mes de xántico (2 Mac 11, 27-31).
26
A mediados del siglo II a.C. Judea era una pequeña provincia del Imperio seléucida establecido en Siria.
Esto era así desde que el monarca Antíoco III arrebató el área de Palestina al Egipto ptolemaico e incorporó
Judea a su imperio en el año 198 a.C. En la época de Judas el Macabeo, la provincia tenía forma rectangular y
cubría una superficie de aproximadamente 1.000 millas cuadradas, midiendo cada lado del rectángulo entre
treinta y cuarenta millas. El área contenida en el mismo era montañosa y salpicada de ciudades o uadis que
conducían al Mediterráneo hacia el oeste, o al valle del Jordán y el Mar Muerto en el este. La población de la
provincia en esa época se cifra entre 200.000 y 250.000 personas para toda la región.
27
Hay referencias a la celebración de Hanukkah en 1 Mac 4, 56-59 y 2 Mac 10, 6-8. El Talmud relata la historia
del milagro que sucedió a continuación, cuando una única carga de aceite, prendida en el Templo y suficiente
tan sólo para alumbrar durante un día, ardió en el candelabro por espacio de ocho. Este suceso se conmemora
anualmente en la fiesta judía de Hanukkah.
Las razones de una fiesta de ocho días han sido explicadas de diferentes formas por distintas fuentes. 2 Mc 1,9
indica que la fiesta fue originalmente una fiesta de Sukkot pospuesta; Megillat Taanit dice que el proceso de
purificación duró ocho días. El Talmud babilónico (Sabbat 21b) habla del milagro de la jarra de aceite; fiestas
de ocho días de luz en mitad del invierno son bien conocidas en la antigüedad en general y por los judíos no
menos (Ab Zar 8a), costumbre que pudo influir en la naturaleza de la fiesta de Hanukkah. Finalmente, 2 Cr
29,17 menciona una celebración de ocho días después de que el Templo fuera purificado por Ezequías.
¡Oh, Jerusalem! pág. 10

Muerto Antíoco, le sucedió en el trono su hijo Antíoco V Eupátor (163-162 a.C.) que
contaba con tan solo ocho años de edad; por ello, el general Filipo se hizo cargo, en su
nombre, del gobierno de la ciudad. Esta situación favoreció que Jerusalén recuperara una
cierta independencia, sobre todo después de la abolición del decreto de Antíoco IV28. Tras
el asesinato de Antíoco V (y de Lisias, custodio del rey y gobernador de Siria) en Antioquía,
su sucesor y primo, Demetrio I Soter (162-150 a.C.), ocupó el trono seléucida con el beneplá-
cito de Roma, si bien dicha sucesión no produjo grandes cambios en Jerusalén. Por el con-
trario, los asmoneos firmaron una alianza con Roma29 (161 a.C.), y ese pacto les asignó el
carácter de familia gobernante de un estado independiente. En el año 152 a.C., los Seléuci-
das abandonaron su intento de helenizar Judá mediante la fuerza y reconocieron a Jonatás
como Sumo Sacerdote, cargo que los asmoneos ostentarían durante ciento quince años. En
el año 142 a.C., prácticamente admitieron la independencia de Judea al eximirla de tributos,
de modo que Simón Macabeovi se convirtió en etnarca y gobernante30, recobrando la inde-

28
El rey, Antíoco a su hermano Lisias, salud. Trasladado nuestro padre a los dioses, y deseando que todos nues-
tros súbditos puedan preocuparse de sus negocios sin temor alguno, habiendo sabido que los judíos no quieren
adoptar los usos helénicos, como deseaba nuestro padre, sino que prefieren conservar sus instituciones, pidién-
donos que les dejemos con sus leyes, y deseando por nuestra parte que esta nación viva en paz, hemos decretado
que les sea restituido el templo y se les deje vivir según las leyes y costumbres de sus mayores. Harás bien si
envías embajadores para estipular la paz, a fin de que, sabiendo nuestra voluntad real, estén contentos y puedan
dedicarse con alegría a sus propios intereses (2 Mac 11, 22-26).
29
El libro I de los Macabeos contiene un pasaje muy interesante que muestra la imagen que el mundo tenía
de Roma en la época: Y oyó Judas la reputación de los romanos, y que eran poderosos, y se prestaban a todo
cuanto se les pedía, y que habían hecho amistad con todos los que se habían querido unir a ellos, y que era muy
grande su poder. Había también oído hablar de sus guerras, y de las proezas que hicieron en la Galacia, de la
cual se habían enseñoreado y héchola tributaria suya; y de las cosas grandes obradas en España, y cómo se ha-
bían hecho dueños de las minas de plata y oro que hay allí, conquistando todo el país a esfuerzos de su pruden-
cia y su constancia, que asimismo habían sojuzgado regiones remotas, y destruido reyes que en las extremidades
del mundo se habían movido contra ellos, habiéndolos abatido enteramente, y que todos los demás les pagaban
tributo cada año [...] [habla también de Antíoco, Eumenes y de los griegos], pero que con sus amigos, y con los
que se entregaban de buena confianza en sus manos, guardaban amistad, y que se habían enseñoreado de los
reinos, ya fuesen vecinos, ya lejanos, porque cuantos oían su nombre, los temían; que aquellos a quienes ellos
querían dar auxilio para que reinasen, reinaban en efecto; y al contrario, quitaban el reino a quienes querían; y
que, de esta suerte, se habían elevado a un sumo poder; que sin embargo ninguno de entre ellos ceñía su cabeza
con corona, ni vestía púrpura para ensalzarse, y que habían formado un Senado compuesto de trescientas veinte
personas, y que cada día se trataban en este consejo los negocios públicos, a fin de que se hiciese lo conveniente;
y finalmente que se confiaba cada año la magistratura a un solo hombre [en realidad dos] para que gobernase
todo el estado, y que todos obedecían a uno solo, sin que hubiera entre ellos envidia ni celos (1 Mac. VIII, 1-16).
30
Simón mandó recoger los restos de su hermano Jonatás y les dio sepultura en Modín, ciudad de sus padres. […]
Simón edificó sobre la tumba de su padre y de sus hermanos un monumento alto y visible, de piedra labrada por
detrás y por delante. Erigió siete pirámides, unas frente a otras, dedicadas a su padre, a su madre y a sus cuatro
hermanos. Las adornó colocando alrededor altas columnas; sobre las columnas grabó panoplias para eterno
recuerdo; y junto a las panoplias, naves esculpidas de modo que fueran vistas por todos los que navegaban por el
mar (1 Mac 13, 25-29). Resulta interesante resaltar cómo en la descripción del sepulcro no aparece ningún tipo
de iconografía propia del judaísmo (como puede ser la menorah) mientras que se incluyen panoplias, motivo
recurrente en el arte helenístico (Fine, S., Art and Judaism in the Greco-Roman World, Cambridge University
Press, Cambridge, 2005, pp. 60-81).
¡Oh, Jerusalem! pág. 11

pendencia de Israel después de cuatrocientos cuarenta años, tras rendir a los últimos judíos
reformistas atrincherados en la fortaleza de Acra, llevando palmas, al son de arpas, timbales
y cítaras, cantando himnos y cánticos31, pues un
gran enemigo había sido destruido y expulsado de
Israel32.

En esta avalancha de sentimiento naciona-


lista, los temas religiosos habían pasado a un se-
gundo plano. Pero la lucha por independizarse
del universalismo griego dejó una huella imbo-
rrable en el carácter judío. La intensidad del ata-
que a la Ley por parte de los reformadores provocó un celo análogo en favor de la misma,
estrechando la visión de los líderes judíos y empujándolos todavía más hacia una religión
centrada en la Torah33. En adelante, todo intento de manipulación externa del Templo le-
vantaba instantáneamente en Jerusalén una turba feroz de extremistas religiosos, cosa que
hizo extremadamente difícil que alguien gobernase la ciudad y, por lo tanto, la totalidad de
Judea, ya fuesen los griegos, los romanos o, incluso, los propios judíos.

Sobre este trasfondo extremista de fobia intelectual promovida por la turba religiosa,
la libertad de pensamiento, que se defendía en las academias y en los gimnasios griegos, se
vio desterrada de los centros judíos del saber. En su lucha contra la educación griega, los
judíos piadosos comenzaron, desde finales del siglo II a.C., a desarrollar un particular sis-
tema nacional de educación. A las antiguas escuelas de escribas se sumó una red de escue-
las locales donde se pretendía que todos los niños aprendieran la Torah. Esta novedad tuvo
mucha importancia en la difusión y la consolidación de las sinagogas, en el nacimiento del
fariseísmo34 como movimiento arraigado en la educación popular35 y en el ascenso de los

31
Imagen: Biblia en sueco con comentarios. Biblioteca Nacional de Suecia.
32
1 Mac 13, 51
33
Las cosas que no se hacen como la Torah ordena, terminan en pena (proverbio judío).
34
Los fariseos constituyen una de las cuatro sectas judías (junto a saduceos, esenios y zelotas) descritas por
Josefo, quien los opone sistemáticamente a los saduceos. De las dos primeras, la de los fariseos es la superior y
tiene fama de suministrar los intérpretes más rigurosos de las leyes Atribuyen todo al destino y a Dios Creen que
depende esencialmente del hombre hacer el bien o el mal, pero en uno y otro caso interviene también el destino.
Consideran que el alma de todo hombre es inmortal, pero únicamente la de los justos pasa a otro cuerpo, mien-
tras que la de los malvados sufre castigo eterno. En cuanto a los saduceos, la segunda secta, niegan por comple-
to la existencia del destino y afirman que, cuando un hombre decide hacer el mal o no hacerlo, Dios no intervie-
ne para nada. La elección del bien y del mal depende de los hombres. Cada cual se encamina a uno u otro por
decisión propia. Niegan la inmortalidad del alma al igual que los castigos y recompensas del más allá. Los fari-
¡Oh, Jerusalem! pág. 12

rabinos36. En cambio, los sacerdotes del Templo, dominados por los saduceos, insistían en
que toda ley debía ser escrita e inalterable; no admitían que la enseñanza oral 37 pudiera

seos se llevan bien entre si y viven en armonía para el bien común. Los saduceos, por el contrario, son de carác-
ter esquivo aun entre ellos mismos y sus relaciones con los compatriotas están tan desprovistas del sentido del
humor como las que mantienen con los extraños.
La palabra fariseos es la transcripción del griego pharisaioi, calco directo de la forma enfática aramea pe-
rishayya, que traduce el hebreo perushim, separados. Esta es la etimología más probable. El origen de la pala-
bra continua, sin embargo, oscuro y proliferan los intentos de explicación. Algunos ven en fariseos la simple
transposición de persas. Otros vinculan el término a parash, en el sentido de dividir, explicar la Escritura, etc.
En los textos rabínicos figuran los fariseos como hakme Ysrael (sabios de Israel) o también como haberim,
(compañeros o socios).
Parece que el origen histórico de esos separados hay que buscarlo en los hassidim o piadosos, hombres dedi-
cados en cuerpo y alma a la Tora que se unieron a Matatías y sus compañeros durante la rebelión macabea (1
Mac 2 42). Grupo minoritario en sus comienzos los fariseos se multiplicaron y extendieron muy pronto numé-
rica y doctrinalmente, por Palestina y otros lugares. Según Josefo, fueron seis mil los que se negaron a prestar
juramento a Herodes, a los que hay que añadir la nutrida masa de sus simpatizantes. A diferencia de los sadu-
ceos, aristócratas próximos al templo, los fariseos eran un movimiento piadoso bastante popular y laico, vin-
culado a las clases medias y hasta indigentes del país. Su característica fundamental era la preocupación por
la autonomía religiosa. Bajo el reinado de Juan Hircano aparecían ya como un grupo sólidamente organizado,
pero se apartaron de la dinastía asmonea e incluso se opusieron a la misma. Su papel político declinará paula-
tinamente a partir del 63 a.C. (intervención de Pompeyo en Judea), aunque se recuperará después de la gran
rebelión judía del 66-70 a.C. En efecto, ellos defendían la independencia contra Roma y, paradójicamente, la
caída de Jerusalén les permitió revivir y conocer un nuevo destino. Al desaparecer en esa coyuntura los sadu-
ceos, esenios y zelotas, quedaron únicamente ellos en el escenario judío. Como no había razón alguna para
seguir llamándose fariseos, puesto que su diferenciación respecto a los otros judíos carecía de objeto, pasaron
a ser y siguieron siendo simplemente los judíos (Schürer II (1985), pp. 381-414; Paul (1981), pp. 33-34.).
Los hassidim podrían ser, a la vez, los antepasados de los esenios, aunque el apelativo hijos de Sadoq usado en
los manuscritos de mar Muerto induce a pensar que la secta esenia estuviera constituida por familias sacerdo-
tales que se opusieron a los asmoneos cuando éstos convirtieron en hereditario el sumo sacerdocio y lo aso-
ciaron a la realeza. Vivían en grupos cenobitas y practicaban el celibato y la comunidad de bienes. Su jornada
comenzaba al amanecer con una oración, y se repartía entre el trabajo manual y las actividades espirituales;
las comidas se hacían en común, y la tarde se destinaba a los rezos, las lecturas y comentarios de la Ley, entre
otros textos sagrados. Al igual que los fariseos, profesaban la fe en la resurrección y en la vida futura. Vivían
convencidos de constituir lo único que quedaba de Israel (Benoit, 1972, pp. 15-16).
35
Johnson (2010), pp. 157-159.
36
Los judíos nunca tuvieron la noción de la inmortalidad del alma, que solo les llegó en la época helenística
por influencia del platonismo griego. Lo que sí tuvieron (desde el siglo II a.C.) fue la idea de la resurrección.
La idea de resurrección de los muertos (sólo de los buenos; de los malos, no) para ser juzgados aparece por
primera vez en la época de los asmoneos, en Daniel, 12, 1-2 (escrito entre el año 167 y 164 a.C.): Entonces se
levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo; serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde
que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que
duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para la ignominia perpetua. Los maestros bri-
llarán como brilla el firmamento, y los que convierten a los demás, como estrellas, perpetuamente.
La idea de inmortalidad aparece por primera vez en la literatura judía en el Libro de la Sabiduría (2-8), escrito
en griego hacia el año 50 a.C., en plena helenización de palestina. Dios creó al hombre para la inmortalidad y
lo hizo imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo y los de su partido
pasarán por ella. La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata
pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros, como una
destrucción, pero ellos están en Paz. La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno 1a
inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a Prueba y los halló
dignos de sí… Los justos viven eternamente, reciben de Dios su recompensa, el Altísimo cuida de ellos. Recibirán
la noble corona, la rica diadema de manos del Señor; con su diestra los cubrirá, con su brazo izquierdo los escu-
dará.
37
Conceptos fariseos, como la otra vida en forma de resurrección corporal y el concepto de la ley dual, oral y
escrita, pudieron originarse fuera de la tradición judía. Ninguna de esas concepciones tiene claros preceden-
¡Oh, Jerusalem! pág. 13

someter la Ley a un proceso de desarrollo creativo; estaban, por tanto, en abierta oposición
a los fariseos y a su halaká (tradición) oral. Adoptaban una postura crítica frente a la acep-
tación de usos populares en el culto38. En cuanto al tema de la pureza, aceptaban sólo las
prescripciones que emanaban directamente de la Torah, por lo que sus costumbres eran
más relajadas, exceptuando los sacerdotes jefes que tenían a su cargo la celebración del cul-
to, cuya escrupulosidad en temas de impureza era aún mayor que el de los fariseosvii. Re-
chazaban también las pretensiones proféticas de los círculos de los asideos y de los esenios.
Condenaban, sobre todo, el desarrollo de la apocalíptica y de las ideas escatológicas ligadas
a ella. Para ellos, la salvación consistía en el acto terrenal de purificarse y formar parte del
pueblo de Israel. Por eso nunca aceptaron la dominación extranjera, aunque fueron muy
hábiles en establecer adecuados lazos comerciales con ellos. Su limitación a la Torah y su
rechazo a las tendencias reformistas hicieron que aceptasen sólo del hombre una visión
terrenal39. Rechazaban del mismo modo la teoría griega del alma40 y la esperanza41.

tes en la literatura bíblica, pero pueden encontrarse, de una u otra forma, en tradiciones no judías (griega y
babilónica).
38
El culto del judío ordinario se centraba en gran parte en el Templo. Además de las ofrendas a sacerdotes y
levitas, un judío estaba obligado a llevar los primeros frutos (bikkurim) y el primer producto de sus rebaños a
Jerusalem. También, cuatro veces cada siete años debía gastar una décima parte de sus ganancias dentro de
los límites de Jerusalén. A estas obligaciones se debía añadir la peregrinación a cada uno de los tres festivales
(Pesah, Shavuot y Sukkot) que se celebraban cada año en las Ciudad Santa.
39
En la Torah no hay atisbo alguno de creencia en la vida tras la muerte. Dios promete a Abraham una gran
descendencia, pero no la supervivencia personal ni la inmortalidad. Dios siempre interviene para salvaguardar
la supervivencia de la nación israelita, no la de los judíos individuales. En algunos lugares la Biblia menciona
el Sheol, una vaga y fría región donde los muertos desaparecen lentamente. No es un cielo ni un infierno.
Según la leyenda bíblica, Yahveh condujo a los israelitas de la esclavitud en Egipto a la tierra prometida, pero
la tierra prometida no incluía promesa alguna de inmortalidad (Mosterín, p. 91).
40
En la Torah no hay nada comparable al dualismo platónico que distingue y separa el alma del cuerpo. Yah-
veh crea una figura de arcilla del suelo, que primero carece de vida, y le insufla su aliento (ruaj) en los aguje-
ros de su nariz, con lo que se vuelve un ser viviente (nefesh). El humán es polvo, pero polvo animado, ser
vivo, animal (nefesh). Como más tarde señala el Qohélet (12,7): El polvo retorna a la tierra de la que salió y el
aliento retorna a “Elohim” que se lo dio. El libro Yehezqel nos presenta el sueño o visión del valle de los huesos
calcinados que reviven. Yahveh llevó a Ezequiel hasta un valle todo lleno de huesos. Me los hizo pasar revista:
eran muchísimos los que había en la cuenca del valle; estaban calcinados. Entonces me dijo: Hijo de Adán, ¿po-
drían revivir esos huesos?, Contesté: “Tú lo sabes, Señor”. Me ordenó: “Conjura así a esos huesos: Huesos calci-
nados, escuchad la palabra del Señor. Esto dice ei Señor a esos huesos: Yo os voy a infundir aliento (ruaj) para
que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor”. Pronuncié el conjuro que se me había mandado, y mientras lo pro-
nunciaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se ensamblaron, hueso con hueso. Vi que
habían prendido en ellos los tendones, que habían criado carne y que tenían la piel tensa; pero no tenían aliento.
Entonces me dijo: “Conjura al aliento, conjura, hijo de Adán, diciéndole al aliento: Esto dice el Señor: Ven, alien-
to, desde los cuatro vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan”. Pronuncié el conjuro que se me había
mandado. Penetró en ellos el aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa. Entonces
me dijo: “Hijo de Adán, esos huesos son toda la casa de Israel...” (Ez, 37, 1-11).
41
Herca (2009), p. 3.
¡Oh, Jerusalem! pág. 14

Con tan rígida óptica, no es de extrañar que los saduceos se identificaran con el go-
bierno asmoneo42, con esta nueva dinastía que acababa de nacer de manos de Simón Maca-
beo (143-134 a.C.) y que se mantendría hasta el siglo I a.C.

A Simón le sucedió su úni-


co hijo superviviente, Juan Hir-
cano (134-104 a.C.), que siguió
guerreando contra los reyes
seléucidas, cada vez más débiles,
y ampliando la base territorial de
su propio reino. Conquistó y
anexionó Idumea, Samaria y par-
te de Jordania. Obligó a los idu-
meos a convertirse al judaísmo o
a abandonar su país. En Samaria destruyó el templo samaritano del monte Geritzin43. En
política exterior, buscó la amistad con Roma mediante la renovación de las antiguas decla-
raciones del Senado, así como la recuperación de Jaffa.

Fue sucedido por su hijo Aristóbulo I (104-103 a.C.), que adoptó el título de rey, ade-
más del de Sumo Sacerdote, con gran irritación de los hasidim, que pensaban que ambos
cargos eran incompatibles. Continuó la política expansiva de su padre, completando la
conquista de Galilea, a cuyos habitantes obligó a convertirse al judaísmo. Fue depuesto por
su hermano y sucesor, Alejandro Janeo (103-76 a.C.), que conquistó gran parte de la Trans-
jordania, de Moab y de las ciudades de la costa, alcanzando con ello el reino de los asmo-
neos su máxima extensión territorial, casi comparable a la del legendario reino de Salo-
mónviii.

El control de los pueblos vecinos, de las ciudades, de las rutas y de los puertos co-
merciales importantes fue una obvia motivación de la extensión de esas conquistas. Sin

42
El término asmoneo se refiere a un antepasado de Matatías y más tarde se convirtió en el título familiar de
los Macabeos (Josefo, Ant 12,265; Guerras 1,36).
43
Hircano, tras tomar esta ciudad después de tenerla cercada un año, la demolió completamente, y desvió arro-
yos para ahogarla, pues cavó zanjas para convertirla en un espejo de agua; incluso arrancó las marcas mismas
de que allí había existido una ciudad (Josefo, Ant, 13,280).
¡Oh, Jerusalem! pág. 15

embargo, la creciente helenización44 de su corte condujo a una revuelta popular incitada


por los fariseos (perushim), revuelta que finalmente logró ser sofocada.

Fue sucedido por su viuda, Salomé Alejandra45 (76-67 a.C.), quien, en un reinado que
abarcó siete años de relativa calma, trató de reestablecer la unidad nacional incorporando
al Sanhedrín a los fariseos y decretando que su Ley Oral fuese aceptada en el ámbito de la
justicia real, hasta que en el año 69 a.C. su muerte hizo estallar las hostilidades entre Hir-
cano II, el Sumo Sacerdote recién nombrado rey, y su hermano menor, Aristóbulo II, opues-
to a la política farisea, quien consiguió vencer a Hircano en Jericó y llegar a un acuerdo:
Aristóbulo se convertiría en el nuevo rey y, a cambio, otorgaría a éste último la paz46.

Si la primera reacción de los judíos ante los edictos de Antíoco IV contra su religión
había sido de resistencia pasiva y de idealización del martirio47, el triunfo rebelde dio lugar
a un Estado religiosamente mucho más intolerante y tiránico que el de los Persas, los
Ptolemeos o los Seléucidas. El Estado de los asmoneos obligaba por la fuerza a la población
de los territorios conquistados a la circuncisión y a convertirse al judaísmo, prohibiendo
sus religiones locales, cosa totalmente desacostumbrada en el mundo antiguo.

Durante el sangriento gobierno de los asmoneos en Israel, miles de judíos fariseos


habían abandonado Judea para dirigirse a Galilea, Alejandría, Babilonia, Tiro, Roma y otras
ciudades de Grecia, España e Italia. Judea, como estado carcelario, les disgustaba, y no po-
dían tolerar más el exterminio de vidas humanas. Sus sinagogas se alzaron en todos los lu-
gares del mundo antiguoix, y para los paganos cultos y civilizados que presenciaban la de-
sintegración de sus religiones nativas bajo los golpes de los conquistadores romanos, los

44
Tal vez, la mejor muestra de este deseo de integración entre los dos mundos sean las monedas que acuña-
ron. En las pequeñas monedas, una especie de calderilla concebida para propósitos propagandísticos y pe-
queños cambios, hay símbolos e inscripciones que dan un claro mensaje: los mundos judío y griego no son
irreconciliables. El idioma era griego o hebreo (sólo unas pocas están en arameo, la lengua semítica común-
mente utilizada en ese tiempo). La inscripción griega usaba el título secular del gobernante judío (rey) y su
nombre griego (Alexander /Yanneus/); las monedas hebreas usaban su título judío (Sumo Sacerdote) y su
nombre hebreo (Yonatan). Los símbolos que se encuentran en esas monedas son también un importante
indicio su actitud hacia la cultura circundante. La rama de palma, el ancla, la cornucopia, la estrella circular y
otros que se encuentran también en las llamadas monedas de ciudad acuñadas en varias ciudades de la región,
como Gezer, Tiro y Ascalón. La mayoría de las monedas asmoneas exhiben símbolos de origen pagano, a ex-
cepción de dos acuñaciones del nieto de Alejandro Janeo y último de los reyes asmoneos, Matatías Antígono
(40-37 a.C.), en las que aparece la menorah y la mesa de la proposición.
45
Mosterín (2006), p. 70.
46
García, p.20.
47
Nadie cree sinceramente en su ateísmo [o en su religión] hasta que no está dispuesto a ofrendar su vida, en la
defensa de sus verdades más fundamentales (proverbio judío).
¡Oh, Jerusalem! pág. 16

centros judíos de las ciudades eran paraísos de cultura, decencia y civilización. Pero para
otros muchos, aquellas colonias judías eran objeto de envidia y odio. El antisemitismo,
pues, se presentó como una dolencia tan antigua como la Diáspora misma48.

Mientras tanto, el general romano Pompeyo, tras derrotar al temido Mithridates VI49
(121-63 a.C.), acabó de conquistar los restos del reino seléucida, convirtiéndolos en la
provincia romana de Syria. Pompeyo llegó el año 63 a.C. a las puertas de Jerusalén, que
asedió y conquistó con tanta o mayor facilidad en cuanto que los judíos estaban más
preocupados por sus conflictos internos50 que por la invasión que
se les venía encima. Pompeyo nombró a Hircano II (63-43 a.C.),
uno de los dos hijos de Salomé, Sumo Sacerdote y etnarca de una
Judea reducida territorialmente a sus estrechas fronteras
tradicionales. Todas las conquistas de los asmoneos se perdieron.
También se perdió la independencia política; la monarquía fue
abolida. Con ello terminaba el siglo de independencia judía bajo
la dinastía asmonea y se iniciaba un periodo de varios siglos de dominación romana.

* * * * * * * *

Desde su conquista en año 63 a.C., Judea y la mayor parte de los judíos de la diáspo-
ra quedarían sometidos a Roma durante siete siglos. El fin de la independencia en modo
alguno preocupó particularmente a los fariseos, dado que, a su modo de ver, era la condi-
ción previa para la verdadera restauración judía. No obstante, los romanos se revelarían
más intervencionistas que los seléucidas o los ptolomeos y más implacables a la hora de
exigir tributos.

En el año 49 a.C. estalló la guerra civil entre César y Pompeyo, que afectó de manera
directa al devenir de Palestina. Dado que Antípatro e Hircano estaban históricamente liga-
dos a Pompeyo, César liberó a Aristóbulo para sumarlo a su causa, aunque tanto éste como

48
Fast (2002), pp. 111-112.
49
Imagen: Mitrídates VI Eupátor, rey de Ponto.
50
Los culpables de las desgracias que afectaron a los habitantes de Jerusalén resultaron ser Hircano y Aristóbulo
por sus mutuas rencillas. En efecto, por culpa de ellos no sólo perdimos la libertad y quedamos a merced de los
romanos y fuimos obligados a devolver a los sirios el territorio que habíamos conquistado arrebatándoselo por
las armas, sino que, además, en breve período de tiempo los romanos nos exigieron el pago de más de diez mil
talentos. Y la dignidad de rey, anteriormente reservada a los miembros de la familia de los Sumos Sacerdotes, se
convirtió a partir de entonces en prerrogativa del común de los hombres (Josefo, Ant, 14,77).
¡Oh, Jerusalem! pág. 17

su hijo Alejandro fueron pronto asesinados por los partidarios de Pompeyo. Al año siguien-
te, Pompeyo muere al desembarcar en Egipto y, a su llegada a Alejandría, César se encuen-
tra con una rebelión armada en la zona. Antípatro analizó hábilmente la situación y logró
convencer a los judíos de la diáspora para que apoyasen a César, que salió victorioso. Gra-
cias a esta maniobra, éste otorgó grandes privilegios a los judíos51. Por su parte, Hircano
recuperó el título de etnarca y consiguió la ciudadanía romana, mientras que Antípatro ob-
tuvo el título de gobernador de Judea.

Apenas dos años más tarde, en el 47 a.C., Antípatro aprovechó la debilidad del et-
narca y nombró a sus dos hijos, Fasael y Herodes, gobernador de Jerusalén y alrededores y
procurador de Galilea, respectivamente52.

Durante las dos generaciones posteriores al período de los asmoneos, tres


hombres grabaron su singular marca, dos en el escenario judío y uno en Alejandría. El pri-
mero, rey llamado Herodes. El segundo, un pacífico filósofo y maestro llamado Hilel, a
quien muchos judíos, aún hoy en día, ven como
un padre de sabiduría. El tercero, pero no menos
importante, Filón, el de Alejandría.

Herodes ya había demostrado tener talen-


to para ser rey. Cuando su padre lo nombró go-
bernador de Galilea, hizo gala de su incipiente
mano dura crucificando a todo fariseo que mos-
trara abiertamente su desacuerdo con la casa de
Antípatro. Algunos campesinos galileos se nega-
ron a pagar tributo, pues estaban sumidos en la
pobreza. Pero Herodes los crucificó inmediata-
mente y puso fin sumario a la evasión de impuestos. Fue citado por aquellos crímenes ante

51
En el Imperio Romano no había libertad de reunión. El derecho de reunión estaba rígidamente reglamenta-
do por la estricta Lex Iulia de Collegiis, que prohibía formar sociedades o reunirse si no era con permiso espe-
cial del emperador o del Senado. Sin embargo, un privilegio especial concedido a los judíos los autorizaba a
reunirse y protegía sus reuniones en las sinagogas. Estaban exentos de la obligación de rendir culto al empe-
rador y a los dioses de Roma; gozaban también de la exención del servicio militar. Y tenían permiso legalmen-
te reconocido para recaudar sus propios impuestos para el templo de Jerusalén. Cada judío (incluidos proséli-
tos) mayor de 20 años pagaba medio shekel al año.
52
Vegas Montaner, L., “La religión judía en la época del Segundo Templo,” Programa de E-excellence de His-
toria de las Religiones, en García, p.24.
¡Oh, Jerusalem! pág. 18

el Gran Sanhedrín53 de Jerusalén. El Sanhedrín le habría sentenciado a muerte de no ser por


la intervención de los romanos, que le convirtieron en rey-títere de Judea, con el título
formal de rex socius et amicus populi Romani, pero rey, al fin y al cabo. Como tenía buena
memoria, Herodes I el Grande (44 a.C.-4 d.C.), una vez coronado, hizo matar a los miem-
bros del Sanhedrín que lo habían juzgado. En adelante, sólo fue un tribunal religioso. Ni
siquiera intentó ocupar el cargo de Sumo Sacerdote y lo separó de la corona al convertirlo
en un puesto oficial, designando y despidiendo a los sumos sacerdotes a su libre conve-
niencia, y eligiéndolos sobre todo entre los judíos de la diáspora egipcia y babilónica54.

Cuando por orden del Sanhedrín las puertas de Jerusalén se cerraron para Herodes,
él, con la ayuda de una legión romana tomó la ciudad55 y mandó ejecutar a los jefes de la
defensa. Era un hombre enérgico que asesinaba56 a todos sus oponentes como precaución,
incluido a su propio cuñado, Aristóbulo III, el último Sumo Sacerdote asmoneo57.

Con ayuda de las tropas romanas, reconquistó el país de Canaán y estableció una
monarquía de tipo helenístico, abierta a la cultura griega y amiga y aliada de Roma. Me-
diante una astuta política, que combinaba la lealtad a Roma y el halago constante al diri-
gente romano de turno, con las esporádicas conquistas militares entre sus vecinos más dé-

53
El Sanhedrín era la Corte Suprema de la ley judía, con la misión de administrar justicia interpretando y apli-
cando la Torah, tanto oral como escrita. A la vez, ostentaba la representación del pueblo judío ante la autori-
dad romana. De acuerdo con una antigua tradición tenía setenta y un miembros, herederos, según se suponía,
de las tareas desempeñadas por los setenta ancianos que ayudaban a Moisés en la administración de justicia,
más el propio Moisés. Se desarrolló, integrando representantes de la nobleza sacerdotal y de las familias más
notables, posiblemente durante el periodo persa, es decir a partir del siglo V – IV a.C. Se menciona por prime-
ra vez, aunque con el nombre de gerousía (consejo de ancianos) en tiempo del rey Antíoco III de Siria (223-187
a.C.). Con el nombre de synedrion está atestiguado desde el reinado de Hircano II (63-40 a.C.). En la época de
los gobernadores romanos, también en la de Poncio Pilato, el Sanhedrín ejerció de nuevo sus funciones judi-
ciales en procesos civiles y penales, dentro del territorio de Judea. En esos momentos sus relaciones con la
administración romana eran fluidas, y el relativo ámbito de autonomía que se le dejó está en consonancia con
la política romana en los territorios conquistados. No obstante, lo más probable es que en esos momentos la
potestas gladii, es decir, la capacidad de dictar una sentencia de muerte, estuviera reservada al gobernador
romano (praefectus) que, como era lo ordinario en esos momentos, habría recibido del emperador amplios
poderes judiciales, entre ellos esa potestad (Francisco Varo, Universidad de Teología de Navarra).
54
Consideraba a los judíos de la diáspora más ilustrados que los palestinos, y con más probabilidades de pro-
mover en Jerusalén formas de culto compatibles con el mundo moderno. Decidió fomentar que se realizaran
las tres peregrinaciones que la Ley exigía, a fin de conseguir un mayor mestizaje entre su propio pueblo. De
ahí que reconstruyera el Templo como un monumento espectacular que justificara la visita.
55
Imagen pàgina anterior: La toma de Jerusalem por Herodes el Grande. Jean Fouquet.
56
En el año 29 a.C. dio orden de asesinar a su esposa Mariamme y a su suegra, y más tarde, hacia el 12/11 a.C.,
a los dos hijos que había tenido con ella. Poco antes de su muerte hizo matar a un tercero, siempre sospe-
chando de complots y traiciones para arrebatarle el poder.
57
Fast (2002), p. 116.
¡Oh, Jerusalem! pág. 19

biles, Herodes logró engrandecer su reino hasta fronteras comparables a las del presunto
reino de David o al de los asmoneos en su época de máxima expansión.

A pesar de su carácter agrio, poco escrupuloso y cruel, los 44 años de su reinado re-
presentaron una época de paz, estabilidad y prosperidad económica como ya no se volvería
a conocer en esa tierra durante muchos siglos. Se veía como un reformador que trataba de
llevar a un pueblo conservador y obstinado del Oriente Próximo al círculo ilustrado del
mundo moderno. Suministraba, como un verdadero mecenas58 que era, fondos para las
sinagogas, las bibliotecas, los baños y la beneficencia, así que los judíos alcanzaron fama
por el estado de bienestar que organizaron en sus comunidades de Alejandría, Roma, An-
tioquía, entre otras, y que atendía a los pobres, las viudas y los huérfanos, organizaba visitas
a los encarcelados y enterraba a sus muertos; pero no sólo apoyó a los judíos de la diáspo-
ra59, sino que se ocupó también de muchas de las ciudades de su entorno más cercanox,
tanto en el plano cultural (rescató los Juegos Olímpicos60) como en el arquitectónico61.

El segundo, Hilel (ca 70 a.C.-10 d.C.) es considerado el primero entre Los Padres,
aquellos rabinos sabios y tolerantes, fariseos en su mayoría, cuyas enseñanzas se reúnen en
el Pirke Avot, Capítulos de los Padres, y cuya forma de pensamiento fue, en gran parte, res-

58
Johnson (2010), p. 167-169.
59
Herodes se embarcó en un gran programa constructivo (reforma del Templo, fundación de Cesarea maríti-
ma y renovación de Samaria, reforma del palacio de Jericó, construcción de las fortalezas de Maqueronte,
Hircania, Masada, Herodium, la fortaleza Antonia…) que requirió de abundante mano de obra, otorgando
trabajo y sustento a una buena parte de la población, que gozó de unas buenas condiciones de vida bajo su
reinado. Durante siglos Jerusalén había sido el Templo; un centro de cultos y sacrificios que tenía una pro-
funda importancia devocional para los judíos. Sin poner en peligro esa posición, Herodes quiso convertirla en
una ciudad capaz de rivalizar con otras grandes creaciones del mundo antiguo, Atenas, Alejandría y Roma. El
monarca idumeo tenía grandes ideas, y sus obras fueron todavía más grandes. La inmensidad del Templo,
situado en lo alto de su monte urbano, visible a muchos kilómetros de distancia, proclamaba ante los viajeros
las dimensiones imperiales de semejante visión (Schama, 2015, p. 175).
60
Disfrutaba de una constitución física a la altura de su genio. Fue siempre un excelente cazador. En ese terreno
se distinguía sobre todo gracias a su entrenamiento en equitación; en todo caso, una vez logró abatir a cuarenta
fieras en una sola jornada [...] También fue un luchador irresistible; muchos quedaron estupefactos al ver, en
simples ejercicios, qué lanzador de jabalina era, por su lanzar certero, y qué arquero para acertar en la diana.
Pero además de estas ventajas espirituales y corporales, fue favorecido por la Fortuna. Es un hecho: rara vez
fallaba en la guerra, sus fracasos no provenían de sus faltas, sino de la traición de algunos o de la temeridad de
sus soldados. Solamente la Fortuna le hizo pagar sus éxitos exteriores con disgustos domésticos (Josefo, La
guerra de los judíos 1, 429-431).
61
… no puede quedar la menor duda de que para atenienses y para judíos, cañerías, teatros y ciudadelas no se
podían poner en comparación con la libertad de palabra o con la libertad de religión. Cuando su misma conduc-
ta no lo demostrara inequívocamente, la palabra realista de Aristóteles resume sin entusiasmo la opinión anti-
gua sobre los juntadores de cantos y cementos (Política, v,9, 4): “Es propio de los tiranos hacer pobres a sus
súbditos para mantener su guardia y para que, ocupados en sus quehaceres diarios, no tengan el tiempo de ten-
derles asechanzas. Ejemplo de esto son las pirámides de Egipto, las ofrendas de los Cipsélidas, la construcción
del templo de Zeus Olímpico por los Pisistrátidas, la de los templos de Samos, obras de Polícrates, porque todas
estas cosas tienen el mismo efecto: ocupación y pobreza de los súbditos”. (Lida de Malquiel, 1977, p. 17).
¡Oh, Jerusalem! pág. 20

ponsable del judaísmo rabínico. Algunos de los Pirke Avot datan de los tiempos de Babilo-
nia, justo después del exilio, pero en su mayoría contienen los pensamientos de los rabinos
seguidores de Hilel, que fueron, de un modo u otro, guiados por él. Muchos de estos rabi-
nos habitaban en ciudades fuera de Judea. De hecho, el mismo Hilel había nacido en Babi-
lonia y llegó a Galilea a la edad de cuarenta años. Allí estableció la "Casa de Hilel", nombre
que define un hogar, una escuela, un movimiento y una filosofía.

Sus orígenes son oscuros; su infancia había transcurrido en medio de una gran po-
breza y con toda probabilidad, no era ni un cohén ni un aristócrata. Como la mayoría de los
rabinos destacados actuó muchas veces como juez en la corte interna judía, pero sobrevi-
vieron muy pocas de sus decisiones legales. La fama de Hilel se basa en sus conceptos éticos
y en su interpretación del judaísmo. Fue él quien de forma clara y simple enunció por pri-
mera vez la llamada Regla Dorada y le otorgó un lugar apropiado en la religión judía; así,
cuando un pagano se le acercó y le dijo que estaba decidido a convertirse al judaísmo, pero
que no se sentía capaz de comprender y aplicar los cinco libros de Moisés, la Torah y todas
las demás escrituras judías, que por aquel entonces se incluían en el término general de la
Ley, Hilel le respondió: Ama al prójimo como a ti mismo. Esta es toda la ley. Lo demás son
interpretaciones62.

Al mismo tiempo, Hilel enseñaba autoestima, el cuidado de uno mismo como ser
humano, y un modo de vida en cierto modo comparable a la enseñanza de Zenón, pero an-
titético al sentido de pecado y culpa que más tarde tomó gran parte de la cristiandad. La
frase más famosa de Hilel incide en este punto: Si no estoy para mí, ¿quién estará? Y si estoy
sólo para mí ¿qué soy? Y si no lo hago ahora, ¿cuándo?

Al igual que Dios, Hilel se dirigió a los judíos de este modo: Llévame al lugar en el
que deleite mis pies. Si tú vienes a mi casa, y0 voy a la tuya. Si tú no vienes a la mía, y0 n0 voy
a la tuya. Asimismo, profundizando más en la cuestión de la unión universal del hombre
con Dios: Si Yo (Dios) estoy aquí, todo el mundo está aquí. Si Yo no estoy, nadie está.

62
La verdad del Dios de los Cielos, es como el aire y la lluvia de los Cielos: aunque de un valor incalculable, des-
cienden gratuitamente sobre todos, no siendo monopolio de hombre alguno (proverbio judío).
¡Oh, Jerusalem! pág. 21

Hilel enseñó la vida como oposición a la muerte. La guerra era el mal absoluto, y si el
hombre defendía la guerra, defendía todos los males. La vida era sagrada y buena, y vivir la
vida era el deseo de Dios y también parte de Dios63.

Por último, en Alejandría, donde la comunidad judía


constituía las dos quintas partes del total de su población,
Filón (13/20 a.C.-50 d.C.) era el jefe más importante de una
diáspora fuertemente influida por el helenismo64, quizás
totalmente helenizada, pero, no obstante, profundamente
fiel a la fe de sus patriarcas y al pueblo de Israel. Muy fami-
liarizado con los escritos de Platón, había llegado a domi-
nar su idioma de tal manera que podía decirse: Platón es-
cribe como Filón y éste como aquél. A su entusiasmo por la filosofía unía una fidelidad in-
quebrantable al judaísmo al que quería reconciliar con la concepción griega del mundo.
Pretendió presentar la Ley en forma clara, inteligible y atractiva para los helenistas, es de-
cir, dando al judaísmo una visión helenística.

Filón de Alejandría puso la cultura helenística al servicio de la exégesis y de su piedad


religiosa. Por eso, hay que buscar la unidad de su pensamiento, no del lado de los sistemas
filosóficos, sino del lado de la Biblia. El Dios de Filón no es del todo el Dios bíblico: se cons-
tata un abandono de la historia y una excesiva preocupación por el alma y su camino de
ascenso, que, aflojando las ataduras del cuerpo, culmina en el éxtasis. Pero su concepto de
Dios, de un Dios que es objeto de adoración, es más trascendente y personal que el concep-
to de los filósofos.

Usó mucho la exégesis alegórica, aplicando el texto de la Escritura al alma humana y


sus vicisitudes. Con todo, no abandonó la exégesis literal. Manifestó mucha fe en el rol del

63
Fast (2002), pp. 113-115.
64
Puede hablarse de una doble actitud entre los judíos alejandrinos durante el período helenístico: por un
lado, se mantenían leales a la ley mosaica y al modo de vida prescrito en la Ley; el lugar de reunión era la si-
nagoga donde los escritos sagrados se leían, estudiaban y comentaban. Pero, por otra parte, participaban y se
integraban en la vida social y económica, para lo que les era necesario pasar por el sistema educativo basado
en el gymnásion, especie de escuela privada y, a la vez, lugar recreativo y deportivo. En toda ciudad helenísti-
ca la educación era esencial para ser bien recibido en la vida social y cultural y, llegado el caso, tener acceso a
la ciudadanía. Por los pocos testimonios literarios que nos han llegado, puede decirse que los judíos alejan-
drinos supieron competir con los griegos en el terreno cultural y literario (López Pérez, Juan Antonio: “Filón
de Alejandría: obra y pensamiento. Una lectura filológica”. Universidad Nacional de Educación a Distancia
(UNED). Madrid, p. 5).
¡Oh, Jerusalem! pág. 22

pueblo elegido, pero la Ley desplazó de hecho al mesianismo. Fue un gran moralista, que se
fundamentó en la revelación hecha a Moisés. Exhortó a la piedad y a la virtud verdadera.
Sintió, con profundidad, la necesidad de la gracia para acercarse a Dios65. Intentó conven-
cer a los judíos de que no había que renunciar al pasado religioso, y que la fidelidad a la Ley
no estaba reñida con una profundización en las ideas helenísticas.

La concepción filónica de Dios y del mundo estuvo fuertemente influida por la filo-
sofía platónica y a su vez influyó notablemente en el desarrollo del neoplatonismo y de la
patrística cristiana.

Dios es trascendente al mundo, es uno, eterno, incorpóreo, autosuficiente. Dios es


incomparable, incognoscible, indescriptible. Dios es, también, bueno. Dios ha creado el
mundo por bondad, no por necesidad. Pero no lo ha creado directamente, manchándose
las manos, por así decir. Dios es demasiado trascendente para ello. Platón había sostenido
que la verdadera realidad son las formas eternas, de las que las cosas sensibles y efímeras
participan en mayor o menor grado. Filón aceptaba esa teoría platónica. Sólo puede crearse
algo si previamente se tiene la idea o forma de lo que se va a crear. Las formas o ideas pre-
ceden a las cosas. Y el lógos es precisamente el lugar de las formas, la mente de las ideas.
Por eso Dios crea el lógos directamente y sólo indirectamente, a través del lógos, crea el
mundo.

El lógos y las formas o ideas que lo componen se entienden por Filón en tres senti-
dos distintos: en primer lugar, el lógos existe en Dios, como un atributo divino. Desde toda
la eternidad, Dios ya poseía las ideas o formas de todas las cosas, y el lógos así entendido
constituye la mente divina y está en Dios; en segundo lugar, antes de crear66 el mundo,
Dios creó un plano del mundo, el lógos intermediario entre Dios y el mundo, el kósmos
noetós, que contiene las formas puras de las cosas, ya fuera de Dios, pero todavía no incor-
poradas en la materia; finalmente, esas formas se incorporan, esas ideas se realizan, el
plano de la creación se convierte en el mundo sensible creado. En este mundo siguen pre-
sentes esas formas como lógos inmanente.

65
Zañartu, pp. 1-2.
66
El ateo pregunta, ¿En qué lugar de la Creación se encuentra el Creador? El niño pregunta, ¿En qué lugar del
reloj se encuentra el relojero? (proverbio judío).
¡Oh, Jerusalem! pág. 23

En el primer sentido, el lógos es como la idea que tiene el arquitecto en la cabeza an-
tes de plasmarla en un plano. En el sentido intermedio, el lógos es como el plano ya dibuja-
do, antes de que empiece la construcción. Ya no está en la cabeza del arquitecto, pero toda-
vía no se ha materializado en un edificio. En el último sentido. El lógos es como la estructu-
ra del edificio ya construido, el plano ya realizado en la disposición de los ladrillos y las vi-
gas.

La creación del mundo sensible se produce por incorporación de las formas en la


materia. Las formas mismas han sido creadas por Dios, pero en un sentido intemporal. En
efecto, el kósmos noetós no puede haber sido creado en el tiempo, ya que antes de que hu-
biese cosmos tampoco había tiempo67.

Filón decidió abordar el estudio de los libros sagrados traducidos por los Setenta68, la
Septuaginta69. A los traductores les llamó profetas y sacerdotes de los misterios70 con el fin
de convencer a los judíos helenizados de que leyeran los libros sagrados. Recomendó acudir
a las sinagogas, escuelas de prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Advirtió que el senti-
do literal de las palabras es increíble, y que es posible, con la ayuda de Dios, deducir algún
sentido interno u oculto71.

En uno de los pocos pasajes en que habla de sí mismo, Filón nos dice: Con frecuen-
cia, abandonados los parientes, los amigos y la patria, y retirado al desierto para reflexionar
sobre cualquier cosa digna de meditación, no sacaba de ello provecho alguno, antes bien mi
mente, distraída o roída por la pasión, tendía a lo opuesto; algunas veces, en cambio, he sabi-
67
Mosterín (2006), pp. 117-119.
68
Los intelectuales griegos se ocuparon poco de la traducción de los Setenta, porque se trataba de un griego
mal escrito; se interesaron, en cambio, por ciertos puntos etnográficos e históricos del pasado judío. La pri-
mera mención de los Septuaginta en la literatura griega que nos ha llegado tiene lugar en el tratado anónimo
del siglo I d.C. Sobre lo sublime (Momigliano, A. 1975: Alien Wisdom: the limits of Hellenization. Cambridge,
pp. 91-92).
69
Los cinco libros de la Torah fueron trascritos al griego en Alejandría en tiempos del rey Ptolomeo II Feladel-
fo (285-246 a.C.). Supuso la primera traducción de la Biblia y a la vez la primera interpretación de un texto
consonántico hebreo que sólo más tarde, a comienzos de la Edad Media, sería vocalizado. Esta traducción de
los cinco primeros libros, Pentateuco en griego, recibió el nombre de Μετάφραση των Εβδομήκοντα, Biblia de
los Setenta, en latín la Septuaginta o LXX, en atención al número de traductores que, según cuenta la Carta de
Aristeas, participaron en ella. Más tarde vendría la traducción de los Profetas anteriores y posteriores, de los
Escritos, y la producción de nuevos libros en griego en un proceso de cuatro siglos que se extenderá hasta
finales del s. I o comienzos del siglo II d.C. Desde comienzos de la tradición cristiana el nombre se utilizó para
designar todos los libros de la colección griega, ya fueran traducidos del hebreo, ya escritos originalmente en
griego (N. Fernández y M. Victoria Spottorno, 2008: La Biblia griega Septuaginta. Ed. Sígueme. Salamanca. pp.
12-13).
70
Mos 2,40.
71
Zañartu, pp. 7-8.
¡Oh, Jerusalem! pág. 24

do permanecer entregado a mis pensamientos en medio de una gran muchedumbre, por


cuanto Dios ha alejado a la multitud de mi alma y me ha enseñado que el bien o el mal se de-
ben, no a las diferencias de los lugares, sino a Él mismo, que mueve y conduce por donde quie-
re el carro del espíritu72.

Pero, a pesar de esta vocación por intentar la fusión de las ideas, de compartir para
entender al otro, los judíos fueron bastante impopulares entre los romanos73 y los habitan-
tes de las ciudades helenísticas, que los consideraban poco sofisticados y a los que echaban
en cara su aislamiento, su intolerancia y su hosca condena de las demás religiones.

* * * * * * * *

Tras la muerte de Herodesxi, éste dividió su reino entre sus hijos: Arquelao y Antipas,
hijos ambos de Maltace, y Filipo que lo era de Cleopatra. El título de rey lo heredaba úni-
camente el primero, por ser el primogénito. Los otros dos eran simplemente tetrarcas. Es-
tas disposiciones debían ser ratificadas por Augusto.

Apenas concluidos los funerales del rey, Arquelao (4 a.C.-6 d.C.) tuvo que enfrentar-
se a una grave rebelión, con motivo de la Pascua, antes de partir hacia Roma para recibir la
investidura real. Por Pentecostés estallaron otros conflictos. Eran muchos los aspirantes al
trono y éste fue un período particularmente sangriento.

Augusto (31 a.C.-14 d.C.) ratificó el testamento de Herodes, pero negó a Arquelao el
título de rey. Nombrado etnarca, recibió Judea, Samaría e Idumea. Sería depuesto ensegui-
da, en el año 6 d.C., con motivo de una queja común de judíos y samaritanos. Su territorio
fue confiado a un prefecto o procurador, de la clase de los equites74, dependiente del gober-
nador de Siria75.

72
Explicación alegórica del Libro de las Leyes.
73
Ya en el año 139 a.C. fueron expulsados de Roma como probable expansión de los cultos orientales y a causa
del proselitismo judío.
74
El rango ecuestre en Roma, conocido como ordo ecuestre, se refiere en la primitiva republica a gentes adi-
neradas que podían equiparse con caballos para la guerra. Con el paso del tiempo, dicho ordo se fue convir-
tiendo en una clase de ciudadanos emprendedores dedicados a los negocios. Ya con Augusto, se les asignó
¡Oh, Jerusalem! pág. 25

Tras haber sido depuesto su hermano, Antipas (4 a.C.-39 d.C.) tomó el nombre di-
nástico de Herodes (Herodes-Antipas). Impulsado por su segunda mujer, Herodías, intentó
obtener de Roma el título de rey, pero Calígula (37-41 d.C.) se lo negó. Se entregó su tetrar-
quía a Agripa I, hermano de Herodías y nieto de Herodes el Grande y Mariamme.

En cuanto a Filipo, tercer hijo de Herodes, controló prácticamente a individuos no


judíos fuera del territorio nacional, donde su vida transcurrió sin relieve alguno. Murió el
34 d.C. sin descendencia. Sus tierras fueron incorporadas por Tiberio (14-37 d.C.) a la pro-
vincia romana de Siria. En el 37 d.C., Calígula se las cedió a Agripa I (37-44 d.C.). Éste se
encontraba en Roma en el año 41 d.C., en el momento del asesinato de Calígula. Nieto de
Herodes, era hijo de Aristóbulo, ejecutado el 7 a.C. Fue cómplice del nombramiento de
Claudio76 (41-54 d.C.). Recibió de éste el título de rey, que conservó hasta su repentina
muerte en el año 44 d.C.; se encontró a la cabeza de un reino tan extenso como el de Hero-
des el Grande. Ya desde el 37 d.C. había recibido la antigua tetrarquía de Filipo y la Abilene
(región entre Damasco y el Antilíbano); en el 39 d.C. la de Herodes Antipas, añadiendo
Claudio a estos dominios los territorios gobernados por los procuradores tras la deposición
de Arquelao: Judea-Samaría e Idumea. Fue el último rey semi-independiente de la nación
judía77.

Al término de su efímero reinado, Claudio negó a su hijo Agripa II78, de diecisiete


años, el trono de su padre. Toda Palestina fue entonces incorporada a la provincia de Siria

diversas funciones tales como el control de la Hacienda y finanzas con el rango de procuratores, como en el
caso de Judea o de praefectus en el caso de Egipto, el control de la guardia pretoriana como Prefectos del Pre-
torio o la atribución de cargos militares como los cinco tribunus angusticlavius de cada legión o el mando de
unidades auxiliares del ejército, alas o cohortes (Uyá Esteban, p. 7).
75
Mosterín (2006), p. 101.
76
El comienzo del imperio de Claudio se abría con buenas perspectivas para el pueblo judío. El papel desem-
peñado por Agripa en la accesión al poder del nuevo emperador, le supuso la ampliación de su reino con la
anexión de Judea y de otros territorios (Josefo, Ant 19, 274-278), así como la concesión de un consulado (Jose-
fo, Bell 2, 216; Dión, LX 8,2-3). No obstante, el nuevo emperador tomó algunas medidas contra los judíos de la
capital; así, Dión (LX, 6-6) nos describe una prohibición con las siguientes palabras: Como los judíos habían
aumentado en número, de modo que debido a su cantidad habría sido difícil expulsarlos de la ciudad sin haber
provocado disturbios, les permitió seguir viviendo según las costumbres de sus padres, les prohibió sin embargo
reunirse.
77
Marco Junio Agripa tuvo una vida novelesca y pocos hubieran pensado que llegaría a ser rey de los judíos y
que heredaría la mayor parte de las posesiones de su abuelo Herodes el Grande. Su alocada y turbulenta vida,
perseguido en sus comienzos por los acreedores, concluye de modo digno sentándose en el trono de Judea,
gobernando moderadamente y siendo, en todo momento, respetuoso con las tradiciones judías. Al propio
Flavio Josefo no deja de sorprenderle semejante transformación, resultado quizá del destino o del azar.
78
Conocido con el nombre de Agripa II, el hijo de Agripa I será el último representante de la dinastía hero-
diana. En el 48 d.C. Claudio lo nombró rey de Calcis y luego, al año siguiente, inspector del templo, con el
derecho de nombrar sumos sacerdotes. Mantuvo una inquebrantable fidelidad a Roma. Al reino inicial de
¡Oh, Jerusalem! pág. 26

bajo el nombre de Judaea. Quedaba bajo la autoridad directa de un prefecto o procurador


imperial.

Por lo que respecta al culto oficial del templo y la práctica pública de la religión,
Roma no había modificado sus anteriores disposiciones respecto a los judíos. Las creencias
ancestrales y las exigencias legales eran escrupulosamente respetadas. Como los judíos no
toleraban ninguna imagen, la administración romana decidió incluso que las tropas no sa-
caran sus insignias en Jerusalén. Las monedas de cobre acuñadas localmente tampoco lle-
vaban efigie alguna. Sin embargo, era obligatorio rezar por el emperador y por la prosperi-
dad de Roma79.

Nada se sabe de los tres primeros prefectos o procuradores 80 de Judea: Coponio, Am-
bíbulo y Rufo. Josefo81 relata82, sin embargo, que el año 6 d.C., al constituirse la provincia
romana de Judea, es decir, antes de la llegada del primer gobernador, se produjeron algu-
nos disturbios a propósito de un empadronamiento general para la percepción de un im-

Agripa II, añadió Claudio en el 53 d.C. la antigua tetrarquía de Herodes Antipas. La guerra del 66-70 d.C. afec-
tará poco a ese monarca. Los Hechos de los Apóstoles se refieren a él a propósito del proceso de Pablo (Hch
25-26).
79
Paul (1981), p. 58.
80
Eran hombres que se distinguían únicamente por su avaricia. Judíos y procuradores se odiaban mutuamen-
te. Tenían poder sobre la vida y la muerte de los ciudadanos no romanos, y lo utilizaban. Cargaron de impues-
tos a los campesinos judíos hasta desposeerlos de sus tierras y dejarlos en la pobreza. Saquearon a la aristo-
cracia, puesto que la alternativa al pago era la muerte, y cobraron periódicamente su tributo del tesoro del
Templo. Como resultado, sembraron semillas perennes de sublevación (Fast, 2002, p. 123).
81
Nacido entre los años 37-38 d.C., Yosef bar Mattityahu o Yossef ben Matityahou, es decir, hijo de Matías,
perteneció a una familia sacerdotal de Judea ligada a la monarquía de los asmoneos. En el año 64 d.C. fue a
Roma para conseguir del emperador Nerón la liberación de algunos sacerdotes judíos capturados en pequeñas
rebeliones contra los romanos, pero él mismo resultó procesado y encarcelado, siendo liberado al poco tiem-
po por la mediación de Popea, esposa del emperador. De vuelta a Jerusalén, vive el estallido de la Gran Rebe-
lión en 66 d.C., y fue designado por el Sanhedrín como comandante en jefe de la zona de Galilea, organizando
la administración y defensa de la zona que resistiría hasta el verano del 67 d.C., cuando la fortaleza de Jotapa-
ta fue destruida, y Flavio Josefo capturado y llevado ante la presencia del general Vespasiano. Se cuenta que
ante él le predijo que en breve sería nombrado emperador y a partir de entonces se convirtió en amigo y cola-
boracionista de Roma. Este cambio debe de tomarse con suma cautela ya que no debe de considerarse como
una traición, salvo para sus ahora enemigos políticos. Su actitud contra los jefes rebeldes sería hostil al acu-
sarlos de ser los responsables de la revuelta, en especial a los zelotes, sin olvidar la pésima gestión de los pro-
curadores romanos, pero también es cierto que ensalzaba el heroísmo de sus gentes y de las derrotas que
infligieron a los romanos. Además, su testimonio de primera mano, ya que estuvo presente durante todo el
conflicto, podemos, afortunadamente, contemplarla desde ambos bandos y no solo desde la perspectiva del
romano, lo que nos da una información completa de todo el proceso, sin descuidar algunos trazos de subjeti-
vidad propias de su nueva afiliación a la causa romana, aunque sin renegar de su pasado judío. Fue testigo
excepcional de la destrucción de Jerusalén, e hizo de mediador entre las dos partes instando especialmente a
los judíos a que se rindieran viendo que cada vez más, sus opciones de victoria iban menguándose poco a
poco. Después del fin de la revuelta, se trasladó a Roma y vivió el resto de su vida desarrollando su trabajo
literario e histórico produciendo además de La Guerra de los Judíos, la obra de Antigüedades Judías, Contra
Apión y Autobiografía (Uyá Esteban, p. 5).
82
Ant 17,355; 18,1-3; Bell. 2,117.
¡Oh, Jerusalem! pág. 27

puesto directo. Dicha operación, promovida por el legado de Siria, Quirino, provocó un
movimiento de rebeldía instigado por un tal Judas, llamado el Galileo. Suele considerarse
este suceso como el origen de uno de los movimientos nacionalistas radicales que llevarían,
en el año 66 d.C., a la guerra contra Roma83.

Los errores y excesos de los representantes de Roma, ya iniciados en tiempo de Pon-


cio Pilato84, que causó la irritación de los habitantes de Jerusalén al decidir que sus tropas
entraran en la ciudad con las enseñas descubiertas y la imagen imperial en ellas, se multi-
plicaron y agrandaron. Los conflictos entre los judíos se sucedieron uno tras otro. Los mo-
vimientos de rebeldía, relativamente limitados en número y alcance bajo los dos primeros
gobernadores85, fueron haciéndose más serios bajo el tercero. A partir de Félix, el cuarto, se
normalizó la rebelión, que fue haciéndose cada vez más intensa, hasta alcanzar su punto
álgido con el último de ellos, Gesio Floro86, que se condujo de manera sumamente dura y
provocativa, atreviéndose a sacar dinero del tesoro del Templo y obligando a la población

83
Bell 7,253-256; Ant. 18,3-10, 23-25.
84
Los prefectos que actuaron como gobernadores de Judea hasta el año 41 d.C. fueron: Coponio (6-9 d.C.),
Marco Ambíbulo (9-12 d.C.), Anio Rufo (12-15 d.C.), Valerio Grato (15-26 d.C.), Poncio Pilato (26-36 d.C.), Mar-
celo (36-37 d.C.) y Marulo (37–41 d.C.).
85
Los procuradores romanos, representantes personales del soberano, a partir del año 44 d.C. son Cuspio
Fado (44- ¿46?), Tiberio Julio Alejandro (¿46? -48 d.C.), Ventidio Cumano (ca. 48-52 d.C.), Antonio Félix (ca.
52-60 d.C.), Porcio Festo (¿60? -62 d.C.), Albino (62/63-64 d.C.) y Gesio Floro (64-66 d.C.). En tiempo de Au-
gusto y de Tiberio el título habitual de gobernador de Judea era el de praefectus (“prefecto”; en griego: epar-
chos). Por una inscripción descubierta en el teatro de Cesarea en 1.961 se sabe que Poncio Pilato era praefectus
Judaeae. A partir de Claudio, se adoptó con bastante frecuencia el término procurator (en griego: epitropos,
“tutor”, “administrador”). Pero en las fuentes de la época hay otros términos: hegemon (“jefe”; en latín: prae-
ses) o epimeletes (“comisario”; en latín: curator). Después de la Rebelión Judía, se instaura, tras el paréntesis
de los procuradores romanos (44-66 d.C.), un gobernador de rango senatorial, legatus augusti pro praetore, al
igual que en la provincia de Siria.
86
Por su parte, Gesio Floro, quien fue enviado por Nerón como sucesor de Albino, llenó Judea de calamidades de
todo tipo. Era éste oriundo de Clazómenas y llevó consigo a Judea a su esposa Cleopatra, gracias a cuya amistad
con Popea, la mujer de Nerón, del que ella no se diferenciaba lo más mínimo en perversidad, obtuvo el gobierno
de esta provincia. Fue en el ejercicio del poder tan malvado y violento que por el cúmulo de sus fechorías los
judíos elogiaban a Albino y lo consideraban su bienhechor. En efecto, mientras aquel trataba de mantener oculta
su perversidad y procuraba cuidar de que no se le descubriera en forma alguna, Gesio Floro, en cambio, como si
hubiera sido enviado a Judea para hacer ostentación de perversidad, alardeaba de los desafueros cometidos con-
tera nuestro pueblo, no excluyendo forma alguna de rapiña ni de suplicio inicuo. Era, en efecto, insensible a la
compasión, insaciable en cualquier ganancia, hasta el punto de que para él no sólo los más pingües no se dife-
renciaban lo más mínimo de los más insignificantes, sino que incluso se asoció a los bandoleros, puesto que eran
muchos los que se dedicaba a este menester, con total impunidad, ya que estaban seguros de tener garantizada
por él la vida a cambio de compartir botín. Estos robos no eran módicos, sino que los infelices judíos, al no poder
soportar los continuos saqueos perpetrados por los bandoleros, se vieron obligados a abandonar sus lugares de
residencia y a huir en masa en la idea de que vivirían mejor en cualquier parte del extranjero. ¿Y qué falta hace
relatar más hechos de él? En efecto, él fue quien nos obligó a emprender la guerra contra los romanos, porque
partíamos de la base de que era preferible perecer de una vez que poco a poco. Y, efectivamente, la guerra empe-
zó al segundo año de ser nombrado procurador Floro y al duodécimo de ser designado Nerón emperador (Josefo.
Ant., XX, 252-257).
¡Oh, Jerusalem! pág. 28

de Jerusalén a acoger con solemnidad a sus tropas, entregando luego la ciudad al saqueo. El
país entero llegó a encontrarse envuelto en un clima de revolución generalizada87. Todo
estaba a punto para que estallase la guerra, y así sucedió efectivamente en junio del año 66
d.C.88, cuando detonó una sangrienta rebelión (la guerra judía) xii, una verdadera guerra de
liberación contra los romanos, que tardó ocho años en ser aplastada. En las ciudades de
población mixta, los judíos ortodoxos, intolerantes con los cultos paganos de los griegos y
sirios, trataban de impedirlos, lo que condujo a peleas intercomunales y matanzas. En Jeru-
salén los fanáticos o zelotes (en griego, zelotaí; en hebreo, qanna'im), con el apoyo de los
sacerdotes, acorralaron a la guarnición romana y acabaron con ella. A ellos se unieron los
sicarios de Galilea. Movidos por el fanatismo religioso y el fervor nacionalista, zelotes y si-
carios89 obtuvieron diversas victorias sobre los romanos.

87
Floro no estaba contento con que se calmara la revuelta por lo que intentó reavivarla de nuevo. Llamó a los
sumos sacerdotes y a los nobles y les dijo que la única prueba de que el pueblo no se iba a sublevar ya más era
que acudieran al encuentro de las tropas que venían de Cesarea. Dos eran las cohortes que acudían desde allí.
Mientras los sumos sacerdotes y los notables convocaban al pueblo, el procurador envió a decir a los centurio-
nes de las cohortes que prohibieran a sus hombres devolver el saludo a los judíos y, en el caso de que dijeran algo
contra él, que utilizaran sus armas. Los sumos sacerdotes congregaron a la muchedumbre en el Templo y le
rogaron que saliera al encuentro de los romanos y recibiera a las cohortes, antes de que ocurriera un desastre
irreparable. Los rebeldes no hicieron caso a estas palabras y la multitud, a causa de los que habían muerto, se
puso del lado de los más revolucionarios. Entonces, todos los sacerdotes y todos los servidores de Dios sacaron
en procesión los objetos sagrados... se pusieron de rodillas y suplicaron al pueblo que preservase los ornamentos
sagrados y que no provocase a los romanos a saquear los Tesoros de Dios... Llamaban por su nombre a cada uno
de los nobles y al pueblo, de forma colectiva, y les pedían que tuvieran cuidado con no cometer ninguna pequeña
ofensa que permitiera entregar la patria a unas personas que deseaban devastarla...En cambio, si ellos, como es
costumbre, recibían a los soldados, quitarían a Floro el pretexto de la guerra, salvarían la patria y evitarían más
sufrimientos. Además, supondría una terrible debilidad el hecho de hacer caso a un pequeño grupo de sediciosos,
cuando es necesario que un pueblo tan numeroso obligue a estas personas a comportarse bien. Con estas pala-
bras amansaron a la muchedumbre y también calmaron a los sediciosos, a unos con amenazas y a otros por el
respeto que ellos merecían. A continuación, en calma y en orden, se pusieron al frente de la multitud y salieron
al encuentro de los soldados; al llegar cerca de ellos les saludaron. Pero, como las tropas no les contestaran, el
grupo de rebeldes empezó a gritos contra Floro. Esta era la señal que habían recibido los romanos para atacar a
los judíos... (Josefo, Bell Iud., II, 318-325).
88
Paul (1981), p. 59-60.
89
Esta secta nació con Judas el Galileo, quien fomentó un levantamiento en los años 6-7 d.C. a raíz del censo,
que afectaba a todos los hombres de 14 a 65 años y las mujeres de 12 a 65 años, y la posterior recaudación de
impuestos. En sus comienzos, las fuerzas fariseas desempeñaron un importante papel; parece que fueron
principalmente los discípulos del rabino Sammay los que engrosaron las filas del zelotismo, mientras que los
hillelitas, que se alzaron definitivamente con la preponderancia en el rabinado después de la guerra, adopta-
ron frente a dicho movimiento una actitud negativa, aunque de momento no pudieran imponerse a los sam-
mayitas. La proximidad con el pensamiento de los esenios es también muy patente. Mantienen puntos muy
cercanos de vista sobre cuestiones proféticas, y sobre escatología y guerras del juicio. Es muy posible que mu-
chos de los esenios se fueran haciendo zelotes con el paso del tiempo. El nombre de zelotas habla del celo que
tenían por Dios y por su encendida pasión al discutir sobre asuntos de juicio final y guerras escatológicas.
Para los romanos, no eran más que ladrones, salteadores de caminos aislados o cuadrillas enteras de bandi-
dos. La designación de sicarios, en cambio, no parece comprender a la totalidad de los zelotas, sino sólo un
grupo de ellos, especialmente activo; el nombre derivaba de los pequeños puñales (sica) que llevaban ocultos
bajo el manto y con los que asesinaban a sus adversarios, a menudo en medio del gentío. Parece que se con-
¡Oh, Jerusalem! pág. 29

La situación era ya tan grave (Jerusalén en manos de los


rebeldes) que se hacía necesaria la intervención directa del go-
bernador de Syriaxiii, C. Cestius Gallus,
quien reunió una fuerza de entre 17.000
y 20.000 hombres90 quien, al fracasar
también, dio paso a las campañas de
Vespasiano y Tito (67-70 d.C.).

Vespasiano, al frente de tres legiones, fue el encargado de


acabar con la rebelión, pero, llamado a Roma como nuevo emperador en 69 d.C., entregó el
mando de sus legiones a su hijo Tito, que finalmente entró en Jerusalénxiv en 70 d.C., arra-
sando por completo el templo, que ya nunca más sería reconstruido. El último bastión re-
belde, la fortaleza de Masadaxv, defendida por los sicarii, cayó en el año 74 d.C. 91

Tras haber sofocado la rebelión92, los romanos abolieron las instituciones de la teo-
cracia judía. El Templo quedó arrasado93, el cargo de Sumo Sacerdote, la institución del

centraron sobre todo en Judea y en Jerusalén. Para ellos fue decisiva la doctrina con la que justificaron y em-
prendieron la lucha. Su punto central es la interpretación que daban al primer mandamiento. A su modo de
ver, el reino de Dios en Israel era incompatible con cualquier dominación y de este pensamiento emanó su
celo por la monarquía exclusiva de Dios. Su pronta disposición al sufrimiento y su fortaleza en el martirio
despertaron la admiración de sus enemigos. Con el martirio pregonaban su celo por Dios y expiaban los peca-
dos de Israel. La actividad de los zelotas para convertir en realidad su credo del reino exclusivo de Dios se
desarrolló de diferentes maneras. Abominaban de las imágenes en todas sus formas, ya se tratara de imágenes
de hombres, especialmente de gobernantes, o de imágenes de animales, que en su mayor parte tenían un
significado simbólico. El culto incipiente al emperador fomentó de manera decisiva la oposición a Roma; las
imágenes del Emperador eran las que producían mayor escándalo. Los linchamientos se hicieron la norma
general contra las impurificaciones y profanaciones perpetradas en el recinto del Templo. La venganza de los
zelotas se abatía también sobre los israelitas que se unían a mujeres no judías. Se obligaba a la gente a circun-
cidarse; sino, se le mataba sin ningún miramiento. Su postura social era revolucionaria. Estaban en contra de
los ricos, y se granjearon la amistad de los pobres, los pequeños campesinos y terratenientes, mientras que los
grandes terratenientes se aliaron con los romanos. Entre todo este agitado mundo, no es de extrañar que Je-
sús fuera confundido con un supuesto mesías de los que proliferaban en la época, que fuera crucificado entre
dos zelotas, y que incluso el Sanhedrín le acusase de provocar revueltas para ganarse la enemistad con los
romanos. Sin duda que muchas veces Jesús tuvo que soportar las comparaciones con los zelotes, y no sólo eso,
sino las acusaciones contrarias de estar de parte de los romanos. En una época tan agitada no era fácil no vivir
bajo sospecha, se estuviera en un bando u otro (Herca, 2009, pp. 8-9).
90
Las tropas que el gobernador de Syria reunió fueron la legio XII Fulminata (procedente de Antioquía), vexilla-
tiones (unos 2.000 hombres) procedentes de las legiones X Fretensis y, seguramente, de la VI Ferrata, junto a
tropas aliadas (2.000 jinetes de Antíoco IV de Comagene, en torno a 2.000 jinetes de Agripa II y 3.000 infantes
aportados también por el rey judío, 4.000 (la mayor parte arqueros y 1/3 de jinetes) de Soemo, rey de Emesa,
junto a otros 3.000 arqueros y un número indeterminado de auxiliares reclutados en las ciudades fieles a Roma
(Josefo, Bell Iud., II, 500-502].
91
Imagen: reverso de sestercio con inscripción que reza: Iudaea Capta, “Judea conquistada”. Tras la conquista
de Jerusalén y la caída de Masada, el emperador Vespasiano hizo acuñar una serie de monedas para conme-
morar esta victoria. Museo de Israel, Jerusalén.
92
Imagen: Efigie de Tito en un camafeo. Siglo I. Museo Estatal de Hesse, Kassel.
¡Oh, Jerusalem! pág. 30

sacerdocio y el gran consejo del Sanhedrín fueron abolidos y las aportaciones económicas
que todas las comunidades judías enviaban regularmente al Templo se transformaron en
un impuesto especial (fiscus iudaicus) que pagar al erario romano. La provincia de Judea
pasó a ser administrada por un praetor o gobernador de rango senatorial, con una legión a
sus órdenes, permanentemente apostada en Jerusalén.

Sin embargo, los romanos no prohibieron la religión judía ni abrogaron la autono-


mía interna de las comunidades judías de la diáspora, que siguieron dispensando justicia en
tribunales propios de acuerdo con sus leyes tradicionales. Además, siguieron gozando de
privilegios tales como la exención del servicio militar y de la obligación de rendir culto al
emperador o la libertad de reunión en sus sinagogas.

La mayor parte de los judíos vivieron en las ciudades del Mediterráneo oriental,
donde seguían gozando de las mismas libertades y privilegios que ya tenían en la época
helenística, incluida la libertad de reunión en las sinagogas. En especial, los romanos se-
guían reconociendo a las diversas comunidades judías como politéumata o comunidades
autogestionadas. La gran rebelión judía del 66 d.C. estuvo limitada al país de Canaán y no

93
El monasterio de Qumran fue destruido durante esta guerra y la inspiración más bien belicosa de algunos
manuscritos como la “Regla de la guerra” nos hace creer que la secta no permaneció del todo fiel a su ideal de
no violencia. Este escrito data probablemente del siglo I a.C. y contiene el reglamento de combate que al fin
de los tiempos habrá de oponer a los “hijos de la luz” y a los “hijos de las tinieblas”, a los judíos fieles (los de la
comunidad de Qumran) contra las naciones paganas. Se concibe lucha como una guerra santa. El mundo se
halla dividido entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal y para reestablecer el orden hay que aniquilar a
las fuerzas del mal. Los que compusieron estos textos creían en la realidad de esta guerra futura y la espera-
ban. Según Roland de Vaux (De Vaux, Roland (1985): Instituciones del Antiguo Testamento. Editorial Herder.
Barcelona) es posible que el texto haya inspirado el fanatismo de los zelotas y quizá pensasen que había llega-
do ya el tiempo de la lucha suprema. Los testimonios aportados por la Regla de la Guerra indican que los ese-
nios mantuvieron una actitud neutral ante Roma en tiempos de Pompeyo, pero luego adoptarían una postura
hostil. Josefo nombra a un tal Juan el Esenio entre los generales de la primera guerra antirromana. Queda
abierta la cuestión de si el grupo entero en conjunto resistió a los legionarios romanos cuando éstos conquis-
taron el asentamiento de Qumran probablemente en el año 68 d.C. Es posible que los esenios evacuaran los
edificios y que se instalaran en ellos los zelotas antes de la llegada de los romanos, o que un grupo de esenios
se hubiera adherido a la causa de la rebelión. Además, hay que señalar que en Qumran se ha hallado una he-
rrería que muy bien pudo haber servido para producir armas, entre otros artefactos. También hay una cons-
trucción que constituye una torre defensiva con marcadas características militares. Por otra parte, el propio
Flavio Josefo indica en un pasaje la frase: “... cuando salen de viaje no llevan nada encima, excepto sus armas
como defensa contra los ladrones”. Y nos cuenta su relación con los romanos: “(...) Desprecian las adversidades
y dominan el dolor con la ayuda de sus principios, y consideran que una muerte gloriosa es preferible a la inmor-
talidad. Su guerra contra Roma demostró fuerza de alma en todos los aspectos, porque, aunque sus cuerpos
eran atormentados, dislocados, quemados o desgarrados, no se consiguió que maldijesen a su legislador o que
comiesen algo prohibido por su ley; tampoco suplicaron a sus atormentadores ni derramaron una lágrima, antes
sonreían en medio del dolor, se burlaban de sus verdugos y perdían la vida valerosamente, como si estuvieran
convencidos de que tornarían a nacer”.
¡Oh, Jerusalem! pág. 31

recibió ningún apoyo de los judíos de la diáspora, que más bien la miraron con desconfian-
za y contrariedad94.

Existe una tendencia a ver la toma y destrucción de Jerusalén95 como el fin del esta-
do judío en Palestina, e incluso como el fin de la presencia judía en dicha tierra. Ninguna
de estas conclusiones es cierta, ya que es posible seguir el rastro de la estampa judía en Pa-
lestina con nitidez, sin interrupción, desde los tiempos de Herodes hasta el presente. Cierto
es que, a veces, su presencia en su antigua tierra se vio reducida a una comunidad muy pe-
queña, pero, de hecho, nunca desapareció del todo96.

* * * * * * * *

El 28 de abril de 1907, un día antes de cumplir sus cuarenta y cuatro años, Constan-
tinos Petros Fotiadis Cavafis, nacido en Alejandría en 1863, en el seno de una familia de co-
merciantes algodoneros griegos, escribía en sus notas personales:

Me he acostumbrado ya a Alejandría (podría ser Jerusalén) y lo más probable


es que, aunque fuera rico, me quedaría aquí. Pero todo esto, cómo me deprime. Qué di-
ficultad, qué carga es una pequeña (destruida) ciudad (ustedes han hecho de ella una
cueva de ladrones97) – qué falta de libertad.

Me quedaría aquí (no estoy, por otra parte, completamente seguro de si me


quedaría) porque es como una patria, porque está relacionado con los recuer-
dos de mi vida98.

* * * * * * * *

94
Mosterín (2006), p. 109.
95
Y es en ese entorno, de continuas intrigas, traiciones y sangre, en el que aparecerá la figura de Jesús, que
tanta trascendencia adquirirá en tiempos posteriores, y que será objeto del siguiente trabajo.
96
Fast (2002), p. 121.
97
Jeremías; 7, 11.
98
Los añadidos entre paréntesis son del autor.
¡Oh, Jerusalem! pág. 32

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* * * * * * * *
¡Oh, Jerusalem! pág. 36

ANEXOS

El Imperio de Alejandro Magno Pág. 37

Judea bajo los Seléucidas (200-164 a. C.) Pág. 37

Enfrentamientos entre Lágidas y Seléucidas Pág. 38

Cronología de los Lágidas y de los Seléucidas Pág. 38

Plano de La ciudad de Jerusalén Pág. 39

Palestina en el periodo Macabeo Pág. 40

Plano de Qumrán Pág. 41

Expansión durante el reinado asmoneo Pág. 42

Antiguas sinagogas de la diáspora Pág. 43

Planos del Templo de Jerusalén Pág. 43

La dinastía herodiana Pág. 50

La guerra judía. Movimientos de las tropas romanas Pág. 51

Provincia de Syria. Etapa imperial (30 a.C.-70 d.C.) Pág. 52

La caída de Jerusalén Pág. 53

“Masada no volverá a caer” Pág. 58

Contraportada Pág. 72
¡Oh, Jerusalem! pág. 37

i El Imperio de Alejandro Magno.

ii Judea bajo los Seléucidas (200-164 a. C.).


¡Oh, Jerusalem! pág. 38

iii Enfrentamientos entre Lágidas y Seléucidas.

iv Cronología de los Lágidas y de los Seléucidas.


¡Oh, Jerusalem! pág. 39

v Plano de La ciudad de Jerusalén.


¡Oh, Jerusalem! pág. 40

vi Palestina en el periodo Macabeo.


¡Oh, Jerusalem! pág. 41

vii Plano de Qumrán.


¡Oh, Jerusalem! pág. 42

viii Expansión durante el reinado asmoneo.


¡Oh, Jerusalem! pág. 43

ix Antiguas sinagogas de la diáspora.

x Planos del Templo de Jerusalén y su localización.

Planta del templo de Sal0món - según De V0gué


¡Oh, Jerusalem! pág. 44

Planta del templo, según Stade.

Vista anterior y transversal del Templo, según Stade.


¡Oh, Jerusalem! pág. 45

Vista lateral del Templo, según Stade.

Vista longitudinal del Templo, según Stade.


¡Oh, Jerusalem! pág. 46

Plano del Templo de Jerusalén según Ezequiel (restauración de C. Chipiez).


¡Oh, Jerusalem! pág. 47

El Templo de Jerusalén según Ezequiel, vista tomada desde el este (restauración de C. Chipiez).

Restauración del Templo - según De V0gué


¡Oh, Jerusalem! pág. 48

Plano
del palacio y templo de salomón según Ritgen (publicado en la obra de Stade).
¡Oh, Jerusalem! pág. 49

Plano del Templo de Herodes - según De V0gué

Plano del monte Moria, según De Vogué A, ángulo Noroeste tallado en la roca; C D E, parte del Haram soste-
nida sobre pilares y bóvedas; C E, muro de las Lamentaciones; F, Puerta Occidental; L, Puerta Doble; K, Puer-
ta Triple; O, roca Sakra; P, escaleras de la terraza (construcciones musulmanas); Ncc, registros o atabes de las
galerías y salas subterráneas; M N R R1 R2 R3, cisternas. - Las líneas de puntos que unen las cisternas repre-
sentan antiguas conducciones subterráneas.
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xi La dinastía herodiana.
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xii La guerra judía. Movimientos de las tropas romanas.


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xiii Provincia de Syria. Etapa imperial (30 a.C.-70 d.C.).

Fuente: UNED. Espacio, Tiempo y Forma Serie II, Historia Antigua, t. 21, 2008
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xiv La caída de Jerusalén.

La campaña en Galilea y regiones circundantes lanzada por Vespasiano en el año 68


d.C. permitió a los romanos recobrar el control en una gran parte del área hasta entonces
en manos rebeldes. Sin embargo, la brusca interrupción de la represión, por la muerte de
Nerón ese mismo año, dio un tiempo de oro a los rebeldes, que les permitió preparase para
un renovado conflicto, así como disponer también la defensa de Jerusalén. La suma de sus
condiciones geográficas naturales y los trabajos defensivos hacían de esta ciudad una forta-
leza inexpugnable para los romanos (Tácito, Historias, V, 11-12). Fracasar en la toma de Je-
rusalén habría supuesto el fracaso en sofocar la rebelión e imponer el dominio romano en
Judea.

En la primavera del año 70 d. C., Vespasiano y su equipo resolvieron dar comienzo al


asedio de la ciudad. Las nuevas responsabilidades de Vespasiano le aconsejaron confiar el
mando en su hijo Tito (Dión Casio LXV4.1), quien le acompañaba en la campaña de Judea
desde que en el año 67 d.C. participara en la lucha contra los insurgentes en su calidad de
legado de la legio XV Apollinaris.

Tito quedó al mando de cuatro legiones: la V Macedónica, la X Fretensis, la XV Apo-


llinaris y la XII Fulminata; en total, unos 60.000 hombres entre legionarios, jinetes, tropas
auxiliares, artilleros, ingenieros y personal de apoyo, destinados a doblegar a los rebeldes
de Jerusalén.

El ejército fue estacionado en torno a la misma. Las legiones erigieron campamentos


en dos colinas que les permitían ver la ciudad desde una posición superior. Estas posiciones
probablemente fueran similares a aquellas tomadas durante el anterior asedio de Jerusalén,
por Pompeyo, en el año 63 a.C. Dos campamentos se erigieron en el Monte Scopus (al no-
reste de la ciudad): uno para la Legión V, otro un poco más apartado, para las legiones XII y
XV. La Legión X estableció su campamento en el Monte de los Olivos (al este de la ciudad),
frente a la explanada del Templo.

La ciudad parecía, en efecto, inexpugnable. Estaba fortificada con tres murallas y al-
bergaba, además del recinto del Templo, dos colosales fortalezas: el antiguo palacio de He-
rodes el Grande, con tres torres soberbias, y la fortaleza Antonia, en el ángulo noroccidental
del Templo, con cuatro torres muy potentes. Dentro de la ciudad había dos murallas: una
separaba la Ciudad Nueva de la antigua, situada al lado del Templo; la otra cortaba el paso
desde este barrio a la Ciudad Alta. Y, finalmente, había un cuarto muro entre la ciudad alta
y la baja. La tercera muralla defendía la zona septentrional de Jerusalén, conocida como
Bezeta o Ciudad Nueva, la más llana y propicia a un ataque. Los lados occidental, sur y
oriental eran prácticamente imposibles de franquear, pues el desnivel entre los muros y los
valles circundantes era muy pronunciado. Por tanto, tenían ante sí una ciudad por comple-
to diferente de aquella que habían conocido en el año 66 d.C., defendida por más de 24.000
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defensores entrenados en numerosas batallas (Bell. Iud. V, 248- 250), con un amplio arsenal
de equipamiento militar que, con el tiempo, habían aprendido a usar (Bell. Iud. V, 359).
Contaban con el apoyo de la población y de los refugiados de las regiones afectadas por la
insurrección, que buscaron asilo en la ciudad (Dión Casio LXV 4, 2-3).

Varias razones daban la sensación de ventaja a los defensores sobre los atacantes: la
solidez de las defensas y el número de defensores, así como por su localización en una zona
de colinas separadas por valles profundos. Sin embargo, durante la preparación de la defen-
sa, los conflictos internos llevaron a los comandantes a descuidar el aprovisionamiento de
víveres que les permitieran sobrevivir durante largo tiempo. Los víveres acumulados dentro
de la ciudad habían sido destruidos en su mayoría durante las luchas entre los propios re-
beldes, y no habían sido repuestos (Bell. Iud. V, 21-26). Los hechos posteriores demostrarían
que este error tuvo una influencia crucial en el desenlace del conflicto.

El sitio de Jerusalén duró cinco meses, de marzo a septiembre del año 70 d.C. Tito
inició el ataque por el norte. Sus tropas desplegaron la impresionante maquinaria de asedio
romana: balistas y catapultas castigaban a los defensores con un bombardeo de jabalinas y
piedras, mientras la infantería trataba de perforar las murallas mediante arietes, montados
sobre plataformas o en torres móviles. La toma de Bezeta era crucial para la estrategia de
Tito, ya que acortaría el frente de batalla, permitiéndole la concentración de tropas en los
puntos decisivos del combate.

La abertura de una brecha en el cuarto muro permitió a Tito forzar a los defensores a
replegarse hasta la segunda muralla, lo que supuso la pérdida de la Ciudad Nueva al com-
pleto. El nuevo objetivo romano era ahora el sector septentrional de la segunda muralla,
que protegía el acceso al barrio de mercaderes, junto a la fortaleza Antonia y la explanada
del Templo. El 30 de mayo, tras cinco días de combates, se abrió una brecha y una de sus
torres se vino abajo (Bell. Iud. V, 317-331). Sin embargo, las tropas invasoras fueron forzadas
a retroceder. Tan sólo algunos días más tarde (3 de junio) pudieron abrirse paso en este
punto. Como consecuencia de ello, en el extremo sur alcanzaron casi hasta la primera mu-
ralla, y en el extremo oriental la Fortaleza Antonia y la explanada del Templo (Bell. Iud. V,
347).

Cuatro días después, las legiones recibieron la orden de ocupar la Ciudad Alta, de-
fendida por las tropas de Simón Bar Giora, así como la Fortaleza Antonia, defendida por los
hombres de Juan de Giscala. Cada legión hubo de erigir rampas de asedio, necesarias para la
captura de las fortificaciones (Bell. Iud. V, 356-357; 466-468), las cuales se completaron en
diecisiete días. Pero Juan de Giscala había hecho excavar túneles desde la fortaleza hasta el
lugar donde estaban los terraplenes; dentro puso madera untada de pez y betún y ordenó
prenderle fuego. El resultado fue que el suelo bajo los terraplenes se hundió, sumiendo en
la confusión a los romanos (Bel. Iud. V, 469-472). Unos días después, un comando de judíos
penetró entre las tropas romanas y logró incendiar las armas de asalto enemigas.
¡Oh, Jerusalem! pág. 55

Tito levantó entonces un muro de circunvalación en torno a la muralla de la ciudad,


a fin de que nadie de entre los sitiados pudiera salir de noche en busca de alimentos. El
bloqueo se hizo sentir pronto y la cruda realidad de la hambruna se adueñó de Jerusalén.
Josefo, que entró en la ciudad como embajador del general romano, testimonia los devasta-
dores efectos de esta estrategia: “Los tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos,
y las calles de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados, como fantas-
mas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se apoderaba de ellos [...] Un profun-
do silencio y una noche llena de muerte se extendió por la ciudad” (Bell. Iud. V, 502-511). A
ello se sumaba el régimen de terror impuesto por los jefes de la rebelión, que ordenaban
asesinar a quienes intentaban huir u ocultar algún alimento.

Finalmente, los arietes romanos lograron derrumbar un muro de la Fortaleza Anto-


nia. Aunque Juan de Giscala había erigido un murete interior, éste también fue tomado y
los defensores no tuvieron otra salida que huir al Templo adyacente. Éste constituía en sí
mismo una tremenda fortaleza y los romanos tuvieron que organizar un nuevo sitio. En
esta ocasión, los arietes no bastaron, y los legionarios hubieron de emplear escaleras de
asalto para superar la muralla exterior del Templo y entrar en el llamado patio de los Genti-
les. Juan de Giscala y Simón Bar Giora se refugiaron en el recinto interior, desde donde re-
chazaron las ofertas de rendición de Tito.

El gran atrio del Templo estaba rodeado por un suntuoso pórtico que pronto se con-
virtió en escenario de los combates. En una ocasión los judíos tendieron una trampa a sus
enemigos. Se retiraron a una de las estoas porticadas, y cuando los romanos la asaltaron y
ascendieron hasta los tejados prendieron fuego a maderos que previamente habían acumu-
lado allí. Murieron muchos asaltantes, bien por el fuego o arrojándose al patio, donde fue-
ron rematados. Instados por Tito, los legionarios prosiguieron la lucha con redoblada fero-
cidad. Eran muchos los que exigían al general que destruyera totalmente el Templo, a lo
que Tito se resistía, según cuenta Josefo. El mismo autor afirma que fue un soldado quien,
sin orden expresa, lanzó por su cuenta una tea contra esta zona interior del templo, de
forma que el fuego prendió rápidamente. Tito corrió a impedirlo, pero los soldados no le
hicieron caso y arrojaron más teas. Pronto toda la zona santa del Templo fue pasto de las
llamas.

La batalla cuerpo a cuerpo continuó en la Ciudad Baja, que también fue saqueada e
incendiada. Los archivos, la cámara del Sanhedrín y todas las casas y mansiones que se ha-
bían salvado hasta entonces quedaron ahora arrasadas. La represión de los legionarios ro-
manos fue feroz; se metieron en las callejuelas con sus espadas en las manos, mataron sin
hacer distinción a todos los que se encontraron e incendiaros las casas con la gente que se
había refugiado en ellas (Bell. Iud. VI, 404).
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Pero las operaciones no terminaron aquí: quedaba aún la parte alta de la ciudad, se-
parada por una muralla, donde se habían hecho fuertes Simón Bar Giora y sus partidarios.
El antiguo palacio de Herodes, protegido por sus tres tremendas torres, seguía alzándose
imponente ante las legiones de Tito. Los romanos construyeron nuevas plataformas para
situar los arietes, que reanudaron su tarea. La muralla de la Ciudad Alta se derrumbó por
varios sitios y los romanos penetraron por las estrechas callejuelas sin encontrar casi oposi-
ción. A estas alturas, el cansancio, el hambre y el desaliento habían minado los ánimos de
los sitiados, que se rindieron a los pocos días. Simón bar Giora escapó por unos pasadizos
subterráneos, para reaparecer más tarde vestido de blanco y púrpura, enloquecido por el
hambre y la sed. Fue capturado y murió ejecutado en Roma.
¡Oh, Jerusalem! pág. 57

Tito ordenó destruir por completo el Templo y las demás construcciones herodianas;
sólo dejó en pie las tres torres del palacio de Herodes como testimonio de la fortuna del
conquistador. El templo de David y Salomón ya había sido destruido por los asirios en el
año 586 a.C., para ser reconstruido poco después y ampliado según el grandioso plan de
Herodes. Pero esta vez no habría nadie para reconstruirlo. Los judíos quedaron desampara-
dos, expulsados de su ciudad sagrada, sin sacerdotes que dirigieran su culto. A partir de
entonces se refugiarían en el cumplimiento de la Ley, la oración, las reuniones de la sinago-
ga y el trabajo silencioso, bajo la guía de los rabinos. Hasta que una última rebelión en su
patria, bajo el gobierno del emperador Adriano (131-135 d.C.), los lanzaría a un largo exilio:
la diáspora (Fuentes: Dabrowa y http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-destruccion-
del-templo-de-jerusalen_6854).
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xv “Masada no volverá a caer”.

Masada o Massada (del hebreo ‫מצדה‬, Metsada, fortaleza) es el nombre de una mon-
taña de cumbre plana y aislada, de unas 8 hectáreas de superficie, con una longitud máxi-
ma de 600 m. y una achura de 200 m. que se encuentra en los bordes orientales del desierto
de Judea. Su altura es de 375 m. sobre el nivel del Mar Muerto y de 100 a 175 m. sobre el de
los valles vecinos. La altura de la roca oscila entre 70 y 150 m.

Si bien su constructor no fue Herodes, ésta se le atribuye a Jonatás, gran sacerdote, si


fue el que mandó levantar una serie de palacios y de fortificaciones, que la convertirían en
una residencia regia y en un lugar inexpugnable. Herodes, entre los años 36 y 30 a.C., cons-
truyó el muro, que rodea toda la meseta, las 37 torres de defensa, los almacenes, las cister-
nas para recoger el agua de la lluvia, los barracones y dos palacios, uno de ellos, tal como
cuenta Josefo, en la subida occidental, más abajo de las murallas, de la cima y mirando hacia
el septentrión; el muro del palacio era muy alto y sólido y tenía cuatro torres en los ángulos
de 18 m. de altura. La disposición de las habitaciones interiores, así como la de los pórticos y
los baños, era muy variada y suntuosa; columnas monolíticas servían de sostén en todas par-
tes; las paredes y los suelos de las habitaciones estaban revestidos con piedras multicolores.

Después de su muerte, Masada recibió una guarnición romana. Al comienzo de la


gran rebelión judía del año 66 d.C., un grupo de zelotas judíos, el partido más radical del
momento, acérrimos enemigos de toda dominación extranjera, se apoderó por sorpresa de
Masada, asesinó a la guarnición romana, acuartelada en la fortaleza, y dejó allí a una de los
suyos.

Para la toma de esta fortaleza, los romanos, aprovechando un promontorio de 90 m


más bajo que Masada, en el lado oeste, levantaron un terraplén, aún hoy perfectamente
visible, de 60 m de altura. Sobre él se construyó una plataforma para que pudieran actuar
las máquinas de asedio, según la táctica seguida por los emperadores Vespasiano y por su
hijo Tito. En esta plataforma actuaba una torre forrada de hierro, para que no pudiera ser
incendiada por los sitiados, de 18 m. de altura. Desde ella disparaban los asaltantes las cata-
pultas y ballestas y así los sitiados no podían defender la muralla. La muralla era golpeada
continuamente por un ariete, hasta que se cuarteó, lo que obligó a los sitiados a levantar
una segunda muralla, que fue incendiada, pues, para resistir las embestidas del ariete, se
construyó de madera. Poco faltó para que el fuego se volviera contra los romanos, al cam-
biarse la dirección del aire. Josefo pone en boca de Eleazar un discurso en el que se de-
muestra que la religión estaba en la base de la revuelta: Hace tiempo que decidimos no servir
a los romanos, ni a otro alguno, sino a Dios, pues solamente Él es el verdadero y justo señor
de los hombres... creo que Dios es quien nos ha concedido esta gracia de poder morir con no-
bleza y libertad. Se eligieron a diez personas, que asesinaron a todos, varones, mujeres y
niños y finalmente ellos también se suicidaron. Josefo puntualiza que sólo quedaron con
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vida dos mujeres y cinco niños, que se habían ocultado en las minas que traían el agua. El
número de víctimas voluntarias, según testimonio de Josefo, fue de 960. Antes del suicidio
colectivo se incendiaron el palacio y otros edificios. Ello sucedió a comienzos de abril del
año 73 d.C. (Blázquez, p.7).

Hoy en día, Masada se ha convertido en el lugar de juramento de lealtad para las


tropas israelíes en donde proclaman el conocido: “Masada no volverá a caer”.

Planos situación (Fuente de los planos: Yadin 1986)


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Vistas aéreas
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Las termas
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Los graneros
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Cisterna
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Frescos parte sur-terraza inferior


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Rabinos examinando la mikave sur


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Plano Masada - Saulcy

Plano Masada - Conder – detalle


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Plano Masada - Rey - correcciones Domaszewski

Plano Masada - Schulten - sección rampa


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Plano Masada - Tristam

Masada – posición de los campamentos romanos y la rampa


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Campamento romano A - plano Guttman

Campamento romano A - plano Richmond y Schulten (Fuente de los mapas: Yadin 1986)
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Mucho ha pecado Jerusalén, por eso se ha hecho cosa impura…


(Lamentaciones 1:8)

Sant Antoni de Calonge a,


27/05/2016

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