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En el aborrecible mundo de los feos siempre es noche y llueve, nunca sale el sol, y siempre
gotea el tiempo su pus purulenta sobre las cabezas deformes, maltrechas, olorosas a alcantarilla o
a momia archivada en cajones de polvo y de arañas momificadas. Son millones los feos, ejércitos
de mujeres y de hombres y de niños contrahechos y delgados, gordos a rabiar, y los hay en todos
los colores, bajos, chicos, alegres, tristes, siempre identificados por la expresión de rabia de sus
ojos dispares, oscuros, apuntados al destierro, cubiertos de nubes y de mucosidades que añoran
nuevas tardes. Se pasean los feos por los suburbios anhelando las aceras bordeadas de fresias y
de nomeolvides de la gente bella, la de los cabellos lacios que juguetea con el viento que
acaricia, los de color trigo, dorado, la gente de ojos color mar, azul celeste, y de los dedos largos,
afilados. Los feos a veces se enamoran y vomitan sus sentimientos repulsivos siempre en la
oscurana con sus voces de lagartos. Acarician al descuido una piel tersa, lloran como cocodrilos
cara a la luna llena, mastican la rabia con sus dientes de serrucho viejo y se dejan reconocer en
los olores rancios, a rata muerta, que emana de sus cuerpos fofos y manchados de lunares y de
huellas y de cicatrices de lava. Tiemblan entre las sábanas, y se poseen entre una nube de asco
escupiendo deseos retorcidos que acarician la entrepierna con sus lenguas quebradas en dos, que
simulan un zapato viejo, un renacuajo podrido, y sus uñas descascaradas acarician con la fruición
del desechable que acaricia las pupilas de dios y se regodea en los pechos o en los muslos o en el
pene del bello que ha descendido aterrado a beberse un trago de cicuta. Siempre en la noche, los
feos entonan obscenas canciones de sentimientos encontrados mortificando los fantasmas del
vino, asqueando las cloacas, los balcones del mundo, que los soporta estoico. Parece que no
tuvieran madre, que hubiesen sido esculpidos así a regañadientes, que fueran un eructo, una
broma macabra del señor de las divinidades. Son la prueba de lo imposible, de la extraordinaria
validez de vivir un día más conjugando la miel con el excremento de los días, solemos decir
entre atinadas sonrisas de desprecio. Hablan, incluso hasta tienen voces de sirena, y usan los
pantalones y las playeras y los corsés de moda y juegan a tener un corazón los que merecen nada,
los nacidos por lástima, los experimentos fallidos de algún dios menor, los hijos de las cloacas,
de los subterráneos, de los barrios del hambre, los hijos del viento y de la casualidad. Caminan
arrastrando sus rostros, sus narices horrendas, sus perfiles grotescos, incluso los puedes
sorprender contemplando una puesta de sol como si tuvieran derecho a compartir nuestros gozos,
los horribles. Es hermoso apalearlos, relegarlos a la cola de la fila, escupirles sus mejillas
infladas, caídas, clavarle las uñas a sus ojos, a sus gestos hediondos, ponerlos a masticar barro,
tierra mojada con sus bocas de tumba abierta, patearles sus jorobas, sus implantes malditos, sus
labios putrefactos, para luego emerger nosotros intactos al sol de los benditos, de los rostros
simétricos, de nosotros, los que tenemos permiso de enamorarnos de igual a igual, de cortejar
cara a cara con el sol de fuego, de recibir amor, y los observo al otro lado de la ventanilla del
coche, transpirando deseos de tocar, de poseer, de recibir las palabras sagradas que solemos
decirnos, de sentir ese apretar de carnes en torno al corazón, y me río de ellos, adivino los
hondos conflictos que aturden sus guaridas de cuerpos descompuestos y de sueños desechos. Los
evito por lo regular, aunque a veces les hablo, mirando bajo, evitando caerme de golpe mirada
antigua, y he adivinado sus garras retorcidas queriendo apretarse en torno de mi cuello felino, los
he visto putear impotentes al mundo, frente al espejo, maldiciendo la asimetría de sus rasgos, el
complejo andamiaje que los llevó a lucir así, como deidades prehistóricas de alguna raza abyecta,
y se ven malos, asesinos, o bastardos de dios, yo no sé, sólo sé que me hacen temblar, que anhelo
masacrar sus cuerpos con mi coche, acallar sus gritos, agarrar a todos los feos del planeta y darle
de comer a las pirañas, y me río, y a veces le platicó mi más recóndito sueño a mis amigos y
van desde cercenarles la cabeza hasta borrarlos del planeta por medio de la ofensa, que es su pan
de cada día. Incluso se atreven a penetrar nuestro aire con sus sueños de gloria, absurdos como
todos ellos. Aún recuerdo palabra a palabra un sueño que me contaron una noche de devaneo y
de suicidios en las inhóspitas soledades del mundo de los feos. Este era un feo, horripilante como
lluvia y truenos y ropa ensopada, que me contaba su mayor anhelo secreto, el sueño de su vida:
Soñé, me dijo, que el mundo se paraba en sus manos y que el equilibrio natural de las cosas se
trastocaba transformando a la noche en día. Los feos éramos entonces los hermosos, los nariz
raída, los ojos oblicuos, los mentón torcido, los feos éramos el santo y seña de la vida, que nos
contemplaba impertérrita sin poder hacer nada, y la noche y la oscuridad y la baba sanguinolenta
de nuestras esperanzas se erigían entonces en el orden natural de las cosas, y los deformes, los
atormentados, los desorejados, eran el punto máximo de expresión, y los hermosos, siguiendo
una tradición secular, pervivían lejos de nosotros, arrastrando sus horas en horribles solares
verdes y floridos, olorosos a tallos y a caderas por estrenar, y nosotros, los lobos, los vampiros,
los perros de presa, recorríamos como peste el mundo sin sentir las fronteras, amos absolutos,
observábamos a nuestras hermanas, las de los tres pechos, las de las caderas caídas hasta el
suelo, las de los seis dedos, ofrecernos los jeans desde las tarimas, y las veíamos caminar
voluptuosas entre sus carnes rojizas, tironeadas por las jaurías hermosas que mendigaban un
inclemencia del sol abierto y allí, con nosotros contemplándolas desde el muladar, se derramaban
en piernas abiertas y en alaridos y en orgasmos que llenaban de vida a los hermosos moradores
de esas zonas de pétalos y de mariposas gráciles, qué asco, me decía el horrible, el de los jirones
dejaba allí ojos cerrados soñando para siempre. Son millones, diferentes, iguales, repulsivos,
de la carretera mendigando una gota de amor, de atención, de mentiras. Los odio, sus pies
chuecos, sus zapatos gastados, y los hay pobres, piojosos y sucios, y los hay ricos, hijos de la
escoria, cubiertos de seda y de oros envanecidos, que se mimetizan entre nosotros fingiéndose
hermosos, ondulados, pero al fin y al cabo se descubren, cómo ocultar esas protuberancias, esos
lunares, esos dientes, esos efluvios a pozo séptico, y quedan desnudos entre las sedas, como
ídolos flagelados, y se sonríen, y fingen que no ha pasado nada, sólo el viento, y nosotros los
miramos de frente, nos acercamos uno a uno y les golpeamos el rostro, que se dilata, que
pretende ocultar un lunar demarcado, una costilla, una rodilla entre salida, un trasero de
profundo, les castigamos con el odio, les enseñamos a no traspasar los límites prudentes de la
sangre, incluso son hermanos, primos, tías, parientes cercanos de algún hermoso, y eso no
importa, tenemos que ser muy selectivos, no podemos hoy aceptar un hombro plástico, un seno,
un ombligo cualquiera, no es nada personal, es tan sólo una cuestión de dignidad, como la
dignidad del sol o de la luna, de la tierra espantada. Los ancianos son otro cuento, todos son
horribles, incluso los que han sido hermosos cuando jóvenes con el tiempo se apagan como soles
errabundos entre las telarañas de los muertos, a ellos también los odiamos, a los viejos, a los
espíritus de la noche, y los acorralamos con nuestras lociones, con nuestros peines, con nuestra
necesidad de acción, les quebramos los huesos, los dientes de plástico, los penes de madera, y
luego los dejamos, carretera abajo, olvidados en la periferia de la vida, allí junto a las madres,
regordetas y torpes, y junto a los demás sobrevivientes del desprecio. Canto una canción frente a
la noche abierta, ratas saliéndose por mis ojos, enredadas entre mis pestañas, contándolas por
los dominios de la fealdad gritándole nuestro parecer, ratas por donde quiera, y canto, y a mi voz
se le suma la voz del mundo, de los verdaderos, de los hijos de la buena fortuna, de los herederos
del amor compartido, y nuestra voz, entonada y grave desgarra pechos, rostros que jamás
debieron ver el sol, uñas encarnadas, qué asco, me pregunto cómo demonios puede alguien así
como ellos caminar por la tierra apestándola, pretendiendo acariciarle el talle a nuestras mujeres,
a nuestros hombres, salpicando el aire de miradas que devoran, de susurros etílicos, de gimoteos,
de súplicas de amor, y canto con rabia, ratas por todas partes, ratas los lunes y martes, y me
pierdo en mis ojos serenos, en mi piel que brilla, en mis pómulos, en mis dedos, en la hermosura
de tus brazos que me envuelven, que se dejan tomar así entre nubes de trigal con tus cabellos de
oro, con tus jeans perfectos en las nalgas, en los muslos, en tus pies delicados que terminan en
rojo, en huellas en la arena, en el aire oloroso a Calcuta, a París, a noches inacabables de piernas
diferente a los pobladores de las sombras, a las ratas, que se poseen con saña, arrancando costras,
caretas que cubren llagas y ojos de salitre, alaridos, tormentosas entregas ahogadas en vómito,
las ratas, las hambrientas, las que pululan las alcantarillas mendigando un rayo del sol de
nuestros ojos, y canto a plena voz, ratas por donde quiera, y mi canto entonado por la voz del
pueblo de los hermosos le da la vuelta al mundo, ratas por todas partes, ratas los lunes y martes,
y me lavo las manos y el rostro y contemplo y acaricio y reviso tu piel, tus ojos, tu entrepierna, tu
boca, y te palpo y te observo real, hermosa como un ángel, tan lejana del mundo, digna de mí,
lejana de mi padre el de los tres pelos locos en la cabeza, el del bigote de escoba, el de los
riñones hechos polvo, el horrible, el asqueroso, tan diferente a ti y a mí que nos podemos dar el
lujo de compartir el amor verdadero, el que acaricia, el que conoce, el que olfatea los
carámbanos amigos de la otra piel, totalmente seguro de no vomitar el mundo al aspirar con
fruición las agrestes soledades que se le ofrecen en un aquelarre de hijos de la hermosura, como
hundo en las aguas de miel y leche de tus muslos, y la hermosura se viste de alas entre nosotros y
a lo lejos los feos, los malditos, los bastardos del tiempo, corren y se arrodillan y suplican un
segundo de contemplar frente a frente al dios del amor, y ofrecen concesiones sin cuenta a
cambio del engaño y escuchan las puteadas saboreando la piel enemiga como si saborearan el
boleto al infierno, y nos contemplan rendidos y rabiosos desde la otra acera dando un brazo, un
ojo, por estar en nuestros zapatos, y yo me río y de un puntapié los alejo, y cara al sol nos
entregamos, ella, la hermosa, y yo, al dulce ejercicio de contemplarnos sin parar centímetro a
centímetro sin que nos importe para nada que allá afuera multitudes horribles de bastardos del
odio estén guerreando con los mastines que nos cuidan intentando ingresar en nuestra vida
buscando acariciarle el alma al dios de los espejos, que, nosotros los sabemos, aborrece los
rostros disparejos.