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TALLER SEGUIMIENTO DE LECTURA

LOS HOMBRES INSVISIBLES DE MARIO MENDOZA GRADO 9º


“…De nuevo el colombiano acude al concepto de fuga para enraizar la trama de su novela: “me obsesiona
la idea del hombre que sale a comprar cigarrillos y nunca vuelve empujado por fuerzas de
extraterritorialidad”. En este sentido, Mendoza está convencido de que “todos hemos sentido alguna vez
la tentació n de escapar al mirar por la ventana de casa”. Es lo que hace Gerardo, protagonista de “Los
hombres invisibles”, aplicando un verso navajo que al escritor le cambió la vida y que reza:”Salta, ya
aparecerá el piso”.Tomade de: https://www.europapress.es/cultura/libros-00132/noticia-escritor-
mario-mendoza-plantea-hombres-invisibles-posibilidad-saltar-vacio-20071009181105.html

1. A partir del proceso de lectura de la novela, ¿có mo explica la frase con la que cierra el anterior
fragmento?

2. Es bien sabido que la literatura es el reflejo de la sociedad que la produce, en este sentido, Los
hombres invisibles, aborda también temas recurrentes de una nació n atravesada por la guerra y el
conflicto interno.

El siguiente texto es el prologo del Informe nacional de memoria histó rica: una nación secuestrada,
realizado por el Centro nacional de memoria histó rica.

Prólogo

El secuestro es tal vez una de las modalidades criminales que ha tenido mayor resonancia en el país,
particularmente en la etapa contemporánea del conflicto. Tiene una proyección pública asociada al cruce de
múltiples factores, a sus transformaciones en el tiempo y a sus variables magnitudes.

El secuestro no ha sido un fenómeno adjetivo sino sustantivo de la guerra en Colombia.

Destaquemos, pues, en primer lugar que en el imaginario de nuestra sociedad y en la comunidad internacional
se le distingue no solo como una de las modalidades delictivas que caracterizan la confrontación armada que ha
sufrido Colombia durante los úl- timos 60 años, sino quizás como uno de los sellos distintivos de la guerra en
Colombia. Visto desde la perspectiva de las víctimas, o de los perpetradores; o desde los ámbitos social y
jurídicos; o desde la razonabilidad estadística; el secuestro es un elemento central para entender la dinámica
global del conflicto armado en Colombia.

A partir de los años 70, y especialmente de los años 80, adquirió en Colombia, una sorprendente magnitud. De
la mano de la gue- rrilla del M 19 inicialmente, esta modalidad de violencia fue rei- vindicada por las guerrillas
como un instrumento de guerra con- tra una minoría opulenta y poderosa o corrupta. Inspirados en las cárceles
del pueblo de los tupamaros uruguayos y los montoneros argentinos, los guerrilleros del M 19 realizaron
secuestros de figuras sociales y políticas como el líder sindical José Raquel Mercado, el gerente de Indupalma
Hugo Ferreira, o la audaz toma de la sede de la embajada dominicana, con el propósito de denunciar ante el
mundo los rigores del Estatuto de Seguridad. Eran accio- nes enmarcadas en un discurso reivindicativo, de
repartición for- zada de los beneficios sociales y de castigo a los símbolos de poder político. Cultivaban una
imagen de modernos Robin Hoods.

Progresivamente, sin embargo, el secuestro fue adquiriendo un sesgo extorsivo que habría de llevar a un
envilecimiento irreversi- ble del conflicto y sus actores. En este contexto, a diferencia de las guerrillas
centroamericanas, que financiaban sus actividades con el apoyo voluntario de las bases sociales donde actuaban,
las gue- rrillas colombianas tuvieron desde sus tempranos años una débil conexión con las sociedades locales, o
tropezaron con la renuen- cia de estas a cargar con los costos crecientes de la guerra.
En consecuencia, y este es un segundo punto, el secuestro se universalizó en varios sentidos: los perpetradores
hicieron vícti- mas de esta conducta criminal no sólo a los pudientes sino tam- bién a los pobres/a los
ciudadanos del común pero también a los políticos y funcionarios de todas las jerarquías y en números
sorprendentes; a los miembros del gobierno pero también a los de la oposición, de hecho a todas las fuerzas
políticas, aunque en diferentes grados, desde luego; a las comunidades étnicas, acadé- micas o religiosas; a
todas las edades/a todas las regiones; a los nacionales como a los extranjeros. El resultado fue un sentimien- to
colectivo de vulnerabilidad, que se acrecentó con las llamadas “pescas milagrosas”, y despertó un reclamo
desesperado de segu- ridad que muchos sectores le endosaron al paramilitarismo. Por supuesto el
paramilitarismo no se puede reducir a un mecanismo reactivo frente al secuestro, pero sí cuenta mucho en la
rápida expansión de esa otra perversión de la guerra colombiana: la ge- neralización de la justicia privada.

En tercer lugar, el secuestro degradó la guerra. Uno de los re- sultados catastróficos para la guerra y para la
propia insurgencia fue que el secuestro rompió la línea de diferenciación de los acto- res armados con la
delincuencia común. La insurgencia se camufla a menudo en la delincuencia común para evadir la autoría de los
secuestros y el consiguiente repudio público, y la delincuencia común se camufla en la insurgencia para
intimidar a sus víctimas y a sus familiares, y en uno y otro caso lo hacen para desviar la acción policiva o
judicial. Llegó a establecerse incluso un nexo orgánico entre la insurgencia y la criminalidad organizada, que
pasó por arreglos como el de que la delincuencia secuestrara para venderle luego las víctimas a las guerrillas, en
este mercado de muerte, que aún no termina. El entrelazamiento de guerrillas y delincuencia común disparó el
secuestro y lo hizo cada vez más oprobioso. Esto hizo que las guerrillas comenzaran a luchar cada vez más a
contracorriente por la politización, pues su práctica co- tidiana del secuestro anulaba esa pretensión de
reconocimiento del sentido político a sus acciones. Al mismo tiempo, en el plano normativo, se producía una
clara involución del secuestro como delito político, que pasaría a ser catalogado como crimen de lesa
humanidad que atenta contra la dignidad humana. En cuarto lugar, el secuestro se volvió el signo de la crueldad
de la guerra. Está asociado a imágenes imborrables de cadenas, campos de concentración, cavernas degradantes,
soledades irre- sistibles.... a tal punto que hoy tenemos relatos como el del par- lamentario José Eduardo
Gechem que le hablaba a los árboles, en los cuales encontraba interlocutores silenciosos. Y es posible encontrar
relatos, aquí y allá, del hijo que no pudo regresar al entierro de sus padre o su madre, del niño que creció sin el
afecto cotidiano, o del hijo nacido en cautiverio...o de los que se que- daron esperando el encuentro que nunca
llegó. Tal vez la mejor definición de esa experiencia traumática, es la que nos ofreció hace unos años Emilio
Meluk, cuando nombró el secuestro, como una muerte suspendida. El secuestro digámoslo claro, barbarizó la
guerra en Colombia. Por último, es mi quinto punto, se puede decir que de alguna manera la insurgencia perdió
la guerra en el ejercicio rutinizado del secuestro. La guerrilla se echó a la sociedad encima y trastocó
irremediablemente su inicial vocación social. En lugar de seducir, la guerrilla optó por hostigar, esquilmar
poblaciones... y por esa senda se metió en una sin salida...intentó sustituir el secuestro con la droga, pero esta
terminó siendo simplemente un ingreso complementario, no sustituto. Del secuestro reivindicativo, al se-
cuestro carga impositiva y finalmente al secuestro agresión a la sociedad, he ahí el ciclo catastrófico de este
delito, hoy de lesa hu- manidad, propiciado y ejecutado por todos los grupos armados, incluidos los
paramilitares, aunque en diferentes proporciones.

Más allá de las razones que se puedan invocar, el modo de ha- cer la guerra se volvió un elemento sustantivo de
la guerra. Has- ta podría decirse, como lo intuían los centroamericanos, que el modo de hacer la guerra en
Colombia se convertiría algún día en la imposibilidad de prolongar la guerra.

Para salir de este laberinto, lo mejor que le puede pasar hoy a la guerrilla es negociar. Y por supuesto lo que
más le interesa a la sociedad es el fin de la guerra, para que la denigrante práctica del secuestro no se vuelva a
repetir.

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