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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I.

Kaufman

PSICOLOGÍA NORMAL DE LA VEJEZ


N. E. Zinberg I. Kaufman

INTRODUCCION.
CULTURA, PERSONALIDAD
Y ENVEJECIMIENTO

Norman E. Zínberg e Irving Kaufman

La tarea que nos proponemos en esta introducción es difícil y engorrosa. Aunque


también incitante.
Distinguidos psiquiatras han abordado de distintas maneras el terna de la “psicología
normal de la vejez”, de suerte que reflejan la diversidad de prácticas, antecedentes e
intereses dentro de esa esfera.
El carácter engorroso de la tarea surge con claridad al tratar de dar una definición. Sería
fácil definir la psiquiatría gerontológica como el tratamiento de los trastornos
emocionales de la vejez pero, si es una especialidad. ¿Donde están quienes la practican
con exclusividad? Es verdad que muchos psiquíatras atienden ocasionalmente a
pacientes de edad o asignan parte de su tiempo a prestar asesoramiento en hogares o
salas para ancianos, pero ninguno de ellos se dedica por entero a tales funciones. Otro
punto controvertible es el de que, si bien se ha escrito mucho dc valor acerca de las
personas de edad, ¿existe, acaso, algún libro que pueda ser considerado como texto
reconocido? Y, en realidad. ¿Hay alguien que sea lo bastante arriesgado corno para
establecer con exactitud cuándo un determinado paciente se constituye en objeto propio
de la gerontología? De modo que, como la parte difícil es la de fijar la profundidad,
amplitud y alcance de este campo, sólo podemos, por ende, esbozar una introducción.
Lo alentador es que la psiquiatría se haya interesado por la ancianidad. Si esto ha
llegado a suceder, es porque existen muchos más ancianos que antes. Se debe, también,
a que la psiquiatría está extendiendo sus horizontes.
Para comprender a la gente hay que entender qué es la salud así como qué es la
enfermedad. Debemos, pues, establecer la ontogenia antes de considerar la alteración.
Las notas siguientes abarcan cuestiones referentes a los aspectos teóricos y clínicos
fundamentales del proceso del envejecimiento. Por lo demás, hemos seleccionado al
azar seis títulos generales para dar una idea de la estructura de esos diversos aspectos.
En primer lugar, con el título de fenómenos físicos del envejecimiento nos referimos a
las relaciones de la fisiología con la psicología de la vejez, dilatado campo éste, del cual
nos ocupamos por separado pero de manera sucinta. Todo cuanto sigue gira en torno de
este tema y se funda en él. En segundo lugar, como todos los colaboradores pertenecen
esencialmente a la corriente psicoanalítica, se encaran los cambios en el ello, en el yo y
en el super yo, motivados por el envejecimiento. Si bien es arbitrario separar los tres
temas que luego se continúan —las vicisitudes de los instintos sexuales y de agresión, la
interacción con otros individuos, y las implicaciones sociales y culturales del
envejecimiento según unos y otros— a hemos procurado hacerlo.

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1. Fenómenos físicos del envejecimiento

Con frecuencia se dice que el envejecimiento es, virtualmente, sinónimo de deterioro


físico, y entre las opiniones que consideran a la vejez como un proceso que conduce a la
muerte, se halla la tesis de que la gente muere a causa de enfermedades. Quienes
sostienen esta teoría señalan que, con el andar de los años, se reduce la capacidad de
restablecer la homeostasis y que, poco a poco, se deterioran las funciones orgánicas
fundamentales. Por ejemplo, en la persona joven, el PH y el equilibrio ácido-básico
vuelven a la normalidad en ocho horas, más o menos, después de una inyección de
bicarbonato de sodio; en tanto que. en la persona de sesenta o setenta años, ese proceso
demora entre dos y tres días. En el individuo de ochenta años, la corriente sanguínea
que pasa por los riñones es más o menos la mitad de la que pasa en el de veinte. Se
sostiene, además, que esos cambios se producen de resultas de la pérdida de células
(Shock, 1960).
En la consideración de los fenómenos del envejecimiento se debe incluir una evaluación
de la necesidad de la persona de edad de adaptarse, tanto física como psicológicamente.
a un deterioro general del funcionamiento físico que puede abarcar todo el organismo o
una enfermedad específica de un órgano o conjunto de órganos (Goldfarb y Turner,
1952; Goldfarb, 1955). E] hecho de que los cambios orgánicos signifiquen el cese de la
capacidad de reproducción puede tener una significación especial, sobre todo para la
mujer. La reacción psicológica frente a este cambio físico tiene escasa relación con el
auténtico deseo de tener hijos, aunque mucha con la identidad esencial de la persona.
Esos cambios físicos conducen a un concepto distinto del yo y suponen, necesariamente,
una estimación diferente de la cantidad y carácter de la energía de que se dispone (Kahn
y otros, 1958).
Al comienzo de la vida se establece una auto-imagen que luego guarda una importante
relación con el concepto de lo corporal, de modo que los cambios físicos y de la energía
que acompañan al envejecimiento exigen una alteración de la “imagen del cuerpo”.
Desde el punto de vista psicológico, puede ser tarea difícil asimilar tal cambio. de suerte
que la autoestima de la persona de edad puede disminuir. Es posible, entonces, que ésta
ponga a contribución una gran diversidad de defensas a fin de combatir esa amenaza.
Así, por ejemplo, algunos pacientes aseguran que no les ocurre nada malo, en tanto que
otros afirman que el único hecho físico digno de ser destacado son los “nervios”. E.
incluso, hay otros que dicen que sus constantes y cada vez mayores dolencias son
puramente físicas, y niegan la aflicción e inseguridad que acompaña a los cambios
corporales.
El siguiente caso, sintetizado, demuestra hasta qué punto puede parecer preferible
incluso un daño físico grave antes que reconocer que se está envejeciendo: Un hombre
de sesenta y seis años, que después del trabajo solía manejar un tractor en una pequeña
granja porque tal era su pasatiempo preferido, se sintió aquejado de agudos dolores en
ambos brazos, hasta los hombros, y en la espalda. Se fue, pues, a su casa, llamó al
médico y dijo que creía haber sufrido un ataque cardiaco. Conducido al hospital, se le
efectuó un examen general de resultas del cual se comprobó que su corazón estaba en
buen estado. Por medio de una historia minuciosa se pudo establecer que, durante los
últimos meses, cada vez que manejaba el tractor había experimentado un malestar en los
brazos y en los hombros. La conclusión fue que el tractor era viejo y que, en realidad,
los brazos y hombros del individuo ya no podían soportar el esfuerzo sin resentirse. Para
este hombre, empero, reconocer las limitaciones que impone la ancianidad y el
debilitamiento e impotencia que ésta supone, era más difícil que afrontar un mal grave e

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incluso especifico que le reportase un beneficio secundario y esperanzas de


recuperación.
En el anciano, a menudo es difícil distinguir la incapacidad física de los efectos de un
prolongado o intenso conflicto emocional que ha quedado sin resolver. El supuesto de
que el envejecimiento es más o menos sinónimo de deterioro físico no cuenta con el
consenso universal (Dunbar, 1937). Quienes dan importancia al papel de los factores
emocionales sostienen que, si se resuelven ciertos conflictos de tal carácter, mejoran
muchos de los síntomas físicos o son más fáciles de soportar. En consecuencia, pues, se
puede considerar que buena parte de la declinación física es causada por perturbaciones
mentales, de modo que se la puede y se la debe tratar psiquiátricamente. Este concepto
optimista es seductor para muchos psiquiatras. En la medida en que el factor principal
que influye en los cambios físicos es una reacción neurótica, puede resultar apropiado
un mayor empleo de criterios de sanidad mental. El valor que tiene este criterio para
alentar el interés de los psiquiatras y el desarrollo de servicios de salud mental para
ancianos, no puede ser subestimado. Por otra parte, si se alienta un falso optimismo se
corre el riesgo de defraudar tanto a las personas de edad como a los profesiona1es que
se interesan por la geriatría cuando, incluso en ausencia de una enfermedad específica,
la pérdida de las reservas físicas lleva a una restricción general de las funciones y a una
propensión a una mayor posibilidad de trauma, infección y dolencia degenerativa y
crónica.

II. Componentes estructurales de la psique

A. El ello

En la vejez, lo mismo que en las demás etapas de la vida, no hay ninguna representación
directa del ello. El ello constituye una abstracción necesaria para la teoría que se basa en
los impulsos biológicos. En el ello, los impulsos instintivos y los correspondientes
conflictos reprimidos permanecen en estado inalterable, intemporal. Las emociones
contradictorias de amar y odio existen una junto a la otra. Toda vez que los impulsos
que contiene el ello son intemporales, el proceso del envejecimiento no los cambia
(Schuster, 1952). Lo que cambia son las estructuras psíquicas por medio de las cuales
los impulsos alcanzan el estado de conciencia, el aparato físico apropiado para la
descarga de los impulsos, y la reacción del mundo exterior frente al organismo. Si bien
esa última no tiene relación directa con las respuestas fundamentales, primitivas e
instintivas, la tiene, por cierto, con las vicisitudes dc los impulsos sexuales y de
agresión. Para mayor claridad, y en particular a causa de los conceptos equivocados
respecto de la sexualidad del anciano, nos ocuparemos por separado de las vicisitudes
de esos impulsos del ello.
A comienzo del S. xx cuando el psicoanálisis se hallaba codificando sus grandes
descubrimientos, Freud y quienes recibían su influencia, en particular Groddeck, se
dedicaban a especulaciones acerca de los contenidos de este reservorio de energía
psíquica fundamental. Como toda representación del ello tenía que alcanzar el estado dc
conciencia y su expresión en la conducta por medio del yo, el interés del psicoanálisis se
volvió poco a poco hacia éste. Y como para llevar a cabo el cambio terapéutico era
preciso modificar el yo. siendo que, además, se reconocía que la terapia no surtía efecto
alguno sobre los impulsos del ello, el interés por este último fue tomando un carácter
cada vez más teórico.

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Es probable que el interés por la relación entre las estructuras psíquicas en el


envejecimiento pueda reavivar el interés por el ello, Uno de los fenómenos clínicos
destacados del envejecimiento es el que se refiere a la directa expresión de los impulsos.
Con el envejecimiento, la expresión de un impulso sexual o agresivo es menos probable
que esté rodeada de motivaciones derivadas. El objetivo del impulso puede estar algo
alterado, pero existen menos inhibiciones en cuanto a su expresión. El paciente, de
edad que aspira a una atención total en el hospital es mucho menos propenso a ser
amable con las enfermeras, para obtener lo que desea, que la persona joven Es más
propenso a gritar, e incluso a ensuciar la cama, si se le restringe la atención. Ese gritar o
ensuciar constituye una expresión casi directa de los impulsos sin el impedimento, la
inhibición, la sustitución o el empleo de los mecanismos racionales que son de apreciar
cuando el yo está integrado y los domina. Uno de los conceptos importantes de la teoría
psicoanalítica es el de que los impulsos primarios se encuentran en parte aplacados por
la fusión gradual de los componentes de la libido y la agresión a medida que aparecen
en el yo. La posibilidad de que en la vejez haya una defusión progresiva de esos
elementos de la libido y la agresión —lo cual permite una mayor expresión directa—,
plantea importantes problemas teóricos y clínicos.
Otro problema directamente relacionado con el ello es el del camino por el cual un
impulso llega a descargarse. Veamos un ejemplo: un matrimonio de ancianos sostenía
todas las no-ches una acalorada discusión por pequeñeces y después, aparentemente
satisfechos, se sentaban a comer. De resultas del interrogatorio no surgió evidencia
alguna de una prolongada relación sadomasoquista, sino que, antes bien, habían
adquirido esta costumbre ya entrados en años. ¿Necesitaban, tal vez, una descarga
agresiva directa para poder tolerar la excitación libidinal de la cena? Este ejemplo de-
muestra que hay que prestar cuidadosa atención a que lo que llega al yo, y en qué forma,
en cada etapa de desarrollo de la vida.
La posibilidad de una satlsfacci6n sustitutiva de los impulsos en la vejez, sobre todo la
sexualidad regresiva y la secreta tiranía del débil es, por cierto, muy discutida. La
discusión se refiere, por lo común, a los controles del yo y no al carácter del impulso. Si
a la neutralización de las energías de la agresión y la libido se la considera parte de la
madurez, por cierto que es posible que en la vejez haya no sólo una desneutraIización,
sino también un cambio en cuanto a lo que llega a1 yo a causa de la defusión.

B. El yo

La hipótesis de la psicología del yo es que éste sigue un desarrollo durante toda la vida.
En consecuencia., la suerte del yo es necesariamente de capital importancia en toda
consideración de la psicología normal de la vejez. Las formas que adopta ese desarrollo
son harto variables, si bien no son infinitas. Como hemos dicho, los instintos también
soportan vicisitudes, pero de distinta manera: necesitan un modo de expresión y, sí un
camino les es veda-do por el medio cultural, entonces buscan otro. Las diversas
funciones del yo son las de hallar modos aceptables dc expresión para los instintos,
cumplir con las exigencias del medio, satisfacer al superyó y facilitarse la posibilidad de
desarrollo (Waelder, 1936), La última, que representa el delicado problema de la identi-
dad y la satisfacción de los instintos del yo, es la más compleja y la más individual.
La teoría psicoanalítica moderna tiene en cuenta tres fuentes de energía en el aparato
psíquico (Rapaport, 1951). Los instintos del yo, que en general son de autoconservación
en el sentido de que su meta es la de hacer que el hombre se adapte al medio, se hallan

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ahora junto a las tensiones de la libido y la agresión como motivaciones fundamentales


de la conducta. Se considera que el yo es la fuente de fuerza para la tarea esencial de
preservar al individuo y mantener un equilibrio óptimo entre las tensiones de dentro y
de fuera.
Los problemas específicos vinculados con la vejez y con los cuales el yo debe luchar,
son los cambios corporales internos y externos, la pérdida dc status —característico de
la cultura norteamericana orientada hacia el futuro—, la pérdida de las personas de
gravitación, la modificación en cuanto al campo de las actividades posibles y, desde un
punto de vista más filosófico, todo cuanto signifique prepararse para la muerte. Como
toda fase de desarrollo prepara la siguiente, del mismo modo este periodo previo a la
finalización de la vida está bajo el signo de lo que es previsible.

Es axiomático que todas las funciones del yo dependen de la situación del individuo.
Los umbrales de la percepción son mantenidos por los valores, los intereses especiales y
el nivel de ansiedad de cada persona; y lo que la persona de edad permite percibir y su
interpretación de lo que ve, están influidos por el concepto que tiene de si misma
(Leeds, 1960). A menudo sirve de ejemplo de las diferencias en la percepción la
significación que puede tener un árbol: para el soldado, protección; para el artista,
modelo; para el fatigado caminante, un lugar a la sombra donde reposar; pera el
ecólogo, una estadística; etcétera. En una casa de reposo se pudo observar con qué
frecuencia los pacientes geriátricos inquirían por la edad de un árbol y comentaban la
longevidad de éste; pero jamás se supo de pacientes jóvenes que formularan esas
preguntas, por muy enfermos que estuviesen.
Todos los mecanismos de defensa (Freud, A 1946) y demás funciones del yo que
durante la juventud tenía a su alcance el individuo para luchar con la tensión, todavía
están, potencialmente, a su disposición, pero las circunstancias de la vida pueden haber
variado tanto que el propósito original de un mecanismo de defensa no pueda
alcanzarse. Por ejemplo, el hombre que ha utilizado el mecanismo de defensa de
desplazamiento y ha expresado sentimientos hostiles prohibidos hacia las figuras de
autoridad propinando puntapiés a los perros, no puede alcanzar el mismo alivio en un
bogar de ancianos donde están prohibidos los perros.
Se han efectuado observaciones en el sistema de defensas que parecen indicar que los
distintos mecanismos pasan a primer plano porque sirven de manera específica a la
personalidad en esta etapa del desarrollo. La especificidad de las defensas es tan grande
en el individuo que algunos autores opinan que, además de la respuesta plástica a las
presiones ambientales, es posible una preferencia congénita por los mecanismos de
defensa (Gill y Brenman, 1959), de modo que se estima que en toda consideración de
los cambios de las defensas durante la vejez lo único que hacemos es referirnos a
variaciones relativas. Si bien es difícil generalizar, las defensas más propias del
envejecimiento parecen ser la regresión, el aislamiento, el encasillamiento y la
negación. Existen ciertas pruebas de que algunas otras defensas, como la represión y la
proyección, desempeñan en el envejecimiento normal un papel diferente del que tienen
en las primeras etapas del desarrollo.
En el anciano, la regresión puede cumplir la misma función básica que la represión en el
joven. Nuestro criterio de regresí6u se deriva del concepto de “regresión al servicio del
yo” de Ernst Kris (1952) y debe ser distinguido de la regresión propiamente dicha, o sea
de la que forma paste de los procesos patológicos. Así como en la juventud es necesario
un grado de represión adecuado para establecer el equilibrio entre el ello, el yo y el
medio, del mismo modo puede ser necesario, en la vejez, un grado de regresión para

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mantener el equilibrio homeostático. Durante la ancianidad, e1 individuo puede alterar


el equilibrio entre el ello, el yo y el medio por la dismimci6m de la represión (Gitelson,
1948). Se produce una regresión relativa a fin de que la persona conserve la homeostasis
alterada por los cambios en los instintos y en las presiones del medio. El retorno masivo
de lo reprimido o la incapacidad para permitir el debilitamiento de la represión podrían
ocasionar una regresión patológica o la formación de síntomas.
En la ancianidad, cuando las aptitudes físicas y psicológicas se resienten —y algo de tal
modificación es universal—, la regresión, como defensa, puede activar formas de
adaptación con las que antes se contaba. Esto es lo que a menudo se verifica en las
relaciones con las personas de importancia en la vida del anciano. Si existe una
disminución física específica, el yo se encuentra ante la tarea de hallar una relación de
dependencia relativamente libre de conflicto que le sea aceptable y, en consecuencia, de
adaptación. Cuando esto ocurre, el hecho puede permitir una relación más apacible, por
ejemplo, con el hijo, la hija o el médico. SI la regresión acarrea la reaparición de etapas
anteriores del desarrollo de la libido, incluidos los rasgos de carácter de esa fase previa,
esto también puede ser parte de una adaptación que reorienta las actividades y deseos de
la persona. Por ejemplo, la misma avaricia en quien ha sido razonablemente generoso
cuando joven puede preservar los recursos financieros y, dentro del replegarse y no
formar parte de la cultura orientada hacia el futuro, no impulsar al individuo hacia el
logro de dinero, posición o poderío, los cuales pueden no tener ya la misma importancia
para él.
Por otra parte, si las reacciones regresivas no están relativamente libres de conflicto, los
rasgos de carácter o las relaciones de objeto características del estado de regresión
pueden ser inaceptables para el yo o para el medio exterior. En tales casos, es probable
que la regresión no sea transitoria y limitada, y puede originar un problema acumulativo
alimentado por su mayor ansiedad propia. Esto se presenta, clínica-mente, como una
fijación, y en lo mental origina un conflicto intrapsíquico que se manifiesta por
síntomas, o una lucha con el mundo exterior.
La alusión al concepto de libre de conflicto está en función de las implicaciones de la
adaptación del yo. Por ejemplo, el anciano puede quejarse de que depende de alguien
para recordar con exactitud hechos actuales, sin experimentar el tipo de conflicto que,
en cuanto a esa dependencia, podría conducir a una regresión de inadaptación. Esto está
en contradicción con la persona que dice “cuidadme” y acepta la regresión de un modo
que conduce a un inevitable conflicto con un medio que jamás puede satisfacer ese
deseo.
En general, cuando la persona regresa, la forma de la regresión sigue pautas ya
establecidas en aquélla, si bien el stress particular del medio puede llevar a cierta
selección. Esto es lo que se acepta en general, pero hay que destacarlo porque una
historia detenida de los rasgos de personalidad anteriores puede aclarar las pautas de la
adaptación y los problemas que se han derivado de los cambios de personalidad en el
paciente de edad.
Como mecanismo de defensa, el aislamiento le permite al individuo mayor encarar
conceptos y afectos que, de otro modo, no podría tolerar. Tal vez no fuese posible
sostener conversaciones acerca de la muerte y de las enfermedades sin un elevado grado
de aislamiento, conversaciones que muchas médicos consideran que, desde el punto de
vista clínico, pueden ser beneficiosas, siempre que no se permita que se conviertan en
una obsesión morbosa. Es notable la tranquilidad con que las personas de edad toman, a
veces, el fallecimiento de viejos amigos y parientes. Es indudable que. en parte. su dolor
se disipo por la ventura que sienten al saber que continúan viviendo, pero ésta no parece

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ser explicación suficiente para que se maneje bien una situación que potencialmente
provoca ansiedad: al parecer, la hipótesis ineludible es que existe una capacidad mayor
para aislar lo afectivo.
Esta mayor capacidad no se halla dentro del control voluntario del individuo y puede
extenderse a muchos aspectos de su vida. En consecuencia el desentenderse de los
sentimientos puede transmitir a amigos y familiares un frío distanciamiento que incluso
sirve de escollo para que la persona de edad pueda mantener relaciones estrechas. Esto
puede generar un círculo vicioso de represalias y nuevos distanciamientos.
Es posible que el aislamiento de la conciencia de las secuelas y sus relaciones causales,
que tan a menudo se observa en los pacientes jóvenes, sea menos frecuente en las
personas de edad. Puede ocurrir que un individuo joven diga que tiene dolor de cabeza y
que no sabe por qué, no obstante, quizá poco después mencione, durante una entrevista
y sin darse cuenta, alguna desavenencia que haya tenido con el jefe inmediatamente
antes de ese dolor de cabeza y que no haya establecido una relación consciente entre
ambas circunstancias. El observador, conocedor de la estructura del carácter del
paciente, puede tener la certidumbre de que tal dolor es consecuencia de aquel
desacuerdo con el jefe, en particular sí se trata de una forma repetida. El paciente de
edad es mucho menos propenso a “caer en el lazo”. La conciencia que tiene de estar
alterándose por las desavenencias puede ir acompañada de un cínico desprecio por sus
propios sentimientos —puesto que, en cierto sentido, se conoce demasiado bien—, pero
es más probable que sepa de dónde provienen los sentimientos y por qué está alterado.
El encasillamiento, ayudado por una limitación de la conciencia, desempeña un papel
importante en el anciano. Hay ciertos factores que, como la incapacidad física, las
alteraciones de la memoria, la menor capacidad de aprendizaje, etc., mueven al
individuo a que abarque una cosa por vez, tanto en lo interior como en lo exterior. La
reiteración, la rigidez e, incluso, lo que parece ser negativismo, pueden constituir formas
de encasillamiento. La persona de edad puede experimentar la imperiosa necesidad de
relatar viejos recuerdos a otra más joven, aun cuando sepa que con ello aburre e irrita.
Esto puede constituir un intento de afrontar el stress físico y emocional de mantener
contacto con otras personas y, por tanto, es posible que sea un necesario proceso de
adaptación del yo para permitir que el sujeto de edad se aferre con mayor firmeza a la
realidad al echar mano de lo que sabe, aun a expensas de no agradar.
La persona de edad parece ser selectiva en el empleo de la negación, en particular contra
las fantasías (Weinberg, 1959). Muchos de los sentimientos a los que se resisten con
empeño las personas jóvenes, son aceptados por los ancianos. Con frecuencia se admite,
en el nivel consciente, e1 hecho de que las personas tienen impulsos destructivos y de
envidia, sin la ansiedad y la concomitante perturbación que se habrían podido suscitar si
esos mismos sentimientos hubiesen alcanzado tal nivel de conciencia en un período
anterior de la vida. Al parecer, se aceptan más fácilmente los sentimientos agresivos que
los sexuales pues tal vez existan más hechos irritantes que placenteros en la vida de esas
personas. Cuando a los pacientes de edad se les comenta tal conciencia, parecen estar de
acuerdo en que al menos parte de ésta se alcanza a causa de que sienten que no tienen
nada que perder. Temen menos el juicio ajeno porque estiman que el futuro carece de
importancia. Además, se sienten más prevenidos y tienen menos reservas de
satisfacción para tolerar frustraciones. Por otra parte, cuando se trata de sensaciones
sexuales o de aspectos de deterioro físico, la negación puede ser un mecanismo de
defensa necesario y útil. A veces, la negación y el aislamiento están íntimamente
unidos. La manifiesta resignación de algunos pacientes de edad indica claramente que
se emplean ambas defensas.

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Por cierto que las restricciones del yo que se manifiestan como evitación del malestar,
sea éste intrapsíquico, interpersonal o ambiental, son formas de negación. La tensión,
como la de la enfermedad o el desmedro, es penosa. Todo cuanto provoque la amenaza
de un hecho, como viajar o estimular recuerdos, puede causar una impresión penosa. El
objetivo es el de reducir la esfera de la conciencia de modo de evitar la impresión dolo-
rosa, lo cual se consigue por medio de la negación o la tentativa de negar la existencia
de lo que puede resultar penoso.
Puede ser necesaria una debilitación dc las fuerzas represivas para mantener el
equilibrio homeostático en la personalidad del anciano. Por esto se observa una
negación selectiva en la cual se admiten ciertos recuerdos en tanto que a otros se los
excluye del plano de lo consciente. Esto se acentúa por la lozanía que para la persona de
edad tiene el pasado de que dispone. Incluso ciertos aspectos que de ordinario le están
vedados a la conciencia. Parte de esa disponibilidad de recuerdos del pasado puede ser
utilizada para llenar el vacío y desalojar pensamientos más desagradables. No obstante,
es difícil desconocer que a la conciencia llega material inconsciente primigenio que
acompaña los primeros recuerdos y que. a veces, desemboca en confusión y depresión.
Vista desde el lado positivo, esta mayor capacidad de la persona de edad para penetrar
en su inconsciente puede también explicar el ocasional florecimiento de la creatividad
en los últimos años de la vida (Crotjahn, 1951 y 1955; Meerloo, 1955 y 1961)
Si bien con frecuencia se presenta una disminución fisiológica determinada en el
funcionamiento sensorial, éste parece ser un proceso selectivo. Muchas personas
ancianas parecen ver u oír, por ejemplo, lo que quieren ver y oír. Se ha dicho que este
proceso selectivo se halla determinado, además, por el yo, como recurso para aminorar
la intensidad y la cantidad de los estímulos exteriores que puedan amenazar con alterar
el equilibrio psíquico (Swartz, 196O).
Aun cuando se observan casos de proyección, como defensa patológica, en la paranoia y
otras respuestas patológicas graves de la vejez, la capacidad que, en general, tienen las
personas de edad para conocer sus propios sentimientos y motivaciones —incluso los
menos aceptables— se traduce en un empleo menos frecuente de tal mecanismo de
defensa que el que sería de esperar. Los pacientes jóvenes que están inseguros de sus
limites, a menudo esperan que la respuesta del mundo exterior se ajuste directamente a
sus propios sentimientos. En la mediana edad, cuando se dedica tanta energía a la
rivalidad para alcanzar preeminencia, el empleo de la proyección se torna más intenso.
En los últimos años, esta tendencia parece disminuir, con una mayor conciencia de las
motivaciones, sentimientos de cinismo e, incluso, de desesperanza.

C. El superyó

En la vejez, la reorganización del superyó tiene muchas de las características del enigma
de la esfinge: en muchos sentidos termina como comienza. Concebimos la primera
forma del desarrollo del superyó como una identificación global con la figura de los
padres. Su crecimiento se efectúa por el agregado de cada vez más identificaciones con
los individuos y componentes de la estructura social, Sí las identificaciones exitosas son
las suficientes y tienen un alcance lo bastante amplio, se verifica la ordenación de un
sistema de valores y el desarrollo de una conciencia flexible, orientada hacia la realidad.
Al parecer, este proceso puede invertirse en el anciano. Aunque todavía estén
expresados en términos y apariencias de personas de vida adulta, los intercambios que
se desean en la relación con la gente parecen los que eran aceptables para el ideal del yo
en épocas anteriores de la vida. La necesidad dc aportes narcisistas directos parece ser el

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aspecto principal de este retorno a una forma anterior de la relación yo-ideal. La


diferencia importante entre esto que ocurre en los ancianos y el impulso regresivo en el
adulto joven es la adecuación de la forma a las necesidades de esta etapa del desarrollo,
Lo mismo que en el niño pequeño, la consideración del ideal del yo se impone y puede
entrar en conflicto con la conciencia, Lo correcto está a menudo determinado en
relación con las personas importantes y sus respuestas, y no por un sistema anterior de
normas. Hay un apartarse de las representaciones más abstractas del ideal del yo y
mayor dependencia de las figuras determinadas que se tienen a la mano. Estas figuras,
en su imaginación se parecen mucho a las de la madre y el padre. Aun cuando se
empleen principios relativamente abstractos, como el de religión o patriotismo, estos
resultan personalizados y no abstractos: para la persona de edad, Dios se parece más a
“De Lawd” de The Green Pastures (Connelly, 1929) que al dios intelectual de la
religión moderna (Goldfarb, 1955),
La situación del yo de la persona de edad, minado por el cambio físico y el desmedro,
quizá no podría tolerar un superyó cuya conciencia no estuviese modificada. La
adecuada adaptación a la menor capacidad de estar siempre pulcro, bien afeitado o usar
cosméticos, exige directamente un aflojamiento de la conciencia. Una conciencia es-
tricta le negaría a la persona sus necesarias dosis de narcisismo en forma de amor y
apoyo del mundo exterior.

III. Vicisitudes de la sexualidad y la agresión

Los ancianos tienen que habérselas con los impulsos de la libido y de la agresividad a la
vez que afrontan cambios en su estructura física y emocional. Muchas de las
características sexuales y agresivas de las primeras etapas del desarrollo subsisten
cuando la persona ya ha entrado en años. La expresión de esas características recibe la
influencia de un proceso de adaptación que relaciona los impulsos instintivos, la
estructura del yo y la cultura.
Uno de los aspectos sobre los cuales todavía se carece de suficientes estudios es el que
se refiere a la expresión desembozada de la sexualidad en el anciano. Se observa que el
interés sexual y, a menudo, también la actividad sexual, subsisten en el anciano en
mucho mayor grado del que en general se admite en la cultura estadounidense (Newman
y Nichols, 1960; Cameron, 1945), Sólo en los últimos tiempos se han comenzado a
estudiar los hábitos, las aptitudes y los intereses sexuales de los individuos de todas las
edades; pero no hay terreno en el cual existan menos conocimientos auténticos y más
fábulas que en el de la sexualidad del anciano (Clow y Allen, 1951).
Esta carencia de conocimientos puede ejemplificarse con lo que ocurrió en las salas de
enseñanza de una unidad geriátrica de un hospital general, donde a varios grupos de
estudiantes de medicina, pertenecientes a los cuatro años de estudios, se les preguntó
qué sabían acerca de los hábitos e intereses sexuales de los ancianos. Todos, sin
excepción, se sintieron confundidos, tanto por la pregunta como por su falta de
conocimientos acerca de la cuestión. Cuando se les pidió que, al menos, formularan
alguna conjetura, todos se inclinaron a suponer que, salvo raras excepciones, los
intereses sexuales y su expresión disminuyen lentamente hasta desaparecer, durante los
años de la mediana edad y después de ésta. Los estudiantes más duchos en psicología
hablaron de manifestaciones regresivas de sexualidad. Pero lo más notable fue el hecho
de que el tema no hubiese sido mencionado jamás por ningún profesor a lo largo de la
carrera de estos estudiantes. Hasta los conocimientos adquiridos en la sociedad y

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potencialmente a disposición tanto de estudiantes como de profesores por medio de la


observación y de los indicios, al parecer les resultaban difíciles de mantener en la
conciencia.
En The Ego and The Mechanisms of Defence (El yo y los mecanismos de defensa
(1936), Anna Freud señala que el mecanismo de defensa de la represión se emplea en
particular con los impulsos sexuales y tiene especial relación con las vicisitudes del
conflicto edípico. En determinado momento de la infancia, los deseos sexuales directos
de la etapa edípica relacionada con los padres o sus sustitutos, sucumben bajo la
represión. A este hito psicológico se lo considera importante y se le presta debida
atención en cuanto al desarrollo de una personalidad equilibrada o, cuando no ha sido
resuelto, en el de la psicopatología. Nuestra experiencia con estudiantes de medicina
parece demostrar que no se le ha dado suficiente importancia a la persistencia de los
problemas edípicos y a las defensas contra éstos dentro de la estructura de la
personalidad de los profesionales no afectados de neurosis manifiesta. No es más que
una especulación, por supuesto, concluir que la ignorancia del joven acerca de la
existencia de impulsos heterosexuales y su expresión en las personas de edad sean un
derivado del conflicto edípíco. No obstante, hay suficientes pruebas de tales actitudes
como para justificar más investigaciones. El supuesto es que esta represión es una
vicisitud que se agrega al conflicto edípico, que es general, que es aplicable a todos y
que no tiene relación con la neurosis. De ser correctas, sus implicaciones para el
tratamiento médico de muchos de los problemas de la ancianidad son enormes. Muchos
hogares para ancianos están divididos en sectores distintos para hombres y mujeres, lo
cual recuerda la moral de la primera adolescencia. Que los facultativos acepten sin más
esta división, tanto médica como psiquiátrica, es un poderoso indicio de la firmeza del
deseo cultural denegar la existencia de expresión sexual por el anciano.
Los conflictos referentes a los pensamientos y conducta sexuales, que con tanta claridad
se perciben en los jóvenes, también subsisten. En muchos ancianos, los conflictos
referentes a la expresión sexual son de larga duración. Empero, muchas personas que
durante su juventud y la mediana edad podían experimentar relativa satisfacción en
cuanto a la sexualidad, llegan a sentirse mal con sus deseos eróticos en una cultura que,
en realidad, prohíbe o ridiculiza la expresión de tales deseos en la persona de edad.
La circunstancia de que la norma sexual idealizada de la cultura norteamericana de
preeminencia a la fortaleza corporal de la juventud, puede también reactivar los
conflictos edípicos en los ancianos. El transcurso de los años no ha hecho que al
individuo le resulten más fáciles de tolerar los intereses sexuales prohibidos. En el
ejemplo que hemos expuesto respecto de los estudiantes de medicina, pusimos de
relieve la opinión corriente sobre la forma en que los conflictos edípicos influyen en el
desarrollo del individuo. Sabemos perfectamente, por nuestros pacientes, que no es sólo
en los niños, sino también en los padres, en los que los Intereses sexuales y las defensas
contra éstos se activan por los procesos de desarrollo. Esta ronda es incesante hasta la
muerte. La vergüenza que experimenta el Individuo de edad de resultas de un impulso
sexual prohibido que puede ser reprimido o no, suscita ecos en su joven médico o en la
familia. Los médicos, a su vez, no sólo tienen el problema de luchar con sus tendencias
edípicas más o menos resueltas, sino también con los estímulos que aportan las
reacciones sexuales inhibidas de sus pacientes dc edad, su familia o sus amigos. Este
camino a dos puntas se complica por la actitud cultural que hace en extremo necesario,
para ambas partes, negar que ello ocurra. Cuando los sentimientos se reprimen con tanta
prontitud, la consecuencia suele ser una actividad mayor y no menor, sea en la abierta
expresión o en las reacciones de defensa.

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Tenemos, pues, al joven médico que, sin saberlo, ha logrado el equilibrio de su propio
yo algo desordenado, y que trata con un paciente anciano que necesita asistencia para
aceptar y resolver sentimientos que teme que estén prohibidos. Esta circunstancia
conduce, con harta frecuencia, a una escasa comunicación y a la connivencia entre mé-
dico y paciente para desviar la atención hacia funciones orgánicas distintas de las
directamente sexuales.
La preocupación que más se manifiesta en el anciano es el gran interés por los
problemas intestinales y digestivos. En el deterioro físico que tan a menudo acompaña
al envejecimiento, por lo común se presentan problemas gastrointestinales. En
particular, en los hospitales generales, donde esa alteración funcional es lo comente y no
la excepción, se tiende a considerar desde el ángulo de la libido al tracto
gastrointestinal. Estamos profundamente persuadidos de que los intereses sexuales re-
gresivos de la ancianidad revisten el carácter de preocupación en cuanto a la
alimeutacl6n y las heces. No es para negar estos evidentes males y su significación en la
economía psíquica del anciano que llamamos la atención respecto del hecho de que
estos intereses pregenitales pueden servir también, como expresión encubierta de
preocupaciones genitales más directas. Si el médico acepta al pie de la letra y con
excesiva facilidad esta expresión indirecta, puede perder la ocasión de aliviar la
ansiedad. La tranquilidad es tranquilidad sólo si aborda aquello acerca de lo cual el
paciente siente ansiedad. El hecho de administrar un laxante y decirle al paciente que se
sentirá aliviado de su dolencia intestinal, no lleva a que mermen los problemas
relacionados con su constipación si la ansiedad fundamental se refiere al estímulo
genital.
Sería erróneo de nuestra parte dar la impresión de que es sólo en el vigor genital directo
que los cambios físicos del envejecimiento están en pugna con el concepto de cultura.
En los Estados Unidos, en particular, la herencia de una cultura inicial parece haber
culminado en el enorme valor que se asigna a la juventud, a la fuerza muscular y a toda
clase de bienestar físico. Cuando la persona de edad percibe los cambios físicos de
carácter degenerativo, sea por razones fisiológicas o psicológicas, suele producirse una
disminución del interés por toda actividad genital. En estas personas es en las cuales con
tanta frecuencia se observa una preocupación por el funcionamiento del intestino y el
estómago.
Un ejemplo clínico ha de servir para ilustrar este punto. Una mujer de setenta y un años
ingresó en un hospital con un poco de fiebre y múltiples sensaciones de dolor, anorexia,
fatiga y constipación. Se suponía que tenía una simple infección virósica, pero sus
trastornos eran lo bastante importantes y de tal duración que justificaban su
hospitalización y estudio. Se le efectuó, pues, un examen médico completo, con especial
atenci6n a los aspectos vinculados con todos sus malestares. Confeccionar su historia
resultó algo difícil por lo habladora que era y porque divagaba cuando se le inquirían
detalles. No bien ingresó se le prescribió una enema, pero la paciente la rechazó de mal
talante, se desconcertó, revolvióse en la cama y se opuso terminantemente a toda
intervención terapéutica. Se recurrió, entonces, a un psiquiatra; pero como éste no podía
establecer ningún contacto verbal directo con la paciente, limitóse a permanecer sentado
junto a ella durante un rato, para poder escuchar lo que la mujer mascullaba. De este
modo pudo descifrar, al cabo, la frase que ésta repetía casi de continuo: “Si yo fuera una
mujer joven”. De manera que comenzó a preguntarle qué quería decir con eso de que si
fuera joven, a lo que ella respondió: “Si yo fuera joven podría entenderlo”. El psiquiatra
se dio cuenta de que la mujer trataba de decirle que algo le había ocurrido, que podría
ser comprensible de haber sido ella una mujer joven, de modo que la interrogó con

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cuidado respecto del examen físico inicial, haciéndole notar a cada instante que él era
médico y que aquél era un hospital. Así, cuando empezó a comprender el sentido de las
preguntas, la mujer consiguió manifestar que, según su opinión, había sido víctima de
un abuso genital. Se averiguó que en el reconocimiento inicial se habían previsto
exámenes genitales y rectales, imprescindibles para eliminar toda posibilidad de algo
maligno. Cuando quedó aclarado lo que la paciente suponía que le había sucedido, se
pudo aliviar su ansiedad y se apaciguó. No se trataba de que el médico encargado del
examen hubiese sido negligente, sino que, en realidad, se había pasado por alto algunos
de los preparativos usuales previos a tales reconocimientos, por cuanto era difícil pensar
en función de lo sexual respecto de esa mujer enferma, de setenta y un años.
No sólo los impulsos de la libido sino, también, los de la agresividad se ven afectados
por el proceso del envejecimiento. En realidad, la disminución de la abierta expresión
de la libido puede intensificar la expresión más directa del desagrado. Si bien muchas
personas se “ablandan” con la edad, son más las que se vuelven “raras” (Sheps, 1959).
En cuanto a la expresión de los impulsos de la agresividad, no hay anciano que no se
vea afectado. A algunos, la ancianidad les permite decir lo que piensan con la llana
franqueza propia de la infancia. En otros, las cualidades de toda la vida en cuanto a lo
general, lo circunstancial y el disimulo se tornan exageradas. Estos opuestos, la
franqueza y el disimulo, se emplean de modo que cada cual puede experimentar su
forma de expresión como recurso para descargar sus sentimientos de enojo.
A menudo, la cultura tolera mejor las reacciones de enojo del anciano que las de las
personas jóvenes. A causa de los impedimentos físicos y del hecho de que la vida diaria
se halla en relación con las exigencias de la cultura, el paciente de edad tiene más que
suficientes frustraciones y problemas para permitirse racionalizar y justificar la
expresión de una agresividad considerable (Coldfarb, 1955).
Por ejemplo, a veces sucede que en el servicio de radiología de un hospital general, el
paciente tiene por necesidad que aguardar durante un rato entre aplicaciones de rayos X
que requieren observación seriada. Cierto anciano de setenta y ocho años que se hallaba
sometido a tales observaciones a causa de una dolencia estomacal, se encolerizó al ver
que en el servicio se atendía a personas que habían llegado después de él. Aunque no
sentía ningún malestar físico, se sintió frustrado porque se le hacía esperar y, además, se
molestó al notar que se anteponía a otras personas aun cuando le correspondiera el turno
a él. Estas cosas lo llevaron a tal arranque de ira que hubo que recurrir al personal de
servicio para mantener el orden. Si bien éste constituye un caso extremo, la persona de
edad es sumamente quisquillosa en materia, digamos, de servicios de hotel o de la impo-
sición de normas restrictivas como son, entre otras, las que regulan el tránsito.
Con el bloqueo, la fusión o defusión y los cambios de expresión de los impulsos
sexuales y agresivos, en particular por influencia de los cambios físicos, en el anciano
existe la tendencia a regresar a maneras y temas correspondientes a etapas anteriores del
desarrollo. Por ejemplo, en los hogares para ancianos, las mujeres se sientan en
mecedoras y se encuentran muy a gusto conversando sólo de sus operaciones, sus dietas
y sus laxantes. Cierta mujer a quien sus relaciones consideraban amigable, dada a salir y
generosa, se volvió irritable, solitaria y mezquina durante su vejez. Del mismo modo, un
hombre que había sido un gran punto de apoyo y de seguridad para su familia, al llegar
a la ancianidad se tomó infantil, enojadizo y exigente. Se trata de personas que, a causa
de quebrantos, de cambios en el nivel económico y de deterioros físicos, estaban
especialmente afectadas y respondían de manera extrema.
Estos fenómenos sexuales y agresivos no pueden ser separados de los fenómenos físicos
y culturales del envejecimiento. Tampoco se pueden separar de los cambios en el

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sistema de defensa y en otros aspectos del funcionamiento del yo correspondientes al


envejecimiento.

IV. Relaciones interpersonales

Como sucede en todas las etapas del desarrollo el anciano necesita de relaciones
interpersonales para sustentar su vida emocional. Esas relaciones interpersonales de la
persona de edad se ven influidas por pautas de personalidad anteriores, por la existencia
o el grado de algún impedimento orgánico y por la estructura del yo.
El cambio más patente en las relaciones de la persona de edad con sus allegados es su
tendencia a volver a formas de conducta anteriores. Con frecuencia, la persona de edad
adjudica el papel de padres sustitutos a los miembros importantes de la familia o a otros,
en particular a los médicos. Esto trae problemas. Y es irregular; algunas veces la
persona de edad quiere o exige que los demás se hagan cargo de todas sus necesidades,
que las resuelvan y las satisfagan; y, a veces, cuida con celo cada porción de sus
menores prerrogativas, de su status o de su posición. A menudo, el exceso en cualquiera
de estas dos tendencias se trueca en remordimiento y en pérdida de autoestima. Es nece-
sario, pues, que la familia y los médicos procedan con cautela, lo cual es difícil para
ambos. Es necesaria cierta flexibilidad para tener buenas relaciones de objeto, cuya
amplitud está limitada por los cambios de personalidad del envejecimiento (Rosen y
Neugarten, 1960).
Si bien no se puede hablar de un sólo tipo de anciano, hay ciertas características que
surgen con bastante frecuencia como para que merezcan ser tenidas en cuenta. Las
interacciones con las personas tienen relación con las tareas del yo que, en esta etapa,
parecen ser —aun más que en otras etapas— las de lograr aportes narcisistas. Estos
aportes se obtienen por medio de la reimplantación de métodos para lograr una
respuesta directa de un exterior que tuvo relevancia en épocas anteriores de la vida. Aun
cuando el deseo de cosas materiales puede ser grande en la persona de edad, es probable
que lo que desee más que nada sea amor, auxilio, respeto y la alegría que pueda
proporcionarle la gente. Lo que se acentúa es la necesidad —y la conciencia de ella—
de estos aportes en un momento en que, por muchas razones, se obtienen de la gente
cada vez menos respuestas y menos sustitutos de respuestas. Por ejemplo, a veces la
abuela postrada en cama le da unas monedas a su nietecito por haber hablado con ella
media hora.
Estos aportes al narcisismo son en verdad muy importantes. Su pérdida, sea que se trate
de un simple “hola” del almacenero o del llamado telefónico semanal de una hija, puede
desembocar en reacciones represivas o depresivas.
En cierto modo, la persona de edad se encuentra frente a opciones conflictivas y, a
menudo, opuestas. A causa de las presiones tanto internas como culturales, se halla en
vías de desvincularse de muchos nexos. Entre estos nexos se encuentran los amigos y
parientes que mueren, las ocupaciones y, con frecuencia, el alojamiento. Al mismo
tiempo, existe la urgencia de vivir el presente sin pararse a pensar en las relaciones que
se puedan trabar el próximo verano ni a la semana siguiente. Además si bien las
presiones internas de los achaques físicos o de la menor capacidad llevan a una
tendencia narcisista, se presenta a la vez un nuevo deseo de vivir por sustitución a través
de la generación más joven. La resultante de estas fuerzas es, a menudo, una persona
que a veces es notablemente categórica, franca y abierta en cuanto a sus pensamientos,
deseos, apetencias y expresiones de insatisfacción, pero que otras veces, y en otros as-

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pectos de su vida, puede parecer por completo apática. Algunas personas se vuelven tan
apáticas, narcisistas o egocéntricas, que son incapaces de responder más allá de sí
mismas y pueden necesitar cuidados especiales o de enfermeras. En ocasiones. con
mayor atención, puede hacerse que estas personas reaccionen más.
Como parte de la necesidad de aferrarse a la gente. las personas de edad se vuelven con
frecuencia «pegajosas», locuaces y reiterativas. Esto hace, a veces, que la persona joven
quiera desembarazarse de la de edad, lo cual puede generar un círculo vicioso de mayor
exigencia y mayor rechazo (Linden, 1957).
La preocupación por el cuerpo, ya sea en cuanto a la ingestión de alimentos, al
funcionamiento intestinal, a los accidentes o a las operaciones, no es tema que brille por
su ausencia en las conversaciones de las personas de edad. Estas preocupaciones son en
general más aceptables para otras personas de edad, las cuales tienden a responder de la
misma manera. Pero, en muchos sentidos, esta conducta es análoga a las formas de
juego paralelas de los niños de las escuelas maternales, donde la presencia de la otra
persona y sus actividades dan alguna justificación a los intereses narcisistas Tampoco a
la persona de edad parece disgustarle que la otra no intervenga en una real
comunicación. En realidad, ese enfoque directo puede incluso ser amenazador. Esto
ocurre porque parte de la motivación inconsciente para hablar del cuerpo es un mágico
intento de aliviar la ansiedad respecto de lo que sucede. El pequeño que ha concurrido al
consultorio médico para recibir una vacuna, juega a menudo “al doctor” e inocula a su
osito. La persona de edad que se encuentra frente a un impedimento o a una
disminución de su capacidad para utilizar su cuerpo, también apela a una compulsión de
repetición y habla acerca de su cuerpo y de sus funciones con la esperanza de sentirse y
manejarse mejor.
Como la modalidad que acabamos de expresar es ajena a las personas jóvenes y
estimula su ansiedad, éstas procuran evitar tomar parte en tales conversaciones o darlas
por concluidas. Esto frustra las necesidades emocionales de la persona de edad y
conduce al conflicto entre las generaciones en función de las formas de defensa que
emplean en las relaciones entre ambas. Una mayor comprensión de las necesidades del
anciano quizás llevara a una mayor tolerancia por parte del joven.
En este lugar merecen especial atenci6n dos extremos opuestos de conducta, recordados
ya al hablar de la sexualidad y la agresividad. Algunas personas de edad se ablandan y
se tornan más tolerantes, en tanto que otras se vuelven quisquillosas e irritables. Hay, al
parecer, una diversidad de factores que determinan el rumbo que puede tomar la persona
de edad. Quienes han experimentado satisfacciones y a la vez han superado con éxito
los contratiempos tienden a ablandarse. En cambio, quienes —como el «niño
malcriado»— han tenido inclinación a ser oralmente exigentes y han tenido poca
tolerancia ante la frustración, tienden a volverse cada vez más ásperos e irritables
respecto de las numerosas frustraciones propias de la vejez.
El apelar al aislamiento y al encasillamiento, en particular por lo que se refiere a la
pérdida de amigos, etc., es de importancia para las relaciones interpersonales de la
persona de edad. Estos mecanismos de defensa necesarios pueden producir la impresión
errónea de que la persona no se interesa o de que ya no tiene “sentimientos”. Esto dista
de ser cierto; pero temporariamente, o respecto de una persona o hechos determinados,
puede tener la necesidad de apartarse o de ser menos sensible.

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V. Implicaciones sociales y culturales del envejecimiento

Para la consideración de la influencia del medio en las personas de edad se debe abordar
una evaluación de la cultura occidental y sus valores y de las principales instituciones
que gravitan sobre ellas. El médico, el psiquiatra y todos los organismos de la
comunidad tienen importantes contribuciones que efectuar por el bienestar, la terapia y
el cuidado de la población de edad avanzada. Respecto de este grupo, por lo común es
menos necesario un tratamiento directo que una adecuada orientación positiva de su
vida. Para el mejor cuidado de estos pacientes, lo mismo que ocurre con individuos de
otros sectores de la población cuyo estado los somete a dependencia —los enfermos
crónicos o los niños, por ejemplo—, es necesario considerar a las principales figuras
familiares y ciertos recursos comunitarios como son las enfermeras de la salud pública,
las instituciones sociales, los servicios hospitalarios y de rehabilitación, etc. (Cohen,
1960).
Permítasenos entrar en la consideración de la influencia de la cultura occidental y sus
valores sobre la persona de edad.
En la civilización occidental, la ética protestante destaca la necesidad de la
independencia y el dominio de los impulsos instintivos y de los deseos inconscientes.
En muchos sentidos, lo que se subraya es el “mandato’ más que la “razón”. La fortaleza
se mide por la capacidad de triunfar y de combatir y resistir a la incapacidad. La
inmoralidad de pensamiento y acto, lo mismo que la dependencia, se consideran
debilidades de la fortaleza física o moral. Además, la cultura de los E.U.A. conserva la
herencia de los días de los pioneros y un descomedido individualismo, aun cuando, en
realidad, éste parece haber estado latente durante muchos años. La gente quiere parecer
joven y comportarse como tal. Ejemplo de este fenómeno lo tenemos en la actual
condición de “estrella” de la pantalla. Muchos de los actores y actrices más importantes,
que llevan cumplidos cincuenta y más anos de edad, representan a héroes y heroínas
románticos que no reflejan a esos hombres y mujeres verdaderamente jóvenes. Desean
perpetuar la ficción de la juventud porque, si dejan tales personajes, lo único que pueden
hacer es desempeñar papeles de característicos. No hay términos medios, de modo que
postergan la transición todo lo posible.
Esto constituye el reflejo del culto norteamericano de la juventud, de la capacidad física
y del vigor, que poco es lo que deja para las personas de edad. En la juventud se sueña
con “triunfar” y se está en una constante marcha hacia adelante hasta que, de pronto, se
es viejo y se va hacia atrás, con pocas posibilidades de un objetivo o forma de vida
importantes. O sea que no hay una planicie o camino horizontal. Esta actitud se ve
fortalecida, además, por las prácticas generales, en los E.U.A., de no emplear a personas
después de cierta edad y de la jubilación compulsiva. Por estos conductos, la cultura
contribuye, por añadidura, a que a la persona de edad le sea difícil encontrar el camino
para la expresión de su individualidad o autoestima. Los establecimientos comerciales,
industriales y aun educacionales de los E.U.A., prestan poca atención a sus consejeros.
Tanto en el caso de un encumbramiento a Presidente de Directorio o de un mero retiro
con medio sueldo, la cultura por lo común obliga a jubilarse, a determinada edad, a las
personas entradas en años, cualquiera que sea su estado físico o emocional.
En muchas personas, el síndrome del retiro comienza antes de la jubilación. La
obsolescencia es tan propia de la vida diaria que, mucho antes de jubilarse, el trabajador
de edad siente que no es ya ese nuevo y estupendo paradigma que todo el mundo pide
en los anuncios. El individuo de edad se sume en la preocupación acerca de su
desempeño en el trabajo y se siente inseguro en su puesto. Así, en caso de abandonar su

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empleo actual, a sus años podría costarle hallar otro parecido; y, suponiendo que
quedase cesante, lo corriente es que se deba estar a lo que salga. La concomitante
inseguridad no obra en bien de su desempeño o manera de trabajar, de modo que nos
encontramos, entonces, ante el comienzo de un círculo vicioso. La idea del retiro
obligado es penosa, pues las personas de edad ven en la jubilación el primer paso hacia
la decadencia. La impresión que se forman de sí mismas cambia más de lo que ellas
cambian en sí, pero el resultado puede ser profético en cuanto a su cumplimiento, sobre
todo teniendo en cuenta que esa noción está respaldada por el concepto de la sociedad.
Tres son los tipos de personalidad que tropiezan con especiales inconvenientes en
cuanto concierne al retiro. El obsesivo genuino —que necesita trabajar para organizar su
vida y que siempre ha visto en las vacaciones, e incluso en los domingos, un elemento
algo perturbador— se siente, frente al retiro, con una constante “neurosis dominical”. A
éste le parece total y desquiciadora la amenaza a su capacidad de permanecer en
actividad, y queda pasivo y debilitado ante sí mismo. En cuanto a las personas que han
puesto a contribución una excesiva libido por lo que atañe a su ocupación, se encuentran
con que su alejamiento se traduce en el mismo tipo de depresión que produce la pérdida
de un ser querido. Es decir que el trabajo se había convertido en una satisfacción en sí y
no en un medio de alcanzar ese fin. Y, en cuanto al tercer tipo, lo constituye la persona
que solía trabajar corno medio de sentir que era útil y que tenía algo de valor que
ofrecer. A ésta le obsesionan los sentimientos de inutilidad y de vacío que durante toda
la vida trató de dominar.
Los problemas vinculados con el retiro parecen estar, en parte, determinados por la
cultura. Por ejemplo, la tasa de suicidios de personas de edad es más alta en los Estados
Unidos que en el Japón. En el primero de estos países no parece existir ninguna
ocupación natural agradable, ningún plan para ancianos, que satisfaga las necesidades
de las personas de edad y de la cultura. Los japoneses veneran a sus ancianos, de modo
que su preocupación por ellos e inclusive su culto de los antepasados constituye un
sólido fundamento de la lealtad y aun del culto tanto de las viejas como de Las nuevas
generaciones. Los esquimales, por el contrario, cuando la caza y la pesca no alcanzan
para la subsistencia de todos, dejan que los más viejos y enfermos perezcan de frío. Es
un programa implacable, pero llena una necesidad y es claro para todos.
Es probable que, con la equiparación general de las culturas que se viene verificando en
el mundo, estas formas específicas de tratar a los ancianos desaparezcan. Es probable,
asimismo, que si como especie sobrevivimos a nuestros conocimientos de física nuclear,
el problema de la ancianidad sólo sea un aspecto de la explosión demográfica. Con todo,
es obvio que otros grupos han hallado formas de encarar el problema, distintas de las
nuestras, aun cuando ciertas soluciones, como la de los esquimales, serían por entero
inaceptables para nosotros,
El retiro obligatorio ha provocado una serie de fenómenos interesantes cuyos efectos
todavía no han sido estudiados en su totalidad. Se ha producido un enorme desarrollo de
“ciudades” de ancianos, en particular en Florida, Texas, Arizona y California. En ellas,
la persona de edad procura concretar la esperanza de que, después de toda una vida de
trabajo, ha de encontrar sosiego para relajarse y distraerse. Al parecer, esto se ha logra-
do en muchos casos. Una cuidadosa planificación arquitectónica, asistencial y social ha
contribuido a una forma de vida que muchas personas jubiladas consideran aceptable y
grata.
La concentración de personas de edad en los Estados de clima benigno no se produce
sólo en los meses de invierno, si bien en esa época es mayor. Son tantos los jubilados
que se han radicado en California, por ejemplo, que el Estado ha dictado leyes para

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evitar que los ancianos ejerzan actividades comerciales o profesionales con dedicación
parcial. La legislatura estatal temía que el individuo de edad que pretendiera trabajar
sólo en la medida conveniente para no arriesgar su renta en concepto de Seguro Social,
pudiese hacerlo a menor precio que la persona joven y perjudicar al trabajador o al
profesional de los cuales depende el desarrollo industrial del Estado. En esto también
puede estar vislumbrándose un gran cambio como que la cantidad siempre en aumento
de personas de edad constituye una mayor fuerza política. Este no es un fenómeno
novedoso, puesto que hace más de treinta años el Townsend Plan hizo que se prestase
atención a la población geriátrica como bloque político. El deseo de velar por sus
intereses llevó a los ancianos a tomar por el atajo de las posiciones partidarias y de los
antiguos vínculos. Los políticos, que dependían de los individuos de edad como
correligionarios que se “mantenían en lo suyo”, advirtieron cada vez más que como
votantes se trataba de un nuevo “sindicato” al que había que tener en cuenta como
unidad. En los Estados donde las personas de edad se han asentado en número
considerable, algunos políticos las consideran como fuerza política decisiva cuando está
en duda algún asunto y, en consecuencia, les rinden pleitesía.
Muchos de los problemas que hemos mencionado hacen que la acción de los políticos
sea ardua, puesto que se encuentran con que el antiguo adepto suele sentirse amargado
al percibir que toda una vida de trabajo no es debidamente apreciada, de suerte que a
éste puede parecerle que su voto es uno de los pocos medios para manifestar su des-
contento. No sólo es suspicaz frente a las falsas promesas, sino que quiere, e incluso
exige, garantías de seguridad que son irracionales desde el punto de vista fiscal. Esta
mezcla de conservadurismo y de ansias incontroladas de satisfacción que existe en el
anciano, se observa también en otros aspectos de su vida.
Otro hecho importante dentro de la vida política y económica es que las mujeres
superan cada vez más en longevidad a los hombres. La consecuencia es que aquéllas
controlan cada vez más las riquezas de los E.U.A. y que el mayor porcentaje de electores
esté constituido por mujeres y, entre éstas, por las de edad. En términos generales, las
mujeres de edad parecen ocupar un lugar más seguro en la cultura que los ancianos.
Cuando los hombres están retirados, las mujeres conservan sus clásicas obligaciones de
efectuar compras, cocinar y administrar el hogar, las cuales aumentan al tener a los
hombres en casa. Esta es una tendencia que parte de los años medios, cuando el hombre
se halla en el apogeo de su productividad, los niños están ya casi criados y las mujeres
parecen atravesar la época más difícil para encontrar un lugar satisfactorio para sí
mismas.
En los aspectos que no se refieren a la crianza de los niños, como son la administración
general, la atención de la casa y el cuidado de la cocina, la mujer parece conservar un
lugar más firme de tutora y transmisora de la tradición. El tiempo en que el padre
enseñaba a su hijo sus conocimientos ha pasado, y en nuestra moderna sociedad
industrial el lugar del hombre de edad parece ser el más difícil. Con todo, viva o no el
esposo, el papel de la abuela puede ser de importancia e, incluso, esencial. Muchos son
los pediatras y psiquíatras de niños que hablan de la importancia de la abuela en la
crianza de los hijos. Hace poco un joven pediatra dijo que, como estudiante de medicina
y como médico interno, se informó casi exclusivamente sobre cuestiones de la infancia,
lo cual lo atrajo hacia la pediatría. Expresó que se había enterado vagamente de que el
problema en la práctica de la pediatría, radicaba en la madre ansiosa o nerviosa, y que
estaba más o menos preparado respecto de ésta. No obstante, no estaba preparado frente
a las terribles, a menudo sabihondas y siempre tercas abuelas que lo consultaban como

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si en cada visita a domicilio fuese un aspirante a empleo. De haber conocido a las


abuelas, decía, se habría dedicado a la patología.
El médico puede desempeñar un papel decisivo en cuanto a elevar al máximo el buen
funcionamiento del anciano. En todas las personas, por supuesto, el funcionamiento
total depende de la relación entre el bienestar físico y psíquico; pero este equilibrio es
infinitamente más precario en el anciano, por lo cual el clínico general tiene cada vez
más conciencia de la responsabilidad que esto constituye para él. Las dolencias físicas
relativamente meno-res que para el paciente joven podrían carecer de importancia, hay
que tratarlas en el anciano de manera de no alterar la homeostasis y que no aparezca una
regresión.
Los problemas que afronta el geriatra son muchos y, entre éstos, el principal es el de la
comunicación. Como ya hemos señalado, los caracteres permanentes de la personalidad
tienden a acentuarse y a ser menos pasibles de control. La persona taciturna o locuaz es
propensa a serlo aun más, Y los problemas de control, dominio y sometimiento son
comunes y afectan muchísimo la relación médico-paciente. Por ejemplo, suele ocurrir
que el paciente que se siente incómodo con su familia y se queja de ésta con encono,
cuando va a ver al médico realiza un gran esfuerzo por serenarse y le dice que las cosas
no marchan tan mal, La motivación para este cambio de actitud puede ser el temor al
médico o a las implicaciones de la enfermedad, el deseo de agradar a éste y granjearse
su estimación, u otros muchos sentimientos complejos. Para el médico es importante
tener idea de los posibles subterfugios a fin de determinar con precisión la magnitud de
la perturbación. Por lo demás, la familia puede sentirse perpleja ante el cambio de
modalidad del paciente, de suerte que una de las tareas del médico y de las difíciles, es
la de explicarle a aquélla ese cambio para evitar que se enfade con éste. El caso inverso
—el del paciente que le dice poco o no le dice nada a su familia y se explaya ante el
médico— presenta problemas igualmente complicados para la diagnosis y la prestación
de asistencia a la familia.
Estas fluctuaciones en cuanto a la modalidad y las pautas que para relacionarse con los
demás tienen los ancianos, tornan difícil la obtención de una historia clínica. Las cosas
se complican, además, por el carácter irregular del real funcionamiento de muchos
ancianos. Puede llevar a confusión el hecho de que ciertos aspectos del funcionamiento
se mantienen mejor que otros, sin razón manifiesta. Por ejemplo, el individuo de edad
que conserva bien la “cabeza para los números” puede proporcionar una historia clínica
exacta en cuanto a fechas y correlaciones temporales pero ésta puede adolecer de
distorsiones en lo referente a la descripción de los síntomas relacionados con la dolen-
cia. El paciente afectuoso con un familiar y paranoide con otro presenta un problema en
cuanto diagnosis y comunicación. La consideración de las funciones físicas puede
resultar igualmente caprichosa y desorientadora.
El médico que conoce al paciente desde hace mucho tiempo y tiene cierta noción de la
forma de funcionar de éste, es la persona más indicada para formular juicios diversos
acerca del bienestar físico y social de ta1 individuo. Esto es así porque muchas de las
decisiones respecto de la realidad social del paciente se basan en la evaluación de sus
aptitudes físicas. Pero, incluso en esta relación profesional, la estructura de las
interacciones prolongadas entre dos personas puede llevar a inconvenientes. Es fácil
minimizar o pasar por alto los primeros signos de descompensación. El médico, y en
particular el médico de edad, puede no resolverse a adoptar medidas severas cuando
percibe dificultades, a causa de sus antiguos vínculos con el paciente. El médico está
“acostumbrado” a ver al paciente de una determinada manera y espera poder conservar
esa imagen.

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Los problemas del médico se ven incrementados por los problemas que supone el
diagnóstico. La desorientación y la depresión desempeñan un papel importante en
muchas de las enfermedades que aquejan a los ancianos, entre las cuales podemos
mencionar los trastornos cardiacos y musculares, la anemia, el reumatismo y la
avitaminosis. Es muy difícil determinar qué es lo que aparece primero. La persona de
edad que se deprime puede alimentarse deficientemente y contraer una anemia
secundaria. Si el médico se concreta a tratar sólo la anemia, es probable que consiga
escasos resultados y que se equivoque en el diagnóstico. Por otra parte, es probable que
se interne a la persona de edad en un hospital a causa de una descompensación cardiaca
con un alto grado de desorientación. Lo que al principio se presenta como una alteración
psíquica de cierta gravedad, se aclara por completo al cabo de 24 horas con la
administración de digital. Tales casos se complican de continuo por el hecho de que casi
siempre es aconsejable reducir al mínimo la permanencia en cama del paciente de edad
y su invalidez. Con frecuencia, el geriatra procura evitar la hospitalización y no per-
turbar la capacidad del paciente de valerse por si mismo. Por tanto, el diagnóstico debe
hacerse comprendiendo la fragilidad fisiológica y psicológica de la persona de edad y
con una clara conciencia de la magnitud de la regresión que ya ha experimentado y
puede tolerar.

La inseguridad de la familia, que a menudo entraña considerable fastidio y culpabilidad,


lleva a que ésta reaccione desmedidamente. Así, pues, el geriatra suele oír expresiones
que trasuntan actitudes extremas, como cuando se le dice: “Bien; entonces enviémoslo a
un hogar para ancianos”, o “De ninguna manera, doctor; no repare usted en gastos”, o
“Ya veremos cómo conseguir el dinero”. Tales reacciones son, por lo general,
inapropiadas. Sea como fuere, es necesario evitar que la familia despache al anciano por
el hecho de estar hastiada, o que tanto aquélla como éste gasten sin necesidad los
ahorros de toda su vida cuando lo indicado es un asilo o una clínica. Esto exige tacto,
seguridad y pérdida de tiempo al médico. Otro problema respecto de la manera de tratar
el médico al paciente de edad es el que se refiere al aspecto filosófico. Cada cual,
incluidos los médicos, tiene su idea en cuanto a la manera en que desea ser tratado por
lo que atañe a su enfermedad crónica y al peligro de muerte. Es esencial, pues, que el
médico tenga conciencia de su propia filosofía de la vida, puesto que él es quien la
comunica. No obstante, no ha de imponer sus principios ni su ética al paciente. El
anciano de setenta y ocho años que padece de una afección cardiaca puede prolongar su
vida permaneciendo inactivo, pero puede ocurrir que desee visitar a los nietos que jamás
ha visto. La manera, pues, en que el médico le diga a este individuo el estado en que se
encuentra puede influir mucho en su decisión. Estos problemas son incontables cuando
el médico ejerce ni profesión con asiduidad.
El papel del psiquiatra en el tratamiento de los problemas geriátricos es complicado
porque son relativamente pocos los pacientes de este carácter que se le remiten, en
particular a los que practican la psiquiatría dinámica. Se piensa, por lo general, que a los
psiquiatras les interesa, sobre todo, contribuir a que la gente se conduzca mejor en lo
futuro. Respecto del paciente de edad, que se conduzca mejor en un futuro hipotético es
de escaso interés, pues lo que importa es lograr cierto alivio en el momento presente. El
escaso interés que el psiquiatra ha tenido por los ancianos se debe a que poco es lo que
aprovecha la terapia del discernimiento y porque la comunicación verbal suele ser difícil
(Cutner, 1950).
Los problemas que se le presentan al psiquiatra para el tratamiento de la población
geriátrica son tan numerosos como los que debe afrontar el clínico general. Como en los

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proyectos generales para ancianos se prevén los aspectos vocacionales, recreativos,


arquitectónicos y médicos, el psiquiatra se encuentra con que debe desempeñarse como
consejero en especialidades con las cuales se halla muy poco familiarizado, de suerte
que debe comenzar a estudiarlas a fin de poder prestar buen asesoramiento, lo cual le
lleva tiempo y esfuerzo.
Corno se verá más adelante, en la vejez se presenta el cuadro completo de la
psicopatología, y con más frecuencia aparecen indicaciones específicas para la terapia
de shock y medicamentosa de los pacientes de edad. Las terapias somáticas exigen un
conocimiento amplio de las reacciones fisiológicas y bioquímicas, así como práctica
para su administración, de modo que resulta esencial una estrecha cooperación con el
clínico general. En los pacientes de edad es común y se presenta con facilidad la
intoxicación medicamentosa. Como a menudo se torna problemático prever qué dosis de
medicamentos puede causar complicaciones, cuando por los primeros exámenes clínicos
o de laboratorio se advierte una reacción tóxica es necesaria una observación atenta del
paciente, para lo cual es preciso que haya un estrecho contacto entre el psiquiatra y el
internista.
La comunicación entre el psiquiatra y su paciente de edad es potencialmente tan difícil
como entre este último y el clínico general. Es fundamental entender el cambio de los
sistemas de defensa del anciano (Hollander, 1952). El terapeuta debe entender y aceptar
el cambio en cuanto al empleo del aislamiento, el encasillamiento y, en particular, la
regresión. Si el terapeuta espera que el paciente de edad le presente hechos o que, en
cierto modo, piense como los pacientes jóvenes, en lo que habrá de verse envuelto es en
un conflicto y no en una relación terapéutica. Además, los valores de la persona de edad
son distintos. El conflicto generacional puede revestir muchas formas. Los individuos
cuya adolescencia y juventud transcurrieron antes de la Primera Guerra Mundial tienden
a añorar, de viejos, los tiempos en que las cosas eran más pausadas y las familias más
unidas. Se acuerdan de las canciones y de la literatura de aquella época y, para ellos, el
psiquiatra representa a una generación nueva que jamás podrá compartir la estima y el
placer que sienten al recordar a Teddy Roosevelt o a la incomparable Lily Langtry.
Cuesta hacer que comprendan que bien vale la pena hablar con quien no ha pasado por
las circunstancias que dan lugar a sus evocaciones. Ese permanente rememorar puede
implicar la existencia de un componente orgánico o de problemas físicos. A menudo, la
rapidez propia del lenguaje varía y puede hacer todavía más dificultosa la comprensión
de lo que con frecuencia es circunstancial. Por su interés en el pasado. es posible que el
paciente eche mano, también, de sus antiguas formas de expresión, las cuales pueden
resultar ambiguas, de manera que si el psiquiatra tiene que solicitarle aclaraciones, esto
contribuye a que el paciente note más que aquél no entiende. Tal cosa constituye
especialmente un problema si la experiencia anterior del paciente ha sido en una lengua
diferente A veces parece que el paciente no prestara atención alguna al psiquiatra. Se
percibe con claridad, entonces, que habla como sí estuviese solo y que la conversación
está dirigida, en realidad, a alguien que pertenece a su propio pasado y no al terapeuta.
En general. los individuos de edad tienden a identificar al psiquiatra con alguna persona
de su conocimiento (Meerloo 1955 y 1961). Pueden trabar una relación mejor cuando
les es posible efectuar una identificación concreta del psiquiatra con alguna persona
corno la madre, el hermano, algún viejo amigo, un médico anterior, etcétera. Esta
identificación llena un vacío y a menudo no lo conmueve la conciencia de que tal cosa
no sea así, O sea que el paciente de edad puede saber que eso no es así, pero desear que
no se le diga. No es corriente que el psiquiatra que sólo atiende a pacientes jóvenes deba
aceptar que lo llamen por el nombre de otra persona, que le estrujen la mano e incluso

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que lo besen, cosas éstas que pueden resultarle difíciles de tolerar tanto en el plano per-
sonal como en el profesional. Es probable que el psiquiatra se sienta incómodo porque
tal trastrueque de emociones aviva muchos de sus propios sentimientos embarazosos
referentes a los padres, así como su preocupación más general de que no intervengan en
el tratamiento sentimientos que estima que no corresponden, Desde el punto de vista
profesional, está acostumbrado a ciertas rutinas y pautas normales de relación con
pacientes que soportan la objetividad psiquiátrica. La acometida directa contra las
defensas en que tan a menudo se cae con el paciente de edad, torna necesario que se
comprenda que esta etapa del desarrollo aminora la represión del pensamiento y la
supresión de la acción.
El tratamiento psiquiátrico del anciano puede también presentar problemas de tiempo y
de lugar. Ocurre con frecuencia que el paciente no puede concurrir en modo alguno al
consultorio del psiquiatra o tiene que llevarlo otra persona. Concertar una cita puede
resultar en sí una complicada operación Además, el paciente puede querer que alguien
este presente durante la entrevista a fin de llenar los claros de su memoria o para
sentirse amparado por un familiar. Esto puede complicarle la entrevista al psiquiatra, lo
mismo que los problemas de horario. La hora de cincuenta minutos no ha sido
calculada, por cierto, como lapso de atención del paciente de edad, ni éste es armoni-
zable necesariamente con ello. El psiquiatra es quien debe juzgar cuándo el paciente
requiere más tiempo y cuándo se siente demasiado ansioso como para permanecer más
de unos pocos minutos. Esto da por tierra con el precioso horario del psiquiatra. El
hecho de que sea inevitable entrar en relación con los familiares, entre los cuales suele
haber desacuerdos, exige que se dedique mucho tiempo a entrevistarlos y hablar con
ellos.
Quizá la dificultad específica principal para el tratamiento del paciente de edad —de la
cual derivan muchos de los otros problemas— sea que éste suele no tener una cabal idea
del porqué de que vaya o lo lleven a ver al psiquiatra. Este no puede, a su vez, formular
la pregunta de rigor: “¿En qué estriba, para usted, el problema o la dificultad?”, y
esperar una contestación. Una de las reglas fundamentales de la medicina en general es
que, antes de prescribir tratamiento alguno, es preciso saber cuál es el problema,
Respecto del neurótico joven, el primer paso hacia la curación suele ser que se
reconozca el problema, y los psiquiatras están acostumbrados a pensar con arreglo a
esto. Con frecuencia, el psiquiatra tiene que aceptar —al menos al principio, aunque no
sin considerable ansiedad, como es de suponer— la vaguedad e imprecisión de las
razones de la persona de edad para su tratamiento psiquiátrico.
Tanto se ha orientado la psiquiatría dinámica hacia el tratamiento a largo plazo
encaminado a acrecentar la comprensión del paciente, que el tratamiento cuya finalidad
es la de fortalecer el funcionamiento del yo o, sencillamente, lograr que el paciente se
sienta mejor, parece extraño. Si bien buena parte del tratamiento del paciente de edad es
consecuencia de situaciones que más o menos constituyen casos urgentes, después de la
crisis inicial se descubre que intervienen problemas psiquiátricos de permanencia más
prolongada (Goldfarb, 1955). El paciente requiere, a menudo, un determinado período
de tratamiento, no una hora o dos tan solo, para dominar una crisis. La persona de edad
no podría solicitar por sí un psiquiatra. Con todo, su evidente falta de motivación
consciente para el tratamiento no es el problema, sino que refleja en parte la manera que
tiene el paciente anciano de ver el mundo (Grotjahn, 1951 y 1955).
La ampliación del interés de la psiquiatría por el tratamiento de los ancianos es parte de
un ensanchamiento general de la psicología dinámica dentro de campos distintos del
psicoanálisis. Cuando los psiquíatras psicoanalistas comenzaron a tratar psicóticos, lo

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que les interesaba era la vida de los pacientes y no el tiempo que les llevaba la terapia.
Por ejemplo, cuando un paciente internado concurría a terapia ocupacional o recreativa,
el psiquiatra prescribía la tarea que pudiera ser de más valor para promover su terapia o
su bienestar emocional general. Respecto del tratamiento del anciano, este concepto
alcanza su pináculo porque, mucho más que al clínico general o que a la institución
pública, es al psiquiatra que atiende a la persona de edad a quien se lo consulta acerca
de cada uno de los aspectos de la vida del paciente. La habitación que éste debe tener, el
número de escalones, la cantidad de personas que pueden estar con él, la cuantía de los
ejercicios, la proporción del descanso, la magnitud del trabajo, su dieta, sus
preocupaciones intestinales e incluso sexuales, todo se conversa con el psiquiatra.
Inclusive se lo llama a consulta cuando se proyectan grandes construcciones para la
atención exclusiva de ancianos. Se le pregunta qué instalaciones son necesarias para el
descanso, el esparcimiento y el trabajo, a fin de asegurarles a los residentes de esas
colonias los medios de elevar su autoestima y mantener sus reservas de narcisismo. Hay
arquitectos, psicoterapeutas, terapeutas ocupacionales, etcétera, que ya tienen una
acabada noción de los conceptos psicodinámicos.
A causa de esa enorme responsabilidad que pesa sobre el psicoanalista en cuanto a idear
tipos de enfoque absolutamente nuevos, éste ya no puede fundarse en su discernimiento
como guía principal para la terapia. Muchas terapias requieren un contacto
relativamente corto que permite o exige escasa intervención de la interpretación. Con
todo, una vez establecida la relación, es preciso que haya continuidad, aun cuando las
citas no sean frecuentes. En la ecología del paciente de edad es tan corriente la
inestabilidad por causa de daño y muerte que es preciso mantener una relación concreta
y permanente con el psiquiatra. Todas esas desviaciones de las técnicas clásicas pueden
afectar la autoimagen del psiquiatra y provocarle inquietud en cuanto a qué puedan
pensar de él sus colegas. Tendrá temor de que, por su manera tan activa de proceder, se
interprete que pretende controlar y manejar las cosas, y de que se le acuse de creerse
omnipotente. Como el trabajo con pacientes de edad despierta en el psiquiatra, inva-
riablemente, las antiguas fantasías de dominación sobre sus propios padres, éste resulta
susceptible, en particular, de que le formulen tales acusaciones, sobre todo sus colegas.
Pero lo que es peor es que, pese a toda la actividad y esmerada atención, los objetivos
terapéuticos siguen siendo limitados y, a menudo, desalentadores. El narcisismo del
psiquiatra se ve aceptado en ambos sentidos: se siente culpable a causa de los antiguos
deseos de controlar a sus padres, e impotente por lo poco que puede hacer de
beneficioso en un aspecto que podría proporcionarle satisfacción.
Al destacar con tanta insistencia de qué manera la psicoterapia del anciano depende de
principios que no son los de una mayor comprensión de la dinámica individual, no
queremos significar que no sea muy importante aclarar, como es más corriente, los
conflictos menos conscientes Sí bien la técnica psicoterapéutica debe ser flexible, las
personas de todas las edades tienen un ello, un yo y conflictos inconscientes y
preconscientes que, si se despiertan, pueden causar dificultades y ceder a la
comprensión No se conoce demasiado hasta qué punto la regresión del yo en las últimas
etapas del desarrollo depende del nutrimento exterior para la homeostasis y equilibrio.
El adulto joven puede recurrir al ideal de su yo interno para nutrirse si las cosas no le
van bien en el mundo exterior, pero el individuo de edad tiene menos posibilidades de
contar con este recurso, de modo que la terapia debe considerar siempre su mayor
susceptibilidad a las ofensas a su narcisismo.
Dadas todas las dificultades que hemos reseñado, tanto para el psiquiatra como para el
paciente, es evidente que el tratamiento psiquiátrico resulta oneroso en cuanto a tiempo

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y energía. Según esto, también ha de ser costoso económicamente (Gordon, 1960). Esto,
por supuesto, trae a colación el problema entero de la atención médica para el anciano,
Muchas persona, de edad viven de los beneficios del Seguro Social, de los ahorros que
les quedan o de la generosidad de sus respectivas familias. En relación, son pocas las
que han acumulado una gran cantidad de dinero o que poseen algo que les produzca una
adecuada renta permanente. La mayoría de las medidas psiquiátricas que hemos
mencionado requieren la amplia financiación de algún organismo, por lo común oficial,
sea municipal, estatal o federal. El problema de la financiación es fundamental porque,
si bien hemos destacado los problemas que supone la tarea psiquiátrica con ancianos,
nos parece que mucho es lo que se puede hacer en su beneficio. Es probable que se
pueda hacer mucho más de lo que hasta ahora se ha hecho. Ni la sociedad ni los
psiquíatras han agotado todavía todo el saber y los recursos posibles, lo cual se explica
fundamentalmente por la carencia de una adecuada financiación.
Los diversos tipos de instituciones sociales pueden ser de gran utilidad respecto de
muchos de los problemas relacionados con la declinación física y los trastornos
emocionales de los ancianos. Los médicos que se dedican a la geriatría consideran
importante mantener un estrecho contacto con los servicios comunitarios de
rehabilitación y de la familia (Hollander, 1951) Las instituciones, por supuesto, recurren
constantemente a los médicos de sus clientes para que colaboren en las decisiones de
carácter psicológico y social, las cuales dependen en cierta medida del estado físico del
paciente. La profesión médica viene aceptando en forma gradual, e incluso con
beneplácito, esta interacción, pero hasta hace poco tiempo muchos médicos
consideraban que los pedidos de los organismos comunitarios eran excesivos y
abrumadores. Por otra parte, esas instituciones han comprendido que no se puede
esperar que el médico esté al cabo de todo respecto del paciente de edad, cuyo estado
puede experimentar rápidos cambios.
Los problemas de la comunidad son en esencia, por lo que atañe al paciente de edad, los
mismos que tienen el geriatra y el psiquiatra. Sus responsabilidades consisten en
proporcionar a los ancianos alojamiento adecuado, instalaciones recreativas,
oportunidades de trabajo, orientación y atención médica (Rosenbaum, 1959; Cohen,
1960). Así como los médicos tienen que hacer un diagnóstico para poder tratar un
problema, la comunidad debe saber, primero, qué es lo que hace falta para poder
suministrarlo. Hay que informarla, además, acerca de lo que ya se dispone, de manera
que, cuando surja alguna necesidad, pueda hacerse e] mejor uso de lo existente. Con
demasiada frecuencia, hay recursos que se piensa que son inapropiados o inalcanzables,
pero que en realidad se tienen a la mano y pueden aprovecharse. Por ejemplo, en una
oportunidad se efectuó la incorporación de voluntarios no adiestrados al pabellón de
ancianos de un hospital local. Estos voluntarios, que no sabían todavía que esos
ancianos estaban “desahuciados”, pasaron un tiempo con ellos y consiguieron revitalizar
a muchos y devolverlos a la sociedad. Incluso aquellos para los que la ayuda resultó
menos notoria, extrajeron provecho de la mayor claridad de ese cuerpo del hospital.
La integración de los servicios comunitarios para ancianos requiere una administración
cuidadosa y especializada que sólo existe en muy pocas comunidades. Se ha demostrado
que, cuando se ponen en acción muchos recursos comunitarios, más ancianos pueden
permanecer fuera de las instituciones. Esto, a la larga, no sólo ahorra dinero sino,
también, gente. La diferencia entre la buena salud y la enfermedad, en este grupo, no es
clara. La prevención de los problemas graves exige organización. A los ancianos
mismos les cuesta darse cuenta de muchos cambios importantes. A veces puede suceder

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que un hombre salga de su casa cada vez menos, pero que se vaya retirando de modo tan
gradual que nadie lo note hasta que deja de aparecer en absoluto durante largo tiempo.
Tal circunstancia podría llegar a conocimiento de una institución de localización de
casos y ofrecer ésta su auxilio. Tendría que estar preparada, pues, para sortear una serie
de complicados problemas legales: por ejemplo, supongamos la anciana sin familia, que
no es manifiestamente psicótica pero que se está dejando morir de hambre, y a la cual se
la suele descubrir —si se la descubre— cuando está atacada de neumonía o de alguna
afección fulminante derivada de su mala nutrición. En tal caso, ¿cuál sería la situación
legal de la institución que se propusiera intervenir antes de que ocurra algo
irremediable? Los problemas legales que se presentan al querer proteger las libertades
civiles del individuo así como velar por su bienestar, no son sencillos.
Hasta ahora, muchos programas han puesto el acento en mejores servicios
institucionales más que en una planificación general. A veces hay malas
interpretaciones motivadas por ideas estereotipadas en cuanto a que puede o qué debe
hacer el anciano. Hasta el traslado a un buen hogar de ancianos o a una hermosa casa de
los suburbios con su familia, con lo cual se persigue que las personas de edad se sientan
más cómodas, a menudo surte el efecto inverso, pues echan de menos sus antiguos
barrios y sus camaradas. Las mejores instalaciones no sustituyen a los vínculos
humanos que se necesitan.
Una comunidad estable, promisoria, debe estar constituida por gente de todas las
edades. Es necesaria una adecuada proporción de personas de edad para que la
comunidad tenga equilibrio y un sentido de continuidad. Por lo que atañe a los niños, la
observación de las diversas fases de la vida da un sentido distinto a su propio desarrollo.
Una comunidad sin ancianos es casi tan estéril como una comunidad sin niños.
Cuando hablamos de educación respecto del envejecimiento y de los ancianos, nos
encontramos con que lo que deseamos enseñar, más que nada, son actitudes. Tales
actitudes son difíciles de transmitir porque no son concretas y específicas y porque
ciertos valores culturales y psicológicos se oponen a que se enseñe a estimar la vejez y a
los ancianos (Rosenbaum, 1959). Sería un interesante experimento desatar toda la
pujanza de la Madison Avenue para vender autos, batidoras y hielo a los esquimales, a
fin de educar al público acerca de lo que podría hacerse en bien de los ancianos. Sin
embargo, antes de recurrir a la propaganda, tendríamos que tener ideas más claras
respecto de lo que deseamos comunicar. Es cierto que hace falta realizar investigaciones
en todos los niveles acerca del proceso del envejecimiento, pero es probable que mucho
de lo que se supiese al respecto. no fuera tan complejo como lo es buena parte de la
tarea en el terreno de las ciencias sociales. Por ejemplo, en relación sabemos poco
acerca del tipo general de actitudes hacia el anciano dentro de las comunidades de
distintas dimensiones de las diversas partes de los E.U.A. En algunos aspectos, no
sabemos bien qué exige de la comunidad nuestra población de ancianos. La Comisión
de la Vejez de la Presidencia y el interés general cada vez mayor del gobierno federal
pueden hacer viable que se recoja tal información, tanto en el plano local como
nacional. Es probable que sea necesario emprender la acción y tomarse interés en ambos
aspectos para que podamos “vender” una mejor comprensi6n del envejecimiento.

VI. Psicopatología

La psicopatología de la vejez abarca el espectro completo de los trastornos neuróticos,


psicosomáticos, de conducta, psicóticos y orgánicos (Cameron, 1945). Sin embargo, la

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evaluación clínica de esos estados se complica a causa de dos características comunes


del envejecimiento. La primera es la que se refiere a las reacciones emocionales ante esa
etapa del desarrollo, que tienden a producir un síndrome caracterizado por regresión,
formas de conducta hostil y dependiente, e infantilismo. Este síndrome funcional, en
cierto modo de depresión y apatía, con frecuencia no es fácilmente discernible de la
segunda de esas características, los trastornos orgánicos específicos (Gitelson, 1948).
Ejemplo de esto es la frecuencia del síndrome de “pequeño ataque”, en el cual el
individuo tiene una lesión cerebral relativamente leve, de la que se recupera, pero
comienza a manifestar cierta decadencia en sus hábitos, su manera de vestir y su
capacidad de funcionamiento general. Además, una lesión cerebral orgánica causada por
infección, degeneración, arteriosclerosis, etc., puede producir una psicopatología o
liberar una psicopatología subyacente que, clínicamente, son muy difíciles de distinguir
de una depresión, una esquizofrenia, un estado maníaco o una perturbación del carácter
en el dominio de los impulsos.
Sólo mediante la acostumbrada conjunción de una historia clínica y psiquiátrica
minuciosa, un concienzudo examen físico y una evaluación psiquiátrica también cabal,
y una observaci6n durante un largo período se puede comenzar a efectuar el diagnóstico
discriminado que se requiere para establecer las formas de atención y tratamiento.
Quizás los fenómenos patológicos más perturbadores para la sociedad sean las
alteraciones de conducta que a veces se presentan en la ancianidad (Rockwell, 1946).
Estas pueden ser la continuación de una forma de conducta psicopática de toda la vida,
o secuela de una perturbación emocional u orgánica del funcionamiento cerebral. La
etiología es importante no sólo para el bien del paciente, sino porque también es preciso
proteger a la sociedad. Por ejemplo, si es evidente que el paciente tiene un síndrome
orgánico, puede ser necesaria su atención permanente en instituciones pero la persona
cuya conducta se halla alterada a causa de la respuesta emocional al envejecimiento,
puede necesitar p no atención hospitalaria.
El exhibicionismo, e1 voyeurismo, el sadismo, las preocupaciones perversas y la
masturbación son relativamente comunes entre las manifestaciones psicopatológicas del
envejecimiento. Con mucha frecuencia, los libros de entradas de la policía registran el
hecho de que algún anciano que ha llevado una vida intachable ha sido aprehendido por
haber intentado molestar a un niño. Ese intento de molestar consiste, a menudo, en que
individuo exhibe sus genitales y no en el hecho de llevar a cabo una acción física sobre
el niño circunstancia cuya motivación principal parece ser la necesidad de confirmar
que conserva su hombría. Semejante acto, empero, asusta a la víctima y da lugar a la
intervención policial. Por desgracia, en cuanto se refiere a la ley, esto es casi lo mismo
que los similares fenómenos en que el ruño o el adolescente elige una víctima a la que
puede impresionar o asustar. Es como si una anciana le hiciera. notar a un hombre que
se abroche la bragueta.
Ciertas manifestaciones psicóticas del envejecimiento se hallan indudable y
directamente relacionadas con los cambios orgánicos. No obstante, de las autopsias
surge que, con frecuencia, no existe una correlación directa entre las manifestaciones
psicopatológicas y las alteraciones seniles o por arteriosclerosis del cerebro. La
alteración mental o de la conducta de los pacientes que manifiestan cambios
neurológicos focales tiene relación, con más frecuencia, con una lesión específica del
cerebro. En las reacciones que tienen una etiología a las claras orgánica, la forma que
revisten las reacciones psicológicas está determinada por las características subyacentes
de la personalidad, liberadas por los cambios orgánicos. La lesión cerebral no puede dar
lugar a una nueva personalidad: sólo puede poner en libertad lo que ya había.

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La manifestación psicótica más común del envejecimiento es la psicosis senil, la que


tampoco guarda correlación —según el examen microscópico de la sección
patológica— con algún grado de lesión cerebral, si bien existen factores orgánicos
importantes en esta alteración (Leeds, 1960). Los factores que con más frecuencia
desencadenan estos estados son las interrupciones de las formas de vida habituales,
corno por ejemplo el fallecimiento de alguna persona allegada al paciente o una gran
alteración del medio. Al principio, las manifestaciones verbales del psicótico senil
parecen no tener sentido; pero, si se presta más atención, a menudo es posible entender
algo de lo que expresa. Evidentemente se ha producido una ruptura del complejo
proceso de integración psíquica que mantiene el contacto habitual entre los derivativos
institucionales y la realidad externa, incluida la secuencia regular de las relaciones
temporales y espaciales. Ese asociar personas (que con frecuencia se observa en la vida
corriente del individuo) con otras que antes han tenido importancia —como algún
amigo o la madre— se intensifica. Por lo que atañe al paciente senil, tales personas se
vuelven intercambiables o borrosas y todas parecen existir en la actualidad.
Es indudable que, en el anciano, se presentan síntomas psicosomáticos de trastornos
orgánicos. El problema de la diagnosis se torna arduo a causa de la dificultad para
diferenciar un síntoma funcional, o la exacerbación funcional de un estado fisiológico
ya existente, de las incapacidades físicas corrientes en el envejecimiento. Por ejemplo,
en ciertas personas, la preocupación por el cáncer puede constituir un tipo de fobia.
Otras parecen darse cuenta de los cambios físicos correspondientes a la gestación del
cáncer, mucho antes que el examen físico, los rayos X o las pruebas de laboratorio
permitan establecer el diagnóstico.
El problema psicológico que con más frecuencia se presenta en los ancianos, y por el
cual es más probable que se sometan a tratamiento psiquiátrico, es la depresión. Puede
afirmarse que, por lo menos uno de los coadyuvantes fundamentales para un buen
envejecimiento, es la capacidad de tolerar la depresión. Ciertas, vicisitudes del
envejecimiento, corno la incapacidad física, las privaciones, las pocas perspectivas
futuras y los cambios de status, contribuyen a la depresión. Es esencial distinguir entre
aquellos aspectos de la filosofía del envejecimiento que por lo común abarcan esas
vicisitudes, y el caso psicopatológico, que puede ser de mucha gravedad para este grupo
de edad. La capacidad de soportar hasta las depresiones severas durante períodos
relativamente breves sin caer en la desesperación total forma parte de la aceptación
personal del elemento de depresión crónica del envejecimiento. Los autores se ocupan
cada vez más de la capacidad de sobrellevar la depresión en todas las etapas del
desarrollo como ingrediente para una relativa salud mental, de modo que insistir en que
las personas de edad tienen que aceptar la depresión crónica no implica pesimismo
respecto de un feliz envejecimiento en general. Antes bien, lo que preocupa es que se
inicie el peligroso ciclo en que una nueva pérdida menor de capacidad en la persona de
edad, junto con la pertinente reacción depresiva que la acompaña conduzca a una
ansiedad excesiva en el mundo exterior más joven respecto de tal depresión. La
respuesta desmedida, a su vez, asusta a la persona de edad y aumenta su depresión.
No queremos significar que haya que ignorar la reacción inicial de depresión, sino que
lo que deseamos expresar es que, cuando el trauma se produce, muchos pacientes de
edad se deprimen. Estos entienden y aceptan esa depresión como pasajera, como una
descarga necesaria que ya se ha producido antes y de la cual han de recuperarse. Si en el
mundo exterior se manifiesta una excesiva ansiedad, las permanentes fantasías del
paciente de que el menor cambio presagia otros mayores se ponen en actividad y la
depresión se intensifica. Señalar el peligro de una reacción excesiva ante la respuesta

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emocional de un paciente de edad puede parecer una previsión sobreabundante si se


tiene en cuenta el hecho de que, el gran problema, es el desconocimiento o la falta de
reacción frente al estado emocional del anciano. Con todo, vale la pena considerar
ambos peligros. A menudo, si el medio exterior no ofrece un apoyo eficaz durante la
depresión pasajera, la reacción se intensifica, las defensas de la persona se debilitan y
sobreviene un estado patológico.
Como entidad patológica, la depresión, con la franca admisión en la conciencia de
impulsos primitivos de autodestrucción, se presenta con frecuencia y resulta difícil de
tratar en los ancianos. Muchos hospitales dan cuenta del hecho pavoroso de que un
paciente levemente enfermo se deprime, pierde su “voluntad de vivir” y muere. En los
hospitales estatales de los E.U.A., a pesar de la conducta desenfrenada y delirante de la
fase maníaca, es durante la fase de depresión cuando los psicóticos maniaco-depresivos
mueren de infecciones intercurrentes. No hay campo de la psiquiatría gerontológica que
requiera una investigación más detenida que el de la depresión, pero en este panorama
no podemos entrar en una consideración más profunda de tal fenómeno.
En el paciente de edad pueden presentarse casi todos los otros estados psicopatológicos
que permiten una representación más directa de las derivaciones del ello. Durante el
envejecimiento pueden aparecer la esquizofrenia paranoide, los estados obsesivos, las
conversiones histéricas, etcétera. Es de esperar que en un tiempo venidero se investigue
en detalle todo el campo de la psicopatología del anciano y la diferencia que hay entre
ésta y los cambios psíquicos más o menos normales que se producen de resultas de esta
etapa del desarrollo o como reacción a ella.
Dos han sido los fines que hemos tenido en cuenta en esta introducción: primero, trazar
un panorama para situar los trabajos que siguen; y, segundo, presentar brevemente los
conceptos básicos necesarios para comprender el proceso del envejecimiento. Algunos
de estos conceptos serán desarrollados con más detalles en los trabajos siguientes.
Nuestra orientación es considerar al envejecimiento como una etapa del desarrollo del
organismo humano. En otros tiempos, la expresión de envejecimiento “normal” solía
aplicarse sólo a las personas que, por rara felicidad, se libraban de ciertos trastornos
físicos, emocionales y sociales que por lo común son propios de aquél. El enve-
jecimiento normal era considerado como un menor cúmulo de vejez más que como una
etapa del desarrollo con sus características propias. Cada etapa de la vida plantea
problemas diferentes, de modo que es probable que la persona que envejece, además de
tener que manejar su propia dosis de dificultades, tenga que afrontar los precipitados y
los remanentes no resueltos de otras fases del desarrollo.
Es necesario considerar la compleja interacción que existe entre el yo y el superyó,
puesto que estas estructuras psíquicas se adaptan a los cambios psíquicos y físicos
internos del envejecimiento y a las presiones culturales externas. Hay, pues, formas de
adaptación normales así como perturbaciones físicas y emocionales.
Un buen tratamiento médico y psicológico en esta etapa del desarrollo no supone ni
debe suponer la prolongación de las anteriores etapas de éste, sino que la regresión es un
mecanismo de adaptación necesario que la persona y el medio deben aceptar. Por
ejemplo, la menor capacidad de recordar cosas recientes puede suplirse, a menudo,
utilizando un anotador donde asentar citas o números telefónicos. La lentitud que
producen los cambios físicos puede superarse tomándose el tiempo suficiente para
cumplir con las citas o para vestirse para ir a comer. En general, es preciso que los
propios ancianos y quienes los rodean tengan cierta tolerancia por los cambios físicos y
emocionales. La regresión y la menor represión, que liberan energía instintiva, pueden
permitirle al individuo conservar el equilibrio homeostático del ello, del yo y del

27
Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

superyó, característico y necesario para su sensación de bienestar. A veces, este


equilibrio puede quebrarse: los impulsos del ello pueden abrirse paso o la regresión
puede ir más allá del nivel tolerable para el ideal del yo y para el medio. En ocasiones,
la regresión excesiva puede producir la falsa impresión de una psicopatología grave.
Esta forma de envejecimiento desafortunado puede manejarse, en realidad, in-
crementando los aportes emocionales sin que requiera, necesariamente, ningún otro tipo
de terapia.
Toda vez que la cultura norteamericana preconiza el adelanto y el progreso, poco es el
valor que le asigna a la sabiduría y experiencia del anciano. Además, el sistema de retiro
forzoso viene a sumarse a esa desvalorización de la persona de edad. En otras culturas,
por el contrario, se han creado pautas y roles que dan una sensación de valía al anciano,
de modo que sería muy deseable que en la de los E. U.A. se pudiese hacer algo para
elevar el valor y la aceptación del individuo de edad.
Tanto en nuestro panorama de los problemas de la vejez como en casi todos los trabajos
que siguen, ha sido considerado vital el concepto de regresión como mecanismo de
defensa y como regresión, puede ser utilizada como definición de un “envejecimiento
feliz”, cualquiera que éste sea.
Va de suyo que esta regresión del envejecimiento y el establecimiento de un nuevo nivel
homeostático no se producen de pronto. Por el contrario, hay un cambio gradual en que
los procesos de regresión y su tolerancia se amalgaman con lentitud dentro de nuevas
pautas de personalidad.
Adelantemos un paso más respecto de estas ideas acerca del ritmo lento con que se
produce el cambio en los individuos. ¿C6mo morimos? ¿Nos morimos, en realidad, de
pronto. O morimos cada vez que nos vamos a dormir? ¿Morirnos un poco cada vez que
experimentamos dolor o estamos enfermos, asustados o traumatizados? Y, en especial,
¿morimos un poco cada vez que perdemos a alguien importante para nosotros? Quizá
todas estas cosas constituyan una preparación; quizá cada vez que vemos morir a
alguien conocemos la muerte un poco más de cerca. Si esto es cierto, tendría que haber
otra razón que explicase la impopularidad de la geriatría como especialidad, aun cuando
especificar alguna razón para que un individuo tome la tan compleja decisión de dedicar
toda su sida a una actividad es insensato. No obstante, si hay algún hecho psicológico
que parece complicarle la vida al médico, ese hecho es el de sentirse impotente. El no
saber cómo obrar, o ayudar, o reparar o, cuando menos, explicar, es un anatema. El
médico, que lucha a brazo partido con el moribundo, siempre ha alentado la esperanza
de poder triunfar en bien de sus pacientes e, incluso, de sí mismo. Pero, el no
comprender nunca ese proceso es muy desalentador y lo sume en la impotencia. Por otra
parte, el médico también tiene siempre la esperanza, cada vez que muere algún paciente,
de hacerse a esa idea y, de tal manera, estar mejor preparado para su propia muerte.
Al considerar la consecuencia final del envejecimiento, la muerte, hay otro aspecto de
importancia (Eissler, l955). ¿Qué se quiere expresar cuando se habla de morir? Por lo
general puede observarse que, cuando una persona de edad se refiere a su muerte, lo que
expresa es temor a los achaques, a la enfermedad y a la perspectiva de quedar
incapacitada y no poder hacer nada. Una vez que el miedo de morir se transforma en
temor a estas espantosas perspectivas, el paciente se siente aliviado y es más susceptible
de tranquilizarse. Esto no significa que no exista una real preocupación por la muerte.
Antes bien, no hay palabras ni concepto que expresen esa preocupación, y uno recurre a
la experiencia, o experiencia parcial, que se ha tenido, respecto de la muerte, en forma
directa o a través de los demás. Es probable, incluso, que la dificultad para comprender
este fenómeno desconocido intensifique las preocupaciones referentes a la incapacidad,

28
Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

etc., preocupaciones éstas que pueden resultar, además de fuentes de ansiedad intrín-
seca, pantallas para el miedo fundamental. No hay manera de evitar la muerte, pero
mucho es lo que se puede hacer para elevar al máximo el funcionamiento y aminorar la
incapacidad física y emocional del anciano. Con todo, los recursos existentes se utilizan
de manera inadecuada.
Por medio de una diagnosis más anticipada de las enfermedades mentales y físicas, de
un mejor aprovechamiento de los recursos comunitarios y de campañas de educación de
la comunidad se podría hacer mucho para conseguir que esta etapa del desarrollo
tuviese más sentido y fuese menos penosa para quienes la han alcanzado. Es necesario
analizar con suma atención de qué manen las ansiedades respecto del envejecimiento y
la muerte hacen que se descuide a las personas que están en este período de la vida. A
causa de las mayores cifras de personas de edad que resultan de los adelantos del
conocimiento médico, existe la necesidad de contar con medidas preventivas más
eficaces, de que se realicen mayores esfuerzos para elevar al máximo el valor de esta
etapa del desarrollo, y de que se traten con más éxito los aspectos patológicos cada vez
que éstos se presenten.

CAPÍTULO III

FACYORES INTRAPSIQUICOS
DEL ENVEJECIMIENTO

Martin A. Berezin

En nuestra empresa de estudiar y comprender el proceso del envejecimiento,


comenzamos por un problema de definición: ¿Qué es la vejez y cuándo comienza?
Aparte las consideraciones filosófica; y fisiológicas que dicen que la vejez empieza al
nacer, nos enfrentamos con que hay que unificar nuestras comunicaciones por medio de
una decisión más o menos arbitraria en que se declare que la ancianidad se alcanza en
un determinado período cronológico. Durante años no hubo acuerdo respecto de la edad
a la cual debíamos designar como vejez. Hace muchos años se consideraba que a los
cuarenta ya se estaba en la ancianidad —como ejemplo está aquello de que «La vida
comienza a los cuarenta»—, pero esa edad se ha ido elevando poco a poco y, en la
actualidad, el consenso general parece situarla en los sesenta y cinco, edad ésta que, sin
duda, surge de las normas de Seguridad Social de los E.U.A.
Omisión hecha de esta consideración cronológica aceptada, hay una serie de fenómenos
que son propios del período que designamos con el nombre de vejez, los cuales a su ve,
definen ese período de la vida. Tales fenómenos son externos e intraorganísmicos.
Pero, primero, quisiera plantear dos cuestiones que inicialmente me indujeron al estudio
del envejecimiento. Esas cuestiones son: 1) ¿Por qué una persona es vieja a los
cincuenta años, en tanto que otra es joven a los setenta?, y 2) ¿Por qué y cómo es
posible que una persona que ha llevado una vida armoniosa y feliz y ha conservado su

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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

equilibrio psíquico, al llegar a la ancianidad presente, por primera vez, signos y


síntomas de postración psiquiátrica?
El procurar responder a estos interrogantes hace que uno se interne por muchos caminos
cautivantes. Así, en las cuestiones que hemos planteado, se halla implícito el problema
de determinar qué es una vejez “sana”, “normal” o “afortunada”, a lo cual es probable
que no podamos responder en modo alguno, si bien no tenemos que ahorrar esfuerzos
para lograrlo. Para la consideración de tales cuestiones, por mi parte me inclino por un
concienzudo análisis de los fenómenos intrapsíquicos. Pero como, no obstante, no hay
que olvidar, descuidar ni desestimar las circunstancias extraorganísmicas, me referiré de
manera sucinta a algunas de las condiciones externas que se presentan y que involucran
íntimamente y, a veces, de modo muy particular, a los ancianos.
En primer lugar, el anciano soporta diversas pérdidas. Pierde miembros de la familia y
amigos. Esas pérdidas pueden experimentarse por fallecimiento o, en el caso de los
hijos, porque éstos se casan o se van a vivir a otra parte. Cada una de las sucesivas
pérdidas constituye una aflicción o un dolor que acarrea la consiguiente sensación de
soledad y aislamiento que el individuo aprende a dominar.
Otra de las circunstancias que afectan a la persona de edad es la pérdida del trabajo, sea
por retiro o semirretiro, la cual a su vez se traduce en menores ingresos. Tal pérdida
puede, también, significar el verse privado de status y de prestigio en particular en la
cultura norteamericana, que apunta al progreso.
Para los ancianos son de considerable importancia los cambios somáticos que se
producen inevitablemente con la edad y entre los cuales se cuentan la disminución de la
agudeza visual y auditiva, la pérdida de la elasticidad de la piel, los cambios
degenerativos en las articulaciones, las alteraciones generales que se producen en la
conformación del cuerpo y que se verifican de resultas de la pérdida o modificación de
los depósitos adiposos, los cambios que causa la menopausia en la mujer y los de
carácter prostático en el hombre, las alteraciones vasculares de todo el organismo —
sobre todo de los vasos que irrigan el cerebro y el corazón—, etcétera. Cuando estos
cambios se producen, es preciso que se verifique una variación de la idea de si mismo.
Tales variaciones referentes a la idea de sí mismo suelen exigir una gran flexibilidad en
el dominio del yo. Todas esas circunstancias se ajustan al concepto de “crisis normal”
del envejecimiento, expresión ésta que tomo de la doctora Grete L. Bibrlng
(comunicación personal) quien la utilizaba para referirse a la crisis normal del
embarazo. En la ancianidad, la crisis es mucho más prolongada y fastidiosa: es una
crisis de evolución lenta, por decirlo así.
Estas son, pues, algunas de las circunstancias que atacan y afectan a la persona de edad.
El punto principal de esta exposición, empero, no lo constituyen esas circunstancias
sino, antes bien, el tipo de estructura de la personalidad sobre la cual esas circunstancias
gravitan. Cada individuo maneja a su manera, con éxito o sin él, según los casos, esos
diversos estados, recurriendo a aquellos medios de operar, a aquellas funciones del yo
que forman parte de su carácter, de su forma habitual de conducirse a lo largo de la
vida. No dispone de ningún otro medio.
Todo intento de comprender el envejecimiento atendiendo sólo a las circunstancias
externas, con exclusión de los factores intrapsíquicos, resulta una empresa parcial
absurda. Por desdicha, hay quienes consideran los trastornos del envejecimiento
atribuyéndolos esencialmente a factores externos. Este criterio, cuando se reduce a lo
fundamental, supone que todo cuanto hace falta es rectificar las condiciones externas,
proveer a las necesidades materiales de la existencia, para que no haya anciano que,
como por arte de magia no se sienta bien.

30
Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

Por supuesto que, para nosotros, es esencial saber todo cuanto nos sea posible acerca de
la psique en la cual las circunstancias antes mencionadas suscitan respuesta. Por
ejemplo, sabemos que hay una diversidad de respuestas frente al retiro. Tenemos
noticias de que algunos retirados mueren en el término de seis meses; de otros que se
deprimen gravemente, e incluso de otros para quienes los anos transcurren con absoluta
placidez. Tomando como dato ilustrativo este mero hecho, podemos explorar ciertos
fenómenos de la vida intrapsíquica que, una vez comprendidos, nos permiten entender
mejor el significado de los acontecimientos externos.
Nos vemos seriamente obstaculizados en nuestros esfuerzos por estudiar los aspectos
psicodinámicos del envejecimiento porque nuestro material clínico ordinario —del cual
deben derivarse, inevitablemente, todas las consideraciones teóricas— es de tipo
transversal. Hay veces en que todo cuanto se posee es una entrevista, quizá varias, con
algún agregado de antecedentes efectuado por otros. A través de tales elementos de-
bemos tratar de comprender el curso de toda una vida, de modo que en esos intentos con
frecuencia interviene cierta dosis de conjeturas. Lo ideal sería, por supuesto, que los
estudios de casos fueran longitudinales. Pero, por lo que sabemos, el único caso que ha
sido así estudiado, y del cual se ha dado un informe, es el del Hombre Lobo de Freud
(1918).

Regresión

Quizás el fenómeno clínico que con más frecuencia se observa durante el


envejecimiento sea el de la regresión. Es el que más a menudo mencionan y el que con
más facilidad entienden tanto los psiquiatras como los profanos. Su importancia
intrapsíquica en el proceso del envejecimiento es tan evidente que llega a ser
axiomática. La regresión es, pues, una condición sine qua non, o sea que sin ella no hay
envejecimiento. No obstante, hay dos consideraciones, por lo menos, que es necesario
exponer: una es el juicio de valor que con tanta frecuencia lleva implícito el uso del tér-
mino; la otra, el hecho de que la regresión en el anciano no es lo mismo que la regresión
en la persona joven. Esto último exige alguna aclaración: en su condición de
movimiento u operación que se verifica dentro de la psique, la regresión como proceso,
puede no ser distinta en ningún nivel de edad, pero las circunstancias que la causan
pueden variar. Por lo demás la regresión en una persona joven puede representar algo
mucho más patológico que los procesos regresivos “normales” de la que ha llegado a la
vejez.
A través de los siglos nos han llegado referencias de que el profano ha sabido ver la
regresión al percibir una realidad a la que solía darle el nombre de período de la
“segunda infancia”. Lo ha expresado Shakespeare en los famosos versos de su obra
Como gustéis, en los que se refiere no sólo a la regresión y a la segunda infancia, amo
que también retrata las diversas identidades que se suceden durante el crecimiento, el
desarrollo y la madurez del hombre.

El mundo entero es un tablado,


y los hombres y mujeres meros actores todos
Efectúan sus entradas y salidas
y e) hombre, a su turno, representa muchos papeles
en sus actuaciones que son las siete edades.

31
Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

Al principio, el niño, que llora y regurgita en


brazos de la nodriza;
después, el escolar plañidero, con sus bolsa
y su radiante rostro matinal, arrastrándose
como un caracol,
desganado, hacia la escuela. Y, luego, e1
amante, abrasado en suspiros, con su balada
lastimera compuesta a las cejas de su dueña.
Más tarde, el soldado ahito de extraños
juramentos, barbado como el leopardo,
celoso del honor, pronto y raudo en la batalla.
que busca una pizca de prestigio
hasta en la boca del cañón. Y, después, el juez,
de hermoso y abombado vientre de buen
capón forrado, de mirada grave y
barba de adusto corte,
colmado de aforismos sabios y modernas citas,
para así representar su parte.
La sexta edad lo transforma en un polichinela
enjuto y en chancletas,
de espejuelos en la nariz montados y
zurrón al flanco
sus calzas de las mocedades, bien guardadas,
demasiado grandes
para sus desmirriadas piernas.
Y su varonil vozarrón
otra vez tórnase atiplado, como en la infancia,
y suena a pífanos y pitos. La última escena
de todas, la que concluye esta historia
peregrina plena de sucesos,
es la segunda infancia y el total olvido,
sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.

Tratemos de aclarar un poco el concepto de regresión, diciendo que se trata de una


operación defensiva del yo. En condiciones de stress y de conflicto, la persona puede
renunciar parcial o totalmente a sus deseos y, para evitar la ansiedad, retornar a sus
anteriores objetivos y apetencias. Así, por ejemplo, la persona que se enfrenta con un
deseo genital o fálico acompañado de una severa pugna respecto de algún tipo de anhelo
o de conducta que se siente como tabú, vedado, imposible de satisfacer, indecente o
riesgoso, puede regresar a los objetivos y anhelos anales u orales. El propósito es el de
alcanzar, de ese modo, cierto grado de satisfacción, de gratificación, de placer o de
equilibrio dentro de la estructura psíquica. La operación puede alcanzar diversos grados
de éxito o puede fracasar, pero el esfuerzo y la tentativa existen.
Nos es conocido el sentido patológico de la regresión, que es una defensa que no suele
caracterizarse por lo saludable. La significación malsana y patológica de la regresión
resulta obvia, en particular, en ciertas perturbaciones graves como la esquizofrenia, en
que tanto la regresión corno la fijación constituyen los caracteres más destacados de tal
trastorno. También es evidente que debemos considerar que la regresión representa di-
versos grados de salud o enfermedad. Al respecto, Kris (1952) ha señalado que la

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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

regresión puede ser utilizada en forma normal, sin que lleve el estigma de la
enfermedad, como cuando se la emplea “al servicio del yo”. O sea que, en condiciones
normales —por ejemplo, en las bromas y el humorismo— se puede regresar
momentáneamente a un pensar de proceso primario que permite que se aprecie la broma
mientras se conserva el dominio yoico del aspecto regresivo del motivo del proceso
primario. Los artistas también pueden utilizar la regresión y penetrar en su propio in-
consciente, en sus propios procesos primarios, los cuales son así empleados para la
expresión y creación artística. Estas formas de utilizar la regresión no se consideran
patológicas, si bien, entre paréntesis, debemos agregar que, a veces, el artista que entra
en tan estrecho contacto con sus procesos primarios puede tropezar con inconvenientes
cuando procura hallar el camino de regreso a los procesos secundarios más adecuados,
necesarios para una existencia sana y civilizada, hecho éste
del cual hay testimonios conmovedores por la frecuencia de los trastornos psíquicos en
la gente que se dedica a la creación artística.
Hasta aquí hemos visto los dos extremos del espectro de lo que se denomina regresión.
Pero, dentro de éste, ¿dónde podemos situar el fenómeno de la regresión del anciano?
Antes de responder a este interrogante puede su útil realizar un examen más minucioso
de los factores determinantes de la regresión en las personas de edad. Los elementos
para establecer si determinada regresión debe ser considerada patológica o no, tienen
que ser los factores que la originan.
Puede observarse, ya, que uno de los aspectos de la diferencia que existe entre la
regresión patológica y la regresión al servicio del yo estriba en lo que la regresión
origina. En el caso patológico, la regresión puede presentarse a causa de un trauma,
mientras que la no tan patológica puede verse estimulada par razones de creatividad.
En e1 anciano, la necesidad de la regresión proviene del hecho inexorable de que el
predominio genital —que es el objetivo al que se ha llegado con la madurez—
experimenta, en ese momento, una disminución de diversos grados y, a veces,
desaparece por completo. Es decir que a la persona de edad, no le queda otro remedio
que retirarse a las anteriores posiciones de la libido. Así pues, la regresión se manifiesta
por el impacto de la “crisis normal” del envejecimiento, Como la crisis del
envejecimiento, en pleno, es un estado de evolución lenta, del mismo modo la regresión
puede llevarse a cabo a paso lento, o sea desarrollarse de manera gradual, en una
marche à petit pas. Lo que puede observarse es una recapitulación en sentido inverso a
la anterior ontogenia de la madurez.
Las diferencias en cuanto al grado de regresión pueden estar determinadas por los
estados de madurez alcanzados previamente, por las primeras relaciones con los objetos
o por lo conseguido en el equilibrio de la relación narcisista con los objetos. En esto se
presenta una analogía con el enfoque teórico freudiano de la depresión y el suicidio. La
cuestión se refiere a por qué se considera que el suicidio casi no constituye problema
alguno entre los obsesivos compulsivos, los cuales, al igual que los deprimidos, se
colman a si mismos de reproches y de autoaborrecimiento. La respuesta está implícita
en el supuesto teórico de que el paciente deprimido suicida regresa al nivel oral o
narcisista, en tanto que el compulsivo no, de modo que el supuesto es que ha habido
alguna relación anterior de objeto que en el momento actual lo sostiene y no busca el
suicidio como medio de sortear un problema irremediable. Lo mismo pasa con el
anciano: el grado de regresión y, lo que es más importante, su aceptación de tal
regresión como manera de vivir, está determinado por circunstancias anteriores. Esto,
por supuesto, plantea la delicada cuestión de qué se debe entender por “buen
envejecimiento”.

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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

Los estados clínicamente observables que denominamos regresivos son aquellos en los
que se manifiestan los impulsos anales y orales, puesto que ¿por qué otra vía es posible
la retracción o la sustitución? Las preocupaciones de los ancianos por lo que atañe a la
comida y a las cuestiones intestinales, tan comunes y tan bien identificadas, son obvias
manifestaciones de la regresión que se ha producido. Que ésta puede ir acompañada de
una menor primacía de lo genital lo demuestran las referencias que se tienen de
conversaciones familiares y de bromas en las que el anciano asegura que el acto de
defecar le proporciona ahora un placer mucho mayor que el que experimentaba con las
relaciones sexuales. O en el hecho de que la menor preeminencia de lo genital y de los
deseos sexuales, así como la falta de memoria, se hallen expresadas en el chiste de aquel
hombre viejo, tan viejo, que perseguía a una linda chica alrededor de la mesa, pero no
podía acordarse por qué.
Lo que no se debe perder de vista en los fenómenos regresivos no es sólo que la
verdadera vida física sexual puede declinar como manifestación de la primacía de lo
genital, sino el hecho todavía más importante de que surjan cambios de carácter
concomitantes, según los diversos niveles de organización de la libido. Considerar la
primacía de lo genital sólo en su función manifiestamente sexual es un atentado a todo
el esquema teórico del que hablamos, además de constituir una limitación y un atentado
al conocimiento del anciano.
Si bien Freud no habló mucho acerca del envejecimiento ni escribió obra alguna
dedicada al tema, en varios de sus trabajos se encuentran dispersas algunas
disquisiciones sobre el particular. Quisiera, entonces, citar una de ellas, relacionada con
lo que nos ocupa:

Es harto sabido —además de haber dado lugar a muchas lamentaciones— el


hecho de que, después que las mujeres pierden su función genital, su carácter
suele sufrir una alteración peculiar: se tornan pendencieras, provocadoras y
despóticas, mezquinas y cicateras; o sea que se manifiestan en ellas típicos ca-
racteres sádicos y eróticos anales que antes, durante el período de la plenitud de
la femineidad, no poseían. En todas las épocas, tanto los comediógrafos como
los escritores satíricos han dirigido sus invectivas contra el “viejo dragón” en el
cual quedaban convertidas la joven encantadora, la amante esposa y la in-
dulgente madre. Es dable observar que esta alteración del carácter corresponde a
una regresión de la vida sexual a la etapa sádica y anal-erótica pregenital, en la
cual hemos encontrado una predisposición a la neurosis obsesiva. Al parecer,
pues, no sólo es la precursora de la fase genital sino, también, y con mucha
frecuencia, su sucesora, su culminación luego que los genitales han cumplido
sus funciones. (Freud, 1913, págs. 323-324.)

El concepto de caracterología en relación con los distintos niveles de la organización de


la libido exigiría clasificar una diversidad de rasgos del carácter a medida que los vemos
y conocemos clínicamente, clasificación ésta en la cual no voy a entrar en esta
oportunidad. La existencia de cambios de carácter regresivos en el anciano es harto
conocida: lo que Shakespeare llamaba “segunda infancia” involucra el campo total del
carácter y de la formación de síntomas.
Hay, empero, otra característica de la regresión del anciano que debemos mencionar. El
adulto joven puede regresar cuando tropieza con obstáculos al enfrentarse con una
situación de prueba; por ejemplo, cuando debe funcionar y comportarse como adulto
sexualmente maduro. En tales circunstancias, la regresión puede operarse en los niveles

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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

oral y anal del comportamiento La persona de edad, en cambio, se halla en diferente


situación. Cuando se produce la regresión —a causa de su menor genitalidad—, el retiro
a posiciones orales y anales tiene mi matiz distinto. La persona de edad puede haber
desempeñado bien sus funciones en los niveles genitales, y de tal manera saber —a
través del recuerdo y la experiencia—cómo ha sido y qué ha significado para ella ese
buen desempeño. En la actualidad, no obstante, tiene que adaptarse a una situación
inferior forzosa. (¿Es posible que las deficiencias de la memoria reciente estén
relacionadas con esa situación, a fin de obviar el aspecto doloroso de renunciar al tan
valorado alto nivel de madurez biológica?). Muchas personas de edad se resisten a
renunciar a la primacía genital y procuran demostrar que siguen siendo como eran antes.
Por este motivo vemos que, a veces, las personas de edad tratan de desempeñarse, tanto
en lo sexual como en sus ocupaciones, como si no hubiesen experimentado cambio
alguno, de donde el dicho popular de que “no hay nada peor que un viejo chocho”. A
veces, el esfuerzo por recuperar el terreno perdido, en particular en cuestiones
relacionadas con lo sexual, lleva a trágicas consecuencias de orden legal. En ese
esfuerzo hay, con frecuencia, insinceridad; algunas personas de edad parecen vivir en
una suerte de postimagen. En cambio, las que se avienen a aceptar los cambios
regresivos, tanto físicos como psíquicos, puede decirse que disponen de un factor
activo, necesario para lo que se conoce con el nombre de buen envejecimiento. Es muy
probable que el ideal del superyó y del yo determinen de manera importante el curso del
envejecimiento, sea éste afortunado o desafortunado.

Intemporalidad del inconsciente


(persistencia y retorno de lo reprimido)

Es necesario abordar este fenómeno psicológico junto con el de la regresión, en razón


de estar ambos estrechamente ligados —lo cual no significa que sean la misma cosa,
puesto que no lo son. Cuando se produce la regresión, el material reprimido con
anterioridad puede tornarse consciente.
Por el contrario, muchos son los materiales impulsivos que nunca se han reprimido y
han continuado conscientes durante toda la vida, pero que en el período de la existencia
en el que lo normal sería que fueran reprimidos, no lo son. Esto resulta patente, en
especial, por lo que atañe a los impulsos sexuales. En el período de la vida en que el
impulso sexual no es fisiológicamente practicable, sigue vigente, empero, una vida
imaginaria activa que guarda poca o ninguna relación con la realidad exterior. Por eso,
la mujer que desde la pubertad había experimentado fobias respecto de que pudieran
agredirla o violarla mientras caminaba por la calle, manifestó ese mismo temor (y
deseo) fóbico a los setenta años. Hace poco, un diario norteamericano publicó la noticia
de que un hombre de setenta y ocho años había matado a otro de resultas de una riña por
los favores de una muchacha amiga de ambos.
Algunos de los trastornos paranoides que se presentan en los ancianos ponen de
manifiesto la misma intemporalidad de la vida sexual imaginaria, en ciertos casos
llevada a limites absurdos, como en el caso de aquel anciano de ochenta años que se
sentía preocupado por el temor ilusorio de que su mujer, también de ochenta años,
pudiera agradar a otro hombre y traicionarlo en la práctica.

35
Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

A título ilustrativo, tomamos del doctor Linden (1953) un pasaje en el que, en forma
gráfica e interesante, se puede apreciar esa circunstancia:
— Elena: Vamos, Susana; no niegues que andas dc devaneos con todos los muchachos.
— Susana: No es cierto. ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¡Yo tengo mi dignidad! Tú eres
la que siempre andas diciendo que estás por casarte. (Regocijo general.)
— Berta: Tal vez lo de Elena sea cierto; pero yo te he visto a ti, ahí afuera, en el banco,
con ese pintor, haciéndole ojitos y coqueteándole. Todos los días, durante el almuerzo
estás con él. Pero no te lo reprocho: es bastante bien parecido.
— Susana: ¡Oh! No pudiste haberme visto porque no lo he hecho. Doctor: supongo que
no les creerá. Están inventando. Lo que quieren es burlarse.
— Elena: ¡Oh, vamos! No trates de parecer un ángel ante el doctor. Desde hace un
tiempo te vistes de manera despampanante, te has hecho peinar dos veces en el salón de
belleza y te pones todas tus joyas. No nos vas a engañar.
— Susana: Son todas fantasías tuyas. ¿Cómo crees que pueda pensar en serio en ese
pintor...? Si es el que tú dices, ¡vaya!, es demasiado viejo para mí. ¿Por qué no me dejas
en paz y te fijas en ti misma? Eres tú la que tendría que dar muchas explicaciones.
Anda, cuéntale al doctor lo que me dijiste ayer. (Regocijo general.)
— Elena: (Ruborizada, pero sonriendo.) De acuerdo; se lo cuento si tú también le
cuentas lo que me has dicho. (Ambas ríen entre dientes.)
— María: ¡Oh, las dos se comportan como chiquillas! Después de todo, ¿qué tiene de
malo que les guste algún hombre? ¿Acaso no es normal? Me parece que a estas alturas
de la vida podríamos encarar estas cosas y hablar de ellas sin simular que no tenemos
tales sentimientos.
— Mafalda: Lo mismo siento yo. A mí no me da vergüenza decirle a todo el mundo que
me gustaría casarme. A usted, doctor, tal vez le parezca ridículo, pero así lo siento en
verdad. Pienso que ese momento no llegará nunca, pero sueño con eso.
Bien podría pensarse que esta conversación se hubiese desarrollado entre adolescentes,
pero lo cierto es que Elena tiene setenta años; Susana, setenta y siete; Berta, sesenta y
cinco; María, sesenta y ocho, y, Mafalda, setenta y seis.
El inconsciente es intemporal, sin duda, lo mismo que los impulsos y los deseos
instintivos. A propósito de lo que acabamos de ver, parece adecuado parodiar una
famosa frase: “Los viejos anhelos nunca mueren, ni siquiera se desvanecen”.
Hay algo de desesperado e inútil en ese perseverar de los ancianos en sus actividades de
tiempos pasados: su conducta es más una postimagen que una cosa auténtica.
Shakespeare pensaba en esto, sin duda, cuando dijo: “¿No es extraño que el deseo pueda
sobrevivir durante tantos años a la capacidad de acción?” (Enrique IV, Parte II).
La imagen del anciano en su lucha ilusoria por una actividad fundada en la experiencia
anterior, debe ser aclarada al menos en un aspecto, relacionándola con lo que ya hemos
dicho acerca de la regresión. Sobre el particular. dos son los puntos que interesan: l) la
conducta no realizable en la práctica puede presentarse una vez que aparece la
regresión, y 2) tal conducta puede aparecer cuando se desconoce la necesidad del
cambio regresivo y, en consecuencia, se lo sobrecompensa. Esto me trae a la memoria a
una mujer de cincuenta y cinco años a la que atendí hace algunos años. Su aspecto,
cuando vino a consultarme, era por demás raro: su forma de vestir era harto llamativa y
nada acorde con su edad, tenía el rostro cargado de afeites —lápiz labial, sombra de
ojos y otras tinturas— y tenía unas maneras esquivas y coquetas. La explicación de su
aspecto y forma de ser surgió al enterarme de que, a los dieciocho años, habla sido una
muchacha en verdad hermosa y había ganado un concurso de belleza. La gratificación
narcisista derivada de su triunfo no la había abandonado jamás y se había esforzado,

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Psicología Normal de la Vejez N. E. Zinberg y I. Kaufman

durante todos esos años, por conservar la imagen de sí misma, es decir la de una
muchacha hermosa y admirable, posición ésta incompatible con la realidad y, en
consecuencia, plena de sufrimiento y de desesperanza.
No sólo se trata de los anhelos inconscientes y de la intemporalidad de los impulsos,
sino también de los distintos mecanismos de defensa y de adaptación que utiliza la
psique para encontrar y mantener un estado de equilibrio. En este campo de las
funciones del yo es donde vemos lo que llamamos carácter y rasgos de carácter que se
conservan durante toda la vida, sean esos elementos caracterológicos saludables o
enfermizos. A propósito de esto, recuerdo haber atendido a un anciano de setenta y
nueve años, de cuyos antecedentes me enteré a través de informaciones personales. No
había pasado año alguno sin verse envuelto en algún pleito y, desde su juventud, había
sido considerado paranoide. A la edad en que lo vi, varios psiquiatras habían
dictaminado su incapacidad mental y aún se le diagnosticaba paranoia. En ocasión de la
consulta seguía preocupado con muchas ideas paranoides, pero estaba mucho más
tranquilo en cuanto a ellas y se hallaba más o menos resignado a comprender que muy
poco podía hacer para que quienes lo rodeaban creyeran en sus ideas, ideas que
involucraban a su hija, al abogado de ésta y a ciertos planes comunitarios. De algún
modo había ablandado y puesto sordina a su paranoia, pero aún la tenía. Años más tarde
recibí un llamado suyo y vino a verme. Por entonces ya tenía noventa años. Estaba
mucho más delgado y avejentado, achacoso, encorvado, y caminaba con suma lentitud.
Su voz, fuerte, sonora y firme a los setenta y nueve años, ya era débil y apenas audi-
ble..., pero su manera de pensar no había cambiado aún era paranoide y todavía quería
probar sus acusaciones contra su hija y el letrado de ésta.
La intemporalidad, pues, abarca al inconsciente, a lo que queda reprimido en él; abarca
los impulsos y los deseos relacionados con ellos. y abarca los mecanismos de defensa y
de adaptación del yo.

Independencia

Otro fenómeno que se presenta en las personas de edad en forma intensa y con pasmosa
regularidad —y. a veces, en las condiciones más inverosímiles —es el deseo de ser
independiente. El primer contacto que tuve con este fenómeno fue durante un trabajo de
investigación sobre problemas comunitarios de la vejez con casos que se estaban
tratando en un organismo de servicio social. Si bien me sorprendió el ver la lucha por la
independencia cuando por vez primera la advertí, desde aquel momento supe que era
algo conocido de los observadores no profesionales.
En las circunstancias físicas más adversas, de privaciones económicas y de aislamiento
de los demás, esos ancianos insisten continuamente en ser lo que ellos llaman
independientes, rehusándose a ser atendidos y a toda relación de dependencia. Así
ocurría con un hombre de más de setenta años afectado de una severa irregularidad
cardiaca con frecuente descompensación, cuya respiración era dificultosa y que se
hallaba tan incapacitado que apenas podía caminar a veces, individuo éste que vivía en
un departamento de un cuarto paso en un edificio que carecía de ascensor Así pues, se le
hizo notar que para él era peligroso ese subir y bajar cuatro tramos de escaleras y que
debía aceptar la contribución económica de sus hijos con la cual podría alquilar otro
departamento en la planta baja. No obstante, rechazó la propuesta aduciendo que quería
ser independiente. De modo que se mantuvo en que, de aceptar algún favor, lo único
que quería era que le instalasen un teléfono para poder llamar al médico en caso de

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necesidad urgente. Este es sólo un ejemplo entre otros muchos. Estos individuos, en
todos los casos, preferían llevar una vida dura y de privaciones para mantener lo que
para ellos era la imagen de su propia independencia.
Esta observación clínica tan frecuente merece un estudio más detenido. De resultas del
análisis de una serie de casos, surge que hay una cantidad de determinantes que causan
lo que, clínicamente, parece constituir el ansia de independencia. La palabra
independencia es la que emplean los pacientes, lo cual no significa que sea el término
exacto porque, corno veremos, esa independencia puede ocultarse detrás de la rebeldía y
la dominación, etcétera.
La clasificación siguiente no es de aplicación exclusiva al envejecimiento, sino que
también corresponde a los diversos niveles del desarrollo. No obstante, parece convenir
en particular cuando se trata de ancianos.

1. La independencia como proceso de


maduración normal:

No hay que olvidar que el deseo expreso de independencia puede tener un sentido real y
que puede estar basado en la forma de maduración del individuo a lo largo de su vida.
Esa independencia es genuina, guarda relación con el objeto y produce una sensación de
bienestar y poca o ninguna ansiedad.

2. Significaciones diversas del concepto


de independencia

a) La noción de independencia puede estar unida al concepto de fortaleza y negar


la debilidad y el desamparo.
b) En relación con esto se halla la identidad entre independencia y juventud.
Afirmarse en la independencia constituye un esfuerzo por negar la condición de
anciano.
c) En este mismo grupo se encuentra la identidad de la independencia —que
representa la actividad o movilidad como característica de la vida— con el estar vivo, el
contacto con las fronteras del yo, mientras que la pasividad se trueca en disolución del
yo y amenaza de extinci6n. Afirmarse en la independencia, por tanto, es afirmar que
uno está vivo. (Este punto especial requiere un tratamiento teórico mucho más amplío
que el que aquí podemos darle.)
d) Afirmar la Independencia puede ser un recurso de compensación para combatir
sentimientos de inferioridad e inadaptación que, si bien pueden haber estado siempre
presentes, en ese momento se exageran por la real declinación física y psíquica. Tales
personas tienden a volverse perentorias en exceso, rebeldes y dominantes. Este punto
guarda estrecha relación con el 2 a).

3. Maneras de utilizar la independencia y efectos


secundarios que produce:

a) Afirmarse en la independencia y, de tal modo, rechazar los esfuerzos de los


demás por ayudar y, de resultas de esto, vivir en un estado de privaciones, puede generar

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preocupación, culpa y ansiedad en ellos, sobre todo en los hijos del individuo. Es, por
tanto, un acto inconsciente de hostilidad y punición
b) Esta capacidad de suscitar ansiedad y culpa en los demás al afirmarse en la
independencia, satisface otra necesidad. Hay mucha gente que nunca ha sido capaz de
expresar o de sentir apego o ternura por otros, aunque fueran sus propios hijos, de
manera realmente madura. No es raro, en modo alguno, que tales personas contraigan y
mantengan una relación, aun cuando en ella se eludan el apego y la ternura. De este
modo se tiene a los hijos —que suelen ser el blanco de talos maniobras —en un estado
de constante intranquilidad y suspensión, de suerte que no resulta posible desentenderse
del anciano ni dejar de atenderlo.
c) El anhelo de independencia puede permitirle al anciano impedir ser explotado
por los demás, en particular por sus propios hijos, tanto por lo que atañe a sus servicios
como a sus bienes materiales. Como refería cierta anciana, su hija siempre le había ido
con problemas para pedirle ayuda, de modo que le parecía que ya era hora de deshacerse
de esa pedigüeña. “No quiero ser más su esclava”, decía. De manera parecida se expre-
saba otra mujer, diciendo que no quería vivir en compañía de sus hijos porque temía que
la explotaran como a una niñera. Esta maniobra puede constituir una proyección así
como un deseo do dependencia
d) EI individuo obsesivo-compulsivo que necesita apartarse dc los afectos y de los
vinculas con los demás, puede exigir su independencia.
e) Algunas personas de edad mantienen su independencia por el temor que pueden
infundir a los demás estando en situación de dependencia. En este caso, el individuo de
edad puede tratar de apartarse de ciertas normas convencionales a fin de asegurarse la
aprobación y la aceptación de los otros.
f) La independencia puede constituir realmente una antidependencia.

Problemas referentes a los conceptos


de impulso y energía

Existe un supuesto tácito y generalmente aceptado respecto de que, en los ancianos, los
cuantos de energía y la energía del impulso disminuyen. Habría, sin embargo, que
analizar con suma atención tal supuesto para tener la certeza de que es así o para
modificar o corregir, en caso necesario, nuestros conceptos en un campo de tanta impor-
tancia. Es cierto que cabe dudar y tomar con reservas la validez del supuesto de que los
impulsos decrecen a medida que se tiene más edad, pero la cuestión todavía no ha sido
ventilada. Veamos ahora, sucintamente, algunos de los aspectos relacionados con esto.
En primer lugar —y retrocediendo a una etapa cronológica distinta del crecimiento—
tenemos por costumbre hablar de una mayor manifestación de los impulsos instintivos
en el adolescente. Al respecto, Anna Freud (1936) puntualizó que, después de la
infancia, “comienza un período de latencia, Con una declinación condicionada a lo
fisiológico en cuanto a la fuerza de los instintos [...]”; y que, después de este período de
latencia, vienen la pubertad y la adolescencia, etapa en la cual “no se registra ningún
cambio cualitativo en la vida instintiva, pero aumenta la cantidad de energía de los
Instintos. Este incremento no se limita a la vida sexual. Hay más libido a disposición del
ello, la cual surte de energía, de modo indiscriminado, a todos los impulsos de éste que
se presentan”.
Una de las cuestiones que se plantean al tratar de determinar todo aumento relativo de la
cantidad de energía instintiva es la de la metodología, puesto que no hay manera de

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calcular con precisión tales cantidades. Las estimaciones del aumento o disminución de
los impulsos se basan, sobre todo, en la conducta y en fenómenos clínicos.
En el caso del adolescente, que por lo común se halla en algo así como una turbulencia
psíquica, la conducta, en cuanto a lo motor, connota algo que interpretamos como un
incremento del impulso.
Puede observarse, así, que en el adolescente hay un pronunciado aumento del interés
por las cuestiones sexuales; que hay un cambio de las organizaciones pregenitales en
primada genital, con un evidente juego sexual genital, mayor interés por el sexo opuesto
y un marcado incremento de las aficiones intelectuales y filosóficas así como del interés
por las cuestiones mundanales. Los conflictos de independencia-dependencia, rebelión y
sumisión, son importantes y son actuados de muchas maneras, en ocasiones de modo
peligroso. Pero, ¿significan estas conductas un incremento de la cantidad de impulso?
De ser así, el niño que chifla cuando tiene hambre también manifiesta una gran cantidad
de impulso. Y, si por otra parte. el niño tiene una elevada intensidad impulsiva. ¿Por
que se piensa que, en la adolescencia, hay un incremento del impulso? ¿Ocurrirá, acaso,
que la intensidad del impulso es la misma, pero que, en el adolescente, a causa de una
mutación en cuanto al acento, observamos manifestaciones no ya de un incremento del
impulso sino, más bien, de nuevas situaciones conflictivas? Las manifestaciones cínicas
pueden no ser consecuencia de un incremento del impulso, sino de una alteración del
equilibrio anterior, alteración que exige una determinación que, a su vez, supone una
considerable agitación. Este aspecto no le pasa inadvertido a Anna Freud en su formi-
dable exposición acerca de la adolescencia.
Visto esto de otra manera, lo que puede ocurrir es que el yo, con todas sus defensas y
adaptaciones, maneje los impulsos de un modo que impida y resista las evaluaciones
(por ejemplo, en el período de la latencia, las defensas son fuertes y los impulsos
permanecen refrenados). En el caso de la personalidad obsesivo-compulsiva se verifica
un proceso similar en el cual las defensas de aislamiento y de formación reactiva
producen la impresión de sosiego y ecuanimidad. Sabemos, empero, lo incorrecta que es
esa apreciación de la cantidad de impulso, puesto que lo compulsivo logra un equilibrio
que en gran parte se basa en la inhibición del impulso. El grado de inhibición es la
medida del grado del impulso en una proporción aproximada de 1:1, o sea que el grado
hasta el cual se utiliza la inhibición es más o menos equivalente al grado del impulso
instintivo que se inhibe. La personalidad compulsiva se percibe como la “caricatura de
la ecuanimidad”, como bien la define Brenner (1955) en tanto que cabe decir lo
contrario respecto del carácter impulsivo o de la agitada existencia de ciertos tipos de
personalidad histérica.
¿Qué relación tiene esto con el problema de la cantidad de impulso en el anciano?
Como ya hemos dicho, se da por cierto que el impulso y la energía merman en el
anciano. Se supone tácitamente que los impulsos decrecen de manera gradual hasta
llegar a un punto en que sobreviene la muerte corno inevitable e inexorable
consecuencia. Es, sin duda, una realidad clínica que los intereses sexuales disminuyen
con la edad, pero los fenómenos de regresión oral y anal que parecen reemplazarlos
llevan en si una cantidad de impulso no desdeñable, hecho éste que también se patentiza
clínicamente en la intensidad del interés en las funciones orales y anales. ¿Hay en
realidad, entonces, una disminución de los impulsos, o lo que existe es un cambio de
interés en el que la cantidad del impulso se mantiene idéntica?
El problema se complica por el hecho de que hace falta energía para mantener el
equilibrio defensivo o de adaptación. Así pues, Gitelsorl (1948) señaló que “la
decadencia de las fuerzas de adaptación que se produce con la edad está en relación con

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el debilitamiento de las defensas contra los impulsos instintivos”. Como resultado de


esto es dable observar una cantidad de grandes trastornos psiquiátricos. Pero, siendo así,
lo que parecería ocurrir, entonces, es que las defensas se debilitan en tanto que la
intensidad del impulso se conserva igual. ¿O será que los impulsos y las defensas
pueden disminuir al mismo tiempo? En tal caso, tiene que haber un relativo
desequilibrio entre ambos, porque, si no, los síntomas no serian posibles. Otra de las
cuestiones se refiere al problema de las fuentes de energía de las defensas mismas. Si las
defensas se debilitan, los impulsos tienen que haber disminuido también. Por mi parte,
no conozco las respuestas correspondientes a las cuestiones que se planteado. Sólo las
formulo para que se las tenga presentes y con la esperanza de que, con nuestros estudios,
podamos encontrar algunas de tales respuestas.

El papel de consultor

Es inquietante pensar que la regresión pueda constituir sólo algo morboso, porque eso
significa, en esencia, que toda senilidad es mórbida. La cuestión puede dar lugar a
discusión porque, de ser así, con toda razón podríamos considerar a los ancianos, tanto
en lo biológico corno en lo psicológico, como elementos sociales indeseables y
patológicos. Tal cosa, empero, no ocurre, si bien las actitudes hacia la vejez varían
según las distintas culturas. Al hablar de la regresión, ya hemos procurado dar alguna
respuesta a ciertos aspectos de la cuestión que se plantea en cuanto a si la senilidad
equivale a morbo, de modo que ahora quisiera agregar algo respecto de la identidad del
yo en el anciano, la cual constituye un estado más positivo que la aceptación, con cierta
ecuanimidad, de nuestros propios cambios regresivos.
Lo que sigue se basa en el pensamiento dc Erikson (1959), expuesto en su obra Identity
and the Life Cycle [La identidad y el ciclo vital], en la cual, en síntesis, presenta una
clasificación de las diversas edades a partir de la infancia y pasando por la adolescencia,
la juventud, la edad adulta y la madurez. Para cada una de estas edades, Erikson señala
una identidad específica. Por ejemplo:
“El niño, dentro de la multiplicidad de las identificaciones sucesivas y provisionales,
comienza desde pequeño a formarse ideas de cómo ha de ser volverse viejo y de cómo
será la sensación dc haber sido joven, ideas éstas que van formando parte de una
identidad a medida que, paso a paso, se van verificando en las experiencias decisivas de
la ‘acomodación’ psicosocial (pág. 114).
Dejando a un lado, por el momento, el problema de su clasificación que se refiere a la
duración, comenzaremos por la edad adulta, etapa que comprende la organización
genital de la libido e involucra la capacidad de consumar relaciones sexuales con el sexo
opuesto así como la aptitud para cl amor, la amabilidad y la ternura o, en otras palabras,
para una madura relación objetal. Esta etapa, a la que llama de “intimidad y
distanciamiento versus egocentrismo”, ofrece un espectro que va desde la salud hasta la
morbosidad.
La etapa siguiente es la de la “generatividad versus estancamiento”. La generatividad
tiene que ver can la paternidad, con la producción y cuidado de la descendencia. Sus
fuentes, en realidad, abarcan muchas facetas sublimadas, adecuadas no sólo para el
cuidado de los hijos propios sino, también para la generación futura. Por esto, los
artistas y poetas trabajan no sólo para la sociedad de su tiempo, sino, también, para la
generación siguiente, es decir para la posteridad.

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Respecto de la edad madura, Erikson propone los conceptos de “integridad versus


desesperación y disgusto”, que define como “la aceptación de nuestro propio y
exclusivo ciclo vital y de las personas que dentro de él han tenido importancia, como
algo que ha debido ser así y que no admitió posibilidad alguna de alteración” (pág. 98).
Quisiera señalar un concepto que podría ser un corolario o una extrapolación de la
clasificación de Erikson en cuanto atañe a la ancianidad. No sé con certeza a qué grupo
de edad se refiere Erikson en el rubro ‘edad madura’, pero de todos modos, y cualquiera
que aquél fuere, existe un concepto importante para la imagen e identidad de la inte-
gridad en la vejez. A este concepto lo llamaré “papel de consultor”, con el cual quiero
designar, de manera específica, el rol, la identidad que asume el anciano en la relación
con quienes le rodean, con los más jóvenes, que son los que estadística y fatalmente
conforman la mayoría.
El papel de consultor implica que la persona de edad. por el hecho de haber vivido y
sobrevivido toda una vida, ha medrado en experiencia, práctica, discernimiento, criterio,
sabiduría, etcétera, en virtud de lo cual se halla en condiciones de acudir en ayuda de los
demás como filósofo objetivo, por decirlo así. Estas implicaciones no son hechos
objetivos, por fuerza, respecto de ninguna persona de edad. La suposición de que esto es
así suele provenir, explícita o implícitamente, del anciano y de quienes lo rodean. Para
no tener que abordar el problema que supone emitir un juicio de valor respecto del
“consejero”, aclaremos que no es éste el punto fundamental al que nos referirnos. Para
nuestros fines, lo mismo da que el consultor sea bueno o malo, puesto que no se trata de
una cuestión de capacidad.
Un ejemplo simple y bien conocido de la supuesta identidad del papel de consultor lo
constituye que a la persona de edad se le pregunta a qué atribuye su longevidad. A esto
se da siempre una respuesta, respuesta que habitualmente corresponde a una consulta de
los demás; o sea que se señala una forma de vida que, en la opinión del anciano, y según
sus años de experiencia, explica cómo ha llegado a vivir tanto, con la esperanza de que
los demás puedan, a partir de ese momento, proceder de igual manera y así encontrar el
camino hacia una avanzada ancianidad. Respecto del valor de tales respuestas, a veces
nos enteramos de absurdidades diametralmente opuestas, como es aconsejar que jamás
se beba whisky o que se ingiera todo lo que se desee. El quid no estriba en que se dé una
buena o una mala respuesta, sino en que se solicite tal respuesta y en que se la dé. Lo
cual queda configurado el papel de consultor de la persona de edad.
Otro ejemplo de tal función de consultor lo tenernos en la actuación de Bernard Baruch,
el famoso financiero y consejero de presidentes de los E.U.A., quien a los ochenta y
tantos años se sentaba en un banco de plaza de Nueva York a donde concurrían grandes
y medianas personalidades para consultarlo corno a un oráculo acerca de las cuestiones
mundiales. En general, la función de consultor se acepta y se adjudica a ciertas clases de
personas a quienes la sociedad trata, por lo común, con tal distinción, como por ejemplo
a jueces, médicos, maestros, científicos y “presidentes de directorios”
En cierto sentido, la etapa de consultor es una prolongación de la etapa de generación,
pero sin las responsabilidades concomitantes. La preocupación e interés por los hijos de
los demás, sin la correspondiente responsabilidad, es algo que con frecuencia se observa
en la relación de los abuelos con los nietos. No es distinto lo que ocurre con el papel del
médico consultor, quien da su opinión respecto de alguna cuestión profesional, pero
deja en manos del médico consultante la responsabilidad de atender al paciente.
La fuerza motivadora de esta función de consultor todavía no resulta clara. Se trata,
empero, de una cuestión que exige mayor estudio para saber si está determinada
biológicamente, si es una consecuencia psicológica y una posterior evolución de estados

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psicológicos previos, si constituye una ocupación determinada por lo social, o si es una


combinación de todas esas cosas.
Los fundamentos de la función de consultor parecen estar dentro de la estructura de la
organización generadora, lo cual se puede observar en los niños que desempeñan ese
papel, como ocurre cuando el hermano mayor toma a su cargo al menor, lo aconseja y lo
orienta. Al parecer, los niños no sólo tienen tendencia a practicar los juegos de
procreación, como sucede con las distintas formas del juego sexual, sino, también,
juegos en que representan roles de generación y consulta, corno es jugar a la familia.
Muy halagado me he sentido al encontrar la confirmación de mi tesis respecto de la
función de consultor, en De senectute, de Cicerón: “La vejez, especialmente cuando es
honrosa, ejerce tan grande influencia que vale más que todos los placeres de la
juventud”.
Cuando la función consultora puede desempeñarse con inteligencia, constituye un factor
importante en el envejecimiento feliz. En cambio, cuando no se puede vivir en
consonancia con el rol, es posible observar un “colapso de la autoestima” —según la
expresión de Edward Bibring (1953)— y pueden seguirse distintas reacciones de
depresión. En otras palabras, cuando se alcanza la función de consultor, la satisfacción y
el placer que de ello se derivan contribuyen con un factor, entre otros, que le permita a
la persona de edad manejar las involuciones fisiológicas y las regresiones psicológicas
que inevitablemente se presentan. Esto puede significar, de modo especial, una sustitu-
ción de la perdida primacía genital.

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