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~ Eduardo Antonio

novela
EDUARDO ANTONIO PARRA

Nostalgia de la sombra
novela
Para Claudia Guillén,
luz entre las sombras

El autor agradece el generoso patrocinio


de la J ohn Simon Guggenheim Memorial Foundation,
gracias al cual pudo escribir parte de esta novela.

COLECCIÓN:
Narradores contemporáneos

Diseño de colección: Marco Xolio /lumbre


Portada: Warp Zone

© 2002, Eduardo Antonio Parra


Derechos Reservados
© 2002, Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V.
Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V.
Avenida Insurgentes Sur núm. 1898, piso 11
Colonia Florida, 01030 México, D.F.

Primera edición: agosto del 2002


ISBN: 968-27-0870-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta,


puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna
ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.
Uno

Nada como matar a un hombre. La frase resuena en las paredes


de su cráneo y Ramiro reconoce bajo la piel un ligero aumento
en la temperatura sanguínea. Es la única manera de saber que
valió la pena venir a este mundo. Camina lento, con cuidado, aco-
modando sus pasos a la superficie irregular de la banqueta mien-
tras esquiva a los traficantes de facturas y documentos, a los
mendigos, a los puesteros que mantienen la calle en estado de si-
tio. No ve los rostros de quienes se apresuran a guarecerse en
los portales a causa de los ronquidos del cielo y las ráfagas de
aire acuoso: avanza con la mirada baja entre los vapores de las
fondas, concentrado en el pensamiento que se repite y diversifi-
ca dentro de su mente a modo de letanía. Suprimir a un prójimo.
Bajarlo del tren. Sacarlo del juego. Alza los ojos cuando llega a
la plaza que recuerda siempre atestada de inconformes, de maes-
tros en tiendas de campaña, de campesinos en protesta. Las pri-
meras gotas de una llovizna aún tímida amontonan a vendedores
y caminantes bajo los arcos y ante la mirada de Ramiro se ex-
tiende casi desierto el atrio de Santo Domingo. Nada como sen-
tir que la sangre de otro nos remoja la piel y quedarnos con su
último respiro. Ver cómo boquea, cómo se deshace por jalar un
buche del aire que jamás llenará otra vez sus pulmones. Se de-
tiene al lado de la fuente sobre la cual una anciana sentada do-
mina el paisaje. Su perfil lo hace pensar en antiguas monedas,
en ciertos billetes, aunque no precisa quién es. Enciende un ci-
garro y mira a la multitud apretujada entre gruesos pilares, im-

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prentas manuales y escritorios públicos. Aspira el humo salpica- un reducto en su memoria y ahí se instala para traerle sensacio-
do de humedad y en el esófago se le alborotan los alcoholes que nes de otra época. Siempre ha deseado venir a sentarse junto a
bebió durante la comida. Sí, medir fuerzas con él. Bocabajear- uno de los evangelistas como cualquier analfabeto y dictar una
lo. Demostrarle que su vida tiene tanto valor como la del perro carta abriendo en torrente su vida. Una carta dirigida al pasado.
al que apedreamos porque se cruzó en nuestro camino. Sin co- A Victoria. Pero Victoria no se acuerda de mí. Ni yo de ella. Es
raje, sin lástima, por el sencillo placer de sentirnos poderosos, absurdo. Además, en caso de querer hacerlo deveras, no tendría
capaces de arrancar un pellejo ajeno. Eructa y un acceso de asco que recurrir a ninguno de estos hombres que sudan y se afanan
le nubla la vista. Necesita seguir bebiendo, lo sabe, mas no tie- llenando de palabras solicitudes de empleo, tesis, declaraciones
ne prisa. Fuma de nuevo. Procura distraer las agruras contem- y esquelas. Ramiro avanza unos metros hasta donde una mujer
plando los edificios virreinales. La llovizna, cada vez más nutrida, joven, vestida de negro, susurra su sentir con voz débil y lágri-
chasquea en las piedras del suelo, le cubre de puntos la camisa, mas en los ojos a un escribiente gordo de semblante fatigado. Una
hace vibrar la piel de su rostro; sin embargo, Ramiro continúa viuda, seguro. A todas se les nota cuando han perdido al mari-
inmóvil muy cerca de la fuente central de la plaza, con la mira- do. Apenas lo piensa, repara en que es mucho más difícil iden-
da perdida en el pórtico del templo. Quitar de enmedio a un hom- tificar a un viudo. Lógico, Ramiro: las mujeres son fieles y
bre es fácil, Damián. Pero nunca me habías encargado matar a sentimentales; guardan luto, con la ropa o con la expresión. Son
una mujer. distintas. Sus reflexiones lo incomodan, lo hacen acordarse del
Una gota certera se precipita sobre la brasa de su cigarro y disgusto que se llevó al abrir el sobre con los generales de su pró-
la sofoca con un chirrido. Ramiro murmura una maldición. El ximo objetivo. La orden de Damián fue clara. Tu cliente es una
agua que le escurre del cabello corre por su frente, enfriándole mujer, dijo. Se llama Maricruz Escobedo. Al pasar junto a la viu-
un poco la sangre y obligándolo a buscar un refugio. El único da y el evangelista un perfume dulzón se le echa encima, envol-
disponible es el mismo en el que todos han pensado. Saca el pa- viéndolo, aislándolo de los humores corporales de los demás, del
ñuelo, se seca y camina hacia los arcos. Encuentra un espacio li- olor a tierra mojada, del aroma del tabaco. Entonces la necesi-
bre entre el gentío al tiempo que extrae un nuevo cigarro de la dad de otro trago se torna urgente y Ramiro se abre camino a
cajetilla. Desde ahí admira el antiguo Palacio de la Inquisición, empujones y codazos hasta llegar bajo la lluvia.
pero en cuanto trata de abandonarse en su estructura, la idea que Después de recibirlo con los acordes de un bolero lacrimó-
ronda su cabeza, fija, obsesiva, vuelve a la carga. Una mujer. geno cuya letra no pudo entender, el Salón Vasco se fue sumer-
Difícil imaginarlo. Ni siquiera en los peores momentos pude vi- giendo en un murmullo que amortigua los ruidos de afuera.
sualizar la mueca de la muerte en un rostro femenino, las últi- Ramiro ordena la segunda copa a una morena menuda que flota
mas contorsiones en uno de esos cuerpos hechos para cualquier de mesa en mesa. Aplasta la colilla en el cenicero y mira la fo-
otra cosa, menos para ser aniquilados. El asco asciende hasta su tografía. No encuentra un motivo válido para arrebatarle esa
garganta. Ramiro sigue un sendero a través de la gente con el fin mujer al mundo. Debe ser una madre amorosa, con un trabajo
de arribar a la calle. productivo, una vida que ha aprendido a disfrutar con el paso de
Ni la lluvia que ahora azota la ciudad con fuerza ha deteni- los años. La imagina sorteando los obstáculos que la vida opone
do la metralla de las máquinas de escribir. El tableteo encuentra a las mujeres, obligada a demostrar su capacidad día a día con

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objeto de no perder lo ganado. Quizás es una dama, y a lo me- torva. Nunca falta en ellos un detalle que facilite el trabajo. Re-
jor hasta agradable. Los papeles que le entregó Damián tampo- carga el retrato en un servilletero y los ojos color esmeralda lo
co le dicen gran cosa: una dirección en la colonia Vista Hermosa, ven directo al rostro como preguntándole por qué. Ramiro es-
en Monterrey, los nombres y señas del marido y los hijos, la di- quiva la mirada. Es igual que matar a la madre. O a una herma-
rección de su oficina. Su edad: cuarenta y dos años, aunque en na. O a esta pobre morena que anda en chinga de un extremo a
la imagen aparece mucho más joven, apenas recién salida de la otro de la cantina sin tiempo ni para un respiro, sin ayuda, sin
adolescencia. La humedad de su ropa casi ha terminado de eva- consideración de ninguno de los imbéciles que la bañan de insi-
porarse, pero a cada movimiento de su cuerpo un frío interno le nuaciones apenas se les arrima. A ver a qué horas la van a dejar
pone la piel de gallina. Apura el brandy de un trago y pide otro traerme otra copa.
con un gesto distraído en tanto se pregunta si ahora la dama lu- Los tipos de la barra acorralan a la mesera, la agarran de la
cirá igual. Es posible, aunque ellas cambian bastante. Acaso sea. mano, le deslizan un brazo por la cintura para atraerla y cantar-
una Maricruz Escobedo sin nada que ver con la que sus dedos le al oído, intentan besarla. Ramiro los mide: uno gordo, prie-
acarician como si desearan adivinar qué piensa por medio de la to, vulgar aunque vaya metido en un traje bien cortado; el otro
textura del papel. desplegando ademanes de perdonavidas detrás de unos anteojos
Un largo mugido de trompeta le provoca un sobresalto. De- con armazón de oro. ¿Qué hacen los dos en esta piquera? Andan
trás de él cunde en la cantina el rasgueo nervioso y veloz de una fuera de su mundo, se les nota. Según ellos, muy clandestinos,
guitarra. La voz áspera de José Alfredo Jiménez brota de la ra- pero se vienen a meter a donde más resaltan. La noche, que des-
diola y dos tipos comienzan a vociferar desde la barra retando al de hace alrededor de una hora ha caído sobre la urbe, cubre de
resto de la concurrencia. Ramiro los ignora. Repasa una vez más negro las ventanas. Adentro, el débil halo de los focos, incapaz
los rasgos de la mujer en la fotografía sin encontrar uno que le de iluminar, ensucia el aire de la cantina. Una nube de humo,
ayude a sentir repulsión hacia ella. Tampoco ira. suspendida a la altura de las cabezas de los parroquianos, se agi-
ta cuando alguno de ellos expele una nueva bocanada.
... por eso es que en este mundo Por primera vez desde que entró, Ramiro dirige la vista al
la vida no vale nada. resto de las mesas. Ninguna está libre. En las cercanas los hom-
bres conversan entre sí; en una de las del fondo, como si deses-
Uno de los hombres en la barra enronquece al corear la canción, peraran por un trago, cuatro sombras mantienen los ojos fijos en
luego lanza un aullido y lo remata con un insulto al aire. Rami- los borrachos que han secuestrado a la mesera. Ramiro sonríe.
ro lo encara por un segundo; enseguida regresa a sus cavilacio- En cualquier rato les van a dar baje a estos pendejos con la car-
nes. Los tragos empiezan a embotarle la mente, las ideas acuden tera, con el reloj, hasta con los zapatos. Ya los ficharon los cam-
a ella aún lúcidas, pero envueltas en una suerte de neblina. Ma- pas del rincón. Se lo merecen por idiotas. Quién les manda
ricruz Escobedo es una hembra guapa, lo que resulta un estor- meterse donde no caben. La morena consigue liberarse y deja so-
bo. Con los hombres, por el contrario, basta un vistazo y de bre la mesa de Ramiro otra copa de brandy. Enseguida reparte
inmediato sobresale una oreja medio caída, una quijada ancha, vasos y botellas en las demás, acosada en todo momento por las
los labios demasiado finos o abultados, un ojo chueca o la nariz miradas babeantes de los dos tipos encima de sus nalgas. Uno de

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ellos hace un comentario y su compañero le responde a carcaja- que Damián le puso en la mano antes de dejarlo solo. En la fo-
das. En cuanto la muchacha se halla de nuevo a su alcance, vuel- tografía, bajo unas cejas espesas, los ojos verdes de Maricruz Es-
ven al asedio. Ramiro enciende un cigarro mientras contempla cobedo buscaban insistentes los de Ramiro; la mano izquierda en
la escena lleno de desprecio. Y ahí van otra vez a joderla, a em- alto levantaba la mata de pelo castaño con el fin de descubrir el
barrársele, enseñándole sus relojes caros, dándole a entender que rostro. Movió los dedos sobre la imagen y su huella digital apa-
la pueden comprar a ella y a los demás con lo que traen en la reció nítida, impresa en sudor, en el pómulo de la joven. Su clien-
bolsa. Sin darse cuenta estira la mano y toma la imagen de Ma- te. Nunca entendió por qué Damián insistía en llamar así a
ricruz Escobedo. La levanta para verla bien. Cabrones, si algu- quienes iban a morir.
no de ellos, o los dos, estuviera en esta foto, ése sí sería un gusto. Un mesero se arrimó ceremonioso. Mientras Ramiro orde-
-Es tu cliente. ¿La conoces? -dijo Damián horas antes. naba con voz apagada un poco de café y agua, el tipo se dio tiem-
-No. po para contemplar a la mujer de reojo y le sonrió cómplice.
Los ojos de su jefe lo escrutaban con sumo cuidado. Parecía Ramiro guardó la foto en el sobre y enseguida lo abandonó en la
impasible, y sin embargo Ramiro notó el brillo que se instalaba en mesa. La actitud del mesero había causado que se sintiera en evi-
sus pupilas cuando presentía algún titubeo en sus subordinados. dencia, desnudo, como si quienes lo rodeaban en el restaurant
-Bonita, ¿verdad? -se burló-. Acostúmbrate a ella. Du- estuvieran al pendiente de sus gestos, como si supieran el moti-
rante una temporada te vas a convertir en su amante más celoso, vo de su reunión con Damián y conocieran a Maricruz Escobe-
pegadito a su falda, sin perderla de vista. do. Encendió un cigarro para levantar una cortina de humo entre
Y se levantó en dirección del baño sin darle la oportunidad los demás parroquianos y él, en tanto vigilaba el corredor por
de replicar. donde su jefe tendría que reaparecer.
La partida de Damián llamó la atención de los comensales Siempre lo había intrigado ese joven elegante, de modales fi-
cercanos y Ramiro se encontró de improviso en un cruce de mi- nos, que jamás hablaba de otra cosa aparte del trabajo y era due-
radas. Giró la cabeza en varias direcciones para estudiar a la gen- ño del poder de decidir quién moría y quién continuaba viviendo.
te que asistía a ese tipo de sitios: ejecutivos, funcionarios públicos, De su archivo, lleno de retratos, semblanzas, informes detalla-
empleados de banco, secretarias en uniforme, comerciantes cu- dos de hábitos y costumbres, dependían las posibles viudas, los
biertos de joyas. La fauna característica del centro de la capital, huérfanos, empresas decapitadas y organizaciones sin competen-
donde todos se han visto en ocasiones pero nadie se conoce. Las cia. Solía acompañar sus órdenes simples y directas con una son-
Sirenas, restaurant especializado en comida mexicana, se halla- risa. Nunca actuaba con misterio. Despreciaba la solemnidad. Éste
ba lleno y mucha gente hacía cola en el pasillo de acceso. Rami- es el que sigue, decía. Debe hacerse para tal fecha. En ocasio-
ro se sintió molesto. Incluso el aroma de los platos, que menos nes daba un consejo o una recomendación. Ten cuidado, los gua-
de una hora atrás lo había entusiasmado, ahora estaba a punto de ruras que andan con él fueron mercenarios en Guatemala. A este
provocarle náuseas. La barbacoa y el consomé comenzaron a re- cabrón ni te le acerques: huele el peligro; mejor dale desde le-
movérsele dentro del estómago, tomando vuelo en ese vaivén ha- jos, usa el rifle de largo alcance. Nunca una palabra de sobra, ni
cia arriba y hacia abajo que ni el café ni el cigarro logran amainar. una muestra de amistad. Pura frialdad cortés.
Dudaba entre pedir otra copa o un vaso de agua. Tomó el sobre No obstante, en la década transcurrida desde que había ido a

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sacarlo del Penal de la Loma, en Nuevo Laredo, para traerlo a Cuando el café y el agua estuvieron a su alcance, ya no se
trabajar con él al Distrito Federal, Ramiro aprendió a conocer- preocupó por las miradas impertinentes de los demás. Agarró el
lo durante las entrevistas de trabajo. Tras largas meditaciones de- vaso y lo vació de un golpe para sentir cómo se aplacaba el olea-
dujo que Damián pertenecía a una de las familias poderosas del je dentro de su estómago devolviéndole la calma. Lo que no pudo
país, aunque no contaba con acceso directo a los niveles supe- apaciguar fue la inquietud que le despertaba la fotografía, esa cu-
riores. A través de comentarios sueltos se enteró de que, luego riosidad de conocer la causa de la sentencia de Maricruz Esco-
de realizar un doctorado en Chicago, donde fue condiscípulo de bedo. El jefe no se la diría; no formaba parte del contrato.
varios políticos mexicanos, regresó al país lleno de ambiciones, Guardarse información era una de sus políticas y evidenciaba cier-
sólo para toparse con que sus hermanos mayores habían abarro- ta inseguridad en su modo de ser que Damián pretendía disimu-
tado los puestos de importancia en la empresa y las canonjías que lar. Porque no obstante la frialdad impuesta, la distancia en el
el gobierno reservaba al clan. Ramiro lo imaginaba sumido en trato con los hombres a sus órdenes, la ironía que en él hacía las
la frustración, empeñando su inventiva en idear una ruta propia veces de barrera entre el exterior y sus pensamientos íntimos, Ra-
hacia la riqueza y el poder personal, hasta que un miembro de la miro había adivinado en Damián un destello de aprehensión que
familia se metió en un atolladero cuya única salida era la desa- en ocasiones agrietaba su careta. Quizás el oficio en el que triun-
parición de un competidor. Se volvió urgente conseguir quién hi- faba no fuera el soñado... Como tenía familia, esposa y cuatro
ciera el trabajo, un trabajo sucio y peligroso, indigno de cualquiera hijos a quienes se esforzaba por mantener ocultos, también de-
que llevara el apellido Reyes Retana. Simpático, con don de gen- bía tener debilidades. O miedo. Su prudencia al alejar a sus su-
tes, sabedor de que su carácter seducía a los hombres más du- bordinados así lo delataba. No los quería cerca. Ramiro y los otros
ros, Damián se dio entonces a la tarea de explorar la ciudad con gozaban por lo menos de seis meses de vacaciones bien remune-
el fin de localizar un candidato. Semanas después el competidor radas entre trabajo y trabajo, hasta que el patrón los llamaba de
desapareció y el joven patricio se dio cuenta de que acababa de nuevo.
emprender el camino que lo llevaría a cumplir sus planes. Aho- Tomó un trago de café y puso la mano abierta encima del so-
ra dirigía una empresa consultora especializada en seguridad, cuyo bre. Adentro estaba su pase para otro largo periodo de descan-
personal él mismo reclutaba en ciertas cárceles del norte, entre so en Cocoyoc, en esa casa de campo con muebles y decorado
las pandillas de los barrios chicanos del otro lado de la frontera que le otorgaban una personalidad falsa, donde solía esconderse
y en las colonias perdidas de la ciudad de México. Cada elemen- del mundo y sus molestias. Recordó el aire puro, el sol tenue, la
to que ingresaba en su compañía entrenaba con disciplina hasta quietud del paraje y deseó estar ahí, mas por ahora precisaba con-
transformarse en un profesional refinado, educado, eficaz. Da- centrarse en su nuevo cliente. ¿Cuál era el delito de Maricruz
mián se consideraba el mejor en su negocio. Contrataban sus ser- Escobedo? No imaginaba en ella otra razón que las comunes. ¿In-
vicios desde grupos industriales, partidos políticos, organizaciones fidelidad? No, no parecía de ese tipo. Acaso la orden se debie-
de narcotraficantes o el mismo gobierno; incluso amantes despe- ra al despecho de una hembra rival, o a que estorbaba un negocio.
chados o herederos impacientes. Ramiro era una de sus piezas Sin levantar la mano, con un movimiento de los dedos metió la
fuertes en la empresa y, en diez años, había resuelto alrededor foto en el sobre y lo cerró. Sí, la mujer debía andar en algo chue-
de dieciocho encargos. co. Ya tendría tiempo de saber quién era.

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-Bonita, ¿verdad? -repitió Damián al tomar asiento. tades. O a un hermano. Lo siento carnal, tengo que borrarte. No
-Sí. Muy bonita ... Lástima. me cuesta ni tantito, ¿vieras? La verdad es que tu presencia me
Pero es como matar a la propia madre, carajo. Ni los anima- molesta desde que naciste, desde que llegaste a recortarme los
les atacan a las hembras de su especie. Cuestión de naturaleza, espacios, a quitarme el aire que me tocaba, desde que te dio por
pues. No se vale. A nadie le cruza por la mente. ¿O sí, morena? competir conmigo. No, no te odio, al contrario, te quiero mu-
La mesera sigue su trajinar de un rincón a 'otro en el Salón Vas- cho, al fin eres de mi misma sangre y crecimos juntos pero, no-
co. Aunque en su rostro es evidente el cansancio de las horas de más buscándole un poco, salta el montón de deudas acumuladas
trabajo acumuladas, ahora puede desplazarse con comodidad ya durante toda la vida, suficientes para despacharte sin remordi-
que los borrachos de la barra no le hacen caso. Permanecen apo- mientos, sin pestañear, pues. ¿Y a ti, viejo? Si te contara cada
yados en los codos con el fin de evitar el tambaleo, dejando que una de las cuerizas, de los regaños, las prohibiciones, las órde-
sus vasos se mosqueen, sin notar las miradas de codicia de quie- nes y los malos tratos a mi madre, no acabaríamos. Y nos pare-
nes se saborean por anticipado el dinero de sus carteras, sin es- cemos tanto que sería un alivio, igual que romper un espejo, ¿no?
cuchar en la radiola a Juan Charrasqueado gritando estoy borracho La muchacha le trae un vaso grande de agua mineral con mu-
y soy buen gallo, antes de que una bala le atraviese el corazón. cho hielo. Para cortarle el hipo, dice. Ramiro agradece con los
Para ellos el mundo de alrededor ha dejado de existir. Ramiro ojos la atención al tiempo que bebe a grandes tragos. Ella son-
los observa mientras intenta disimular el hipo que desde hace unos ríe, se retira moviendo las caderas y se encamina a atender a los
minutos lo aqueja. Par de güeyes. Están en la hora de las meras hombres del fondo. Algo le comentan con respecto a los de la
netas: Te lo digo de coraza, manito, me caes a toda madre, nun- barra y todos se carcajean. Ahora sí es seguro: en un ratito se
ca en mi vida he conocido a un macho tan reata. Y el otro: No, los lleva la chingada. Cuantimás así de indefensos, de estúpidos.
no, no, no, carnaaal, el que es pura ley, puro oro puro, eres tú, Desde hace un rato bajaron la guardia. Ya ni hablar pueden, por
mi hermano, por eso yo voy a disparar las otraaas. Ramiro de- eso se tocan, se masajean; quieren seguir jurándose amor eterno
testa las explosiones sentimentales, quizá por eso le resulta agra- a fuerza de puros fajes. A lo mejor los dejan vivos, pero de per-
dable trabajar con un tipo tan austero en el trato como Damián. dida les acomodan su buena madriza y vengan los relojes y las
Por un instante la mesera cruza su campo de visión y la sigue en carteras y no se me pongan muy locos porque hasta los pantalo-
su recorrido por la cantina. Y ahí va la morena, en chinga, una nes y los zapatos, ¿qué no? Se lo merecen, pinches mamarrachos.
cuba aquí, una chela allá, sude y sude, ahogándose por el mon- Como la última pieza musical enmudeció hace rato, uno de
tón de humo. No sé cómo no se resbala con tantos escupitajos y los hombres del rincón se levanta y va hacia la radiola. Por unos
hielos tirados en el suelo. segundos el silencio se cierne sobre las mesas, hasta que las bo-
La joven se interna detrás de la barra donde los dos tipos de cinas chillan al compás de una banda sinaloense. La cantina pa-
traje se abrazan. Uno de ellos da la impresión de estar llorando. rece revivir. La mesera inicia un breve zapateo y uno de los
El otro le soba el cabello cerca de la nuca. Qué cariñosos. Escu- clientes lanza un grito ahogado. Ramiro se descubre de pronto
rren tanta miel que empalagan, cabrones. Debe ser por eso que sin las contracciories del hipo y alza la mano pidiendo otra copa.
es tan fácil bajar a los machos de una puñalada o un cuetazo. Dan Siente un zumbido rondando cerca de la oreja: la insistencia de
hueva. Como matar al padre. Eso sí. ¿Por qué no? Sin dificul- una mirada colectiva. Voltea al extremo, desde donde tres de los

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hombres lo contemplan con descaro, y les devuelve la intención. -En esto no hay opciones ni se cumplen gustos. Quiero que
A mí ni me vean, compas. Los alacranes no nos picamos entre vayas tú.
nosotros. Para eso están los dos tipejos de la barra. Con ellos tie- Ramiro sorbió el café en tanto Damián, a su vez, bebía co-
nen sus buenos motivos, ¿no? Así es este mundo, ni hablar. Unos ñac. Al posar los labios en la taza sintió un temblor leve. Da-
nacieron para morir, otros para hacerles el favor. Igual que si mián seguíaexaminándolo.Acostumbradoa que Ramiro cumpliera
hubieran escuchado sus pensamientos, los tres hombres sonríen, sus órdenes sin mostrar reacción alguna, su renuencia repentina
ensañando sus dentaduras disparejas con dientes de oro. Luego lo intrigaba. Mas como no admitía negativas, con el fin de dar
desvían la vista a la barra, la devuelven a él y al final quedan ab- por concluida la discusión pasó a los detalles prácticos. Del mis-
sortos en su plática. Ramiro fuma y expulsa el humo que va a mo sobre que contenía la foto y los datos de la mujer extrajo unos
engrosar la nube. Frente a él, recargada en el servilletero, per- documentos.
manece la foto de la mujer de los ojos color esmeralda. Ahora -Licencia de manejo, credencial de elector, tarjetas de cré-
es otra idea la que ocupa el centro de la mente de Ramiro, bo- dito, particulares y empresariales: usa sólo ésta. También pape-
rrosa por el alcohol. Monterrey. Volver a Monterrey. Después les e identificaciones como ejecutivo de la empresa y tu pasaje.
de tanto. Pinche Damián. Todavía me dan cosquillas nomás de Todo a nombre de Ramiro Mendoza Elizondo. Eres regio, tra-
pensarlo. Que la morena me traiga el que sigue, a ver si ahora bajas aquí en México; vas a Monterrey a comprar maquinaria.
sí encuentro algo que no me guste en la tal Maricruz Escobedo. Guárdalo todo de una vez.
Mira la media sonrisa entre coqueta y sorprendida de la hem- Ramiro metió los documentos personales y las tarjetas en su
bra condenada a desaparecer. ¿Qué te costaba encargársela a otro, cartera. Los papeles y el boleto los echó en el sobre. Revisó su
Damián? ¿O a otra? Siempre será más fácil que una vieja retire alrededor. Desde que Damián había vuelto del baño la curiosi-
a su semejante. Cuando las bocinas de la radiola abren una pau- dad de los comensales apuntaba a otro lado. Además, después de
sa, la mesera se acerca con el brandy de Ramiro. Lo sorprende la hora de comida, suficientes mesas vacías daban cabida a quie-
en plena contemplación, mas no sonríe; le brinda una mueca de nes llegaran al restaurant. Tras una pausa, su jefe prosiguió.
entendimiento como si estuviera acostumbrada a los hombres en -Cómprate unos trajes buenos. No se te vaya a ocurrir lle-
ese trance. Ha de pensar que ando despechado, dolido por ti, Ma- gar en esas fachas. Esta mujer se mueve en círculos donde la gen-
ricruz. Ni se imagina. Es lógico: nadie tendría que imaginarse. te viste bien. Y ya sabes: llegas y rentas un carro en el aeropuerto.
Estas cosas no se hacen, patrón, y tú lo sabes. ¿Por qué me las Vas a tener una reservación en el Hotel Ancira.
encargas a mí? Una ligera alteración hizo que su esqueleto vibrara. Confor-
- Porque tú eres de allá. me Damián proseguía dando instrucciones, el regreso a Monte-
-Desde hace muchos años no voy. Ha de haber cambiado. rrey era cada vez más real. El recuerdo de la ciudad norteña se
-No importa. Conoces la ciudad y pasas como norteño. El montaba en su cerebro y comenzaba a correr como una pelícu-
trabajo es tuyo. la. Las calles, los edificios, la violencia del calor que se abatía
-Deveras, ¿por qué no mandas a otro? sobre ella a cada instante y que su cuerpo había olvidado. Todo
Por un segundo el brillo se desvaneció en los ojos del jefe lo que su memoria ocultó a lo largo de una década. La gente, los
cuando dijo terminante: rostros familiares. Victoria. ¿Y si alguien me reconociera? Ra-

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miro sintió que palidecía y, para que Damián no lo notara, rápi- seguirán dando brandy o alguna de esas porquerías adulteradas?
do prendió un cigarro. Tosió. Buscó el vaso de agua pero el me- Morena, puedes hacer conmigo lo que gustes, envenéname, dé-
sero 1o había retirado. jame ciego. Desde este momento quedo a tu merced. Aparte de
-¿Te pasa algo? Ramiro, hay tres mesas ocupadas y los tipos de traje que beben
-Nada. callados, sin tocarse ya, medio cuerpo sobre la barra, la frente
- No me digas que después de todos estos años te me vas a vencida. Inmóviles, se asemejan a dos cadáveres que se mantie-
poner nervioso. nen de pie sin que para ello intervenga su voluntad. En el rin-
-No, no es eso. cón, ocultos entre la sombra, los cuatro hombres tienen aspecto
-¿Entonces? de buitres al acecho, la cabeza sumida entre los hombros, los bra-
-Maté a tres hombres allá, frente a varios testigos. Hay gen- zos a los flancos, la mirada atenta. Nadie se acuerda de echar
te con la que conviví durante mucho tiempo. ¿Qué pasa si me ven? una moneda en la radiola. El silencio oprime tanto como la pe-
-Nada. Nadie te va a reconocer. Mírate en un espejo: tu cara numbra y sólo se rompe cuando la mesera atiende un pedido con
es demasiado común, te confundes entre los otros, no presentas paso cansino.
señas particulares, ni siquiera tus cicatrices se notan a simple vis- Sí, te lo mereces, güerita. Por obligarme a volver. Los miem-
ta. Vaya, no tienes identidad. Te adaptas a cualquier ambiente. bros le pesan igual que si hubiera trajinado lo mismo que la mo-
En resumen, eres sólo un tipo idéntico a los demás, a todos. Por rena. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo le puso otra copa. El
eso te mando a ti. brandy despide fulgores que multiplican la escasa luz de la can-
La mente de Ramiro trabajó con prisa, mas no halló ningu- tina. Ramiro remoja el índice en él y luego se lo lleva a la boca.
na razón que lo librara del regreso a Monterrey. Vencido, pre- El sabor es amargo, quema las encías. Qué será de Victoria. ¿Y
guntó: de los niños? Trata, sin conseguirlo, de recordar los nombres de
-¿Se puede saber qué fue lo que hizo la vieja? sus hijos. Tampoco recuerda si son nomás dos, o si al final na-
-Eso no importa. Lo que sí te aseguro es que se lo merece, ció un tercero. Levanta la copa y la mueve en dirección de un
como tú dices. foco cercano. La contempla a trasluz. El licor se agita, espeso
Te lo mereces, cabrona. No hay duda. Ramiro da un vista- en demasía, y se cuelga del cristal dejando rastros aceitosos. Prue-
zo a la foto, ahora medio borrosa. Sólo las esmeraldas de sus ojos ba y reconoce lo que ha tomado desde el principio, aunque la idea
brillan, poseedoras de luz propia. Las cejas, la mano, el cabello de una bebida adulterada se le incrusta en las ideas. Los dos ni-
y la boca tiemblan y se llenan de arrugas como si trataran de re- ños ya deben estar grandes. Seguro estudiarán en la universidad.
flejar la verdadera edad de la mujer. Ramiro cierra los párpados, ¿Y la Muda? La imagen de un rostro sucio y silencioso se atra-
levanta la cabeza y los abre de nuevo. Los muros de la cantina viesa en su memoria. ¿Sigues en Monterrey, Muda? ¿En Nuevo
se han alejado de él, meciéndose en la penumbra hasta desfigu- Laredo? ¿O al final cumpliste tu propósito y te largaste al gaba-
rar los rostros de los hombres del fondo. La luz de los focos que cho? Ramiro sacude la cabeza, se restriega los ojos. Enseguida
aún permanecen encendidos aumenta y disminuye de intensidad apura el brandy y deposita la copa en la mesa con un chasqui-
sin motivo. La nube de humo gira despacio en torno suyo. Es- do. Concéntrate, Ramiro. Vas a Monterrey a hacer un trabajo.
toy borracho. Qué bueno. Ya perdí la cuenta de los tragos. ¿Me Es una pinche ciudad infernal que hace años te escupió porque

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no te soportaba. Sí, concéntrate en tu encargo. La mesera apa- aprendas sus rutinas. La cosa tiene que hacerse el mero 23 de
ga otras luces y las sombras que pueblan el Salón Vasco se den- agosto en la tarde. Va a cerrar un trato tras la comida, así que te
sifican otorgándole un aspecto fúnebre. Ramiro tiene la impresión encargas de ella después. ¿Estamos?
de que las almas turbias de los parroquianos devoran el resplan- Damián esbozó una breve sonrisa, satisfecho. Se quedó unos
dor de las lámparas. ¿O me estaré quedando ciego en verdad? segundos en silencio. Repasó varias veces la corbata de su traje
Morena, otro brandy, por favor, o lo que me quieras dar. Tie- con el índice y el pulgar, como hacía al impacientarse. Por al-
nes una sonrisa linda. Gracias, morena. Gracias por traerme mi guna razón su rostro fue ensombreciéndose hasta dejar entrever
veneno. Ojalá me haga efecto. Fija su atención en el líquido co- ese asomo de resquemor que Ramiro había descubierto a veces
lor ámbar, opaco por la penumbra, sin llevárselo a los labios, en él. Sin embargo, de inmediato sus rasgos cambiaron a un ges-
aguardando a que la superficie tersa e inmóvil lo ayude a elimi- to inquisitivo.
nar los pensamientos, las visiones, el rostro desdibujado de Vic- -¿Alguna duda?
toria, las siluetas de sus hijos, los ojos candentes de Maricruz -No. Sí, una: ¿por qué me trajiste una foto en la que esta
Escobedo. mujer aparece mucho más joven?
-¿O lo que te pone así es volver a esa ciudad? -No sé. A lo mejor para ver si así te enamorabas de ella.
-Mi único problema es que se trata de una vieja. El mesero llegó con la cuenta. Damián le entregó un par de
-Eso no es tan grave. Con unos tragos se te quitan los es- billetes y se puso en pie. Ramiro lo imitó. Caminaron rumbo a
crúpulos. Nomás piensa que es lo mismo. Ellas, igual que noso- la salida juntos, entre las miradas oblicuas de los bebedores y,
tros, respiran y dejan de respirar, sienten dolor y hacen daño, y al abandonar el restaurant, Damián le extendió la mano. Dismi-
pueden llegar a ser muy peligrosas. ¿Nunca te han dado ganas nuido el brillo de ironía, sus pupilas poseían un ligero toque de
de despellejar a una vieja viva? A mí sí. hastío, o de tristeza, Ramiro no lo supo identificar bien. Fue un
Como Ramiro no se mostraba convencido, agregó irónico: apretón suave, distante y frío.
-Además estamos en tiempos de igualdad. ¿No te has ente- -No corras riesgos. Y que sea limpio. Así es más fácil para
rado? Las mujeres insisten en que se les trate del mismo modo todos.
que a los hombres. Y si a los hombres se les retira cuando estor- El último trago sólo es el último porque no sería capaz de
ban, ¿por qué a ellas no? aguantar otro. Tráemelo, morena. Aunque estés agotada de an-
Damián alzó la mano e hizo la seña de escribir en el aire. El dar en chinga entre borrachos que no pierden la ocasión de ma-
mesero se encaminó a la caja. El restaurant iba llenándose otra nosearte. Tráemelo, para irme. Es tarde. Un hombre que Ramiro
vez poco a poco, pero ahora de bebedores, lo que indicaba que no había visto detrás de la barra cuenta billetes y monedas con
la tarde comenzaba a declinar. dedicación de usurero. Dicta instrucciones a la mesera que co-
-No vayas a querer hacerte el macho. Procura ir sobre mienza a ordenar sillas encima de las mesas y a recoger los va-
seguro. sos olvidados, los ceniceros rebosantes de colillas, las botellas
-¿A qué te refieres? tiradas en el suelo. La radiola zumba su abandono junto a lapa-
-Tírale desde lejos. En el hotel te va a estar esperando un red. La fotografía de Maricruz Escobedo ha caído al suelo entre
paquete con lo necesario. Úsalo. Síguela unos días para que te ceniza y pequeños charcos y Ramiro se agacha tratando de le-

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vantarla. Su sangre diluida en alcohol corre hacia la cabeza. Le gos. Los atragantaste de alcohol adulterado hasta dejarlos sua-
falta el oxígeno. Ante su mirada aparecen entonces círculos lu- vecitos, listos para el apañón, ¿qué no?
minosos amarillos, rojos, azules, pero a través de ellos localiza El hombre de las cuentas enciende de un golpe todas las lu-
las esmeraldas engarzadas al rostro de su cliente. Recoge el pa- ces del salón y Ramiro alza la mano frente a los ojos para blo-
pel y se impulsa hasta desplomar el peso de su cuerpo en el res- quear el resplandor. Comprende que debe irse. Decide dejar la
paldo de la silla, fatigado, como si el esfuerzo hubiera sido copa a la mitad y hace un esfuerzo por levantarse. El demonio.
heroico. Mi brandy, morena. Me lo merezco. Señala la copa va- Cada uno de nosotros lo carga escondido en las entrañas. Que-
cía con el índice mientras clava los ojos entrecerrados en la me- remos que salga porque cuando se agita retorciéndose nos senti-
sera. Tráemelo para hacer un brindis porque voy a matar a una mos hinchados, a punto de reventar. Para eso ayuda el trago, ¿no,
mujer. A una tipa llamada Maricruz Escobedo. Muy cabrona ella. morena? Pero aquella noche sólo fueron cuatro cervezas. Ni una
Tanto, que los dioses la condenaron a muerte. De mala gana, la más. Por eso no quiero regresar. No hay nada mío ahí. Ése no
mesera va a la barra, toma una botella y vierte su contenido en era yo, sino el otro. El que ya no reconozco. Logra caminar rum-
una copa sin lavar. Cuando camina en dirección de Ramiro, sus bo a la salida sin tambalearse. La luz lo aturde y cada zancada
chanclas aplauden en el piso rompiendo el silencio. Le da el brandy le palpita en las sienes. El hombre en la barra aparta la vista del
y luego desaparece y vuelve a aparecer con una cubeta y un tra- dinero por un instante y sigue los desplazamientos de Ramiro con
peador. El Salón Vasco se ·satura de olor a creolina. expresión de fastidio. La mesera le sonríe con tristeza a manera
Ramiro coloca la foto en el sobre, lo dobla y se lo guarda en de despedida. ¿A dónde se fueron los demás? ¿Y tus galanes, mo-
el bolsillo de la camisa. Después saca la cartera, la suelta enci- rena? ¿Ésos de traje y corbata? Ya no existen. Qué delgada es la
ma de la mesa y bebe un poco de su copa. El licor no resbala al frontera que divide una vida y otra. Qué sencillo brincarla y ol-
estómago, se queda prendido en la garganta provocándole un ca- vidarse de todo. Alejarse. Por eso entre los que somos y lo que
rraspeo. Sin embargo, las sensaciones corporales han pasado a fuimos no hay nada que ver. Lo dice Damián y él sabe de estas
segundo plano; sólo advierte dentro de sí la reiteración de su pen- cosas. Quiero vomitar. Ese trago que me diste al final era puro
samiento. Es verdad, mereces morir, cabrona. Como esos tipos aguarrás, morena. El mundo me da vueltas. Aquella vez andaba
de traje que hace un rato estaban en la barra y ya no están. Se- el demonio suelto. Un demonio viejo que me señaló con el dedo
guro los compas del rincón salieron tras ellos. Ya no están en la y me hizo lo que soy. No importa. Voy a meterme en la noche.
barra y puede que tampoco en el mundo. A esta hora los demo- Voy a matar a una mujer. Voy a volver al norte.
nios salen a la ciudad igual que si olieran la desgracia. Contem- Abre la puerta y la calle lo recibe en silencio, apenas rota la
pla la cartera junto al brandy. La abre. Deja el dinero fuera y oscuridad por la luz vaga de los faroles mercuriales. Avanza en
vuelve a echársela en el pantalón. Cóbrate, morena. Róbame tam- diagonal, abandonándose a donde lo quieran llevar los pies. Tose
bién, no importa. Haz lo que quieras conmigo. Señálame con el y el asco se recrudece. Planta con firmeza la suelas de los zapa-
dedo. Muéstrame ese demonio que escondes dentro de ti y que tos en el piso y respira varias veces lo más hondo que puede. El
nomás enseña los dientes a la hora de la sangre. Así lo hiciste aire fresco le limpia un poco la mente. Levanta la vista y se en-
con los imbéciles de la barra que no dejaban de joderte, ¿verdad, cuentra con la enorme fachada del templo de Santo Domingo.
morena? Tú los vendiste. Se los entregaste a tu señor y a sus ami- Las esculturas que flanquean el portal parecen alargarse, sus som-

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bras se alborotan en los rincones, tiemblan excitadas como len- nas de vomitar. Ramiro sigue caminando hasta que la borrache-
guas de fuego negro. Ramiro las observa fascinado durante unos ra, el asco y el eco de sus pasos al rebotar una y otra vez en los
minutos. Son incapaces de hacerme daño. Me reconocen. Soy muros de los edificios acaban por desvanecer el murmullo de sus
una de ellas. Da media vuelta y extiende la vista a la plaza de- pensamientos.
sierta, aguza los oídos, aspira el olor de la ciudad. Aquí realiza-
ban sacrificios humanos a los dioses. Después quemaron herejes.
Ahora destripan incautos. De todos ellos sólo quedan las som-
bras. Y quieren venganza.
Con trancos aún inseguros comienza a desandar el camino que
recorrió en la tarde. Llega a la fuente donde la mujer retratada
en el dinero ahora preside la soledad. Antes de bajar a la siguien-
te calle, entre dos de los pilares que limitan la plaza, donde du-
rante el día se instalan los evangelistas con sus máquinas de
escribir, descubre unas siluetas moviéndose en el suelo. No pre-
cisa acercarse para saber que se trata de cuatro hombres inclina-
dos sobre dos cuerpos desnudos, como depredadores desollando
a su presa. Ven pasar a Ramiro con sonrisas rabiosas en el ros-
tro a modo de advertencia. Los galanes de la morena. Ya sin tra-
jes finos ni relojes. Se lo merecen. Por mí ni se preocupen,
campas. No me gusta zopilotear. Además, tengo chamba. Con-
forme se aleja de la plaza, sus pisadas atraen a los perros que
deambulan por el rumbo. Lo siguen unos metros y, al ver que no
trae nada para ofrecerles, reculan aburridos. Ningún otro ser vivo
le sale al encuentro. Hacía un calor del diablo. Sí, lo recuerdo.
Había gente, mucha. Qué asco tengo. A lo lejos el Zócalo se abre
a la noche semejante al final de un túnel, amplio, bien ilumina-
do. Algunos autos doblan la esquina y arrastran estelas de luz
roja alejándose con rapidez. Ramiro acelera la caminata y la res-
piración. Poco a poco ha conseguido eliminar el balanceo de su
cuerpo, aunque todavía los edificios parecen inclinarse y girar
ante su vista. Sí, había montones de gente en la calle. Y perros
también. Los perros me seguían. Victoria me estaba esperando.
Pero no a mí. Al de antes. Tan distinto a éste que ni recuerdo su
nombre. ¿Bernardo? Da igual. Era otro. Ya no aguanto las ga-

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Dos

Ni siquiera estaba borracho. Bebió dos pares de cervezas al sa-


lir del cine porque la ciudad atravesaba entonces la cumbre de la
canícula y ni de noche el calor cesaba de embarrarse a la piel de
hombres y mujeres como una placenta bochornosa. Tampoco era
tan tarde. Serían las doce cuando abandonó la cantina rumbo a
la parada de la pesera que lo conduciría a la terminal de la ruta.
De ahí caminaría quince cuadras hasta a su domicilio: una vivien-
da de interés social en la que Victoria y sus dos hijos lo aguar-
daban dormidos. Deseaba acostarse cerca de su esposa y despertar
a la mañana siguiente para continuar la vida junto a su familia.
Pero la imagen del viejo que apareció de pronto ya no quiso des-
prenderse de su ser.
Bernardo no se sentía cansado al entrar en la cantina. Un pro-
grama doble de películas del oeste después del trabajo lo había
hecho olvidar las horas extras exigidas por la gerencia del perió-
dico y la preocupación de que su mujer pudiera estar de nuevo
embarazada. Luego las cervezas acabaron de relajarlo, de devol-
verlo a su talante habitual. Saboreó cada uno de los tragos des-
pacio, alargando el placer, sintiendo en la boca cómo la amargura
de la malta eliminaba los restos de la suya, para enseguida dis-
tribuirse por el cuerpo a través de la sangre. Cuando el cantine-
ro puso sobre la barra la tercera botella color ámbar aún
escurriendo trozos de hielo triturado, habían perdido importan-
cia las once horas pasadas frente a la computadora, inmerso en
la corrección de notas y reportajes escritos por analfabetos; el

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desasosiego de si Victoria iba a parir uno o varios chamacos más El alivio llegó rápido. Agarró la botella con ambas manos
y la raya quincenal en su bolsillo que no ajustaba para vivir. Lo como si alzara un trofeo. Enseguida la pegó a su frente, a las me-
único importante era ese buen humor que volvía a él y lo libera- jillas, la pasó por el cuello antes de llevarla a los labios. El bie-
ba de todo mal, incluso de su aversión hacia esa ciudad sin alma nestar que el cristal frío, primero, y el líquido después,
que no tenía miramientos a la hora de despellejar a cada uno de transmitieron a su cuerpo lo hizo pensar en que ya iba siendo hora
sus habitantes. de irse a casa. Hervía en ganas de ver a Victoria, a los niños, de
Mientras fumaba y bebía su cerveza, concentrado en las mi- acurrucarse junto a la piel tibia de su mujer y dormir profundo
núsculas gotas de agua que parecían brotar del vidrio, recordó y con sueños agradables hasta que lo levantara el alboroto de sus
con placer las dos películas. Las había visto suficientes veces hijos preparando el desayuno. Mañana sería su día libre, el úni-
como para sabérselas de memoria. La venganza fría y absoluta co durante la semana. No tendría que incorporarse a oscuras con
del hombre que de niño fue testigo del asesinato de sus padres, el fin de marcar tarjeta a las siete. Despertaría por lo menos a
Dios perdona, yo no, representaba el éxtasis. El hecho de tener las nueve o diez, listo para devorar un buen plato de machacado
una sola misión en la vida, y cumplirla desdeñando lo demás, con huevo. Más tarde Victoria y él mirarían televisión algunas
significaba que venir al mundo no había sido un desperdicio. En horas antes de ir al mercado a ponerse tristes a causa de los pre-
cambio las inverosímilesfanfarronadasde Yo los mato, tú los cuen- cios y, por último, si acaso un paseo en el parque.
tas lo hacían reír muchísimo: el guión pecaba de un absurdo es- Le quedaba media cerveza en la botella. No pediría la siguien-
candaloso, y las situaciones... ¿Dónde encontraban los actores te. Sus pequeños placeres estaban limitados; si se excedía en gas-
esos revólveres a los que nunca se les agotaban las balas? Po- tos las consecuenciasserían inmediatas:caminar varios kilómetros
drían matar a veinte o treinta tipos y seguir disparando horas sin a fin de ahorrarse lo de la pesera, dejar de fumar por dos o tres
detenerse un segundo para abrir el cilindro y recargarlo con nue- días, o pedir prestado en la caja del periódico con el fin de com-
vas municiones. pletar la quincena. Tomaba tragos pequeños, medidos, en tanto
Sonrió. Viéndolo bien, de los pocos espectadores en el cine, pensaba que quizá ya debía reunir el valor necesario e intentar
sólo él no paró de reír hasta que le dolieron las mandíbulas. Dos la realización del proyecto que lo obsesionaba desde la adoles- >J.(.
o tres tipos estaban hipnotizados a causa de la matazón, las pa- cencia: escribir una buena historia de pistoleros; de serenos y ban-
rejas se manoseaban entre gemidos sin atender a la pantalla y al- didos, decía su padre. Una historia para cine. Victoria lo alentaba;
gunos sombrerudos, de los que compran boleto nomás por huir incluso, ciertas noches, después del sexo, los dos se desvelaban
del calor hacia un espacio bien refrigerado, dormían a ronquido comentando los posibles argumentos, las secuencias, las escenas
suelto. Bernardo sí había gozado. Lo divertían las exageraciones importantes, los actores y las actrices que ambos preferirían ver
de la historia, los descuidos en la dirección, el ego infladísimo de en los papeles principales.
los actores. ¿Será que de tanto ver el mismo tipo de películas me La cerveza perdía frialdad. Condujo la botella a su boca e
estoy convirtiendo en crítico? Volvió a reírse solo y apuró la cer- hizo un buche pequeño. Relamió sus encías y se chupó los dien-
veza, ya tibia, desagradable. Llamó la atención del cantinero para tes con satisfacción, sintiendo cómo el regusto vaporoso se le im-
que le sirviera otra, pues le urgía arrancarse ese sabor herrum- pregnaba en el paladar antes de precipitarse por la garganta.
boso con un sorbo helado. Sonrió. Puso en el centro de su mente el rostro de Victoria. Su

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'(\.~

entusiasmo aumentaba al imaginar cuáles serían las emociones recto: un narcotraficante cuyo poderío había crecido en la ciu-
que se les vendrían encima a ambos cuando asistieran al estreno dad de manera subterránea. El choque entre ambos se daba a cau-
de su·película. Victoria riéndose como una niña que imagina sus sa de una coincidencia: el hijo del cacique agredía a la hija del
regalos de navidad. Victoria orgullosa por anticipado del éxito capo. Entonces, cuando su contrincante emergía a la superficie,
de su hombre. Victoria abrazándolo mientras le susurra exalta- el empresario antes omnipotente comprendía que su imperio, so-
da al oído: Vamos a ser muy felices. ¿Verdad? Sí, Victoria, cla- cavado en silencio durante años, ahora se hallaba bajo un man-
ro, vamos a ser felices y vas a andar toda oronda, muy ancha por do distinto, el de alguien que rebasaba su autoridad. La policía,
tu marido. Verás que pronto me doy tiempo para trazar la histo- los políticos y hasta los trabajadores de sus empresas obedecían
ria y escribirla y mandársela a un productor. al narco. La escena climática sería la visita que esta especie de
¿Pero a qué horas, si trabajaba de siete a tres o cuatro en la padrino le hiciera al viejo cacique en su oficina, con un enfren-
corrección del vespertino, y eso cuando no había reportajes, en- tamiento verbal que aclararía la nueva situación. La historia an-
trevistas o crónicas que adelantar? No importaba, en este instan- terior de cada uno de los personajes se narraría en forma de
te no tenía ninguna importancia porque estaba henchido de buen recuerdos o regresiones, lo mismo que el encuentro entre los hi-
humor y la cerveza aún no acababa de entibiarse y el rostro son- jos. La venganza del narco correría a cargo de un sicario, tortu-
riente y tierno de su mujer en sus recuerdos lo colmaba de ale- rador experto, de ésos que una vez desatados su furia y su
gría, de ganas de dormir la noche entera abrazado a ella y resentimiento resultan incontrolables. Habría mucha acción y
despertar mañana con la promesa de que después de ir al merca- trataría de sustentar la trama con un trasfondo político, social,
do, pasara lo que pasara, se sentaría a escribir el guión sólo por- psicológico. Una película de denuncia. No está nada mal. Le gus-
que ella lo deseaba más que nada en la vida. taba sobre todo el aire de tragedia que permeaba el desarrollo de
Encendió un cigarro, aspiró el humo y lo soltó viendo cómo principio a fin. Debo hacerlo. Ya es hora. Tomó la botella y be-
se desvanecía entre las botellas detrás de la barra. Sí. Mañana. bió un trago tibio que le provocó un gesto de asco. Volvió a de-
Para eso había estudiado comunicación:. para entrar en el mun- jarla sobre la barra y fumó para sustituir el sabor de la cerveza
do del cine, no para pasar tantas horas diarias enmendándole la con el del tabaco. Enseguida giró sobre su asiento.
ortografía y la sintaxis a reporteros de policía o deportes que no Casi vacía, la cantina se aletargaba en bisbiseos. Raro para
daban trazas de haber pasado por la secundaria y lo trataban peor ser casi la medianoche, se dijo, y para estar situada a tres cua-
que a un amanuense. A partir de mañana exhumaría los libros dras de la central de autobuses. Tampoco llegaba ruido del ex-
de cine que había llevado en la universidad y trataría de abrir un terior y Bernardo tuvo la sensación de que una madrugada
hueco en sus horarios con objeto de darle gusto a Victoria y al repentina había caído sobre Monterrey. Quizás el tiempo fluía
,.¡.. mismo tiempo darse un gusto él. Sí. Una historia violenta, don- más veloz que de costumbre. Si así fuera, ya no encontraría pe-
de el protagonista fuera un viejo cacique empresarial, urbano, seras y debería esperar las primeras del día siguiente ahí en la
acostumbrado a imponer su voluntad a los gobernantes, a sus tra- cantina, en algún café, o en una banca de la central, entre el aje-
bajadores, a los ciudadanos. Le había ido dando forma desde sus treo de las llegadas y partidas, el olor del diesel quemado, los de
épocas de universitario, cambiando el argumento una y otra vez las fritangas, el sudor reseco, los cuerpos desnutridos y el desin-
conforme transcurrían los años, hasta perfilar al antagonista per- fectante que se mezclan en uno solo, nauseabundo, y se suman

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-No.
al escándalo de viajeros cargando bultos y a la horrible voz fe-
menina que brota a cada instante de los altavoces. No, eso sería -¿Hay lucha en la Coliseo?
lo peor que podría sucederme ahora. Quizá no es tan tarde. -Tampoco.
-¿Qué tiempo traes? -¿Y por qué vino tan poca gente, tú?
-Sabe ...
El cantinero, que dormitaba a dos metros, le dirigió una mi-
rada de perro viejo, se limpió el sudor que le escurría por las sie- Bueno, si la gente se había ido a dormir temprano ese día, o
nes y levantó su reloj de pulsera a la altura de los ojos. andaba por otro lado de la ciudad, mejor: le tocaría un buen asien-
-Van a dar las doce. Faltan quince. to en la pesera y llegaría descansado a casa. Tal vez se animara
Entonces no había por qué apurarse. Las últimas peseras a despertar a Victoria. Se presentaría en la cama con algún bo-
circulaban por el rumbo alrededor de las doce y media. En el ca- cadillo y bebidas. Le haría conversación y enseguida jugaría con
mino a la parada no ocuparía sino diez minutos. El cantinero pa- ella hasta prenderle el deseo. Después, juntos se dedicarían a ar-
recía a punto de quedarse dormido y Bernardo echó un vistazo mar la trama definitiva, con los detalles que se les ocurrieran,
a las mesas del galerón para saber si alguien iba a impedirlo or- para que él pudiera sentarse a escribir mañana muy seguro, sin
ningún tipo de duda.
denándole otro trago. Los movimientos eran mínimos, las con-
versacionesse manteníanpor medio de murmullosapenas audibles. Volvió a sentir una oleada de satisfacción en la sangre y tor-
La radiola permanecía muda. Ni siquiera las moscas alborotaban ció un poco el cuerpo, dando la espalda a las mesas. Agarró la
en los rincones. botella al mismo tiempo que identificaba tras él el ronroneo ca-
No lograba recordar si el número de clientes era mayor cuan- racterístico de la radiola al correr los discos. Luego hubo un cru-
do entró en la cantina. Inmerso en la intensidad de las películas, jido metálico y las bocinas zumbaron. Enseguida hizo su aparición
se había dirigido a un banco junto a la barra sin prestar atención la música. Acordeón, guitarra, tololoche y voz pusieron a vibrar
a nada ni a nadie. Sin embargo, ahora no dejaba de parecerle ex- las botellas detrás de la barra.
traño que sólo tres de las mesas estuvieran ocupadas: una por cua-
tro hombres, con seguridad obreros, pues tres de ellos aún Me dicen el asesino por ai,
portaban el astroso overol de trabajo, moteado de manchas de me dicen "Te anda buscando la ley"
aceite. Más allá se aburrían dos tipos con aspecto de empleados porque maté de manera legal
la que burló mi querer...
de oficina, como él, vestidos de pantalón oscuro y camisa clara
de manga corta, la corbata floja y arrugada, llena de sudor. Y
El cambio de atmósfera fue inmediato. Los hombres en el gale-
en la tercera mesa, cerca de la pared, donde no iluminaban los
rón se removieron con energía y quienes hablaban aumentaron
focos, envuelto en la penumbra, un viejo de sombrero texano daba
el volumen de su voz para que los demás escucharan sus pala-
la impresión de hablar solo, con los ojos fijos en la etiqueta de
bras. El cantinero despertó de su modorra y, entornando los ojos
su botella de tequila. Bernardo se volvió intrigado hacia el can- 1

que ahora destellaban de gusto, tarareaba el corrido mientras se-


tinero, quien en ese instante abría la boca en un bostezo mudo
guía el ritmo con palmadas sobre la barra. Aunque no vio quién
pero larguísimo, y le preguntó:
puso el disco, Bernardo supuso que había sido el anciano solita-
-¿Hoy jugaban los Tigres o los Rayados?

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rio. Coreó dos de los versos en la mente: Quince años que de y abrirle su corazón ... Si suspendía el canto, sus labios tembla-
sentencia me den, con gusto voy mi delito a pagar ... pero como ban murmurando un rezo, acaso una amenaza. Bernardo no po-
no recordó los siguientes decidió callarse. Bebió el último tra- día despegar la vista de ese hombre. Un viejo temible, extraño,
go de la cuarta cerveza sustrayendo la lengua al líquido con el inquietante. Las tres palabras daban vuelta en su cerebro, con-
fin de eludir su sabor de medicina caduca, mas no pudo evitar gelando cualquier cosa que pudiera suceder a su alrededor. De
que los vapores del alcohol se expandieran dentro de su boca. pronto una sacudida lo obligó a voltear a otro lado cuando la boca
Cerró los ojos y el asco le tensó los músculos de la cara. Tosió, del viejo se abrió mostrando la mazorca de dientes rotos para ex-
arrojando al aire parte del trago en tanto sentía cómo algunas lá- pulsar una carcajada.
grimas se alojaban en sus párpados apretados. Ya no tenía el mis- Bernardo giró y se encontró de frente con el cantinero, que
mo aguante de antes, de unos años para acá siempre que bebía ahora sonreía divertido con la escena.
con rapidez quedaba al borde de la náusea. ¿Me estaré ponien- -¿Te sirvo otra, compa?
do viejo? -No, ya me voy. ¿Cuánto te debo?
Aún con los ojos bien cerrados, respiró profundo hasta que -Tú sabrás. Fueron cuatro, ¿no?
un suave escalofrío le anunció el retorno a la normalidad. Sí, en- Pagó, mas no salió de inmediato. Al concluir el disco, una
vejecía. Las agotadoras rutinas, las responsabilidades, el cuerpo mentada de madre se acomodó en el silencio entre canción y can-
encorvado durante largas jornadas frente a las teclas de la com- ción y sólo dejó de retumbar al ser cubierta por las nuevas no-
putadora, las presiones, todo eso lo disminuía de un modo pre- tas. Otra vez acordeón, guitarra y tololoche, pero ahora la voz,
maturo. Aún no alcanzaba la edad de Cristo y ya experimentaba distorsionada a su paso por las bocinas, era aguardentosa, un poco
el suplicio de la crucifixión. Con estos achaques encima, quizá melancólica.
no era buena idea la de despertar a Victoria. ¿Qué tal si se me
revuelve el estómago? Sonrió por sus ocurrencias y suspiró al Por las márgenes del río,
tiempo que daba media vuelta. Al abrir los párpados, su vista se de Reynosa hasta Laredo,
cruzó con la del hombre del sombrero texano. Había dejado se acabaron los bandidos,
aparte la botella de tequila y ahora dirigía hacia él un mirar ri- se acabaron los cuatreros,
sueño, como si se burlara de su incapacidad para soportar un tra- y así se están acabando
go de cerveza caliente. Bernardo, medio sorprendido, medio a todos los pistoleros ...
picado, sostuvo la vista durante varios segundos: se trataba de
un anciano grande y corpulento, metido en un atuendo norteño El viejo hizo el intento de seguir la letra, aunque el tono fue
de pies a cabeza: botas vaqueras, pantalón de mezclilla, cinto pi- demasiado alto para él. Se quebró pronto en una suerte de silbi-
tiado y camisa de cuadros. Lucía un bigote tupido, fiero; y la som- do agónico que se fue desinflando poco a poco hasta desapare-
bra de su barba entrecana oscurecía la mitad de un rostro cuyo cer. Bernardo todavía encendió otro cigarro de espalda a las
tono de piel era muy rojo. De un negro sin matices, las pupilas mesas, con las pupilas perdidas en la hilera de botellas tras la ba-
oscilaban dentro de sus cuencas y sin embargo no perdía detalle rra. ¿Estaría loco el vaquero, o nomás borracho? Cuando habla-
de Bernardo mientras coreaba: ... la ingrata que me hizo infeliz ba solo y veía la botella de tequila, hubiera jurado que lloraba

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como cualquier amante que purga su dolor en la cantina. Pero Bernardo no pudo hacer otra cosa que quedarse inmóvil, sin
cuando lo contempló de frente sus ojos parecían en combustión. responder a los gritos. Fue el cantinero quien intervino en su au-
Eran lumbre negra, concentrada, semejante a la del sol en esos xilio:
días de canícula. Su aspecto, el de un animal en busca de san- -¡No le hagas caso, compa! [Este güey ta bien pirata! -y
gre. Un demonio. Carajo, qué hombre tan raro. Pensó que qui- al viejo-: ¡Ora, cabrón! ¡O te callas o le vas llegando! ¡No es-
zá sería buena imagen de inicio en la película. Se lo comentaría tás en tu pinche manicomio!
a Victoria. Sí, muy buena imagen: el hombre y la bestia. Un Bernardo se fugó antes de enterarse del desenlace de la gri-
arranque turbador. El encuentro del cacique con un ser demo- tería. Afuera lo recibió el aire sucio que él encontró agradable,
niaco, con un pistolero de los de antes a las órdenes del narco, un fluido que se internaba en sus pulmones y salía después de
un viejo cowboy con carbón encendido en la mirada y fauces haberle refrescado el interior. Se detuvo por espacio eleun mi-
que se abren para mostrar en su interior un agujero negro. Una nuto ahí, junto a la puerta. Quería ordenar sus pensamientos. Los
historia que, en sí, fuera un corrido norteño. Victoria estará de acordes finales del corrido, ese incansable inflarse y desinflarse
acuerdo. del acordeón y los latidos sincopados del tololoche, franqueaban
las paredes de la cantina hasta desparramarse en la calle. No así
A todos los más valientes la voz del cantante. Bernardo tuvo que realizar un ejercicio de
a traición los han matado... memoria para seguir los versos finales y coreados entre dientes.

Bajó del banco y con un ademán dijo adiós al cantinero. Su des- Murieron porque eran hombres,
pedida jaló las miradas de los hombres, y Bernardo aprovechó no porque fueran bandidos.
para contemplarlos en tanto registraba el resto del galerón de reo-
jo: deseaba fijar en su memoria cada uno de los detalles con el Caminó con rapidez para recorrer cuanto antes las cuadras que
fin de ambientar alguna escena: focos desnudos de baja intensi- lo separaban de su pesera. Iba animado, aunque aún no sabía qué
dad, carteles con mujeres en actitud provocativa sobre las pare- pensar acerca del viejo. No obstante, aun sin saberlo, estaba se-
des, una televisión inservible, mesas de lámina rodeadas por guro de que algo en él le había resultado agradable. Dejó atrás
sillas de madera, el aspecto de los parroquianos. No, el escena- las dos primeras cuadras sin hacer caso de los puestos de cocte-
rio no sirve. Un empresario no vendría aquí. No obstante, el per- les, ni de las cumbias que convertían las cantinas en enjambres
sonaje estaba hecho a la medida. Evitó mirar de nuevo al hombre zumbones, ni de las prostitutas instaladas cada diez o veinte me-
del sombrero, pues ya se lo había grabado. Inclinó la cabeza en tros en las aceras oscuras. Lo único que había en su mente era
señal de despedida y caminó a la puerta. Sin embargo, antes de la figura del loco del sombrero gesticulando y manoteando en el
salir, el estrépito de una silla arrastrada con violencia lo detuvo. aire, señalándolo con el índice como un demonio encabronado.
Al volverse vio al viejo de pie en toda su estatura, inclinándose Una imagen óptima con ese corrido, "Pistoleros famosos", de
como si fuera a venirse abajo. Agitaba el brazo.y lo señalaba con fondo musical.
el índice: ¿Y si no pudiera escribir? La duda aplastó su emoción. Vic-
-¡Ya te vi! ¿Eh? ¡Tienes miedo! ¡Ya te vi! toria llevaba tres semanas de retraso, aunque por ahora no tenía

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la certeza de estar embarazada. Otro hijo significaría la cancela- falsa seguridad que los convertía en presas fáciles de los malvi-
ción de sus planes, añadiendo un remache más al grillete que el vientes del rumbo: pancheros, carteristas o piñeros. Aunque, pen-
periódico había puesto en su tobillo. De pronto se vio trabajan- sándolo bien, qué pueden robarles. Sonrió al ocurrírsele que la
do una cantidad infinita de horas extras, corrigiendo notas y re- central era una suerte de incubadora que arrojaba a sus criaturas
portajes cada vez peor redactados, soportando la prepotencia del a un mundo extraño, proporcionándoles la esperanza como úni-
jefe de departamento. No me va a quedar tiempo ni para ir al ca defensa. No tardaría en encontrarlos por ahí al salir de una
cine. Menos para intentar la escritura de un guión. Trató de con- cantina porque, niños unidos a su madre por el cordón umbili-
solarse, de salvar la esperanza: no era éste el primer retraso de cal, jamás abandonaban las cercanías.
Victoria, ya habían ocurrido otros antes. Cabía la posibilidad El aire se llenó de repente con el olor denso de las arrache-
de que fuera una falsa alarma. Su estado de ánimo se reincorpo- ras al carbón, de las tortillas de maíz fritas o de harina recién he-
raba. Y si es cierto, pues ni hablar. Multiplicaría esfuerzos, le chas, de los chiles serranos tostándose entre las brasas o encima
robaría horas al sueño, haría lo necesario. Estaba decidido. La del comal. En las inmediaciones de la Arena Coliseo, los perros
escena inicial con el viejo demonio se realizaría. No importaba famélicos que se paseaban entre los puestos de tacos y fritangas
el precio. se acercaron a olisquear los pies de Bernardo. Trató de esqui-
Al dar vuelta en la calzada Madero se topó con un ajetreo varlos, pero uno de los animales, más insistente que sus compa-
que contrastaba con la semioscuridad y los movimientos calmos ñeros de jauría, le pegó la nariz en una de las pantorrillas hasta
de las calles que convergen en ella. Redujo el ritmo de sus pa- que la humedad se filtró a través del pantalón y alcanzó la piel.
sos mientras escrutaba en la acera opuesta el eterno alboroto de la La desagradable sensación lo obligó a soltar una coz que fue a
central de autobuses. Las puertas del edificio no cesaban de vo- estrellarse en el hocico del perro. Los gemidos llamaron la aten-
mitar, ni siquiera a esa hora, la sangre nueva que pulularía más ción de la gente alrededor de los puestos.
tarde por las calles de Monterrey. Viajeros y migrantes, campe- -¡Órale, güey! [Pobre animal!
sinos, turistas de otras ciudades, espaldas mojadas en retorno triun- - [Así serás bueno!
fal o fracasado a su lugar de origen, rostros de hombres tatemados No hizo caso y siguió su andar. Por alguna razón la camina-
por el sol que abrían los ojos con asombro ante una urbe llena ta esta vez lo había fatigado. El sudor le escurría por las sienes
de misterio, ancianas quejándose de enfermedades y molestias y su espalda estaba pegajosa. Un dolor ligero le presionaba las
acentuadas por el fragor del viaje, gordas inmensas cargando ca- clavículas. Respiraba rápido, con inspiracionesy expiracionescor-
jas de cartón atadas con mecate, y jóvenes, sobre todo jóvenes tas. Se dio tiempo para un descanso frente a un puesto de tortas,
en busca de trabajo en las miles de fábricas de la ciudad. Ber- lejos ya de los efluvios de la carne a medio cocinar. No sentía
nardo observaba a distancia sin detener su caminata hacia la pa- hambre, pero sí sed. Mucha. De las cuatro cervezas que había
rada de la pesera. Pasaba revista a su aspecto, a su vestimenta, bebido en la cantina no le quedaba ni el recuerdo. Ese año la ca-
a sus actitudes para llegar a una conclusión conocida: la mayor nícula se ensañaba con la ciudad, con sus habitantes, con él mis-
parte procedía del campo, de pueblos o ciudades pequeñas del mo, como si lo hubiera elegido para concentrar en torno suyo las
mismo estado, o de San Luis Potosí o de Zacatecas. Dejaban la temperaturas más insufribles: los rayos del sol durante el día, bo-
central de autobuses disimulando mal su desconfianza, con una canadas quemantes por la noche. Carajo. Hace más calor a es-

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tas horas que a las cinco de la tarde. Mientras esperaba que se feccionar planes: yo podría volver a mi trabajo en la primaria,
le normalizara la respiración, echó una mirada a la calle, al pues- me lo han ofrecido varias veces y además a esa hora los hijos es-
to de tortas, al camino que le faltaba. Un par de cuadras adelan- tán en la escuela; o puedo vender ropa o joyería entre las maes-
te esperaban las siluetas claras y los faros frontales de dos peseras. tras y madres de familia, al fin las conozco a todas; las
Contaba con tiempo, incluso si la primera estuviera a punto de oportunidades abundan.
irse. Había poca gente en las banquetas por ese lado, la mayoría Encendió un cigarro. Se supo afortunado por haberse casa-
se concentraba en los comederos que acababa de rebasar. Se arri- do con una mujer de los tamaños de Victoria y, en tanto expul-
mó al puesto de tortas doliéndose todavía de un temblor en las saba la primera fumarola, estudió la posibilidad: nunca le había
piernas, un ligero calambre que le recorría la parte posterior de gustado el periódico; había hecho su solicitud de empleo con la
los muslos. Sólo dos hombres maduros cenaban ahí, en silencio, idea de trabajar como reportero, no corrigiendo las notas de
ensimismados. Los atendía una joven que, en cuanto lo vio apro- otros. Sí, reportero, y si es de la sección de espectáculos, me-
ximarse, le dijo: jor. Mas de reportero sólo había plaza en el área de policía y al-
-¿Qué le vamos a dar, señor? Tengo de huevo cocido, agua- guien le aseguró que se tendría que enfrentar con lo peor de la
cate, jamón, queso de puerco, combinada y especial. .. ciudad: No, compadre, no tienes idea, se trata de gente cabrona
-Gracias, nomás quiero una soda. que no se detiene ante nada ni nadie, entran y salen del penal
-Pos agárrela el señor, ahí tiene la hielera. como si fuera su casa o un hotel, nunca los pueden ganchar para
Comenzó a salivar desde que levantó la tapa y vio los refres- siempre porque así son las leyes en este país de mierda, ayudan
cos nadando en el agua entre trozos de hielo. Tomó una cocaco- a los criminales en vez de proteger a la gente decente, y ya sa-
la, la abrió en el destapador adherido a la hielera y se bebió la brás cuando te toque sacarles una foto que se publique al día si-
mitad al hilo. El líquido dulzón le arrancó de inmediato la ari- guiente en el periódico, desde ese mismo momento te la juran,
dez de la lengua, las encías y la garganta, aunque también lo hizo cabrón, no te olvidan ni un segundo porque fuiste tú quien los
extrañar el sabor de la cerveza. Entonces recordó al anciano del quemó, te traen un chingo de ganas y donde te encuentren en la
sombrero texano, su película, y estos recuerdos lo condujeron calle o en una cantina o en el cine, aunque vayas con tu familia,
de nuevo a Victoria. Le daría gusto la noticia, por supuesto. Aun ya valiste madres ... imagínate, no vas a poder salir tranquilo a
estando embarazada, lo tomaría como un progreso en la vida de ningún lado, además a ti se te olvidan las caras de esos hijos de
Bernardo, de ella, de los niños. Nada mejor para sus hijos que la chingada, al fin debes retratar a un montón día a día, pero ellos
un padre que no vacilaba en deslomarse por ellos. Porque el cine no dejan de acordarse de la tuya ni un minuto de su vida, cómo
bien podía abrir una brecha que los sacara de la pobreza, de las chingaos no.
limitaciones diarias, de los esfuerzos por estirar hasta lo último Y tras pensarlo unos minutos, considerando que su carácter
los centavos. Victoria sería su mayor apoyo. Incluso, si deveras no le serviría para sobrellevar una vida de tensiones semejante a
lo veía decidido a escribir, llegaría al extremo de proponerle que la que le dibujaban, ni la cercanía de los cadáveres en asesina-
renunciara al periódico para dedicarse por entero al guión. Pero, tos o accidentes, aceptó el puesto de corrector de manera even-
¿de qué viviríamos? No te preocupes, nunca nos ha faltado ni tual, un par de meses o tres quizá y después a otra cosa. No contó
nos va a faltar, Dios proveerá. Y empezaría en ese instante a con- entonces con la inercia, con el adormecimiento de la vocación y

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de las ambiciones por culpa de la costumbre, con el conformis- -Entonces, quién sabe. A lo mejor se quedaron en sus ca-
mo cómodo al que se habituó tras recibir cada semana un che- sas. El día estuvo muy raro hoy. ¿No lo notó?
que mientras se mantuvo soltero, ni con la urgente necesidad de -Sí, por el calor. Hasta los perros andaban extraños.
obtener el mismo cheque cuando decidió casarse, y luego al ve- -Ojalá no les dé rabia -ella bajó la mirada y siguió dedi-
nir el primer hijo y enseguida el segundo y en unos meses tal vez cándose a sus cosas.
el tercero. Pero es hora de cambiar. Ya está bien de inercia. Al Rabia, pensó Bernardo mientras abría otra cocacola. Si no
resolverlo, pisó la colilla del cigarro. baja la temperatura, a quienes nos va dar rabia es a los cristia-
Se terminó la cocacola y depositó el envase en una de las ca- nos. Pinche calor, un poco más y se nos saltan los ojos. Bebió
jas apiladas junto a la hielera. El descanso y la bebida le habían un largo trago, haciendo un buche para experimentar cómo los
caído bien. Incluso se tomaría otra con mucho gusto, el calor no dientes se le enfriaban hasta el punto del dolor. Conforme bebía,
era para menos. Llevó la mano a la bolsa y al mismo tiempo vol- se preguntaba si el tipo del sombrero había enloquecido a causa
teó hacia su destino. Los dos vehículos permanecían en la esqui- de la canícula. Dicen que transforma a los toros. Que se echan
na, con las luces encendidas, esperando llenarse. Adivinaba los uno sobre otro y no se apaciguan si no ha muerto alguno. Tam-
bufidos de la máquina, el sopor de la gente arrellanada en sus bién en los ranchos aseguran que convierte a los perros en lo-
asientos, la vibración de la carrocería. Imaginó el aburrimiento bos. ¿Habrá afectado al viejo vaquero? Estamos arriba de cuarenta
del chofer y se sintió envuelto él también en una inmensa floje- grados y él tomando tequila; lo menos que le puede pasar es vol-
ra. Si caminara hasta ahí en ese instante, debería esperar arriba verse loco. Su imaginación comenzó a exagerar el retrato del
del vehículo el ascenso de suficiente pasaje antes de que el cho- tipo impreso en su memoria y lo vio mucho más viejo, enorme
fer arrancara. En cambio, desde su sitio en el puesto de tortas y musculoso, los bigotes plateados cayéndole en forma de torren-
podía vigilar las peseras: acostumbraban realizar una serie de ma- te sobre los labios que vociferaban maldiciones en tanto avanza-
niobras antes de partir: soltaban el freno, prendían las luces del ba hacia él profiriendo amenazas. De sus ojos escurría lava; en
interior, hacían rugir la máquina y todavía esperaban unos mi- la diestra portaba un puñal curvo, cuyo filo lucía riadas de san-
nutos. Si no alcanzaba el delantero, de cualquier modo tendría gre. Entre palabra y palabra escupía pedazos negros de dientes
la oportunidad de subirse al segundo vehículo, al fin que, como y no dejaba de repetir: Ya te vi: tienes miedo. Encendió el últi-
era evidente, esa noche todo mundo iría a dormirse más tarde mo cigarro, arrugó la cajetilla y la arrojó a la mitad de la calle.
que de costumbre. Las palabras repetidas por el viejo lo inquietaron. ¿Por qué me
-Voy a agarrar otra soda. las diría? Porque se había dirigido a él; a ningún otro. Y si per-
-Sí, señor. Las que guste. sistían dudas al respecto, la intervención del cantinero terminó
- ¿Por dónde andará la gente hoy? Lo único movido por es- de despejarlas: No le hagas caso, compa. Sí, el loco se refería a
tas calles es la central. él. Insultando, amenazando o burlándose, pero se había dirigido
- Yo creo que en ~as cantinas -la mujer lo veía con curio- a Bernardo.
sidad-. Quiera Dios que salgan pronto, no he vendido mucho. Ya te vi: tienes miedo. Puras idioteces. ¿Miedo de qué o de
-No. Yo vengo de una y nomás tres mesas estaban ocu- quién? Palabras de un demente, según el cantinero. Además bas-
padas. tante alcoholizado. Miedo del viejo, ni pensarlo. Esos pobres bo-

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rrachos con un simple empujón se estrellan de boca en el piso y no encontró nada desagradable. Quizá podía pasar un rato con
ya no se levantan. Y sin embargo, no se le había enfrentado. Ber- ella. O la noche entera. Por la zona abundaban los hoteles y traía
nardo reconoció el chisporroteo ácido del remordimiento deba- dinero. A Victoria no le extrañaría que faltara a dormir o que
jo de la lengua. En vez de plantarse en su sitio con firmeza había llegara de madrugada, ya otras veces se había quedado sin ma-
huido mientras las reclamaciones del cantinero evitaban que el nera de regresar a causa de un descuido y ella se había mostra-
viejo lo persiguiera. Debió encararlo con valor, con arrestos; exi- do compresiva. Era incapaz de armarle una escena de celos.
girle que explicara qué significaban sus palabras. Pero algo den- Entonces, ¿por qué no? Dio unos pasos hacia la tortera, situán-
tro de él se negó a asumir las sandeces del vaquero como agresión. dose junto a los bancos destinados a los clientes. Ella se inclinó,
Los visajes, los gritos roncos, el índice terco señalándolo entre cruzó los brazos por debajo del busto y apoyó los codos en la ta-
los demás no eran sino la repetición de una misma escena inter- bla que hacía las veces de mostrador. En ningún instante había
pretada por otros protagonistas muchas veces en su vida. Por la cesado de mirarlo a los ojos. Los senos, hinchados a propósito,
pantalla de su memoria desfilaron entonces su padre y su madre, parecían a punto de saltar del escote, y la visión provocó en él
sus maestros; los árbitros, cuando jugaba futbol americano, el algo semejante a un escalofrío. La mujer notaba su turbación, su
entrenador y los integrantes del equipo rival; sus jefes en el tra- deseo, y aumentó la insistencia en la mirada en espera de sus pa-
bajo, hasta Victoria. Nunca había hecho nada aparte de dar me- labras. Él titubeó, tragó saliva, y lo único que pudo pronunciar
dia vuelta y retirarse. La tibieza, la indiferencia, el conformismo con naturalidad fue:
definían su existencia desde muchos años atrás. O el miedo. O -Tiene razón. Mejor me doy prisa. ¿Cuánto le debo?
quizás otra cosa. Así vivimos todos. En esta pinche ciudad cada Ella se irguió poco a poco, en tanto su rostro acusaba incer-
uno acata lo que dicta la norma. Por sumisos, por apocados, por- tidumbre, como si no entendiera lo que había oído. Sin embar-
que a cada minuto del día estamos cagándonos de miedo. Y para go reaccionó en cosa de segundos. Miró al hombre con desprecio.
dejar de pensar, volvió la vista hacia la parada de la pesera. Murmuró una cantidad y se puso a separar encima de la mesa un
-Me lleva la madre ... altero de carnes frías.
-¿Se le fue su camión? -Gracias -dejó unas monedas en el mostrador.
-La pesera ... En fin, no importa. Todavía hay otra. -Sí -dijo ella casi con rencor y agregó-: cuídese.
-Pues apúrele -ella sonrió y frunció los labios-. No vaya Tienes miedo. Tienes miedo, resonaba una voz dentro de su
a ser que tenga que dormir por aquí. cerebro. Te faltan huevos, pinche agachón, vives cagado, no jun-
Desacostumbrado al trato con otra mujer además de Victo- tas valor ni para jalarte a una vieja al hotel, ni cuando se te ofre-
ria, tardó en advertir el coqueteo. Volvió el rostro hacia la jo- ce en charola enseñándote unas tetas iguales a dos toronjas ya
ven. La sonrisa provocativa no se le había borrado de la boca. peladas para que te prendas y las chupes y las exprimas con las
Sostenía la mirada de Bernardo sin ningún pudor. Él sintió que manos hasta hacerlas soltar el jugo. Sus pasos seguían el com-
se ruborizaba y agradeció que la luz del puesto no fuera muy in- pás de la voz, los pulmones respiraban al mismo ritmo, la velo-
tensa. Debía sumar unos veinticinco años, aunque una vida de cidad de los latidos·de su corazón iba en franco ascenso, pero
trabajo duro, nocturno, la hacía representar por lo menos trein- esta vez no era a causa del cansancio por las cuadras recorridas,
ta. Buen cuerpo, dentro del común, y en los rasgos de su cara sino de esa sensación en la que se mezclaban el ridículo, la cer-

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teza de la cobardía, la ira, la frustración, las ganas de salir co- pidiendo ayuda igual que una mujer o, como cuando adolescen-
rriendo y esconderse de los demás, de esa mujer, de sí mismo. te, pegar, pegar primero para poder hacerlo dos veces. Tres con-
Si tan siquiera trajera cigarros sería capaz de distraerse. El taco- tra uno, y a lo mejor armados: jamás lo lograría. No podría correr
neo sobre el pavimento terminó por acallar la voz en su cabeza, con las piernas así, débiles y temblorosas; lo alcanzarían y le iría
y Bernardo todavía hizo 'el intento de justificarse, de encontrar peor. La opresión en el pecho le impedía gritar. Incapaz de de-
una salida honrosa: No, no es miedo. Es que no le puedo hacer cidir, se quedó ahí, paralizado, mirando las tres sombras con ojos
eso a mi mujer. Victoria me está esperando. Voy a despertarla repletos de miedo.
porque quiero hacer el amor con ella. Con ella, no con una tor- -Mejor que sea la cajetilla, ¿no? -otra voz rompió el silen-
tera que quién sabe cómo se mueva, a qué huela, qué infiernos cio que había durado varios segundos.
me acarree. Sí, fue por Victoria. Porque esta noche vamos a tra- - No traigo cigarros.
bajar entre los dos la historia que nos sacará de pobres en cuan- Vio que en el vehículo los pasajeros se asomaban a las ven-
to hagan la película. Fue por Victoria. tanas para enterarse de lo que sucedía. No tardarían en interve-
Levantó la vista cuando atravesaba un espacio sin ilumina- nir. En eso las tres sombras se abrieron, rodeándolo, y cada una
ción y escuchó un ruido que no supo identificar a su lado. Una de las plastas negras se definió, adquirió forma y hasta un poco
rata o un gato, acaso un teporocho durmiendo la mona. La pe- de volumen. Se trataba de muchachos, muy jóvenes. Uno de ellos
sera ronroneaba a menos de media cuadra. De su escape surgía cargaba en la mano un objeto largo. Un tubo o un bate. A Ber-
un garabato de humo blanquecino, espectral, que se disolvía nardo se le arrugó el estómago en un espasmo, la boca se le lle-
unos metros arriba, en la oscuridad del cielo. Una pareja de an- nó de un sabor amargo y la presión sanguínea le nubló la vista.
cianos abordó en ese momento el vehículo y a través de las ven- lluir. Forzaría las piernas. Dio un paso atrás.
tanas vio que se acomodaban en el asiento trasero. Había más -Tons préstanos una lana pa comprar -el que no había ha-
personas adentro, pero aún sobraba lugar. Muy pronto se encon- blado se situó a sus espaldas.
traría en casa, en su cama, enredado en el cuerpo de Victoria ...
No comprendía por qué tardaban tanto, por qué no le solta-
A salvo, puntualizó la voz dentro de su cerebro, y Bernardo reac-
ban el primer puñetazo de una vez por todas. ¿Y los de la pese-
cionó con un respingo, ofendido. ¿A salvo de qué? No le alcan-
ra? Se mantenían a distancia con el único interés de presenciar
zó el tiempo para responderse porque de las tinieblas de una
un espectáculo que no los involucraba. Para colmo, la voz había
construcción abandonada emergieron tres sombras raudas y se
vuelto a aparecer, a gritarle dentro del cerebro: [Mira tu miedo!
apostaron frente a él cortándole el camino. Se paró en seco. Una
¡Siéntelo! ¡Disfruta de él, cobarde! ¿Ves cómo es real? [Te es-
voz juvenil, medio atiplada, le dijo en tono de desafío:
t:'tscagando! [Sigue con tus temblores en lugar de hacer algo! ¡Al
-¿No me regalas un cigarro, compa?
fin y al cabo nomás serán unos cuantos golpes! [Pasará rápido y
Un temblor ascendió desde los tobillos a través de las pier-
después a vivir igual que siempre! Los tres jóvenes ahora mano-
nas para al final, incisivo, presionar sus ingles. Un asalto, no ca-
tcaban, adelantaban el rostro hacia Bernardo. Él veía las bocas
bía duda ¿Y si no? En su mente se desbocaban las opciones: huir
nbriéndose, distorsionándose hasta borrarse de nuevo en la pe-
o tratar de conformarlos con algo, unas monedas o lo que fuera
numbra. La saliva lo salpicaba, pero por unos instantes no los
o quizás intentar detenerlos con razones o estallar en chillidos
escuchó. Sus oídos, y ahora sus pupilas, se cerraban al exterior

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en un intento por aislarlo del mundo. Sólo entendió las palabras su corazón le rebotaban en el cráneo. Cuando las manos del que
del que se le acercó para ponerle el brillo de la navaja cerca de lo registraba palparon el bolsillo donde guardaba los billetes, li-
los ojos: beró la energía contenida. No supo cómo, ni qué lo empujó a reac-
-¡Mira, cabrón, ya déjate de mamadas y caite con lo que cionar: de pronto se transformóen una presa que se revolvía dentro
traigas! de la red. Sin esperar las órdenes del cerebro, sus puños y sus
La quincena. La renta y la comida de la familia. No se mo- piernas se impulsaron contra los agresores. De un zarpazo apar-
vió. Recibió el primer impacto en la cara, en la mejilla, sin do- tó la navaja de su cuello y se llevó un tajo en el hombro. Ahora
lor, aunque reconociendo que el regusto cobrizo de la sangre le sí la herida le erizó el vello de la nuca, pero también fue el aci-
inundaba la boca. Luego le hundieron una patada arriba de los cate para que la emprendiera a golpes con el que había olfatea-
testículos y el miembro: el sabor esta vez fue hondo, muy den- do su dinero hasta quitárselo de encima.
so. No veía a sus atacantes, ni los escuchaba. Tampoco sufría. En un instante se incorporó. Al siguiente se encontraba en-
No se atrevería a llamar sufrimiento a esa lluvia de puños sobre medio de un apretado intercambio de patadas, mordidas, jalones
su cuerpo, constante, tupida, pero que no le arrancaba reacción y manotazos. Y si el dolor era una sensación muy lejana, tam-
alguna. Como un fantoche, se había abandonado a lo que los otros poco estaba conciente del daño que causaban sus puños y sus pies.
dispusieran para él. Al fin pasaría rápido. Ni siquiera los bata- Un rumor sordo le taponaba los oídos y frente a sus ojos sólo
zos que le entumían la espalda, las nalgas, las piernas, llegaron distinguía trozos de sombras que cambiaban de sitio con preste-
a dolerle. Cuando el bate lo golpeó en el cráneo de refilón la voz za. De cuando en cuando lograba atrapar un miembro, una ca-
que aún murmuraba injurias dentro de su cerebro guardó silen- beza y la molía con puños y rodillas, con la frente, mordía la carne
cio. En su lugar apareció un largo rechinido que puso a girar a hasta arrancarla y después escupía la sangre. No se dio cuenta
los asaltantes a una velocidad de vértigo y poco a poco fue can- de que había arrebatado el bate a sus agresores sino hasta que se
celando sus sentidos. Enseguida todo paró. le entumieron los brazos de tanto apalear los cuerpos que lo aco-
Estaba en el suelo, sangrante, a merced de los tres jóvenes. saban. Ya no se movían. Yacían en el suelo entre gemidos, re-
El de la navaja le presionó la punta en el cuello con el fin de man- torciéndose como peces fuera del agua. El más próximo intentó
tenerlo inmóvil. Bernardo percibió el metal helado en su carne, enderezar la cabeza y Bernardo alzó el bate por encima de su hom-
mas fue como si se tratara del estetoscopio de un médico que con- bro para tomar impulso. Algunas exclamaciones de susto se
firmara su pulso. Otro le colocó un pie en el pecho. El tercero abrieron paso a través del rumor en sus oídos y se tornaron his-
revisaba sus bolsillos, uno a uno. Bernardo apretó los párpados, téricas cuando descargó el golpe. Un crujido seco llenó el espa-
pero éstos se habían atestado por dentro de colores brillantes. El cio abierto de la calle. Había terminado. Es cierto: fue rápido.
rojo cubrió su vista. Sintió la sangre en ebullición, la ira que le Hizo un esfuerzo por normalizar su respiración, por aclarar la
hinchaba el pecho, el nacimiento de una voracidad que no cono- vista. Sus oídos volvieron a abrirse. Ni lo sentí.
cía o que había olvidado. Cada uno de sus músculos vibraba, y Algo brillaba en el piso y se puso en cuclillas con el fin de
ese estertor continuo, tan parecido a un ataque, comenzó a ge- averiguar de qué se trataba. La navaja. Extendió la mano y la
nerarle en la garganta un bramido animal. Sus miembros eran tomó acercándola a su rostro. Tenía la hoja tinta en sangre. Des-
cables a punto de romperse a causa de la tensión. Los latidos de de ahí miró al muchacho caído a sus pies. Se cimbraba ante la

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cercanía de la muerte con los ojos abiertos y una expresión de frialdad para matar. No importaría que sólo se hubiera defen-
pánico que se volvía más grotesca a causa de su rostro deforme. dido.
Le faltaba un trozo de oreja y la nariz y la mandíbula se le ha- Corrió buscando calles solitarias, esquivando a la gente que
bían hundido hasta casi desaparecer. El de más allá emitió un ge- deambulaba en la madrugada y las luces de los automóviles, re-
mido, sacudiéndose un poco, y Bernardo se aproximó a él. Era fugiándose en zaguanes y callejones cuando alguien pasaba cer-
muy joven, alrededor de veinte años. Sufría mucho. Miraba a su ca, para enseguida seguir corriendo. Sin rumbo fijo, a donde lo
verdugo con un solo ojo. El otro, hinchado, había perdido su for- llevaran la suerte y esa luna llena que no paró de vigilarlo con
ma. Le colocó una mano en el pecho y percibió ahí los esterto- su ojo amarillo sino hasta que lo vio perderse en una especie de
res del dolor. Buscó el corazón. Los latidos eran veloces y selva donde la vegetación se cerró tras de sus pasos. Entonces,
Bernardo percibió que también los suyos se aceleraban. Por los en tanto escuchaba el fluir de un arroyo, el ruido de los insectos
muslos le corrían vibraciones que fueron a florecer de golpe en y los movimientos sigilosos de algunos animales, supo que se ha-
su bajo vientre haciendo que en sus labios se abriera una sonri- llaba a salvo, donde nadie podía hacerle daño. Buscó un refugio
sa. Adelantó su rostro hacia el del muchacho para no perder de- entre la maleza y se recostó. Aunque todavía sangraban, las he-
talle de su única pupila en tanto hundía despacio la navaja entre ridas cesaron de dolerle, el recuerdo de los rostros llenos de ho-
dos costillas, ahí donde había sentido el golpeteo. Una mujer chi- rror dejó de molestarlo y, sobre todo, la voz dentro de su cerebro
lló y se escucharon pasos y murmullos cercanos. Bernardo no enmudeció. El miedo se había esfumado para siempre.
hizo caso, concentrado en esos ojos cuyo brillo interpretó como
de agradecimiento.
Al ponerse en pie los murmullos de la gente se interrum-
pieron. Dio un par de pasos inciertos, y los dolores que había
ignorado durante la lucha comenzaron a hacerse presentes, in-
tensos, casi insoportables. Caminó hacia los mirones y vio refle-
jado en sus rostros el horror que les causaba. La pesera permanecía
en la esquina con la máquina y las luces encendidas, vacía. Los
pasajeros habían bajado al darse cuenta del zafarrancho. No acu-
den a ayudarme, sino a acusarme. Los mismos que ahora lo mi-
raban aterrorizados habían permanecido impasibles cuando lo
asaltaban. Avanzó unos pasos más y se apartaron de él como
si huyeran de un perro rabioso. Entonces advirtió que aún por-
taba en la mano la navaja ensangrentada. La cerró y continuó su
camino sin que nadie dijera nada ni intentaran detenerlo. Al lle-
gar a la esquina escuchó una sirena y comprendió que ahora sí
debía correr mientras lo sostuvieran las piernas. Cada uno de
los testigos daría fe de su furor salvaje, de su sadismo, de su

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Tres

Al abrirse las puertas automáticas el calor se le viene encima se-


mejante al jadeo de una caverna. Los rayos del sol penetran has-
ta el fondo de sus ojos, oprimiéndole el cerebro que, de pronto,
proyecta imágenes sombrías. Ramiro da un paso atrás para res-
guardarse unos segundos más en el clima del aeropuerto. Entre-
ga las llaves del auto rentado al mozo que carga su maleta y lo
ve meterse bajo la lluvia solar sin ningún problema, en calma,
con el talante de un obrero de fundición. Las puertas se cierran,
aliviándolo, pero enseguida vuelven a abrirse a causa de la gen-
te que entra o sale. Escucha sus voces: hablan fuerte, algunos
casi a gritos. Ríen con frecuencia. Reconoce la cadencia brusca
de ese lenguaje y en él se enmarañan sentimientos añejos. Bien,
estoy aquí. Ojalá las cosas no hayan cambiado mucho. El mozo
lo espera junto al auto y Ramiro reúne su coraje para abandonar
el aire acondicionado. Me voy a derretir. Perdida la resistencia
a tales extremos, su cuerpo empieza a sudar al instante. De pri-
sa se desanuda la corbata y desabrocha el botón del cuello. Se
deshace del saco. Le da unas monedas al mozo y abre la porte- \1
zuela del conductor. De adentro del auto brota una exhalación
aun más ardiente que lo empuja hacia atrás. Puta, no voy a
aguantar. Los asientos queman, las manos no toleran el contac-
lo con el volante. Sin embargo, no cuenta con otra opción por lo
que, haciendo un esfuerzo, echa a andar el motor y el clima y de
inmediato salta de nuevo afuera, donde enciende un cigarro con
el objeto de matar el tiempo mientras la refrigeración actúa.

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Ya se acostumbrará, lo sabe. Aspira el aire que parece bro- quete. Acaso un rifle de precisión. O una escuadra. Ramiro pre-
tar de una parrilla al fuego en tanto contempla las mujeres lige- fiere las armas cortas. Le proporcionan mayor libertad de movi-
ras de ropa y a los jóvenes en bermudas que ingresan al aeropuerto. miento. Con el rifle tendría que treparme a una azotea, o de perdida
Los hombres van de traje, o de mezclilla y playera. No sé cómo a una oficina sola en un piso alto. Quién sabe si haya. Con la es-
soportan el saco y los pantalones sin deshidratarse. Esto es un cuadra, en cambio, puedo acercarme. Sí, es mejor, sobre todo
verdadero camal. Por un momento recuerda un juego de su in- si trae guaruras. Deja atrás el municipio de Apodaca y entra en
fancia, cuando él y otros niños rompían un huevo encima de un San Nicolás. La actividad junto a la carretera crece. En ciertos
carro estacionado al sol para verlo cocerse y adquirir consisten- tramos hay grupos nutridos de gente: tras siete horas de jornada
cia en el cofre, luego lo sazonaban con sal y, utilizando un tene- continua, los obreros, las secretarias, los oficinistas aguardan el
dor, lo devoraban entre todos. Es cuestión de voluntad. No por transporte industrial que los devolverá a casa. En cambio, los que
nada viví aquí tantos años. Gira la vista hacia la lejanía. Las ema- se arremolinan en tomo a los puestos de tacos y lanches conti-
naciones del pavimento levantan una membrana entre él y la ca- nuarán en el segundo tumo. Ramiro los mira desplazarse bajo el
rretera. ¿Esto es Monterrey? ¿Una plancha cosida a la coronilla? sol con naturalidad, riéndose, embromándose unos a otros. Lue-
¿Este olor a piedra recalentada? Mira su reloj: la dos veinticin- go contempla la zona industrial: fábricas, ensambladoras, cen-
co. Se acomoda tras el volante y arranca. tros comerciales, colonias populares donde antes había ranchos
El viento frío que surge del tablero le endereza el ánimo, mas y terrenos baldíos. Carajo, ¿cuánto tiempo es necesario para que
no consigue arrebatarle por completo la sensación de orfandad una ciudad desaparezca y otra ocupe su lugar? La cinta asfáltica
que le provoca la cercanía de la urbe. Aquí empezó todo, ¿re- espejea, luce como un río congelado. El auto se desliza encima
cuerdas? Hay poco tráfico en la carretera y Ramiro pisa el ace- de ella semejante a un trineo. Pocas veces manejó en esta ciu-
lerador mientras su cuerpo va recuperando el bienestar. En ese dad, lo recuerda al disminuir la marcha y dar paso a un autobús
entonces caminabas kilómetros y kilómetros por calles terrosas que rebasa una traca destartalada. Nunca pudo comprar un auto;
bajo el mismo sol. Respirabas en camiones urbanos atestados de su sueldo apenas ajustaba para viajar en camión urbano. El aire
ese caldo grasoso que se forma con el polvo, el humo, el sebo directo al rostro le irrita la garganta. Carraspea y cierra las reji-
evaporado de los pasajeros y el aire caliente. Era tu vida. Las llas del tablero con un manotazo. El autobús vuelve al carril de-
suaves evoluciones de las llantas sobre el pavimento lo ayudan a recho y Ramiro oprime otra vez el acelerador intentando no
olvidar los reparos. Avanza por el carril de alta velocidad, reba- hacer caso a la multitud de anuncios espectaculares que preten-
sando coches, trailers, autobuses, sin prestar atención a los edi- den jalar su atención hacia las alturas.
ficios aislados que aparecen a los flancos del camino. Es verdad, mejor uso una pistola. Si Damián no la incluyó
Ahora a localizar la oficina de Maricruz Escobedo. No será en el paquete, de cualquier modo la consigo. Fue lo que utilizó
difícil. Debe quedar en las inmediaciones del Mall del Valle, en para llevar a buen fin su último encargo siete meses atrás. Una
la zona del dinero, de los hoteles para empresarios, de los cor- escuadra pequeña, calibre 22; fácil de disimular bajo la camise-
porativos y de las casas de bolsa. Hoy mismo me doy la vuelta. ta y el pantalón de terlenka que habían sido su atuendo de lava-
Durante la entrevista en el restaurant, Damián le había sugerido coches durante una temporada. Lo recuerda mientras sus ojos ven
actuar a distancia. Con limpieza. En el hotel lo esperaba un pa- hacia el panorámico donde una mujer en ropa interior lanza un

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beso a su paso. Victoria's Secret. El hombre señalado por Da- yas torretas rotan sin proyectar luz. Ramiro levanta los ojos de
mián acostumbraba desplazarse en una Suburban, junto con su nuevo, sólo por un segundo. Salinas y Rocha. Camiones Dodge
chofer y dos guardaespaldas. Unos cuantos días le bastaron a Ra- le dan la bienvenida. Al día siguiente, en cuanto vio aparecer la
miro para enterarse de que su cliente en turno sólo descendía del Suburban por la rampa de entrada se acercó a ella. Dos de las
vehículo en espacios cerrados, estacionamientos y cocheras, portezuelas se abrieron primero y bajaron los guardaespaldas. Él
como si temiera, con razón, abandonar la protección del blinda- cerró los ojos y olió el aire. Sintió su pulso alterado. El cliente
je. Imposible hacerlo de lejos. Le avisó a Damián que el asunto se apeó y enseguida se acomodó entre sus hombres. Jefe, ¡jefe!,
tardaría algunas semanas y se apareció por el rumbo con su cu- ¿no va a querer hoy la lavada? Se la encero rápido. Se aproxi-
beta y su trapo dispuesto a ganarse la confianza de vigilantes, cho- mó a los tres respetuoso, sonriente, con muchas ganas de hacer-
feres y los otros lavacoches. No fue difícil. Nomás bastante se de unos pesos,
. mientras se rascaba la espalda, o al menos
. eso
dilatado. Esos cabrones son celosos con su territorio y no dejan parecía. Traigo también el líquido que le deja las llantas bien chi-
entrar a cualquiera. Pero después de unas tortas y una ronda de das, negras machín. No tuvieron tiempo de negarse: la pequeña
caguamas aflojaron un lugar. Los espectaculares se multiplican. escuadra se desencajó de su cintura para cumplir el encargo de
Ahora es una mujer madura, con aspecto de ama de casa, lleván- Damián en cuestión de segundos, dejando a Ramiro envuelto en
dose a la boca un taco hecho con tortilla de harina cuya marca una espasmódica sensación de poderío. BIENVENIDOS A LA CIU-
Ramiro no alcanza a leer. Luego una cerveza. Carta Blanca. Se DAD METROPOLITANA DE NUESTRA SEÑORA DE MONTERREY. El trá-
instaló dos meses en el sótano de ese edificio de la colonia An- fico se aprieta y él disminuye la marcha. No se lo esperaban. Ni
zures, fregando carrocerías hasta que las manos se le entumie- cuenta se dieron de por dónde les llegó. No hay duda, con una
ron, apestando a detergente barato, con el espinazo torcido igual pistola las cosas se hacen más fáciles. El primer semáforo en ro-
que un labrador, pero al fin notó cómo su presencia pasaba de- jo lo obliga a detenerse.
sapercibida. Se había convertido en parte de la decoración, como Un chiquillo descalzo y chamagoso se arrima al auto. Pega
las columnas de concreto y los tambos de basura. Invisible a los al cristal de la ventanilla un periódico con enormes titulares en
ojos de los ejecutivos y de quienes visitaban las oficinas; sobre rojo y una foto de media plana que muestra un amasijo de fie-
todo, invisible para los guardaespaldas del cliente. Esos eran los rros retorcidos rodeado de policías, socorristas y mirones. Ra-
más distraídos. Ni siquiera me veían cuando se bajaban de la ca- miro siente un retortijón en el vientre. Acelera esquivando al
mioneta y caminaban a mi lado bien misteriosos, volteando a to- voceador y tuerce en la esquina para seguir la ruta que conduce
das partes. Según ellos muy al tiro, pero nomás les faltaba babear. al centro. Era su periódico. El vespertino policiaco cuyas notas
Incluso llegaron a pedirle que lavara y encerara la Suburban. Una corrigió día tras día durante años. Se pregunta si sus compañe-
tarde, tras dejar la carrocería reluciente y recibir una propina ge- ros de entonces trabajarán aún en él. Algunos, seguro. Aunque
nerosa, salió del sótano antes de la hora acostumbrada. Cuando debe haber mucha gente nueva. Por lo visto, el estilo sigue igual:
tú lo ordenes, Damián. Esto ya se cocinó. Pues que se haga, dijo titulares escandalosos, fotos sangrientas. Eso no cambia. Luego
Damián. De una vez, el que paga tiene prisa. Una ambulancia de voltear en una curva, la calle desemboca en los cinco carri-
pasa junto a él arrastrando un coro de alaridos y se pierde entre les de la avenida Constitución, paralela al río Santa Catarina. Ra-
el tráfico más adelante. Tras la ambulancia van dos patrullas cu- miro recuerda el rumbo, sin embargo los edificios al lado de la

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arteria no cuentan con un reflejo en su memoria. De nuevo la falta el gusto, pero al llegar ordenará algún platillo regional. Está
sensación de orfandad se apodera de él. Los espectaculares vuel- resuelto. Lo piensa mientras deja atrás la macroplaza, antes de
ven a proliferar. Hotel Ambassador. El Tío. Cedetel, lo mejor doblar a su derecha en dirección del Hotel Ancira.
en telefonía. Ramiro apaga el clima y abre la ventanilla. El vaho
entra en torrente, revolotea en torno suyo y enseguida cubre su
cuerpo a manera de sudario. Visite Galerías Monterrey. Mueve Tal como lo supuso, la dirección anotada en los documentos co-
el volante para circular por el carril del extremo izquierdo. El rresponde a un barrio lujoso por el rumbo del Mall del Valle.
río Santa Catarina presenta el aspecto de siempre: un cauce an- Sin dificultades dio con la calle, de sólo dos cuadras de longi-
chísimo ocupado en su mayor parte por puro tepetate o canchas tud, situada entre dos avenidas paralelas de escaso tráfico. Ahí,
deportivas o maleza. Un lecho de piedras. McDonald's. Grupo con la Sierra Madre a sus espaldas, se yergue el edificio de once
Imsa. El Rey del Cabrito. pisos, cubierto desde el suelo hasta la azotea por una espesa cua-
Enciende el radio al cruzar un paso a desnivel. Un cantante drícula de cristal oscuro. Un domo de granito indica la vocación
tartamudea una canción de rapen el dialecto de los negros. Cam- del espacio: VALORES FINANCIEROS DEL NORTE. Sólo un guardia
bia de estación: rock en español. Después una cumbia colombia- desarmado se asoma de cuando en cuando hacia afuera del edi-
na. Música disco. Rock en inglés. Gloria Trevi desgañitándose ficio; no hay gente en las aceras torturadas por el sol. La vege-
con los ojos cerrados. El ardor del aire empieza a marearlo, pero tación se reduce a unos cuantos arbustos chaparros y un par de
no se decide a cerrar la ventanilla. Quiere habituarse a él lo más árboles escuálidos en el camellón que divide la calle. Sin otras
pronto que pueda. Se limpia el sudor de la frente con la mano y construcciones de altura en las cercanías, el rifle queda descar-
las gotas caen sobre su pantalón, humedeciéndolo. Nuevos anun- tado. Justo enfrente de las puertas giratorias del edificio, un café
cios panorámicos. Todos los caminos conducen a Soriana. Llan- de ventanales amplios, con numerosa clientela, se le presentó a
tas Michelin. Mueblerías Zertuche. Da con una frecuencia en Ramiro como un inmejorable puesto de observación. Desde cual-
donde un locutor concluye su perorata. Los dejo, mis amigos, quiera de las mesas que dan a la calle puede vigilar quién entra
con la desaparecida reina del tex-rnex. Ella es ¡Selena! Y ya lo y quién sale de la casa de bolsa. Sin embargo, antes de ingresar
saben: la hora exacta, tres en punto de la tarde; la temperatura el auto en el estacionamiento, recorrió los alrededores durante
en Monterrey y su área metropolitana, cuarenta y dos grados cen- casi media hora con el fin de conocer la zona.
tígrados a la sombra. Otro paso a desnivel. Un semáforo en ver- -¿Le sirvo un poco más?
de. Las trompetas dan inicio a la canción y enseguida se escucha Escucha las palabras demasiado lejanas, sofocadas por el ru-
la voz bravía, bien timbrada; de la cantante chicana. Aunque el mor de conversaciones y la música somnífera que surge de las
sudor es cada vez más copioso, su piel comienza a acostumbrar- bocinas creando una atmósfera de mueblería. Tarda en compren-
se a la temperatura. Sus pupilas han asimilado el resplandor del der que se dirigen a él. Como si despertara de un letargo, apar-
sol. Plaza La Silla, qué maravilla. Sorteo Tec. Cuando los edi- ta la vista del ventanal para posarla en la mesera vestida de
ficios del centro se vuelven por completo visibles, Ramiro tiene uniforme rosa mexicano. Ella no sonríe; lo interroga con expre-
la sensación de que lleva muchos días en la ciudad. Monterrey sión bovina y mueve un poco la jarra de aluminio. En su taza va-
se le ha metido por la vista, el oído, el tacto y el olfato. Sólo le cía el café luce igual que una mancha de tinta.

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-Sí, llénemela. un respiro. A veces el poder también descansa. Porque Ramiro
La joven inclina la jarra con desgano y el líquido escurre en está seguro ahora de que se trata de una hembra poderosa. Ha
un hilillo magro y vaporoso. Luego se retira lenta, el paso tor- hecho a un lado la hipótesis del adulterio y tampoco cree en el
pe, la cabeza gacha, esquivando las miradas de los clientes que despecho de algún enamorado. No, el asunto este es de dinero,
se resignan a ser ignorados. Un cubículo de madera con peque- de influencias, de intereses gordos. Por eso te quieren borrar,
ños vitrales es su refugio. Ahí se oculta entre canastillas reple- Maricruz. La imagen de la mujer que va construyendo enlamen-
tas de vasos, parrillas eléctricas y ánforas de vidrio con jugos de te se encuentra por encima de vulgaridades como las de cualquier
distintos colores. Está cansada la chata. Su único deseo es que mortal. Piensa en ella de la misma forma en que pensaría en al-
la dejen en paz. ¿Desde qué horas andará en la chinga? Rami- guien con grandes responsabilidades, capaz de tomar decisiones
ro dirige la vista al cielo donde, enmedio de un azul limpísimo, que afectan a mucha gente. Margaret Thatcher. Sí, ha de serpa-
el sol se desguaza en llamaradas. Todavía no son ni las siete, recida. Una verdadera hija de la chingada. Una dama de hierro.
le ha de faltar un buen. Y yo igual que ella. Si no fuera por el Finge leer, mas las líneas bailan y se entrecruzan ante sus ojos,
café... y de pronto las olvida para vigilar las puertas de la casa de bol-
Fuma sin descanso, probando ese menjurje a veces frío, a ve- sa. Se envuelve en la paciencia aprendida, ése es su trabajo. Ade-
ces hirviente, con un ejemplar de Proceso junto al cenicero, más, ¿a dónde ir? ¿A pasear por unas calles que hace muchos
abierto en la misma página desde hace dos horas. Lo compró en años dejaron de ser mías? ¿A buscar a la gente que olvidé? Aquí
el hotel. Supuso que iba a requerir algo que le sirviera de para- empezó todo, Ramiro, ¿recuerdas? No, no me acuerdo. No vale
peto y decidió entrar en la revistería antes de subir a su habita- la pena. La nostalgia sólo genera calamidades. Estira la mano
ción para darse un regaderazo. Había comido demasiado y el calor hacia la taza, pero en el último instante suspende el movimien-
de la digestión se sumaba en su cuerpo a la temperatura de la ciu- to. Tiene ganas de orinar. Un cosquilleo persistente cerca de los
dad, por lo que ansiaba meterse bajo el chorro de agua helada. intestinos le avisa que la vejiga está llena. Las mandíbulas se le
Cuando extraía de su maleta un traje nuevo, vio que en una bu- estremecen. Carajo, es por el café y el maldito aire acondicio-
taca de cuero junto a la cama lo esperaba, aún cerrado, el paque- nado. Busca en el asiento una posición relajada. Enciende otro
te de Damián. Pero Ramiro no tenía ganas de abrirlo en esos cigarro. Se concentra en el artículo de Proceso sobre los guerri-
momentos. Su prioridad era ubicar a su cliente cuanto antes, co- lleros chiapanecos. Lo que sea, con tal de evadir la premura de
nocerla en persona al fin, contemplar su verdadero rostro, sus levantarse.
gestos, sus actitudes. Una mujer que aparece en las puertas giratorias llama su aten-
Sal, Maricruz. Déjame semblantearte. Quiero saber cuánto ción. Alta, esbelta, abundante pelo color caoba. El sol comien-
has cambiado en veinte años. La imagina en el piso de más altu- za a caer detrás de la Sierra Madre y la luz dentro del café es
ra en el edificio, detrás de un escritorio gigante, rodeada de más intensa que en la calle, por lo que Ramiro debe aguzar la
computadoras, teléfonos, faxes, expedientes; soportando el aco- vista para verla bien. Lleva falda negra, blusa de seda tornaso-
so constante de secretarias, empleados menores e inversionistas lada, zapatos altos; de su cuello penden varios collares dorados,
ingenuos, incapaces de tomar decisiones por sí mismos. Ya, por muy gruesos. Sigiloso, Ramiro extrae del bolsillo del saco la fo-
Dios. Deja de tejer intrigas aunque sea por unos minutos. Date tografía de Maricruz Escobedo y la coloca encima de la revista

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abierta. La mujer se ha acercado por la explanada del edificio a
visto, lo sabe, y aun así nota en cada uno de ellos algo conoci-
la acera, pero ahora conversa con un hombre de espaldas al café.
do. Una patente de nacimiento. Una formación general, abona-
Ramiro no pierde detalle. Podría ser. El cuerpo y el cabello son
da por costumbres compartidas, el clima, la música, la manera
como me los imaginaba. Aunque el color de la blusa no. No me
de hablar, los alimentos. Es el sello de la geografía, Ramiro. La ''.r/..1.
..
cuadra tan chillón. Y los collares resultan recargados. Han de
ciudad que se le va grabando a uno en la cara interna de la piel,
sonar igual que cencerros. No. La dama de hierro es sobria, se-
poco a poco, a través de los años, hasta que surge a la superfi-
guro. Emana autoridad a simple vista. Importancia. Y esa vieja
cie como un tatuaje. Eso es lo que vi en tu fotografía, Maricruz:
de ahí no se ve importante; nomás rica. El hombre toma del bra-
cierto aire de familia. ¿Serán las prendas, el maquillaje, ese cor-
zo a la mujer y ambos cruzan la calle hasta el camellón. Mien-
te de pelo que se usaba aquí hace veinte años? O la expresión de
tras esperan a que pase un auto, Ramiro vislumbra sus ojos
la mirada. Se vuelve hacia un grupo de cinco mujeres que par-
oscuros y, conforme caminan rumbo al café, también advierte el
lotean en la mesa vecina. Lucen distintas entre sí, sus atuendos
restiramiento del rostro, los labios abultados con colágeno, las
son variados, el timbre de sus voces no presenta ninguna simili-
arrugas en el cuello. A ésta la reconstruyeron a mano. Rica, ope-
tud y, sin embargo, Ramiro las encuentra tan semejantes como
rada, artificial, ostentosa. Nada que ver con la dama de hierro.
si fueran hermanas. Sí, eso ha de ser. Los ademanes, los gestos,
Se ríe. Más bien sería la dama de plástico.
la forma en que se mueven, la entonación. Todo trae la etiqueta
Ni modo. A seguir esperándote, Maricruz. Da un sorbo pe-
de Hecho en Monterrey. Igual que yo. Tú eres de allá, dijo Da-
queño al café tibio. Desde que-Damián le entregó el sobre que
mián; pasas como norteño. Es cierto. En algún lugar del cuerpo
contenía la foto, una inquietud cuyo origen no pudo precisar en- yo también traigo la misma etiqueta.
tonces lo embargó. ¿La conoces? No supo responder. Algo ocul-
Observa la explanada desierta. El sol se ha marchado al otro
taban esos ojos verde profundo, esa sonrisa enigmática, o acaso lado del mundo. Debido a la luminosidad dentro del café y a los
la actitud de la pose, que lo inundaba de melancolía. La duda per- cristales negros que recubren el edificio, es imposible percibir
sistió durante el vuelo a la ciudad. ¿La conocía? Había posibili- algo dentro de la casa de bolsa. Los minutos se alargan hasta la
dades. Eran casi de la misma edad; en la infancia y en la juventud desesperación. El clima artificial reseca las fosas nasales de Ra-
las diferencias de posición no son notorias. Quizás habían juga- miro, rasguña la garganta como un rastrillo, le pone la piel de
do en las mismas calles. La ciudad no era tan grande en aque- gallina. Cada vez que las manecillas del reloj tocan el punto de
llos años. Podían haber coincidido en un cine, en el estadio, en una hora exacta, sabe que la siguiente será aun más larga. Para
la iglesia, en alguno de los bailes que organizaban la universi- soportar la espera, pasa revista al café. Los clientes, hombres y
dad o el tecnológico. Tal vez contaron con amigos comunes. No mujeres, visten bien, a la moda, ropa cara, joyas discretas y no
obstante, al llegar al aeropuerto tuvo una sensación similar cuan- tanto. Algunos de ellos descendieron de autos de lujo, importa-
do estuvo frente a la mujer de la arrendadora de autos. Y más dos, nuevos; otros salieron del edificio de enfrente. Inversionis-
tarde, en el hotel, con la recepcionista y el botones. ¿Los cono- las, directivos, algunos empleados. La clientela ha sufrido varios
cía? ¿Se había topado con ellos en alguna ocasión cuando vivía relevos. ¿Y Maricruz Escobedo? Vuelve a mirar a la gente y de-
en la ciudad? Ahora, en el café, le sucede igual al mirar a los cide que fue una buena recomendación de Damián la de comprar
hombres y a las mujeres que ocupan otras mesas. Jamás los ha unos trajes. Nadie nota mi presencia. Ni la mesera, que ya me

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dejó más de una hora con la taza vacía. Chingao, otra vez tengo sitaba líquido. Ramiro la vio retirarse con paso febril, como si
ganas de ir al baño. la que se hubiera bebido una cafetera completa fuera ella. Des-
pués volvió a la vigilancia y a sus deducciones en torno a la dama
de hierro. Lava billetes. No hay duda. En su expediente consta
De nuevo en el hotel, tras varios intentos por atemperar el aire que estudió administración en Monterrey y más tarde una maes-
acondicionado, Ramiro se desviste sentado en la cama. Toma el tría en finanzas en el gabacho. En Boston o Chicago. Lo mismo
control de la televisión y la enciende. Enseguida cambia de ca- que Damián, qué coincidencia. En fin, sabe manejar dinero.
nal sin hallar ninguno que lo atraiga. Opta por una serie policia- Sabe cómo esconderlo por un tiempo con el fin de escamoteár-
ca, pero baja por completo el volumen. Aunque pasa de la media selo al gobierno y también cómo hacerlo reaparecer. Sin embar-
noche, no tiene sueño. El nerviosismo y las quince tazas de café go, ya comenzó a estorbar. Seguro le ganó la codicia y se aventó
bebidas con breves intervalos hicieron que la flojera se esfuma- una maroma para embolsarse más de lo que le tocaba. O no cua-
ra de su cuerpo. Sólo siente los miembros entumidos, el cuello jaron las acciones y sus patrones salieron perdiendo. Lo que haya
duro debajo de la nuca y ve las cosas que lo rodean como si es- sido, se me hace que a quienes te amaban se les acabó el cariño,
tuvieran sumergidas en aceite. Maricruz. Ahora que recuerda lo que pensó, Ramiro sonríe. Ha
No fue un esfuerzo vano. Lo piensa mientras registra el ·' estado mirando sin fijarse la pantalla donde, tras una larga per-
saco arrumbado en el colchón en busca de la cajetilla. Saca un secución, el policía logra acorralar al criminal en una callejuela
cigarro y lo enciende ya sin ansiedad, gozando en la garganta el cerrada por una malla de alambre. Tras una serie de amenazas
escozor del humo. Lo expele y ve cómo se enreda en la lámpa- sin sonido el delincuente saca su revólver, pero antes de que pue-
ra del techo. Aprovechó el tiempo en la mesa del café para re- da disparar se sacude al tiempo que dos, tres, cuatro rosetones
flexionar acerca de su cliente en turno, de su importancia en el oscuros brotan en su pecho. Cae sin vida.
mundillo de las finanzas y de su sentencia de muerte. Cuando Sin ver el desenlace, Ramiro abandona la cama. Abre el ser-
contemplaba la fachada del edificio llegó a la conclusión de que vibar y duda unos instantes. Se le antoja un trago de alcohol, pero
Maricruz Escobedo es una ejecutiva de altos vuelos, no sólo en mañana debe levantarse muy temprano a reiniciar el acecho.
su empresa, sino en la ciudad. Directora o algo así. Capaz que Toma una lata de cocacola. Al abrirla, el chasquido torna paten-
hasta accionista. Se merece la muerte, había dicho Damián. Sin te el silencio amortiguado por el siseo del clima. Desde la ven-
embargo, no quiso mencionar el motivo. Ramiro lo pensaba, re- tana ve la hilera de luces de la avenida Constitución y, junto a
cuerda ahora, en tanto veía cómo la mesera del uniforme rosa ella, el ancho hueco del río Santa Catarina. Con los faros de las
mexicano y expresión bovina adquiría ritmo en su trabajo, son- canchas deportivas apagados, el cauce luce un enorme espacio
reía a un parroquiano, luego a otro, iba y venía por los corredo- vacío, imposible enmedio de la ciudad. Lo contempla absorto du-
res entre las mesas con la charola al hombro llena de platillos, rante un rato, tratando de acallar los recuerdos que punzan su
después la dejaba para tomar la cafetera y, dirigiéndose a él con memoria. Luego recoge de la butaca el paquete de Damián y lo
el rostro transformado por la amabilidad, le decía: lleva con él a la cama.
-¿Otro poquito más de café? Qué raro, no pesa. Estaba convencido de que sería un rifle
Ya era hora. El cigarro le había escaldado la lengua y nece- de precisión, de los que vienen desarmados en el estuche. Ras-

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ga el embalaje de papel estraza y desprende la cinta que sujeta cuestros, el motín de presos en el Topo, cuando Martínez Do-
la tapa. No hay mensaje, ni rifle, ni fotografías, ni datos com-
mínguez ordenó que les dieran eran a todos los alebrestados, o
plementarios al expediente de Maricruz. Sólo prendas de vestir
fraudecitos y otras chingaderas de cuello blanco por el estilo, ¿y
cubiertas con papel de china. Damián está loco, deveras. ¿Me
las intrigas?, ¿y los gangsters?, ¿y los asesinos en serie y en se-
mandó trapos? Retira el papel y extrae de la caja un par de sa-
rio?, ¡chingao!, si hasta los jalisquillos tuvieron el suyo, ése que
cos, pantalones, camisas, calcetines. Trajes veraniegos de lana
les daba en la madre a los teporochos y a los limosneros en Gua-
ligera y colores claros. O será que no me tiene nada de confian-
dalajara, sí, el Mataindigentes le decían, y de los chilangos me-
za en esto de la ropa. Nunca se le ha olvidado de dónde vengo
jor no hablamos porque nos llevaban ventaja desde los años
ni cómo me conoció, en el hospital, moribundo, jodido por cul-
cuarenta con el tal Goyo Cárdenas, y antes de los veinte tenían
pa del Cóster. En los extremos de la caja, envueltos en franela,
a la banda del automóvil gris, ¡nombre!, desde el siglo pasado,
dos pares de zapatos cómodos, livianos, de los que no hacen rui-
¿no has leído acerca de los bandidos de Río Frío?, con cualquier
do al caminar. Y en el fondo, una caja ancha y delgada con dos
matón, con cualquier ganga de ésas cerca sí te dan ganas de ser
corbatas de seda. El ajuar completo. Nomás le faltaron los cal-
reportero, de andar investigando, atando cabos, sopeando testi-
zones. Pero este paquete sí pesa un poco. Rompe el cartón y des-
gos, como detective pues, no que aquí nomás puros raterillos pin-
cubre una pequeña Lugger calibre 25. Debajo de ella una tarjeta
ches, jauleros, pancheros, estafadores de medio pelo, o violines
escrita a máquina: MIÉRCOLES 23, DESPUÉS DE LAS 18:00 HORAS.
calenturientos, o asesinos eventuales que matan a otro pendejo
Es todo. Damián sabe que un rifle no viene al caso. En cambio en un arranque pasional, y ni ocupas ir a buscarlos, te los sacan
esta chiquita resulta ideal para bajar a la dama de hierro.
a la barandilla los mismos cachuchones para que le piques a l<'
Según quienes habían sido sus compañeros en el periódico, cámara, sí, maestro, fíjate bien, los motivos de la delincuencia
el lavado de narcodólares comenzó en la ciudad desde principios
en Monterrey son las tripas, el hambre pues, la calentura de al-
de los ochenta. Los rumores sobre la corrupción de bancos y ca-
gún jarioso al que le ponen unas nalgas a la vista, la pachequez,
sas de bolsa fueron subiendo de tono con los años hasta que de
la parranda, los celos, el encabronamiento, síntomas de subde-
pronto ya eran en un secreto a voces repetido en barras .de café
sarrollo, del tercermundismo más ojete, no, si las ciudades tam-
y cantinas, en antesalas, en reuniones y, por supuesto, en la re-
bién se miden por su nivel de criminalidad, ve el DF, ve Nueva
dacción. Los reporteros viejos de nota roja, aquellos que vivían
York o Los Ángeles, pero aquí estamos bien jodidos, ¿ejecucio-
enmedio de la sangre desde la época de la Liga 23 de septiem-
nes?, ¿guerra de bandas?, nomás en las colonias perdidas y a puro
bre, aseguraban que el blanqueo de billetes era la causa de que
riscazo porque de lo otro nomás niguas, ¡ya ni los bancos asal-
en Monterrey se hubiera acabado el crimen en serio. Una noche, tan!, parece una ciudad de mormones, de viejitos, o de Testigos
durante la borrachera, el decano de la sección se quejaba del has-
de Jehová, y todo por los pinches lavaderos, carnal, por culpa
tío. Mira, mi buen, si haces memoria, aunque tú estabas muy güer-
de los cabrones ricos que ya encontraron la forma de hincharse
co todavía, desde el asesinato de Garza Sada aquí no pasa nada
más de billetes, ta fácil, nomás fijan una cita con el jefe de je-
grueso, nada digno de reportear, puras mariconadas, crímenes
fes, o con cualquiera de sus achichincles, y van a decirle: Quio-
de putitos, ¿qué no?, como dice el corrido ese, se acabaron los
bo, yo te lavo tu lana, que para eso el paisanopresidentenos vendió
bandidos y los cuatreros, fíjate, lo más cabrón han sido los se-
otra vez la banca, olvídate del Caribe, de Panamá o de donde la

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estés mandando, y tú te encargas de que Monterrey ande dere- se levantó de la mesa. Caminaba tieso, a cada paso sentía que
chito, sin pedos, sin escándalos, quítame de encima a los asalta- iba a desbordarse. La gente lo observaba con cierta curiosidad,
bancos, a los secuestradores, a los coqueros y mariguaneros, no por lo que se cohibía aun más. No obstante, alcanzó el pasillo
queremos gastar ni siquiera en guaruras, que nuestras viejas y del baño sin percances.
nuestros güercos puedan salir· a la calle sin peligro mientras no- Orinó un chorro largo, abundoso, percutiente, permitiendo
sotros te lavamos los dólares tranquilos, corre la voz de que aquí que la angustia, la vida misma escurriera por ese tubo delgado
están tus intereses, de que el dinero de nuestros changarros es tu hasta que un rechinar que no había tenido tiempo de advertir an-
dinero y ajusta tus cuentas fuera de la ciudad, y ya sabes, car- tes se fugó de sus tímpanos. Dejó los mingitorios de prisa y, ya
nal, los malandros netos no son pendejos, le sacan a meterse con con soltura, regresó a su mesa a grandes trancos. Antes de sen-
los narcos que no por nada son los meros meros, por eso los ma- tarse vio cómo un auto arrancaba de la acera de enfrente; unos
drazos de verdad, los emocionantes, se dan en cualquier otro la- metros detrás de éste, otro ya aceleraba. En el asiento trasero ha-
do menos aquí, en el DF, en Juárez, en Tijuana, en Sinaloa, en bía una mujer. Ramiro maldijo entre dientes. ¿Y si es ella? Ya
Guadalajara, mientras Monterrey está tan tieso y callado como la regué completita. Tuvo el impulso de salir corriendo, pero era
templo a la hora de la contrición, ¿qué no?, me cae la madre que demasiado tarde: el vehículo se movía veloz en dirección de la
reportear policía aquí puede llegar a ser de hueva, qué chamba avenida. Entonces ocupó su sitio como si nada hubiera pasado,
más culera, ¿no crees, maestro?, un día de éstos me voy a mo- tomó un trago de café frío y prendió un cigarro. Debía calmar-
rir de fastidio. se, aclarar sus pensamientos.
Eso decía aquel compañero, Maricruz. Y resulta que en par- Su reloj marcaba las diez cuarenta. Al correr hubiera atraí-
te también tú eres responsable de su aburrimiento. Sin querer, do la atención de la clientela, el gerente habría creído que se lar-
le voy a hacer un favor al viejo. ¿Pellicer, se llamaba? Rubén gaba sin pagar: habría echado todo a perder. Se me fue. Ni
Soto; Juan Pellicer era otro, sí, un gran lector de novela de crí- modo. La mesera apareció a su lado para llenarle la taza, salpi-
menes. Como sea. Ambos reporteaban policía y van a salir be- cando la revista abierta con pequeñas gotas de café, mas él ni si-
neficiados cuando te quite de enmedio. No sería raro que alguno quiera volteó a verla. Sudaba y fumaba, desalentado. Hacía
de ellos cubra la nota y atribuya tu muerte a un ajuste de cuen- esfuerzos por desenmarañar el revoltijo de opciones que carga-
tas entre narcos. Por fin, dirán: una noticia de deveras. Ramiro ba en el cerebro. ¿Y si Maricruz no viajaba en ninguno de los
abre otra cocacola. Ha vuelto a sudar y gira la perilla situada en coches? No había podido ver el interior del primero y en el se-
la pared para subirle al clima. Luego regresa a la cama. Creí que gundo sólo distinguió una sombra. El carro de la dama de hie-
iba a ser un día perdido. Estaba seguro de que te me habías es- rro es verde. Eso decía el informede Damián. Sí, un Honda verde.
capado cuando fui a orinar. Lo recuerda y la misma sensación Lo recordaba porque al leerlo pensó que hacía juego con sus ojos.
que experimentó en el café recorre ahora su cuerpo, obligándo- ¿Entonces? ¿Estará aún en la oficina? No. Por mucha energía que
lo a apretar los dientes y a respirar hondo. Le fue imposible aguan- despliegue en el trabajo, ya sería demasiado. Revisó la fachada
tarse: la presión en la vejiga había llegado al punto del dolor y del edificio: un oscuro monolito. A estas alturas no debe de que-
ninguna de las distracciones que ideaba servía para aliviarlo. dar nadie ahí. Ni los veladores.
Echando una última mirada a las puertas giratorias del edificio, Bebió un poco de café y se sorprendió al paladearlo caliente.

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cira donde ahora, en el rectángulo luminoso de la televisión,
Humphrey Bogart dialoga con una mujer desde el escritorio de
su despacho de detective. Ramiro coloca al alcance de su mano
una cajetilla recién abierta, el encendedor, un cenicero y la co-
cacola. Enseguida se mete debajo de la sábana. Mañana, desde
temprano, me instalo cerca de tu casa, Maricruz Escobedo. Ya Cuatro
estaría de Dios, ¿no? Vamos a andar muy juntos desde ahora has-
ta que la muerte nos separe.

Atravesaba por un sueño inquieto, plagado de pesadillas y.sobre-


saltos, cuando el frío se abrió camino a través del subconscien-
te. Los temblores se hicieron constantesa lo largo de su esqueleto.
Aún con los párpados apretados, se engarruñó abrazándose las
rodillas mientras sacudía los hombros en busca de una posición
agradable. Algunas protuberancias se le clavaban en la piel y le
hacían imposible el descanso. No quería despertar, y sin embar-
go la necesidad de librarse de las molestias lo arrastraba hacia la
conciencia. Seguro los niños estuvieron jugando en la recámara
y no guardaron después sus porquerías de monos, carritos y pis-
tolas de plástico. [Carajo, Victoria! [Cuántas veces te lo he di-
cho! ¡No los dejes hacer su desmadre si estoy dormido! [Tráeme
una cobija y ven a recoger las chingaderas de tus hijos! Sobre
todo la que se le encajaba en el esternón. Condujo la mano has-
ta ahí y encontró zacate, yerba seca, terrones triturados. ¿Dón-
de se habrán metido los pinches güercos? ¿En un baldío? ¿Por
qué no se quitan los zapatos antes de treparse a las sábanas? Son
la puritita piel de Judas. Nomás su madre es capaz de lidiar con
ellos. Pero ahora, con el nuevo embarazo, tendría que dejarlos
en libertad, sueltos para hacer sus diabluras. Se volverían impo-
sibles las horas dentro de la casa. ¡Victoria! ¡Te estoy hablando!
Giró el cuerpo y algo semejante a una pelota de beisbol le pun-
zó la cintura. Se movió, pero la presión continuó ahí, como un
hueco debajo de la piel. Palpó y un contacto de fuego lo obligó
a retirar la mano.

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Entonces abrió los ojos y el sol le echó encima el vértigo de la cabeza dolores distintos. Trataba de mirar atrás y sólo veía un
la canícula. Se sacudió por dentro y el espasmo lo hizo compren- inmenso manto negro; si acaso unas cuantas sombras difusas pro-
der que no era frío lo que sentía, sino dolor, el dolor acumula- yectándose en él. Mis hijos. Identificó algunas de las sombras.
do de los golpes y heridas recibidas horas antes y que había podido Mis hijos y Victoria. La angustia entonces se tornó opresiva, ga-
olvidar tan sólo debido al cansancio y el hambre. En un princi- lopante; comenzó a adquirir matices de desesperación. ¿Por qué
pio no reconoció dónde se encontraba, ni pudo explicarse qué ha- no estoy en la casa con ellos?
cía ahí, en ese paraje silvestre, rodeado de arbustos, algunos Un instante de lucidez trajo hasta él la historia que corría por
árboles y, más allá, un llano que no cesaba de reverberar los ra- la ciudad las últimas semanas: ciertas cantinas del rumbo de la
yos solares, turbios y rencorosos, a manera de espejo. El fluir central de autobuses vendían tragos alterados con éter, o con cual-
de un arroyo se escuchaba cerca. Sólo cuando, desafiando el in- quier sustancia, con el fin de drogar a los parroquianos y así de-
tenso resplandor, se atrevió a alzar la vista y delineé a la distan- jarlos a merced de los pancheros. Muchos de ellos perdían la
cia las siluetas rectas de varios edificios, comprendió que estaba noción de las cosas y despertaban tirados a la intemperie o en
en el mero centro de la ciudad, en una de las orillas del lecho del la Cruz Roja, golpeados y, por supuesto, sin ningún dinero en-
río Santa Catarina, entre piedras y matorrales. El ruido acuáti- cima. Él corrigió algunas de las notas que hablaban del asunto
co, enredado con el zumbar de los autos en la avenida, procedía y, ya publicadas, aparecían junto a fotografías de las víctimas lle-
del chisguete que había quedado después de la entubación de la nas de magulladuras, con la mirada ausente, sin comprender qué
corriente. El llano, un campo de futbol. les había ocurrido. ¿Me habrán envenenado? Sus esfuerzos por
¿Y la gente? Porque en las canchas del Santa Catarina siem- recordar sirvieron para que unas cuantas siluetas más se proyec-
pre había futbolistas tras la pelota, como si su única razón para taran sobre el fondo de su cerebro. Cerró los ojos y palpó sus
existir fuera patear y correr. Él mismo había jugado ahí de niño; miembros en busca de un indicio. Tenía en el hombro y a la al-
más tarde, durante la adolescencia, acostumbraba trotar a lo lar- tura del ombligo sendos cortes, con seguridad hechos a punta de
go del río, y nunca le tocó ver ese lecho tan solitario. El sol. De- navaja; detrás de la oreja una hinchazón reventada y abierta, se-
be ser el sol. La maldita canícula que ahuyenta a cualquiera. Intentó mejante a una rosa de pétalos resecos, acusaba un golpe fuerte,
incorporarse, mas de nueva cuenta los dolores, agudos, vibran- con una piedra o un tubo quizá; los muslos le dolían como si fue-
tes, se hundieron en cada uno de sus músculos. Su pasado inme- ran un solo moretón, y sobre la tela de sus pantalones había hue-
diato se había desvanecido. ¿Por qué el dolor? Con más curiosidad llas terrosas de tenis. Qué madriza. Repasócon la lengua sus labios
que alarma, se revisó los brazos, el cuerpo, las piernas. Parecía y el interior de la boca hasta localizar el sabor de la sangre añe-
haberse despeñado por la ladera de una montaña. Las manchas ja, lejana en el tiempo, molida y coagulada.
de sangre, las aberturas en la piel y la profusión de moretones lo Lo habían apaleado duro, con ganas de hacerle daño. Sí, pero,
llevaron a un estado de sopor angustioso. ¿Qué le había sucedi- ¿cuándo? De haber pasado mucho tiempo, alguien tendría que
do? Acaso un accidente, un autobús que lo hubiera golpeado al haberlo visto ahí en el suelo, avisar a las autoridades o a una am-
cruzar la calle tumbándolo por el declive del río. No, no son mis bulancia. Debían ser unas cuantas horas, de lo contrario su mu-
rumbos. Hacía años que no cruzaba la avenida Constitución ni jer ya lo habría buscado en hospitalesy separas de policía, o habría
siquiera por los puentes. Se alisó los cabellos y experimentó en alertado a sus compañeros del periódico. Era cierto que Victo-

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ria no se preocupaba con facilidad, pero, ¿y si habían pasado va- rabia del sol no disminuyera. Por un segundo lo embargó la sen-
rios días? El vacío en su estómago hablaba de un ayuno prolon- sación de que se hallaba enmedio de una ciudad desierta y los
gado, la sed le entumía la lengua, se hallaba bastante débil. Y lo zumbidos que oía allá arriba, en los carriles de Constitución, eran
peor, no era capaz de sacar a la luz las piezas sueltas de sus re- producto del viento paseándose en la soledad. Como un mal sue-
cuerdos. El telón seguía ahí, inmóvil y ciego, con sus sombras ño. De repente estuvo seguro: ésa era una de las pesadillas que
agitándose. Cambió de postura sólo para detectar nuevos dolo- lo atormentaban antes de que lo despertara el dolor. Caminaba
res, incluso más intensos que los otros: las rodillas lucían como por las calles de una ciudad abandonada, aterrorizado, llamando
si hubieran sido machacadas a martillazos, las manos lo mismo. a voces y escuchando cómo sus alaridos enmudecían al introdu-
La piel en los nudillos se había corrido igual que una funda y el cirse en.las grietas de los edificios en ruinas. Se estremeció. Al-
hueso asomaba blanco enmedio de la carne viva. Por lo menos guien tendría que haberme visto. Entonces reparó en que se
me defendí. Experimentó un súbito sentimiento de orgullo y las encontraba en una sima pequeña junto a un macizo de arbustos,
sombras aletearon en la profundidad de la memoria. Luego, una bajo la fronda de un mezquite que lo protegía de las miradas pro-
corazonada lo hizo revisar el bolsillo del pantalón. Ahí estaba el venientes de la calle, un lugar retirado de las canchas de futbol.
dinero de la quincena. Todavía incrédulo, lo extrajo para con- Una estrecha franja de asfalto se tendía a unos metros de él, en
tarlo. Un ligero alivio se mezcló entonces en su interior con una el límite de los arbustos. La ciclopista. Por ahí circulaban en las
creciente sensación de desamparo. Si no me asaltaron, ¿qué ca- mañanas y en las tardes, antes del anochecer, hombres y muje-
rajos ocurrió? res montados en bicicleta, con esos cascos extraños: tirabuzones
El dinero en la mano solucionaría por lo pronto los proble- tejidos sobre el cuero cabelludo. Y ciertas noches, según se con-
mas más urgentes: la sed, el hambre, el dolor. Con escalar los taba, se convertía en una zona de peligro, una suerte de territorio
escasos cuatro metros del declive, alcanzaría la avenida. Del otro sin ley donde pandillas, homosexuales, prostitutas y mariguane-
lado abundaban las fondas, los puestos de tacos y los comede- ros hacían su agosto. ¿Por eso estaba ahí? ¿Se había corrido una
ros; unos pasos más allá, el mercado. Después de comer, bus- parranda violenta y había acabado inconsciente a un lado del río?
caría un teléfono para hablar con Victoria y terminar con sus Con un esfuerzo más metódico, una pierna primero y luego la
preocupaciones. Así saldría de dudas acerca del tiempo que lle- otra, impulsándose con las manos por detrás de la cintura, trató
vaba en el río. Los recuerdos perdidos regresarían a él poco a otra vez de erguirse, mas un mareo volvió a tumbarlo sobre la
poco. Se puso de pie, pero, sin poder dar un paso, se vino aba- yerba. Cerró los párpados. Sus músculos se aflojaron. Dentro de
jo otra vez. No sería fácil. La debilidad lo había mermado y, ade- su cráneo, las sombras iniciaron una danza en la que adquirían
más, quién sabe cuánta sangre había escurrido por sus heridas. formas diversas, en ocasiones cercanas a lo reconocible, otras
¿Y si pidiera ayuda? Sus pulmones no tenían la fuerza suficien- borrosas, hasta que, como si entrara poco a poco en un descan-
te como para que sus gritos llegaran al otro lado de la avenida, so apacible, se desmayó.
y los automovilistas, de escucharlo, supondrían que se trataba de Noche cerrada. ¿Del mismo día? Despierto desde hacía más
algún deportista frenético; además, pasaban a tal velocidad que de una hora, con la mente en blanco, su percepción se saturaba
les resultaría imposible siquiera pensar en detenerse. Por su par- con el agujero gigantesco que rasguñaba rabioso los rincones de
te, el lecho del Santa Catarina permanecería desierto en tanto la las entrañas y chupaba los rescoldos de energía de su cuerpo. Au-

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sente, veía sin mirar el parpadeante alumbrado público al otro la mano y apretó entre los dedos un manojo de yerba. Haciendo
lado del río, las ventanas iluminadas de los edificios en la Loma un esfuerzo logró arrancarlo y llevarlo ante sus ojos. Las hojas
Larga, el fino tejido de luces diminutas que ascendía por el ce- estaban sucias y requemadas por el sol, llenas de hoyos con con-
rro rumbo a una antena repetidora de señales de televisión. Es- tornos resecos, aunque los tallos desprendían un aroma fresco,
cuchaba a sus espaldas, apenas a unos cuantos metros, los motores jugoso. Acercó aquel haz a su nariz. Deseaba darse una idea de
en movimiento que circulaban con rumbo a la colonia Del Va- la especie por medio del olor, mas era absurdo: sus conocimien-
lle, a Santa Catarina, a la salida a Saltillo. Los dolores se habían tos al respecto se limitaban a los vegetales que exhibían los mar-
esfumado en alguna parte de su sueño. Quedaba el hambre ro- chantes en los mercados. Para él, aquello sólo olía a yerba.
yéndole los dentros, con paciencia y al mismo tiempo con furor, Volvió a contemplarla, ya con menos desconfianza, y con las uñas
como si una rata se hubiera internado en el laberinto de sus in- desprendió la piel hasta que surgió una especie de pulpa resino-
testinos. Pero ni el hambre lo arrancaba de esa indiferencia ante sa de color claro. El zumo amargo y picante le inundó de fres-
el mundo en que lo había postrado la debilidad. cura el paladar. De inmediato arrancó otro puño y ahora no puso
Un perro noctívago realizaba su ronda por entre los arbustos tanto cuidado en descortezarlo. Pronto ya rumiaba lo mismo la
y Bernardo lo contempló con abulia. Olisqueó nervioso la base pulpa que grumos de tierra, hojas secas y hasta alguna piedra pe-
de un matorral, meneó la cola, levantó una de las patas traseras, queña que escupía para continuar comiendo.
meó un chisguete rápido y enseguida avanzó con pasos cortos unos Cuando se cansó de mover las mandíbulas, sus sentidos se
cuantos metros hasta otro arbusto y repitió la operación. No ha- habían afinado. Los dolores regresaron, pero ahora eran tenues
bía advertido la presencia del hombre. Ni siquiera el perro. Lo señales que marcaban viejas heridas, recuerdos de batallas glo-
dijo en voz alta y el animal giró la cabeza en su dirección, le- riosas. El ruido de cada auto que transitaba por Constitución se
vantó la nariz en busca de un olor y luego escudriñó las sombras convertía en un estruendo que despertaba ecos en el lecho del río
por un segundo antes de volver a sus tareas nocturnas. Igual que y encontraba respuesta en el piar de las arañas y las crepitacio-
si me hubiera desaparecido. Los labios de Bernardo se estiraron nes de otros insectos. Las luces del alumbrado y de los edificios
en un esbozo de sonrisa a causa de la idea. Un helicóptero tra- lucían más intensas, incluso le lastimaban las pupilas. En el es-
queteaba en el cielo, justo bajo la luna llena; de él surgía un haz tómago tenía ahora una sensación de pesadez, de desbordamien-
de luz que iba a perderse detrás de la Loma Larga. Bernardo re- to. Intentó incorporarse mas, todavía débil, sólo logró colocarse
cordó los filmes en los que los náufragos se deshacen en aspa- en cuclillas. En esa posición las señales sensoriales se volvieron
vientos con el fin de llamar la atención de los pilotos. Sería tan apabullantes que todo su interior comenzó a revolverse. La
inútil. Soy una sombra más en las tinieblas. Vio cómo el apara- náusea lo asaltó y tuvo miedo de vomitar; era preciso que cada
to surcaba el aire hacia el sur de la ciudad, después fijó su mi- uno de los nutrientes de la yerba fuera asimilado por su cuerpo.
rada en el perro que mordisqueaba la yerba, arrancando grandes Lo distrajo un cercano gruñido de amenaza. Tras advertir por
cantidades, masticándolas para luego atragantarse entre arcadas fin su presencia, el perro le mostraba dos pares de colmillos lar-
y toses. Más tarde, se revolcó gustoso en el suelo. gos, sólidos, en cuyos bordes un pellejo negro vibraba a causa
Bernardo ya no sonreía. Sus pensamientos volvieron a enmu- de la cólera. Bernardo tensó sus endebles músculos, poniéndose
decer. Por curiosidad, por apremio, por imitación acaso, estiró en guardia, aunque sabía que en sus condiciones sería una presa

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fácil si el perro se decidía a atacar. El tamaño del animal pare- do. Caminaba con pasos inciertos en reversa, vigilando los mo-
cía mayor que el que presentaba unos minutos antes. Al husmear vimientos del hombre. Un riscazo le dio en el cuello haciéndolo
entre los arbustos, al revolcarse juguetón sobre la yerba, lo ha- tambalearse, y cuando empezaba a comprender que había perdi-
bía supuesto apenas un cachorro; ahora, presto para morder, ex- do la batalla y giraba el cuerpo para huir, otra pedrada lo alcan-
hibiendo sus armas, su imagen de bestia sanguinaria le helaba la zó de lleno en el espinazo y produjo un ruido cascado, el de una
sangre. Sólo se le ocurrió una salida: conservar la calma. Si el rama al partirse en dos. El animal se vino abajo, se levantó con
animal no llegaba a percibir hostilidad de su parte quizá se abu- dificultad y se alejó rengueando, deshaciéndose en aullidos que
rriría olvidando su recelo. tardaron varios segundos en desvanecerse en aquella suerte de
Había unos perros. La reminiscencia comenzó a abrirse paso zona de silencio que era el cauce del Santa Catarina. Tras él que-
en su memoria a manera de un trazo apenas delineado que de- daba el hombre, de pie, aún con una piedra en la mano, triun-
trás remolcaba otros no tan difíciles de descifrar después de todo. fante y enloquecido.
Mas cómo concentrarse en ese pedazo de recuerdo, en esa pun- -¿Qué te hace el pobre perro? Mira que ensañarte con él.
ta solitaria de la madeja, si el perro se acercaba serpenteando, Si serás salvaje...
rodeándolo, sin parar de gruñir ni de mostrarle la advertencia de
los colmillos. Lo habían rodeado también, recordó: la sensación
de hallarse sin posible ruta de escape no le era desconocida. La
·-
En la soledad la voz sacudió sus tímpanos semejante a una
descarga eléctrica. Por unos momentosno pudo identificarde dón-
de procedía. La noche se condensaba en el hueco del río al con-
sangre bullía en sus antebrazos provocándole temblores que nada traponerse con las luces de la ciudad a su alrededor y más allá
tenían que ver con el miedo, y reconoció en esa vibración de sus de tres o cuatro metros todo era una impenetrable amalgama de
huesos la ira que presentía en las fauces del perro, la misma que sombras. Aguzó el oído y logró percibir el roce de unos pasos
había experimentado poco tiempo atrás, sin poder definir cuán- sobre la yerba. No, sobre el pavimento, rectificó un segundo más
do, porque no era su mente sino la memoria del cuerpo la que tarde, y se volvió hacia la ciclopista sin soltar la piedra. Ya no
efectuaba el reconocimiento. En el instante en que el perro se acer- sentía cansancio, ni malestar, ni asco. La adrenalina liberada por
caba a menos de dos metros, las manos del hombre se movieron su cuerpo durante su duelo con el perro callejero había borrado
con rapidez. Tantearon el suelo, encontraron una piedra, peque- de él cualquier atisbo de debilidad. Sólo la sed persistía quemán-
ña, y la lanzaron contra el animal. dole boca y garganta, y al mismo tiempo lo mantenía al acecho,
El proyectil golpeó las costillas sin causar daño, pero restán- a la manera del animal que ventea el aroma del miedo. En sus
dole seguridad al can. Dejó de gruñir por unos segundos y dio oídos, el ruido del agua que sorteaba las piedras del arroyo se
unos pasos en retirada. Recuperó el aplomo para lanzarse, esta sobrepuso al de los pasos cada vez más próximos. Estando tan
vez sí, en un ataque a fondo con las mandíbulas abiertas, y se cerca el remedio, la sed se convirtió en una tortura. Enfiló ha-
encontró con una certera pedrada en el hocico que lo hizo parar- cia donde escuchaba la corrientejusto cuando la voz volvió a rom-
se en seco y enseguida recular emitiendo un gemido. Bernardo se per la calma.
había puesto al fin de pie, cargaba en las manos dos peñascos -¿Por qué no me contestas? ¿Eres sordo o qué?
aun más grandes y avanzaba sin titubeos en persecución de su Se trataba de una voz aguda, demasiado exagerada en sus in-
oponente. El perro no atinaba a dar media vuelta y salir corrien- flexiones mujeriles. Su tono contenía propósitos de provocación.

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Bernardo se detuvo al distinguir la silueta que emergía de la os- des. Siguió bebiendo hasta que no le cupo una gota más y antes
curidad: un hombre joven, pelo largo, complexión gruesa, que de incorporarse hizo dos o tres buches con el fin de humedecer
caminaba en dirección suya remeciendo las caderas. Abrió la mano hasta el último rincón de las encías. Satisfecho, se levantó a en-
y la piedra cayó al suelo en tanto reemprendía su marcha hacia carar al otro.
el arroyo. El tipo fue tras él, mas a Bernardo no le importó. Ha- -Bueno, ¿qué chingaos quieres?
bía soportado durantes horas una sed del carajo y estaba dispues- -¿Yo? Nada. Nomás iba pasando... No puedo creer que no
to a saciarla de una vez por todas. El antiguo lecho de tepetate te estés muriendo por tomar esa agua tan puerca. ¿No ves que
de pronto se hundía en un declive que iba a dar a otro lecho más es puro veneno?
pequeño, sembrado de piedras bola con las que estuvo a punto -Tenía sed y es agua de río, ¿no?
de tropezar. Dentro del cauce lodoso tampoco había agua. Se vio -¿De río? ¡De río! ¡Permíteme que me ría! ¡Ja! No, mucha-
obligado a guiarse por el sonido, que quizá su mente había mag- cho, desde hace una eternidad el verdadero río corre por aquí de-
nificado minutos antes, para dar con el chisguete que escurría casi bajo, por un tubo grande.
sin fuerzas a través de un escuálido surco en tierra. Ya junto a ¿De dónde salió éste? Anda de ligue, eso es seguro. No tar-
él, la estrecha superficie chispeó reflejando la luz de un farol de darían en aparecer otros. Bernardo recordó que uno de los edi-
la calle. Se dejó caer y embarró el rostro en el líquido. tores del periódico le había entregado una serie de reportajes con
-¿Vas a tomar eso? Oye, te vas a envenenar. No seas tonto. el fin de que estuvieran corregidos días antes de su publicación.
No hizo caso. El primer sorbo le supo a fierro oxidado, a tra- La ciclopista del río Santa Catarina es el mayor echadero públi-
po, mas la sensación de llenarse la boca de humedad tenía mu- co de la ciudad, decía el cronista. Ilustraban el texto fotos de gru-
cho de paradisiaca. Bebió despacio, a pequeños sorbos, sin pos de hombres sorprendidos en pleno manoseo unos con otros,
detenerse durante un buen rato. El lance con el perro estiró va- de mujeres semidesnudas entre ellos, de los mirones que prefe-
rios hilos en su memoria y la aparición del tipo que no hacía otra rían mantenerse a distancia. Pero el hervidero de sombras debía
cosa que preguntar estupideces puso de nuevo a bailar las som- estar algunos cientos de metros más hacia el centro. Éste ha de
bras sobre el manto negro. Si no lo habían asaltado, ¿entonces andar desbalagado.
por qué los golpes, el dolor, la sangre? ¿Cómo llegué a este cam- - ... esta agua puerca viene desde allá arriba, donde los po-
po desierto enmedio de la ciudad? Ni tan desierto. Ya comienza sesionarios lavan sus garras, mean, cagan, le quitan la mugre a
a poblarse. Pensó en Victoria y en sus hijos y un extraño dolor sus güercos apestosos, echan su basura. Está toda llena de con-
que nada tenía que ver con lo corporal lo aquejó de pronto. Era taminantes. No, si se me hace raro que todavía estés de pie.
semejante a un desgarramiento, como si una mano invisible pero -A ti qué jodidos te importa -fue lo único que se le ocu-
omnipotente le arrancara de cuajo la inquietud, la prisa de co- rrió responder antes de alejarse de ahí.
municarse con ellos y avisarles dónde se encontraba, dejándolo -Óyeme, tampoco me trates así, yo nomás lo digo por tu
vacío, libre, aliviado de cualquier peso. Conforme se llenaba de bien ... Pero, ¿qué te pasó? No me digas... ¡Te asaltaron!
esa agua sucia fue recuperando la urgencia de huir y vagar solo Bernardo detuvo su marcha. Sí, ésa era la respuesta más ra-
'
por las calles que lo habían seducido desde niño: un ansia de ac- zonable. No podía imaginar otra que explicara su situación. Sin
tuar de acuerdo a los instintos, sin querencias ni responsabilida- embargo, conservaba su sueldo. La incertidumbre se traducía en

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angustia e hizo un nuevo esfuerzo por traducir a palabras o imá- posible, el cantinero abría las botellas delante de él. Un perro.
genes esa marea que ascendía y descendía en sus venas y apenas No, varios perros lo seguían. Una jauría completa, rabiosa a cau-
le calentaba la sangre hasta hacerla bullir como al minuto siguien- sa de la canícula. Rabia. Sed. Siempre la sed. Ahora volvía a que-
te lo dejaba frío. Se dirigió a la pendiente que daba con la ave- marlo esa resequedad en la lengua, en la garganta. Un recuerdo
nida. Lo seguía el otro tipo, quien contemplaba fascinado su ropa llegaba desde lejos a su cabeza. Uno solo. La imagen aislada ca-
ensangrentada, sus heridas, su aspecto tenebroso. paz de arrastrar en ristra todas las demás. Ahí estaba. La tenía
-Mira nada más -giraba en círculos a su alrededor, revi- en la punta.
sándolo. Su voz se comprimía en un tono morboso-: ¡Cuánta -¡Sí, lárgate, pinche salvaje! ¡Por eso te han de haber deja-
sangre! Sí, te madrearon aquí, ¿verdad? Han de haber sido los do así! -la voz del otro brotaba un tanto llorosa-. ¡Por maltra-
pandilleros de la Indepe, ¿no? Ya me habían dicho que no era tar a los demás! ¡Como a ese pobre perro que apedreaste sin
nada seguro venir a ligar al río. motivo! ¡Yo te vi, cabrón!
-¡Déjame en paz! Yo te vi. Las palabras daban tumbos en las curvas del cere-
-¡Quiero ayudarte, hombre! [Ándale, vamos, te acompaño bro. Un redoble largo, sostenido, tamboril, que lo jalaba a su pa-
a la Cruz Roja! O, si tú quieres -lo tomó del brazo-, nomás sado inmediato. Hizo un alto, cerró los ojos y se frotó las sienes,
subimos aquí a la calle y pido una ambulancia por teléfono. Yo te vi... ¡Ya te vi! Sí. ¡Tienes miedo! ¡Ya te vi! Una boca ca-
Bernardo se zafó de la mano que lo aprisionaba con un em- vernosa, sin dientes, se abría inmensa bajo un sombrero texano,
pujón. El otro trastabilló a causa de una piedra y fue a dar al piso. nítida en la mirada de su recuerdo. Y tras ella apareció una can-
Se golpeó y emitió un quejido. tina casi vacía y la sensación de una felicidad muy lejana, como
-¡Que te largues! [Que me dejes solo! -hizo la finta de pa- si hubiera vivido inmerso en ella muchos años antes: la voz de Vic-
tearlo pero se limitó a echarle tierra con el pie-. ¿Qué no en- toria, de timbre cálido, maternal, que afirmaba y estaba de acuer-
tiendes, maricón? [Ya no me estés chingando! do cuando Bernardo le dijo que llegaría tarde porque la jornada
Caminó de prisa unos cuantos metros para alejarse de ahí. había sido pesadísima y necesitabadistraerse un rato. Sí, mi amor.
Enseguida aminoró la marcha. Su vida, en suspenso dentro de Vete al cine y luego tómate unas cervezas. Por nosotros no te
una especie de limbo, se hallaba sin impulso ni dirección. No apures, estamos ocupados con la tarea, ¿verdad, niños? Y a tra-
podía ir a ningún sitio así, sin saber, sin recordar. Han de haber vés de la línea, sus hijos reclamaban que ellos también querían
sido los pandilleros de la Indepe, ¿no? Sí, las palabras del tipo ir, mas Victoria los apaciguaba y volvía a decirle a Bernardo que
querían decirle algo. Puede ser. A lo mejor me agarraron aquí. no había problema. Nomás cuídate, ¿sí? Aquí te esperamos. Tras
Y si así había sido, ¿cómo llegó antes al río? ¿En realidad lo ha- colgar la bocina, Bernardo la imaginó con una mano encima del
bían drogado en la cantina? Porque estuvo en una cantina, al sa- vientre y esa sonrisa plácida de las mujeres al saberse embara-
lir del cine. A su mente acudieron entonces las escenas del zadas. Suspiró abatido. La intensidad de las evocaciones pesaba
hombre que vengaba la muerte de sus padres. Uno a uno caían sobre sus hombros y se puso en cuclillas con el fin de situarse
los asesinos abatidos por las balas de un revólver que no era ne- más cerca del suelo.
cesario recargar. Después, unas cervezas. Los corridos que bro- Arrancó un puñado de yerba. Extrañaba el tabaco. Tomó una
taban de la radiola. Pero, ¿droga en la bebida? No lo creía rama seca y con ella comenzó a trazar signos ilegibles en la tie-

88 89
rra en tanto volvía a visualizar los ojos dementes del hombre del a un hombre. Nada. Había sido hecho para eso, ahora lo com-
sombrero y el dedo acusador que lo señalaba, distinguiéndolo en- prendía. Lo supo el viejo vaquero en cuanto me vio. Un estre-
tre los demás: la maldad. Igual que el juego de palabras que se mecimiento lo hizo sonreír. Ya no soportaría las ataduras. Nada
le había ocurrido años antes tras escuchar en el radio un progra- debía pesar en su existencia. Por un segundo pensó en Victoria
ma de La Hora Nacional: Digamos que no tiene principio el mal, y en sus hijos, mas de inmediato trató de deshacerse de ese pen-
empieza donde lo hallas por vez primera y te sale al encuentro samiento. No va a ser fácil olvidarlos. Ellos me olvidarán pri-
por todas partes. A pesar de su estado de ánimo, sonrió. Luego mero. El tiempo lo ayudaría. Y si no, contaba con el alcohol,
se vio a sí mismo, como proyectado en una pantalla, caminando con las vivencias nuevas, con la distancia. Era preciso que de aho-
por una banqueta atestada de comederos, en el lado opuesto de ra en adelante borrara de su mente a la familia. Ya no le perte-
la central de autobuses, donde todos lo miraban y enseguida ba- necía. Un par de frases pronunciadaspor una boca de dientes rotos
jaban los ojos al reconocer en él algo diferente. Pateaba a un pe- y un índice que lo señalaba la habían relegado a un mundo apar-
rro en el hocico porque en algún momento debía iniciar la te. Levantó la cabeza para contemplar las luces del centro de
destrucción. Y se detenía a beber una soda para mitigar el fuego Monterrey. A diferencia del río, en sus calles el movimiento era
que lo consumía por dentro con el fin de retrasar lo que acaso ya incesante. Debía volver a ellas, pero no con esa ropa que atrae-
presentía inevitable. Masticaba unas hojas de zacate, pensando ría de nuevo las miradas de todos. Digamos que no tiene princi-
que todo había sido cosa del destino. Sí, del destino, o de la suer- pio el mal. Con energía, carente del peso que unos minutos atrás
te. Es la misma chingadera. Se dejó caer sobre las nalgas por- le apretaba los hombros, se levantó dirigiéndose hacia donde es-
que no pudo soportar el peso de la siguiente andanada de imágenes cuchó los últimos gritos del que lo había importunado.
en donde giraban a su alrededor los tres cuerpos desfigurados, Ya no estaba en ese sitio. Quizás deambulaba en busca de al-
inertes, sin respiración, de los asaltantes que se habían conver- guien más accesible. Bernardo caminó por la ciclopista. Si no al
tido en sus víctimas. mismo, encontraría a otro tipo, sólo era cuestión de acercarse a
No les dejé nada. Lo dijo mientras palpaba una mano con la uno de los puentes. En tanto avanzaba con pasos ligeros, inten-
otra y reconocía las despellejaduras en los nudillos, la sangre de taba imaginar lo que ocurría en la ciudad. ¿Lo buscaría la ley?
los jóvenes debajo de las uñas; resentía el entumecimiento de los Aunque todo había sucedido entre las sombras, hubo muchos tes-
huesos. Recordó los oídos sordos destapándose con el crujido al tigos. La gente bajó del pesero al oír el escándalo, la mujer del
Polpear con el bate y el brillo de esa pupila en la que se mezcla- puesto de tortas podía dar su descripción. En su huida se había
ban el terror y el agradecimiento cuando hundió la navaja en el topado con dos o tres caminantes que alcanzaron a verlo, se acor-
pecho de uno de los caídos. Revivió el placer sentido al matar: daba bien. Hasta que llegó al río. Ahí decidió ocultarse en lo más

t ~mgoce casi orgásmico que le dejó los músculos lacios y la piel


'hipersensible. Aún llevaba en la boca el regusto de la sangre, de
la sangre de ellos; la saboreó y enseguida la escupió. Tenía un
poco de asco, mas no remordimiento, tampoco vergüenza. Acla-
rada la memoria de lo último que había ocurrido en su vida, re-
parecido a un agujero que encontró: una hondonada entre arbus-
tos y matorrales. ¿Cuánto tiempo estuvo ahí? ¿Por qué nadie lo
vio? Si alguien lo hubiera visto, habría creído que se trataba de
un cadáver tendido al sol.
Más adelante distinguió una sombra y aligeró aun más sus
visó otra vez sus manos, sus rodillas, su cuerpo. Nada como matar pasos para evitar el ruido al caminar. A lo lejos podían percibir-

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se otras siluetas borrosas, mezcladas con la negrura. Siguió a la sentía agotado. Descansó unos segundos para reponer el oxíge-
primera, la cual, más que dirigirse a un sitio preciso, parecía dar no y después procedió a desnudar a su rival.
un paseo. Era el maricón que lo había abordado atrás. Esta vez Primero le sacó los tenis y las calcetas. Al comparar el ta-
lo midió bien, haciendo un esfuerzo por penetrar la oscuridad con maño de éstos con sus zapatos supo que la suerte lo acompaña-
la vista. Más o menos de su estatura, un poco gordo quizá. Ser- ba. La sudadera resultabaun tanto holgadapara su torso; los pants,
viría. Aceleró, ampliando sus zancadas, hasta casi darle alcan- en cambio, parecían ser justo de su talla, nuevos, aunque se ha-
ce. El otro presintió la cercanía y giró sorprendido. bían ensuciado de tierra durante el forcejeo. Las dos prendas lu-
-Ah, eres tú. ¿Y ahora qué quieres? No me digas que vie- cían algunas manchas oscuras, puntos minúsculos que acaso
nes a disculparte. provenían de la nariz y de la boca del tipo, sangrantes. Cuando
-No. tuvo a su merced el cuerpo del hombre casi desnudo, levantó la
-¿Entonces? cara al cielo. No había estrellas ni nubes. La luna, una diosa so-
-Necesito que me ayudes. litaria en lo alto, vigilaba sin parpadear sus movimientos. Ber-
-¿Quieres que te acompañe al hospital? nardo perdió la mirada en el resplandor de ese rostro redondo,
-Tu ropa. Te la cambio por la mía. como si buscara en él las manchas que deja el tiempo, las cica-
-¿Estás loco? Estos pants son nuevos. Y tus garras están bas- trices que erupciones milenarias trazaron en la superficie. Lue-
tante puercas, todas llenas de sangre. go bajó los ojos para contemplar a su víctima. En el suelo, con
-No importa, te la cambio. los puros calzoncillos encima, se asemejaba a un monigote in-
-¡No! -el otro alzó la voz-. ¡Y no te me acerques! servible abandonado en cualquier basurero, a una cosa, no a un
Aún se sentía débil y, en consecuencia, aquel hombre debía hombre.
ser más fuerte que él. En su memoria resonó el comentario de Antes de deshacerse de la camisa revisó los bolsillos. No en-
uno de sus compañeros de la universidad: Cuídate de los mari- contró más que la mitad de un boleto para entrar al cine. En los
cones, tienen la fuerza de un hombre combinada con el coraje de pantalones, en cambio, guardaba la cartera, el dinero de la quin-
una mujer. Bernardo sólo contaba con el elemento sorpresa. Con cena, un pañuelo cuya blancura se le antojó imposible y un lla-
un vistazo revisó los alrededores: nadie cerca; en la distancia, vero. Tomó éste y fue pasando las llaves por el aro, una a una.
bajo el puente del Papa, pululaban algunas sombras. Sujetó al otro Ahí estaba la de su escritorio en el periódico, la del archivo, la
del brazo con suavidad, en un fingido ademán de súplica, y al de la oficina del jefe, las dos que abrían la puerta de su casa. Las
dar el otro un paso atrás para zafarse, le lanzó un puñetazo di- apretó en la palma de la mano y enseguida las aventó lejos. Ca-
recto a la boca del estómago. El tipo se dobló con un quejido, yeron entre los matorrales. Después reunió los otros objetos y

t jalando aire, a punto de ahogarse. Enseguida lo aferró de los ca-


bellos y tiró de él hacia afuera de la ciclopista, arrastrándolo has-
ta la orilla cuajada de arbustos, donde los posibles caminantes
no pudieran verlos. El caído se quejaba, mas no opuso resisten-
los metió en la bolsa interior de los pants. Se desvestía cuando
escuchó unos pasos algo distantes que lo pusieron en alerta. Es-
tiró el cuello, alcanzando a ver que se trababa de tres hombres.
La imagen produjo un reflejo en su memoria y una suerte de es-
cia. Los golpes de Bernardo se hundieron una y otra vez en la calofrío lo predispuso al peligro. Las sombras seguían avanzan-
carne ajena hasta que el cuerpo quedó inmóvil, en silencio. Se do por la ciclopista en .su dirección. No, otra vez no. Gateó en

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derredor hasta encontrar una piedra. Sin embargo, lo pensó un var el dinero. Por último, se enfundó en la holgada sudadera.
poco y la dejó de nuevo en el piso. Estamos en el mayor echa- Cuando estuvo vestido con esa ropa ajena lo envolvió la sensa-
dero público de la ciudad. Nada más normal. ción de ser otro. Bernardo de la Garza había sido expulsado a un
Sin perder un instante, anticipándose a que los tres hombres ámbito sin memoria. A partir de ese momento los recuerdos se
estuvieran tan cerca como para darse cuenta de lo que hacía, giró rían fantasmas cada vez más transparentes. Contempló la desnu
el cuerpo inerte en el suelo para colocarlo bocabajo y le arrancó dez del hombre en el suelo y creyó distinguir un hilillo de sangr
los calzoncillos. Luego bajándose los suyos hasta las rodillas, se escurriéndole de la nuca al cuello. Aún conservaba la erecció
montó encima del otro y le acomodó el miembro entre las nal- hajo los pants como un recuerdo terco de Victoria cosechado e
gas. La sorpresa de esa piel que se acoplaba con tanta naturali- un cuerpo distinto. Se estrujó el miembro con la mano por enci-
dad a la suya lo paralizó por unos segundos. La flexibilidad de ma de la tela, pero las luces de la ciudad que cintilaban invitán-
la carne áspera y el calor que emanaba de ella le trajeron la ima- dolo a abandonar el lecho del río lo hicieron olvidar su excitación
gen de Victoria en un recuerdo fugaz. Victoria retorciéndose de enseguida. Mientras escalaba el declive que lo llevaría a Cons-
espaldas a él, resollando de gusto, llevando los brazos atrás con titución, se preguntó si el hombre desnudo allá atrás aún vivía o
el fin de jalarlo hacia ella, cada vez más profundo, por favor, no si acaso también lo había matado. Y continuó su camino después
me sueltes, apriétame, tantito más, yo te digo cuándo. Escuchó de responderse que eso era lo que menos le importaba.
los pasos muy cerca y las voces de una conversación alegre. En-
tonces se puso a imitar el vaivén de la penetración, al mismo tiem-
po que resoplaba, jadeaba y emitía gemidos a dos voces. Los
caminantes se rieron, uno de ellos murmuró algún comentario y
siguieron de largo sin interrumpir su paseo. Él continuó bom-
beando las nalgas del otro hasta que el silencio de la noche, ates-
tado de susurros, terminó de devorar las pisadas y las sombras
se cerraron en una sola detrás de los tres hombres. Despegó su \
pecho de esa espalda extraña y se incorporó. El hombre bajo él,
acaso entre sueños, lo detuvo por una pierna y levantó las nal-
gas, buscando el contacto de la verga con el culo hambriento. Se
apartó con brusquedad, como si hubiera descubierto una alima-
ña, y la erección que estiraba su miembro primero lo desconcer-
tó y enseguida lo hizo sonreír. Estuvo a punto de carcajearse,
mas al escuchar que el otro gemía y alzaba más el trasero, la fu-
ria suprimió su acceso de hilaridad. Bernardo recogió del suelo
la piedra y con ella descargó un golpe seco sobre la cabeza in-
móvil.
Se calzó medias y tenis. Luego los pants. Se aseguró de lle-

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94
Cinco

l.a cancha de futbol en el río Santa Catarina, alumbrada igual que


si fuera de día por una serie de fanales, parece cimbrarse cuando
uno de los equipos conduce la pelota hacia las inmediaciones del
.irea rival. Desde la ventana de su habitación, en cuya moldura
reposa el retrato de Maricruz Escobedo, Ramiro no distingue las
jugadas en detalle, sólo ve el amontonamiento de hombres en tor-
110 al esférico que, a la distancia, tiene el aspecto de un anima-

lejo acorralado, un tlacuache quizá, pugnando por escapar de las


patadas de sus atacantes. El ritual captura su interés. En las gra-
das de cemento la gente se agita; junto a las bandas, otros hom-
bres dan indicaciones. Ramiro imagina la gritería, las porras para
animar a los equipos, la esperanza de los espectadores, pues lo
único que escucha es el fluir del agua caliente en la tina del cuar-
to de baño. La parte baja del cristal comienza a empañarse aun-
que aún le permite contemplar cómo uno de los delanteros se
desprende de su marca y enfila rumbo a la portería donde lo es-
pera el guardameta en angustiosa soledad. En la tribuna la gen-
te pega un brinco. El ofensivo patea el balón que sale volando
por encima del rectángulo y se pierde en un macizo de arbustos

• cerca de la orilla contraria. Ramiro se lleva una mano a la cabe-


za. Qué bruto eres. La tenías completita. Bebe un trago de la cer-
veza que acaba de coger del servibar y luego se quita la camisa
llena de sudor.
El encuentro queda en suspenso hasta que los jugadores lo-
cal icen la pelota. Toma otro trago y esta vez lo saborea despa-

')7
cio. Estuvo deseándolo toda la tarde, mientras aguardaba a su te gusta, nomás que tú tienes el Club Campestre. En cambio, otros
cliente en el café frente a la casa de bolsa o la seguía por las ca- debemos ingeniárnoslas como podamos. No desea llenar la tina,
lles <le la ciudad bajo el apabullante sol. Hace un buche, a ma- al menos por ahora. Colocó el tapón de tal modo que hubiera un
nera de enjuague bucal, y enseguida lo deja resbalar por la reciclaje constante del agua con el fin de que las vaharadas col-
garganta. Traigo tanto sol adentro, que ya tanto sol me cansa. maran el espacio en el menor tiempo posible. Su intención es arran-
Sonríe. El balón se ha perdido. Los futbolistas husmean entre ar- carse la fatiga, el endurecimiento de la carne, el tatuaje salitroso
bustos y honduras, van de una a otra dirección, mas la luz de los que le graban en Ja piel los rayos solares.
fanales no llega a esa zona. Fastidiado, Ramiro estira los múscu- Se acostumbró a ese tipo de terapia durante los primeros me-
los, oye cómo truenan los huesos de su columna y extiende la ses que vivió en la capital. Pero allá lo hacía a causa de la con-
mirada por el paisaje nocturno todavía visible a través del vaho. taminación, del humo y la mierda pulverizada que se le adherían
A su izquierda se recorta en el horizonte la silueta equina del Ce- ;1 los pliegues del cuerpo. Iba a los baños públicos, donde los hom-
rro de la Silla, con una estola de nubes sobre el lomo de donde bres ingresan al ámbito de brumas dispuestos a compartir por unos
surgen la perilla y el arzón que lo coronan. Un poco a su dere- minutos el anonimato de los demás. No importa si afuera traba-
cha, la Sierra Madre se tiende al infinito en una sucesión de cum- ran de burócratas, de comerciantes, de profesores universitarios,
bres de altura similar. Más cerca, apenas del otro lado del río, de traileros o políticos de altos vuelos; ni si andan crudos o bo-
la Loma Larga se asemeja a una mascota a los pies de sus gigan- rrachos o vienen de pepenar en un basurero y quieren limpiarse
tescos amos. La ciudad de las montañas. Ramiro evoca la frase antes de visitar a una mujer. Ahí dentro, con su toalla en Ja cin-
que tal vez leyó en uno de los panorámicos. Decide desentender- tura, caminando descalzos sobre los mosaicos húmedos resultan
se del futbol, que de cualquier manera el vaho le impedirá apre- iguales: hombres indefensos, exhaustos, anhelantes de un rato de
ciar, y con Ja punta de los dedos desprende el retrato de la tranquilidad. Sentado entre ellos, se le antojaban niños de bra-
ventana. ms, envueltos en pañales. Ramiro los estudiaba, registraba sus
Ya estás muy maltratada, Maricruz. Tanto llevarte y traerte, gestos y echaba a volar la inventiva para construir a su antojo
estrujándote a cada rato. Tanto acariciarte con las manos llenas sus posibles biografías, así, sin ayuda de ningún indicio, vién-
de sudor. La imagen ha perdido su nitidez original y sus colores dolos a todos con el uniforme de la desnudez.
declinan hacia el tono sepia de las fotografías viejas. Los doble- Vapor y transpiración se confunden en los hombros, el om-
ces lucen como costurones en el cuello y las mejillas de la mu- bligo y los muslos en una suerte de plasta gelatinosa muy espe-
jer. Sólo los ojos conservan su brillo. Una nube caliente lo cubre "ª. El alivio se acerca, lo percibe. Cierra la llave, apura el resto
al entrar en el baño. Palpa el espejo, ubica el extremo e incrus- de la cerveza y se levanta para ir por otra. Es temprano, alrede-
ta la foto en el marco. Después cierra la puerta con objeto de con- (1(ir de las nueve y media; la primera vez desde su llegada a Mon-

' centrar la temperatura y, cuando termina de quitarse la ropa, se


sienta en el borde de la tina con la cerveza en la mano. Arrima
el rostro al chorro humeante y siente que los poros se abren igual
que cráteres dejando escapar hasta los malos pensamientos. Nada
1 crrey que Maricruz Escobedo se retiró a descansar a una hora

razonable, lo cual otorga a Ramiro la oportunidad de acostarse


v dormir a gusto por lo menos siete horas, más de lo que ha po-
dido hacerlo esa semana; o de emborracharse, olvidándose del
inundo. Destapa la cerveza junto al lavabo, bebe casi la mitad al

(
como el vapor para aflojarnos, ¿verdad, Mari cruz? A ti también

•¡X <)<)
cuando se la volvían a cambiar. La clientela, en cambio, aunque
hilo y vuelve a la tina. Deja que corra el agua fría, acomoda bien parecía distinta, se mantenía estable. Por las mañanas abunda-
el tapón y luego se mete. El contraste lo templa, sacudiéndolo ban las mujeres en grupo que desaparecían al filo de las dos, rea-
por dentro. Sus poros se cierran y la piel cobra una coloración pareciendo en parejas cerca de las cinco y media. Había hombres
rojiza. que gastaban el día completo ahí, choferes de los ejecutivos de
Lo cierto es que me estoy acostumbrando demasiado a tu com- la casa de bolsa o de cualquiera de las oficinas del rumbo e in-
pañía, Maricruz. Extraño tener delante de los ojos a una mujer versionistas con bastante tiempo libre. Llegaban temprano, con
hermosa, confiada, natural, con talento. No pierdes el control ni tres o cuatro periódicos, y pasaban las horas escudriñando de la
por un minuto. Se nota. Nunca un gesto que delate lo que pien- primera a la última nota antes de irse a la hora de comer; luego
sas, ni una palabra de sobra. Conforme te conozco, más te res- se presentaban de nuevo a media tarde, con revistas diversas o
peto, dama de hierro. Ramiro ha estado tras ella durante tres días, con un libro, para instalarse en su mesa hasta que el café cerra-
casi siempre de lejos, añorando una oportunidad de atisbar de ba a media noche. De vez en vez hacían un alto, sacaban el ce-
nuevo el timbre de su voz, el perfume otoñal que irradia su cuer- lular o se dirigían al teléfono público situado en el pasillo de los
po. No paras un segundo. Quién tuviera tu energía. Y si no hu- baños, y con voz misteriosa daban órdenes y concertaban citas.
biera ido a rescatarte tu familia hoy, seguirías en ese despacho Enseguida retornaban a su sitio a proseguir la lectura.
donde te agazapas con el fin de arrebatarle un poco de dinero y de Ya con Ja taza rebosante, Ramiro se enfrascó en las experien-
poder a los demás, ¿no? Sin embargo aparecieron tu esposo y tus
cias de los actores al filmar una investigación encaminada a atra-
hijos. Es raro. De tanto mirarte sola llegué a creer que nomás par a un asesino en serie que mataba siguiendo el orden de los
eran un dato abstracto, un par de líneas en el informe de Damián. pecados capitales. Había visto la película hacía un par de años y
Desde el café, Ramiro vio partir al chofer con el Honda ver- no la juzgó gran cosa. Los dementes, los fanáticos y los que per-
de y pensó que iba por un encargo para luego regresar por su pa- seguían un fin en sus actos criminales no eran de su agrado. Ma-
trona. Conocedor del ritmo de trabajo de Maricruz Escobedo, taban por sistema, por obligación, olvidándose la emoción al
supuso que la espera se alargaría y decidió ocupar los minutos cegar una vida. No sufrían ni gozaban: sus actos quedaban al mar-
de ocio hojeando las revistas que traía consigo: dos de cine y Ja gen de las sensaciones intensas. Prefería a los que estaban con-
misma Proceso de la primera tarde, arrugada y con manchas de cientes de ser sólo asesinos. No obstante, el desarrollo de la trama
café. Tras leer el artículo acerca de los zapatistas y el del políti- la pareció atractiva con ese detective negro, solitario y culto que
co que se autoerigía como adalid contra la delincuencia, se inte- ataba cabos basándose en los libros que por espacio de décadas
resó en otro sobre el continuo desastre ecológico del Distrito había devorado en la biblioteca pública durante las noches de in-
Federal. No obstante, optó por un reportaje de una de las publi- somnio. Ramiro disfrutó sobre todo el fin de cada una de las víc-
caciones de cine que trataba sobre la violencia en las produccio-

'
timas: inocentes en apariencia, en realidad merecían ser borradas
nes de Hollywood. Abrió las páginas mientras alzaba la mano de este mundo. Aquella noche, en la sala del cine, se sintió iden-
para pedir que le llenaran la taza. El mismo uniforme rosa me- tificado con el detective: Ramiro también era un solitario y pa-
xicano; otra cara y una actitud diferente. No dejaba de sorpren- decía insomnio, sólo que gastaba las madrugadas viendo películas
derlo la rotación de personal en el café. Había visto a la primera policiacas o del viejo oeste. Pocas veces leía, y al hacerlo elegía
mesera una segunda vez y no acababa de habituarse a la nueva

1 ICHl
101
novelas de Marcial Lafuente, las de detectives gringos o, si aca- trarse de nuevo en la mujer: no tendría tantas oportunidades de
so, las de~,,':'David
.'.. . Toscana.
. '-·-·-·.-'.'.·,,._ Las víctimas del loco de la película contemplarla de cerca.
eran un hombre repugnante que vivía para tragar, una prostitu- Durante los primeros minutos Maricruz permaneció en silen-
ta símbolo de la lujuria, la mujer consagrada a la vanidad, el adic- cio, atenta a lo que conversaban los hombres, aunque una lige-
to sumido en la pereza. Ninguna de ellas podía compararse con ra arruga en la frente era el indicador de que repasaba y corregía
la dama de hierro, salvo el abogado que sacrificaba a los demás los argumentos que iba a exponer en unos minutos. Su rostro ma-
por su afán de riqueza. La codicia. ¿Ves, Maricruz? A ti tam- nifestaba interés, mas no alegría. Algunas ocasiones, en especial
bién te hubiera llevado entre las patas el tipo ese. No te habrías si los otros se carcajeaban después de un comentario, esbozaba
salvado. una sonrisa, algo forzada a los ojos de Ramiro. Sus manos se mo-
No, no te habrías salvado. Repite la frase ahora, con el cuer- vían lentas y poco, al contrario de los ademanes bruscos del vie-
po bajo el agua fría, mientras recuerda cómo ayer estuvo a unos jo que, entusiasmado, parecía contar sus hazañas de juventud a
metros de distancia de ella durante la comida. Cuando vio el Hon- un público cautivo. Al tener el plato enfrente, la dama de hierro
da verde entrar en el estacionamiento del restaurant El Mirador comió con bocados discretos, sin perder las palabras de los de-
supo que sería su oportunidad. El sitio es lo bastante amplio y más. Daba la impresión de no disfrutar la comida y sin embar-
concurrido. Esperó a que el capitán la condujera a donde la es- go se acabó lo que le sirvieron. Al final, los hombres pidieron
peraban, y entonces se presentó a solicitar una mesa. Lo hicie- digestivos y ella agua y café. Cuando se los trajeron, tomó lapa-
ron pasar en menos de cinco minutos, acomodándolo en un labra. Hablaba en forma fluida, firme, y en los momentos en que
extremo, al lado de la pared, junto al baño. Escogió la silla que decrecían las conversaciones alrededor Ramiro alcanzaba a oír
le permitía vigilar sin obstáculos el sitio donde se hallaba Mari- palabras o frases aisladas. Le gustaba ese tono de voz en el que
cruz con dos hombres, uno mayor y el otro de. la misma edad se entrelazaban la mesura de la madurez y cierto resuello de ju-
que ella. Revisó la carta de prisa y ordenó fritada de cabrito, fi- ventud fogosa. Maricruz miraba al anciano y al hacerlo sus ojos
lete y un whisky como aperitivo. Encendió un cigarro y, más que verde esmeralda brillaban con intensidad, como si quisieran con-
a la mujer, se puso a estudiar a los dos tipos que estaban con ella. vencerlo de que sus argumentos eran los únicos razonables. Los
Tenían aspecto de empresarios, o de políticos, o de las dos co- dos hombres la escuchaban sin parpadeos. El influjo de sus pa-
sas, pues en Monterrey ambas profesiones se confunden. En labras, o de su belleza, los había hecho olvidar los licores; su
todo caso se les notaba el hábito del mando y el dinero. Sus ros- atención se centraba en la boca de la mujer como si de ella bro-
tros no le eran desconocidos y Ramiro trató de imaginarlos con taran palabras sagradas. Sin oír, a unos pasos de distancia, Ra-
diez años menos, buscando que la memoria le dijera algo de ellos. miro la contemplaba también fascinado. Veía sus labios


Creía haber visto la foto del anciano algunas veces en el perió- moviéndose y sentía que un fluido le ondeaba debajo de la nuca
dico. Sí, los reporteros lo entrevistaban seguido para que opina- hasta ponerlo a temblar. Igual que los dos hombres, no aparta-
ra sobre política y economía. Presidente de una cámara o ba los ojos del rostro de esa mujer que de pronto tomaba un por-
asociación patronal, sin duda. No recuerdo tu nombre, viejo, pero tafolios, extraía de él un fólder con documentos y se los enseñaba
sí que eres uno de los meros meros de Monterrey, como dicen al viejo, lápiz en mano, señalándole las líneas importantes. In-
por aquí. Identificar al otro sería difícil. Ramiro prefirió concen- mersa en su discurso, Maricruz ladeaba la cabeza y sus ojos ver-

102-
103
des quedaban fijos en el papel. La firmeza de su concentración pleto para triunfar en la vida. Cómo te adoran los demás. Cómo
se diluía de vez en vez en una sonrisa irónica al tiempo que su caen rendidos, dispuestos a llevar a cabo tus designios. Ramiro
mano, nerviosa, indicaba las líneas importantes. Ramiro la vio pidió su cuenta en tanto el anciano firmaba los documentos. Las
levantar un brazo y con sus dedos repasar el peinado perfecto. pupilas de Maricruz, que se habían abandonado en los trazos so-
Sujetos los cabellos, resplandeciente el rostro bronceado, la mu- bre el papel, de pronto se perdieron en un punto indefinido. Aca-
jer aquella, absorta, hablando de lo que conocía al dedillo, tra- so miraban hacia adentro. Tal vez ni siquiera veían. En los
bajaba con toda su ambición a flor de piel. Cuando terminaron ventanales de El Mirador se condensaban los rayos solares en un
de revisar los papeles, el hombre sonreía, satisfecho de lo que abanico de distintos colores y Ramiro creyó verlos reflejados, to-
había leído o de poder perderse de nuevo en los ojos verdes de dos, en los ojos vacíos de la mujer. No supo si atendía a sus com-
Maricruz Escobedo. pañeros de mesa, mas al verla mover los labios, respondiéndoles,
Lo asaltó la envidia. Hubiera dado cualquier cosa por estar tuvo la impresión de que hablaba a alguien en su interior, quizás
junto a la dama de hierro y percibir su voz y su aliento en el oído a sí misma. Luego el anciano le devolvió los documentos firma-
mientras su perfume se le internaba en las fosas nasales hasta im- dos y ella, de inmediato, los metió en el portafolios. Ramiro se
pregnar su sistema nervioso. Lo reconoce ahora y se pregunta demoró a propósito para permitir que ella saliera primero del res-
cuánto hace que no está con una hembra. Carajo, varios meses. taurant a donde la esperaba su chofer con el Honda verde. Una
Ya viene siendo hora. Vuelve a acordarse del detective negro de dama de hierro, no hay duda. Y sin embargo, cómo te ablandas-
la película y se compara con él. Nos parecemos. Cada quien en te frente a tus hijos, Maricruz. Se nota que los adoras. Quién lo
lo suyo, en soledad, alejados de la gente, nomás que en lados creyera.
distintos de la raya. Piensa que quizá no es mala idea aprovechar El sol comenzaba a retirarse, dejando su sitio a esa atmósfe-
esa noche en conseguirse compañía. Abajo, a unos pasos del ho- ra borrosa en la que es imposible definir si aún es de día o ha
tel, hay un centro nocturno en donde ha visto mujeres. Algunas caído la noche. El alumbrado público se había encendido y los
guapas. Aunque ninguna como tú, Maricruz. Cierra los ojos y cristales del edificio reflejaban sin fuerza algunos haces de luz
la ve ponerse de pie ante la admiración de los demás y caminar en dirección de la explanada. Ramiro continuaba su lectura junto
hacia el baño seguida por una serie de miradas masculinas. Pasó al ventanal. Sólo la interrumpía si el paso de un auto lo obliga-
cerca de Ramiro sin siquiera voltear. Había dejado al anciano y ba a desviar los ojos de la revista durante los instantes necesa-
a su compañero revisando los documentos a sabiendas de que ne- rios para comprobar que no se trataba del Honda verde. Se había
cesitaban su ausencia para llegar a un acuerdo. Al reaparecer, sumido en una suerte de letargo del que esperaba salir con la apa-
saludó a los comensales de otra de las mesas antes de dirigirse a rición de Maricruz o de su chofer. No obstante, al ver que una
su lugar. Ramiro demoró la vista en esa espalda larga que se es- vagoneta con los cristales polarizados se estacionaba del otro lado

• trechaba en la cintura, ampliándose luego en el delta de un tra-


sero redondo, no muy pronunciado pero evidente en la ondulación
de la falda. Los hombres se levantaron de sus sillas y la recibie-
ron con algún cumplido. Por lo visto los negocios te salen bien,
Maricruz. Eres de las afortunadas que nacen con el equipo com-
de la calle, un presentimiento lo puso en alerta. De ella descen-
dió un hombre que miró unos segundos hacia el último piso y se
recargó en el vehículo mientras hacía una llamada a través del
celular. Luego metió la cabeza por la ventanilla como si infor-
mara a alguien del resultado de su conferencia. Las portezuelas

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se abrieron entonces y bajaron dos niños, de unos nueve y diez atención suficiente se habría dado cuenta. No son pares. Nocir-
años, que de inmediato echaron a correr persiguiéndose uno al culan en niveles similares. Para aquel anciano, lo mismo que para
otro en la explanada. Ramiro encendió un cigarro y escrutó al su acompañante, Maricruz estaba ahí como empleada, alguien a
hombre: alrededor de cuarenta y cinco años, bien parecido, ca- quien se le paga por servir. No importa que sea quien en apa-
bello castaño oscuro, complexión atlética, juvenil; no llevaba tra- riencia lleva la batuta, ni que domine el tema. El dinero les per-
je, aunque su pantalón y camisa eran de vestir, formales, por lo tenece a ellos. Al ser una simple consultora, ocupa un lugar
que resultaba fácil adivinar que el saco y la corbata reposaban subordinado, y ella lo sabe. Por eso oía en silencio, con deferen-
en el asiento de la vagoneta. Es él. No hay vuelta de hoja. Su as- cia, nerviosa, esperando que el magnate le otorgara su permiso
pecto encaja con el de ella. El hombre hablaba a los niños, quizá para exponer sus propios argumentos. Y al hacerlo, a pesar de
recomendándoles que tuvieran cuidado. De rato en rato lanzaba su soberbia,· de la seguridad que le daba la lección aprendida
un vistazo a las puertas giratorias y enseguida volvía a mirar ha- de memoria, detrás de sus ojos y de sus palabras latía el miedo
cia arriba. El vigilante de la casa de bolsa se asomó y lo saludó a equivocarse, la certeza de que si cometía un error, incluso
con familiaridad. Ramiro pensó en Damián y lo comparó con el mínimo, aquel anciano, verdadera encarnación del poder, la
hombre de la vagoneta: los ademanes de éste parecían producto apartaría de su presencia por siempre. Sí, en ella todo está re-
de una pulida educación y largas jornadas de convivencia social. presentado. Igual que en él. Ramiro divisó de nuevo al hombre
Sonrió. A pesar de las semejanzas, había entre ambos ciertas di- en la explanada, quien ahora caminaba impaciente en torno de
ferencias sutiles que delataban el origen. Ramiro no podía ex- su vehículo. Ellos sí son pares. Los unen el esfuerzo, la ambi-
plicárselas, pero las advertía con claridad. Lo que en Damián ción, los orígenes. Los diferentes papeles que se adjudican día
formaba parte de su ser, en este hombre se debía al cálculo, al con día. Usas demasiadas máscaras, Maricruz Escobedo. Y cam-
aprendizaje. Lo mismo en Maricruz. Son el uno para el otro. Hay bias tu actuación según las circunstancias. ¿Te das cuenta? Tú y
en ellos un exceso de conciencia en lo que se refiere a los mo- yo también somos pares en la vida.
dales, en los gestos. Les falta naturalidad. Hasta cuando hablan Los chamacos, en cambio, no tendrían necesidad del mismo
y sonríen están haciendo un esfuerzo por identificarse con quie- esfuerzo ni de tanto control para desenvolverse en esos niveles.
nes quisieran ser. Y al recordar la comida en El Mirador cayó Lo supo en cuanto los vio. Desde ahora convivían con otros ni-
en la cuenta de que ese detalle se le había escapado, quizás a cau- ños en las alturas sociales y, en el futuro, se conducirían en ellas
sa de su fascinación por la mujer. Es cierto, su atractivo funcio- con absoluta naturalidad. Se entretuvo unos minutos con sus jue-
na a manera de escudo que impide ver cómo es en realidad. Lo gos y persecuciones. Se escondieron tras el letrero de granito que
deduce mientras, con el cuerpo sumergido en agua fría, se talla ~ decía y ALORES FINANCIEROS DEL NORTE, y enseguida salieron co-
la cabeza hasta sentir que el perfume imaginario de Maricruz Es- rriendo de ahí y fueron a atosigar al vigilante con sus carcajadas

1 cobedo encuentra su relevo en la espuma del jabón. Para enjua-


garse, deja resbalar el cuerpo con el fin de que el agua lo cubra
y gritos. A pesar de la distancia, el parecido de los dos rostros
infantiles con el retrato que le había dado Damián resultaba nota-
y permanece un rato ahí, aguantando la respiración. ble: sobre todo los ojos de color claro, aunque intenso, en con-
Había respeto en el silencio de la mujer cuando escuchaba la traste con las pupilas oscuras del padre. Ambos poseían la misma
perorata del viejo empresario. Cualquiera que la observara con belleza y el enigma de Maricruz en la sonrisa. Niños bonitos. No

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podía ser de otro modo. Quizás un poco femeninos aún. Ya cre- rallidos de ira. Lo molestaban los pordioseros, los vendedores de
cerán. Pronto se van a parecer a él. Equipados para el lideraz- cualquier cosa, los ancianos, los indígenas que jalaban de la
go, no tuvo problemas para visualizarlos en un porvenir envidiable, mano a sus familias famélicas, los malandros vigilando en las es-
pisando firme, hablando en tono autoritario, con un diploma de quinas el paso de los incautos. Por si esto fuera poco, el esmog,
postgrado obtenido en el extranjero, empresa propia en Monte- el humo y la mierda flotante le irritaban ojos y garganta, lo ha-
rrey, una mujer oriunda de la aristocracia norteña e hijos idénti- cían sentirse sucio por dentro y por fuera, le inflamaban el cere-
cos a ellos, acaso más hermosos, dispuestos a prolongar la estirpe, bro a tal grado que llegó a añorar las semanas que vivió en el
el poder, la riqueza hasta el infinito. Para eso su mamá ha esta- tiradero de desperdicios del mercado de abastos antes de partir
do arriesgando la vida, niños. Para que en unos años asciendan rumbo a la frontera. No seas exagerado, lo reprendía Damián,
a primera división y ya nunca la abandonen. Entonces serán us- es fácil acostumbrarse. Es que no aguanto. No duermo en las no-
tedes quienes contraten a una consultora, atractiva, sí, pero in- ches. Si ando entre la gente de lo único que tengo ganas es de
ferior, quien les manejará el exceso de liquidez que deberán correr, de largarme de aquí. Eso es a causa de tu conciencia, no
esconder al fisco. Los contempló unos minutos. Algo le decía que le eches la culpa a la ciudad. Y si seguía quejándose, Damián se
la llamada del hombre a través del teléfono estaba dirigida a su burlaba, lo llamaba compadrito, provinciano, indio recién baja-
mujer, y que ésta se daría prisa en bajar de su despacho. do de la milpa.
Frota su epidermis con la toalla y la sensación de bienestar Cambió de departamento cinco o seis veces y nunca estuvo
que lo recorre de la cabeza a los pies le arranca un bramido ale- a gusto del todo. Vivió en la colonia Roma, en la Condesa, en
gre. Después, en una pausa, considera de nuevo la posibilidad la Narvarte, y al final rentó un antiguo despacho en el centro his-
de vestirse y salir del hotel. Pocas veces lo hace, incluso cuan- tórico, a un par de cuadras del zócalo, donde la ausencia de gen-
do está libre del trabajo. Enemigo del ruido y de las aglomera- te a partir del atardecer tornó más llevadera su existencia. Damián
ciones, prefiere la quietud de una habitación cerrada, con la lo ayudaba dejándolo en paz largas temporadas, y sólo requería
televisión como única mirilla al exterior. Además las altas tem- su presencia cuando era preciso que Ramiro llevara a cabo un
peraturas de Monterrey lo amedrentan, convenciéndolo de que trabajo. Él gastaba su tiempo libre en maratones de cine que a
lo óptimo es mantenerse en el clima. Para qué salir. Afuera no- veces iniciaba antes del mediodía. Veía las películas tres o cua-
más hay disgustos, contratiempos, malos humores. Aquí hay una tro veces, se aprendía los diálogos, las secuencias, los encuadres,
cama, películas por televisión, cerveza y cigarros. Mejor aquí, incluso las pistas musicales. Abandonaba la sala después de la
solo, lejos de los hombres. última función, y de ahí se metía en el primer burdel que le sa-
Durante sus primeros meses en la capital había vivido en un 1iera al paso. Luego regresaba al viejo edificio, por calles soli-


constante desasosiego. Lo recuerda mientras camina desnudo tarias, a encerrarse en su cuarto donde fatigaba la videocasetera
por el cuarto, oreándose, exponiendo el cuerpo a las ráfagas del y la televisión hasta que las primeras luces y los ruidos matuti-
aire acondicionado hasta que los vellos se le erizan. Luego bus- nos, aún lejanos, le avisaban que debía dormir un poco.
ca los cigarros y una nueva cerveza. La lentitud escandalosa del Una mañana, mientras se apuraba con el fin de llegar a la fun-
tráfico lo exasperaba, los tumultos en cualquier sitio de la urbe ción de matiné, recibió un telefonazo de su jefe citándolo en La
lo mantenían en una continua depresión cuyo escape eran los es- Ópera, a pocas cuadras de su departamento. Acudió con cierto

108 111')
disgusto pues conocía el sitio: una cantina ruidosa, multitudina- De improviso, durante un breve intervalo entre los chasca-
ria, frecuentada por turistas y políticos, donde rara vez se obte- rrillos y las opiniones políticas, Damián se volvió hacia Ramiro
nía mesa sin esperar por lo menos media hora. Encontró a Damián y sin ningún preámbulo comenzó a interrogarlo al respecto del
bebiendo en compañía de un desconocido. Al principio no supo dinero que había ganado con él. Lo estoy ahorrando. Abrí una
cómo reaccionar: hasta esa tarde siempre se habían visto los dos cuenta en un banco. Me lo suponía, dijo Damián. ¿Y no piensas
solos; sin embargo, su jefe lo saludó de la manera habitual, le gastarlo jamás? Sí, nomás que no lo he necesitado todavía. Qué
indicó que tomara asiento y enseguida le presentó al doctor Fe- le dije, Damián se dirigía ahora al doctor Guillén, es bien codo
dro Guillén. Ambos estaban enfrascados en una discusión sobre el cabrón, dejaría de ser regiomontano. Ramiro se incomodó, no
política y ecología y durante varios minutos Ramiro guardó si- alcanzaba a entender a qué venían el interrogatorio y la burla,
lencio, aparentando desinterés, pero nervioso por la presencia del menos delante de aquel extraño. La verdad era que ni siquiera
acompañante de Damián. No lucía como médico. El rostro san- pensaba en el dinero. En cuanto recibía el cheque o el efectivo
guíneo, el cabello ralo que apenas le cubría la cima de la cabe- de manos del patrón, lo ingresaba a su cuenta y de los cajeros
za, la frente abombada y la barba de candado le otorgaban un sacaba lo suficiente para irla pasando. Nunca se ocupaba de ve-
aire de intelectual, de crítico irónico, que acentuaban sus panta- rificar el saldo, ni los intereses, ni los cortes mensuales; no le
lones de mezclilla, la chaqueta de gamuza, los zapatos con sue- importaban. Lo único que sabía es que tenía de sobra para vivir
la de caucho. Su voz fuerte, risueña, era la del diapasón más alto una larga temporada. Pues aquí Fedro anda vendiendo una casa,
en la cantina y a cada momento interrumpía el discurso de Da- dijo Damián. Y, como queda en un pueblo no muy retirado, su-
mián para bromear acerca de él y después reírse. Lo observó bien. puse que te podría interesar. Así puedes salir de esta ciudad que
No parecía dedicarse a lo mismo que ellos, mucho menos alguien 110 soportas y al mismo tiempo estás a la mano. ¿Conoces Co-

que estuviera ahí con objeto de contratarlos. Se trataba de un hom- coyoc?


bre feliz, no cabía duda, de ésos que nada tenían que ver con No, entonces no conocía Cocoyoc, pero ahora lo echa de me-
el mundo que habitaban Ramiro y su jefe. ¿Entonces? En tanto el nos. Sobre todo la tranquilidad de esa colonia campestre cuyas
doctor narraba tres chistes al hilo, imitando las voces de un ja- residencias permanecen deshabitadas de lunes a viernes perrni-
ponés, un gringo y un cubano, y le arrancaba a Damián carcaja- 1 iéndole disfrutar del silencio sólo interrumpido por los trinos de
das que él no le había escuchado antes, Ramiro llegó a la los pájaros, algún chirrido de insecto o el rasguño de las ardillas
conclusión de que aquel tipo y su jefe eran amigos desde la ado- sobre los troncos de los árboles. Extraña también sus prolonga-
lescencia, acaso desde la infancia. Lo comprobó cuando el doc- das caminatas por los alrededores, las excursiones a los cerros o
tor Guillén suspendió sus imitaciones y se paró al baño: Damián a los pueblos aledaños, aspirando el aroma de la yerba taterna-


le explicó que al llegar al bar se lo había topado tras meses de da, de las frutas frescas y las cosechas recientes.
no verse y fue incapaz de desairar la copa que Fedro le invita- Acostado en la cama, con los ojos cerrados, sin vestirse aún,
ba. No sabe nada de nuestros asuntos. Además, es muy bueno corta el flujo de sus añoranzas al sentir que está a punto de dor-
para los chistes. ¿Por qué no te ríes? El doctor regresó y por es- mirse. Se incorpora con un sobresalto y va hacia la repisa a ver
pacio de media hora Ramiro continuó oyendo las carcajadas de su reloj. Temprano. Todavía hay tiempo. ¿Para qué? Ha olvida-
ambos. do sus intenciones de un rato antes y pasea por el cuarto restre-

110 111
gándose el rostro en un intento de capturar una idea perdida. Algo Lo dicho: no me sirves ni para lucirte. Echa la botella vacía al
iba a hacer yo. ¿Qué era? Piensa, Ramiro. Se da por vencido y bote de basura y regresa a la cama, donde se recuesta a la par
camina a la ventana. El juego de futbol concluyó hace mucho en que enciende un cigarro.
el río Santa Catarina; la cancha luce desierta, oscura, sin siquie- Había pensado acudir a un centro nocturno, ahora se acuer-
ra el recuerdo de los hombres que corrían en ella. No hay tráfi- da. Ésa es la idea extraviada. Vio el local en penumbras, tapi-
co en la avenida Constitución, sólo de vez en cuando la surca algún zado y alfombrado en rojo, con las prostitutas semidesnudas
vehículo a velocidad de vértigo antes de desaparecer por cual- deambulando cerca de la puerta a unos pasos de distancia del
quiera de los extremos. Ramiro se aparta del vidrio, abre el pe- hotel. Kan Kun, se llama. Creo. Los enganchadores en la ban-
queño refrigerador con la intención de sacar otra cerveza, pero queta le prometieron buen trago, música, baile y muchachas dis-
en el momento de tocarla se da cuenta de que no la desea, de que ponibles. Pero al sopesar la posibilidad de la juerga, una sensación
el sabor amargo de la malta lo asqueó. Toma un jugo con el fin de pereza empezó a engarrotarle los músculos al grado que de-
de cambiar de regusto y se lo bebe enmedio de la habitación. sechó sus intenciones pronto. De unos años para acá le sucedía
El espejo en la pared le devuelve su cuerpo desnudo. No mira a menudo: a punto de salir, siempre hallaba más atractivo en la
el rostro, sus ojos contemplan el miembro que se esconde lasti- televisión o en el cine. ¿Qué te pasa, Ramiro? ¿Cuántos meses
mero entre el vello púbico. Conduce las manos a la entrepierna llevas sin probar carne de mujer? Espabílate. Si no, te vas a vol-
y se tapa, mas la imagen de sí mismo en una pose así de pudi- ver puto. Revisa su miembro abúlico y sonríe con melancolía.
bunda, con la botella de jugo emergiendo de la pelvis, le parece Después piensa en la ciclopista del río Santa Catarina, en su en-
ridícula y de inmediato suelta las manos para que caigan a los cuentro con el tipo al que le robó la ropa, y deja de sonreír.
flancos. Se acerca al espejo, se examina, gira para verse de per- Mueve la cabeza de un lado a otro. No. No tiene nada que ver
fil, adopta distintas posturas. No obstante que lleva una existen- con eso.
cia casi sedentaria, aún cuenta con algunos músculos fuertes, Es cierto, el sexo le preocupa cada vez menos. Él atribuye
visibles; no ha engordado, conserva cierta flexibilidad. Desnu- el desgano a la edad y a ese desinterés generalizado hacia lo que
do, sin disfraces que enturbien su percepción, atisba en el refle- lo rodea. En otra época fui distinto. Sonríe de nuevo y su sonri-
jo rasgos en verdad suyos que reconoce desde que posee memoria, sa adquiere un cariz nostálgico, como el de un deportista ancia-
aunque sean tan comunes que podrían pertenecer a miles de hom- no que revive viejas glorias. A su llegada a México, casi una
bres. Lo que no lo acaba de satisfacer es ese sexo chato, enga- década atrás, fue asistente asiduo a cabarets, casas de té, salo-
rruñado, cubierto de pliegues semejantes a anillos guangos. Hace nes de masaje, estéticas y lupanares de cualquier tipo y catego-
tiempo que no lo admira hinchado en toda su extensión. Pinche ría. Durante meses repartió energía y dinero entre el cine y las
aparato inútil. ¿Para qué me sirves? El disgusto atrae a su cere- putas, a partes iguales. Sin embargo, al promediar el segundo año
1 bro el recuerdo de las regaderas de la prisión, donde los inter-
nos se bañaban uno al lado del otro, fisgándose entre sí, ya con
advirtió los primeros síntomas del hartazgo. Lo aburría el am-
biente nocturno de la capital, lo hastiaban los acostones instan-
curiosidad, ya con lujuria, y él se cohibía al mirar de cerca táneos. Por un tiempo fantaseó con sacar de trabajar a alguna de
miembros mayores que el suyo, en ocasiones erectos, cuyos due- las mujeres, o con conseguirse una amante de planta, pero nun-
ños a su vez observaban el de Ramiro con una mueca de burla. ca se topó con la que respondiera a sus expectativas. Después se

1 112 lll
mudó a Cocoyoc y gracias a la distancia sus incursiones burde- c.rsa y esperando su regreso. Ahora, mientras busca entre las sá-
leras disminuyeron a razón de una por mes, si acaso, aunque des- banas el encendedor, comprende que ese vacío en el estómago
de entonces ya prefería el cine o las películas de su videocasetera. que lo acompaña desde el momento de bajarse del avión tiene nom-
Más adelante, tras un minucioso examen de conciencia, se con- llre, rostro, señas de identidad. Enciende el cigarro y jala el humo
fesó que si continuaba buscando compañía femenina cada cuatro del tabaco como si fuera un antídoto contra la memoria. Piensa
.ernanas era por costumbre y prejuicio, por una suerte de afir- en cualquier otra cosa pero, apenas moldea un pensamiento, se
mación o de disciplina absurda, y decidió que a partir de ese día atraviesa Victoria borrándolo. No podrá librarse de ella con fa-
sólo lo haría cuando deveras sintiera ganas. cilidad, lo sabe. Menos ahora que ha visto a Maricruz Escobe-

'
Cómo ves, Maricruz, cualquiera pensaría que la vida de un do junto a sus niños, en su papel de madre.
asesino es emocionante. Falso. Que está plagada de esos place- Había oscurecido unos minutos atrás y el hombre seguía abu-
res que se compran con el dinero fácil. Muchachas a granel, al- rriéndose con las carreras de los chamacos en la explanada. Ra-
cohol para nadar, parrandas, orgías, lujos. Y la realidad es otra. miro a su vez no perdía detalle, sólo apartaba la vista del otro
Quién te iba a decir que el que te va a matar es un tipo tan abu- lado de la avenida al beber un trago del café frío cuyo aspecto
rrido. Aunque quizá mi celibato se deba a que no hay preciosi- se iba enturbiando dentro de la taza. Se distrajo un instante con
dades como tú en ningún burdel. Hembras con tu elegancia, con el fin de llamar a la mesera y cuando reintentó la vigilancia los
un porte como el tuyo, no son comunes. Ramiro se empeña en niños corrían desaforados rumbo a las puertas giratorias. Ahí vie-
evocar a las últimas mujeres con quienes estuvo, pero una bruma ne. Ya era hora. Al salir a la explanada, la dama de hierro se
las desdibuja antes de que su memoria les dé alcance. Intenta ubi- transformó en su opuesto: los rasgos de su cara se suavizaron,
car las imágenes mentales que le provocan excitación sexual. Nin- primero, para enseguida dibujar una sonrisa amplia que estiró sus
guna de ellas incluye rasgos de una figura como la de Maricruz labios hasta la mitad de las mejillas dejando al aire la dentadura
Escobedo. En todas aparecen, en cambio, rasgos que identifica completa. La rigidez de su porte se vino abajo. Alzó los brazos,
con quien fue su esposa. No hay remedio. La verdad es que soy agitándolos, al tiempo que gesticulaba y gritaba frases sencillas
un conservador sentimental. Un marido fiel, en el fondo. Un cla- de adivinar. Ramiro, sorprendido, sonrió también al ver que el
semediero de mierda. Conforme pasan los años me parezco más menor saltaba a los brazos de Maricruz y ésta le cubría el rostro
a mi padre y a mi abuelo. No importa lo que haga. Siempre seré de besos y lo estrujaba con fuerza en tanto giraba sobre sus za-
lo mismo. patos. El mayor se había detenido a unos centímetros de su ma-
Su moralismo lo sumió en las dudas desde el principio, cuan- dre y de su hermano. Parecía celoso, o avergonzado ante tanta
do supo que iba a matar a una mujer. La orden de Damián frac- efusividad, aunque se notaba su emoción por la presencia de la


turaba el arraigo de sus códigos. Era lo mismo que hacer algo mujer. Maricruz soltó al menor, intentó abrazar al otro. Éste co-
en contra de Victoria, la madre de sus hijos. La había olvidado, rrió alejándose de ella. Entonces se inició una persecución en la
es cierto, o al menos así lo creía, mas la foto de Maricruz Esco- que la madre fingía alcanzar a sus hijos, quienes de inmediato
bedo, las instrucciones de su jefe, la ciudad, los datos conteni- ponían terreno de por medio. Cuidado, Maricruz, esos tacones
dos en el expediente actuaron a manera de recordatorios que le son peligrosos. Un paso en falso y no paras hasta el piso. El hom-
gritaban que existía, que quizá continuara viviendo en la misma bre no se había movido ni daba muestras de querer integrarse al

114 11 5
Jlll'go.Recargado en la carrocería, de espaldas a Ramiro, era im- de improviso se hubiera humanizado, la siente cercana, casi en-
posible saber si la escena lo divertía o si, al contrario, lo deses- irañable. Aunque no hay que engañarse. Eso no cambia lasco-
peraba. No tienes tipo de entusiasmarte con las explosiones de sas. ¿O sí? Ramiro ve la imagen de la mujer por un segundo: no
ternura maternal, Ricardo. ¿Ricardo te llamas? Más bien te han puede sostener la mirada de los ojos color esmeralda. Ensegui-
de fastidiar y las soportas por pura condescendencia, ¿verdad? da repara en lo absurdo de la situación. Avergonzado ante un pe-
Las consideras poco masculinas en ti y poco dignas en una mu- dazo de papel. Qué ridículo. Te estás ablandando otra vez,
jer de la categoría de tu esposa. Por fin, Maricruz, con un niño Ramiro. El hecho de que esta vieja tenga hijos no es nuevo. Lo
de cada mano, se acercó al vehículo. Su semblante estaba rojo, sabías. Y si la familia significa algo, o es un obstáculo, en todo

' turbado por la excitación. Sin embargo, saludó a su marido con


un gesto agrio, evitando el contacto, y abrió la portezuela trase-
ra para subir a sus hijos a la vagoneta. Ni un beso, Maricruz. Ni
siquiera una palabra amable. ¿Están distanciados? No me extra-
ñaría nada. Antes de que echara a andar el motor, Ramiro vio
caso debería serlo para ella, no para ti.
Sólo en una ocasión anterior lo paralizaron las dudas de un
modo similar: cuando Damián le ordenó que despachara a un po-
1ítico de segunda. Se supone que se jubiló hace diez años, dijo
Damián. No ocupa ningún puesto, nadie lo entrevista; la gente
cómo la mujer volvía a ser de hierro en su actitud con el hom- lo olvidó. Vive en una casita en Tepoztlán sin servidumbre, sin
bre: abordó en completo silencio, dándole la espalda con el fin guaruras; su esposa a veces duerme con él, pero la mayor parte
de platicar con los niños durante el viaje. del tiempo la pasa en México. Ramiro averiguó después que, des-
Idéntica a Victoria. El mismo amor desbordándosele frente de el anonimato y sin salir de su agujero, el viejo manejaba un
a sus hijos. La misma ternura histérica. ¿Así son todas? Ramiro montón de hilos todavía. Adeudaba muchas muertes, políticas y
no recuerda semejantes manifestaciones de parte de su madre cuan- de las otras. Según los rumores, jamás se había tentado el cora-
do era niño. Lo único que puede evocar es la disciplina fría e in- zón si se trataba de quitar de enmedio a sus opositores. Lo malo
flexible, las instrucciones cotidianas, los regaños, las quejas a su es que ahora era él quien estorbaba. Tras concertar una fecha,
padre y, con su llegada, el castigo, los cuerazos. Eran otros tiem- Damián le aseguró que el trabajo no presentaba dificultades.
pos. Quizá, si no hubieran muerto tan pronto, las cosas habrían Cáele de noche. A esa hora ya se fueron los achichincles y los
cambiado. Se levanta, esta vez con desgana pues su cuerpo se ha lambiscones. Si acaso llega a estar la esposa, no hay problema
amoldado al colchón, y camina al baño. Orina. Quita del espe- si también la retiras. ¿Alguna duda? No, Damián, ninguna. Se
jo el retrato y vuelve al cuarto donde abre un cajón, saca unos hará como tú dices. Si resulta fácil matar a cualquier cristiano,
boxers y se los pone. Cubierta su desnudez, se desplaza con ma- cuantimás a un viejito que ni puede moverse.
yor seguridad. Acomoda la foto sobre la mesa de escribir, de Eso creía. Nunca supuso que al estar parado frente a él le iban
manera que sea visible desde la cama, y se acuesta de nuevo. Ver- a temblar las piernas. La mujer se había ido a la capital y Rami-
1 la en compañía de sus hijos ha hecho que Ramiro modifique su
opinión de Maricruz Escobedo. Nunca imaginé esos sentimien-
ro forzó la cerradura de la puerta que conectaba con el patio tra-
sero. Actuaba sin demasiadas precauciones, seguro de que el viejo,
tos en ti, dama de hierro. Sí que me asestaste un buen golpe. Un medio sordo, no escucharía sus pasos. Lo encontraría acostado
recto a la mandíbula. Ya que me estaba haciendo a la idea, me y le daría muerte mientras dormía. Pura labor de rutina: entrar,
doy cuenta de que, por lo visto, me equivoqué contigo. Como si tirar, salir. Pero no ocurrió así. En cuanto Ramiro localizó el pa-

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sillo que conducía a la recámara, la luz encendida y unos ruidos Miró al viejo, en cuyos labios se curvaba una sonrisa, y enme-
presurosos lo hicieron saber que las cosas marchaban mal. Al cru- dio de un mareo lo imaginó con sombrero y botas vaqueras, el
zar el. quicio de la puerta se encontró con el anciano en piyama, enorme índice trocado en el cañón de la escuadra. Ya te vi, es-
de pie, con las manos adentro de un mueble, hurgando entre la cuchó adentro del cráneo. Hubiera muerto, sin duda, si no es
ropa. Luego oyó un chasquido metálico. No se mueva, viejo ca- porque a su atacante se le encasquilló el arma y no pudo tronar
brón. Quédese quieto o me lo trueno. El político lo miró direc- la quinta bala. Apretó el gatillo una y otra vez, y conforme el
to al rostro con ojos saltones de pánico, llorosos. Trataba de decir cliqueo se repetía le retornaban los temblores al cuerpo, el terror
algo, mas su boca sin dientes se movía sin emitir sonido y de ella a los ojos, y su boca se abría de nuevo en un intento de súplica.

' escurrían gruesos hilos de baba. El cuerpo encorvado, artrítico,


parecía a punto de quebrarse a causa de una trepidación sin fin.
Debía tener más de ochenta años. Cuando comenzó a gemir, Ra-
miro perdió el aplomo con que había ingresado a la casa, el gozo
con que solía finiquitar los encargos de Damián, y se preguntó
Con sus flacas fuerzas aventó la escuadra que Ramiro esquivó
con facilidad, agachándose y aprovechando el movimiento para
recoger del piso el revólver. No disparó de inmediato. Preten-
día devolver al anciano los instantes de angustia a que éste lo ha-
bía sometido, hacerle saber que las cosas de nuevo tomaban su
si sería capaz de matar a un ser tan indefenso. Sus piernas se con- cauce normal, que era Ramiro quien lo mataría a él. Nunca ha-
tagiaron de los temblores del anciano. Maldijo a Damián por la bía sentido tanto odio hacia una de sus víctimas. Apuntó y dio
orden, se insultó por su oficio y al viejo por el papel de víctima unos pasos al frente, viendo cómo la mandíbula del otro parecía
que encarnaba. Sin dejar de apuntarle, lo estudió durante unos a punto de desencajarse mientras unía en el pecho las palmas de
segundos. La decrepitud del otro lo asqueaba y al mismo tiem- las manos. Vas a pagar las que debes, cabrón. No, no me mate.
po le provocaba compasión. Tenía que ser un verdadero supli- Por lo que más quiera. Por su madrecita. Seguro así le decían
cio estar vivo a esa edad. El miedo a la muerte debe ser atroz, tus enemigos a los asesinos que les mandabas, ¿no? Ramiro apo-
si uno se aferra con tanta terquedad a la poca vida que resta. Ra- yó la punta del cañón entre las arrugas de la frente del viejo y
miro vio en aquel despojo su propio futuro y de pronto lo cim- éste comenzó a emitir un lloro bajo, sostenido. Disparó. El cuer-
bró la ira. Amartilló el revólver. El otro murmuró con voz po del anciano saltó hacia atrás, regando de sangre una pared cer-
chillona una oración. Luego imploró clemencia y Ramiro bajó cana, y cayó al piso con los miembros torcidos, igual que si se
el arma indeciso. Entonces el viejo, con una agilidad imposible, le hubieran descoyuntado. Lo mejor que podría pasarme es mo-
levantó una escuadra y disparó. El estruendo fue ensordecedor rir joven. Y nunca llegar a esto. Disparó una vez más sobre el
y sus ecos permanecieron suspendidos unos instantes. A causa cadáver y continuó haciéndolo hasta agotar la carga del revólver
de la sorpresa, Ramiro tardó en darse cuenta de que no estaba como si después del viejo matara también a sus fantasmas, al


herido, pero antes de reaccionar escuchó otro balazo y otro. El futuro que se le presentaba atiborrado de horrores y a ese pasa-
octogenario, con el cuerpo recto y la mano firme, entrecerraba do que de cuando en cuando volvía para perturbarle el sueño.
un ojo afinando la puntería. Se habían cambiado los papeles. El Fue la primera ocasión que no disfrutó quitándole la vida a un
cuarto disparo quemó la carne de Ramiro cerca del hombro y sol- hombre.
tó el revólver. La muerte le guiñaba un ojo desde atrás del polí- Esta vez sí me sorprendiste, le dijo Damián dos días más tar-
tico y supo que en cuestión de un parpadeo le saltaría encima. de con el periódico en la mano. Se trataba de matarlo, no de de-

119
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jarlo como cedazo. Sí pues. Aunque poco le faltó para matarme demasiado chica; con un jardín breve al frente y otro mayor en
a mí. Se hallaban en El Nivel, a un costado de la catedral, y el la parte trasera, donde se ubica la alberca. La residencia que Ra-
sitio hervía de bebedores vespertinos. Damián extrajo del saco miro hubiera construido, ni más ni menos. El doctor Guillén, siem-
un sobre blanco. Te lo traje en efectivo, así que ten cuidado con . pre con la sonrisa entre los dientes, abrió la puerta metálica que
las ratas. Por aquí abundan. Ramiro lo agarró, lo sopesó y, sa- · a Ramiro se le antojó el portón de un templo, ideal para dejar
tisfecho, se lo clavó en la cintura. ¿Siempre vas a comprar la casa afuera el mundo y sus problemas. Entraron. Contaba con una sala
de Fedro? Sí, ya fui a darme una vuelta. Me gustó el lugar, la y un comedor pequeños, cocina, tres recámaras, baños. Los

1 colonia. Quedamos de vemos mañana ahí. Con este dinero le com-


pleto. Damián lo miró un tanto divertido, luego se movió inquie-
to en su lugar, listo para partir. Sin embargo, antes de
incorporarse, lo encaró. Dime una cosa: ¿por qué lo mataste con
cuartos decorados con muebles rústicos, cuadros y adornos que
representaban paisajes, animales, deidades africanas y prehispá-
nicas. Había en ellos libros, discos, juguetes y otros objetos per-
sonales del doctor y su familia. Sin hablar, Ramiro recorrió cada
tanta saña? Ramiro lo pensó por espacio de varios segundos. No una de las habitaciones admirando los chorros de luz y aspiran-
sé. No estoy seguro. Creo que porque no me gustan los viejos. do el olor a yerba, a campo, que se colaba por las ventanas. Lue-
Es cierto. No le gustan. Le recuerdan cómo será él algún día. go, en el comedor, se sentó a la mesa de madera sin desbastar y
Lo hacen comprender que la soledad, la invalidez y el ostracis- se puso a contemplar el jardín mientras el propietario se entre-
mo podrían ser una condena futura. Y a diferencia de Monterrey, tenía en una de las recámaras. Una ardilla surgió entonces del
desde que llegó a vivir a la ciudad de México se tropieza con ellos baldío vecino y caminó a saltitos hasta la alberca, donde se in-
donde sea. En el metro, en la calle, tumbados en las bancas de clinó a beber. El espectáculo le inyectó en el cuerpo una sensa-
parques y plazas, a las puertas de los edificios. Por todas partes ción de placidez que no había experimentado antes y, cuando el
su pulso vibrante, el paso cansado, la columna vertebral torcida doctor Guillén tomó asiento a su lado, Ramiro sacó de su porta-
a manera de gancho y, en la cara, esa expresión de terror conti- folios un altero de billetes. Lo colocó encima de la mesa. Está
nuo, de vulnerabilidad, que les provocan los cambios en la urbe. completo, doctor. Si desea contarlo. No hace falta. Nada más me
Sí, los dobla la edad. Los vence. Los aísla por completo. Y no gustaría saber cuándo piensas cambiarte para acá. Ramiro vol-
es lo mismo desear estar solo que estarlo por fuerza. Ramiro lo vió a ver el jardín, la alberca; después dejó vagar la vista por las
medita mientras escucha el silencio aparente del hotel y al mis- paredes. Su emoción era intensa, impaciente. Le sonrió al doc-
mo tiempo percibe los confusos rumores de la noche que se fil- tor. Hoy mismo. De hecho, ya no me regreso con usted a Mé-
tran del exterior. Hundido en la somnolencia del cansancio, el xico. Me quedo aquí. Pero ... yo necesito unos días para llevarme
cigarro abandonado consumiéndose en el cementerio de colillas los muebles y las cosas. No se las lleve, doctor. Se las compro
del cenicero, se confiesa que quisiera estar ahora enmedio de la igual. Quiero la casa así como está, con estos cuadros, con los

1 verdadera quietud, la real, de su casa en Cocoyoc.


Por lo menos para eso sirvió matar al despojo aquel. Valió
libros, los trastes y los aparatos. Llévese nomás la ropa. A lo de-
más póngale precio. ,
la pena. Además, ya se estaba robando el oxígeno de los demás. Tenía claro que no sólo estaba comparando un terreno y un
Y me agencié la casita. Al verla supo que la habían hecho a su construcción, sino también una vida. Una vida ajena, cierto,
medida. Discreta, blanca, con techo de tejas; no muy grande ni pero siempre era mejor que el vacío propio. Tras meditarlo lar-

120 121
go rato y retirarse a un cuarto a discutirlo con su esposa a través propia, nada le impedía meterse en la casa o en el pellejo de cual-
del teléfono celular, el doctor pronunció una cifra bastante alta. quiera. Los disfraces le sentaban bien.
Ramiro extrajo del portafolios otro fajo, lo contó, apartó unos Continúa pensando en Cocoyoc hasta que sin darse cuenta su
billetes e hizo entrega del resto al propietario. Venías bien pre- mente mezcla las ideas con los recuerdos. Entonces ve el rostro
parado, ¿no? Sí. El negocio me interesó desde que vi el pueblo. entrañable de Maricruz Escobedo que viene envuelto en una bri-
Y ahora la casa es mía. Recibió el llavero y un fólder con las es- sa oscura. La sonrisa autoritaria de Damián. El sol negro llo-
crituras. El doctor intentó bromear, mas Ramiro se sentía tan fe- viendo lava sobre las calles de Monterrey. Un grupo de

l liz que no prestó interés. Como si en todo instante hubiera sido


el anfitrión, acompañó al doctor Guillén a los cuartos, lo vio em-
pacar y lo ayudó a meter los bultos de ropa en la cajuela. Des-
pués el coche enfiló hacia los linderos de la colonia y Ramiro
vagabundos que lo rodea, le cuenta historias y trata de congra-
ciarse con él. Niños que lo insultan a gritos, reclamándole un cri-
men que no cometió. Y de pronto las imágenes, las voces, las
sensaciones y los movimientos desaparecen cuando Ramiro se su-
entró en la casa. Cerró la puerta. Sus pulmones se impregnaron merge en un letargo angustioso, opresor, como si hubiera caído
con ese aroma nuevo, suyo, que lo acompañaría desde ese mo- dentro de un pozo de agua estancada.
mento en adelante. Revisó los libros y los discos, puso uno en el
estéreo y al iniciar la música fue a la cocina para sacar los pla-
tos, las sartenes y los cubiertos. Vació el refrigerador e inició
los preparativos de la comida con la que celebraría el aconteci-
miento.
Casi dormido, Ramiro siente cómo la piel de sus mejillas se
tensa en una sonrisa. Se da vuelta y acomoda la cabeza en la al-
mohada. Para qué andar en la calle si uno es dueño de una casa
como ésa. No es plan. Afuera nomás hay molestias. Comienza
a delirar y en uno de los últimos atisbos de conciencia se da cuen-
ta de ello, aunque no le importa. Va a intentar dormirse pensan-
do en su residencia campestre ... Durante los días que sucedieron
al de la compra, Ramiro dedicó muchas horas a pasear por los
alrededores con el fin de orientarse, de aprenderse de memoria
las calles aledañas, los vericuetos de la colonia, las rutinas visi-
bles de los vecinos. Concluía sus caminatas exhausto y conten-

1 to de resguardarse entre los muros de esas habitaciones cuyo


mobiliario y decoración habían decidido otros. Su recién adqui-
rida propiedad le otorgaba una personalidad falsa que nada tenía
que ver con él. No obstante, era cuestión de acostumbrarse, de
adaptarse a lo nuevo. Lo sabía. Al no contar con una existencia

1 122
12l
Seis

1 Perdió la noción del tiempo desde una noche en que, borracho


de alcohol y cemento, torturado por el recuerdo aún fresco de
Victoria, acicateado por la torreta de una patrulla que giraba y
giraba hasta enloquecerlo, buscó refugio en un callejón. Entró
corriendo en las tinieblas, sin cuidar sus pasos, y tropezó con algo
que se asemejaba a un costal de desperdicios. Fue a dar al sue-
lo y el golpe lo descalabró. Seguro de que la patrulla seguía tras
él, quiso levantarse, mas la sangre que manaba de su frente le
veló la visión con una niebla roja. Llevó Ja mano a la herida y
tocó el líquido tibio. No experimentó dolor, tan sólo extrañeza
por aquella nueva boca que se Je arqueaba en una sonrisa maca-
bra justo debajo del nacimiento de su pelo y babeaba una saliva
pastosa y colorada. Volvió a intentar erguirse sobre sus piernas
y fue cuando vio los cuerpos: diseminados en tierra, algunos es-
taban inertes, otros parecían retorcerse y gemían y murmuraban
plegarias incomprensibles enmedio de sufrimientos atroces. La
oscuridad, la niebla en Jos ojos, los hilachos que embozaban Jos
cuerpos, no le permitieron divisar sus rostros, pero el olor des-
compuesto y el sonido de sus respiraciones lo hicieron compren-
der que aquél era un lugar de expiación, de castigo: un sitio
reservado a los demonios y las almas que han decidido abando-
nar el mundo de los hombres.
En vez de ponerse de pie, se acostó, acomodándose entre dos
bultos, aspirando sus humores tibios, invocando un sueño que sos-
layara al fin los rostros de su mujer y sus hijos que le salían al

1 !)
paso en cualquier parte. Había bebido durante días sin comer, memoria y la inercia de movimientos por la que se deslizaba su
había recorrido las calles en busca de la desmemoria, y siempre propia vida, supo que se trataba de sus iguales.
que estuvo a punto de alcanzarla, los espectros familiares arre- Uno de los pepenadores le sonrió y él sintió que sus múscu-
metían de nuevo devolviéndolo al remordimiento. Quizás en ese los faciales también se distendían para dejar al descubierto los
callejón la compañía de sus iguales lo confortara. Se durmió y, dientes. Las burbujas de la picazón comenzaron a reventar de nue-
a partir de entonces, todo transcurriría para él igual que si fue- vo en la nuca, pero ahora sí pudo contener el impulso de sus ma-
ra un solo día y una sola noche, largos e idénticos; con su carga nos. No debía rascarse. Lo que necesitaba era un poco de alcohol
monótona de hambre, calor, cansancio y abulia. o aguardiente para disminuir el escozor. Así lo había hecho los
1 Ahora, sentado entre una serie de chozas y un inmenso ba- últimas días. ¿O alguien lo había curado? Recordaba entre bru-
mas una ternura brutal, caricias ásperas sobre la piel escoriada,
surero, veía a través de la reverberación de la luz los ires y ve-
nires de los pepenadores afanándose con su costal al hombro. La lumbre cruda vertida en la carne viva entre risas cálidas y mira-
tarde recién iniciaba. Enmedio del cielo el sol lucía su poder bru- das de alivio. Una mujer, seguro. Una mujer que ya no estaba,
ñendo la basura, fundiéndola hasta otorgarle el aspecto de un lago que se había ido en la parte trasera de un camión que la llevaría
cuyas olas doradas se agitaran sin descanso. El olor de los des- lejos, a las afueras de la ciudad, a la carretera, quizá más allá to-
perdicios se afilaba en el aire, hería los nervios nasales con sus davía, hasta otra ciudad, a Laredo. Sí, a Laredo.
aristas. Él ladeó la cabeza en un intento de mirar más allá de los Él también deseaba irse. Aún sentía dentro de sí, acaso en el
pepenadores y la comezón se abrió paso en la nuca, molestándo- pecho, ese impulso de fuga suspendido, inconcluso. Debió ser
lo con un burbujeo en la superficie de la piel, y se rascó hasta su intención cuando todavía era apto para decidir sobre su des-
impregnar las uñas con un suero escurridizo. El ardor, renova- 1 ino, mientras deambulaba por las calles en busca de un reducto

do por la fricción, terminó de alejar de él la somnolencia y ocu- que lo ocultara de las torretas y de los uniformados. Anduvo en
pó unos segundos en comprender dónde se hallaba. En el infierno. terrenos baldíos, en edificios en ruinas, en los lechos de los arro-
En cuál otra parte podría estar. Se palpó el rostro y lo descono- yos que no habían sido borrados por las urbanizaciones. Incluso
ció a causa de la barba que había crecido libre como un matojo en los cementerios. Por una semana convivió con tres cadáveres
reseco. Echó una ojeada a su ropa cuajada de grasa y lamparo- crujientes dentro de una cripta y no salió de ella sino hasta que
nes negros, a los tenis por cuyas suelas se asomaban los dedos los perros guardianes, luego de olfatear la frescura de su carne,
de los pies. Tampoco logró encontrar nada conocido en esas ma- se apostaron noche tras noche junto a la puerta ladrando como
nos llenas de ampollas y ronchas. Resolló con resignación. No endemoniados a cada ruido, por mínimo que fuese. Suerte que
era capaz de reconocerse, aunque algo en su interior le asegura- el velador jamás acudió. Quizás era sordo. Al pronunciar estas
ba que ya irían surgiendo, poco a poco, los retazos de sus re- palabras se alegró de percibir destellos de su memoria.
cuerdos. Había aprovechado un atardecer, cuando aún no soltaban a
Aguzó la mirada para visualizar las siluetas borrosas que se los perros, para salir de la cripta y del cementerio, disimulando
desplazaban en el montón de basura. Al distinguir en ellos el mis- su presencia entre los últimos dolientes de un entierro. Desde la
mo color negruzco sobre los harapos que los cubrían, la misma caseta de la entrada el sepulturero lo miró con una expresión en
maraña peluda en el rostro, la mirada oscilando en un ámbito sin la que se mezclaban el recelo y la sorpresa, igual que si hubiera

126
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visto a un ladrón de ataúdes. Luego retornó a su vagabundeo por to, una boca desdentada, la torreta con luces roja y azul, unos
la urbe con un par de obsesiones en la cabeza: huir de la policía; perros, el río, un hombre desnudo, una mujer invitante, más som-
irse a la frontera. Hizo un esfuerzo por aclarar en la mente el bras, sangre, chorros de sangre, el sol cocinando sus sesos a fue-
motivo: pudo ver un periódico deshojado que el viento arrastra- go lento. Ya no. Paren por piedad. Tenía la boca seca.
ba en un parque; la fecha de la portada con varias semanas de -¿Qué pues, Chato? ¿Te echas un buche?
atraso. Su periódico, sí. Una nota con la firma de alguien cono- Abrió los ojos y la luz se le coló, dolorosa, a través de las
cido hablando del escándalo que mantenía a la ciudad en un es- pupilas. Creyó que iba a venirse abajo pero un paso atrás lo ayu-
tado de paranoia por culpa del crimen brutal en el que murieron dó a conservar el equilibrio. La voz le había sonado entrañable,
1 tres jóvenes. Una descripción vaga del asesino. Y, a partir de su tono cálido le traía desde lejos algo familiar. Sin embargo, por
entonces, los ojos que se tornaban inquisidores, los gestos de des- más que abría los ojos y volteaba para uno y otro lado no veía
confianza acusándolo al doblar cualquier esquina, los agentes que más que la luz enceguecedora que lo aislaba en un vacío. Bajó
pasaban revista a su estatura, al color de su pelo, a su comple- la mirada y la posó en el suelo junto a sus pies. Su sombra se ex-
xión y escudriñaban su ropa en busca de rastros de sangre, siem- tendía en tierra, vibrante, y de pronto se transformó en la figu-
pre con la sospecha incrustada en el rostro, el olfato de sabueso ra de un hombre desnudo revolcándose mientras levantaba las
alerta, las ganas de atraparlo al menor descuido. Mejor desapa- nalgas entreabiertas al aire. Reía a carcajadas y se apretaba con
recer. Tomar la ruta del norte. A Nuevo Laredo y, ya estando insistencia la nuca, de donde escurría un chorro de sangre. Vete
ahí, un brinco más para cruzar el río y si te vi no me acuerdo. ya. Cerró los párpados con el fin de borrar la visión y los man-
Se lo había repetido decenas de veces y sin embargo todavía es- tuvo así por espacio de un minuto o dos, hasta que las carcaja-
taba aquí, en un basurero perdido en algún lugar de Monterrey. das se desvanecieron. Después no entendió por qué lo rodeaba
Caminó con pesadez en dirección de los pepenadores. El ca- aquel silencio. ¿Dónde había quedado el basurero lleno de pepe-
lor se negaba a abrir un hueco por dónde introducir el cuerpo, nadores? ¿Y las risas de las mujeres? Porque había mujeres: las
dificultándole el desplazamiento. En el basurero, los gases libe- había escuchado. Por la cara interna de sus muslos ascendió el
·~
rados parecían hervir y los hombres flotaban detrás de una cor- hormigueante deseo de otra carne. Luego le dio frío. Enseguida
tina de plástico. Se detuvo. No sabía por qué había empezado a tuvo ganas de arrancarse corriendo.
caminar. Cerró los ojos. ¿Cómo llegué aquí? El sudor chorreaba -¡Eh, Chato! ¡Pélame!
de cada uno de sus miembros. Se encharcaba en el cuello, en las -Déjalo -intervino una voz femenina-. Otra vez se volvió
axilas, entre las nalgas. Victoria. Hacía semanas que no la re- a pirar el güey.
cordaba y esta vez pudo arrancarse su imagen de inmediato. Su Tenía razón: había mujeres. Hembras alegres, fuertes, pro-
cabellera ardía, crepitaba bajo el sol como si cientos de insectos tectoras. Sus cuerpos tibios estaban listos a recibirlo, a envolver-
se revolvieran en ella. Nuevo Laredo. Debía largarse. Origen y lo con caricias y besos y fricciones que le multiplicarían ese
destino, las imágenes se sucedieron en su mente vertiginosas, fu- cosquilleo que ya pasaba de sus ingles y le endurecía los testícu-
gaces, sin darle tiempo para identificarlas con claridad, para los. Entonces fueron unos ojos apacibles los que adquirieron con-
nombrarlas, aunque reconociera trozos aislados, un sombrero te- sistencia en su recuerdo: un par de ojos grandes, abiertos, con
jano, dos niños levantando los brazos, tres sombras en movimien- las pestañas chamuscadas, sin cejas. Victoria. Las tres sílabas dan-

1 l')
128
zaron dentro del cráneo y quiso evocar su voz, pero los signos en él a su amo. En especial el tal Efraín, quien lo servía con hu-
no venían acompañados de sonido. Victoria lucía congelada en mildad de lacayo, atento a satisfacer cada uno de sus deseos, de
una imagen que se desteñía en algún rincón del pasado. En su sus necesidades. Le proporcionaba alimento, reservando para él
lugar había otra mujer a la que no le brotaban las palabras y por el mejor bocado; si dormía, velaba su descanso y en cuanto des-
eso, con una vara, escribía Laredo en un pedazo de tierra salpi- pertaba ya estaba junto a él brindándole un trago de mezcal o lo
cado de sangre. ¿De quién era esa sangre? Abrió los ojos al oír que hubiera conseguido, pendiente de sus órdenes. Ella se man-
unos pasos. tenía un poco más distante, pero aun así el Chato recordaba sus
-Que si no quieres remojarte la boca, campa. atenciones, la tibieza cercana de su cuerpo, su mirada amable y
1 Una silueta negra se recortó contra el fondo de luz y poco a su silencio. No, no se trataba de la Maga, sino de otra: la Muda.
poco fue ganando rostro, rasgos y una expresión amistosa. Ahí ¿Y la Muda? ¿Dónde anda? Se iban a ir juntos. Sí, ella lo saca-
estaba el pepenador que lo había saludado desde el monte de ba- ría de la ciudad, del país, para cruzarlo al gabacho. No la veía.
sura hacía una eternidad. Le sonreía con dientes disparejos en ¿Y de quién era la sangre regada en la tierra? Dejó en paz la me-
tanto le ofrecía una botella transparente. Le hablaba a él. Él era moria al darse cuenta de que Efraín aún no agarraba la botella:
el mentado Chato, no importaba que en otro tiempo hubiera lle- él la sostenía en la mano.
vado un nombre distinto. La botella resplandecía como si dentro -Nombre, carnal, ponte un trago. Vas a ver cómo te aliviana.
comprimiera toda la luz del sol y estiró el brazo para tomarla, -Si no quiere, que te la devuelva -intervino la Maga sin
pero en vez de beber de ella la llevó hasta su nuca. Vertió un acercarse-. Así nos queda más a nosotros.
chorro de su contenido en las escoriaciones y respingó a causa El Chato clavó en ella una mirada entre indiferente y curio-
del dolor. sa. El tono de sus palabras contenía hostilidad, como si estuvie-
-¡Pérate, güey! ¡No Jo desperdicies! ra harta de las zalamerías de Efraín. Al sentirse observada, bajó
El alcohol quemó fuerte y perdió intensidad rápido, diluyén- los ojos. El Chato intentó comprender, rastreó entre las escenas
dose en un burbujeo que acabó con el ardor y la comezón en cosa huidizas, blandas, que la mente ponía a su disposición, y no en-
de segundos. El Chato primero apretó los dientes hasta hacerlos contró una sola que lo ayudara. La Maga escondía la vista en el
rechinar, luego soltó un bramido y, mirando al otro con furia, le suelo y el Chato supo que entre ella y él se atravesaba algo in-
f devolvió Ja botella. comunicable, semejante a una noticia borrada por la censura. No
-¡Ten tu chingadera pues! obstante intuyó que, más que hostilidad, se trataba de miedo.
Lo había reconocido al fin, gracias a la repentina lucidez con Aquella mujer le temía. ¿Por qué?
que lo bañó el dolor. Se trataba de Efraín, uno de los habitantes Sin apartar los ojos de ella, condujo el pico de la botella a
sus labios y bebió un sorbo pequeño. De nuevo Ja lumbre, aho-
1 del basurero que se le había pegado igual que un perro fiel du-
rante los últimos días. Reconoció también a la mujer unos pasos
atrás: le decían Ja Maga. Su aspecto era decrépito, con Jos pelos
ra corroyéndole el pecho, el vientre. En sus dentros se llevó a
cabo un estallido con repercusiones en el cerebro. Pudo reunir
revueltos y erizados, las pupilas de mirar agudo y ese mentón los fragmentos de una imagen, de una escena completa, desor-
pronunciado y lleno de manchas. La pareja pasaba los días de- denados, encimándose unos a otros en multitud de reflejos y de
trás del Chato, lo seguía a todas partes como si hubiera elegido luces. Esquirlas de los días idos que se precipitaron con fuerza

1 ¡o lll
sobre él, le mordieron el vientre y se revolcaron en sus tripas en guiar sin oponer resistencia. El golpe de claridad que le había
tanto contemplaba el rostro de la Maga, angustiada por la esca- •uorgado el aguardiente daba paso a una placidez brumosa que lo
sez de alcohol. La memoria se nos esconde en las entrañas, qui- hacía moverse en automático, en una suerte de irrealidad que
so comunicarles en voz alta después de beber otro trago, mas no lo mantenía inmerso en su pensamiento. ¿Por qué la tristeza en
pronunció palabra porque lo aturdió una nueva andanada de es- "1 los ojos de la Muda al despedirse? ¿Y la sangre? La maquinaria
quirlas, esta vez trayéndole olores agrios, dulzones, aromas tier- de su memoria emitía chirridos, corría a tropezones, se atoraba
nos como la carne de los pordioseros que se cuece al sol debajo por instantes.
de los andrajos. Y detrás de los olores vinieron las texturas, ás- -Mira, campa, lo que traigo aquí -Efraín rebuscaba en su
peras al tacto pero de consistencia firme, carnosa, manoseable. morral-. Te lo he estado guardando, pa que veas que soy agra-
Teporochos, pepenadores, vagabundos, lisiados, algunos men- decido.
digos: seres reposando en círculo junto a él, de noche, a la luz Se trataba de un sándwich, con el pan duro y el jamón rese-
de una fogata. Se decían su gente y no los reconocía. La Maga co, como si hubiera estado sobre una plancha durante mucho rato.
lo miraba ya con desesperación. Él sonrió y condujo de nuevo !\1 tenerlo en las manos, el Chato sintió una sensación olvidada
la botella a su boca, provocándola y al mismo tiempo fascinado que acaso pudo identificar con el asco, con la tristeza, con la au-
por el espectáculo que se desarrollaba dentro de su cabeza: mú- tocompasión. Intentó devolvérselo a Efraín.
sica, ritmos, acentos, voces, frases aisladas, susurros que se ha- -No. Es tuyo, carnal. Y no vayas a creer que lo alcé del mon-
bían quedado encharcados igual que agua sucia en el transcurso te. Lo compramos con la lana que apañó la Maga en la avenida.
de los días. También un barullo creciente, escandaloso, y el es- Onque no me lo creas, te lo guardé porque sabía que después te
truendo de un motor. Imposible dejar de escucharlos. De nada iha a caer bien. Ta bueno, ni siquiera güele feo. Llégale.
serviría taparse los oídos. Por último el silencio. No los ruidos Lo puso bajo su nariz. En efecto, no olía mal. Aún conser-
vivos sino los muertos. Entonces, en esa quietud interior, los frag- vaba un ligero aroma a carne y a grasa que lo hizo salivar en abun-
mentos fraguaron en un solo recuerdo que lo inundó de rabia, de " dancia. ¿Cuánto tiempo llevaría dentro de ese morral? ¿Una
melancolía: la Muda se había ido sola. Encaramada en el conte- semana? ¿Más? Lo mordió y al hacerlo sus dientes entumecidos
nedor de un camión de basura, partió hacia las afueras de la ciu- despertaron del ocio con cierta molestia. El pan tieso recuperó
dad. Los vapores que emergieron de su interior lo hicieron toser 1111 poco de suavidad y sabor al contacto con la saliva, y el ja-
hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Bebió otro trago, món, que parecía un trozo de cuero, se dejó triturar por las mue-
éste más breve y se enjuagó las encías. Él la había visto una no- las desprendiendo un zumo con reminiscencias de épocas mejores.
che antes, cuando advirtió la tristeza y el dolor en su mirada. Fue Conforme comía, su cuerpo liberaba sustancias que lo predispo-
todo lo que pudo recordar. uían al placer. Aleteos, cosquillas leves, el ir y venir de peque-
J -¿Te cayó bien, verdá? -Efraín lucía contento-.
bía, yo sabía. Ya eres tú otra vez, mi Chato.
Yo sa- ñas descargas eléctricas por debajo del pellejo. La mente en
blanco delineaba momentos agradables. Se rió, alegre, igual que
Y le dio una palmada en la espalda. Luego lo tomó del bra- un niño que disfruta sus juegos solitarios, y volvió la mirada al
zo encaminándolo hacia la sombra de un enorme mezquite. La paisaje a su alrededor.
Maga los seguía, siempre varios metros atrás. El Chato se dejó Ahí estaba el basurero, con sus revueltas eternas y su gigan-

1¡2 IH
tesco horror al vacío, extendiéndose, derramándose cada día un lebras, las tarántulas, los ciempiés y demás insectos ponzoñosos
poco más a los lados, si es que podía llamarse lados a esos bro- aún no se adueñaban de cada uno de los rincones. Ahora perma-
tes amorfos que caían del interior hacia los bordes, comiéndose necían la mayor parte del tiempo desiertas, pues durante el día
despacio pero con constancia el escaso terreno que quedaba li- la temperatura y la pestilencia dentro de ellas eran insoportables
bre, los angostos corredores, los claros en donde aún era posi- y, de noche, se plagaban de correrías, rasguños, chillidos y ese
ble tumbarse a descansar. Semejante a un pantano embravecido roer terrorífico de los dientes diminutos en las tablas podridas.
de colores chillantes, ronquidos subterráneos y olores, olores in- El hueco de sus puertas se abría imitando un negro bostezo, in-
finitos que aturdían la percepción al punto de anularla, de eflu- vitación a un más allá lleno de incertidumbre que hombres y mu-
jeres preferían evitar. Sólo lo cruzaban los urgidos de sexo,

'
vios, aromas, emanaciones y pestilencias de todo tipo, se erguía
en cientos de olas, crestas, picachos, para enseguida declinar en quienes no podían esperar a que cayera la noche para acoplarse
depresiones, hondonadas, valles y simas, siempre recargado, y entraban en algún jacal, fornicaban de pie y regresaban al ex-
empujando en un esfuerzo inútil contra la barda de placas de ce- terior de prisa, o los muy borrachos que, por lo común, emer-
mento que lo separaba del mercado de abastos a manera de fron- gían a los pocos minutos dando alaridos, con el pánico estampado
tera infranqueable: muralla entre el universo de la abundancia y en el rostro.
el depósito de desperdicios. Por encima de la acumulación de -¿Verdá que te cayó bien? Hasta te volvió la color.
miasmas, de esa selva enana y asquerosa donde los peligros per- El Chato asintió somnoliento, sin abandonar sus contempla-
manecían ocultos la mayor parte del tiempo, aunque prestos a ha- ciones ni sus ideas. ¿Por qué se preocupaba este hombre por él?
cerse presentes al menor descuido, deambulaban los pepenadores ¿Por qué todos lo veían siempre con respeto, con curiosidad? ¿Por
como gambusinos en exploración sostenida, pisando con cui- ser distinto? ¿Porque presentían que su paso por ahí sería tan fu-
dado, los ojos atentos al brillo, al color distinto, los oídos aler- gaz como el de aquella pareja a la que llamaban los amorosos?
tas para salir corriendo en caso de amenaza, las fosas nasales 1istas Alguien le había contado la historia que dejó vívido su recuerdo
para identificar lo comestible, removiendo el subsuelo con una en los habitantes del basurero. Acaso la Muda por medio de se-
varilla o un palo, derrumbando los montones más pequeños, ñas y gestos, ayudándose con el resplandor cambiante de sus pu-
buscando el milagro del cartón seco, el aluminio de alto valor, pilas. O Efraín. O la Maga, a quien recordaba mucho más
el fierro viejo no muy oxidado, las prendas todavía usables, las parlanchina que ahora. O quizá se la refirieron entre todos, sen-

' frutas no tan podridas, las latas cerradas y caducas, cualquier cosa
fácil de aprovechar o vender.
A unos metros de distancia, las chozas de madera carcomi-
da, periódico, trozos de aglomerado y lámina que acaso levan-
tados en círculo durante una noche tranquila, propicia para los
cuentos y las leyendas, mientras la botella de aguardiente daba
vuelta de mano en mano.
Sí, fueron todos, y cada uno añadía una pizca, un detalle,
taron los macheteros del mercado antes de que la basura ocupara algo descubierto sólo por sus ojos u oídos: un hombre y una mu-
el espacio disponible, con la intención de tener a la querida y jer, dijeron, no eran pepenadores, nomás aplanacalles, borracho-
a los hijos a la mano. O quizás habían sido armadas después, por tes y saroleros, ¿o no?, teporochos pues, naiden los oyó, naiden
los primeros pepenadores que llegaron a instalarse en las cerca- supo de ónde venían, a nosotros hacía un buen rato que nos bía
nías de su fuente de trabajo y alimento, cuando las ratas, las cu- tumbado el pomo, ¿qué no?, yo sí los oyí, dijo una voz mas no

1¡.¡ 135
le hicieron caso, ya staban amachinados, dijo el que le decían el zaron a sobarse, a meterse mano solos, a agarrarse el fierro, y
Profe, llegaron juntos enmedio de lo oscuro sin que nadie los no-
tara, como ánimas en pena buscando sosiego, como aparecidos,
''"I el cabrón del Moncho ya le andaba pellizcando una chichi a mi
señora, ¡oh!, pos era la que tenía más cerca y tú ni la fumabas,
"'¡t
[corno tú, pinche Charol, interrumpió otro, ¡oooh!, no le digas güey, ¿y por qué no fuites a pellizcársela a tu chingada madre,
pinche, ¿no ves que no son iguales, baboso?, ¿y tú sí, pinche ~ puto?, ¡ya!, ¡ya stensel, gritó la Maga, así nunca van a acabar
Efraín?, ¡oh!, ¡yastuvo!, dejen contar al Profe, venga Profe, pos de contarle al Chato, sí pues, venga de ai, ¿no?, los animó el Cha-
esa noche ni ruido hicieron, apenas llegaron y se tumbaron en el to mientras sentía el tacto caliente de la Muda en el muslo, muy
piso y bien pronto se quedaron dormidos, pero en la mañana, cerca del miembro, pero cuando volteó a verla ella continuaba
dijo otra voz, los resoplidos de la morra nos despertaron, ¿qué con la mirada en el suelo, pos total, intentó retomar el hilo el
r no?, [puta madre!, me cae que parecía que se staba hogando, ¡nom- Profe, cuando la pelona se nos estaba desgañitando de tanto gri-
bre, güeyl, ¡!estaba dando el telele!, prosiguió Efraín, y aluego to, que se cansa el bato, como que ya no daba más batería de lo
que se arranca chillando, primero como ratilla, quedito, sin mun- bofo que andaba, y que le para a los brincos, entonces aquí los
chas ganas, pero en eso que se suelta con tamaños gritotes que camaradas pusieron cara de querer echarle una manita, ¿no es
acabaron de despertar a los que tavía seguían jetones, ¿a poco cierto?, ya no podían de la calentura, sí, es neto, dijo Efraín, y
stán parchando?, me preguntó el zonzo del Moncho, ¿qué no ves, el primero fue el Cacarizo que se arrimó a sobarle una pierna a
pendejo?, ¡mira!, y sí, el bato testaba dejando cayetano el cala- la morra, ¿verdad, mi Cacarizo?, el Cacarizo no contestó y du-
brote a la pelona esa, aquí merito, enmedio de nosotros, él puje rante el breve silencio la Muda rozó el miembro del Chato para
y puje como burro con carga cuando se la dejaba ir, dijo un pe- enseguida retirar la mano con rapidez, él no la miró pues escu-
penador a quien apodaban el Calote, pobre ruca, se me afigura- chaba atento la historia ahora a cargo del Moncho, nomás quel
ba una perrita en brama, desas que nomás se engarrotan y gruñen Calote se le andaba adelantando, hasta traiba la verga de fuera
y gimen y paran el culito cuando se les trepa un perro garañón, el güey, y bien parada, ¡oooh!, ¿a poco se te antojó?, ¡tas pende-
¿pobre ruca?, ¿como perrita?, preguntó la Maga en son de bur- jo, batol, ¡a mí nomás se me antoja tu carnalal , ¿y qué?, pregun-
la, ¡si serás pendejo!, ¡esa piruja estaba en la gloria!, ¿no te acuer- tó el Chato, ¿te dieron quebrada, Calote?, ni madres, mi Chato,
das cómo alzaba las patas en el aire y se aflojaba todita para que ni me pelaron, ya iba yo a darle pero nomás quel bato ese nun-
le entrara machín?, y otro siguió, sí güey, acuérdate que zango- ca se quitó y cuando la morra me vio listo y bien armado pal re-
loteaba las nalgas como si las tuviera arriba de un coma!, ni sen- levo que se arranca acariciándole la nuca al güey, le decía cosas
tía las piedritas del suelo, y el Chato se volvía hacia la Muda a la oreja, lo animaba pues, y yo no tuve chance más quepa ha-
que sonreía primero y después, cohibida, bajaba los ojos en di- cerme a un lado, ¿ya ven?, intervino la Maga, ustedes se sien-
rección de sus pies, ¿y luego?, ¿cómo que y aluego?, pos nada, ten asegún esto muy chingones, muy machines, pero si no los
dijo el Calote, se siguieron cogiendo como Dios manda mientras animamos las mujeres ni se les para, cabrones, ¿que no, pinche
los demás tábamos de mirones, babeando, el bato ese brincaba Maga?, hazte pacá, acércate tantito, dijo el Moncho, la neta es
encima de la papayita de la ruca y nosotros nomás clachábamos que nomás les hacía falta un cambio de chofer, continuó el Pro-
sus nalgas peludas, arriba y abajo, arriba y abajo ... ¿cómo que fe, que manejara la morra, porque cuando él se dio vuelta y se
nada?, preguntó Efraín, aquí los camaradas luego luego empe- acostó bocarriba tavía lo tenía tieso, ¿o no?, entonces ella se le

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montó, el bato la encueró a tirones y empezaron de nuez, y ora mirar frente a su rostro los ojos curiosos, con las pestañas cha-
sí no se detuvieron hasta morir, ¿y todos vieron?, simón, mi Cha- muscadasy sin cejas que lo vigilaban, cuidando su descanso. Des-
to, como apendejados, con la bocota abierta, dijo la Maga, como pertó un día después, envuelto en una sensación de terror al sentir
si nunca hubieran visto coger, yo nunca bía visto, confesó el Ca- que algo frío, áspero, peludo, husmeaba la herida de su frente,
lote, y se sobaban y se sobaban el pito hasta que se gomearon y y no dejó de gritar hasta que la mujer, armada con un palo, le-
aluego le siguieron para volverse a gomear, parecían loquitos, vantó de la cola el cadáver de una rata con la cabeza destrozada
ni a los perros yo bía visto tan jariosos, concluyó la Maga, a mí para mostrarle que no tenía nada que temer.
mestán dando ganas de torcerle el pescuezo al gallo otra vez, dijo Experimentó un profundo agradecimiento hacia ella, igual al
1 el Moncho riéndose mientras se frotaba la entrepierna, ¡pos le de un huérfano que tras muchos años encuentra protección. Li-
brarse de sí mismo, entregar su voluntad a esa mujer que a se-
vas llegando, cabrón!, gritó Efraín, ¡aquí naiden quiere mirar tus
porquerías!, ¿tas seguro que naiden?, preguntó irónico el Mon- nas le ordenaba que girara el cuerpo para revisar sus heridas,
cho sonriéndole a la Maga, ¿y al final qué pasó con ellos?, inte- representaba un alivio voluptuoso. Después de palparlo, apretar-
rrumpió el Chato con el fin de evitar el enfrentamiento, los dos le la piel para exprimir la pus, confortarlo con dedos hábiles, la
traiban mezcal y chemo, respondió el Calote, y cuando acaba- Muda había gastado sus reservas de aguardiente desinfectándo-
ron de cogerse nos convidaron, se nos jue lo jariosos a fuerza de le la carne viva. Enseguida se sentó a su lado. Le sonrió cóm-
trago y nos pusimos hastal copete, como orita pues, ¿qué no?, y plice. Durante varios minutos, emocionada, desarrolló una
pus ai murió, se volvieron camaradas y yastuvo, tavía anduvie- sofisticada charla en base a ademanes y carantoñas que él no supo
ron por aquí cosa de una semana o algo así, mi Chato, y yo crio descifrar. Lo único que comprendía era que, por alguna razón,
que no les cuadró esto de la basura porque de repente una ma- le había simpatizado a la Muda. La vio sacar de entre sus trapos
ñana ya no staban. un plátano negro, muy blando, y ofrecérselo para que recupera-
Esa noche, cuando terminaron de narrarle la historia, el Cha- ra fuerzas. Él lo rechazó con suavidad, también valiéndose de
to buscó a su lado la mano de la Muda. Se hallaba excitado, en- señas, y metió la mano en el bolsillo de los pants donde guarda-
ternecido. Sus dedos se entrelazaron en tanto los demás se iban ba sus últimas monedas. Se las entregó. Quizá la Muda podría
apartando para dormir o se recostaban en el mismo sitio donde comprar con ellas algo mejor para llevarse a la boca. La Muda
habían estado bebiendo y de inmediato iniciaban el concierto de captó la intención. Desapareció por un pasillo oculto detrás de
ronquidos. Esperó a estar seguro de que nadie los escucharía y los tejabanes y regresó después de un rato con una bolsa de pa-
entonces besó el rostro de su compañera sin obtener respuesta. pel manchada de grasa y una botella. Cuando acabaron de co-
Dormía con un sueño tan profundo que pensó que llevaba horas mer, ya eran buenos amigos.
inconsciente. Ahora que la Muda se había ido, el Chato nomás Poco a poco, con el paso lento de los días y las noches, el
contemplaba los desperdicios por donde ella solía pasear admi- Chato fue familiarizándose con el lenguaje del que se servía la
rando los colores como si recorriera un jardín. Muda para desplegar ante él narraciones interminables. Incluso
Había sido ella la primera en acercarse a él. Aún podía ver- aprendió ciertos signos con el fin de responder preguntas en si-
la entre las brumas de la noche en que llegó al basurero. Agota- lencio. Se acostumbró a la compañía de esa mujer y conoció su
do, inquieto, abrió los párpados varias veces en la oscuridad para historia. Ella misma se la contó con las manos, con el cuerpo,

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los gestos y los miles de modos que tenía de agitar sus párpados tió que era posible reiniciar la vida. No, en Monterrey no. En
sin pestañas. Al expresar algo difícil, se ayudaba con una vara y otro lugar más humano, amable. Vámonos, ¿quieres? Sí, vámo-
escribía en tierra palabras mordidas y frases inconclusas. A ve- nos, mi Muda. Y sin embargo, ahora ella había decidido largar-
ces lloraba. Otras, iracunda, se levantaba de donde estuviera y se sola.
comenzaba a arrojar piedras y botellas vacías contra la barda del -¿Ya no traes otro, Efraín? -la voz de la Maga sonaba su-
mercado. En dos o tres ocasiones sufrió ataques de carcajadas plicante.
en los que el silbido que surgía de sus pulmones, la boca abier- -No. Era el último. Por eso se lo di aquí al compa.
ta y los ojos a punto de escapar de sus órbitas le daban un aspec- -¿Y nosotros?
1 to agónico. -¡Oh! ¡No tes jodiendo! Ve a ver qué pepenas. En la maña-
El Chato entendió, o creyó entender, con el auxilio de su ima- na vaciaron un camión completo.
ginación, que la vida de su compañera había consistido en una La expresión de rencor que deformaba el rostro de la mujer
caída permanente: niñez pobre, aunque normal, como lo asegu- se desvaneció al mirar al Chato. Dio media vuelta y caminó en
raba al referirse a su padre y a su madre con una sonrisa nostál- dirección de los otros pepenadores. Efraín buscó un sitio para
gica, abrazándose el pecho. No había nacido sin habla, pues asistió sentarse a lado del Chato, le ofreció una colilla, puso otra en sus
a una escuela regular y después trabajó durante la adolescencia. labios y se palpó el cuerpo hasta que halló una cajetilla de ceri-
Quizá desempeñó diferentes labores, el Chato identificaba el te- llos. Fumaron. Compartieron también la botella, dándole peque-
cleo en una máquina de escribir, los trajines de la escoba sobre ños sorbos. Cuando estaban a punto de acabarse el alcohol,
el piso, el lavado de trastes. En algún momento apareció un hom- Efraín rió de pronto. Primero quedo, con una risilla aguda de
bre con sus dos caras de ángel y demonio. Los ojos de la Muda anciano; luego a carcajadas, agitando las piernas en el colmo
expresaron pasión, alegría, temor y odio. Un ronquido sordo le de la felicidad. Aunque sin ganas, el Chato no pudo dejar de con-
vibraba en la garganta. Gesticulaba, escupía. Manoteó con vio- tagiarse y rió mientras miraba las pataletas de su compañero. No
lencia, las lágrimas se le escaparon y corrió bordeando el basu- sabía a qué atribuir la hilaridad, mas estaba seguro de que el otro
rero. Recogió una tranca y con ella apaleó varias bolsas de comenzaría a hablar en cuanto se le pasara el ataque.
desperdicios hasta destriparlas. Al regresar junto al Chato inten- -No lo han hallao -dijo al fin enmedio de una serie de ja-
taba normalizar su respiración y en los ojos latía un dolor anti- deos-. Tavía stá onde lo dejamos, muy quietecito el cabrón.
guo. No importaba qué había sucedido en realidad. Él la -¿Qué dices? -preguntó el Chato aún entre risas.
comprendía. Se lo hizo saber con una caricia en la nuca. La Muda -Le buscamos muy buen lugar. No va a aparecer nunca.
prosiguió. Cuando empezó a trabajar de puta ya había perdido -No te entiendo -el Chato ya sólo sonreía.
el habla. Algunos clientes se aprovecharon de eso para golpear- -Ya se lo han deber tragado las ratas. Sí, segurito tan los
la, torturarla con el fin de satisfacerse, y si hacía algo por acu- puros güesos.
sarlos todos se reían de ella. Sufriendo una incurable desconfianza ~ -¿De quién, güey? Dime.
hacia los hombres, necesitada de protección, mutilada, inútil -¡Pos del Moncho! ¿O qué? ¿A poco ya no te acuerdas?
para cualquier cosa, un día se lanzó a la calle, a morir el día que El Chato volteó hacia el monte, la parte más alta del basure-
Dios lo dispusiera. No obstante, desde la aparición del Chato sin- ro. Ahí donde era imposible que llegaran los camiones. El arnon-

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tonadero de empaques, chatarra, bolsas de plástico, cartón y fru- ción, pero cuando el grupo de pepenadores húngaros se fue, du-
tas y legumbres podridas se elevaba varios metros en dirección rante días vio al Mancho triste, igual que novio plantado, des-
del cielo enmedio del incesante zumbido de los insectos volado- pellejándose la cabeza con las uñas a causa de los piojos y las
res. Se trataba de un sitio peligroso, donde Jos desperdicios per- liendres. ¿Luego? Luego lo había matado y no se acordaba bien
manecían sueltos, sin apisonar, por cuyos huecos y túneles las cómo ni por qué. No es que quisiera olvidarlo, sino que el re-
ratas solían correr libres. La Maga había dicho que ahí más de cuerdo no guardaba interés para él. Esas cosas se desteñían por
un pepenador se había roto el tobillo o la pierna por no pisar con sí solas en su memoria. Perdían consistencia rápido porque du-
cuidado: Hay que estar bien al tiro cuando te trepas al monte; si rante las últimas semanas se le habían vuelto tan comunes como

' te apendejas, te chingas. Estudió pensativo el Jugar, luego clavó


en Efraín una mirada fría que al principio fue de incomprensión,
pero que poco a poco dio paso a la ira.
Sí, lo recordaba, aunque no quisiera. Las imágenes trataron
de ocultarse en algún recoveco del cerebro, pero sin éxito: una
lo que se llevaba a la boca o el Jugar donde dormía.
-¿Ni siquiera Jos campas lo han visto?
-Y si lo miran se hacen pendejos. Según la Maga, ni se acer-
can por ai quesque porque apesta más feo que de costumbre. Y
aluego con Jos solazos que hacen, yo crio que ni las ratas ...
parte de ellas había permanecido expuesta, a la vista, por si de- -¿Y la Maga?
seaba encontrarlas: un fragmento borroso, difuso, y sin embar- -Ésa tavía ta sentida, onque no sabe que tú fuites.
go identificable: el Mancho: Ja muerte del Mancho: el cadáver -Seguro se Jo imagina.
del Mancho: por eso la huida de la Muda: por horror a su com- -Sí, pues -de nuevo Efraín estalló en risas-. ¡Te Jo echa-
____
:7 pañía: por no continuar al lado de 1:!!1-~S-~~iJ1_()_'?_(lp_az
de matar con tes retefácil! ¡Ni trabajo te costó!
una !_<l:~ilidad
que la horrorizaba: sin saña, sin pasión, con Ja san- Cierto, no le había costado ningún trabajo. Y no tuvo dudas
gre fría de quien ha adquirido la costumbre de causar a otros la porque ni siquiera lo pensó. El Mancho merecía morir, con eso
muerte. El Mancho ... aquel tipo calenturiento que siempre ron- le había bastado. Tampoco se quebró Ja cabeza eligiendo los me-
daba cerca de las mujeres. Sobre todo de la Maga, a quien mo- dios para hacerlo. Lo que hubiera a la mano sería bueno, algo
lestaba a la menor oportunidad. El Chato se había fijado en él para golpear o para hundir en la carne o para estrangular. El mon-

r por primera vez un día en que apareció un grupo de pepenado-


res en busca de un sitio donde trabajar. Los llamaban los húnga-
ros porque iban de basurero en basurero sin establecerse. Se
quedaban tres o cuatro días y, si no veían porvenir, partían al si-
te estaba lleno de objetos útiles, contundentes, flexibles, puntia-
gudos. Cualquier cosa serviría. Desde la noche del asalto, el .i1
recuerdo insistente del viejo vaquero en Ja cantina Je había ense- [
ñado que no hay hombre de pie sobre este mundo que esté libre ¡:
•-j.íl''

guiente. Con el grupo venía una anciana octogenaria, en los pu- de culpa. Todos, por alguna u otra razón, merecían morir. En-
ros huesos, que no dejaba de rascarse la cabeza en ningún instante. tonces, ¿por qué no ese animal en celo que nada más buscaba
1 Al ser la única hembra, el Mancho se Je pegó desde el principio.
Pero si parece su abuela, le comentó el Chato al Calote. No im-
nalgas de mujer, de hombre, de anciana o de niña? Lo había vis-
to meterse la mano en Ja bragueta mientras espiaba a Ja Maga.
porta, contestó éste, para ese cabrón jarioso una pucha es una Quizá también antes del arribo del Chato había perseguido a Ja
pucha, no le hace que tenga cinco o cien años. Asegún él, es lo Muda. ¿Y antes? Nadie sabía por qué andaba de pepenador,
mesmo romper que desarrugar. El Chato dejó de ponerles aten- pero debía tener detrás una historia turbia, igual que Jos demás.

1.¡.'. i¡;
En ocasiones lo había escuchado jactarse de sus hazañas. Me la Efraín dejó correr un llanto agudo, acompañado de hipidos
cogí, me la cogí. Ésas eran sus palabras más frecuentes. Seguro y suspiros que enervaron al Chato. Se acercó al llorón, lo sacu-
se trataba de un pinche violador. Hice bien. Libré al mundo, a dió por los hombros, y al grito de [Ya, pinche mariquita!, le aco-
estos campas, de un alacrán. modó un par de bofetadas para luego jalarlo de los trapos hasta
Aquella noche, a través de la borrachera, escuchó llanto a ponerlo de pie. Efraín calló. Se dejó manipular y después con-
unos pasos de distancia. Se incorporó de inmediato con la ima- ducir al límite del basurero. Al pisar ambos tierra firme, el Cha-
gen de sus hijos parpadeándole en la memoria. La intemperie, la to ordenó:
r
oscuridad y el tufo hirviente del basurero borraron los rostros in- -Ora sí, vete a echar con la Maga. Y ya cállate el hocico
1 fantiles, devolviéndolo al sopor indiferente en que se había trans-
formado su vida. La Muda roncaba junto a él. ¿Y el llanto? Aguzó
porque si me despiertas otra vez no te la vas acabar.
-¡Es que me la bajó, Chato!
el oído y distinguió un sollozo entre el zumbar de moscas y los -¿Quién te bajó qué?
ruidos subterráneos de las ratas. La curiosidad lo picó. Caminó -El Moncho me bajó a la Maga.
unos pasos en dirección de donde había oído el sollozo, pero sólo - Y tú seguro bien que te dejaste, pendejo.
encontró que las sombras estaban en su sitio, inmóviles, y los -¡No! La Maga es mi vieja y yo la quiero. Se la llevó a
ruidos y los olores eran los mismos de siempre. Por pura iner- güevo.
cia siguió avanzando. Subió las primeras capas de basura y pron- -¿Y por qué no le pusiste unos madrazas? ¿Por qué no lo
to se detuvo: de noche, aquel territorio pertenecía a roedores y mataste, pues?
alimañas, se plagaba de peligros para cualquier hombre. Ya tor- -¡Es que es más joven que yo! -volvió a llorar, lleno de
naba junto a la Muda cuando de nuevo escuchó el sollozo, aba- vergüenza-. ¡Es más juerte! [No puedo con él!
jo, casi a sus pies, y enseguida un llanto ronco y espasmódico. Por eso la desesperación, la impotencia. El Chato sintió lás-
Confundido con la basura, un pepenador estaba tendido bocaba- tima. El enojo contra Efraín había desaparecido. Quiso enfocar-
jo, con la cara hundida entre los desperdicios. El Chato lo tocó lo en el Moncho, mas le fue imposible: no tenía nada contra él.
con el pie y el llanto se hizo más ruidoso, como el de un niño Se trataba de la vieja de otro. Y además, se dijo, nadie se lleva

r histérico.
-¿Qué te pasa, cabrón? -preguntó sin saber de quién se
trataba.
-¿Eh? ¿Eh? ¿Quén es?
a fuerza a una mujer ajena. La Maga estaba con el Moncho por
gusto, porque ella así lo quería, eso era seguro. Y no obstante al
Chato Je temblaban los brazos, ascendía por ellos el cosquilleo
molesto que ya conocía y que de repente se trocó en una inten-
-¿Qué chingaos traes? ¿Por qué chillas así? sa onda de calor. Los músculos de las piernas se le contrajeron
-¿Chato? -el otro se sorbía los mocos-. ¿Eres tú, Chato? como si estuviera a punto de correr. Debía actuar. Si la Maga se

l ·wr·
Se dio vuelta y el Chato pudo reconocer a Efraín, a pesar de
la oscuridad, en aquel rostro embarrado de porquería.
amachinaba con el Moncho, Efraín se iba a tirar en Jabasura para
dejarse morir. No .sabría hacer otra cosa. La culpa era de Ja vie-
-Sí, soy yo. Andas pedo, güey, y seguro estabas soñando ja, sí, pero el otro también quería dárselas de cabrón. El cosqui-
chingaderas. Órale, salte de ai, si no te van a tragar las ratas o lleo en los brazos se Je convirtió en una fuerte presión cuando el
las cucarachas. Vete a buscar a la Maga. Chato preguntó:

1.¡.¡ LI\
-¿Dónde están? un matón. De hecho, tenía más aspecto de víctima que de agre-
-Allá junto a la barda, del otro lado de los jacales. sor. Los pasos de un lado y del otro se suspendieron al mismo
-Vente. tiempo. El que venía del monte carraspeó y luego escupió un gar-
Había que atravesar parte del basurero y el Chato inició la gajo. Sí, debía ser el Moncho. El Chato se puso en cuclillas y
caminata con trancos largos, sin fijarse en Efraín, que poco a hundió las manos en la humedad de los desperdicios. Porquería,
poco se fue rezagando. Al escalar las capas de desperdicios, sus cartón aguado, una caja de madera ... una botella. Era grande,
pasos crujían como si caminara encima de orugas y caracoles, cilíndrica, acaso de una caguarna. Con los dedos recorrió la for-
pateaba latas y botellas, se hundía en pantanos viscosos arañán- ma. Completa, sí. Serviría. ¿Y el tintineo metálico?

1 dose los pies con clavos y astillas de vidrio. Varias veces perci-
bió la huida de algún animal entre la basura y sin embargo de
-Que quén anda ai, dije.
-Soy yo, el Chato.
nada hacía caso. Su mente en blanco dejaba que el cuerpo se go- Junto a la botella se hallaba un pedazo de metal, delgado, lar-
bernara solo, a fuerza de puro instinto, de un impulso originado go, rugoso. Una varilla. Como de un metro de longitud.
no sabía dónde. -Pinche Chato, ¿qué queres?
La luz débil de una de las bodegas del mercado de abastos se -Ando buscando dónde zurrar. ¿Y tú, qué andabas hacien-
derramaba tenue hasta el rincón entre la barda y los tejabanes. do en el monte?
Ciertos bultos podían distinguirse en el suelo. Seguro uno de ellos -No, ps no sé. Taba soñando y aluego ya staba ai y también
era la Maga. Otro el Mancho. Antes de bajar del basurero, el me puse a cagar pues. ¿Trais algo?
Chato escuchó un ruido cerca del monte. Se detuvo. Las pisadas Ahora discernía con claridad la silueta gorda, de pelos para-
lentas de Efraín sonaban a su espalda, aún muy lejos. Intentó pe- dos sobre la cabeza de huevo; los hombros estrechos que se ba-
netrar la oscuridad y, con un poco de esfuerzo, logró delinear lanceaban de un lado a otro con su andar torpe. Uno de los brazos,
contra la barda una sombra que crecía al acercarse a él. Le ex- entumido, inmóvil; el otro agitándose en un vaivén marcial con-
trañó porque nadie pepenaba en el basurero, menos en el mon- forme caminaba. Lo midió de arriba a abajo. No es pieza, se dijo.
te, después de la caída del sol. La sombra avanzaba hacia él por Muy pendejo el pobre. El Mancho llegó a dos metros de distan-

r el frente. Efraín por detrás. Los pasos de ambos crepitaban cada


vez más cerca y de pronto el Chato tuvo la sensación de estar
acorralado. Giró el cuerpo para tenerlos a los dos a la vista y uno
de sus pies se topó con una botella. La movió y entonces fue un
cia. En ese punto se desplazaba despacio, como sonámbulo. El
Chato, tratando de contener los espasmos de la emoción que se
le desbordaba, aguardó a que el otro se aproximara más.
-¿Y la Maga? ¿Dónde está?
tintineo metálico el que perturbó la calma de la noche. -A chingá, chingá. ¿Y a ti que te importa?
-¿Quén anda ai? Alcanzó a descifrar el brillo de sus ojos y sus dientes antes

l~ Parecía la voz del Moncho. Al Chato se le hizo raro que es-


tuviera en el basurero si se había robado a la Maga. ¿Y ella? Por
un segundo se preguntó si no la habría matado, si su presencia
de asestarle el primer varillazo en la cabeza. El metal restalló igual
que un fuete y un. acorde corno de cuerda de guitarra desparra-
mó sus vibraciones en el aire. El Moncho no gritó, ni siquiera
junto al monte no obedecía a que estaba ahí para enterrarla. De- gimió, sólo se llevó la mano flexible a la coronilla mientras tar-
sechó la idea. El Moncho tal vez era un cerdo lujurioso, pero no tamudeaba incoherencias. El segundo fuetazo cortó el aire y el

1.¡1, 1¡
golpe fue a incrustársele en la mandíbula, debajo de la oreja. Tam- i~
se en sus pupilas. Transcurrieron varios minutos, quizás horas.
~-
poco emitió ninguna queja. Cayó de espaldas en el cenegal con #.
' :11 Al abrirlos de nuevo contempló el chisporroteo de las estrellas
'~
~
un sonido bofo, semejante al de una bolsa de vísceras. Su cuer- que se movían lentas pero constantes en el cielo sin luna ni nu-
po se convulsionaba y algo como el rechinar de goznes brotaba l~ bes. Las imágenes del pasado habían desaparecido. Ya sólo era
de su boca abierta. El Chato no quiso acercarse a verle el ros- l el Chato, un vagabundo carente de nombre, de biografía y de por-
tro. Varilla en mano, del mismo modo en que los ciegos explo- venir que deambulaba junto con su compañera en los linderos de
ran el camino antes de aventurar los pies, recorrió el torso. La un basural. Se dejó conducir por el silencio a su alrededor. La
chaqueta deshilachada del caído le dificultó la tarea, más al fin pesadez de la ausencia, de la libertad, resultaba grata. Entonces
localizó el canal entre dos costillas. Se aferró a la varilla e im- giró el torso en busca de un mejor acomodo y, antes de dormir-
~ pulsó sobre ella todo su peso hasta sentir cómo piel y carne se JI¡
se, divisó entre la penumbra, a su lado, los ojos de la Muda: abier-
reventaban para abrir paso al metal enmedio de un resoplido del tos de par en par, con una frialdad vidriosa en las pupilas, lo miraba
Moncho que se confundió con sus propios jadeos de satisfacción. como si se tratara de un extraño.
Al hacerse para atrás, se dio cuenta de que a su lado estaba Nunca la volvió a ver. A la mañana siguiente el Profe le ase-
Efraín. No podía distinguirle bien el rostro, pero advirtió el mie- guró que la Muda se había trepado en uno de los camiones que en-
do en su voz: viaba el municipio para impedir el desbordamiento de los
-¡Lo clavaste en el suelo! desperdicios. Fue antes de que amaneciera, yo la vi. Ni modo,
El Chato sintió un dolor en los hombros y las piernas. Tenía compadre. De nada serviría esperarla, tampoco ir tras ella. Se
sueño. Lo único que deseaba era ir a acostarse junto a la Muda. largó porque no quería nada conmigo. Eso decían sus ojos. In-
- Tú lo entierras. terrumpió sus recuerdos al oír que Efraín tornaba a reírse solo a
-¿Yo solo? -Efraín detuvo la protesta de inmediato-. ¿Y unos pasos de él, mientras la Maga rumiaba su rencor con lamen-
ónde? te perdida en el infinito. Ellos dos habían quedado para ocupar
-Haz un hoyo en el monte -el Chato comenzó a caminar-. el sitio de la otra. Mas no llenaban el vacío, ni siquiera servían
Y ya que esté bien enterrado, entonces sí vas por tu pinche vie- para paliarlo un poco. No, lo que yo necesito es a mi mujer. Por-
ja, ¿oíste? que la Muda era su mujer, aunque jamás la hubiera tocado por

f -Sí.
Llegó a lado de la Muda y se tiró al suelo. Cómo cansa esto.
La fatiga le atenazaba los miembros, la espalda, la cintura, mas
respeto a su aversión hacia los hombres.
Bebió la última gota del aguardiente de Efraín y aventó la bo-
tella. No deseaba romperla, sino que los otros se dieran cuenta
en su mente revoloteaban cientos de imágenes dispersas que per- de su ira, del desprecio que sentía hacia ellos. Efraín, con la son-
tenecían a una memoria ajena. Váyanse. Déjenme. Algunas de risa rastrera en los labios, nomás lo miró de reojo y no dijo nada.

l._ ellas se resistieron y continuaron su vuelo incierto, irregular, pro-


vocándole sensaciones raras, sentimientos imposibles de ubicar.
Formaban parte de Bernardo de la Garza, no del Chato; ahora
La Maga frunció una mueca de hastío. Un rencor denso flotaba
en el atardecer. Los pepenadores concluían la faena, ajenos a lo
que sucedía entre los tres, e iniciaban la retirada. Algunos tara-
estaba más seguro que nunca. No había vuelta atrás. Cerró los reaban canciones, satisfechos; otros bajaban con la cabeza ga-
párpados y el sueño descendió, girando en espiral, hasta posar- cha, decepcionados.

q~ !.¡<)
:.
-A ver si mañana temprano apaño otro pomo -Efraín lu- po porque el vacío que le zarandeaba el estómago había crecido
.,.
cía feliz-. A la noche como sea nos lo rolan los compas. . en exceso desde la partida de su compañera y amenazaba con des-

'
-.Se fue por tu culpa ... -murmuró el Chato. bordarlo igual que los desperdicios en ese basurero. Agarro rum-
1
El otro fingió no haber oído. Se puso a jugar con unas briz- ;'* bo a Laredo. Y quién quite. Con un poquito de suerte capaz que
nas de yerba. A la Maga se le encendió el rostro: durante mu- me la topo por ahí.
cho tiempo había esperado la acusación. Hubo una pausa larga, -Sí, es lo mejor -habló en voz alta.
tensa. Efraín, ante la mirada penetrante del Chato, no tuvo más -¿Qué dijistes? -el tono de Efraín se quebraba-. No ten-
remedio que responder. tendí.
~ -¿Me hablastes? -Que me voy a largar de este chiquero muy pronto. Si no,
-Dije que se fue por tu culpa. un día de éstos te mato, cabrón.
La Maga esta vez sonrió maligna, con cierta sorpresa. Giró Se recostó sobre un brote de zacate y, contemplando el cie-
para situarse de frente a ellos: no quería que se escapara ningún lo, reconoció en una nube la silueta de la Muda, las hebras de
detalle. Efraín miraba hacia un lado, luego hacia otro, evitando i los andrajos que la abrigaban, el cabello, los ojos sin cejas y sin
1
~~
encarar al Chato. ~. pestañas. Apretó los puños y, al escuchar que la Maga se ponía
-¿La Muda? No, mi Chato. Yo no hice nada, me cae. Por de pie para retirarse, repitió:
ésta ...
Otra pausa, ahora más larga. Algunos pepenadores que se i -Sí, voy a tener que matarte, Efraín. A ti y a tu pinche vieja.

acercaban advirtieron la seriedad de la atmósfera y optaron por


retirarse. La persecución de miradas se hacía insufrible: la Maga
los veía a ambos, el Chato a Efraín y Efraín al cielo, imploran-
do auxilio.
-Chato, no te sulfures. Óyeme, si lo que te trae así es que
1
ya te anda por parcharte a una vieja, aistá la Maga. Te la em-
presto pa lo que dispongas. O te la regalo pues.
J -Pinche culero -las mandíbulas de la Maga se trabaron de
coraje-. Para eso me gustabas.
Quizá se debió a las palabras de la mujer, o al cansancio acu-
mulado del que le era imposible zafarse, pero el Chato sintió cómo
la ira se le diluía poco a poco en las venas con la fricción de la
I_ sangre. Lo aturdían las palabras abyectas de Efraín, sus alardes
de cobardía, ese terror a arriesgar el pellejo que lo orillaba in-
cluso a ofrecer el cuerpo de su mujer. Movió la cabeza en señal
de negación. Bostezó. Ya no soporto estar aquí. El día menos
pensado me largo yo también. El momento se acercaba. Lo su-

1)0 1) 1
Siete

~
Se me va a perder. El tipo es un demonio para manejar. Rami-
ro apaga el radio de donde brotaba estridente el corrido del fe-
deral de caminos; saca su pañuelo y con él limpia el vaho en el
parabrisas. Maniobra con torpeza en el cuello de botella que ha
anudado el tráfico tumultuoso de las inmediaciones de la univer-
sidad. Es la hora en que empleados, secretarias y ejecutivos aba-
..
rrotan con sus autos compactos las calles en busca de restaurants,
j
r o vuelan a sus casas a comer en compañía de la familia. Ha de
haber un accidente. Si no, no me lo explico. Menos de cien me-
tros adelante, el Honda verde esquiva obstáculos, se anticipa a
los vehículos que se desplazan casi a vuelta de rueda, zigzaguea
rápido, aprovechando los huecos abiertos en las vías contiguas,
haciéndose merecedor de los claxonazos y las mentadas de ma-
dre de quienes frenan de improviso con el fin de no chocarlo.

r Llueve en Monterrey. La urbe se ha cubierto con una capa gris,


acuosa, extraña para sus habitantes acostumbrados al acoso del
sol, al aire caliente y cristalino, al pavimento seco. La lluvia tam-
borilea en los toldos, dificulta la visibilidad, torna resbaladizo el
suelo: desquicia. De vez en vez, algunas filas retoman su ritmo
habitual, pero sólo por espacio de unos segundos, y enseguida

l~ vuelven a disminuir la marcha como si formaran parte de un cor-


tejo fúnebre. Ramiro golpea el volante, agita las rodillas, se in-
clina al frente para ver mejor. En los carriles de circulación opuesta
el tráfico es desahogado, envidiable. Que no se me vaya. La ten-
go que alcanzar.

1))
A diferencia de Ramiro, que a cada momento pierde más te- ascenso, mas lo separa muy poca distancia de su perseguidor. Lle-
rreno, el chofer de Maricruz Escobedo, en una serie de alardes ga a la cumbre y desaparece cuesta abajo. El motor del auto de
de habilidad, se vale de cualquier descuido de los conductores a Ramiro ruge. Cuando le faltan unos cuantos metros para, a su
sus flancos con el fin de ganar unos metros, colarse a una hile- vez, tomar la joroba, una troca le da un cerrón obligándolo a me-
ra de mayor fluidez o trazar una ruta de escape hacia el acota- ter el freno. Las llantas primero patinan como sobre aceite, lue-
miento donde aventaja tres o cuatro vehículos antes de retornar go se embarran en el asfalto en tanto Ramiro mueve el volante
a su carril. Si llegan a la joroba, me jodí. Ya no voy a saber para en un intento de retomar la dirección. Es inútil. Durante varios
dónde se fueron. A menos que se sigan rumbo a Santa Catarina. segundos la avenida, el resto de los vehículos, los edificios, la
Ante su mirada se perfila el paso elevado, semejante a la subida ciudad entera gira en torno suyo en una suerte de vértigo. Des-
~
de una cuesta por donde por lo regular coches y camiones as- pués todo encalla en un crujir de cristales rotos y metales retor-
cienden y luego se deslizan del lado contrario a la manera de una ciéndose. Su cuerpo se sacude. Chingada madre. La perdí. Sólo
montaña rusa. Sin embargo, ahora, a causa de Ja lentitud, dan la eso puede pensar. Su corazón late con un son desaforado y ante
impresión de escalarlo metro a metro con miles de dificultades, sus ojos se enredan luces de colores. No está herido. Tampoco
tosiendo y temblando por el esfuerzo. Ramiro apenas se acaba ,.~ siente dolor. Pero la perdí, carajo. Y quién sabe si la vuelva a
de fijar en ello cuando el embotellamiento parece destaparse. Los encontrar.
autos a su alrededor adquieren poco a poco velocidad, cuarenta, Espera unos instantes a que su ritmo cardiaco se normalice
cincuenta kilómetros por hora. A través del paño de lluvia y el y aclara sus ideas. No pasa nada, Ramiro. Se trata de un cho-
vaivén de Jos limpiadores del vidrio divisa el Honda verde en uno que. No hubo sangre. Traes seguro. En caso de que intervenga
de los extremos. Aún le restan algunos cientos de metros para la patrulla, basta con culpar a la camioneta que se te cerró, a la
arribar al paso elevado. Tiene oportunidad de recuperar la dis- lluvia, al pavimento mojado. Tus papeles están en orden. Qui-
tancia. Acelera, apaga el clima y abre la ventanilla hasta sentir zás habría que llamar al ajustador del seguro, pero ése ya es puro
cómo el agua de lluvia le humedece la piel. trámite. Lo principal es averiguar contra quién chocaste y qué le
No acostumbra conducir, mucho menos correr enmedio de pasó al otro. Los limpiadores del parabrisas se han inmoviliza-
un tráfico tan nutrido, pero necesita pegarse a la defensa trasera do y Ramiro escudriña el exterior a través de la cortina acuática
del coche de la mujer de hierro. Las llantas ponen en riesgo la para descubrir que le pegó a un coche viejísimo, un modelo cuya
estabilidad del chasis cada vez que cambia de fila y, si lo hace carrocería salió de la fábrica hace treinta o cuarenta años, de fie-
con premura, el vehículo se colea igual que si fuera un tráiler. rro macizo, dura, semejante a Ja de un tanque. Menos mal. No
Escucha los insultos perforando las capas de lluvia, mas no re- le hice ni un rasguño. ¿Por qué no se bajará el dueño? Ambos
para en ellos. Absorto en el manejo, logra eludir varios estorbos vehículos se encuentran en el carril de la extrema derecha, un

l..
, lentos hasta que, de pronto, un carril se extiende solitario delan-
te de él, invitándolo a surcarlo a toda marcha. Ahora sí los al-
canzo. Pisa el acelerador a fondo. Vislumbra por el rabillo del
poco salidos hacia el acotamiento, justo a la entrada del paso ele-
vado. El tráfico continúa intenso y algunos conductores voltean
a verlo, impacientes o curiosos, con expresión de burla o de lás-
ojo los vehículos que se van quedando atrás. Las gotas le esta- tima. Cabrones, Jo único que les falta es reírse de mí. La lluvia
llan en pleno rostro y no le importa. El Honda verde ya inicia el pierde fuerza por momentos, como si las nubes hubieran despil-

154 155
pita sobre su cabeza, hombros y espalda un repiqueteo larguísi-
farrado sus últimas reservas. Al ver que el otro conductor no apa-
mo que termina de agriarle el humor. Su ropa se torna pesada,

rece, Ramiro decide que lo conveniente es apartarse del camino,
mover el auto a la orilla y no entorpecer el flujo. Gira la llave
~.,
... ' chacualea a cada movimiento. Sin atender al otro, camina a lo
largo de su auto para verificar el daño y, mientras lo hace, el zum-
en el interruptor y la máquina ronronea débil, fatigada, negán-
bido de los autos en la avenida a menos de un metro lo transpor-
dose a arrancar. Lo que me faltaba ... Cuando se prepara para in-
~., ta a sus ~e~~~s de_limpiaviqri?~.en los cruceros, y a aquellas otras, >('•••....•.

tentarlo de nuevo, escucha un portazo adelante. . ...1¡. '.


'··;.·

De pie junto a su armatoste, zarandeado por el agua, lo ob- . cuando en la frontera trabajaba de cargador en el puente ínter-
"'""'~···'·''·'·.·.·";,._,_.,,,,,.,
1 na.cj_Ol]?.-1.
Esos años quedaron atrás, Ramiro. Hoy estás en Mon
serva un gordo grandote. Lleva los botones inferiores de la ca-
~ terrey, debajo de un diluvio, atascado en una joroba por culp:
1 misa sueltos, de modo que por la abertura se asoma una buena
parte de la panza cuyo ombligo luce muy rojo, igual que si el
~
1 de este pinche gordo que no te va a dejar ir si no le das una lan:
{~ por haberle chocado su pedazo de chatarra.
tipo hubiera estado rascándoselo mientras dudaba entre meterse 1
en la lluvia o quedarse bajo el resguardo del techo. De inmedia- t~ -No fue nada.
\ -Ah, chingá. ¿Y todos esos vidrios en el suelo? Hasta se te
to el torrente le embarra los cabellos en el rostro, alacia su bi- i rompió la parrilla. ¡Y mira! ¡Ve cómo enchuecaste tu defensa!
gote, lo empapa de la cabeza a los pies dándole un aspecto de
-Sí, es cierto. Pero esos son los daños de mi carro. Al tuyo
paquidermo indefenso. No obstante, camina hacia Ramiro con
no le pasó nada.
actitud insolente, en son de reto, exigiéndole a señas su salida ~,¡-
-¡Cómo no! Mira qué buen chingadazo me diste. Ese rayón
del auto. El gordo y sus aspavientos le provocan una sonrisa. 'l
l~
no lo traía. Y la defensa no estaba así de abollada.
-¡Y todavía te ríes! ¿Se te hace muy gracioso tu chistecito?
-El rayón está oxidado. Tampoco me quieras ver la cara. Y
Te me haces gracioso tú, marrano. Pero en vez de decirlo,
f si le hice algo a tu defensa, ni se nota de lo jodida que está.
Ramiro enciende un cigarro y le da dos fumadas profundas, pues
-Pos por eso.
sabe que en cuanto baje del carro la lluvia se lo apagará. Con-
-¿Por eso qué?
templa al otro sereno, fingiendo no saber de qué habla. No eres
-Ojalá traigas seguro.
más que un bravucón, gordito. Te gusta gritar y amenazar a los

r
El aguacero amaina. Desde hace unos minutos sopla una bri-
demás, y a la hora de la hora se me hace que te doblas. ¿O no?
sa suave, fresca, que se recrudece al paso veloz de los vehículos
Enseguida retoma su principal problema. ¿Dónde estás, Mari-
y le hiende la piel con agujas heladas. Al otro parece no impor-
cruz? Tengo que resolver este asunto pronto, para ver si después
tarle. Nomás entrecierra sus ojillos y se mantiene firme, a la es-
doy contigo. Estira el cuello tratando de localizar en la carroce-
pera de una respuesta. Ramiro reprime un estremecimiento e
ría del otro coche el daño que le hizo, mas con la lluvia resulta
intenta conciliar.
imposible. En eso, el gordo pierde la paciencia.
-Mira, sí traigo seguro. Pero a tu carro no le pasó nada. Y
-¡Bueno, cabrón! ¿Te vas a bajar o qué?
eso mismo es lo que va a decir el ajustador cuando venga.

'- -Hazte para allá.


El gordo se mueve sin abandonar la actuación retadora que
ya comienza a ser hartante. Ramiro abre la portezuela y arroja
-Pos que lo diga.
- Vámonos de aquí.
-No. Hay que esperar a Tránsito.
el cigarro al agua. Apenas posa un pie en tierra, el cielo preci-

1\7
1 <¡(1

J..
Y se planta con los brazos en cruz a mirarlo desde su desme- unos instantes Ramiro cree que va a abrazarlo, a deshacerse en
surada estatura, acaso convencido de que infunde miedo. Rami- agradecimientos, mas el gordo no dice nada. Aborda su carro y
ro se recarga en el cofre de su auto. Las gotas que caen en su desaparece enmedio de un traqueteo escandaloso. Hiciste tu agos-
cabeza disminuyen hasta volverse una molestia menuda. Si no to, cabrón. Me viste toditita la cara. Solo, en la orilla de la ave-
fuera por el viento frío y por este animal. .. Echa un vistazo a nida, bajo los primeros rayos del sol que rompen la cúpula de
gordo y es como si de nuevo estuviera frente_~~.~ó,s,t~r,aquel grin- nubes, Ramiro comienza a rumiar, a murmurar, a repetir en voz
l:~ i,¡
go loco que por poco lo mata--···-en-- -··--~·--~---·-~·---.--
el penal •...de Nuevo ,__,--- -- Laredo. Sí, alta la sarta de maldiciones que lo ayudará a desahogarse, las men-
1 •... ~---
....•
/

tadas de madre con las que buscará conjurar a un tiempo la ra-


era casi de su vuelo. Sólo que con menos grasa y más músculos.
Esa vez la libré por un pelito. Semejantes a una sucesión de re- bia, la decepción, la mala suerte de haber perdido la pista de
lámpagos, -----------
revive- -·en la mente las escenas de su lucha con el grin- Maricruz Escobedo.
--- - .- - ---------. ' ······-- ---·--···'>·•·--~---······-- ""
go, la gritería de los presos, los golpes, la sangre, el dolor. Fue ¡Cerdo infeliz! ¡Cómo me fuiste a chingar! Lo ha gritado de-
mi peor bronca. Luego vuelve a contemplar al tipo que finge im- cenas de veces y, aunque la injuria ha perdido el ímpetu inicial
pasibilidad a su lado. No, éste no es pieza. Pura lengua. Pura fa- desgastándose con el uso, lo grita por última vez en tanto azota
ramalla. Un pinche elefante con un carro fabricado el año de su las palmas de las manos en el volante, en el tablero. Enseguida,
nacimiento. Nomás. No la hace conmigo. La ira, que se le ha cuando el viento le arroja al rostro una bocanada tórrida, arre-
ido enredando lenta en los entresijos, se multiplica cuando de- mete a puñetazos contra las rejillas del aire acondicionado, des-
tecta una media sonrisa en la cara del dueño del armatoste. Está compuesto a causa del choque. Tras el aguacero, la ciudad se
a punto de colmarlo y, sin embargo, en ese momento se le atra- transformó en una olla de presión. El sol desecó los charcos acu- r\,
(_J '
viesa la imagen de Maricruz Escobedo. Respira el aire frío para mulados sobre las depresiones del asfalto, pero el vapor qued.'
controlarse. suspendido casi a ras del suelo, recalentando la atmósfera qu
-Ni hablar, será en otra ... sofoca a Ramiro e impide que la humedad de su ropa se esfume
-¿Qué dijiste? No ha encendido el radio: por alguna razón piensa que si lo hi-
-Que Tránsito no va a venir nunca -y agrega resignado-: ciera el calor aumentaría. Repasa lo sucedido y ahora estalla, sin

r Mejor nos arreglamos aquí.


-Órale. Tú dirás.
-¿De a cómo crees que sea el golpe?
Las neuronas del otro se afanan hasta hacerlo sudar. Mira a
mucha convicción, contra el anónimo conductor de la camione-
ta que provocó el accidente. Ojalá te pudras, seas quien seas, hijo
de la chingada. Si no te me hubieras cerrado no estaría en éstas,
dando vueltas y vueltas sin rumbo fijo, cociéndome en mi jugo,
Ramiro que avanza en dirección suya y saca la cartera, mojada nomás gastando gasolina y acabándome las llantas a lo zonzo.
aunque ha parado de llover por completo. Adivina cuánto dine- Casi sin sentir ha ido asimilando el arranque de furia hasta

L ro trae y cuánto podría sacarle. Calcula el valor de su traje, de


los zapatos. Echa una ojeada al auto. Al fin, alza los ojos al
cielo.
diluirlo del todo. Además, ahora que lo analiza, no le importa
haber perdido a su presa. Ya la recuperará. Su angustia durante
el embotellamiento obedecía al exceso de celo que desde hace años
-No sé. A lo mejor. .. unos mil, ¿no? lo obliga a cumplir al pie de la letra las instrucciones de su jefe.
Al estrujar los billetes en el puño no oculta su alegría. Por Te vas a convertir en su amante más celoso, pegadito a su falda,

1 \')
158
sin perderla de vista, dijo Damián. Soy un alumno obediente. Son- y comidas corridas. En la manzana opuesta, formando bloques,
ríe y levanta la vista para ubicarse. Un político de bronce, ro- las enormes alhóndigas del mercado de abastos despachan a los
busto y con gafas opacas, domina el panorama desde la altura de últimos clientes del día. Ramiro percibe ligeros aleteos en la me-
su pedestal. El gran pastor de obreros. Carajo, otra vez vine a
,.__
.,r•·-·-•••-, ····•••-.... ----··'--·---
mor~~ y, autómata, cruza la avenida para internarse en una de
dar aquí. A lo lejos, aún disimulada por la lejanía y el sol rever- las callejuelas que dan acceso a las bodegas. Con cierto encogi-
berante, divisa la joroba donde ocurrió el choque. Dobla en la miento en el vientre desfila ante los montones de frutas y verdu-
1 primera salida y se aventura por una serie de calles estrechas que ras, las miradas no muy despiertas de marchantes y macheteros,
nada le dicen porque no son los terrenos que frecuentaba cuan- los barriles de grano, las torres donde se apilan las charolas de
do vivía en la ciudad. huevo. Llega hasta el fondo y se detiene al pie de un muro de pla-
El desasosiego se apodera de él al descubrirse sin ocupación. cas de cemento. Del otro lado se encuentra el depósito de des-
La libertad le burbujea en las venas mientras conduce por aque- perdicios, su basurero.
llos barrios desconocidos que, no obstante, le resultan entraña- Efraín, la Maga, el Profe, el Calote, el Moncho. Nombres y
bles: casas modestas pintadas de tonos pastel, niños que juegan apodos caen igual que monedas en el espacio vacío de la mente
futbol y sonríen sudorosos a su paso, rejas de herrería antigua, ·~ ...•
y alzan ecos que se convierten en imágenes y anécdotas. Rami-
ancianos reposando en mecedoras a la sombra de los zaguanes, i: ro ciñe los dedos al volante con fuerza. La Muda. ¿Qué habrá
muchachos y muchachas sentados en torno a grabadoras que tro- sido de ella? Quizá logró brincar al gabacho. Y si no, andará ron-
van al aire hazañas de pistoleros y cumbias sonámbulas. Los bur- dando otros tiraderos, en otras ciudades. Da vuelta con objeto
bujeos en las venas se le enredan con las punzadas de la ansiedad de salir del mercado, pero al estar de nuevo en la avenida decide
•• cuando comprende que la tarde regiomontana se abre ante él en rodearlo, buscar la ruta que lo lleve a la parte trasera. Fue una
múltiples opciones como no lo hacía desde una década atrás. Pue- buena época. La mejor, tal vez. Nadie me decía qué hacer. No
de estacionar el carro y bajarse a caminar, beber una soda en cual- había reproches, ni horarios, ni responsabilidades, ni policía.
quier estanquillo, recorrer los rumbos de antaño o enfilar a la parte No tenía que esperar llamadas, ni acudir a citas, ni vigilar a na-
de la urbe que más le guste. Maricruz Escobedo ha desapareci- die. Y ella me cuidaba siempre, en silencio. Como antes Victo-

r
~'
do del horizonte. También Damián. No desea volver a encerrar- ria, sin silencio. Entra al callejón por donde arribó una noche hace
\ se en su habitación del Hotel Ancira. Por primera vez en mucho ~ diez años: luce diferente, espacioso, libre de obstáculos, adoqui-
-~-f i
. ' .
tiempo se siente dueño de sí. j nado y limpio .
Durante minutos permanece inmerso en una inercia contem- Adentro en vez de basurero hay locales comerciales, restau-
plativa. El trazo de la calle marca su ruta. Conduce a vuelta de rants de pollo frito y hamburguesas, tintorerías, tiendas de rega-
rueda, sonriendo al ver cómo transcurre la vida del barrio en una los, boutiques y mercerías. En el centro, un jardín con juegos

l tarde cualquiera, hasta que de pronto un aroma de confusión ve-


getal se desparrama en el aire. Ha topado con una avenida an-
cha, transitada, en cuyos bordes se alinean cajas de tráiler,
infantiles en donde niños ruidosos gritan y se divierten. Y en e
espacio que antes ocupaban los tejabanes derruidos y tenebrosos
pequeños puestos de artesanías, cerámica, artículos de piel y chu-
camiones torton, camionetas de redilas. Las aceras rebosan de cherías de fayuca. Ramiro respira ese aire limpio tratando de ha-
obreros al final de la jornada, puestos de tacos, cocteles, lonches llar en él algún rastro de la podredumbre de tiempo atrás.

160 1 (>1
f;
enseguida escudriña los rincones, mas lo único que ve es un tam- -¿Y los soltarían?
bo lleno de bolsas de plástico en uno de los extremos del corre- -No sé si a todos. Por aquí se contaron muchos cuentos. Y
dor principal. Algo semejante a una necesidad, a un reclamo es que si se trata de los judiciales uno no puede estar seguro de
insistente, lo obliga a apagar el motor y bajarse. Camina en di- nada. Dicen que los torturaron y que uno de ellos, no me acuer-
rección de un hombre sentado afuera de un puesto de fayuca. do de cómo le decían, se echó la culpa de los muertitos, pero na-
-Le dieron un buen chingadazo, ¿no? -el tipo señala el fren- die creyó que él hubiera sido. Igual Jo entambaron y no se supo

i
te del auto-. ¿No quiere que le consiga el faro y la parrilla? Se más. La mayoría desapareció. Puede que ganaran para los basu-
los doy bara. reros de las afueras. Otros sí se quedaron un tiempo por el rum-
-Gracias. Ya mi mecánico anda en eso. bo, pidiendo limosna, limpiando parabrisas en los cruceros. No
Al moverse con soltura, comprueba que su ropa casi se ha era raro que nos los encontráramos tirados en los zaguanes, ba-
secado; sólo persiste la humedad en algunos pliegues. Se recarga beando, con los ojos vidriosos, diciendo babosadas. A veces por
en un poste y saca la cajetilla de cigarros. Enciende uno. Ofre- ai andan dos o tres todavía, aunque yo no creo que sean los mis-
ce otro al hombre, mas éste declina con un ademán suave. Con- mos. Ya sabe, esa gente no dura mucho por tanta porquería que
servan el silencio por unos segundos. se mete.
-Aquí había antes un basurero ... El hombre, como si hubiera terminado de escarbar en su his-
-¿Lo conoció? Uy, mi jefe, eso fue hace mucho. toria personal, meditabundo, abre una pausa de silencio. Rami-
-Diez años. ro extiende la mirada por aquel espacio que ha dejado de contar
-A lo mejor hasta más ... Ya nadie se acuerda de él. Yo sí para él, descomponiéndole algo en su interior. Dos chiquillos se
porque soy del barrio, de aquí adelantito, cerca del Penyrriel deslizan por una resbaladilla justo donde entonces se erguía el
-se queda pensando, haciendo memoria-. Un día vino el Mu- monte con sus trampas subterráneas y sus roedores voraces. El
<icipio y barrió con todo. Quesque era un foco de infección, por rostro de la Muda irrumpe en su visión y Ramiro cierra los ojos.
as ratas y las enfermedades. Además los vecinos de por aquí se Intuye que de hoy en adelante el jardín, los niños, el centro co-
[uejaban harto porque atraía, según ellos, a puros malvivientes, mercial, entorpecerán su recuerdo. Carajo. Tanto esfuerzo para
usted sabe, mariguanos, chemos, teporochos y toda clase de va- recuperarlo y ahora me topo con esto. ¿Cómo imaginar su basu-
gabundos, con eso de que dizque andaban en Ja pepena, pos na- rero después de ver las formas nuevas, la luz penetrando hasta
~
die les decía nada. Pero no se crea, hacían hartas barbaridades, el último resquicio, los colores limpios y brillantes? No quería
violaban viejas, hasta asesinatos hubo aquí. irme, sino estar aquí con los demás. Con ella. Vivir aparte,
-No me diga. como una planta de sombra. Sin pedir nada, sin deseos. Ni modo.

r -Según esto, cuando los bulldozers quitaron la basura ha-


llaron cadáveres. Fue un escándalo. Los periódicos dijeron que
había sido obra de los sicarios del narcotráfico, que los ejecuta-
Así no era el asunto. Tira la colilla al piso y la despedaza con la
suela del zapato. Vuelve a ver el jardín y enseguida lo borra de
su existencia dándole la espalda para dejar las cosas ocultas en
ban lejos y luego venían a tirarlos aquí. Como sea, los judicia- el rincón donde acostumbra arrumbar los desperdicios de su vida
les gancharon a varios de los pepenadores y los estuvieron pasada.
interrogando. Nunca se supo nada, pues. Camina hacia la tienda con aire distraído y curiosea la mer-

¡(,¡
162
cancía. Cree que debe comprar algo, lo que sea, con el fin de -Ah, chingá. ¿A cuál Profe?
justificar su presencia en el centro comercial. Ni las grabadoras -¿Cómo te llamas, compa?
ni las·televisiones le interesan, sólo un maletín de madera llama il -Soy el Campeón y ésta es mi calle. Abusao, ¿eh?
su atención. Exhibe artículos de campamento. Ramiro piensa que Arranca y todavía muchos metros adelante continúa viéndo-
algo de eso podría serle útil en sus excursiones por los alrededo- ~, lo por el retrovisor. No creo que sean de los mismos. Esa gen-
res de Cocoyoc y revisa las cantimploras, los cuchillos, las brú- re no dura. Las palabras del hombre del centro comercial resuenan
r julas, las navajas. Hay una de resorte, como colocada junto a las
otras por error. La toma para examinarla de cerca. Es parecida ,,..,,
en sus tímpanos y terminan de enterrar ese atisbo de memoria.
1~nel oriente de la ciudad la mole del Cerro de la Silla se pinta
a la primera que empuñó. De mala calidad, con cachas de plás- poco a poco de un color ardiente y Ramiro enfila hacia sus fal-
lfl;)
tico negro no muy alineadas, botón tosco de bronce. Lo aprieta das. Es cierto, esa gente no dura. Un día se muere un tipo, al si-
y la hoja salta, larga y estrecha, con escaso filo. Las melladuras
delatan uso constante. ¿Por qué está aquí al lado de las nuevas'!
La punta se agudiza en una suerte de depresión, ésta sí bien tem-
plada. La cala con la yema del índice para comprobar que entra- ¡~
ría fácil en cualquier piel. Nunca ha comprado una navaja. Las
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,,
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guiente otro. O los ayudan a morir. Las casas se caen solas o las
derriban. Por allá una familia emigra y desaparece. ¿Por qué no
los barrios y las ciudades? También ellos sufren el deterioro del
tiempo, ¿no? Se destruyen. Dentro de un año, incluso dentro de
unos cuantos días, cuando giren las puertas de la casa de bolsa,
que usó algunas veces no le pertenecían. Después tuvo otras en quien aguarde la salida de Maricruz Escobedo se hallará con otro
las manos, aunque no Je sirvieron de nada. Ya a devolverla a su rostro, distinto, indiferente a su saludo. O con el simple vacío.
sitio. Lo piensa un poco y decide mostrársela al hombre. Inútil que la busque en el gimnasio, en un restaurant, en su casa.
-¿Qué vale ésta? Ya no va a estar. Así de sencillo. Ni siquiera el recuerdo perdu-
Cuando cruza de nuevo el callejón para salir a la avenida el ra. No hay por qué sorprenderse. Mucho menos entristecerse.
sol hace equilibrio en la cumbre de la cordillera. Pronto caerá Sería malgastar minutos y energía en sentimentalismos ociosos.
del otro lado. Con la mente en blanco, Ramiro se forma en la hi- No obstante sus pensamientos, en Ramiro se asienta ese malestar
lera del tráfico y se deja guiar por ella durante varios minutos. que desde hace días identifica con Ja nostalgia y que lo impulsa
¿Qué esperabas, Ramiro? ¿Qué el lugar siguiera idéntico, tal como a seguir manejando. Ahora sí sabe a dónde se dirige, aunque no
lo dejaste? Si algo has aprendido en esta visita a la ciudad es que lo tenga muy claro en la mente. Circundará el Cerro de la Silla
el tiempo no para. Todo lo desajusta, lo trastoca, lo pudre. ¿No para ingresar en Ciudad Guadalupe y, estando ahí, recorrerá los
ta hecho lo mismo contigo? Llega a un semáforo en alto y se barrios en donde transcurrió su infancia, su adolescencia, su
anzan sobre él los voceadores de los periódicos vespertinos, por- vida de hombre casado y padre de dos hijos: el espacio de su pre-
dioseros, vendedores de chicles. Un vagabundo arroja al para- historia.
brisas una estopa pringosa que traza un camino de espuma sobre Hace unos días, mientras a distancia acompañaba en su ruta
el cristal. Talla, se trepa al cofre, continúa tallando y le sonríe a de negocios a Ja mujer de hierro, pasó frente al que era su pe-
Ramiro desde la lejanía de su mundo de solventes y alcohol. El riódico. Una pareja de periodistas se hizo presente en la puerta
Profe. ¡Es el Profe! en ese instante y reconoció al más corpulento de los dos. Miguel
-¿Profe? -le entrega sus monedas. Manríquez, el Oso. Había sido su jefe en el departamento de co-

1 (i.¡ 1 (,,
rrección; un certero creador de titulares. El hombre clavó la mi-
rada primero en el auto, enseguida en quien iba al volante, como
si lo encontrara familiar. Parecía que iba a saludarlo. Igual que
tr
i1 ¡
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nes, más antiguas y cotidianas, comienzan a perder nitidez. En
esa etapa apenas si se atrevía a desprenderse de las faldas de su
madre. Se aplica a exprimir el jugo de la memoria y relacionar-
si reencarnaran en él vivencias añejas, Ramiro sintió una angus- lo con lo que ve. Sí, ahí vivía la señora Juanita, que me cuidaba
~.
tia momentánea, la misma de cuando llegaba tarde a marcar su a veces. La tortillería, el estanquillo, la casa de la costurera. Ése
tarjeta y lo recibía el gesto severo del jefe, indicándole sin decir ~,.·-·.·•... era el kínder. En la esquina se bajaba papá del camión al regre-
1.·.
¡.
sar de la fábrica. Esa bodega era un negocio, quién sabe cuál.
1 nada las notas que debía corregir. Estuvo a punto de perder el -~t
Va disminuyendo la marcha hasta que apaga el motor a la altu-
Honda verde a causa de la distracción y, aunque rectificó el rum-
bo, durante un buen rato se mantuvo absorto, pensando en aque-
¡;
"'f, ra de su vieja casa: tres cuartos pintados de rosa, sin jardín, una
llos años. Reconstruyó en el imaginario los rostros de sus sola ventana al frente, y la puerta metálica color negro. Hogar
compañeros, sus características particulares, algunas frases que de obrero, rentado, sostenido a base de un jornal lastimoso. La
repetían con frecuencia. Reunió anécdotas, discusiones, chistes. construcción le parece demasiado endeble y estrecha. ¿Cómo cu-
Al final respiró aliviado por recuperar episodios que creía per- pimos ahí? Intenta perfilar la voz de su padre, algún canto de su
didos, archivándolos en algún sitio al alcance de la mano, pero madre, y sólo visualiza gestos serios, hoscos, envueltos en un si-
donde permanecieran ocultos. lencio funeral. Tampoco logra precisar si nació dentro de esa'
Ahora, al conducir por las calles irregulares y oblicuas, olo- paredes o si lo llevaron ahí muy chico. En realidad no le impor
rosas a azahar y zacate, que en su infancia constituyeron el coto ta. La proximidad del hogar paterno no le arranca reacciones
de sus descubrimientos iniciales, el asedio que sufren sus senti- Enciende el motor y acelera, mas otra casa, un poco más gran-
dos provoca en él curiosidad en veznostalgia. Ramiro mira las de, que no había visto nunca, lo hace detenerse de nuevo. Es sim-
casas, los patios, los parques y los comercios como si lo hiciera ple, similar a todas las de la calle, y sin embargo algo en ella jala
por vez primera, o como si tuviera a la vista las locaciones de a Ramiro hacia atrás, directo a la niñez. Qué raro. Estoy segu-
una película vieja. El campo de futbol americano donde, junto ro de que antes no estaba. ¿Entonces? Su corazón inicia una se-
con otros adolescentes, descubrió los rigores del dolor físico. La rie de latidos violentos, hay un cosquilleo en las palmas de las
iglesia tantas veces visitada los domingos. En ese edificio esta- sus manos, como si el sudor no encontrara la salida. Intrigado,
ba la secundaria del barrio. Ahí no había nada, puro terreno. Re- forzando los mecanismos de la memoria, Ramiro revisa los al-
gistra los cambios de manera natural, igual que si contemplara rededores, sigue paso a paso los recuerdos claros, se ve a sí mis-
la acumulación del polvo sobre un altero de revistas viejas, sin mo niño caminando por la acera, saltando en un pie, cantando la
dolor, sin tristeza, de la misma forma en que muchos años atrás, alegría de los juegos anticipados. Siente que el estómago se con-
recién casado, aceptó el anuncio de la muerte de sus padres en trae. Sí, eso es: ahí había un lote baldío. Y como si otra vez ju-
• gara entre los arbustos y la yerba a los diez años de edad, vuelve
un accidente de autobús durante unas vacaciones: sereno, dispues-
)
to a no extrañarlos, seguro de que su pérdida no afectaría en nada a cimbrarse ante el descubrimiento de la muerte.
su existencia. No lo oyó venir. Cuando alzó la vista aquel hombre ya se
Ahí me juntaba con los otros a jugar canicas. En ese parque tambaleaba entre las bolsas de basura que los vecinos arrojaban
me perdí. Conforme se acerca a la que fue su casa, las imáge- al baldío. Se desplomó justo ante las rodillas del niño y en su caí-

J
1 (, /
1 (,()
da aplastó los edificios de lodo, la carretera trazada entre el za- ellos, de su misma edad, comenzó a hostigarlo desde el princi-
cate, algunos cochecitos de hojalata. El costalazo enmudeció gri- pio dándole pie para que en un estallido de ira diluyera todo el
llos y chicharras y por espacio de unos segundos el silencio los miedo, el resentimiento, el dolor acumulado en las horas recien-
cubrió a los dos. El chiquillo quiso correr, cruzar la calle, lan- tes. Fue una pelea dura, sin vencedor, que sirvió al pequeño fu-
zarse a los brazos protectores de su madre, mas las piernas no gitivo como carta de aceptación en aquel grupo. Quedé igual que
le respondieron. Ni siquiera atinó a ponerse de pie, a apartarse el caballo blanco, pero me dejaron unirme a ellos. Ramiro son-
de aquel cuerpo tembloroso de estertores. Miraba la sangre bro- ríe y una corriente de orgullo le recorre la piel. El sol pierde bri-
tando a chorros, los ojos abiertos que se cruzaron con los suyos llo, el tráfico se nutre en las calles, mas no se da cuenta, ocupado
por un momento antes de buscar el cielo, el rostro desencajado, en saborear ese manojo de recuerdos un tanto diluidos por la dis-
extraño. Nunca había visto nada semejante y un impulso interior tancia.
le aseguró que ahora lo vería todo. El niño contemplaba la ago- Se integró a la pandilla. Recorrió con ellos sitios antes insos-
nía del hombre y éste contemplaba una nube solitaria. Ambos con pechados a causa de su reclusión en el claustro familiar. Monte-
el asombro de la primera vez, ambos con la certeza de que sería rrey se convirtió entonces en un espacio abierto, infinito, lleno

[ la última. Identificó en esas pupilas a punto de apagarse el bri-


llo de la súplica, la esperanza absurda. Lo tocó: su piel ardía, y,
temeroso, retiró la mano. Del agujero del pecho apenas manaba
ya un chisguete. El niño comprendió que por ahí irrumpía la muer-
de novedades y aventuras. Para comer, trabajaba cargando las
canastas de las señoras en el mercado, o pedía limosna a los au-
tomovilistas en los cruceros. Nunca brindó un pensamiento a su
padre o a su madre, la emoción de lo nuevo atestaba su mente

•.._ te y entonces se sintió débil, indefenso, desamparado. La respi-


ración del hombre se tornó aguda, silbante. Enseguida abrió la
boca como si quisiera morder al aire. Después se quedó inerte.
segundo a segundo. Conoció la noche y sus rincones misterio-
sos, el amanecer y sus movimientos lentos; dormía a la intem-
perie, iba a donde sus pies lo llevaran. A quien quiso oírlo, le
El brillo fue desprendiéndose poco a poco de sus pupilas. El niño contó que había visto morir a un hombre de un balazo en el pe-
no pudo moverse por un rato. Su garganta reventó un ronco ge- cho, y de tanto contarla, la experiencia fue perdiendo su carác-
mido. Las mejillas se le cubrieron de lágrimas. No lloraba por ter terrible de revelación para volverse una simple anécdota,
el hombre: lo hacía porque en ese instante supo que, algún día, él similar a las de los otros niños de la calle. Después supo que la
también iba a morir. muerte del hombre había ocurrido a causa de una puñalada, pero
Fue mi primer muerto. Ramiro fuma con avidez y pisa el ace- para él era lo mismo: la sangre, la agonía, los últimos temblo-
lerador sin mirar de nuevo a donde estuvo el baldío mientras re- res que había visto ya no tenían importancia, resultaban tan ba-
cuerda que esa noche no regresó a la casa de sus padres. Sí, mi nales como los de cualquier perro atropellado en una avenida.
primer muerto y mi primera huida. Tres días de completa liber- Fueron tres días con sus noches que ahora evoca igual que si
tad. La imagen de la muerte de ese hombre, empalmada con una hubieran sido años. El mundo de afuera de las paredes de su casa
intuición aún no muy clara de la propia, lo hizo deambular du- le cayó encima en un torbellino de sensaciones y a cada giro el
rante horas, solo, en silencio, temeroso aunque sin conciencia de vértigo lo hacía crecer, le mostraba la falsedad de su vida ante-
estarlo, hasta que en el centro de la urbe se topó con un grupo rior. Y cuando se acostumbraba a esa su nueva situación de hom-
de muchachillos vagabundos que vivían bajo un puente. Uno de bre libre, independiente y feliz, una noche le cerraron el camino

168 f(\\)
las torretas que arrojaban a la oscuridad un resplandor azul y duelen, y sin embargo la idea de bajarse del auto no lo satisfa-
rojo. Antes de que supiera de qué se trataba, un policía lo suje- ce. Ni siquiera el menú de películas policiacas de la televisión
tó con violencia del brazo y otro le alumbró el rostro con una de su cuarto lo atrae. Aburrido, prefiere continuar tomando el
linterna mientras comparaba sus rasgos con los de un papel. Sí, pulso del tráfico que en ocasiones es leve y en otras se intensifi-
éste es. Hasta que dimos contigo, cabroncito. Lo treparon a la ca hasta la locura, proseguir su paseo por donde lo lleven las ca-
caja de la granadera y, al alejarse, vio cómo algunos de sus com- lles, al azar; torcer en las esquinas que le provoquen corazonadas,
pañeros de pandilla se reían burlones; otros lo miraban aliviados como antes, igual que aquella vez, cuando escapó del cerco de
porque sólo se lo llevaban a él. En casa, su madre lloraba, mal- sus padres para vagar a sus anchas por el mundo. Además, en
decía y enseguida daba gracias a Dios a gritos por haber recupe- ésecüñducir sin rumbo fijo siente que se está reencontrando con
rado a su hijo; el padre, en cambio, esperó a que los policías se una ciudad que le parecía cada vez más ajena. Por eso enciende
retiraran y dio rienda suelta a su furia agitando en la mano un el radio, porque desea empaparse de los estilos y compases que
cinturón con hebilla de bronce. La paliza de mi vida. Ramiro son- ha venido escuchando desde niño, para vibrar el mismo ritmo
ríe con cierta amargura aunque divertido. Los verdugones en las que los automovilistas con quienes comparte la calle. Los acor-
piernas, en la rabadilla, en las nalgas, me duraron casi un mes. des histéricos y ascendentes de una guitarra eléctrica preludian

r Sí que tenías la mano pesada, papá. Ora que no te sirvió de mu-


cho: las ganas de largarme se me quedaron en el pellejo para
.A
t
s
en las bocinas una pieza de rock y Ramiro cambia de estación.
Bolero. No. Balada romántica. Menos. Clásica instrumental.

--~
siempre. Tampoco. Ranchera, Cuco Sánchez. Puede ser. Sin embargo, con-
Un perro enorme cruza la calle corriendo y Ramiro pisa el tinúa explorando el cuadrante hasta dar con el arranque de un
freno con los dos pies. Esta vez el pavimento seco permite que
las llantas se amarren rápido, y el animal libra el golpe por unos
centímetros. Carajo, perro imbécil. Lo ve balancearse sobre sus
cuatro patas, la lengua de fuera y el rabo erguido, y piensa que
1
;-¿
corrido norteño.

En un carro color negro


con placas de Ciudad Juáre:
pocas veces ha encontrado un can de ese tamaño. Parece un ca- se ve con mucho misterio
ballo. Como aquél. Un claxonazo atrás lo saca de sus pensamien- al transitar por las calles,
tos. Acelera mientras mira los edificios para ubicarse. Busca las el carro y quien lo maneja
montañas. En ausencia del sol, la parte trasera del Cerro de la su origen nadie lo sabe.
Silla, irregular, surcada de pliegues, salientes, cavernas y pro-
tuberancias erizadas de arbustos, se asemeja a un terrón gigante El hijo de Camelia. Sube el volumen y, de manera instantánea,
a punto de desmoronarse sobre las colonias tendidas a su falda. su aburrimiento se trueca en frenesí. Acompaña el ritmo de la
Ando muy lejos del hotel. De Maricruz Escobedo. No se había música con los latidos del corazón, con los dedos sobre el volan-
acordado de ella en horas y se pregunta si la mujer de hierro ha- te, con la boca que tararea la letra. Toma una avenida de varios
brá vuelto a su casa, con su marido y sus hijos, o si aún seguirá carriles y aprovecha la escasez de vehículos para acelerar a fon-
armando entuertos entre sus inversionistas. do, simulando vivir en carne propia los versos del corrido. ¿Por
Ha manejado tanto que los discos de la columna vertebral le qué no? A estas alturas alguien podría componerme uno. Los mis-

170 1 'I
mos Tigres del Norte, quizá. O lo podría escribir yo. Como aque-
;~
minutos. ¿Por qué no? Da una profunda fumada al cigarro y vuel-
lla película que nunca hice. De pronto, por un impulso, abando- ve a arrancar.
na la avenida hacia una lateral y se interna en la primera calle En cuanto bordea los linderos de la colonia advierte que hay
solitaria, sin viviendas, con trailers junto a las aceras, mal ilu- en ella cambios suficientes corno para desorientarlo. Ahora to-
minada. En las esquinas hay grupos de jóvenes bebedores de cer- das las calles están pavimentadas y a ninguna le falta el alumbra-
veza que contemplan el paso del auto de Ramiro con mirada torva. do público; algunas hasta cuentan con semáforos. Abundan los
Por aquí no había zonas industriales. Ora sí que no sé dónde ando. anuncios luminosos, los pequeños centros comerciales, los su-
Localiza al frente una calle con buena luz y hacia ella se enea- permercados, los locales donde sirven tacos al carbón, las fran-
nina. En el trayecto reconoce un taller mecánico que ha perma- quicias de comida gringa, los videoclubes. Esto ya no es el
necido en su sitio por una década, luego una serie de viviendas mismo barrio. Cuánto progreso. Hasta bancos hay ya. No obs-
y al final el cascarón en ruinas de una escuela. Aquí enseñaba tante, a pesar de la urbanización y de la agitación comercial, h
Victoria. Para el auto, enciende un cigarro y baja el volumen del colonia exhibe un aspecto de desgaste añejo que contrasta con sr
radio. disfraz novedoso. Ramiro no atina a definir en qué consiste, perc
Con los vidrios destrozados, cacariza la pintura y montones el paisaje le da la sensación de llevar corroyéndose una eterni-
de bolsas de plástico negro a la puerta, el edificio parece haber dad. El aire huele a chatarra, a humo de motor, a polvo. Por to-
resistido apenas un terremoto. Ramiro adivina en los patios in- das partes resuenan los alaridos metálicos de diversas piezas
1 musicales, lejanas y cercanas, tristonas y movidas, acompaña-
teriores los pasos tambaleantes y melancólicos de drogadictos de
¡
--- sombra ansiosa, de vagabundos y borrachos apestando los pasi-
llos donde antes jugaban los niños sobre mosaicos relucientes.
Imagina un festín de ratas en el salón de Victoria. ¿Qué sucedió
das de voces sin entonación. Las rejas, los postes, incluso los ca-
rros tienen manchas de óxido. El pavimento se hunde en baches
de bordes afilados. El pasto y las matas en los jardines, resecos
y amarillentos, delatan un abandono definitivo. Las viviendas son
aquí? ¿Cómo pudo cambiar tanto? Chingao. Si hubieran pasado
cien años lo aceptaría, pero sólo son diez. Lo abruma un acceso las mismas de hace diez años y también muestran las huellas del
de tristeza y trata de reprimirlo con un golpe de tabaco que re- paso del tiempo. Ramiro lo comprueba mientras maneja despa-
sulta inútil: ahora la duda de si otras cosas se han deteriorado lo cio por donde antes sólo caminaba, retrasando a propósito el ins-
mismo que la escuela se le clava en el cerebro. Piensa en su vie- tante de tornar la calle donde vivía.
ja calle, en su casa. ¿Y ella? ¿Habrá envejecido también? Visua- Al dar vuelta en ella, un montón de chiquillos enfrascados en
liza entonces a una Victoria con el cabello áspero y cano, bolsas un partido de futbol bajo la banqueta lo obliga a disminuir la ve-
debajo de los ojos, patas de gallo ramificándose desde los pár- locidad casi hasta el cero. Animados por las niñas que se desga-
pados hasta las sienes, una papada bofa y carne abundante y flá- ñitan, corretean tras el balón rumbo a las dos piedras que fungen
cida. No. Gorda no. No sería posible. Una sombra de decepción de portería, pero en cuanto advierten la presencia del auto hacen
se cierne encima de Ramiro. ¿Y su embarazo? ¿Sería verdad? una pausa y se repliegan a los lados. Ramiro entra en la supues-
De serlo, su hijo tendría justo la misma edad que él cuando huyó ta cancha a vuelta de rueda, observando a los charnacos con cu-
de casa. Los otros ya crecieron, son adultos. Echa una mirada a riosidad, y una oleada de sangre le sube al rostro cuando cruza
los ecos de luz que brillan en la avenida. Estoy cerca. A unos la mirada con la de un niño parecido a él. ¿Será posible'? Lo es-

I/ \
17~
eruta con detenimiento. El color de pelo, la forma de sonreír, las mueve y hace ademanes, conversando con alguien. No puede ser
manos ansiosas. Además, debe tener unos diez años. Sus sensa- Victoria. Ella tenía el cabello lacio. Era delgada. ¿O sí? Hace un
ciones se reborujan, mezclándose con un sentimiento extraño, nue- esfuerzo, pero la imagen de su esposa que retiene en la memo-
vo, que no alcanza a definir y le corta la respiración. No sabe si ria no es nada nítida. Más bien conserva percepciones de otro
frenar del todo y bajarse del auto o acelerar para largarse de ahí. tipo: su olor, la temperatura de sus pies, la protección de sus abra-
Está a punto de oprimir al azar uno de los dos pedales cuando zos. Ha extraviado su rostro, su aspecto. ¿Y si siempre fue así?
los rasgos de una niña de la misma edad jalan su atención: es igual La duda comienza a girar en el cerebro provocándole náusea. No
que Victoria. El gesto, la nariz, el óvalo de la cara. Sí, no hay me acuerdo de cómo era. Ésa es la verdad. En un momento en
duda. Es ella vuelta a nacer. Movido entonces por un presenti- que la mujer de la ventana levanta sus brazos anchos y los ade-
miento, pasa revista a los demás niños y niñas encontrando aquí lanta hacia las cortinas como si hubiera advertido una presencia
un ademán, allá una manera de fruncir el ceño, en otro el dibu- en la calle, Ramiro acelera a fondo y se aleja.
jo de los labios o de la oreja que los identifica con Victoria o con No sirves para nada, memoria. Todo es un engaño. A través
su propia imagen. Todos los niños se parecen. Ramiro respira. del espejo retrovisor mira por última vez la casa que había deci-
No te hagas bolas, Ramiro. Es la luz débil, las sombras, el ner- dido olvidar una década antes, seguro de que ahora sí la sepul-
viosismo. Cualquiera de ellos podría ser. O ninguno. Ni siquie- tará para siempre junto con todo lo que hay y hubo en ella. Al
~
ra sabes si existe. Nunca tendrás la certeza. Y reemprende su llegar al extremo de la calle vira en busca de la primera avenida
camino hacia la casa de Victoria ubicada a mitad de la cuadra. que lo conduzca al centro de Monterrey. Las ruedas del carro

-., Tal vez ya ni vivían ahí. Quizá se cambiaron hace años, can-
sados de esperarte. A fin de cuentas, saliste una mañana para ir
a trabajar y jamás volviste. ¿Qué no? De nada le sirve su alega-
chillan y un grupo de jóvenes lo insulta desde la caja de la ca-
mioneta en donde escuchan música en torno a un cartón de et
veza. Uno de ellos se pone de pie, apunta y lanza contra el au
to interno: al llegar frente a la casa su respiración se dificulta a una botella vacía que se estrella en el pavimento. Ramiro frei
causa de unos breves espasmos en la caja del pecho. La angus- enfurecido. Va a bajarse para exigirle cuentas al bravucón, pero
tia corre libre por sus venas mordiéndolo en los hombros y en al ver que su rostro de veinte años es demasiado semejante al que
las corvas. Enciende otro cigarro. La luz de la entrada parpadea le devolvió el espejo por la mañana arranca otra vez. ¿Sería uno
un poco, luego se estabiliza, y Ramiro puede contemplar la lim- de ellos? La pregunta se repite dentro de su mente mientras re-
pieza del pequeño jardín, con el zacate recortado y un rosal en corre a toda velocidad las calles ahora solitarias, sufriendo en la
el rincón. Risueña, de paredes blancas, la vivienda presume por piel esa ventisca canicular que tanto se asemeja a un soplo del
todas partes el cuidado de manos de mujer. Tras las cortinas se infierno, contemplando los rudos moretones de los cerros en el
percibe movimiento. Ramiro se concentra, desea rememorar el horizonte. No importa. No, no importa si era uno de ellos. Eso
interior, los muebles, la decoración, los detalles perdidos. Ha- quedó atrás y no hay vuelta de hoja. Se acabó. La respuesta lo
bía dos recámaras minúsculas, una salita y la cocina. Nomás. Una hace sentirse ligero, libre de cualquier peso, y continúa acele-
litera en el cuarto de los niños. Un escritorio ... Interrumpe el re- rando hacia el centro, donde los edificios cuadrados reposan en-
cuento al ver el dibujo de una silueta estampado en la cortina. medio de la luz de un fanal amarillento, hasta que lo sobresalta
Una cabeza redonda, orlada de rizos sobre un cuerpo grueso. Se el canto de una sirena y un par de luces pegadas a su defensa tra-

I/,¡ 1
sera. En la madre. No la vi. Orilla el carro. Saca la navaja del
bolsillo y la oculta bajo el asiento. Prepara los papeles.
-¿Mucha prisa, mi amigo?
Entonces cae en la cuenta de que, además de la velocidad,
sólo trae un faro delantero a causa del choque. No desea proble- Ocho
mas. De la cartera extrae unos billetes, los últimos, y se los en- ·l~

~?
trega al agente de tránsito junto con su licencia y los documentos
del vehículo. El policía lo mira con tedio, agarra el dinero y se
fr«:;;. t> r- •••

lo echa a la bolsa, luego le devuelve a Ramiro sus cosas. Aún no avanzaba el primer kilómetro y ya el asfalto le ardía las
-Arregle pronto la luz, señor Mendoza. Si no, lo van a vol- plantas de los pies. Carajo. Si lo hubiera previsto cuando el cho-
ver a parar. Y ya váyase a dormir. Se ve cansado. fer del tráiler le dijo: Hasta aquí llego, mientras sacaba el pesa-
Cuando la patrulla lo deja solo, Ramiro levanta la vista al cie- do vehículo de la carretera para estacionarlo junto a una caseta.
lo donde la luna manchada tiene el aspecto de una calavera. Es Voy a ver a una vieja que tengo abajito. Tú quédate. A pesar de
cierto, oficial: estoy bastante cansado. Piensa en Maricruz Es- la facha y de esa peste que te cargas no faltará quién te levante;
cobedo, en Damián, en que mañana debe continuar. En los ner- al fin estamos en la mera subida y todos pasan a vuelta de rue-

r vios le pesan cada una de las emociones revividas durante el día


y, a cualquier parte que voltee la mirada, se topa con siluetas fan- I~~'
·~*1
da. Pero no, quería adelantar, restarle algunos kilómetros al ca-
mino, no importaba que fuera echando el bofe bajo ese sol de los
tasmales. Exhausto, se pasa la palma de la mano por la frente. mil diablos. No podía quedarse quieto.
Cuando da vuelta a la llave para encender el auto, la cama de su Se confió al ver las montañas rebanadas, los tajos altísimos
habitación en el hotel es lo único que ocupa su mente. Sí, me voy chorreando su sombra hacia la carretera. Lo atraía caminar por
a dormir. ahí, por el vientre hendido de la sierra. De alguna forma era como
volver al seno materno que se abría generoso y dispuesto a reci-
birlo. La Cuesta de Mamulique: el paso de mayor peligro de la I

<'
carretera a Laredo. Tramo asesino donde, según aseveraba la le-
yenda, el menor descuido bastaba para que sus hondísimas ba-
<. <'b
rrancas engulleran vehículos y pasajeros. Él había pasado por ahí
tiempo atrás; lo sabía aunque no recordara cuándo ni con quién.
Había visto antes esas formas, el color grisáceo de las moles de
piedra, el rostro cacarizo de las montañas, las laderas cuajadas
Je matorrales secos, la sinuosidad del camino. Y siempre deseó
palpar con las plantas de los pies aquel suelo al que tantos iban
a morir, experimentar en el rostro el roce de ese viento habitua-
do a arrastrar por el desierto los últimos gritos de agonía de los
accidentados.

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Lo que nunca imaginó fue el castigo que el sol propinaba a El tipo detuvo sus movimientos ya con los pies en el estribo
los incautos que se atrevían a caminar por ahí, ni el coma! en el de la cabina. Dudó unos instantes, como si fuera a ignorar la pre-
que se convertía el pavimento por las tardes. Para evitar tate- gunta, pero al final bajó a tierra de nuevo y se volvió hacia el
marse los pies, bajó del asfalto y buscó pisar sobre la yerba al Chato. Sus ojos brillaban divertidos y la boca se le onduló en una
lado de la carretera. Mas era una yerba amarilla, reseca, nudo- mueca que intentaba ser sonrisa. Respondió con otra pregunta:
sa, que también lastimaba. Se detuvo, tomó dos tragos de la bo- -¿Qué rumbo llevas tú?
tella que había llenado de agua en la gasolinera y recorrió con la - Yo, ninguno. Pero si me diera un aventón a Laredo esta-
vista ambos lados del camino. Desde que descendió del tráiler y ría a toda madre.
echó a andar no había pasado ningún vehículo que llevara su di- -No te llevo hasta allá, pero te acerco bastante.
rección. Sólo una camioneta y un autobús de pasajeros se cruza- -Órale pues.
ron con él, pero rumbo al sur, hacia Monterrey o México o más Ni siquiera se le ocurrió preguntar hasta dónde, nomás co-
allá. Ni siquiera un poco de aire. Después de lamentarse, bebió rrió al rincón junto del baño donde arrumbaba sus cosas dentro
otro trago de agua y levantó la vista. No vislumbró más que un de un morral, se las colgó al hombro y subió a la cabina.
cielo vacío, cuyo centro estaba ocupado por la gran bola de fue- -¿Ese es todo tu equipaje? -el chofer estudiaba el bulto es-

r- go empeñada en rostizarlo. Ni una nube. Se limpió el sudor de


la cara y algunas gotas alcanzaron a resbalar de la mano hacia el
antebrazo antes de evaporarse. Ni hablar. Hay que seguir. Rea-
cuálido y grasoso.
-Sincho, vámonos.
Antes de arrancar, el trailero hizo un gesto de repulsión. Vol-
nudó la marcha. teó hacia el Chato como para comprobar de dónde procedía el
Le había caído bien el trailero. Tras dejarlo embarrar de ja- olor que lo había agredido. Luego la burla se entrelazó con el dis-
bón los vidrios de la cabina y darle unas monedas, le pidió que gusto desfigurándole el rostro. Exclamó:
fuera por lanches y sodas mientras él revisaba la presión de las -¡Cabrón! ¡Cómo jedes! ¿Hace cuánto no te bañas?
llantas. El Chato obedeció: la propina había sido bastante gene- -No sé ... Si quiere, me bajo.
rosa. Cuando realizó el mandado, aquel hombre le dijo que aga- -No. Déjalo. Ya ni modo. Al rato me acostumbro.
rrara una cocacola y, abriendo la bolsa de papel, además le La expresión del hombre de la carretera lo orilló a pensar en
regaló una margarita rellena de jamón y aguacate. Entonces el sí mismo después de semanas de no hacerlo. No sabía que olie-
Chato lo miró con interés: de apariencia hosca a primera vista, ra tan fuerte: entre los camaradas del basurero los humores cor-
más bien se trataba de un tipo bonachón que había quemado casi perales pasaban desapercibidos y, después, en la calle, en los
toda su vida en la carretera. Debía tener alrededor de cincuenta cruceros, con el tráfico de Monterrey, el calor y los contaminan-
años; moreno, con la piel curtida por el constante roce del aire tes, nadie había tenido oportunidad de quejarse. Y si así apesta-
y el polvo en el camino, con una barriga inflada que lo acusaba ba, ¿cuál sería su aspecto? Revisó sus uñas largas, rotas, rellenas
de ser cervecero consuetudinario, los ojos cansados y la risa di- con una pasta chiclosa confeccionada con grasa, tierra, cocham-
fícil. Antes de que el chofer abordara su unidad, el Chato ya se bre, sudor y cientos de ingredientes más. Su ropa, llena de ras-
sentía confiado para interrogarlo: gaduras y agujeros, se mantenía unida de milagro. Lo mismo los
-¡Oiga, mi jefe! ¿Qué rumbo lleva? tenis. A falta de valor para echarse un vistazo en el espejo situa-

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do junto a la ventana, imaginó su rostro: la barba irregular de cer que traes el cuero lleno de marcas y, en lo que se refiere a
cerdas tiesas, revueltas en una maraña nudosa, los dientes cubier- los parches, te andan haciendo falta algunos para remendar tus
tos de lama, los ojos hundidos, las ojeras azules, las cicatrices. trapos, ¿no crees?
Doy asco; asco y miedo. Sondó y por un impulso automático alzó -No, pos sí -el Chato optó por guardar silencio el resto del
los hombros: a él no le molestaba. Su anfitrión en el tráiler, en trayecto.
cambio, debía ser un tipo o muy valiente o uno de ésos urgidos Mientras metro a metro devoraba la carretera, contemplan-
de compañía, de una oreja resignada a escuchar las aventuras del do aquel paisaje desértico, siempre el mismo y a la vez cambian-
camino. Abrió laboca del morral y vio sus cosas: un bote de plás- te debido a los rayos del sol que parecían evaporarlo, el Chato
tico con agua, la mitad de un cuartito de aguardiente de caña, se preguntaba por qué no se largó de la ciudad antes. Algo en
una cajetilla abierta de Delicados, unos tacos envueltos en papel Monterrey lo mantenía atrapado igual que una mosca sobre su-
estraza, un picahielo, algunas monedas y un par de billetes arru- perficie pegajosa, en esa agonía perpetua que se manifestaba en
gados. Estaba todo lo que necesitaba en la vida. Sonrió de con- una constante urgencia de huir, pero que al mismo tiempo lo in-
tento y sacó la cajetilla para ofrecerle un cigarro al chofer. movilizaba. Pura desidia, pura apatía. Lo distrajo la sombrad
-¿Quieres? Nomás que no traigo cerillos. un aura que volaba en círculos en las alturas. Sacó un cigarro,
-Yo tengo. Me llamo Arturo, y me dicen el Negro. al recordar que no traía cerillos volvió a meterlo en la cajet
-Un gustazo, Negro -le estrechó la mano-. Me dicen el lla. Un tráiler proveniente de la frontera pasó a toda velocidad,
~ Chato. y él dio media vuelta para contemplar cómo se perdía cuesta aba-
-¿Y te llamas ... ? jo. En ese instante se dio cuenta cabal de que caminaba de subi-
-Sin apelativo. da, hacía el punto más alto de la sierra. Con razón. Desde un
-¿Cómo? Algún nombre has de tener. rato antes percibía un traqueteo en las rodillas, las mordidas del
-Ya ves que no -se sentía dicharachero, de inmejorable hu- cansancio en la parte posterior de los muslos, mas continuó an-
mor-. Además, ¿pa qué sirven los pinches nombres? Nomás pa dando.
marcarte y que otros digan: Ah, simón, este güey es hijo de tal Se fue del basurero cuando el resquemor por el abandono de
y tal, y su vida ha sido así y asá, así es fácil tenerlo bien clacha- la Muda se le transformó en cólera, en ganas de arremeter a ca-
do, ¿no?, si le dices esto te va a contestar aquello, ya sabemos bronazos contra quienes habían sido sus camaradas. Contra
cómo reacciona, qué piensa, cuál es su onda. ¿Qué no? Nomás Efraín, que no lo dejaba en paz en ningún momento. Además, la
pa eso sirven. Son igualitos que las marcas de las vacas. Si te los Maga había desplegado en su contra una sorda guerra de mur-
ponen, ya no se quitan. A mí no me cuadran las marcas en el pe- mullos encaminados a perjudicar el aprecio que hacia él sentían
llejo; ni siquiera los tatuajes. Prefiero los parches. Si te aburren, los pepenadores. Pronto los chismes acerca de la desaparición del
nomás los cambias y ya está, ¿no? Moncho cundieron y no le cupo duda de quién los había inicia-
-Adió ... do. Al Chato no le preocupaban los dimes y diretes entre los ha-
-Sincho, Negro. Así es la cosa. bitantes fijos del tiradero, sabía que su discreción era inviolable;
-Ni hablar, mi Chato, me dejaste callado -el Negro echó sin embargo, los húngaros, los teporochos trotacalles y los men-
una mirada a su copiloto-. Aunque, la neta, tienes que recono- digos que aparecían por ahí de vez en vez ya comentaban lo su-

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f
cedido con esa mezcla de exageración y fantasía con que las no- que le dieron por el acero!, y no lo roló el pinche estriñido, sin-
ticias morbosas se convierten en leyenda, añadiéndole cada uno 't. cho, pinche Moncho ni siquiera nos lo roló, debió ber compar-
de su cosecha. Muy pronto alguna de las distintas versiones lle- ~:
tido la feria, ¿no?, chance y alcanzaba pa que tragáramos todos
garía a los oídos peligrosos de la ley o de la prensa y entonces ~ y nos pusiéramos bien pedos, ¡qué ojete!, sí, qué bueno que se
~
volvería el acoso de las patrullas y las torretas girarían de nue- r,;
lo chingaron, por codo, ojalá le haiga hecho daño, ¡ya!, [yastu-
vo tras sus pasos. Aun así el Chato no se decidía a partir, y no
lo hizo sino hasta que una noche, durante los cuchicheos que se
í vo !, ¡eso ya pasól, la Maga acalló las quejas retomando el tema
que le interesaba, ¡lo que les staba diciendo es que lo mataronl,
llevaban a cabo en círculo en tanto el pomo de alcohol cambia-
ba de manos, creyéndolo dormido, la Maga mencionó que la del
Moncho no era la primera ausencia misteriosa.
'
;tf!""'
.:.
~,

¡,;¿
se lo torcieron aquí, en el basurero, ¡pos se lo merecía el ojete!,
dijo la voz ronca ya casi apagada, ¡no!, ¡no al Mancho sino al
güero}, ¡al Cucarachol , ¡ah!, pus ha deber sido el Mancho pa
quedarse con el costal, opinó el Profe, y aluego, terció el Calo-
No, el Moncho no jue el primero, de unos días pacá tan pa- :;;
',t
sando cosas raras, ¿no creen?, ¿ah, cabrón}, ¿y por qué dices eso?, ·?¡·
''t¡ te, el fantasma del Cucaracha ese volvió del otro barrio pa ven-
¿se acuerdan del güero ese que llegó hace como un mes o dos y garse del pinche Moncho, ¡nel, cabronesl, ¡no se vayan por ail ,
traiba un costal con puros pedazos quesque de acero inoxidable?, ¡yastán bien pedos}, insistía la Maga, el Moncho nomás se agan-
simón, simón, recordó el Calote, el bato que juraba que con eso dalló el acero inoxidable que ya no tenía dueño porque al Cuca-

r siba cer rico, ¿cómo se llamaba?, nunca lo dijo, intervino el Pro-


fe, yo no sé de quén hablan, reclamó una voz ronca y aguarden-
tosa, ¿no le decían el Cucaracho", no, así no, ¡cómo chingaos
racha lo mató otro, ¡el Moncho no era asesino], ya, pinche
Maga, dijo Efraín, tú lo defiendes porque el bato te traiba ganas
pero igual era un ojete, ¡no!, ¡el Moncho no mató al güerol , la
no!, ¡sí, güeyl , así le puso el Cacarizo quesque por lo güero y Maga se desesperaba, ¡ni al güero ni a naidenl, ¿tons?, el Calo-
~ te casi no podía hablar ya, ¿quén jue?, no sé, no sé, la Maga llo-
pa que tuviera un apodo pior quel suyo, ¡ah, neta!, ¡ése que le
gustaba que lo vieran miar y le daba vueltas al pito haciendo me- riqueaba histérica, ¡nomás me lo imagino!, ¡y ustedes deberían
ditas en el aire con la chis!, simón, ése mero, bueno, y ése qué, imaginárselo tamién!, a mí me vale madres, concluyó el Profe
preguntó la voz pastosa, pos que segurito tamién le dieron eran, tumbándose de espaldas, ¡ya mató a dos y va a seguir matando},
¡nel, pinche Magal, ¡no inventes}, protestó Efraín, ese güey se se lo merecían por ojetes, dijo Ja voz ronca entre sueños, ¡no pue-
largó nomás, ¿quén se luiba a escabechar y por qué?, pinche Maga den dejarlo así!, ¡tienen que hacer algo!, ¡ya cállate, Magal, or-
tan argüendera, dijo el Profe, si ese bato era retecallado, no daba denó Efraín, ¿qué no ves que naiden te hace caso?
motivos, pos por lo que haiga sido, aseguró la Maga, de aquí no- A partir de esa noche algunos de los pepenadores veían al Cha-
más no salió, ¿tas segura?, preguntó el Calote, tan segura como to con cierto recelo, le hablaban sólo lo necesario, fingían ocu-
que dejó su costal con el acero, el que lo iba a sacar de pobre, paciones para sacarle la vuelta. El odio de la Maga lo perseguía.
¿qué no?. [ah, chingá!, ¿a poco?, sincho, y si no me eren, güe- Las ansias de desquite se le desbordaban a la mujer cuando cla-
yes, pregúntenle al Cacarizo, él vio cómo el Moncho lo llevó a vaba en él los ojos enrojecidos por el aguardiente, cuando Efraín
vender, ¿qué pues, Cacarizo?, preguntó el Profe, no miacuerdo, la mandaba a convidarle un taco, cuando todos bebían en silen-
¡no te hagas, cabrón!, y ustedes, ¿no se fijaron que un día el Mon- cio al caer la tarde. No intentaba ocultar su inquina, al contra-
cho traiba harta tequila?, ¿con qué eren que la compró?, ¡con lo rio, hacía lo posible para que el Chato se diera cuenta de ella,

182 1X l
por eso permanecía cerca de él, unos pasos detrás de Efraín, siem- concluyó que Efraín no era un hombre débil, sino un cobarde no-
pre vigilante. más; y que sus alardes de valentía brotaban cuando confiaba en
Si no me largo, seguro la vieja esa lograba que los demás me que el Chato estaba tras él, listo para acudir en su ayuda en caso
partieran la madre. O me la partía ella. El Chato buscaba en lo de verdadero peligro. Algo semejante a un perro guardián, de

r alto el aura que ya se había ido a volar en otros vientos. Y todo


porque me chingué al Moncho para darle gusto a Efraín. Como
ésos que sólo se lucen en la presencia del amo. Pero hay que es-
tar al tiro. Cualquier día se rebelan contra uno.
una rueda de cobre, el sol acarreaba la tarde en su descenso por El claxonazo largo y agudo casi lo hizo saltar. Sin darse cuen-
encima de las montañas, dorando las rocas, rebotando en la cin- ta se había subido a la cinta asfáltica y caminaba por los carri-
ta asfáltica para enseguida lamer la piel del Chato en una caricia les. Apenas tuvo tiempo de alcanzar el acotamiento en tanto le
tosca, candente. Sacó la botella de agua y bebió, conteniendo la mentaba la madre al auto que pasó a toda velocidad. El conduc-


tentación de vaciar el resto sobre su cara. Pinche Maga. Tanto tor pitó de nuevo, contestando ahora la mentada y el Chato, en-
odio por librarla de ese cabrón. ¿Sería nada más por eso? ¿O tam- colerizado, ensayó ademanes insultantes con el fin de que el
bién por el primer muertito? Ese Cucaracho que ni amigos tenía, automovilista los viera por el espejo retrovisor. Los aspavientos
y del que nadie se acordaba. Ni él mismo. ¿Por qué lo maté? Hizo continuaron hasta que el auto se fue achicando en la distancia y
un breve esfuerzo por recordarlo, mas ni siquiera era capaz de desapareció. Él quedó en el centro de un silencio inacabable, un

r ubicar el rostro, el cuerpo o el sonido de su voz en la memoria.


La pereza mental se tornó invencible, así que se aferró a un re-
cuerdo nítido, cercano: Efraín.
Al hallarse libre de la sombra del Moncho, se convirtió al
mismo tiempo en un lacayo del Chato y en un capataz de su mu-
rumor blando que reverberaba al sol, como el que surgía de la
garganta de la Muda.
Tras su partida, la extrañó como nunca antes había extraña-
do. Por las noches despertaba creyendo percibir el roce de su res-
piración y al abrir los ojos veía entre las sombras su mirada húmeda
jer. Si el Chato dormía, callaba a quien se atreviera a hablar fuer- y tranquila. Mas a su lado no había nadie. Entonces el Chato sen-
te o a producir cualquier tipo de ruido. Varias veces cacheteó a tía que las venas del cuello se le hinchaban al punto de la asfixia
la Maga por estallar en carcajadas o en llanto. Incluso en una oca- y pasaba horas recordando los rasgos de la mujer, la alegría que
sión se trenzó a golpes con un par de pordioseros que, bastante le provocaba el simple hecho de tenerla junto a él, la risa silen-
'!" . borrachos, se habían puesto a berrear una canción ranchera. El ciosa que emanaba de sus labios por cualquier motivo. Durante
alboroto de la pelea despertó al Chato. Efraín, hecho una fiera, muchos días ella también lo había acompañado, como después
con sangre chorreándole del rostro a causa de los puñetazos re- Efraín, pero sus atenciones estaban exentas de servilismo, de la
cibidos, no se cansó de apalear a los mendigos sino hasta que sa- abyección del otro. La Muda se hallaba a gusto en compañía del
lieron huyendo por el callejón. Luego volvió orgulloso, sonriente, Chato, simpatizaba con su manera de andar por la vida. No que-
a donde estaba el Chato como si esperara recibir unas palmadas ría su protección, aunque contara con ella. Había entre ambos
en la espalda a manera de recompensa. Después de verlo en ese un toma y daca equivalente y agradable. Ella atendió sus heridas
lance, el Chato no comprendía por qué Efraín no enfrentó al Mon- cuando llegó; él hacía lo posible por conseguirle alimento. Ella
cho. Sabía pegar, y pegar duro; además, aguantaba los tranca- le procuraba el trago; él no permitía que la molestaran. Muchas
zos. ¿Entonces? Lo meditó por espacio de varios días y, al final, veces ella velaba su sueño por las noches y él buscaba la forma

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de mantenerla contenta durante el día. Una relación entrañable. zó a atar cabos: el buen humor de la Muda se extinguía en cuan-
El Chato lo pensó y una chispa en el fondo del cerebro iluminó to llegaban los pepenadores a quienes los demás apodaban hún-
la imagen del primer muerto en el basurero proyectándola en su garos y su boca sólo volvía a curvarse en una sonrisa cuando
memoria. ¡Por eso lo había matado! ¡Por molestar a la Muda! algunos de ellos se alejaban. ¿Quién la ponía así? Intentó cues-
r"" Seguía sin acordarse de su rostro, ni de su voz, ni de nada que
le perteneciera a ese tal Cucaracha, ahora fiambre. Recordaba
tionarla y la Muda no comprendió o se hizo la que no entendía;
nunca logró sacarle una sola seña clara. Entonces, sin que ella
los ojos y la expresión de la Muda antes y después de hacerlo, y lo advirtiera, se dispuso a vigilar sus reacciones. Sí, tenía razón:
eso era suficiente. su mujer se transformaba con la aparición de los húngaros y los
La fatiga comenzaba a vencerlo cuando arribó a un puente. mendigos eventuales en el basurero. El Chato dejó de beber por
Se sentó. Bebió más agua y contempló el precipicio. Abajo, en dos días, alegando dolor de estómago, con el fin de estar lúcido.

- el vértice del barranco, un auto convertido en chatarra termina-


ba de pudrirse al sol. Debían ser cincuenta metros de caída, y el
Chato se preguntó si alguien habría bajado a rescatar el cuerpo
del conductor. Supuso que no, e imaginó tras el volante un es-
1ueleto blanquísimo, despellejado primero por los zopilotes, ru-
No, no se trataba de todos los húngaros ni de los pordioseros,
sino de uno cuya mirada era más ladeada que la de los demás.
Nadie sabía de dónde había venido, ni los que llegaron con él.
Como no mencionó su nombre, los pepenadores le acomodaron
varios apodos. Ninguno prosperó. Un día el Cacarizo dijo que

r nido por los coyotes y pulido por los gusanos. Igual que el
Moncho y el otro cristiano. Nomás que de ellos se encargaron
las ratas. Alzó la vista y el resplandor del sol, negrísimo, le tras-
pasó los ojos. Apretó los párpados, pero por varios segundos el
un güero pecoso y sucio no podía responder a otro nombre sino
al de Cucaracho. Así lo llamaron, aunque él no se daba por en-
terado. Al Chato no le gustaban sus ojos de mirar oblicuo. Y des-
pués de constatar que él era el causantede la inquietudde la Muda,
interior de su cabeza se agitó en ondas de un azul inflamado que lo sentenció.
vibraban y roncaban como llamaradas en hoguera. Todavía fal- Una tarde, cuando la botella inició la ronda de boca en boca,
taban horas para el anochecer. En la oscuridad sería casi impo- el Chato simuló que bebía con sus camaradas pero se mantuvo
sible que algún trailero lo levantara y, sin embargo, deseaba que sobrio, probando apenas el alcohol rebajado con refresco y fu-
el sol se largara ya al otro lado del mundo. Le quedaba medio mando un cigarro tras otro sin hablar. Algunos bebedores per-
'W'l . bote de agua y quizá no fuera capaz de seguirlo racionando. Si dieron rápido la conciencia. Daban dos o tres pasos tambaleantes
por lo menos tuviera un cerillo ... y se derrumbaban en un rincón a roncar, o nomás se acurruca-
En realidad aquel hombre ni siquiera había molestado a la ban en su lugar para no moverse hasta el otro día. El Chato fin-
Muda. Pero era obvio que la incomodaba. Su mirada se ensom- gía atención a las frases incoherentes de los habladores que
brecía si el tipo se hacía presente junto con los otros pepenado- seguían resistiendo y atisbaba de reojo al intruso. No le agrada-
res a compartir la botella. Lucía nerviosa, torpe, derramaba el ba el tipo, era cierto. Tampoco le caía mal. Adormilada, la Muda
alcohol al beber; o se entregaba a la ausencia en tanto el cigarro se le recargó en las piernas y al poco rato se hundió en un sue-
se le consumía entre los dedos, hasta que la brasa le quemaba la ño lleno de gemidos y temblores. Entonces la ira prendió en el
piel obligándola a abanicar la mano con violencia. El Chato no Chato. Si su mujer sufría en sueños, se debía a la presencia del
lo notó al principio; sin embargo, con el paso de los días comen- maldito Cucaracho.Tenía la obligaciónde liberarla de él. Lo miró.

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El otro continuaba bebiendo. Se había parado varias veces a ori- derecho en la garganta mientras con el izquierdo hacía presión y
nar en el basurero, y al terminar daba media vuelta mientras se se mantuvo firme, soportando los esfuerzos del otro por zafar-
sacudía el miembro como si lo ofreciera, no a las mujeres, sino se. Escuchó el campanilleo del acero al caer el costal. Después,
a la noche o a la basura. Varios de los pepenadores reían con el quejido entrecortado de su víctima que se confundía con sus
-.:ml'
aquel espectáculo y lo animaban a prolongarlo. El Chato no. Mas propia respiración. El siguiente sonido, un crujido bofo de caña
tampoco le molestaba la presunción. Lo único que no soportaba triturada, ablandó el cuerpo del Cucaracha y lo hizo caer de ro-
era ver a la Muda intranquila. dillas. No me vayas a salpicar, hijo de la chingada, fue lo único
Los últimos bebedores fueron rindiéndose uno tras otro y, ya que pensó el Chato al recordar que la verga del otro todavía col-
casi agotado el alcohol, el Cucaracha volvió a ponerse de pie. gaba fuera de sus harapos. Continuó apretando aquel pescuezo
Parecía buscar un sitio dónde dormir. Trazó varios semicírculos durante un 'rato, y sólo aflojó al advertir que tronaba otra serie

- en su camino a causa de la borrachera y el costal a su espalda


tintineaba a cada tambaleo. El Chato lo siguió con la vista. Es-
peraba que se retirara a un rincón, pero el hombre subió al ba-
surero y su silueta comenzó a desdibujarse en la oscuridad. El
bulto se asemejaba en ella a una joroba y de pronto oscilaba a
de huesos. Lo soltó y el cadáver se vino abajo junto a su costal
de acero inoxidable. El Chato miró de nuevo hacia arriba. Aho-
ra una luna minúscula parecía un uñazo ensartado en el negro ros-
tro del cielo. Faltaban horas para que amaneciera. Había tiempo
de sobra. Arrastró el cuerpo a donde el basurero colindaba con
r manera de badajo. Aquí es donde. Con mucho cuidado, el Cha- la barda del mercado de abastos pero, antes de ocultarlo, lo pen-
to apartó de sus piernas la cabeza de la Muda para acomodarla só mejor y decidió regresar junto a los demás. Tiene que quedar
en el suelo, encima de un cartón. Comprobó que no se había des- muy hondo, se decía. Pa que las ratas lo dejen en los puros hue-
pertado, le acarició el pelo con suavidad y se incorporó. Tuvo sitos al cabrón. Salió del basurero y fue a sentarse a un lado de
que realizar un par de sentadillas pues a través de los músculos la Muda. Le tocó las mejillas con ternura en tanto tarareaba en
de las piernas, dormidas a causa de la inmovilidad, le corría un voz baja una canción.
cosquilleo difícil de soportar. Sin saber por qué, murmuró un Voy -¿Pos ónde andabas, Chato? -la voz de Efraín se arrastra-
a miar, dirigido a los cuerpos inertes de los pepenadores, y ca- ba, soñolienta.
minó sobre las huellas del otro abriendo un hueco entre las som- Él sonrió. Miró a su alrededor con el fin de asegurarse de
~ bras. Al escalar el colchón de basura se desorientó. Levantó los que los demás dormían la borrachera.
ojos al cielo. No había luna, ni estrellas. La noche cerrada no le -Ssht. No hagas ruido. Orita te platico. ¿Ya no hay trago?
permitía ver más allá de dos o tres metros. Avanzó a ciegas, ten- Un torton ascendía la pendiente con serias dificultades enme-
taleando el suelo movedizo a cada paso con la suela de sus tenis, dio de un pedorreo sostenido. Los buches de humo que brotaban
hasta que un chisporroteo líquido le indicó la ruta. Se acercó con de su chimenea ensuciaban el azul del cielo e impregnaban todo
sigilo, y se detuvo cuando sus ojos aislaron en la negrura la si- alrededor con un tufo de aceite requemado. Al llegar al puente
lueta del Cucaracha. Ensimismado, con el cerebro chapoteando debería aminorar aun más la marcha. El Chato lo miró al prin-
~~ en un charco de alcohol, el tipo canturreaba una cumbia al tiem- cipio con indiferencia, pero enseguida las ansias por estar en La-
po que agitaba su miembro al aire igual que una batuta. No lo redo lo despabilaron y con un poco de esfuerzo se dijo: En éste
había oído venir. El Chato saltó sobre él, le apalancó el brazo me voy. Se puso de pie. Sus rodillas crujieron y un calambre fu-

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gaz le recorrió los muslos. El poco caso que hizo a sus achaques chi rata anda por ai, hasta parecen conejos las cabronas. ¡Mira!
se tradujo en una mueca que el Chato borró del rostro al exten- ¿No te dije? [Ya se lo stán comiendo!
der el brazo con el puño cerrado levantando el pulgar. El con- En la penumbra la imagen resultaba aun más grotesca: cua-
ductor lo divisó algunos metros antes de subir al puente. Negó tro o cinco bultos negros, enormes, se paseaban por encima del
,,, ..•. ·"' cadáver. Iban de aquí para allá y de pronto se inmovilizaban, tem
para sí con la cabeza y refugió su mirada en el asfalto.
-¡Dame un aventón! [Voy aquí a Laredo, campa! blando, haciendo un esfuerzo por extraer algo atorado entre l<
No obtuvo respuesta. Las explosiones continuas del mofleen- piel. El Chato arremetió a patadas contra ellas y los agudos chi-
sordecían cualquier sonido. El chofer ni siquiera volteó a verlo. llidos cortaron el aire. Otras ratas, a lo lejos, respondían al lla-
La caja cruzó frente al Chato con una temblorina de vejestorio, mado de sus congéneres. Efraín estaba aterrorizado.

,,., muy despacio, pero sin variar la velocidad. Entonces trató de co-
rrer, y sus piernas se negaron a hacer otra cosa que dar unos pa-
sos cortos. No seas ojete, güey, párate, dijo para sus adentros
-¡Óilasi [Van a venir todas! [Nos van a tragar vivos!
- Empieza a escarbar. ¡Y cállate de una vez!
No fue fácil, pero después de cavar casi una hora llegaron a
,, mientras escuchaba rugir el motor. Las cornetas clamaron una donde los desperdicios se apretaban en una sola capa pantanosa,
rez y el torton se alejó con una lentitud desquiciante. El Chato una suerte de composta, y ahí echaron el cuerpo. En menos de
~urmuró una maldición y siguió caminando porque necesitaba un minuto un par de ratas estaba de nuevo sobre él. Otra hincó
~esentumir las piernas, avanzar un poco, unos kilómetros, lle- sus dientes en el tobillo de Efraín, que corrió gritando en busca
r\ jar a un paradero o a un restaurant o a una simple caseta o a la
siguiente gasolinera si esperaba que alguien lo recogiera. Al fin
de suelo firme. El Chato entonces utilizó sus dos manos para de-
rribar basura sobre el cadáver, y también abandonó el lugar an-
y al cabo el sol a esas horas ardía a fuego lento en el poniente tes de que se llenara de roedores. No vio a Efraín hasta el día
como un ascua que no termina de consumirse y el paisaje, bajo siguiente. Él y la Muda lo despertaron muy alegres ofreciéndo-
esa luz rojiza, lucía menos desolado. Además, pronto comenza- le unos huevos crudos que habían conseguido quién sabe dónde.
ría el descenso de la cuesta y la caminata se suavizaría. Desde que inició el descenso de la cuesta los vehículos pasa-
La Muda había cambiado después de aquella noche. Se vol- ban a mayor velocidad. Ni antes de entrar en las curvas la dis-
vió más alegre, confiada; ya no se ponía nerviosa ni la acosaban minuían. Imbéciles. Por eso acaban en el fondo de los barrancos.
'!'l. las pesadillas. Al mirar al Chato, lo hacía con una expresión de Ahora los que subían a duras penas eran los camiones proceden-
ternura. Al hallarse cerca de él, lo tocaba con cierta audacia, per- tes de Laredo. Autobuses atestados de chiveras. Trailers con fa-
mitía que sus cuerpos se juntaran y, a veces, hasta se atrevía a yuca, quizá con armas. Cuando terminó de transitar una curva
acariciarlo. Él se preguntó varias ocasiones si se habría dado cuen- de más de un kilómetro de longitud, experimentó una enorme de-
ta de algo. No era probable. La Muda se hallaba dormida cuan- cepción: esperaba divisar en la planicie, a la orilla del camino,
do el Chato fue a enfrentar al otro. A menos que Efraín ... Efraín un pueblo blanco, con paraderos para los automovilistas, fondas,
lo había ayudado a ocultar el cadáver en el monte. Quiso negar- sitios sombreados y agua, mucha agua para beber y remojarse la
se, mas el Chato lo alzó de los cabellos y no tuvo más remedio cabeza, el pecho, las piernas. Un pueblo hospitalario, con supla-
que seguirlo. za llena de bancas y algunos árboles. Mas la ilusión se le trans-
-No, mi Chato, no miagas esto. Tú no has visto cuánta pin- formó en el grito de su sangre incandescente al encontrarse con

190 191
que la carretera se alargaba en una recta infinita: kilómetros de quemante de este sol voy chorreando luz y dejo mi olor de ani-
bajada flanqueada por puro yermo, sin una triste casa, sin un ser mal cansado en el aire del desierto. El calor afina mis oídos. Todo
"''º humano a la vista. Suspiró desfalleciendo. Imaginó que si no lo se oye. El son del viento negro que me ha de caer encima. La
levantaban pasaría el resto de su vida caminando. ¿Sobreviviría? huida escandalosa del poniente. La ebullición de la arena. El cre-
Ya no tardaba en acabársele el agua. La suela de sus tenis pron- pitar de la lumbre en el cielo. Carajo..,.,.,...,,.Qué alucine.
.•.•.......••..,....••....•;,,---~-""
to no sería más que un montón de jirones; las ampollas lo esta- Los vehículos zumbaban a su lado veloces, arrojándole ráfa-
., 1
ban matando. Conservaba algo de comida aún, y cigarros, pero gas de aire que lo hacían tambalearse y luchar por mantener la
sin cerillos. Vio a lo lejos algunos caballos que mordían el ras- vertical. Ni se le ocurría ya estirar el brazo. El Chato descendía
trojo crecido junto al asfalto. ¿Y si entrara a Laredo cabalgan- ahora mucho más rápido, aunque casi no sudaba. ¿Será que me
do? Mas nunca había montado, no sabría cómo hacerlo. Sus sequé? Extrajo del morral el bote de agua. También los tacos.

- piernas se flexionaban por pura inercia, acostumbradas a mover-


se sin descanso. ¿Cuánto llevo caminado? La vida entera.
Un paso. Otro. Otro más. Un trastabilleo. Equilibrio un tan-
to difícil de bajada. Más pasos, zancadas, trancos. Caminaba con
un vacío en la mente para no consumir energías con el pensa-
Los devoró sin detenerse, casi sin respirar, y después aventó el
papel al yermo. Una brisa imperceptible lo arrastró dando tum-
bos sobre la arena hasta ensartarlo en las ramas espinosas de un
chamizo. El aroma a grasa va a atraer a los coyotes. Se empinó
la botella y bebió dos tragos. Apenas terminaba de hacerlo cuan-

~' miento y, sin embargo, la sangre en combustión proyectaba re-


cuerdos siempre idénticos de sus caminatas, todas igual de
agotadoras, cada una interminable. Pobre Chato, fuiste a dar al
basurero después de caminar durante el día y los días anteriores
y quizás hasta las semanas sin rumbo fijo por las calles de la ciu-
do reparó en que el desierto carece de olores. Aquí nada se pu-
dre, ni se empoza, es verdad. Las cosas se resecan o se evaporan,
por eso no huelen. Qué diferencia con aquel cenegal. Allá todo
apesta, hasta los pensamientos. Aquí, en cambio, todo luce cla-
ro, transparente. Una repentina nostalgia por el basurero lo hizo
dad. Lo único que deseabas era un descanso, un sitio dónde comprender que él jamás podría habituarse a un sitio tan limpio.
echarte sin llamar la atención de los demás. Un lugar fresco, con Necesitaba los claroscuros, los hedores, la humedad que se fil-
sombra, como los brazos de la Muda. Y mírate ahora, otra vez tra en los rincones, los colores abigarrados. No, aquí no podría
en chinga, paso tras paso, zancada tras zancada, fatigándote las hacer mi vida. Intentó escupir, pero en lugar de saliva su boca
•••• e
corvas, los chamorros, las plantas de los pies. Así llegaste al río estaba llena de una amalgama reseca que se le había adherido a
unos días atrás, ¿te acuerdas? Al final de una larga caminata con las encías.
la que quisiste olvidarte de los tres mocosos que mataste. Y del Los caballos se hallaban cada vez más cerca. Eran unos ani-
río saliste también moviendo las piernas que ya no dan más, ¿ver- males flacos, viejos, desganados, cuyos costillares resaltaban
dad? Sí. Ya es hora de parar en alguna parte. Como antes. Por- debajo de las pieles como los de los niños hambrientos. Sólo uno,
que debió haber una época en que vivía con calma, un tiempo de que trotaba lejos de la carretera, lucía joven y fuerte, con el pelo
sosiego. No, no lo recuerdo. Sólo puedo recordar mis pies aplas- brillante y el vigor desbordándosele por cada poro. El Chato se

tando el pavimento. Y lo que no existe en la memoria no tiene imaginó montado a pelo en él, en pleno galope, rumbo al norte,
importancia. Soy un hombre en tránsito. Un caminante. No más. y la imagen le agradó. Soltó una carcajada. Otra vez el sol me
No hay remedio para esto. Y mientras avanzo bajo la negrura está haciendo alucinar. Aunque no sería mala idea. No cabalgar,

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sino pegármele a ese caballo. Se ve fuerte. Ha de saber dónde lo. Al verlo, el Chato se preguntó qué clase de olfato poseían esas
hay agua y comida. A lo mejor sus dueños viven en un ranchito aves para percibir tan rápido el olor de la agonía. Ni los perio- ,__l~
,,,··t aquí .cerca. Un tráiler con el claxon abierto lo sacó de sus diva- distas. Sonrió, pero su sonrisa le trajo a la boca el sabor de la
gaciones. Al pasar echó sobre el Chato un violento chorro de aire bilis. No tardarían en llegar los coyotes, los gavilanes. Nada más
que lo impulsó hacia atrás, mas no lo tumbó. Detrás del prime- apetecible que la carroña. Y recordó las ratas sobre el cadáver.
ro venía otro, y luego otro y otro. Un convoy completo a velo- El corcel no había muerto. Su carne se cimbraba como si in-
" 1 cidad de flecha, con las cornetas clamando de manera histérica tentara reacomodarse después del impacto. El Chato fue aproxi-
enmedio de los gruñidos y resoplidos de los motores. El Cha- mándose y en los arbustos resecos donde los otros caballos
to se sobresaltó y un presentimiento lo hizo girar el rostro hacia comían halló grandes plastas de estiércol fresco. ¿Se habrán zu-
los caballos. En tanto los viejos se alejaban del camino, el cor- rrado al ver la muerte del penco joven? Ciertos animales reac-

- cel joven y brioso relinchó recogiendo el desafío, se irguió so-


bre sus patas traseras y enseguida arrancó a todo galope. No,
detente. Párense, ¿qué no lo ven? Pero el caballo ya entraba a la
carretera.
Uno de los últimos integrantes del convoy lo golpeó. El rui-
cionan así. Los borregos lloran al oler la sangre de uno de ellos.
¿Y los caballos? ¿Por qué no? Divisó al animal agonizante del
otro lado de la cinta de asfalto y cruzó, ajustando sus pisadas al
rastro de orina, mierda, pellejo y pedazos de carne sanguinolen-
ta. Sin duda era el olor de esos despojos el que atraía a los zopi-
do seco fue sofocado por los motores y los cláxones, y el Chato lotes. Conforme se acercaba, notó que una respiración
presenció entonces, incrédulo, una escena extraña: el corcel gi- espasmódica torturaba el cuerpo destrozado. La pestilencia se in-
r raba igual que un trompo al que se le acaba el impulso, primero tensificaba. ¿Esto es la muerte? ¿Volcar lo de adentro al exterior t;fl''r

sobre sus patas traseras, enseguida sobre sus nalgas, por espa- y esparcir olores nauseabundos? Como nunca en el día, deseó te-
cio de dos o tres segundos, lo que tardaron sus evoluciones en ner a la mano unos cerillos para ahuyentar aquellos efluvios con
llevarlo hasta el terraplén. Ahí cayó sobre uno de sus costados el humo del tabaco. Sus muertos no olían así, de eso estaba se-
para rodar hacia el páramo. El tráiler lo había alcanzado en me- guro, o no lo recordaba. Cuando escuchó sus pasos, el animal
dio cuerpo, embistiéndolo en la cabeza y una de las patas delan- relinchó, pero su relincho fue semejante a una risa cascada que
teras. El Chato no comprendía cómo no lo había decapitado. Los le erizó la piel al Chato. Con el estómago convulso a causa del
w vehículos continuaron su marcha y en cuestión de segundos fue- asco y la lástima vio cómo, a pesar de su columna vertebral he-
ron una hilera de destellos metálicos en la lejanía. Los pies del cha polvo, el corcel se empeñaba en incorporarse. Nada más lo-
Chato se movieron con desgano, mas con unos cuantos pasos re- graba mover la cabeza y las patas delanteras: la mitad posterior
cobraron su ritmo habitual. Un engarrotamiento de músculos se de su cuerpo era un fardo inmóvil. El costillar había quedado al
le generaba en la espalda, en el pecho, le oprimía la garganta. aire, en carne viva, y el Chato pudo ver las astillas de las frac-
Deseaba llegar a donde estaba el corcel aunque no podía hacer turas expuestas. Estás más muerto que vivo. Y todavía luchas.
nada por su vida. Mira tus dientes rotos, tu lengua partida en dos. ¿Por qué no aca-
Como si hubieran olfateado un grave peligro, los otros caba- bas de una vez? Es demasiado sufrimiento. Se puso en cuclillas
llos se esfumaron hacia la ladera de una montaña. Pronto acudió junto a la cabeza del animal. Sus miradas se encontraron y al Cha-
el primer zopilote, que ya volaba en círculos muy altos en el cie- to se le vinieron los recuerdos encima. Desde niño había apren-

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dicto a distinguir la última luz en el fondo de unos ojos. Borró Se alejó abatido, cansado por el tumulto de emociones. No
sus recuerdos porque ahora las cosas eran distintas: las enormes pensaba en nada. Al llegar a la orilla de la carretera se dio cuen-
,1"'·
pupilas·del caballo, de un color negro azabache, delataban en su ta de que aún traía el picahielo en la mano. Lo limpió con el mo-
brillo un sufrimiento atroz, muy lejos del alivio que el Chato ha- rral antes de guardarlo. No había caminado ni diez metros cuando
bía advertido en algunos hombres a punto de extinguirse. Lo que una cruz de sombra creciente le avisó el descenso de uno de los
pasa es que no entiendes que estás muriendo. Es absurdo. No hay zopitoles. Volteó hacia el cadáver. No uno, sino dos carroñeros,
motivo para ello. Extendió un brazo y lo tocó. El caballo agitó ya en el suelo, avanzaban hacia el cuerpo dando pequeños saltos
--- la cabeza como si el contacto multiplicara sus dolores. Retiró la
mano llena de sangre. Una sensación de angustia se le encajó en
como si representaran su papel con una mezcla de timidez y flo-
jera. Casi de inmediato bajaron otros dos y aquello se convirtió
el pecho, necesitaba gritar, desahogar su impotencia, su rabia, en una danza de la muerte. Esperó a que el más hambriento se

-
~
su compasión, mas un nudo gordo le obstruía la garganta. So,
bonito. Dándose vuelta, se puso de pie. Respiró profundo hasta
normalizarse. Miró el sol que ya pisaba el suelo en el horizonte
y luego alzó los ojos al cielo, donde varios zopilotes habían lle-
gado con el fin de acompañar al primero en su vuelo circular.
arrimara a picotear las entrañas del caballo y lanzó la primera
piedra con coraje. Falló. Adelantó unos pasos y recogió otra pie-
dra, más grande. La pedrada pegó de lleno en el cuerpo del zo-
pilote, pero lo único que hizo fue aletear con parsimonia para
situarse a unos metros del cadáver y desde ahí reiniciar su trági-

~'
..
No podía dejarlo así. En cuanto se alejara, las aves bajarían
y comenzarían su festín. No les importaría que el caballo no hu-
biera muerto. A los dolores que lo atormentaban se añadirían los
picotazos, los desgarrones en las entrañas. Le sacarían los ojos.
Metió la mano en el morral y extrajo el picahielo. Se lo clavaría
ca danza. Los demás ya se cebaban en el vientre del corcel. Y
otros seguían bajando. No levantarían el vuelo de nuevo ni aun-
que el Chato les cayera a garrotazos. Cualquier esfuerzo resul-
taría inútil. Comenzó a andar y cruzó la carretera.
Si no llego pronto a un lugar habitado, o si no me levanta al-
en la nuca. Así había visto hacer en las corridas de toros. Em- guien, voy a ser la próxima comida de esos pinches pájaros. O
puñó el arma y giró, pero el animal estaba inmóvil, con la cabe- de los coyotes. La noche no tardaría en cerrarse y el yermo se
za en el suelo, la lengua de fuera como si lamiera la tierra. iba llenando de ruidos y de sombras. Graznidos, cascabeleos, sil-
Revisó el cuerpo: los espasmos habían cesado. Volvió a mirar bidos, ulular de lechuzas. Los chaparros, los chamizos, las pe-
'!"' en dirección del cielo y esta vez los pajarracos le parecieron mul- ñas y los sahuarosdaban a las lomasel aspectode espinazosfoscos.
titud. Palpó la cabeza inerte con el pie. Iba a retirarse mas pen- Por momentos el Chato tenía la sensación de ser observado. Los
só que quizá se trataba de un desmayo. ¿Y si despertara mientras pies le dolían al punto de las lágrimas. Algunas ampollas reven-
lo estuvieran devorando? Recordó su propio despertar, hacía tadas escurrían sanguaza y otras apenas se formaban en sus ta-
muchos días allá en el basurero, con la rata husmeando sus he- lones. No iba a aguantar mucho. Quizá su destino era acabar en
~,,.. ridas, y reconoció en su cuerpo el pánico sentido. Entonces, sin aquel páramo, a mitad de la carretera, sin llegar a Laredo. Con-
perder tiempo, se agachó y de un solo golpe hundió en el cráneo sideró la idea de detenerse y juntar ramas para encender una fo-
'~
el picahielo hasta la empuñadura. Lo sacó, y, para estar seguro, gata y pasar la noche por ahí, mas recordó la carencia de cerillos.
lo clavó otras dos veces. Ninguno de los golpes hizo que el ani- Ni modo, no queda otra que seguir.
mal se moviera: estaba bien muerto. Había emprendido el viaje con la intención de cruzar la fron-

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tera en la primera oportunidad. A nado, si fuera preciso. Des- -Puta, pareces muerto, carnal. No me digas que te la aven-
pués, tomaría la ruta hacia el interior de los Estados Unidos, o taste a pincel desde donde te dejé hasta acá.
~· más lejos, Canadá o Alaska. Había oído hablar de los barcos que -¿Tú qué crees?
se dedicaban a la pesca del cangrejo. Incluso estaría dispuesto a -Nombre, cabrón, si he sabido que nadie te iba a dar un aven-
vivir de la caza en cualquier bosque. Lo importante es moverse, tón mejor te pido que me esperes en el tráiler.
irse lejos. No estancarse en un solo sitio. Pero primero la fron- -Ya ni modo.
•....... tera. Trabajaría en lo que pudiera nomás para recibir algo de di- -Has de venir madreadísimo. Duérmete.
nero. Se compraría ropa, ya estaba harto de los pants y de la El Chato cerró los ojos. El ardor de pies, los dolores de los
.ti"''··'
sudadera que en un tiempo lucieron un color definido, de esos músculos, todo su malestar pareció desvanecerse en cuanto apo-
yó la nuca en el respaldo. Se dejó llevar por el vacío de lamen-

-
tenis que sus uñas habían desgarrado y se deshacían en pedazos.
Se daría un baño largo para quitarse de encima tanta mugre. te hasta que sintió que se encontraba muy lejos, pero un deseo
¿Cuánto hacía que no se miraba en un espejo? Se cortaría el pelo, insatisfecho lo trajo de regreso a la realidad. Recorrió la cabina
se rasuraría. Eso si lograba llegar. con la mirada en tanto metía la mano en el morral. Descubrió lo
Cuando los rayos del sol ya sólo amorataban la parte baja del que buscaba en el tablero y le dijo al trailero:
horizonte y el Chato daba pasitos cortos de lisiado avanzando en -Préstame tus cerillos, compadre. Por favor.
cada uno de ellos unos cuantos centímetros, unos fanales lo ilu-

t· minaron por la espalda. No volteó, acostumbrado a que los con-


ductores lo ignoraran. Clavó la mirada en su sombra larguísima,
estampada en el suelo delante de él. Era la distorsión del dibujo
de un hombre que renqueaba, tenía un bulto en uno de los hom-
bros y la cabeza hirsuta, como la de un león viejo. No soy yo.
Ese jorobado cojo no soy yo. El vehículo que lo alumbraba hizo
el cambio de luces una, dos veces. Ni así se volvió a mirarlo.
Escuchaba un motor grande y ruidoso. Un tráiler, reconoció
•... mientras llevaba el bote de agua a sus labios para beber el últi-
mo trago. Conforme se acercaba, el tráiler disminuía la marcha.
El Chato metió la mano en el morral y empuñó el picahielo. A
mí no me chingas. Primero te chingo yo. Volteó cuando ya la
cabina marchaba a vuelta de rueda junto a él.
-¡Ese pinche Chato! [Súbete. güey!
Aunque la cabina tenía la luz encendida todavía tardó unos
""""""'"
segundos en reconocerlo. Se trataba de Arturo, el Negro. Se ha-
bía bañado y cambiadode ropa y estaba lleno de buen humor. Pero
la media sonrisa se le borró de la boca cuando vio subir al Chato.

198 199
,.,.,,

Nueve
~

••• *"

-
Decenas de alfileres helados se le hunden en las costillas, en los
talones, en las plantas de los pies. Da una vuelta. No. Otra vez
no, carajo. Gira de nuevo y ahora es una placa de hielo la que
se adhiere a sus riñones. Intenta despegársela con las uñas, la
frota con las palmas de las manos. Es inútil, jamás podrá quitár-
sela de encima. ¿Estoy dormido aún? Debe estarlo. Ese témpa-
no transparente sobre el cual flota enmedio de un lago silencioso
no es real. Tampoco los ojos acechantes en la orilla, ascuas do-
~ radas entre la niebla, como a la espera de que una corriente lo
arrastre a ellos. Porque el agua se mueve, lo percibe a pesar de
la aparente quietud: empuja debajo del témpano con una suavi-
dad constante que lo hace pensar en algo diferente a la simple
inercia de los elementos. Su cuerpo entumido por el frío es in-
capaz de alterar el rumbo; yace bocarriba a merced de los desig-
nios de otros, de la naturaleza, de lo que dispongan para él las
,, pulsiones del paisaje. Quienes lo vigilan comprenden sus limita-
ciones, por eso entrecierran de emoción los párpados y ensegui-
da los abren de nuevo, concentrando la luz. No hay cielo sobre
su cabeza, ni estrellas, ni nubes, ni pájaros. Sólo un espacio in-
coloro, hondo hasta el infinito, que entrelaza la noche y el día,
los puntos cardinales. El viento está inmóvil, o no existe. No obs-
tante, el trozo de hielo continúa acercándose a la orilla, condu-
....•.•... ciéndolo a donde las pupilas brillantes, agitadas y ansiosas,
aguardan su arribo.
Váyanse. Déjenme en paz. La angustia comienza a hinchar

201
su cuerpo, trepida en huesos y músculos, tensándolos hasta el do· mores de la habitación a oscuras, la vastedad del colchón, el
lor. Se cuela a la cabeza y le nubla la vista. Todo se torna ne.. frío, la ventana que a manera de lienzo muestra la luna escolta-
1
gro. Las venas del cuello y de las manos engordan y burbujean) da por una estrella solitaria sobre un fondo azul marino. Se le
Va a reventar y los desgarrones de su carne se dispersarán en eU revuelven en la cabeza otros despertares de distintas épocas y por
agua; impulsados por la explosión tocarán tierra y entonces esas; varios minutos no logra separar las ideas reales de las alucina-
garras, colmillos, muelas, gargantas y estómagos que aguarda ciones azuzadas por el sueño. ¿Soy yo quien duerme ahora en
agazapados detrás de las ascuas, abandonando el refugio de la, este cuarto o el fugitivo a campo traviesa por el lecho de piedras
niebla, se adelantarán para husmear en ellos el último aroma de'!, de un río seco? No, soy un caminante cansado que por fin halló
.,.,,,,,, su vida. Será su alimento, lo sabe, se lo dice la sensación de im-i un refugio en el presidio al lado de otros caminantes. Carajo,

.-
••
..
potencia que lo convierte en una presa al alcance de las bestial
carnívoras. Aunque también ha comprendido o ha recordado al
fin que se trata tan sólo de una pesadilla, la misma que lo tortu-
ra e intenta devorarlo cuando llega la madrugada y el insomnio]
pugna por hacerse presente: la secuencia de imágenes cuyo de·
miro mi interior y todo es lo mismo y a la vez diferente. ¿Es mío
este pensamiento, o de Bernardo o del Chato o de Genaro o de ~
Ramiro? ¿De quién es esta voz que susurra dentro del cráneo y
me impone pensamientos ajenos? Una carcajada retumba en el
silencio de la habitación y encuentra su timbre extraño. Vuelve
senlace siempre queda en el misterio pero él intuye antes de des-] a reír, intentando reconocerse, y al no conseguirlo calla. Respi-
pertar: un festín salvaje en el cual la sangre; carente de color, se! ra con rapidez, asustado. No soy yo. No. Soy el otro que siem-
asimila al agua y al lodo de la orilla cuando el fulgor de los ojosi pre susurra a mi lado. Casi nunca lo siento. Nomás en ocasiones
vigilantes emerge de la niebla arrastrando tras de sí anatomías\¡ como ésta, cuando decide hacerse presente. Yo soy el que ca·
amorfas que devoran los despojos y terminan por despedazarse! lla, incluso si la ira se inflama dentro de mí, al llegar el hambn
entre ellas. Ha imaginado ese final muchas veces, mas nunca lle· de muerte. Callo y escucho y miro al que me habita. Yo no ten
ga a comprobarlo. Los cambios de decorado para la misma es- go memoria. Él sí. Por eso él seguirá de pie cuando yo haya
cena lo confunden. A veces todo se lleva a cabo en un ámbito muerto ...
desértico, donde el sol es tan bajo e intenso que disuelve la are· Pero no voy a morir. Es sólo un sueño, un mensaje de las
na en un océano de fuego y los ojos, esta vez negros rescoldos sombras. Sí. Y si muriera en el sueño, sería una muerte hueca,
~.s...•..
,...,. de carbonera, lo vigilan desde detrás de sahuaros, chamizos y irreal. Se frota los antebrazos sintiendo cómo las palmas de sus
nopales. En otras ocasiones la escena sucede en las estrías de una manos irradian ondas de calor. No fue nada. La pesadilla de siem-
montaña, cerca de una profunda gruta. O en la selva, o en el mar. pre. ¿Querrá decirme algo? Aún no despierta del todo, mas en-
1.Loque no cambia nunca es su inmovilidad, la mirada atenta de tre las manchas que la somnolencia desparrama en su mente se
,·"":""""' ¡susvigilantes hambrientos, la angustia creciente. Después, como filtra un optimismo pánico. Reconoce que antes del sueño repe-
ahora, algún giro demasiado violento sobre las sábanas lo devuel- tido soñaba otro, agradable, en donde se recuerda feliz, en com-
~e a la realidad en donde escucha sus propios gemidos, su res- pañía de una mujer de piel morena, sonrisa cálida, ojos grandes
piración acelerada, el rechinar tenso de sus dientes y se descubre y húmedos, verdes. A su pesar, jala aire en una larga inhalación,
~ sentado sobre la cama. un suspiro. Se talla los párpados y, tras una danza fugaz de chis-
No puede ser. Apenas me había dormido. Desconoce los ru- pas coloridas, su vista se aclara. En la ventana distingue ahora,

202 203
) . laA \ ', \
\ ~'""' 1 r1~. ',., \ ·ti..) 1

dos palmos debajo de la luna y la estrella solitaria, el dibujo de realidad conozco es a Maricruz. ¿Entonces? ¿Por qué se me
sombras plasmadas al carbón de un enorme gusano, una cordi- mezclan las tres en sueños? Es cierto, han vivido en la misma
llera: la Sierra Madre Oriental. Sí. Es Chipinque. Estoy en el ciudad durante la misma época, pero pertenecen a mundos dis-
hotel. Sin encender luz, reorganiza en la mente la decoración del tintos, de ésos que nunca llegan a rozarse. Maricruz en las altu-
cuarto. Dirige la vista a la mesa de escribir y, aun sin distinguir- ras, sirviendo a los meros meros; Victoria a nivel de cancha, con
la, sabe que encima de ella se encuentran la fotografía ajada de los trabajadores, entre los pobres que quieren dejar de serlo y
Maricruz Escobedo, su cartera con los documentos que lo iden- nomás no pueden; y la Muda en el inframundo, con los del fon-
•• tifican como Ramiro Mendoza Elizondo, la navaja que le com- do, rodeada de los desperdicios de los demás. El único punto de
contacto entre las tres soy yo, aunque ellas no lo sepan.
pró al vendedor de fayuca. Más allá, en la cómoda, debajo de
un altero de ropa, reposa la Lugger calibre 25 que le envió Da- La nicotina empieza a surtir efecto y las ideas fluyen con ma-
mián. Damián... Maricruz ... Ramiro ... Monterrey ... personas yor naturalidad. El humo del tabaco traza arabescos plateados en
y lugares se le aclaran en un relámpago y la presión se le afloja la tiniebla, realiza evoluciones caprichosas y veloces, se enreda
en el pecho. Tras definir su circunstancia actual, se aplica a re- y, al fin, huye hacia la ventana empujado por la corriente de aire
cuperar siquiera algún retazo aislado del sueño anterior a la pe- que se origina en las rejillas junto al techo. Con razón el maldi-
sadilla. Salvo la imagen de esa mujer que, aunque desconocida, to frío. Se me olvidó bajarle al clima. Aparta las sábanas de sus
tiene para él un cierto aire familiar, lo demás se ha desleído en piernas y deja la cama. Localiza al tacto la perilla en la pared y
~ su memoria. Recuerda, recuerda, Ramiro. No te dejes vencer. la gira a la izquierda hasta el tope, luego oprime el botón supe-
Ahí está lo que buscas. Lucha. Pon el cerebro a trabajar. rior. El aparato detiene su siseo, dando paso a una calma densa
Se apoya en el costado y estira la mano hacia el buró donde que apenas interrumpen de vez en vez los crujidos de la cons-
tienta la bocina del teléfono, una lata, el cenicero sucio, la caje- trucción, algún portazo lejano, un eco musical tenue de proce-
tilla. Toma un cigarro y lo enciende, deslumbrándose con el ful- dencia dudosa. Ya libre de la modorra, Ramiro busca en el
gor del fuego, mientras trata de concentrarse en el rostro borroso servibar una lata de cocacola y regresa a la cama. Necesita fun-
que en el subconsciente hace unos momentos se reía con él. Lo dir el tabaco y la cafeína en su sangre: sólo así será capaz de li-
estoy mezclando todo: Maricruz Escobedo, Victoria, la Muda, diar con la condena del insomnio.
¿Por qué, en noches así, la lucidez y la memoria nos aplas- ,....
~ quién sabe cuántas cosas más. ¿Por qué? ¿Qué tienen que ver unas .?¡..
con otras? Ni siquiera estoy seguro de haberlas conocido, de re- tan y, si deveras queremos pensar y recordar, parece que se es- '(.;
..,
3;
cordarlas bien. ¿Cómo eran los ojos de Victoria? Grandes, re- condieran? El insomnio es engañoso, en vez de recuerdos y
'o
dondos, de pestañas rizadas, color café. Eso decía ella y yo lo realidades nos trae invenciones. Este silencio mentido y esta fal-
registré desde el principio. Quizá lo creí de tanto repetírmelo, ta de distractores nos arrojan a los ojos puros embustes disfraza-
como creí o imaginé su figura esbelta, su ternura sin límites, su dos de verdad. ¿Monterrey dormido? Para nada. Finge descansar,
atractivo y ahora dudo de ello después de ver aquella silueta gor- pero en sus cimientos, en sus cloacas, en sus subterráneos se re-
da tras la ventana de su casa. ¿Y la Muda? ¿Poseía esa mirada vuelve más despierto que nunca. Te conozco, pinche ciudad, apa-
tan de bondad que guardo en la memoria? Tal vez sólo fuera la rentas calma y sosiego cuando te agitas por debajo del pavimento,
proyección de mis deseos, de mis carencias. A la única que en detrás de las paredes chillas y das brincos y te hundes, oscure-

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ces a tus habitantes y los encoges en tanto tú te dilatas con el fin somnios, una telaraña de preguntas sin respuesta. Pero como eres
de llegar a todas partes a devorar inocentes y desprevenidos. Es- una mujer inteligente estarás enterada de que quienes saben de
tás llena de maldad, de artificios que te sirven para torcer incau- esto afirman que los sueños no tienen lógica, ni tiempo, ni pers-
tos, hablas en lenguas, modulas cualquier tono, sabes manejar el pectiva, sus secuencias son absurdas y, sin embargo, nunca de-
silencio, desparramas por tus calles lloros, risas, carcajadas y gri- jan de hablarnos de lo que cargamos dentro: miedos, nostalgias,
tos histéricos para infundir miedo o alegría entre quienes pulu- anhelos; hasta de las esperanzas canceladas y los proyectos trun-
lan en ti. Te disfrazas de paraíso, de ámbito de libertad, y a fin cos. ¿Puede haber algo más aterrador que los planes inconclu-
.......-- de cuentas pasas tu vida eterna rumiando el desquite contra quie- sos? Se transforman en fantasmas y nos acosan con su ulular sordo

,.,
nes día a día te machacamos con las suelas de nuestros zapatos ... noche a noche. ¿Recuerdas los tuyos, Maricruz?
'!IJ!l!!lff'
s.
cJ. Sí, la ciudad nos odia por haberla convertido en el monstruo que
es, por eso la falsa calma siempre se llena de murmullos, de ru-
Yo tengo presentes los míos. Si el hombre fuera su deseo o
por lo menos una parte de lo que deseó en el pasado, si pudiera
mores, de chillidos sordos: llanto, rencor, crujir de die~tes. Son realizar su ilusión, yo sería un cineasta, un guionista que inven-
los demonios que hemos engendrado en Monterrey, en México, ta pistoleros famosos, lances heroicos, hombradas, en vez de es-
J en todas partes; hasta en Cocoyoc, donde se pensaría que lasco- tar viviendo dentro de esta película tan mala dirigida por el
sas son de otro modo. Cualquier lugar se atasca de ruido duran- absurdo. O me hubiera gustado ser un vagabundo, con el cielo

;\_~ te el día: voces, estridencias, tableteos, movimientos, cada uno


de ellos fácil de identificar, y en cuanto cae la noche o la madru-
gada sube, el silencio enloquecido de espejismos sonoros, de cre-
por techo y las calles y las carreteras abiertas a mis pasos hasta
el infinito. A lo mejor lo soy de alguna manera, y si yo no, sí lo
es éste que siempre me acompaña. O ser tú, Maricruz: la repre-
pitaciones subterráneas, comienza a hurgar los huecos del mundo, sentación del deseo de cualquiera. Dicen que cada quien envi-
nuestras propias aberturas, aspirando en ellas con el fin de sacar dia, añora poseer lo que ve todos los días. Yo te veo a ti, dama
a la superficie lo que debería permanecer oculto, lo que hemos de hierro, y por eso quiero meterme en tu pellejo. Te miro, te
sepultado a golpe de voluntad y tesón, a golpe de cobardía o de huelo, te palpo, te saboreo. Te hablo a cualquier hora. No im-
indiferencia, ¿no es cierto, Maricruz? porta si no me escuchas. Te sigo hablando y sé quién eres y a
Si no, ¿cómo explicar que en un sueño se construya el ros- través de ti me adueño de la belleza y de la locura. Sin embargo
•••
1 '
tro de una mujer con tus ojos, algunos rasgos de Victoria y la no puedo ser cineasta, ni vagabundo, ni tú. Maricruz. Mis tres
boca sonriente, callada, de aquella pobre muda con quien con- ilusiones resultan imposibles y por eso los sueños que en cierto
viví unas pocas semanas en una suerte de paraíso enmedio de un modo me las recuerdan son terroríficos. La contemplación del
basural? Sólo esas vibraciones malignas que se desprenden del rostro verdadero, del aspecto real de nuestra alma, ése que apa-
~ silencio mentido pueden ser las responsables: la labor de los de- rece ante nuestra mirada mientras dormimos, es el suplicio más
monios que penetran nuestro inconsciente, ¿o no? ¿De qué otro grande. ¿O no, Maricruz Escobedo? En esto te llevo ventaja: ya
sitio pueden venir las pesadillas, los ahogos nocturnos, la deses- estoy acostumbrado a enfrentar a mis fantasmas; desde hace mu-
peración que nos arruga el pecho? Seguro a ti te sucede lo mis- cho aprendí que se trata de un juego en el que nos toca actuar
mo, Maricruz Escobedo: tambiéndebes estar cercada por criaturas como testigos y protagonistas al mismo tiempo. Si uno adopta
demoniacas. Tus noches son un infierno de murmullos y, tus in- nomás el papel principal, está perdido; ésa es la causa por la cual

206 207
siempre me cargo del lado del mirón, del espectador, y aunque garás a realizar lo planeado. Morirás el miércoles por la tarde,
los sentimientos se me alboroten procuro entretenerme con la se- según la sentencia de Damián. 'f~..no lo sabes y yo aún no com-
cuencia de mis alegrías y mis horrores y acaso a ello se deba que prendo la razón, peroasí está ~·scrifü\yno es posible cambiarlo.
los haya sobrevivido. En cambio tú has de querer seguir siendo Quizá tengas un presentiñtientoeñ'este instante, mientras termi-
protagonista como en los demás aspectos de tu vida. No has en- nas de afinar los negocios que propondrás a tus prospectos de in-
tendido. Al desear el control de sueños y pesadillas sólo consi- versión y calculas tu tajada. Aun así, si no prometen ganancias,
gues que el infierno sea palpable, una verdadera tortura. Ya sé: los presentimientos no te importan. Para ti valen lo mismo que
•••
,,, eres una mujer decidida, desde la adolescencia agarraste tu des-
tino por los cuernos, todo lo diriges tú misma; mas si se trata de
sueños, la voluntad sobra, Maricruz. Si intentas dirigirlos, los
la suerte, los peldaños que pisas al ascender en tu carrera, el aire
que respiras y la gente en quien te apoyas. Están ahí para servir-
te, no para absorber tu atención. Ni siquiera te interesas en tu

r-
;

costos pueden ser terribles. No queda otra que sufrirlos y armar- marido, de quien sabes que te engaña con una mujer más joven,
se de paciencia: ya vendrá el amanecer a darles fin. aunque tú no lo consideras un engaño: en el fondo te alivia que
El alarido de una sirena rompe la calma nocturna y Ramiro él viva su vida aparte y te deje en paz. Por eso hace unas horas,
siente cómo los vellos de su nuca se yerguen. No obstante que al llegar del restaurant en donde cenaron tras la misa, como cada

:\
la ambulancia corre a distancia por la avenida Constitución, los domingo, lo viste adelantarse al cuarto de los niños cuando en-
haces de luz ámbar y roja alcanzan a estampar sus destellos en trabas al estudio a planear la semana. Después de esperar el tiem-
el cristal de la ventana. La brasa de su cigarro es un rescoldo a po suficiente para que se durmieran, fuiste a contemplarlos desde
punto de extinguirse y la aplasta en el cenicero. Saca otro de la la puerta. Luego, en la recámara donde el hombre aguardaba tu
cajetilla, lo prende y vuelve a fumar. Las sirenas cantan a la muer- presencia ya acostado, te limitaste a mirarlo con frialdad y a des-
te, ¿sabías eso Maricruz? La atraen. Son de mal agüero. La gente nudarte ante su indiferencia.
se persigna al oír su tonada con el fin de conjurarla, pero de nada Hace años que no existe ningún lazo entre los dos y ni tú ni
sirve: de cualquier forma alguien morirá. Y esta sirena, ¿no es- él lo lamentan. Se conforman con acompañarse en reuniones so-
tará llamándote a ti? Te queda poco tiempo, dos días y unas cuan- ciales, sonriendo a las cámaras de la prensa y adulando a los po-
tas horas, suficientes para que las pesadillas te martiricen por derosos a partes iguales. Y al quedar solos de nuevo tornan a su
,, última vez, para que lleves a cabo el recuento de tus frustracio- distancia, una distancia sana, que les permite independencia de
nes. ¿Qué es lo que te hace sufrir por las noches, dama de hierro? movimiento, libertad para entregarse cada quien a lo suyo. Qué
Cómo me gustaría conocer tus terrores y sumar ese conocimien- ironía. A su manera son un matrimonio feliz, perfecto. Es decir,
to a lo que ya me has mostrado de tu vida. Tendría tu retrato com- están hechos el uno para el otro. ¿No, Maricruz? No hay amor
•••••• pleto. entre ustedes, es innegable, pero ninguno podría vivir con alguien
Aunque quizá no lo necesito. Puedo imaginarte, verte con pre- distinto. Y sin embargo, cuando mueras él simulará un amor des-
cisión como estás ahora: acostada en la inmensa cama que com- garrado durante el velorio, se conmoverá con la orfandad de sus
partes con tu marido, bocarriba, con los ojos abiertos, a oscuras, hijos y al volverá casa se sentirá feliz de saberse dueño de todo
mirando el techo en tanto haces una revisión de tus logros de los en tu ausencia. No es para lamentarlo, lo sé, ni para sospechar
últimos días y proyectas los siguientes sin adivinar que ya no lle- que él sea quien me paga por tu muerte. Tú reaccionarías en for-

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mu similar si las cosas fueran al revés y no por eso serías capaz miro se talla los ojos. Por un par de minutos permite que las ideas
de mandarlo quitar de enmedio. Es sólo que así es la vida de al- se desvanezcan en su mente, dejándola en blanco. Luego confi-
gunas personas. De ustedes. Quizá si yo hubiera permanecidojun- gura en ella el rostro a la vez burlón y autoritario de Damián.
to a Victoria me hubiera sucedido lo mismo. Es la convivencia ¿Tú eres quien quiere verla muerta, patrón? ¿O deveras alguien
larga la que provoca el distanciamiento, ¿o no, Maricruz? Por te contrató para desaparecerla? No sé por qué me late tanto que
eso ahora, en tu cama, entregada al insomnio, ni uno de tus pen- en la orden hay algo personal. ¿Me equivoco, Damián? Ya lo sé:
samientos está dirigido a tu marido, ni a tus hijos, ni a nadie: no- a ti jamás voy a sacarte nada. Aun así, traigo una espina moles-
más a ti misma. Es natural. Yo también utilizo las horas en vela tándome desde que me diste sus documentos, tus razones para
para pensar en mí, en lo que he hecho, o no he hecho, o voy a que fuera yo quien lo hiciera. La foto. La tomaste tú, ¿verdad,
hacer. Estar pensando en ti cabe en la tercera categoría: voy ama- Damián? Por eso en ella Maricruz luce tan joven: es justo como
tarte, por lo tanto, antes debo poseerte, conocerte a fondo, ima- la conociste en Chicago, cuando ambos estudiaban allá. Encien-
ginar lo que dejas fuera de mi alcance. de un nuevo cigarro y la primera bocanada raspa su garganta obli-
No hago esto con todos, no. Lo que sucede, y deberías sa- gándolo a toser, a ver chispas de colores con la tos, a humedecerse
berlo, es que nunca he matado a una mujer. ¿Entiendes? Se tra- la boca con un trago de cocacola, a limpiarse un par de lágrimas
ta de algo nuevo en mi vida. Semejante a un bautizo, a una en los párpados inferiores. No. El jefe no me va a decir nada.
iniciación. El cierre de un ciclo y el arranque de otro. No im- Es impenetrable. Por eso acudo a ti, Maricruz, a tu transparen-
~ porta si nada cambia en apariencia. Cambiaré yo, lo sé. Acaso cia. Hurgo tus sentires de esta madrugada. Déjame adivinarlos ...
recupere el entusiasmo, el gusto por la vida y por la muerte que Ante la inminencia de la muerte, siguiendo la tradición, repasas
se me ha venido adormeciendo de unos años para acá a causa de cada uno de los instantes decisivos de tu vida. ¿Me equivoco?
los preparativos, de los cálculos, de la rigidez a que me obliga Yo te voy a ayudar. Soy bueno para construir biografías y la tuya
el oficio. El oficio. Sí, así lo llamaban en el penal. Matar con la llevas escrita en ese rostro sin arrugas, en esos ojos verdes de
oficio. ¿Dónde quedan entonces el azar y la incertidumbre? brillar sombrío, en tu cuerpo de gimnasta, en tus trajes sastre y
¿Dónde el goce? Es verdad, y me lo he repetido hasta el cansan- tus zapatos discretos, en tu auto, tus gestos, tus reacciones y, por
.,,..~ cio por años: no hay nada como matar a un hombre. Oler la san- si fuera poco, también la vas escribiendo en esas calles y esos
gre ajena, sentirla en la piel; probarla con la punta de la lengua lugares de Monterrey por donde cada día te desplazas. Como ves,
fs la mayor conquista. Aunque no es lo mismo matar a quien uno Maricruz Escobedo, eres un cristal para mí y no creo equivocar
elige que hacerlo por órdenes de otro. Ya me estoy cansando, ningún detalle.
Damián. Ser civilizado no va conmigo. Quizá te has dado cuen- Comencemos con tu infancia: transcurrió en la misma casa
~
ta y por eso me mandaste de nuevo aquí, para que agarrara nue- donde ahora vives. La pagaste con tus primeros salarios y comi-
vos bríos con la dama de hierro. Matar a una mujer. Está bien. siones, realizando un verdadero esfuerzo para convencer a tu ma-
Pero primero conocerla, apropiármela, tener bien en claro quién rido de endrogarsejuntos con un crédito a tres décadas pues tenías
es antes de destruirla. Quiero saberlo todo de ti, Maricruz Es- una razón poderosa: es la residencia que tu padre rentó toda su
cobedo. vida con la esperanza de algún día llegar a hacerse de ella. Al
Dímelo. ¿En qué piensas en esta tu antepenúltima noche? Ra- viejo se le agotó el tiempo, le ganó la carrera la muerte, y su hija,

210
2Il
a manera de homenaje póstumo, decidió llevar a cabo su sueño.
prendes cómo, siendo bella, acaso inteligente, decidió encerrar-
Fue el último acto sentimental de tu existencia, dama de hierro,
se detrás de cuatro paredes a realizar el humillante trabajo que
aunque es preciso reconocer que tu padre se lo merecía. ¿No eras
cualquier sirvienta haría por unos centavos. Por fortuna murió
acaso su chiquita? Él te adoró incluso antes de conocerte, te mimó
pronto. ¿Verdad, Maricruz? Hubiera sido un lastre en tu ascen-
desde bebé, te amó siempre· sin condiciones, como nadie más lo
so. No habrías podido presentarla a tus amistades, a tus jefes, a
hizo. Y tú adquiriste la casa en su honor, ignorando la insisten-
tus inversionistas sin ruborizarte a causa de su eterno delantal,
....- cia de tu marido de buscar un departamento de lujo en alguna co-
lonia de San Pedro Garza García, donde viven los ricos. Debo
admitir que la primera vez que te seguí hasta allí, al ver cómo el
de la pañoleta que ocultaba sus cabellos en desorden, sus manos
de campesina y ese modo de hablar tan propio de los pueblos del
norte, no de la ciudad. El cáncer o un infarto o el cansancio se
portón eléctrico se abría para darles paso a ti y a tu chofer, me
""' la llevó aún joven. Tú la lloraste porque eso se acostumbra, pero

-
extrañó que vivieras en una casa de más de cuarenta años de ha-
muy adentro de ti sentías alivio. Además, con ella se fue tu úni-
ber sido construida Será parte de la herencia de su padre o del
ca rival en el cariño de tu padre, quien tuvo el buen gusto de no
suegro, supuse. La colonia es zona de vida cara, pero no tanto.
morir sino hasta que te había pagado los estudios y ya no lo ne-
Según recuerdo, la habitan en su mayoría familias de apellido ára-
cesitabas. ¿Me equivoco? A ella la recuerdas a veces con cierta
be o judío. Tú, Escobedo; él, Treviño. No corresponde. De ha-
nostalgia, mas de inmediato la desechas con pensamientos prác-
ber comprado con libertad, igual que todos los que pertenecen a
ticos. Nada hay más poderoso para aplacar la conciencia que el
la mentada cultura del esfuerzo y del trabajo, a la clase media
~ trabajo bien remunerado. Filosofía cien por ciento regiomonta-
con aspiraciones de riqueza, ustedes lo hubieran hecho en otra
na. El dinero todo lo cura, hasta los remordimientos. ¿No?
colonia. De haber heredado, hubieran vendido de inmediato para
A él lo recuerdas con agradecimiento. No es para menos. En
gastar el dinero de acuerdo con sus pretensiones. Así, tras me-
realidad se partió el espinazo para que su chiquita tuviera la opor-
ditarlo un poco, deduje lo de la razón sentimental. No lo com-
tunidad de ingresar en un colegio exclusivo, donde se codeara
probé sino hasta que una noche, al pasar por el frente alcancé a
con gente de categoría. Por ejemplo, con las hijas de sus jefes.
ver la vieja placa de bronce con el nombre del señor Nicolás Es-
Clases bilingües, uniformes finos, muchas actividades extras
cobedo que aún conservas junto a la puerta principal. [Señor! No
para completar la formación de los alumnos. Fuiste feliz entre
ingeniero, ni doctor; ni siquiera licenciado como ahora lo es me-
esa gente y, no obstante, al conocer cómo y en qué casas vivían
dio México. No. Sólo señor. Cuánta vergüenza debió darte ese
tus compañeras comenzaste a generar el resentimiento que des-
título tan simple en la adolescencia y en la juventud. ¿O no?
de entonces fue el motor que dirigiría tus acciones. ¿Recuerdas?
¿Te das cuenta, Maricruz, lo que tu entorno puede contarme
¡.,. acerca de ti? Tu padre fue un trabajador común y corriente, em-
Puedo verte de niña, Maricruz, con los ojos y la boca abiertos
de par en par, admirando la enorme puerta de caoba labrada y
peñoso, de ésos que a fuerza de sacrificios y dedicación consi-
cristales emplomados de la mansión de la primera compañerita
guen estabilizar a su familia en la clase media. A tu madre no la
que te invitó a visitarla. Los extensos jardines salpicados de ár-
recuerdas o, más bien, no te gusta recordarla. La desprecias en
boles y flores, la alberca, las habitaciones en cuyo espacio ca-
secreto por haberse conformado con el papei de simple ama de
bría la mitad de tu casa, el ejército de sirvientes. ¿Por qué? ¿Por
casa, empleada doméstica a las órdenes de su marido. No com-
qué ella vive así y yo no? Lo imagino con tal facilidad que has-

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ta siento las náuseas que te provocó la envidia. Yo mismo la su- ca lo supo. La vida real es mucho más cabrona que los anhelos
frí muchas veces. Pero gracias a la envidia aprende uno a mane- y los planes. ¿Qué no? Ya en el Tec te diste cuenta de que tus
jarse. entre los demás. Y la niña que fuiste, mientras aparentaba antiguas amiguitas habían arribado a esa edad en la cual el ori-
alegría, despreocupación, compañerismo y era toda sonrisas y za- gen y las pertenencias sí importan. Comenzaron los desaires, las
lamerías, decidió esa tarde que cuando creciera tendría mucho comparaciones. Al bajarte del camión, o de tu Volkswagen des-
dinero y poder y una mansión así para ella y sus hijos. Y ahora tartalado, las veías estacionar sus carros del año; la ropa de ellas
..,.....- que está a punto de lograrlo, surge de la nada un asesino que le
impedirá realizar ese sueño.
era más cara y más abundante;hablabande fiestasen el Club Cam-
pestre a las que tú no habías sido invitada y de vacaciones en el
Así pues, pronto te diste cuenta de que había otras maneras extranjero cuando tú apenas si viajabas con tu padre por un fin


de andar por el mundo, distintas a las que veías en casa, No de- de semana a McAllen o a Laredo porque el salario del viejo ape-
"" seabas repetir el esquema tradicional, abnegado, de tu madre, y nas ajustaba para los libros, la colegiatura y las actividades de
optaste por convertirte en una profesionista, por estudiar una ca- su princesita. Cómo alimentabas tu resentimiento durante los
rrera que te abriera la brecha de la riqueza. Es curioso: te suce- meses de ocio, ¿no recuerdas? La envidia poco a poco se trans-
dió lo mismo que a Damián, nomás que en otro tiempo y en un formaba en rencor, la frustración en rebeldía. ¿Y los muchachos
nivel distinto. No estudiarías en la universidad, por supuesto: la ricos? ¿No notaban tu hermosura? La notaban, Maricruz. Una
empresa dueña de tu padre otorgaba becas a los hijos de los em- linda chica arribista y soñadora que les abre las piernas en cuan-
~ pleados. ¿Cuál era esa empresa, Maricruz? ¿La vidriera? ¿Fun- to le hablan bonito, creyendo que se interesan en ella deveras,
didora? ¿Cigarrera? ¿O la cervecería? Esas son las que premian siempre atrae la atenciónde losjóvenes dispuestos a pasar un buen
con la educación de los vástagos a quienes han esclavizado por rato. Anduviste con tres o cuatro que te dieron uso de depósito
décadas. O quizá no te becaron y de plano el pobre Nicolás Es- de semen. Perdona la expresión, dama de hierro; no se me ocu-
cobedo se endeudó con tal de que su hija ingresara en el Tecno- rre otra. Cogieron contigo hasta cansarse antes de que compren-
lógico de Monterrey, donde según él se reuniría con la crema y dieras que sería imposible hacerlos dejar sus verdaderas novias,
nata no sólo de la ciudad, sino del país. Así, en cuatro años ob- ésas de grandes apellidos y grandes fortunas a las que sí unirían
tendría un título prestigioso y, bella como era, quizás hasta un sus vidas. Quizás alguno de ellos sea ahora el director de la casa
novio adinerado, con padre rico y poderoso, que la sacaría para de bolsa donde trabajas, o uno de tus clientes, o peor aun: el due-
siempre de pobre brindándole la vida que se merecía. ¿Voy bien, ño. Ni modo, Maricruz Escobedo, así es la vida de asquerosa y
Maricruz, o me regreso? No es difícil entender al viejo. Cual- no hay nada que hacer.
quier padre normal haría por sus hijos hasta lo imposible. Lo malo Un portazo en el cuarto de al lado rompe el silencio con vio-
••••••• es que no todos los padres conocen bien la medida de la codicia lencia y arranca a Ramiro de sus pensamientos. Chingao, me hizo
de los hijos ni cuentan con los medios para despejarles el cami- brincar. ¿Ya irá a amanecer? En la ventana permanece el lienzo
no por completo. Y tu padre no te conocía tanto. Nunca imagi- azul marino, aunque la luna y la estrella solitaria se han ido a
nó que, al combinar la ambición con una marcha accidentada a adornar otros cuadros. Sólo el gusano interminable de la sierra
través de los caminos que estaban bloqueados para ti de nacimien- continúa en la parte baja, nítido, como si la ausencia de los as-
to, te condenaba a un infierno de frustraciones. Por suerte él nun- tros le hubiera cedido el sitio de honor. En el cenicero no cabe

214 215
una colilla más, sin embargo la flojera le impide a Ramiro le- representaba la entrada al paraíso. Tres años en Chicago, Mari-
vantarse a vaciarlo. Enciende otro cigarro. Escucha con atención cruz, te convirtieron en lo que ahora eres: una tigresa para las
los ruidos de la ciudad. Un pájaro tempranero canta en forma in- finanzas, una zorra para captar los movimientos del mercado,
termitente. La máquina de una moto agarra vuelo en alguna ca- una hembra inquebrantable a la hora de arriesgarte y tomar de-
lle desierta. No hay voces aún. Ramiro presiente que el alba se cisiones importantes: una mujer de hierro. Sí, Chicago te trans-
acerca rápido sobre Monterrey. El recuerdo de otros desperta- formó ...
res de madrugada a la intemperie comienza a abrirse paso en su El flujo de los pensamientos se detiene de súbito. Mira la ven-

,,
•••••• memoria, pero lo reprime con una bocanada de humo de taba-
co. No, ahora no. No quiero distraerme. Busca unapostura có-
moda y fija su mirada en la pared. En cuestión de segundos vuelve
tana buscando en ella claridad y sólo encuentra el perfil de Chi-
pinque que gana consistencia en un cielo cada vez más pálido.
Aún no amanece, mas su mirada, acostumbrada a las sombras,

• a trazar en ese espacio vacío los rasgos de Maricruz Escobedo:


poco a poco se definen, adquieren color y movimiento, hasta que
no hay diferencia entre su imagen mental y la fotografía que re-
posa encima de la mesa de escribir. Sonríe, saludándola.
No te quedó otro remedio que estudiar, con ahínco, con dis-
distingue las siluetasde los muebles dentro de la habitación. ¿Dón-
de estudió Damián, dama de hierro? ¿En Chicago también? Se
levanta de la cama, va a la mesa de escribir, recoge la foto y ca-
mina hacia la ventana. En la penumbra, la imagen de Maricruz
Escobedo es una mancha borrosa, pero Ramiro no precisa de luz
ciplina, casi con desesperación. En aquellas noches tu padre dor- para verla nítida. Tú y él se conocen. ¿Tuvieron algo que ver?
~ mía y tú permanecías en vela, igual que hoy, memorizando las Es posible. Regresa a la cama, de donde toma el cenicero con el
lecciones de tus libros y mirando el techo de vez en vez para pro- fin de vaciar su contenido en la papelera. Luego se dirige al baño.
yectar en él ese futuro lleno de dones que apenas ahora empie- Mientras orina, recuerda la expresión de su jefe al entregarle el
zas a arañar y que yo voy a dejar trunco. Habían fallado tus sobre con los datos y la fotografía. Tristeza, aprehensión, desa-
opciones de matrimonio ventajoso y, como ya no estabas dispues- sosiego. Sí, no parecía contento de dar la orden. Se lo merece,
ta a jugar más el papel de puta de los niños ricos, también can- dijo. Aunque luego agregó: Que sea limpio. Es más fácil para
celaste la oportunidad de conservar con ellos.relaciones amistosas. todos. Abre la llave del lavabo, se remoja las manos y con ellas
Durante años te enclaustraste buscando con fervor graduarte con lleva agua al rostro para enjuagarse el sueño. Por un momento
honores, único medio de obtener una beca de postgrado en el ex- piensa que sería bueno meterse en la regadera, mas desecha la
tranjero. Ya para entonces el círculo de tus camaradas se había idea: aún no termina de perfilar a su cliente.
reducido a tus semejantes: becados, estudiantes de familia mo- De vuelta en la cama, deja de lado a Damián y enfoca la vis-
desta que a veces ni comían bien con tal de pagar la colegiatura, ta en la Sierra Madre con el fin de retomar su pensamiento don-
•••• maestros recién graduados en la universidad estatal. Quizás en- de lo había dejado. Tres años en Chicago. ¿Será? Se recuesta de
tre ellos conociste a quien ahora es tu marido y desde aquellos nuevo. Agarra la cajetilla y la manosea durante un rato sin sacar
años iniciaron esa competencia cordial y encarnizada que aún no de ella ningún cigarro. Aunque lo fuera, no debe importarme.
concluye. O acaso fue en los Estados Unidos, durante tus estu- Sólo estoy aquí para cumplir una orden. Y eso es lo que voy a
dios de maestría. Porque en efecto, tus esfuerzos se vieron co- hacer. ¿Qué te sucedió al regresar a Monterrey, ya con tu post-
ronados con la oportunidad que tanto ansiabas y que para ti grado? ¿Cómo te recibió la gente? Pobre Maricruz, qué mala épo-

216 217
ca te tocó para existir. Ya lo sospechabas, aunque sólo te diste predicar la humildad y la paciencia entre los jodidos. Ambos, tu
cuenta cabal al hacer antesala tras antesala para obtener un em- esposo y tú, habían ascendido a una altura social y económica
pleo de acuerdo con tus expectativas. Ese precioso título, la mayor que la de sus padres, lo cual es un logro. Aunque no te
maestría con honores, que tanto esfuerzo te había costado, no te engañabas, Maricruz, desde mucho tiempo atrás habías identifi-
ayudaría a salir de las filas de la servidumbre de quienes en ver- cado la costra de resentimiento que te lastimaba la piel y ahora
dad poseen el dinero y el poder. Pese a las convicciones de tu la sentías crecer, endurecerse aun más, desbordarse cuando veías
padre, comprobaste en carne propia que en estos tiempos los es- pasar por tus manos esos millones cuyos dueños son los aristó-
~
tudios no abren ninguna puerta ni sirven para trazar caminos. ¿No cratas de la urbe. Mala elección, la de trabajar en una casa de
.,,,,, te parece acaso una broma de pésimo gusto? Mejor la vagancia, bolsa, en alguien carcomido por la envidia y la codicia. ¿No se
la delincuencia desde el principio: el dinero fácil, que a fin de te ocurrió nunca? Al entregar las cuentas a tus clientes te pare-
cuentas es el único al que tenemos acceso los simples mortales. cía inconcebible que hubiera personas con tanto, mientras tú no
lll. ¿No crees? tenías siquiera la posibilidad de llevar a cabo uno de tus sueños,
Sin embargo, te aguantaste varios años aún. Todavía confia- de tus anhelos, que eran del mismo tamaño que esas sumas.
bas en los valores tradicionales, si bien las decepciones te reti- Entonces vinieron las fantasías peligrosas. Tu imaginación ur-
raban poco a poco la venda de los ojos. Te llevó una larga día esas escenas donde Maricruz Escobedo se paseaba por el mun-

\ temporada convencerte de .que ni tu inteligencia, ni tu belleza,


ni tu preparación, y, tratándose de Monterrey, ni tu sexo, impe-
dirían que fueras una simple empleada, a sueldo fijo, con bonos,
do a bordo de autos lujosos, cargada de millones, joyas, pieles,
lujos; despilfarrando a capricho. Te entiendo, dama de hierro.
Lo prohibido, lo inalcanzable, es un acicate que no nos deja en
premios y comisiones tal vez, laborando duro sólo para que otros paz. Yo nunca deseé grandes sumas de dinero, pero, ¿sabes
fueran quienes se volvían más ricos y poderosos. Claro, no te cuántas veces me vi matando antes de atreverme a hacerlo? Al
faltaban ofertas por tu cuerpo. Los meros meros de esta ciudad, principio uno se ríe de tales ocurrencias. No, jamás haré algo así.
igual que los de cualquier parte, son un hatajo de cachondos que Son puras fantasías. Luego, si el deseo persiste, buscamos la jus-
no se tientan el corazón al ofrecer dinero, prebendas, quizás has- tificación. No, lo que estoy haciendo en realidad es planear una
ta puestos directivos en sus empresas con tal de pasar una noche película. Un día de éstos la voy a escribir. No mataré yo, sino ~
agradable en compañía de una empleada guapa y con buen cuer-
mis personajes, y ellos pertenecen al mundo de 1ª'1.isfj8~:.Y, al
po. Pero eso ya lo habías vivido mientras estudiabas en el Tec, final, uno acaba viviendo alguno de los roles que imaginó, el peor,
y supiste desde entonces que nunca cumplen del todo sus prome- ése que había relegado por no identificarse con él. No soy el hé-
sas. Además, lento o rápido, tú saltaste a un nivel ejecutivo ba- roe, al contrario: soy el asesino. ¿No te sucede algo semejante,
•••• sándote en méritos propios. Así, conforme transcurrían los meses, Maricruz? Sí, por supuesto. Tú perfilaste para el futuro a la mi-
los años, los lustros, tu crecimiento llegó a su límite. Las opcio- llonaria, a la gran dama, a la princesa, y vas a terminar en sim-
nes se agotaron ante tus ojos desesperados. ¿No es una mierda ple cadáver prematuro. Pero eso era imposible de prever. En un
la vida? ¿Qué camino te quedaba? Fingías conformarte, lo mis- principio todas las fantasías son maravillosas. ¿Qué no?
mo que tu marido. No por nada recibieron una educación cató- Después de jugar con tu imaginario, un día te sorprendiste
lica, y las monjas y los curas y el catecismo no se cansan de estudiando las maneras de trasladar los sueños al mundo real. Ni

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siquiera te diste cuenta de cuándo habías empezado a analizar las de resentimiento que ya casi no te permitía moverte dentro de tu
posibilidades, a hacer ensayos mentales de operaciones riesgo- cuerpo se resquebrajaba como si un torrente de agua balsámica
~· sas, transferencias a cuentas inexistentes, compraventas ilícitas la tornara suave de pronto. Resurgieron ciertas dudas, ciertos te-
de acciones. Es tan fácil. Todo el mundo lo hace. Costumbre y mores. Es lógico: se trata de la seducción del diablo, Maricruz,
uso, Maricruz: lo que es común no puede ser deveras malo. Tras de la fruta prohibida, ésa del árbol de la ciencia y de la riqueza
sopesar los probables resultados de una apuesta de esa envergadu- que la serpiente le arrimó a Eva en el paraíso. ¿Recuerdas? Me-
morizaste ese pasaje en las clases de catecismo. ¿Pudiste reco-
,....- ra, tu entusiasmo fue en aumento. Te veo, dama de hierro, fren-
te a la pantalla de la computadora, mordisqueándote las uñas, nocerla? No lo dudo. Nadie de quienes la hemos saboreado lo
volteando nerviosa a tu alrededor, repitiéndote sí, sí es factible, hicimos a ciegas. ¿Qué pensabas en esos instantes? ¿Que si la
"""' lo único necesario es valor, tamaños, pantalones. Y tú los traías comías serias igual a esos dioses que envidiabas desde niña? Sí,

• mejor puestos que muchos hombres. ¿Me equivoco? Por algo eres
una mujer de hierro. Estabas cansada de tu pasividad, aterrada
ante las perspectivas de una vida que prometía repetirse idénti-
ca mañana a mañana, tarde a tarde, hasta la decrepitud; de la hon-
radez aprendida en la casa paterna. Sobre todo estabas hasta la
por fin podrías ser semejante a ellos.
Es cierto, no respondiste de inmediato. Te fingiste asombra-
da ante tal desfachatez, ofendida, renuente, y ante la insistencia,
sin contestar, diste a entender que lo pensarías. No mucho, pues
en tu fuero interno lo habías decidido desde el primer instante.
coronilla de ese miedo que abunda entre la gente común y que Luego, al recibir el cheque inicial de tus nuevas comisiones, te

' para algunos de nosotros llega a ser asfixiante, obligándonos a


reventar. ¿No es cierto? ¿Acaso no somos pares en la vida tú y
yo, Maricruz Escobedo? Sin tenerlo aún claro, te habías decidi-
do. Nomás hacía falta el pequeño empujón de la persona que vi-
niera a proponerte un asunto concreto.
enloqueció la sensación de poder, de impunidad, a la que habías
aspirado desde hacía tantos años. Lo conseguí. Lo hice. Soy rica.
El mundo es mío. Siempre sí sirvieron de algo los estudios en el
extranjero, ¿verdad, Maricruz? Las relaciones que tu padre es-
peró darle a su chiquita al fin rendían frutos. Sin embargo, en
Y un día cualquiera, alguien para quien también fuiste trans- cuanto probaste lo prohibido, cuando ya era imposible retractar-
parente, como para mí ahora, se acercó a ti con la propuesta. De- se, el error se mostró clarísimo, contundente ante tus ojos: no
bió ser un tipo de ésos acostumbrados a moverse en diferentes serías diosa; tendrías dinero, sí, y mucho, pero seguirías perte-
niveles, con contactos políticos, relacionado con las grandes or- neciendo a las filas de la servidumbre. Sólo habías cambiado de
ganizaciones del tráfico de drogas. Conocido tuyo, para advertir amos, Maricruz; tu condición continuaba la misma. Lo compren-
en tu rostro la ambición combinada con la carencia de escrúpu- diste al notar que la costra se ponía dura de nuevo, esta vez con
los a simple vista. Un excompañero de carrera, uno de tus clien- aristas mayores y más sólidas. El resentimiento volvía a volcar-
lllr
tes habituales; quizás un antiguo novio de tu época en Chicago. se contra ti y sólo te quedaba una opción: morder la mano de tus
¿Damián? No importa. Lo importante es que te susurró al oído empleadores, robarles un poco de lo que ellos poseían de sobra.
un margen de ganancias imposible de rechazar, te ofreció sus con- Arriesgarse a fin de que, si tú ya no, tus hijos sí vivieran sin gri-
tactos con quienes están urgidos de blanquear dólares, e incluso lletes, libres y en las alturas. Te sobra el valor, siempre te ha so-
puso a tu disposición asesoría para llevar las operaciones a buen brado. Sabes que estás hecha con un material muy superior al de
término. Entonces sentiste, dama de hierro, que aquella costra los demás. Incluso ahora, mientras contemplas tus pensamientos

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en el cielo raso de tu recámara, desvías la vista a tu lado y sólo rarse. ¿Qué hacer con el tiempo vacío de la madrugada? Un baño,
eres capaz de sentir desprecio hacia ese hombre que comparte El agua siempre ha actuado en él a manera de resucitador. Le-
contigo la cama. Él no tuvo los arrestos para jugarse el destino. vántate y anda, Lázaro. Conforme se acerca a la regadera, la son-
Tú sí. Y por eso, como cualquier condenado a muerte, gastas tus risa de Damián baila frente a su mirada. Se va distorsionando hasta
últimas horas en el recuento de tu vida. ¿Ves cómo no guardas ampliarse en una carcajada muda que se burla de Ramiro. Cie-
secretos para mí? Nuestra semejanza me permite conocerte en rra los ojos. Los abre otra vez y ahora son las pupilas color es-
,...... detalle, aunque tú no sepas nada de quien se encargará de bo-
rarte del mundo. Puedo abarcarte toda de un solo vistazo, igual
meralda de la mujer las que aparecen ante ellos. Los dioses ti
condenaron al sufrimiento y la envidia durante toda tu vida, Ma

l
ue abarco desde aquí este lecho de piedras, este río Santa Ca- ricruz Escobedo. Después Damián te sentenció a muerte. Y a rr


arina lleno de recuerdos. Está amaneciendo, Maricruz. Leván- a quitarte los dolores. Ojalá uno de los dos gane algo con ello.
tate. Ya no habrá sueños ni pesadillas. Debes ir al gimnasio a
sacar de tu cuerpo las tensiones, los humores que te envenenan;
a la oficina a intrigar y comerciar con los valores que te confían
tus clientes. Métete en la ciudad y vive tu penúltimo día...
Ramiro alarga la mirada hasta la cumbre más alta de la Sie-
rra Madre, donde un sol amarillo asoma sus primeros rayos. Lue-
~ go la baja a la avenida Constitución. El tráfico comienza a ser
constante en ambos sentidos. Se ven algunos corredores en los
extremos del cauce del río. Las calles de Monterrey se van po-
blando poco a poco. Da una fumada al cigarro que sostiene en-
tre los dedos y lo tira en la papelera sin apagar la colilla antes.
Una luz difusa, aún gris, se cuela en el cuarto. Saca un jugo de
naranja del servibar y, en tanto lo bebe, piensa de nuevo en su
cliente. Le resulta extraña su afinidad con ella, le provoca una
sensación novedosa, como si de algún modo ambos estuvieran
···~ conectados desde tiempo atrás. Coloca el envase encima de la te-
levisión, la enciende y el estruendo de una balacera irrumpe en
el silencio. No han iniciado los noticieros. Toma el control re-
•••• moto y repasa las señales comprobando que la mayoría de las es-
taciones aún proyecta películas para desvelados. Decide apagar
el aparato y camina con desgana al cuarto de baño, donde pren-
de la luz sólo para encontrar en el espejo el semblante de un hom-
bre cansado, envejecido, ojeroso y pálido. Se sienta en la taza
del escusado, pero al ver que de nada sirve, vuelve a incorpo-

222 223
Diez

.,. Dio vuelta a la llave y el ruido a su alrededor comenzó a desva-


necerse. Silbidos, gritos, portazos metálicos, taconeos y risas se
entrelazaron por unos segundos en un solo rumor bajo la rega-
dera y enseguida desaparecieron. Los hilos gruesos del agua fría
se precipitaban en su cuerpo a manera de latigazos, mas en vez
de hacer daño ahuyentaban la comezón de las escoriaciones, el
~ ardor de las quemaduras, el burbujeo chicloso e incómodo de las
ampollas sin reventar. Poco a poco el chorro sometía la mata re-
belde de la cabellera y las cerdas de la barba. Luego reblande-
ció las costras de sangre y mugre, preparando el camino para que
el estropajo develara tras ellas el tono sonrosado, terso, de la piel
nueva. Antes de tomar el jabón advirtió cicatrices desconocidas.
De algunas lesiones viejas y recientes brotaban gotas de sangre
que de inmediato se diluían. ¿Cuánto hacía que no me bañaba?
Desde aquella vez en el río. Pero no cuenta. Ni siquiera me des-
vestí. En torno al resumidero a sus pies se arremolinaba un char-
co terroso, sanguinolento, del que sobresalían sus dedos armados
de uñas retorcidas. Con razón me acabé los tenis. Parezco gavi-
••••• lán. O Ún zopilote de los de Mamulique. Al rato me las corto.
Se restregó con vigor cada uno de los miembros, el rostro, la ca-
beza, con ganas de quedar limpio, sin hacer caso de las quejas
de la carne viva ni de los gemidos de las inflamaciones cuando
les arrancaba la película que las cubría. Después de unos minu-
tos, a fuerza de tallar y tallar, fue reconociendo ese olor neutro

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que desde hacía tanto no alcanzaba a percibir. Al colocar la ca- bres ya se acomodaban en hilera, así que sin decir palabra él se
beza de nuevo bajo el agua con el fin de enjuagarse la espuma, dirigió a donde había puesto su toalla.
se sorprendió con el pelo, otra vez dócil y lacio, que le caía has- -¡Ah, pero todavía te piensas secar! ¡A la cola! ¡Así, moja-
ta debajo de los ojos. do, para que se te embarre bien el desinfectante! ¡A ver si se te
Permaneció varios minutos en la regadera, haciendo buches quita lo sarnoso!
en un intento de satisfacer una sed de años, mientras lanzaba fu- Se formó sin ninguna prisa al extremo de la fila. No se sen-
gaces miradas en torno suyo. Los otros también habían termina- tía irritado. Sabía que así tenía que ser adentro: cientos de pelí-
do de bañarse y ahora le daban vuelo a las toallas. Algunos veían culas mostraban ese tipo de escenas carcelarias. Tras el baño, la
en forma descarada la desnudez de sus vecinos y, demorándose en fumigación; enseguida la entrega de uniformes. Luego el bauti-

·:· las nalgas o en el falo, sonreían sardónicos. Han de ser putos.


Ya me habían dicho que aquí abundan. Tengo que estar siempre
al tiro. Cerró los párpados en tanto alzaba el rostro para disfru-
tar de aquella lluvia entubada. Los demás no le provocaban nin-
guna inquietud por ahora; eran igual que cualquiera. Pretendían
zo de escupitajos y las cachetadas camino a la celda que le asig-
naran. ¿Faltaba algo? La hilera humana comenzó a moverse con
lentitud obedeciendo los gritos del custodio. Ése también quiere
parecer muy maldito, pero está muerto de miedo. Cualquier día,
uno de éstos se lo despacha por puro gusto. Vio la fila de hom-
pasar por malos, ahí, encuerados, como si se sintieran más hom- bres delante de él e identificó la escena con otro tipo de pelícu-
bres con la verga al aire, cuando en realidad estaban tiesos de las. Parecemosjudíos entrando en la cámara de gas. Se avergonzó
~ vergüenza por sus cuerpos escuálidos, indefensos. Mejor concen- un poco del aspecto del conjunto: abundaban las cicatrices, los
trarse en el placer del agua cristalina sobre la cara, en el aroma costillares expuestos a causa del hambre, las columnas descua-
de la humedad, en la frescura que atemperaba la sangre dentro de dradas, las nalgas fofas y las panzas redondas. Sobre todo las pan-
las venas. zas, como si se tratara de un grupo de mujeres embarazadas.
-¿Está rica el agua? Damos lástima. Bajó la vista antes de seguir su camino.
Escuchó bien, aunque no quiso molestarse en responder. No El desinfectante resultó ser una suerte de talco que se expan-
le interesaba hacer amistades ni hablar con nadie. Ya habría día en una nube alrededor del cuerpo, impregnaba la lengua con
tiempo. Giró la llave hasta el tope con objeto de que el chorro un sabor amargo, tapaba las fosas nasales hasta la desesperación
aumentara su presión y acuencó la boca en una serie de gárga- y ardía igual que si arrimaran carbones encendidos a las heridas.
ras que lo llenaron de gozo. No obstante, un par de minutos le bastaron para sentir cómo fi-
--:jTe estoy hablando, cabrón! nalizaba el crepitar de las infecciones en la piel y, enmedio del
Tú te lo buscaste, hijo de la chingada. Y dio vuelta sobre sus alivio, imaginó la muerte de la legión de bichos invisibles que lo
IL talones replegando el brazo para soltar el golpe con rapidez. Ape- acosaban desde meses atrás. Después lo arrearon a otro cuarto
nas pudo detener el vuelo de su puño en el aire. donde recogió su uniforme y más tarde fue llamado frente a un
-¡Ándale! ¡Nomás atrévete, pendejo ... ! escritorio. Un gordo de cachucha y con la camisa manchada de
Se trataba de un guardia. Jugaba con el garrote entre las ma- lamparones de sudor le recitó una perorata aprendida de memo-
nos y lo miraba con una expresión desafiante, como si esperara ria, de la que no entendió palabra, y al final le dijo su número
el menor motivo para descargar su rabia en él. Los otros hom- de celda: 287D. Vestido con un pantalón caqui, una camiseta blan-

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ca y unos zapatos bastante viejos, aunque de su tamaño, se en- la población de internos. Resultaba obvio que no había ningún
caminó hacia un portón del otro lado del cual sólo se veía el res- sistema de numeración, por lo que Genaro no tenía idea de cuál
'
/' plandor del sol. rumbo seguir. 287D. Le preguntó la dirección a un guardia que
-¡Márquez! conversaba muy animado con un grupo de presos.
El movimiento afuera lo sorprendía: los presos se paseaban -En ese edificio, en el pasillo que atraviesa de patio a pa-
por el patio a sus anchas. Fumaban. Jugaban a la pelota o a los tio. Las escaleras quedan a la izquierda. No me acuerdo si es en
dados. Casi ninguno llevaba uniforme. Así que así son las cosas el segundo piso o en el tercero.
:n el Penal de la Loma. -¿Tas recién llegao? -le preguntó uno de los internos.
-¡Genaro.J\1~!.9.~.~z! ¡Párenme a ese cabrón! Genaro no respondió.

-1· -¡Ey:..tiE ¿A: dónde vas? -el uniformado que cuidaba el ac-
ceso al patio se interpuso en su camino-. ¿Qué no oyes? ¡Te
está hablando el jefe!
Lo había olvidado. Genaro Márquez fue el nombre que dio
..rn!gra y con ese nombre lo regis-
cuando lo detuvieron los d~}.é:l
-¿Traes billete?
Tampoco respondió. Comenzó a andar para retirarse.
-Te haces el que no oyes. Pero si no traes ni siquiera vas a
hallar lugar.
En los escalones también había hombres sentados, matando
tró también la policía mexicana. Había sido el primero que se le el tiempo. Subió sin hacer caso de las miradas de curiosidad.
vino a la cabeza. No le gustaba, pero ahora debía cargar con él. En el descanso dos presos se metían mano con las bocas unidas,
Los taconazos del jefe de custodios lo pusieron en guardia. Se mordiéndose con furia. Pasó junto de ellos y ni lo vieron. Lle-
~
dio media vuelta. gó al segundo piso y salió al corredor para buscar su celda. E
-¿Tas sordo, pendejo, o nomás quieresjugar conmigo? -traía piso de cemento crudo, lleno de manchas; las paredes de tabiqu:
un garrote en alto, como si fuera a golpearlo. sin encalar, al desnudo. El lugar estaba impregnado de un tuf
-No le oí. mezcla de orines, sudor, humedad, tabaco, mariguana y mierda
-Entonces tas sordo -titubeó, enseguida bajó el garrote Peor que en el basurero. Allá por lo menos eran frutas y verdu-
despacio. Cambió el tono-: Mañana en la mañana te presentas ras. Sintió náuseas. El calor lo oprimía, sacándole el agua del
aquí para ver cuándo se inicia tu proceso. cuerpo y haciéndolo jadear. Las celdas, estrechas, sin ventanas,
-Está bien. contaban con literas para cuatro internos. Sin embargo en una de
-Ora vete. Y obedece si te hablo. ellas contó nueve hombres repartidos entre el suelo y las camas.
Lo dicho: está muerto de miedo. Genaro lo vio alejarse. Ése •
Ninguna puerta tenía número, al menos por fuera. Cuando en-
T no dura mucho. Cruzó el umbral hacia el sol. El patio hervía de contró una celda con un hombre solo, recostado en un camastro,
~ presidiarios. Imposible creer que cupieran tantos ahí. Y a lo le- entró.
jos, después de un pasillo situado bajo un edificio que con segu- -¿Dónde queda la 287D, compa?
ridad albergaba celdas, se veía otro patio también atestado de -Sabe ...
gente. En torno a éste, las construcciones, más que levantadas, -¿Qué número es éste?
parecían haber caído unas sobre otras sin ningún orden. Ende- -Sabe ...
bles, mal planeadas, a todas luces insuficientes para contener a Intentó en otra y en otra con el mismo resultado, hasta que

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al fin un tipo pelado al rape, vestido con un chaleco de cuero ne- dor. El tabaco se impregnó de inmediato en sus fosas nasales, li-
gro con los brazos cubiertos de tatuajes, le preguntó sin escuchar brándolo del tufo de la celda.
lo que le había dicho: -Aunque suene raro, por aquí los matones no abundan.
-¿Trais cigarros, carnal? - Yo no soy un matón.
-No. El otro clavó en él una mirada curiosa.
-¿Eres nuevo, verdá? -Casi todos los del oficio se hospedan en otro galerón, al
-Sí, ando buscando mi celda. extremo del patio grande. Pero por ese rumbo la gente no dura
-Es cualquiera, bato. O mejor dicho, donde te dejen estar. mucho: o se mueren o los sacan de aquí rápido; unos meses a lo

·¡·
Todos los chantes están llenos. más. A la mejor por allá queda el número ese que buscas.
-Me dieron un número. -Entonces me voy allá.
-Vale madres. A lo mejor ni existe. Mejor acóplate donde -O si quieres te puedes quedar aquí.
te den chance. Genaro miró al pelón tatuado sin comprender su juego. Éste
-¿Y dónde es eso? quiere algo. Mas no alcanzaba a dilucidar qué. Recorrió la cel-
-Depende ... ¿Por qué te trajeron? da, sopesando la invitación. Enmedio de las literas había una mesa
-Por pendejo. con algunos papeles, cartas, un cepillo destartalado y un trozo
-Bueno, eso se sabe -el tipo sonrió mostrando varios cas- de jabón. En el cruce de los travesaños, entre las patas, un alte-
l-. quillos de oro-. Pero, ¿qué hiciste? ro de revistas pornográficas y una biblia. A un lado de la mesa,
-Maté a un cabrón. en el suelo, una grabadora. Los camastros carecían de colcho-
El hombre miró a Genaro de arriba a abajo, despacio, como neta, ni siquiera los cubría una cobija, aunque el calor la hacía
si dudara de la veracidad en las palabras que había escuchado. innecesaria. En una esquina, una pequeña taza de escusado prin-
Se rascó la calva pensativo. Volvió a mostrar su dentadura do- gosa, rayada de sarro. Una celda nada atractiva, aunque seguro
rada y metió la mano en el bolsillo del chaleco. Sacó unos ciga- igual que todas.
rros gringos y un encendedor. Si traía, para qué me pidió. Genaro -¿Cuántos viven aquí?
escudriñaba a su vez los tatuajes en los brazos del otro: desde la -Nomás cuatro, es de las más cómodas.
virgen de Guadalupe y cruces con inscripciones, hasta cuchillos - Ya no hay lugar.
sangrantes y mujeres desnudas. Después de arrojar al aire la pri- -Las demás están peor. Aquí por lo menos no dormimos unos
mera bocanada de humo, el hombre cuestionó: encima de otros.
-¿Mataste a uno nomás? -No alcanzo cama...
••••• -Por uno me trajeron. -Sí alcanzas. Al rato se la quito a uno de mis chalanes. Aquí
El otro se levantó del camastro, dio unos pasos rumbo a la mando yo.
puerta; cuando estuvo junto a Genaro sacudió la cajetilla con un - Yo no soy chalán de nadie.
movimiento rápido y corto hacia arriba de modo que la mitad de -¡Nombre, bato! Ya lo sé. Tú eres mi invitado.
uno de los cigarros quedó fuera de ella. Genaro aceptó el ofre- Genaro volvió a fumar. La insistencia del tipo parecía sos-
cimiento e inclinó la cabeza para alcanzar la flama del encende- pechosa. ¿Qué querrá? Pasó revista a las paredes decoradas con

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dibujos de mujeres con pechos enormes, amenazas, un poema ile- pesinos y obreros sin trabajo que acudían a la ciudad con las mis-
gible. Porque alguna cosa quiere, seguro. Pensándolo bien, to- mas intenciones que él. Una madrugada de insomnio comparti-
dos necesitamos de los demás. Protección. O que mate a alguien. do, tras obsequiarle un Delicado, uno de estos hombres le habló
No sé. Vio una jeringuilla en el suelo, rodeada de algodones en- de un patero que cobraba cien dólares por cabeza para cruzar gru-
.. sangrentados, muchas colillas planas. Por lo menos vive un te- pos de mojados a la orilla gringa del río y, ya estando ahí, los tre-
cato aquí y, por el olor, varios pachecos. ¿Y si se fuera a la crujía paba en una troca segura con destino a San Antonio. El hombre
de los asesinos? Los del oficio, había dicho el pelón. Ya se los tenía cita con el patero dos días más tarde, en el Parque Viveros,

.,
imaginaba: puros hocicones, buscapleitos, de ésos que echan la al anochecer. Debía estar en un claro entre los matorrales, don-
mano al fierro a la menor provocación, siempre listos a demos- de terminaba la zona de asadores, antes de que cayera la noche.
trar quién es el más macho. Y recordó fugaz la cara del tipo en -¿Y si yo voy, el bato ese no la hará de tos?
el puente internacional. Por eso los matan luego. Sonrió. De sólo -Sabe ... No creo. Es otro billete pa él. ¿Tienes la lana?
pensar en convivir día a día con hombres así, comenzó a ver con -Todavía no ajusto. Pero en dos días acabo de juntarla.
otros ojos la celda. Andar cuidándome siempre. No, qué hueva. Sin embargo, por más atento que se mostraba con las gordas
Mejor aquí, más tranquilo. Ya se acostumbraría al olor, que sin que entraban en el puente arrastrando cajas y bolsas amarradas,
duda era el mismo en todo el penal. De algo tendría que servir- su aspecto seguía ahuyentándolas. Sólo las que no hallaban a la
le haber vivido en un basurero. vista otro burro se atrevían a llamarlo, no sin mostrar descon-
~ -Si me das una cama, me quedo. fianza o hacer gestos de repulsión. Con tan poco trabajo, cuan-
() \
-Hecho el tiro -el otro no podía ocultar su satisfacción. Le do fue a la casa de cambio con sus billetes arrugados y sus
y ,¡,1 '\' dio la mano y dijo con orgullo afectado-: Yo soy Porfirio Re- monedas, nomás le dieron ochenta y dos dólares. Al sostenerlos
"' yes Menchaca. en la mano se sintió rarísimo, poderoso; le parecía que con ese
-Genaro ... -el apellido se le iba, mas lo recordó en el úl- dinero era capaz de hacer cualquier cosa. Reprimió la tentación
timo segundo-: Genaro Márquez. de ponerse una borrachera o de salir rumbo a la zona de toleran-
cia a festejar con música y mujeres. Recapacitó: por muy fortu-
na que fuera para él, no alcanzaba a cubrir la cuota del patero.
Llevaba un par de semanas en Nuevo Laredo y no conocía sino Dentro del cine, entre las butacas destrozadas y los pedazos
las inmediaciones del puente internaciolllt donde rondaba ma- de paredes y techo que sembraban de obstáculos el piso, mien-
ñana y tarde con objeto de hallar el modo de brincar la línea fron- tras veía las sombras de los niños aspirando sarolo y resistol en
teriza. Apenas sobrevivía ayudando a las chiveras con sus bultos, bolsas de papel, se animó a probar suerte. Sí, no hay peor lucha
~ pues al verle la traza muy pocas lo aceptaban como cargador. Aun que la que no es. Quién quita y el patero ese es buena onda y me
así, al oscurecer ya contaba con unos cuantos pesos para echar- da quebrada. Reunió sus pertenencias y las echó al.morral. No-
se un taco e ir reuniendo poco a poco lo que pudiera costarle la más con que me pase. Aunque no me lleve a San Antonio. Ya
pasada. De noche caminaba unas cuadras hasta las ruinas de un en el gabacho todo ha de ir bien. Su entusiasmo aumentó mien-
cine. Ahí dormía junto a un grupo de chiquillos vagabundos que tras imaginaba que podía encontrarse con la Muda en la calle de
le despertaban a un tiempo simpatía y nostalgia, y junto a cam- cualquier ciudad del otro lado. Planeaba los destinos por visitar:

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Houston, Nueva York. No, mejor California. Sí, Los Ángeles, los indocumentados junto a él, en cuyos rostros había visto la ex-
Hollywood. Ahí realizaría mi sueño. Escribir guiones, vivir del presión decidida de quien debe ganar dinero para enviarlo de re-
cine. Reparó de pronto en que ya vivía en el cine y se sintió ri- greso a su familia. Dedujo sus lugares de origen, sus condiciones
dículo. Sonrió. Enseguida se puso serio y caminó a grandes tran- de vida, el aspecto de sus mujeres, de sus hijos. Ya hacía rato
cos rumbo a la salida. Alcanzó la calle sin hacer mucho caso de que se había acabado la cajetilla cuando escuchó unos pasos
la niña que jalaba de la mano a un gordo borracho hacia la os- aproximándose. Emergieron de las sombras dos tipos vestidos con
curidad de las ruinas. camisa de cuadros, pantalón de mezclilla, botas y sombreros te-
El parque era muy grande, con juegos infantiles, paseos, bos- xanos. El que parecía llevar el mando fue quien habló primero.
ques y hasta un lago. Colindaba con el río Bravo por uno de sus -¿Estos son? -la voz, nasal y aguda, delataba borrache-

•• costados. Ya estando ahí, tuvo que caminar un buen rato a lo lar-


go de la ribera, entre parejas que buscaban la intimidad de la ve-
getación y grupos de estudiantes de pinta, hasta dar con un grupo
de hombres y mujeres agazapados. Reconoció al campesino con
el quien había hablado dos días antes y hacia él se dirigió.
ra-. ¿Seguro traen lana?
-Sí, Gabriel. Eso me dijeron .
-Te dijeron ... ¿No te la enseñaron?
-No.
-Órale mis rancheritos, saquen sus billetes a ver si es cier-
-¿Estoy a tiempo? to -encendió una linterna de baterías-. Ah, cabrón, también
-Veniste ... vienen viejas.
~- -¿Y a llegó el que nos va a pasar? -Te dije, nomás que no te acuerdas.
-Hace rato se apareció un amigo a decirnos que el bueno -Pero qué carajos van a buscar ustedes al gabacho, mama-
iba a caer como a las once de la noche. Que aquí lo esperáramos citas -se acercó a ellas y les alumbró el rostro una a una, des-
sin hacer ruido, no nos vayan a oír los gringos. pués el cuerpo, el pecho, las piernas-. Quédense, yo les consigo
-¿Hasta las once? Si todavía ni oscurece ... jale aquí, aunque sea en la zona.
-Así dijo pues. Igual que los demás hombres, él veía la escena sin pronun-
Y a partir de ese instante guardó un silencio impenetrable, ciar palabra. Nadie estaba dispuesto a arriesgar el cruce. El tal
sentado sobre la yerba, mirando hacia donde se escuchaba la co- Gabriel les dio vuelta a las tres mujeres como si fuera a comprar
rriente del Bravo. Se trataba de doce hombres, cercanos todos a ganado. A la más joven le agarró las nalgas con mano morosa,
los cuarenta, y tres mujeres jóvenes. Lucían nerviosos, expec- saboreándosela, mientras le susurraba unas palabras a la oreja.
tantes, alertas al menor ruido, y al mismo tiempo serenos, resig- Ella no dijo nada, sólo se apartó. Y el tipo hubiera ido tras ella
nados a lo que viniera. Los primeros minutos sin hacer nada fueron para seguirla manoseando, pero al oír un silbido se internó en-
••••• desesperantes. Él fumó cigarro tras cigarro, atento a la oscuridad tre los matorrales rumbo a la ribera. Las siluetas de los indocu-
que iba adensándose a su alrededor. Al caer por completo la no- mentados, inmóviles durante la ausencia del patero, semejaban
che, se entretuvo identificando sonidos: el chisporrotear del agua estatuas de madera desbastadas a punta de hachazos. A su regre-
en el río, los motores a lo lejos, quizás en las carreteras del otro so, Gabriel iluminó de nueva cuenta el conjunto con la luz de la
lado; el canto de un pájaro en vela, ladridos, maullidos, chicha- lámpara.
rras, risas de mujeres en los jardines aledaños. Luego pensó en -Ya es hora. Ahí está el chalán. Fórmense y me van dando

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cada uno sus doscientos dólares, luego pasan a la orilla y se su- Era el campesino que había conocido en las ruinas del cine.
ben calladitos. Cuando estuvo de pie, le dio un suave empujón en la espalda.
-¿Doscientos? Habíamos quedado en cien nomás. -Llégale, carnal.
- Ya te dije, si quieres quedarte yo te consigo jale. Si quie- El herido se alejó. Gabriel encaró al Chato por unos segun-
res ir, son doscientos. dos como si quisiera grabarse su silueta, aunque sin encender la
-Oiga ... lámpara para mirarle el rostro. Luego regresó a cobrar el peaje
-Pero si usted ... a sus pasajeros. El de la pistola no se movía, no estaba satisfe-
- Yo no traigo tanto. cho, pero no fue capaz de hacer nada. Un disparo sería señal de
-¡Óigame todos! Si no completan, ya se pueden ir largando alerta para la migra. Tras un rato de permanecer en actitud re-
tadora, dijo entre dientes: Cuídate, y volvió a la ribera.

•• por donde vinieron. Yo no hago caridades. Éste es mi negocio


y de esto vivo.
Se acabaron las protestas. Los campesinos rascaban el dine-
ro escondido entre sus ropas. Dos de ellos se desprendieron del
grupo y caminaron en silencio buscando la salida del parque. El
Se le había frustrado la pasada. Aquellos hombres no lo cru-
zarían ni aunque trajera los doscientos dólares. Ni hablar. A se-
guir juntando y a buscarle por otra parte. La hilera ya no existía,
sólo la mujer que no completaba la cifra exigida esperaba junto
Chato se acercó al de la linterna, iba a proponerle que nomás lo a Gabriel. El Chato dio unos pasos en retirada mas se detuvo al

L cruzara por el dinero que traía, pero se le adelantó la mujer a


quien el otro le había agarrado las nalgas.
-Yo no se lo acompleto. Nomás traigo ciento sesenta.
escuchar:
-¿Y tú qué?
-Ya le dije.
-¿Y qué chingaos estás haciendo aquí todavía? -¿Tú crees que una cogida contigo vale cuarenta dólares?
-Quiero ver si podemos arreglarnos. Tarás tan buena.
De pronto se escucharon empujones, murmullos, maldicio- -Ándele, por su mamacita, le juro que tengo que pasar.
nes, golpes, quejidos. De entre los matorrales surgió el compa- -¡Pancho!
,...,,,. ñero del patero con una pistola en la mano. Arrastraba a un hombre El de la pistola apareció.
y de tanto en tanto le daba un cachazo en la cabeza. -¿Ya estuvo?
-A ver si te pones abusado, Grabielito. Este cabrón ya se te -¡Espérense un rato! -y tomando del brazo a la mujer la
bía pasado sin pagar. arrastró hacia unos árboles-. A ver, vente, rápido.
El último cachazo lo hizo caer al suelo con el rostro enne- Primero se oyó un breve forcejeo seguido de unos chasqui-
grecido por la sangre. Lo pateó. Gabriel se acercó a patearlo tam- dos a manera de besos desesperados. La mujer gimió. Ensegui-
•••• bién mientras murmuraba quién sabe qué cosas, hasta que el Chato da ropa que se rasgaba, un cierre abriéndose, carne acoplándose
intervino. y jadeos. El Chato sintió asco. Más allá, las risas cómplices de
-¡Ya déjenlo! Pancho y otro hombre. Comenzó a alejarse. Hijos de su pinche
-¡Y a ti qué! -retó el de la pistola agitándola en el aire. madre. Iba a seguir insultándolosen la mente, pero su pensamien-
- Ya estuvo -repitió el Chato en tanto ayudaba al herido a to se interrumpió porque lo que brotaba de la mujer ya no eran
incorporarse. gemidos, sino gritos de dolor. ¡No, así me duele! [Por favor, no!

236 237
Al Chato lo invadió el impulso de regresar sobre su rastro e im- go lo conducía hasta las oficinas y lo escoltaba de regreso al
pedir aquello, mas lo detuvo la respuesta del macho: ¡Va a ser patio:
como yo diga o te largas, cabrona! ¿Oíste? [Estate quieta ya! A -Ojalá le haigas agarrado cariño a la celda y a los crimina-
las amenazas siguieron las risas de los camaradas del patero y les de tus compas. Vas a pasar toda tu vida con ellos.
otros gritos de la mujer. Ella así lo quiso. El Chato reanudó la,, Este cabrón me odia. En el exterior lo recibió el relumbre
" acostumbrado y se llevó la mano a los ojos para hacer una pan-
marcha. Le urge irse al otro lado y está pagando su pasada. En-'!'
tre la telaraña de las ramas de los árboles distinguió la mitad de., talla. Y sabe que yo también a él. No es pendejo, por eso no sale.
la luna y entonces se acordó otra vez de la Muda. Carajo, po- Varios de los presos se la teníanjurada, pero el oficial nunca aban-
bres viejas. Cuando ya no escuchó ni gritos, ni voces, ni risas, donaba las oficinas y si acaso lo hacía era siempre acompañado

•• ni la corriente del río Bravo, apretó el paso hacia la calle pen- por algunos guardias. Genaro atravesó el primer patio sin pres-
sando que seguro el gordo borracho que vio en la tarde había he- tar atención ni a los que conversaban en círculos ni a los que pu-
cho lo mismo con la niña en el cine abandonado. lulaban de un lugar a otro. Se internó en la sombra del pasillo,
donde la temperatura se volvía casi agradable, sintiendo tras él
las miradas de los homosexuales que ahí se reunían, de los pros-
La mañana en que cumplía su S~().111es enelE_~~al visitó de titutos que utilizaban los rincones como lugar de trabajo, de los
nuevo las oficinas con el mismo resultado de las semanas ante- drogadictos que lo miraban sin verlo antes de caer de espaldas
~- riores: el agente del Ministerio Público aún no terminaba de ar- para hundirse en el letargo. Llegó hasta el patio grande, cuadri-
mar el expediente, por lo que el juez no había puesto fecha al culado de canchas de volibol, de básquet, de futbolito. Localizó
inicio de su proceso. Según los secretarios, la policía de otras en el extremo a Reyes Menchaca, quien se deshacía intentando
ciudades averiguaba sus posibles antecedentes penales. Aunque pasar un balón por el aro y lo único que conseguía era hacer cru-
yo no sé para qué los necesitan, dijo uno de ellos. De cualquier jir el rectángulo de madera. El sol calaba igual que un mechero
manera te vas a hacer viejo aquí, bato. Entre las chiveras, los en el rostro, en el cuello, y el sudor le escurría por todas partes.
gabachos de Migración, los burros del puente y los aduanales, Antes de ir con Reyes Menchaca pasó a la zona de aguajes.
bajita la mano hay quince testigos que estuvieron ahí cuando ma- Ahí están los malandros. Vigilantes, inmóviles, los homici-
taste al infeliz ese. Ya les tomaron declaración a dos o tres ru- das fumaban recargados en el muro al tiempo que contemplaban
cas y hasta lloraron nomás de acordarse de cómo te lo echaste. las evoluciones del enjambre de presos en las canchas deporti-
Juran que nunca antes presenciaron tamaño salvajismo en un cris- vas. Al verlos ahí, todos juntos, iguales en actitud, soportando
tiano. Hasta te apodaron la Bestia. ¿Cómo ves? No tienes sali- los rayos del sol en la cara, envejeciendo con el paso de los días,
~ no le resultaban tan terribles como aseguraban los demás. Cada
da. Genaro regresaba por los pasillos frescos con tranquilidad,
sin decepción, hacia el penal. No le interesaba iniciar ningún trá- uno de ellos purgaba décadas de condena por diversos asesina-
mite. Sabía que por fin había llegado a un sitio donde se queda- tos y se consideraban los dueños del penal. El más peligroso, se-
ría, que las largas caminatas habían concluido. Si se presentaba gún decían, era el Cóster: un gigante gringo a quien apodaban
en el juzgado semana a semana era porque lo voceaban a través así por su cabello rubio platinado. Genaro lo conocía de oídas.
de las bocinas, el jefe de custodios lo esperaba en el portón, lue- Al inclinarse en el bebedero recordó que, durante una de sus pri-

238 239
meras noches en el penal, sus compañeros de celda lo habían pues- ¿pos no que muy gaviota?, ¿cómo se dejó agarrar?, fue después
to al corriente entre expresiones de temor y admiración: Esos ba- de un zafarrancho en las orillas de Camargo, quien lo contaba
tos sí son cabrones, ese, los más gaviotas de por aquí, afirmó era el Jorongo, venía con dos de su banda y se trenzó con la gen-
Reyes Menchaca, sincho, el que se mete con ellos no la cuenta, te de García Alavez, ya hasta le compusieron su corrido y todo
.. compa, el Jorongo mostraba entusiasmo al hablar, no se andan el pedo, ¿no lo has oído?, el Cóster se llevó por delante a tres
con mamadas, o te matan o te matan, ah, chingá, ¿pos qué son güeyes con su cuerno de chivo y cuando llegó la federal tavía le
Rambo o qué?, casi, carnal, el que menos lleva sus tres muerti- daba vuelo al tartamudeo, pero taba herido y los chotas lo deja-
tos, ¿y eso se te hace mucho?, no te pongas pendejo, ese, haz

.,
ron desangrarse hasta que se desmayó, traiba tres balazos y ai lo
caso, dos o tres de ellos fueron sicarios del cártel, han bajado guachas, tan campante, lo dicho, ese compa tiene el pellejo duro,
.-·';:) cabrones aquí, en el De Efe, en Tijuana, en Juaritos, en Sinaloa,
---·---"'-"~"·~'""'·"-"º"" sentenció Marco, ora maneja los hilos desde aquí adentro y es-
uno de ellos hasta estuvo en Colombia arreglando cuentas, pon- pera el resultado de la extradición, sincho, dijo el Jorongo, los
te al tiro, casi todos tan bien parados con la mafia, con los me- gabachos se lo quieren ajusticiar allá en gringolandia, igual que
ros chingones, agregó Marcos, y los capos los siguen alivianando al Loco Pruneda, ¿ya lo ves, mi Generoso?, concluyó Reyes Men-
acá, machín, sobre todo al Cóster, ¿qué no?, ¿el Cóster es ese ....-:---·-·~" ,,_
chaca, mejor sacarle la vuelta a esos batos, ¿qué no?
güero bien calote?, simón, gay, águilas con ese bato, los ojos de Cuando ya no le cabía una gota de agua más en el estómago,
Reyes Menchaca bailaban de·un lado a otro igual que si tuviera cerró la llave y cruzó frente al Cóster y su palomilla, tranquilo,
~ miedo de ser oído invocando al gringo, siempre llega bien bule, devolviendo las miradas frías como si de saludos se tratara. To-
le gusta matar, disfruta ver correr la sangre, es un sádico pues, dos sus conocidos les temían, excepto él. No tengo por qué. Lo
[ohl , [no se me friquié, pinche Reyes Menchaca!, bromeó Ge- que han hecho no es ninguna hazaña. Además, la noticia de
naro, nel, mi Generoso, Marcos tomaba muy en serio los con- cómo Genaro había matado a un patero reconocido sin ayuda
sejos, lo que dice aquí el pelón es neto, según esto el Cóster fue de armas ya se sabía entre los presos y eso le otorgaba un aura
? chota allá en El Ei, de donde son los polis más gachos, y andu- prestigiosa. También la sabían los del oficio, que desde el muro
vo tamién de cazador de recompensas, así es el tiro, dicen que ahora lo miraban con los ojos entrecerrados por el sol, levantan-
"'*"'
llegó por estos rumbos persiguiendo a un paisano por el que ofre- do la cara como si lo olfatearan ..No cortó camino a través de las
cían una ristra de varios miles de verdes, sincho, completó el Jo- canchas para llegar a donde Reyes Menchaca jugaba con la pe-
rongo, y cobró la feria pero entregó un cadáver irreconocible, lota, prefirió caminar pegado a la barda con el fin de aprovechar
[lo bía torturado nomás por puros puntos!, ¿qué te dije?, ¡si es la sombra. Al saludarlos, los presos con quienes se topaba pare-
un ojete el bato!, ¡de friquearse!, ¿qué no?, bueno, ¿y por qué cían enumerar los apodos que le habían puesto desde su arribo
••• se quedó acá?, pos le gustó la frontera, le vio futuro, y puso su al penal.
cantón en McAllen y luego luego la hizo el bato, empezó a pa- -Qué onda, Manotas.
sar yerba y nieve, mojarras y hasta dicen que órganos de niños -Ese mi Generoso.
de aquí pal gabacho, y de allá pacá armas y fayuca, lo que se pu- -Qué pues, Marqués.
diera vender de un lado o del otro, todo un caso, meditaba Re- · -Órale, Barbas.
yes Menchaca, se hinchó de lana hasta que lo ganchó la ley, ¡oh!, Aunque a veces lo desesperaba la inmovilidad, no podía ne-

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gar que se sentía en casa, igual que se había sentido en aquel ba- conocerla, la muchacha estaba demacrada, flaca; varios moreto-
surero, allá, en un Monterrey tan lejano que parecía irreal. Al nes en el rostro delataban una golpiza reciente. Venía amarrada
fin y al cabo es lo mismo, ¿no? Vislumbró el brillo de la calva de las manos a otros mexicanos que los gringos devolvían al país
de Reyes Menchaca coronada de sudor. Éste también es un ba- como si fueran un hatajo de animales. Caminaba con dificultad
surero. Nomás que aquí tiran pura carne humana. Los hombres y sus ropas lucían manchas de sangre. Cabrones gringos. Cómo
corrían tras la pelota, driblaban, la lanzaban al aro, encestaban los tratan. Ella encabezaba la cuerda. Un oficial rubio la sujetó
y luego festejaban el triunfo con una algarabía que los de afue- de sus ataduras, estirándola hacia el interior del puente donde la
ra nunca hubieran imaginado. No parecían presidiarios, sino va- esperaban algunos oficiales mexicanos. Al hallarla tan indefen-
cacionistas descansando en un sitio de retiro. Genaro sonrió ante sa, el Chato sintió necesidad de auxiliarla. Tomó de su morral

•• tanta inocencia. ¿Quién pensaría que un secuestrador, un ma-


tón, un ratero, un traficante, reiría así con sus compañeros tras
los muros de la penitenciaría? Nadie, seguro. Como nadie sería
capaz de imaginar que existe gente que puede ser feliz en el ba-
surero del mercado de abastos. ¿Verdad, Muda? Al recordarla
el bote lleno de agua e intentó acercase, mas lo detuvo uno de
los policías .
-¡Quítese de aquí!
-Nomás le voy a dar agua. Tiene sed.
-¡Que se retire le digo!
recapacitó: Ora sí nos jodieron, mi Muda. Ya nunca vamos a Otros agentes se interpusieron en su camino, obligándolo a
volver a vernos. Yo aquí; tú, sabrá Dios dónde. Comenzaba a dar marcha atrás. No obstante, la mujer se dio cuenta de sus in-
~ deprimirse ante la perspectiva de que el resto de su vida trans- tenciones. Le brindó una mirada agradecida y sonrió. Genaro re-
curriría en la celda, en los patios del penal, cuando vio venir di- gresó a donde se reunían los macheteros del puente y uno de ellos
recto a su rostro un proyectil anaranjado. Alzó las manos y lo le dijo:
atrapó. -Ni te metas, carnal. Aluego también a ti te cargan.
-¡A jugar, barbón! -Tanto pasar y pasar -filosofó otro-, y siempre termina

- .
Botó el esférico una, dos, tres veces. Flexionó las rodillas.
Avanzó con la mirada fija en el tablero, burlando la defensa tor-
pe del tatuado y saltó para tirar al aro. Mientras veía el vuelo de
la pelota, sintió que la emoción del triunfo inflaba su pecho y le
por apañarte la migra.
-¿Y qué les hacen?
-Pos asegún... A algunos nomás los echan pacá. A otros los
madrean. O los enchiqueran un buen rato en una cárcel gabacha.
barría las ideas oscuras de la mente. -A la morra esa segurito se la cogieron. Y no creas que no-
más una vez. Mírale la cara. Se defendió y se la dejaron ir a
güevo .
•• Encontró al patero cruzando el puente internacional tan sólo unos -¿Los de la migra?
días después de haber visto a la muchacha en una cuerda de de- -Los de la migra, los patrones, los pateros o hasta los mis-
tenidos por la migra. El rostro femenino moreno, de facciones mos güeyes que cruzaron con ella, y aluego en la cárcel, otra vez.
finas, se había grabado en la memoria del Chato debido al cho- En el bisne de la pasada cualquiera le da su llegue a las viejas,
rro de luz con que la bañó la lámpara aquella noche. También su con eso de que no tienen derechos y de que andan solas y nece-
cuerpo sinuoso y opulento. Sin embargo, en el momento de re- sitadas... Al rato hasta los chotas esos le van a meter mano, car-

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nal. Es más, no dudes que el mismo pinche patero que les bajó voz aguda, aguardentosa, lo hicieron revivir la rabia de aquella
la feria por pasarlos los entregó. noche en el parque. En su mente se amontonaron las imágenes
La cuerda pasaba junto a los cargadores y la muchacha vol- de las sombras y los gritos en la oscuridad con la cara herida de
vió a mirar al Chato. Parecía haberlo reconocido. No es posi- la muchacha que venía en la cuerda de indocumentados. Cerró
ble. Cuando había luz nunca me vio la cara, y ya en la noche el los párpados y también vio a los zopilotes devorando el cadáver
tal Gabriel no me echó la lámpara a mí. Gabriel... Sólo en ese del caballo, la mirada aterrorizada de la Maga, las nalgas del ma-
momento lo recordó. Un brote débil de ira prendió en él al pen- ricón en el río Santa Catarina. Los abrió; los rayos del sol se le
sar que quizás era cierto que ese tipo había entregado al grupo arremolinaron en las pupilas enrojeciéndolo todo. Allá, atrás del


después de embolsarse los doscientos dólares de cada uno. Po- resplandor, estaba la sombra del patero, una sombra enorme y
bres morras. Volvió a acordarse de la Muda. La imaginó atra- robusta, coronada por un sombrero texano, que le repetía una
vesando las mismas vejaciones que la morena y apretó los dientes y otra vez: Ya te vi, ya te vi. Tienes miedo. Miedo .
, hasta hacerlos rechinar. Ya cerca de las casetas de aduana en el Caminó despacio hasta situarse junto a Gabriel y dejó caer la
lado mexicano los agentes desataron a los detenidos, y con las caja al piso. Las botellas tronaron en un campanilleo de crista-
manos libres los condujeron hacia las oficinas de migración. De les rotos y líquido derramándose. Por reflejo, Gabriel intentó le-
ahí los llevarían a la central de autobuses para enviarlos de re- vantarlas. Se agachó mientras gritaba una maldición. Entonces
greso a sus lugares de origen. El Chato no volvió a ver a aque- el Chato pateó con fuerza la cabeza del patero y el sombrero te-
lla mujer. xano voló un par de metros. El tipo se tambaleó y, antes de que
~
Las jornadas bajo el sol en el puente transcurrían iguales una pudiera hacer nada, el pie del Chato se hundió violento en sus
tras otra. El Chato se afanaba, acercándose solícito a cualquiera testículos. El cuerpo de Gabriel se aflojó, se dobló por la cintu-
que trajera varios bultos, soportaba impasible los desaires y el ra, y las manos fueron hacia su entrepierna buscando darle una
desprecio de quienes lo consideraban demasiado sucio para ser- protección tardía. El Chato vibraba, enardecido, excitado, la
virles de cargador y agradecía gustoso los centavos de quienes sensación de poder lo enloquecía. Con la diestra agarró al pate-
sí aceptaban sus servicios. Había reunido poco más de ciento cin-
,........, cuenta dólares y, según sus cálculos, en menos de una quincena
ro por el cinto, con la izquierda de los cabellos y lo acarreó casi
en vilo hasta sentir el impacto seco de la cabeza contra el pasa-
completaría la cuota para buscar a otro patero. Había olvidado a manos de concreto del puente. El otro soltó un grito ahogado. El
la morena cuando un tipo alto, fornido, vestido de vaquero lo lla- Chato repitió el movimiento hasta que Gabriel cesó de gritar, has-
mó a la salida del lado americano. Quería que le ayudara a cargar ta que su cráneo, estrellado igual que una vasija de barro, emi-
un par de cajas de Chivas Regal. El Chato se echó una al hom- tió múltiples crujidos y sus piernas no dieron más. Enmedio de
,.. bro. Empezó a caminar rumbo a la aduana y un grito lo detuvo: sus jadeos, el Chato distinguió las exclamaciones histéricas de
-¡Ey, pérate, cabrón! ¿A dónde vas? [Falta la otra! los testigos, algunos muy cercanos, y creyó estar repitiendo una
-¿A poco quiere que también yo cargue la otra?
~ ..Jl!_viyi,g_ª:Percibióel pánico de los automovilistas queila=·
-¡A güevo! ¡Y si no, ya te puedes ir largando por donde.ve- bían bajado de sus carros. No oyó pasos, y los supuso a todos
niste! Le hablo a otro, al fin lo que sobran son burros. inmóviles, pasmados. Vio sus manos tintas en sangre y lo reco-
No lo había reconocido, mas las expresiones envueltas en esa rrió un estremecimiento que lo hizo sonreír. Los vellos se le eri-

244
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zaban de satisfacción. En el barandal de concreto se habían em- punto Reyes Menchaca conocía los detalles. Dio una fumada al
barrado trozos de cuero cabelludo y plastas blancuzcas. A sus cigarro y volteó a verlo. El pelón aparentaba sentirse a gusto en
pies,. el patero se convulsionaba con el rostro sumido en la caja su compañía, protegido. Como la Muda. Como Efraín. Por eso
de botellas. Todavía te mueves, hijo de la chingada. Arremetió le había ofrecido sitio a su llegada: necesitaba seguridad. No me
a brincos sobre la nuca de su víctima al tiempo que volteaba a vaya a salir igual de coyón y de rastrero que aquél. Sería decep-
su alrededor amenazante, mirando a los testigos igual que si les cionante en alguien con su trabajo. Reyes Menchaca se dedica-
preguntara si querían ser los siguientes. El cuerpo dejó de sacu- ba a distribuir drogas dentro del penal, del mismo modo que sus
hermanos en la calle. En los días de visita, varios hombres y mu-

.,
dirse cuando el rostro tocó el piso tras machacar las botellas. Por
la acera del puente se dilataba un charco de sangre revuelta con jeres hacían cola para entrevistarse con él y, al regresar a la cel-
licor. El Chato todavía saltó un par de veces encima de aquel ama- da, Genaro veía cómo los bolsillos de sus pantalones estaban a
sijo de huesos triturados antes de caminar rumbo al lado mexi- punto de reventar de papeletas y guatos envueltos en periódico.
cano, despacio, respirando fuerte, saboreando con toda calma la Los Reyes Menchaca eran una familia de delincuentes menores
emoción de haber hecho cuentas con el tal Gabriel, sintiendo cómo muy conocida en ciertos barrios de Nuevo Laredo. No obstante,
la adrenalina lo transformaba en alguien superior a los que lo veían Genaro no oyó de ellos sino hasta caer preso.
en silencio, con los ojos y la boca abiertos, casi sin respirar. Has- La pregunta del traficante se había quedado sin respuesta, así
que el Jorongo, otro de los inquilinos de la celda, rompió el si-
l ta sus compañeros cargadores se apartaron de su camino. Sólo
comenzó a correr al mirar que los aduanales salían de las case-
tas llevando la mano a la cintura, aunque sin desenfundar sus pis-
lencio:
-No sólo la cara. Dicen que le machacó la cabeza hasta ha-
tolas. Se limitaron a observarlo, sorprendidos también, incapaces cérsela un mazacote. A ese fulano no lo pudo reconocer ni su
de actuar. Abandonó el puente y corrió a lo que le daban las pier- mamacita. Este compa ta cabrón.
nas por avenidas llenas de comercios para turistas donde abun- -¿Es cierto?
daba la gente; luego por calles solitarias y, al final, cuando ya -Sincho. Es neto.
caminaba falto de aliento por los barrios sin pavimentar, viró en No quería recordarlo. Se removió en el camastro para seguir
dirección del río Bravo. Recorrería la ribera hasta el Parque Vi- fumando en tanto miraba el techo. Pensó en sus planes de reco-
veros. Ahí podría ocultarse lo que restaba de la tarde y pasaría rrer los Estados Unidos hasta Los Ángeles, hasta Nueva York,
la noche a salvo. hasta Alaska. Ahora ni modo. Pensó en Monterrey. Si se hubie-
Ya no pensaba en el patero muerto, ni en toda la gente que ra quedado ahora no estaría preso. Sí, sí estaría. Allá o aquí ha-
bría sido igual: ya estaba escrito. No tenía dudas, en Monterrey
1

había atestiguado el crimen. En su mente sólo se hallaba una ima-


~en: la de una mujer joven y dos niños, que lo embargaba con también hubiera vuelto a matar. Aventó la colilla al rincón y se
!ma sensación de descanso, de refugio, de calor humano. incorporó. Los demás interpretaron sus movimientos como un
deseo de continuar la plática.
-¿Y por qué lo chingaste? ¿Es cierto lo que dicen?
-¿Es cierto que le deshiciste la cara? -¿Qué dicen?
Nunca habían hablado de eso y Genaro ignoraba hasta qué El que respondió fue el Jorongo:

247
246
-Hay varios decires. Unos que porque no te quiso dar pro- se acercaba. ¿Y si muriera aquí? Las ideas en su cabeza se des-
pina ... Otros que porque te gritó muy güevudo cuando le esta- dibujaron igual que si por instinto las rechazara. Entonces, como
bas cargando unos bultos. Hay otros güeyes que juran que te lo si hubiera leído sus pensamientos, Reyes Menchaca lo miró con
echaste nomás porque te miró feo ... preocupación.
-¿Por qué fue, mi Generoso? -insistía Reyes Menchaca. -Hay algo que no te hemos dicho, mi Generoso: el güey ese,
Nomás porque se lo merecía, quiso responder. Así te lo me- al que te echaste, por ai dicen que trabajaba para el Cóster.
reces tú, el Jorongo y yo mismo y todos los que estamos en este -Simón -se rió el Jorongo-. Era su empresa de transpor-
pinche penal y los de afuera. Motivos sobran. Nomás faltaba al- te internacional.

., guien que lo hiciera y yo elegí ser ese alguien. Pero no dijo nada. -Ya te dijimos que con ese hule hay que andar al tiro.
Miró la pared mientras buscaba en sus bolsillos otro cigarro. Du- -Nadie le gana en lo gandalla.
daba entre salir al patio a caminar, jugar un partido de pelota o -¿Quién les dijo?
echarse de nuevo en el camastro. Debía hacer ejercicio; desde -A mí me contó la Florinda, todo agüitado.
que estaba adentro había aumentado de peso. A la hora del ran- -¿La Florinda?
cho devoraba no sólo sus raciones, sino todo lo que dejaban sus -Uno de los jotos de allá abajo. El que siempre te ve con
vecinos, por lo general inapetentes a causa de la droga. Sí, me ojos de borrego a medio morir.
hace falta un buen juego de básquet. Durante los últimos días se -Je, je. Está enamorado de ti esa güey.
L había aficionado a ese deporte, y no era malo en él. Sin embar-
go, la perspectiva de estar bajo el sol de la tarde lo llevó de nue-
Lo recordaba: un muchachillo muy blanco, delgado, con pelo
oscuro. Bastante femenino. Se ponía nervioso cuando lo veía ba-
vo a tirarse en su litera. Después salgo. jar las escaleras aunque nunca cesaba de mirarlo. Varias veces
El Jorongo, que no dejaba de contemplarlo, sonrió con ros- le ofreció cigarros o refresco y al no obtener respuesta de Gena-
tro estúpido y dijo: ro dejó de hacerlo. En ocasiones se lo encontraba al lado del Cós-
-Me contó el jefe de custodios que seguro te dan cincuenta ter, y éste lo abrazaba por la cintura como si fuera su novia, le
_.,.., años. manoseaba las nalgas o lo besuqueaba para después reírse de él
con sus amigos. La Florinda. Tenía fama de ser uno de los pros-
Eso decían todos en el penal. Mejor no haber podido inter-
narse en los Estados Unidos. Si hubiera matado a un hombre así titutos más solicitados. Hasta el Jorongo y Reyes Menchaca lo
allá, lo habrían condenado a la pena de muerte. La silla eléctri- habían subido alguna tarde a la celda.
ca o la cámara de gas, dependía de dónde. Morir. .. hasta ahora -¿Y él cómo sabe?
no había pensado en esa posibilidad. Hacer el papel de víctima -Oh, qué no ves que coge con el Cóster. Información de pri-
y desangrarse ante los ojos de la gente, de un niño; dejar ir el úl- mera manuela...
timo aliento con una sonrisa y un brillo de alegría en la mirada -Según dijo, te la tiene jurada, carnal. Ese cabrón ya lleva
como los agonizantes que había visto. ¿Se sentiría alivio? Esta- muchos. Aquí mismo ya va como en el quinto.
ba seguro de ello. Sólo el caballo había muerto con una mueca Genaro visualizó la figura del Cóster. Demasiado grande, de-
de terror entre los belfos. Los hombres no. Ellos lo miraron con masiado fuerte, demasiado curtido, demasiados amigos a su al-
agradecimiento. No debía ser tan terrible. Quizá su momento ya rededor siempre. Las cosas se ponían difíciles. Ése sí me va a

248 249
. >J

matar. No hay modo. Hizo un repaso rápido de los hombres a -Mira. Aquí no nos ven.
quienes había quitado de enmedio. Primero tres muchachos con- Un pudor extraño llevó la sangre y el calor del cuerpo a sus
fiados y famélicos. Luego dos pepenadores disminuidos por el mejillas. Se mantuvo quieto. Si aquella pareja lo descubría, lo
alcohol. El patero que no se lo esperaba. En cambio, el Cóster tomaría por un mirón, un degenerado puñetero. Revisó su rop:
siempre andaba al tiro, se veía bien alimentado. Cayó en la cuen- y la encontró tan sucia que respiró aliviado: se confundía con e
ta de que si estaba vivo era gracias a la suerte, a la distracción o color ocre de la tierra, con los lamparones que imprimía la som-
a la confianza de sus víctimas. Pero con el Cóster. .. Apenas aga- bra de las ramas en el suelo. Su rostro también contaba con ca-
rrarlo solo y distraído. Lo pensó un poco y decidió que sería im- muflaje. Procuró no moverse, no hacer ruido, y se dispuso a espiar

., posible. Ahora sí ya me llegó. No hay nada que hacer. Nomás


esperar a que pase. Si el gringo era tan bueno en eso de matar,
la cosa sería fácil, rápido y sin dolor. ¿Le tenía miedo al dolor?
No lo había sentido, o no lo recordaba. De cualquier modo, si
su hora ya estaba marcada, le daba lo mismo.
a la pareja. Casi unos niños, incluso vestían uniforme de secun-
daria. La muchacha parecía mayor y era quien llevaba la inicia-
tiva. Comenzó a besar al jovencito con delicadeza, sin prisa, como
si lo estuviera enseñando, los pómulos, la nariz, los ojos, el cue-
llo cerca de la oreja, la boca. Besos tenues, de los que apenas vi-
-¿Qué vas a hacer, camarada? bran en el aire y que de pronto, sin previo aviso, se convierten
-¿De qué? en un choque angustioso de labios, de dientes, de lenguas. Se de-

l -Con esto del Cóster.


-Quién sabe. Morirme, a lo mejor.
jaron ir a fondo: las bocas se absorbían, se penetraban, explo-
rándose a profundidad. Enseguida ella bajó para mordisquear el
cuello ajeno, conduciendo las manos de él hacia sus pechos y se
abrió la blusa enmedio de una serie de siseos que obligaron al
Al llegar al Parque Viveros supo que la vegetación lo ayudaría Chato desviar la vista incómodo.
a pasar desapercibido hasta la caída de la noche. Esquivó el área Un hormigueo le recorría las ingles pero su estado de ánimo
destinada a los días de campo y los juegos infantiles y anduvo se había estancado en la tristeza. Recordó a la Muda, a quien nun-
~
por una vereda oculta entre los arbustos que lo acercó a la ribe- ca tocó de esa manera. ¿Por pudor? De inmediato se respondió
ra. Se sentó a esperar. No sería tan difícil cruzar el río a nado, que no. No fue por pudor, sino por ausencia de deseo. La que-
aunque las historias sobre remolinos sorpresivos y cambios de ría como compañera. Como hermana, pues. ¿Había deseado al-
corriente abundaban en la ciudad. Se hablaba también de ranche- guna vez a una mujer? Sí, es probable. Y no hizo ningún esfuerzo
ros texanos que practicaban puntería con los mojados y de la bru- por recordar.
talidad de los oficialesde la migra. Sin embargo, no tenía remedio; Tornó a mirar a la pareja cuando cayeron al piso y la respi-
si se quedaba en la ciudad, de un momento a otro lo atraparían. ración de la muchacha se convirtió en un gemido largo. No se
Seguro ya lo buscaban. habían quitado la ropa. Ella tenía la blusa abierta por completo
Sacó un cigarro e iba a encenderlocuando escuchó pasos. ¿Tan y el jovencito succionaba sus pezones voraz. El rictus en el ros-
pronto? Se puso en guardia. Sí, dos personas se dirigían a él. No tro de la chica delataba placer y dolor al mismo tiempo. El Cha-
se movió. Se hallaba bien oculto y quizá no lo notaran. Aguan- to la contempló, deteniendo su mirada en ese par de senos blancos,
tó la respiración. Luego escuchó una voz de mujer. jóvenes, de aureolas morenas; en ese cuello cuya vena parecía

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reventar, y notó cómo su propia excitación se desbordaba. Lle- -¿Oíste?
vó una mano a su miembro duro y al tocarlo se estremeció. ¿Qué -Noo ...
se sentirá? Y se enredó en un amasijo de dudas. Es que sería tan -¡Alguien nos estaba viendo, Mauricio!
fácil. .. -No es nada... espérate ... ya voy a acabar ...
-No, espérate. Yo te digo. Sí. Ahí. Suave. Sí, ya está. ¡Des- Caminó por la orilla del río hasta donde, calculaba, había sido
pacio! ¡Ay! la cita la vez anterior. Aunque aún era temprano, la noche ya se
Al primer grito de la muchacha siguió otro más largo, dolo- apretaba entre las ramas de los matorrales. Del otro lado, a lo
roso, que se le coló al Chato por los oídos y le recorrió el cuer- lejos, se veía una carretera alta por donde circulaban automóvi-

., po provocándole una angustia desconocida. Sudaba. Su miembro


estaba a punto de reventar, al grado de que había dejado de to-
carlo para no derramarse en los pants. El sol se metía y las som-
bras se alargaban en el parque reptando sinuosas entre los arbustos.
En unos minutos no podría ver nada. Eso lo tranquilizó. Y no
les y camiones. De éste, el parque parecía desierto, pero el Cha-
to sabía que entre los arbustos abundaban parejas como la de le
estudiantes. Su persistente excitación lo incomodaba. El bulto e
su miembro erecto levantando los pants lo hacía recordar al P'
penador orgulloso de enseñar su verga a la noche. La imagen e
obstante, los gritos de la muchacha rompían la mordaza de los la- los senos de la muchacha y las nalgas del otro bombeando sobi
bios del joven y escapaban para ir a enroscarse sonoros en los ella no lo dejaban en paz. Tan fácil que hubiera sido. Matar, co-

L tímpanos del Chato. Entonces recordó los gritos de la muchacha


campesina al ser forzada por Gabriel y su sangre tomó unos ins-
tantes de reposo dentro de las venas. Si no ha regresado a su pue-
ger, echarlos al río y ya. El agua del Bravo burbujeaba muy cer-
ca de sus pies. Estoy demasiado caliente. Miró la otra orilla: tan
muerta como el parque. ¿Para qué esperar? Y se aventó al agua.
blo y anda todavía por aquí, al menos ya no va a toparse con ese Durante los primeros metros no fue necesario el braceo. Sólo
cabrón. Luego pensó de nueva cuenta en la Muda y también en tuvo que asentar los pies muy firmes en el fondo y resistir los
la Maga. Suspiró. embates. El agua fría actuó a modo de bálsamo: tras unos cuan-
La muchacha pegó un grito más agudo y alto que los demás. tos segundos, el Chato ya ni se acordaba de su calentura. Aho-
llJl!lil!l!'ll!
Luego el ritmo de sus jadeos decreció, al contrario del joven, que ra era otro el placer que lo absorbía: nadar, sumergirse en un
, ~ ..,.,.,.:
.. gruñía como un animal a cada empujón de sus caderas. Con la caudal sin fin, desquitándose de esta manera de días y días de fu-
escasa luz que restaba del día, el Chato pudo distinguir el páli- rioso sol, de su caminata en el páramo, de la sed que lo acosaba
do trasero subiendo y bajando, con el pantalón caqui del unifor- desde que tenía memoria. Chapoteaba semejante a un niño en al-
me a la altura de las corvas. Vino a su memoria la imagen del berca. Bebía grandes tragos de agua. Se dio el lujo de dejarse
maricón en el río Santa Catarina y la cólera se desató dentro de conducir por el río hasta un que un remolino lo revolcó hacia las
él: se movía del mismo modo, como si pretendiera atrapar un falo profundidades acabando con su diversión.
con el culo. A su pesar, volvió a ver las nalgas del muchacho. Entonces se vio obligado a luchar con el Bravo por su vida.
Su propio miembro endurecido fue entonces una afrenta y se puso La corriente lo hundía hasta el fondo lleno de peñascos y yerbas
de pie. Avanzó unos pasos hacia la pareja y se detuvo en seco. que se le enredaban en los pies. Lo expulsaba a la superficie a
¿Qué carajos voy a hacer? Dio media vuelta y se alejó en direc- fin de que pudiera tomar un poco de aire y volvía a jalarlo hacia
ción contraria. abajo en una tortura metódica que no parecía tener fin. Al tiem-

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po que hacía uso de todas su habilidades para evitar sucumbir, de blanco a ningún ranchero gringo. El camino de terracería re-
las leyendas que giraban en torno a ese río maldito se repetían sultaba demasiado expuesto. Si acaso, caminar agachado junto a
en su mente. Está vivo y es muy traicionero; debe más muertos los arbustos.
que el peor de los asesinos, decían quienes no se atrevían a cru- No pudo seguir dudando. Un fanal se encendió con un chas-
zarlo a nado. No vas a poder conmigo, hijo de mil madres. El quido frente a él; enseguida otro a su derecha y uno más a su iz-
Chato agitaba manos y piernas y sentía que los pulmones se le quierda. Encandilado, se llevó las manos al rostro para detener
cargaban de agua y la cabeza se le hinchaba como si alguien es- los chorros de luz. Detrás de los fanales varias armas se accio-
tuviera inyectándole gas a presión. No distinguía el fondo de la naron cortando cartucho. Escuchó órdenes en inglés que le so-
superficie, nadaba hacia donde su intuición le decía que se ha- naron a insultos. Levantó las manos, como había visto hacerlo
llaba el oxígeno, mas no lo encontraba. Los golpes en la cabe- en muchas películas. Ya valí madres. Suspiró y no se sintió mal:
za, en los hombros, en la espalda, aumentaban su angustia y, no le importaba que lo aprendieran, igual que no le importaba
cuando creyó que había hecho todo lo posible y comenzaba a aban- cosa alguna. Iba a donde su primer impulso lo llevaba, se dete-
donarse al empuje de los remolinos, el Bravo se cansó de jugar nía al cansarse, continuaba al sentirse aburrido.
con él escupiéndolo encima de una piedra, a unas cuantas braza- Un oficial rubio que ladraba sin descanso advertencias inin-
teligibles para el Chato se adelantó y le colocó las esposas. Al
(
das de la orilla gringa.
Descansó unos minutos, mientras tosía agua y recuperaba sus apagarse dos de los fanales, vio que había por lo menos seis si-
fuerzas. Había quedado exhausto, tanto, que estuvo a punto de luetas con sombreros texanos en la cabeza. Ya te vi. La imagen
dormirse agarrado a la piedra. Luego contempló su alrededor. borrosa del anciano vaquero de la cantina en Monterrey se inter-
No se veía el parque. En su lugar había varios jacales dispersos puso por unos momentos entre los oficiales de la migra y él. Has-
entre terrenos baldíos donde pastaban libres vacas y caballos. El ta este lado de la frontera me persigues, viejo demonio. ¿Me vas
a hacer matar otra vez? Pero el espectro desapareció de su mi-

_..
Chato creyó distinguir entre las sombras la silueta de una mujer,
una anciana recargada en una peña muy cerca de la orilla. ¿Cuán- rada cuando un tipo moreno, aindiado, vestido en forma similar
to me habrá arrastrado? ¿Varios kilómetros? El otro lado daba a los demás, se le acercó asestándole un discurso entrecortado
,;:~~.,. la impresión de ser un rancho. Había un camino de terracería pa- en inglés con claro acento mexicano. Nomás el uniforme traes
ralelo a la ribera y, más allá, una cerca de alambre de púas para de gringo, pocho cabrón. Ni siquiera puedes pronunciar como
ganado. El frío del agua amenazaba con acalambrarle las pier- los demás. En cambio, al hablar en español lo hizo con natura-
nas. Decidió recorrer lo que le faltaba de una vez. lidad.
Como si se tratara de una burla del río, el trecho que había -¿De dónde vienes?
entre la piedra y la orilla era tan ralo que el agua no lo cubría -Aquí, de Nuevo Laredo.
arriba de la cintura. Lo salvó con unos cuantos pasos. Al pisar -¿Cómo te llamas?
suelo gringo una intensa sensación de extrañeza lo recorrió por -Genaro ... =fue el primer nombre que le vino a la men- .
entero. Hubiera jurado que la tierra se movía bajo sus plantas, te-. Genaro Márquez.
negándose a sostenerlo. Pues estoy en el gabacho. ¿Y ahora? La
cerca de púas indicaba propiedad particular, y no quería servir

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Debía ser ése el día señalado. Genaro lo olió en el aire revuelto des es cuando se avientan a darle eran. No falta quién quiera ga-
y húmedo que lo hacía temblar, no obstante los cigarros, el cuar- narse una feria, pues.
tito de tequila y la cobija que le consiguió días antes Reyes Men- ¿Era por eso que percibía la trepidación en el aire? Las pa-
chaca. La onda fría los tomó a todos por sorpresa por culpa de labras del tatuado no carecían de lógica, aunque el presentimien-
ese sol terco, negado por completo a ceder su sitio en el centro to que oprimía los dentros de Genaro lo llenaba de ideas fúnebres
del cielo. El otoño había trascurrido como si fuera parte de la con respecto a su propia suerte. No es el Loco Pruneda, voy a
canícula y ahora la naturaleza les echaba encima un día robado ser yo. Ya no estaba seguro si sus temblores se debían al frío o
a las regiones polares. Por si fuera poco, los patios se asemeja- a la adrenalina que circulaba desquiciada por su cuerpo. Incluso
ban a un manicomio. de repente lo recorrían oleadas de calor. El viento rechiflaba por
-Van a cambiar de penitenciaría al Loco Pruneda -expli- los pasillos y traía los gritos de quienes jugaban a la pelota: ex-
caba Reyes Menchaca-. Parece que mañana. Así que hoy, si se clamaciones violentas y hostiles que de repente se volvían tumul-
puede, algunos van a querer hacer cuentas con él. tuosas.
Se trataba de un narco de los gordos. Genaro lo había visto -Oye ... -Reyes Menchaca señalaba con los ojos el patio.
dos o tres veces, siempre en el primer patio, del que jamás se -Son los del partido de básquet.
alejaba. Rico y poderoso, las autoridades del penal lo consentían -No. Oye bien: es una bronca.

( permitiéndole la entrada a las regaderas en un horario distinto al


de los presos comunes y llevándole comida especial hasta su cel-
da. Además le concedían permiso de contratar guaruras y algu-
Genaro aguzó los oídos. La gritería aumentaba. Subía de tono.
Muy pronto pudo reconocer algunas voces aisladas: [Ora, ora!
¡Mátalo, Jiménez! [Mátalo! Pasos encarrerados en diferentes di-
nos aseguraban que dormía con una metralleta bajo el colchón. recciones, más gritos; al final, los silbatos de los guardias. De-
Entre los reclusos gozaba de una celebridad a la que sólo hacía masiado tarde para evitar una muerte. Su pensamiento terminó
sombra la del Cóster, su contrincante de negocios afuera. Mu- de ensombrecerle el ánimo. Aunque sabía que el barullo en el
chos lo querían: pagaba bien los favores, compartía las putas y patio se debía a un simple pleito, el agujero en las tripas se le en-
la droga que su gente le hacía llegar y nunca negaba ayuda a quien sanchó. Se puso de pie y caminó varias veces de una pared a otra .
•••••
~,.,-.:<¡i
se la pidiera. Desde su arribo al penal, Genaro oía a los otros Encendió un cigarro y, al aspirar el humo, un sabor amarillo le
presos especular acerca de si el Loco Pruneda sería extraditado recordó que había apagado uno hacía muy poco. Aun así, siguió
al gabacho o si se lo llevarían a México. Ahora, alguien en el fumando, escuchando el tono grave, de rezo murmurado, de Re-
gobierno deseaba verlo dentro de Almoloya y para allá iba a ser yes Menchaca.
transferido. Genaro miró a Reyes Menchaca, quien seguía pen- -Así va a ser todo el día: una bronca por aquí, otra por allá;
sativo, y le preguntó: un muertito por aquí, un herido por allá. Y los custodios en chin-
-¿Te vas a quedar sin patrón? ga. Si de por sí en un día normal no se enteran de nada, imagí-
-De cualquier modo: si se lo llevan o si lo matan. Pero no nate así de atarantados.
es mi patrón. Le he dado la mano algunas veces, y él a mí. -¿Con quién se habrá trenzado el Jiménez?
-¿Y por qué piensas que lo pueden chingar? -Es igual. Nadie sabe nunca quién es el que prende el des-
-Así es aquí. Si se sabe que van a mover a uno de los gran- madre, pero en cuanto empieza se riega por todos lados. De vo-

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lada se llenan los calabozos de castigo, la enfermería, la mor- Tras un rato de peloteo, Genaro empezó a sudar. Con el frío
r
gue. Y cuando los pinches guardias creen que por fin pudieron se fueron también los presentimientos. Puras malas ideas. Hizo
apaciguar a la raza, aparecen los cadáveres meros buenos aden- el primer ensayo para encestar y falló por unos centímetros. Sí, I'

tro de las celdas, los de los chingones, y así te das cuenta de que puras malas ideas. Se me metieron en la cabeza por el rollo del
todo ese borlote nomás lo armaron para distraer: ponen de se- Reyes Menchaca. No pasa nada. Llegó el invierno, es todo. De
~
ñuelo a la perrada pa tener chance de ejecutarse a los más ca- vez en vez envolvía el patio completo en una mirada: lleno de ju-
brones. gadores en lo suyo, algunos custodiosincluso animaban a los equi- :1111

-Vamos al patio, ¿no? Aquí hace un buen de frío. pos. Más que un penal, aquello parecía unidad deportiva en
-Nel. Ni hay sol. Yo mejor aguanto aquí. pleno apogeo. ,
-Te vas a congelar. .. Jugaron cerca de una hora, hasta quedar empapados en su-
-Me voy a dar un arponazo, carnal -le mostró una jerin- dor. Luego Marcos y Genaro se desprendieron del grupo, se re-
ga-. Y si el frío sigue jodiendo me bajo por un putito aquí al cargaron en el muro y encendieron cigarros. Caía la tarde. Dentro
pasillo. de poco tendrían que abandonar el patio para meterse en las cel-
- Yo voy a buscar a Marcos y al Jorongo a ver si nos echa- das heladas. En esos momentos Genaro envidiaba a quienes vi-

L
mos una cascarita. vían apretujados ocho o diez hombres en una covacha para
-Órale. Si hallas al Marcos dile que me birlé su chiva y su cuatro: por lo menos se calentaban unos a otros. Y esto es ape-
cobija. nas el arranque del invierno. No quiero pensar cómo se va a po-
En las escaleras se amontonaba gran parte de los inquilinos ner después. Se imaginó temblandocon mayor violencia que hacía
de la crujía, pues ahí la temperatura era un tanto más soportable rato, y eso lo llevó a recordar el griterío que había escuchado.
que en las celdas. También el pasillo se encontraba atestado; los -¿Y con quién se madreó el Jiménez ese, Marcos?
prostitutos se daban calor unos a otros, y a los necesitados que -Ah, con un cabrón nuevo, no sé su nombre.
se arrimaban a ellos. No vio a la Florinda, quizás estaba ocupa- -¿Por qué fue?
do aliviándole el frío a alguien, como la mayor parte del tiem- -Sabe. Lo empujó en el juego o algo así.
"""""'
-~-~~H po. Salió al patio grande y enfiló a la cancha más lejana, donde -¿Y?
solía jugar con sus amigos. Casi todos los que se hallaban afue- -Ps, otro güey le roló una punta y le puso tres o cuatro pi-
ra corrían detrás de una pelota: la mejor manera de atemperar- quetes. Se llevaron al Jiménez al calabozo y al otro tuvieron
se. Genaro volteó hacia el sitio junto al muro que por lo regular que cargarlo, iba todo sangrado, yo creo que orita ya ha de es-
ocupaban el Cóster y su gente: vacío. Han de estar adentro. Un tar tieso.
atisbo de tranquilidad le aflojó los músculos del estómago. -¿De plano?
-¡Ese Marcos! -Ya ves. Y no va a ser el último. Hoy la raza anda muy bule,
-¿Qué pues, mi Barbas? ¿Quieres jugar? con ganas de sangre. ¿No te digo? ¡Mira!
-Nomás que a la de ya, porque me estoy congelando. Un alboroto súbito los hizo virar la vista en dirección del cen-
-Pos éntrale. ¿Dónde dejaste al Reyes Menchaca? tro del patio. Ahora uno de los amigos del Cóster iniciaba el al-
-Se quedó en el chante, con tu arpón en el brazo. tercado. Avanzaba hacia su rival con el pecho por delante, tirando

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manotazos con objeto de mantener al otro a raya. Pronto se tren- to al muro, un hombre corría con una mueca de dolor en tanto
zaron en lucha, abrazados, midiendo sus fuerzas. Cayeron al piso. con las manos se empeñaba en mantener dentro del vientre las
Genaro no pudo ver más porque los jugadores corrieron a pre- vísceras que escapaban por la abertura de un tajo. Genaro recor-
senciar el pleito, anteponiendo una valla humana entre los caí- dó a un torero corneado caminando hacia la barrera en condicio-
dos y su mirada. Alzó el cuello para examinar aquel enjambre nes similares. Iba a acercarse a él, pero lo perdióde vista. Atrapó
de hombres: el Cóster no se hallaba entre ellos. La ausencia del su atención un cuerpo que yacía inmóvil con la cabeza rota. El
gringo lo contrarió. ¿Dónde andas, desgraciado? Uno de los pe- patio olía a sufrimiento, a sangre y polvo, a sudor agrio, a cóle-
leadores era de los que no se le despegaban nunca, no tenía duda ra. La gritería por momentos bajaba de tono, enseguida se tor-
al respecto. ¿Lo había mandado con el fin de distraer? Sus sen- naba histérica, provocaba dolor en los tímpanos. Cerca de los
tidos se pusieron en alerta. Volvió a notar el cuerpo tenso y una bebederos, por lo menos diez reclusos pisoteaban un bulto uni-
ola de calor cosquilleándole en los brazos. Apretó puños y man- formado. Otros peleaban ya a unos metros de Genaro, quien con-
díbula. Sólo se dio cuenta de que Marcos caminaba hacia el tinuaba de espaldas al muro de la prisión, quieto, al acecho,
amontonadero de presos al oír su invitación: aguardando la presencia del Cóster.
-¿No vienes? Las atalayas de vigilancia se llenaron de guardias, aunque no-
Ni siquiera contestó. Ahí, desde ese recoveco del patio podía más uno portaba un rifle viejo. Casi en el mismomomento el jefe

L vigilar el terreno en conjunto. En cuanto apareciera el Cóster


lo notaría con facilidad: su enorme cabeza platinada sobrepasa-
ba a casi todas las demás en altura. ¿Y si deveras andaba tras el
de custodios surgió del pasillo que dividía los patios rodeado de
un pelotón, vociferado órdenes revólver en mano. Los prisione-
ros lo ignoraron hasta que dio un par de disparos al aire. Enton-
Loco Pruneda, como había insinuado Reyes Menchaca? La cel- ces, poco a poco, el tumulto fue calmándose. A la manera de una
da del capo quedaba en el otro patio, cerca de las oficinas, en la cinta proyectada en cámara lenta, Genaro vio cómo los puños se
crujía de los que contaban con dinero para pagar comodidades. congelaban en lo alto y descendían temblorosos al tiempo que de-
La duda le generaba desasosiego. ¡Que aparezca ya, carajo! Pen- jaban que los dedos engarrotados por los golpes se abrieran al
saba que había sido una estupidez no conseguir una navaja, una descanso. Los agredidos abandonaron la actitud defensiva para
pu 4
·~'· punta por lo menos. El Jorongo guardaba una en la pata de su recostarse con suavidad en el piso, engarruñándose enmedio de
litera. quejas y maldiciones. Los últimos rijosos fueron sometidos a fuer-
Varios de los mirones empezaron a empujarse entre sí y en za de garrote. Tras unos instantes de indecisión, la mayoría de
cosa de segundos cundieron los puñetazos y las patadas y algu- los presos corrió a refugiarse en sus celdas. Los guardias espo-
nos cuerpos se vinieron abajo. Los custodios se aventuraron a saban a los más furiosos y a quienes habían osado dirigir su ira
entrar en el tumulto, haciendo chillar los silbatos que nadie oía en contra de ellos; obligaban a otros a cargar a los heridos has-
y repartiendo macanazos a quienes estaban a su alcance. Pronto ta la enfermería. Las pocas camillasexistentesse usaron para trans-
también cayó el primero de ellos y decenas de pies lo machaca- portar a los oficiales golpeados. Cuando un custodio se aproximó
ron en el suelo. Luego otro y otro, hasta que todos fueron derri- a él para ordenarle que saliera del patio, Genaro seguía esperan-
bados. Cuando el resto de la guardia acudió en auxilio de los do a su rival.
caídos, aquello había degenerado en motín. Por el extremo, jun- -¡Rápido! [Muévanse, hijos de la chingada! -el jefe repar-

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tía garrotazos-. [Métanse en sus pinches agujeros! [No quiero ró tratando de no pensar en nada, de no imaginar, y caminó con
ver en el patio a ningún cabrón! ¿Me oyen? paso seguro. Los otros advirtieron su presencia abriéndose para
Justo cuando pasaba junto al que daba las órdenes, Genaro dejarlo entrar.
vio salir del pasillo al gigante gringo y a dos acompañantes. Ca- Lo primero fue el olor de la sangre, penetrante al grado de
minaba pavoneándose entre los demás, mirándolos a todos con marearlo. Luego los dos cuerpos: Reyes Menchaca arriba de su
desprecio y burla. Distinguió a Genaro y sus ojos dorados se lle- camastro, la espalda apoyada en la pared, los ojos abiertos y
naron con un destello de satisfacción. Lo señaló con el índice y un corte abriéndole la garganta. No era necesario ser perspicaz
movió los labios igual que si murmurara una amenaza y volvió para darse cuenta de que dos hombres lo habían sostenido de los
a sonreír. Genaro se paralizó durante un par de segundos, pero brazos con objeto de que otro lo degollara. La Florinda estaba
el jefe de custodios lo obligó a reaccionar con un garrotazo en la en el suelo, bocabajo, apuñalado por lo menos diez veces. Un
rabadilla. rosetón de sangre en el culo ilustraba la saña con que le habían
-¡Que te muevas, cabrón! dado muerte. Genaro giró el rostro y preguntó al hombre más
El Cóster y sus amigos celebraron el golpe a carcajadas. Ge- cercano:
naro ni se quejó ni dijo palabra. Miraba fijo los ojos del gringo -¿Quién fue?
sin parpadear, sin bajar la cabeza, sin mover un músculo de la -Sabe ...

l cara. Percibía cada uno de sus miembros en disposición para


la pelea. Se cruzaron en el camino, apenas a dos metros de dis-
tancia, y el índice del Cóster seguía señalándolo y en su rostro
aún estaba esa sonrisa que se ondulaba al proferir palabras ame-
-El putito andaba reteapurado -dijo otro-. Subió las es-
caleras corre y corre, quesque te tenía que avisar no sé qué, mi
Generoso.
-¿Y viste quién subió después?
nazantes sin sonido. Tras encararse, ambos se dieron la espalda -No, pos empezó el borlote en el patio y salí al desmadre.
y siguieron su propio rumbo. Genaro cruzó la valla humana en la puerta de su celda. En-
Ahora sí, ya está más que cantado. Genaro continuaba rumian- cendió un cigarro mientras bajaba las escaleras. Desde el pasi-
do su ira y su temor al entrar al pasillo. No hay para dónde ha- llo que dividía los patios vio que casi todos los custodios acudían
f.J, cerse. A pesar de ello, la sensación gozosa que corría por sus
venas y se desparramaba a los músculos le otorgaba la certeza
a la crujía de los pudientes. Uno de los presos que ayudaban a
los heridos le dio la noticia:
de haberle ganado unas horas a la muerte y, al mismo tiempo, -¡Mataron al Loco Pruneda! ¡Lo acaban de encontrar!
lo hacía saborear por anticipado el placer de morir y de matar. Mas Genaro no pareció enterarse. Continuó su camino a tra-
Los prostitutos y los tecatos habían desaparecido. Tampoco ha- vés de un patio desolado y frío rumbo a las celdas de los homi-
bía presos sentados en las escaleras. Un silencio inquieto aven- cidas. Pisaba sin dar cuenta de las manchas de sangre regadas en
taba el eco de sus pasos a todas las paredes y Genaro comenzó las canchas. Pateó un objeto metálico, vio que se trataba de un
a ponerse nervioso en tanto subía las escaleras. En tres meses de punzón bastante afilado, pero no se le ocurrió agacharse por él.
encierro nunca había escuchado el penal sin movimiento. Arribó Traía de nuevo los temblores en el cuerpo. Por sus brazos y pier-
al segundo piso y unos murmullos vinieron a recibirlo. Algo su- nas corrían oleadas de sangre caliente que ni el ventarrón hela-
cedía en su celda. Varios internos bloqueaban la entrada. Respi- do conseguía disminuir. Estaba oscureciendo y el cielo empujaba

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un tejido sucio de nubes por encima del penal. Genaro se limpió saltó encima de él. Su cabeza fue a estrellarse en la nariz del grin-
el sudor de la frente. A mitad del patio, un custodio rezagado lo go, mas de inmediato se encontró aprisionado por dos manazas
encaró garrote en mano. que lo hicieron volar en dirección a la pared. El choque lo cim-
-¡Nadie puede estar aquí! ¡Vuélvete a ... ! bró de pies a cabeza. Su visión enrojeció. Los hombres a su al-
De un codazo en la garganta la frase quedó incompleta. El rededor gritaban, vitoreaban al Cóster, lo insultaban a él, ,aunque
guardia soltó el garrote y cayó de rodillas, con la boca abierta y Genaro sólo veía sus rostros contorsionados y sus aspavientos,
las manos en el cuello. Los ojos se le desorbitaban al intentar ja- sin escucharlos. Muévete, muévete, no te dejes agarrar. Tú eres
lar aire para no ahogarse. Sin detenerse, Genaro agarró el ga- más rápido, aprovecha eso. Si te pesca, se acabó.
rrote y, conforme recorría el trecho restante hacia la última Y se movía. Saltaba, lanzaba un golpe y daba marcha atrás.
crujía, descifraba en la memoria las palabras que el Cóster le dijo Pero sentía que no hacía daño y, en cambio, en cada ataque él sí
sin voz al señalarlo con el dedo. No fue: Ya te vi, como creyó resultaba íastimado, disminuido. La sonrisa del gringo no se es-
en un principio, sino: Sigues tú. Sí, el gringo lo había sentencia- fumaba a pesar de los dos hilillos rojos que escurrían de su na-
do a él también, eufórico y soberbio, después de haber matado riz. Ni cosquillas le hago. Probó su propia sangre, armó un
al Loco Pruneda, a Reyes Menchaca y a la Florinda. Le ahorra- buche y tragó. Se lanzó de nuevo contra su rival. En el momen-
ría, pues, el trabajo de irlo a buscar. Que acabe con todos en una to en que se abrazaba con fuerza a la cabeza rubia, un par de pu-

l misma tarde si es tan cabrón. Entró en el edificio, donde varios


hombres conversaban sentados en los escalones de la crujía. Al
verlo, se pusieron de pie.
-¡Cóster! ¡Mira quién vino!
ñetazos en los riñones lo hicieron sentir que iba a estallar. Perdió
el aire, y con el fin de no caer se enroscó desesperado al cuello
del Cóster. Lo mordió en la frente al tiempo que con las rodillas
y los pies tamborileaba el pecho y el estómago del gigante. El
El gigante, que se hallaba unos metros arriba, se irguió en- otro continuaba golpeándolo de tal modo que los brazos de Ge-
tre sus incondicionales y al reconocer a Genaro sonrió burlón. naro perdieron presión, resbaló un poco hasta que quedó cara a
Sus ojos refulgían al compás de sus pasos mientras iniciaba el cara con su rival, con los alientos confundidos, mirándose a los
descenso. Era semejante a un oso polar, se movía lento, con pe- ojos muy de cerca. Las pupilas del Cóster ya no tenían destello.
l!r sadez, alardeando la potencia de su humanidad. Alguien le ofre-
ció al pasar una navaja. La rechazó y dijo a gritos, para que nadie
Genaro creyó distinguir en ellas una expresión de desconcierto.
Entonces abrió las fauces y atrapó entre los dientes la nariz del
se quedara sin escucharlo: gringo. Los golpes contra su cuerpo ganaron ímpetu, y Genaro
-¡Si este infeliz mató al Gabriel sin armas, así me lo voy a respondió el ataque apretando aun más las mandíbulas. La boca
chingar yo a él! se le impregnó del zumo de la sangre y la carne ajenas al tiem-
Una patada anónima brotó de entre los mirones y le arrancó po que una descarga gozosa envolvía sus miembros. Un estre-
a Genaro el garrote de la mano. La adrenalina lo tenía a punto mecimiento llenó de cosquillas su esfínter y estuvo a punto de
de ebullición, su cuerpo completo era un solo estertor tenso. Un aflojarlo. Lo contuvo el alarido del gigante que le destapó por
tapón agudo se instaló en sus oídos impidiéndole escuchar otra fin los oídos. Se quedó con un jirón entre los labios en el instan-
cosa que no fuera su propio respirar, sus latidos galopantes. te en que el Cóster, sacando fuerzas del pánico y el dolor, lo lan-
Apenas el Cóster bajó el último peldaño de la escalera, Genaro zó encima de los mirones.

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Quienes cayeron bajo él le impidieron levantarse de inmedia- a otro. Ahora sí se sacudió en un larguísimo estremecimiento.
to. Ya nadie gritaba. Incrédulos, veían al Cóster dando saltos cor- Descargó una serie de garrotazos en la cabeza, en el cuello, en
tos en círculo como si quisiera echar a correr para buscar alivio. el rostro desfigurado del gringo en tanto su esfínter, incapaz de
Bramaba maldiciones en su lengua y se agarraba lo que le había aguantar por más tiempo el cosquilleo, se abrió en una suerte
quedado de nariz en un intento inútil de contener la hemorragia. de torrente orgásmico. El gigante se desplomó de espaldas con
~,i ¡Párate! Genaro no supo de dónde venía esa voz cascada, si de un retumbo sordo. Genaro estaba de pie, con la navaja hundida
afuera o del interior del cerebro. ¡Aprovecha! ¡Es ahora o nun- hasta el mango en las entrañas; la sangre, la orina y las fuerzas
ca! Se zafó de las manos que lo sujetaban en el suelo, se incor- escapándose de su cuerpo. Por unos segundos contempló el bul-
poró, y un objeto cilíndrico lo hizo resbalar de nuevo. Era el to de su rival en el suelo, la cabellera antes rubia ahora sucia de
garrote que le había quitado al custodio. Los mirones lo seguían sangre y tierra, y, aún con la piel erizada tras el acceso de pla-
tundiendo, mas comparados con los golpes de su rival éstos no cer, soltó el garrote y llevó las manos a la navaja. Cayó sobre
lo mermaban. En ese instante el Cóster dejó de bailar y mano- sus rodillas antes de poder arrancar de su carne la hoja de ace-
tear. Volteó hacia Genaro y lo miró igual que un demente. En- ro. Ahora o nunca. La voz cascada apareció otra vez. Sí, es aho-
seguida se dirigió a uno de sus hombres con voz gangosa: ra o nunca. Se arrastró de rodillas cosa de un metro, para ver
-¡La fila! ¡Dámela! ¡Pronto! bien lo que quedaba del rostro del Cóster. El gringo no había per-

L Genaro se estiró hasta alcanzar el garrote y a golpes se qui-


tó de encima a los que intentaban mantenerlo en el suelo. Logró
ponerse en pie cuando el Cóster ya venía sobre él con la navaja
en la mano. Apenas esquivó la punta con un salto de costado al
dido el sentido, lo miró con sus ojos sin brillo, y torció la boca.
Genaro vio bien esas pupilas doradas que antes le parecían tan
fieras. Tuvo un nuevo espasmo y sintió correr más líquido ca-
liente entre sus piernas. Sonrió. Levantó la navaja en cuya pun-
tiempo que soltaba el primer trancazo en la oreja de su rival. ta se extendía un rojo viscoso y la acercó a la cara del gigante.
Éste reaccionó con un respingo, de la misma forma que si hu- De ésta ya no te levantas, cabrón. Los párpados del Cóster se
biera recibido un piquete de insecto. Genaro se dio cuenta de que abrieron hasta casi desaparecer. Con el último aliento logró im-


el gringo no veía bien, y respiraba con dificultad a causa de la pulsar el puño que fue a estrellarse en la mandíbula de Genaro,
sangre que manaba de su muñón. Ésa era su ventaja. Lo dejaría justo en el momento en que iba a hundirle la hoja de acero en
atacar primero. Pero esta vez la navaja sí le rasgó la carne a pro- el ojo.
fundidad en la cintura al tratar de esquivarla. El desgarrón lo ayu- Todavía conciente, mientras comprendía que la vida se le es-
dó a reaccionar con rapidez y asestó un garrotazo en la rodilla y .. capaba, percibió sobre su cuerpo algunos golpes, algunos pique-
otro en el rostro del Cóster. Lo vio tambalearse y se tiró a fon- tes; escuchó insultos, pasos, discusiones. Creyó distinguir, entre
do: dos, tres trancazos en las rodillas, otro en la cabeza. Si se un alboroto que poco a poco disminuía de volumen, el sonido de
cae, ya no se levanta. Y repitió los golpes ante el estupor de los los silbatos de los custodios. No le dolía el cuerpo; ni siquiera
mirones. Sólo se detuvo en el instante de sentir que por dentro notaba las heridas. Sólo estaba exhausto, satisfecho, como des-
le jalaban los intestinos tratando de arrancárselos, sin dolor, una pués de un prolongado lance sexual. Orgulloso de sí. La voz en
simple presión incómoda en su vientre adormecido: el Cóster le su cerebro había dicho: Ahora o nunca, y él había cumplido.
había enterrado la navaja bajo el ombligo y la removía de un lado

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cer lo que se pueda, ¿cómo lo ve, médico?, ¿saldrá de ésta?, creo
Cada vez que vislumbraba el umbral de la conciencia el sufri- que ya está estable, aunque veo difícil que sobreviva, hubo dema-
miento se le adhería a los entresijos, le arañaba la espalda, roía siado daño, ¿cuántaspiquetes tenía?, once heridas provocadas con
el interior de sus arterias, de sus tripas, apretándose en un nudo arma punzocortante, y también presenta varios golpes internos
ciego, cerrándose hasta que unos gemidos provenientes de muy de cuidado, es que lo golpearon entre todos los presos de la cru-
lejos llegaban a su cabeza, la penetraban y se quedaban en ella jía, y un preso lo estaba apuñalando cuando llegamos, se nota
rebotando entre las paredes del cráneo. ¿De quién eran los ge- que esos dos asesinos se traían muchas ganas, ¿no, doctor?, sí,
midos? De quien fueran, lograban distraerlo al grado de hacer- pero éste fue quien se llevó la peor parte, ¿cómo se llama?, Ge-
lo olvidar el martirio del cuerpo. ¿Serían suyos? No podía estar naro, Genaro Márquez dice aquí, háblele, enfermera, le hace
seguro. Allá en los antros más escondidos de la muerte, donde bien, de perdido que escuche una voz antes de morirse, sí, doc-
buceaba desde hacía una eternidad, todo lo que se originaba en tor, Genaro, Genaro, lucha, sólo si pones de tu parte te vas a po-
el exterior de su pellejo acudía a él transformado en otra cosa', der aliviar, no te dejes morir, aférrate a la vida, Genaro, ¿cómo
confundido con la humedad tibia que bañaba cada una de sus cé- va el recluso, doctor?, sigue inconsciente y no acaba de reponer-
lulas, con el rumor siseante de la sed que le escocía la garganta se del intestino y el estómago, yo no puedo hacer más en estas
y llenaba de tierra su boca, con la vibración sin fin del esquele- condiciones, ¿pero se va a salvar?, tal vez si lo trasladamos al

l to, con el entumecimiento de los músculos, con ese trozo de me-


tal filoso que seguía allí, en las entrañas, aunque lo hubieran
retirado antes de suturarle la abertura.
Todo le llegaba distinto, aumentado o disminuido por ese cuer-
otro lado o a Monterrey para una reconstrucción de órganos en
un hospital de deveras, ¿tanto le interesa que regrese a su cel-
da?, no, a mí no, lo que pasa es que el licenciado ese de la ca-
pital ha estado preguntando por él, el tal Damián Reyes Retana, s«
po yerto y maltrecho: el frío y el calor, las corrientes de aire, los ¿y por qué el interés?, sabrá Dios, pero ya antes ha liberado a
estridentes ruidos metálicos del instrumental, las luces a veces otros presos dizque para que trabajen con él en quién sabe qué,
cegadoras, semejantes a las que emitían los fanales de la migra, dicen que se trata de un picudo, con influencias en los meros Pi-


a veces tenues como la de una vela a un paso de extinguirse, la nos, ya vine a ponerte tu inyección para que te mejores, lucha,
densa oscuridad, la pestilencia de la carne enferma y los olores Genaro, lucha, no te nos vayas a morir, ¡señorita!, ¡ya deje a ése
nauseabundos de las medicinas, los linimentos, los desinfectantes, y ocúpese de los otros enfermos!, sí, doctor, ¡cuidado!, ¡está vo-
las cálidas manos de mujer que se posaban en su frente prime- mitando otra vez!, ¡que no se nos ahogue!, ¿quién le dio agua?,
ro, y después, con suavidad, enjugaban en ella el sudor y le opri- yo, doctor, pero sólo le remojé los labios porque los tiene muy
mían los labios con un trapo mojado, las agujas penetrando la partidos, pon de tu parte, Genaro, tú puedes, ¿y el gringo?, ése
piel una y otra vez, pero, sobre todo, las voces, de diferentes to- ya salió, y afuera se encontró con la sorpresa de que el juez ha-
nos y tesituras, intermitentes, distorsionadas, cálidas o bruscas, bía aceptado su extradición, nomás estaban esperando que se re-
alejándose o acercándose, que lo rondaban en una especie de vér- cuperara para mandarlo al gabacho, y este pobrecito que no
tigo: ¡Viene muy mal, doctor!, a ver, déjenme revisarlo, ¡rápi- adelanta, ¿y para qué salvarlo?, no es más que un delincuente,
do!, ¡que alisten el quirófano!, ¡ya trajeron al otro, doctor!, ¡se ¡déjenlo morir!, es mejor para todos, ¿no?, así lo creo yo, pero
está asfixiando!, ¡le arrancaron la nariz!, ni modo, vamos a ha- éste es mi trabajo, de cualquier modo, el licenciado Reyes Reta-

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na dejó dicho que si se recuperaba le avisáramos a México de in- vamos a tener de vuelta con los demás, no creo, sargento, todo
mediato.
parece indicar que será trasladado a México, ¿a la capital o a otro
Por eso prefería los sueños que acudían a rescatarlo del abis- reclusorio?, no sabría decirle, lo único que me dijeron es que una
mo, del caos, y lo transportaban a un mundo de coherencia, lu- persona va a venir por él, pase, pase, licenciado, mire, éste es
minoso, nítido, y en ocasiones hasta placentero, como ése, tantas Genaro Márquez, señor, no ha despertado, pero está en franca
veces repetido, en el cual fuma en el porche de una residencia recuperación, ¿y sí despertará pronto?, imposible asegurarlo, sólo
campestre. Contempla el atardecer entre el humo del cigarro, con cuando lo vea un especialista, sin embargo, yo no encuentro nin-
el sol suspendido enmedio de un bosque de nogales. Presiona en- guna razón médica para que continúe inconsciente, quizá si lo
tre los dedos de la mano el cuello de una cerveza bien fría y de internan en un hospital allá mejore, licenciado, está bien, hoy mis-
vez en vez le da sorbos pequeños, sintiendo cómo su boca se cim- mo en la tarde me lo llevo, como usted ordene, señor, Geriaro,
bra al contacto con el líquido. Adentro de la casa unos niños jue- Genaro, despierta, Genaro, te vas a ir de aquí, ahora que me ha-
gan y una mujer les ordena bajar la voz para que no molesten a bía encariñado contigo, abre tus ojitos, ándale, mira, ésta es la
su papá. No es Victoria, ni la Muda, sino otra que lo está espe- última inyección que te pongo, mañana ya vas a estar en un hos-
rando en algún recodo del camino, lo sabe. Desea levantarse con pital, en la ciudad de México, ¿me oyes?
No. A México no, carajo. ¿Para que ir tan lejos si igual me

l
el fin de ir a ver ese rostro desconocido que adivina hermoso,
mas el éxtasis de la puesta del sol, el tabaco y la cerveza lo man- puedo morir aquí, tranquilo, sin complicaciones? No quiero ir,
tiene en su sitio. Ya habrá tiempo. Y continúa ahí, absorto en la lo que quiero es morirme. Que vuelvan los sueños, la libertad,
contemplación, hasta que el paisaje desaparece y todo se torna esa ligereza sin amarras que me hacía volar por encima de todo,
negro, impenetrable.
descansando, solo, enmedio de la oscuridad. Sólo déjenme en paz.
¿Esto es la muerte? ¿Los sentidos anulados y el libre flotar En paz. ¿No me oyen? Pero cuando, unos minutos o unas horas
del pensamiento, sin asideros ni cuerpo que lo contenga? ¿Este después, sintió que lo alzaban en vilo y lo depositaban sobre una
!descanso sin tiempo ni lugar? Pues resulta un alivio. Con razón superficie tensa y a la vez endeble, luego lo metían en un vehícu-
¡el brillo agradecido, ese gesto de felicidad anticipada en lo que lo y después en otro que trepidaba con un constante ronroneo me-
fStán a punto de irse. Todo se esfuma y sólo quedamos nosotros, cánico, supo que nadie, afuera de su pellejo, había escuchado sus
los sueños, las historias que otro nos acomoda en el cerebro. Pero súplicas.
r
Genaro no había muerto. Todavía era capaz de distinguir fuera
de él murmullos, pasos, voces que hablaban de él y decidían su
futuro: Ya está mejorando, doctor, la infección y la fiebre cedie-
ron y podría jurar que ayer abrió los ojos, ¿sigue con delirios?,
casi no, ha estado muy quietecito, nomás de vez en cuando lla-
ma a una Victoria y luego a una muda, bien, voy a avisarle al
señor de México, prometió darnos una buena comisión si podía
llevárselo, ¿así que se salvó este asesino, enfermera?, no está con-
ciente, pero ya va de salida, sargento, entonces muy pronto lo

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Once

El aroma de las arracheras que terminan de asarse encima de un


anafre, en la mesa de junto, lo aparta de sus meditaciones: ima-
gina entonces las piras de la Inquisición, donde los herejes ar-
dían hasta consumirse entre lenguas de fuego de leña verde:
evoca la plaza de Santo Domingo y piensa que pronto podrá ver-
la de nuevo. Mañana mismo, quizá. Si me animo a echarme una

L copa en el Salón Vasco después de reunirme con Damián. Sería


lo justo. Ahí se inició mi relación con Maricruz Escobedo, ¿no?
La carne chisporrotea en el anafre y Ramiro voltea hacia sus ve-
cinos: un hombre maduro, trajeado, con un reloj de platino er
la muñeca, y una joven de traza secretarial, Ambos conversan
en susurros, con cierto misterio, sin atender a la carne roja, flan-
queada por un par de papas envueltas en papel aluminio que cho-
rrean mantequilla y varios chiles toreados reposando en una cama
de cebolla. Las emanaciones y el aspecto sangriento del corte
excitan su gusto, le estimulan la saliva: no ha probado alimento
•• desde ayer. Bebe un trago de café tibio. Enseguida prende un ci-
garro para olvidarse de la tentación: no acostumbra trabajar con
el estómago lleno. La temperatura dentro del local es baja, de-
masiado, mas esta vez Ramiro agradece el frío que lo mantiene
alerta, concentrado en su labor. Da un vistazo al resto de la clien-
tela, entre la cual reconoce cuatro o cinco rostros ya familiares
y vuelve a sus pensamientos con la mirada fija en el edificio de
enfrente.
Antes de que la carne lo distrajera, saboreaba su regreso a

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Cocoyoc, a la pequeña casa todavía impregnada de la personali- y nada de agua. Se sume en una suerte de tristeza, su ánimo dis-
dad del doctor Guillén y su familia. Se imaginó recostado en el minuye como si las mentiras del cielo lo frustraran. Extraño día
jardín en traje de baño, a unos pasos de la alberca, leyendo una el que eligieron para tu muerte, dama de hierro. Plagado de pis-
~ novela de Marcial Lafuente Estefanía. Igual que un clasemedie- tas falsas y malos presagios. Las nubes. El carro. El teléfono.
ro jubilado. Qué asco. Sonrió con cierta amargura, reconocien- ¿Quién llamó a mi habitación? ¿Fuiste tú? No. Tú no. Estabas
do que la propiedad le gusta, aunque muchas veces se ha sentido ocupada preparando el negocio de tu vida. Y la imagen de Ma-
en ella metido en atuendo ajeno, extraño, muy grande para su ta- ricruz Escobedo apabulladapor los tres hombres durante la comi-
lla. No obstante, a fuerza de habitarla, de utilizar los muebles y da borra cualquier otro pensamiento en la mente de Ramiro.
aparatos escogidos por el dueño anterior, de hojear los libros La cita fue en un hotel de medio pelo en el centro de Mon-
y recorrer los alrededores a la hora del crepúsculo, de soportar terrey. Cuando el Honda verde se desgajó del apretado tráfico
la cercanía de los escasos vecinos regulares de la colonia, con el de Padre Mier con el fin de internarse en una callejuela trans-
paso del tiempo ha llegado a convencerse de que esas paredes y versal, Ramiro se confundió. Había creído que iban hacia el
ese jardín son suyos: un refugio enmedio del campo a donde po- Obispado, donde los rumores aseguraban desde diez años atrás
drá acudir al terminar esta misión en Monterrey. Dentro de unas que los cárteles del narcotráfico eran propietarios de varias ca-

L.. horas, a las nueve de la noche, abordará el avión, dormirá en el


departamento que aún conserva en el centro histórico capitalino
y mañana se encontrará con el jefe para rendirle cuentas, cobrar
sonas disfrazadasde oficinas. ¿A dónde vas, Maricruz? Estos rum-
bos no son de tu categoría. De momento no supo cómo reaccionar.
Si la seguía por la estrecha callejuela, sería demasiado visible para
sus honorarios y despedirse de él por una buena temporada. Lis- el chofer a través del retrovisor. Continuó derecho, acomodó el
to. Agarro el primer camión rumbo a Oaxtepec y estoy otra vez carro en el primer espacio libre que halló junto a la banqueta y
en el paraíso. Eso pensaba, satisfecho, como quien da por cum- caminó en sentido contrario con grandes zancadas. Al alcanzar
plidas las responsabilidades y se dispone al descanso, cuando el la bocacalle vio salir el Honda verde del sótano del hotel. El asien-
olor a sacrificio humano de la carne vino a recordarle que su clien- to trasero venía vacío. Fumó un cigarro bajo l<;Lre.s.alanJt
--~--·"··"'·C·•
con ob-
"--,.,,_,._,,..,

te aún camina sobre sus dos pies por las oficinas de ese edificio jeto de gastar unos minutos e ingresó en el espacio refrigerado
cuyos vidrios opacos no permiten siquiera especular acerca de lo de la recepción.
que ocurre en su interior. Desde ahí eran visibles las dos entradas, las escaleras, los ele-
r ¿Ya firmaron los papeles tus inversionistas, Maricruz? Deben vadores, el bar y la mayor parte del restaurant. Ramiro corrió la
haberlo hecho. Llevan una hora adentro. Además, según Damián, vista por las mesas y en un rincón lejano divisó a su cliente, sola,
el negocio estaría cerrado a las seis en punto. ¿Me equivoco? A bebiendo un vaso de agua, enfrascada en la revisión de unos do-
menos que cambiaran los planes. No, imposible. Las instruccio- cumentos. Con objeto de disimular su presencia, se dirigió a un
nes son definitivas. Apaga la colilla en el cenicero y levanta la teléfono situado junto a los elevadores, descolgó la bocina y
vista al cielo: sobre Monterrey se tiende una de esas tardes gri- marcó una serie de números al azar. Recordó los insistentes tim-
ses en las que a pesar de las continuas amenazas de chubasco sólo brazos en su cuarto por la mañana y, para no caer en cavilacio-
se desprenden de las nubes unas gotas minúsculas que al evapo- nes inútiles, pasó revista al sitio: la gente bullía en el restaurant
rarse acentúan el calor. No va a llover. Nomás se escondió el sol y en el bar. Zumbaba en el aire un rumor de voces, interrumpí-

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do por el ruido de platos, la campanilla que llamaba a los boto-
baco con la boca fresca en tanto miraba por encima del hombro
nes, una carcajada repentina. Seguro el hotel es sede de algún
del cantinero un espejo detrás de las botellas. Dividido en dece-
evento. Bien. Así nadie me nota. En una mesa cercana a la de la
nas de rombos, el cristal multiplicaba la figura de una Maricruz
mujer, un hombre daba vuelta con desgano a las páginas de una
Escobedo encogida entre los cuerpos robustos de los tres hom-
revista y de vez en vez bebía un trago de café. En otra, dos ti-
bres, escuchando las palabras del que llevaba la voz de mando,
pos sostenían una plática sin entusiasmo. Ramiro los observó con
cuyo rostro Ramiro no veía pues se hallaba de espaldas al bar.
detenimiento: el primero ponía poco interés en la lectura y mu-
El traje de ella, color amarillo huevo, opacaba los tonos oscuros
cho en lo que pasaba a su alrededor; los otros caían en largas
del atuendo de sus acompañantes; pero sus ojos, la boca y las
pausas y sus ojos oteaban en todas direcciones. Están esperando
mejillas habían extraviado su fulgor habitual. ¿Qué te pasa? ¿Te
a los jefes. Según ellos no quieren verte, Maricruz, y no pierden
da miedo estar junto a tres narcos? Si no lo fueran, te habrían ci-
detalle de lo que haces.
tado en otro sitio. No te preocupes. No son sino hombres de ne-
La puerta de uno de los elevadores se abrió y aparecieron tres
gocios comunes y corrientes. Inofensivos, siempre y cuando no
individuos vestidos de traje que cargaban maletines, dos de ellos
los perjudiques. No estés así de tiesa. Relájate. Fluye con ellos.
calzados con botas y uno con un sombrero en la mano. Ramiro
Sé la que eres, Maricruz.
comprendió que se trataba de los inversionistas. Caminaban con
Un mozo se acercó a la mesa, recogió la orden y entró al bar.
cierto desparpajo; en su actitud se mezclaban la arrogancia y el
Tres etiqueta negra y un Herradura blanco doble para la señora.
sigilo de quienes desean ser reconocidos y al mismo tiempo de-
El cantinero preparó las bebidas y el mozo se las llevó. ¿Tequi-
ben disimular su presencia. Entraron en el restaurant y un par de
la, Maricruz? Ora sí que debes estar bastante tensa. Será porque
meseros les dio la bienvenida con ademanes de reverencia, re-
vas a birlarles el dinero completo. O porque tus corazonadas se
conociéndolos, agachando la cabeza casi con abyección, como
" si en el pasado hubieran recibido de ellos propinas generosas. El
volvieron claras y te dicen que nomás te restan unas cuantas ho-
ras de vida. Disfruta de la angustia, saborea la comida, calcula
del sombrero señaló la mesa de la dama de hierro y hacia ella se
en detalle este negocio aunque ya no disfrutes sus beneficios. El
dirigieron. Ramiro se preguntó si serían esos hombres quienes
reloj corre, dama de hierro. Ramiro se removía en el asiento, tam-
pagaban sus honorarios por este trabajo. O uno de ellos. O Da-
borileaba los dedos encima de la barra; un leve acceso de agru-
mián. ¿A quién estafas, Maricruz? ¿A quién le estorbas? Ella se
.,. incorporó para estrecharles la mano tratando de sonreír, mas los
ras le arañaba el pecho. De contemplarla, el nerviosismo de
Maricruz Escobedo comenzó a contagiarlo. Tenía la boca árida.
nervios le paralizaron el rostro y su boca sólo fue capaz de deli-
El vaso de whisky, intacto, escurría pequeñas gotas de agua por
near una mueca ambigua. El tipo de la revista ni siquiera volteó
la cara externa del cristal, llamándolo, y estuvo a punto de lle-
a verlos y los que conversaban guardaron silencio, fingiéndose
várselo a la boca en dos o tres ocasiones. Sin embargo, en el úl-
desentendidos. Ramiro aprovechó entonces el conjunto de reac-
timo instante desviaba la mano hacia la cocacola. Estoy igual que
ciones y se coló en el bar sin llamar la atención.
un alcohólico que se prueba a sí mismo. ¿Para qué pedí whisky?
Un cantinero cubierto con un mandil de imitación piel le sir-
Con la colilla del cigarro encendió uno nuevo y, mientras vigi-
vió whisky y aparte una cocacola en un vaso con hielos. Se la
laba su objetivo a través del espejo, fue recuperando las sensa-
tomó y pidió otra. Volvió a fumar, saboreando el humo del ta-
ciones que lo habían abrumado por la mañana.

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latidos. El desconcierto lo mantenía inmóvil, de pie junto a la
Con enormes dificultades se despertó de un sueño denso,
puerta del baño, mirando con incredulidad el aparato que casi ni
terco en mantenerlo en el colchón, y al abrir los párpados se dio se sacudía al emitir su chillido. Nadie me conoce aquí; tampoco
cuenta de que el día se presentaba distinto a los anteriores. No en México ni en ninguna parte. El teléfono continuaba sonando,
se oía ni un ruido dentro del Hotel Ancira. Enmedio del silencio erizándole los nervios. Procuró serenarse, repasar las posibili-
caminó a la ventana para asomarse a las pistas y canchas depor- dades. Damián. Los de la arrendadora de autos. Incluso gente
tivas del río Santa Catarina. No corría en ellas ni un alma. Po- del hotel. Pero, ¿a estas horas? El despertador. Sí. Son los del
cos vehículos circulaban por calles y avenidas. Pensando que quizá despertador, se equivocaron de cuarto. Luego de hallar plausi-
sería demasiado temprano, apretó un botón del control remoto y ble el argumento, su corazón disminuyó poco a poco el golpeteo
puso a funcionar la televisión. Un periodista disertaba acerca hasta medio normalizarse. El teléfono sonó unas cuantas veces
de la ola de violencia que de manera paulatina iba adueñándose de todavía y de pronto paró de insistir. Puta. Qué susto me dio. Otra
Monterrey, años antes modelo de paz y tranquilidad entre las ur- vez en silencio,juntó los cigarros en la cajetilla y se metió al baño.
bes del país. En la parte baja de la pantalla un recuadro marca- Necesitaba aligerar el vientre y, después, sumergir la tensión en
ba las siete y doce del miércoles 23 de agosto. Es el día. Bostezó, el chorro de la regadera para acabar de tranquilizarse.
apagó el aparato y se arrimó de nuevo a la ventana. Arriba de la Con la cabeza bajo el agua su sangre adquirió sosiego den-
Sierra Madre las nubes se reacomodaban para permitir el paso tro de las venas. Ramiro ordenó sus ideas en frío y, sin darle de-
de un puñado de barras agudas de luz que hendían la cumbre de masiadasvueltas al asunto, se convencióde que el telefonazohabía
Chipinque y de inmediato volvían a cerrarse sumergiendo la ciu- sido una equivocación de las telefonistas. Nada raro. Esas cosas
dad en una especie de sombra intermitente. Quizá la soledad de pasan a cada rato. Enseguida, la creciente sensación de bienes-
las calles tuviera que ver con la tristeza del cielo. O con otra cosa. tar con la que la humedad bañaba su cuerpo lo llevó a jugar con
• Lo único seguro era que, en días anteriores, a esas horas Mon- la imaginación y pensó en Maricruz Escobedo recién despierta,
terrey ya se hallaba en pleno movimiento y en el hotel, desde de desnuda en la orilla de la cama, acariciándose la piel de pechos,
la salida del sol, cundían ruidos de pasos, puertas, voces y gor- vientre y muslos con la palma de la mano en tanto descolgaba el
goteos de caños. teléfono y marcaba un número. Hola. ¿Eres tú? Sí, soy yo, Ma-
La pesadez de la calma le oprimía el cuerpo. Se desplazaba ricruz. ¿Cómo debo llamarte? ¿Ramiro o Bernardo o Genaro?
ir
con dificultad, semejante a un enfermo en convalecencia. Para Como tú quieras, da igual. Ramiro, te hablo para recordarte ...
salir de ese estado, abrió el servibar y se bebió dos jugos de na- hoy debemos encontrarnos antes de que anochezca. ¿No lo has
ranja. Tomó la cajetilla y el encendedor y se dirigía al baño tra- olvidado? No, Maricruz, desde hace más de una semana no pien-
tando de recordar las instrucciones exactas de Damián cuando el so en otra cosa. Qué bueno. A mí me pasa lo mismo. Ardo en
timbre del teléfono lo hizo pegar un brinco. Los cigarros caye- deseos de conocerte, Bernardo. Aunque a veces creo que ya nos
ron en la alfombra, dispersos. Su corazón se arrancó en una ca- hemos visto en algún lugar. ¿Tú no? Quizá, Maricruz, yo a ti te
rrera larga y ruidosa. Una corriente de alarma vibró debajo de conozco bien. No me vayas a dejar colgada. Quiero saber lo que
su piel. ¿Quién puede ser? Repitió la pregunta dos, tres veces, es capaz de hacerle un hombre como tú a una mujer como yo.
sin encontrar respuesta. Nadie sabe que estoy aquí, aparte de Da- Ahí estaré, Maricruz, y trataré de no defraudarte; te prometo mi
mián. Los siguientes llamados aceleraron aun más el ritmo de sus

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mayor esfuerzo. Perdona la insistencia, Genaro. Esta reunión es ataques de una lujuria nostálgica. Antes de concluir el convivio,
muy importante para mí y espero que también para ti lo sea. Lo el anciano que estabajunto a ella no se resistió y deslizó una mano
es, Maricruz: de vida o muerte. Tú lo has dicho: de vida o muer- huesuda y arrugada a la pierna de la mujer justo en el borde del
te. No me falles. ¿Cómo te voy a fallar, Maricruz, si por eso es- vestido, en una caricia a un tiempo inocente y atrevida. Ramiro,
toy aquí? Bueno, nos vemos pues. Y gracias, Ramiro, por tenerme a la distancia, pasó en un segundo del orgullo a la envidia y, en
en tu pensamiento. otro, a la cólera. Suéltala, viejo cabrón. ¿Cómo te atreves a to-
La erección le generaba un deseo que no había experimenta- carla? Apenas controló el impulso de ponerse de pie e ir hacia
do en años. Alzó los brazos y tensó los músculos, estirándolos ellos. Maricruz, sin disgusto, retiró la mano ajena con suavidad,
hasta que el hormigueo del miembro se extendió al resto del cuer- permitiéndole palpar el contorno del muslo de arriba a abajo has-
po y le arrancó un gruñido. Cogió el jabón y lo restregó con fuer- ta la rodilla, en un manoseo lento que puso a temblar al viejo.
za en el vello púbico, en las axilas y en la cabeza, donde produjo Luego abandonó el lugar con un taconeo garboso, regando en el
bastante espuma. Un perfume de bosque le llenó los senos nasa- aire su perfume y jalando en su salida las miradas masculinas.
les llevándolo a evocar su primer baño tras un prolongado vaga- Qué clase de mujer. Paraliza a cualquiera. Mientras se en-
bundeo por el páramo y la frontera. Igual que en aquella ocasión, juagaba la espuma del cuerpo, rememoró las diferentes imáge-
el agua lo reintegraba a la vida. Se supo libre de cansancio, fuer- nes que de ella había conocido en poco más de una semana. La
te, listo para encontrarse cara a cara con la dama de hierro. En- Maricruz juvenil de la fotografía, la ejecutiva firme y helada, la
tonces reparó en que había dormido sin interrupciones la noche dama sorprendida pero serena al casi chocar con él en el café;
entera y no recordaba ningún sueño molesto. ¿Será que me libré la madre tierna, arrobada frente a sus hijos; la esposa distante,
de ellos? Acaso la emoción de la muerte alejaba las pesadillas. indiferente; la hembra sensual y provocativa entre los hombres.
''11 Miró de nuevo su falo: hinchado y rojo, respondía a los embates ¿Cuál era su predilecta? Todas o ninguna; o mejor: la que había
de la regadera con respingos que multiplicaban las irradiacio- construido con la pedacería que fue recogiendo conforme pasa-
nes de placer. Sonrió. A su regreso a México buscaría una hem- ban los días. La recordó a las puertas del edificio ayer por la no-
bra que se pareciera a Maricruz Escobedo tal y como lucía ayer. che, igual que si iniciara la jornada, entera, con la hermosura
Llevaba puesto un vestido rojo con caída a medio muslo, de intacta, los ojos verdes derramando en la penumbra su luz, lle-
,. escote amplio, ajustado a sus formas, en lugar de los trajes so-
brios de todos los días. Desde que la vio abandonar sus oficinas
na de fuerza. Bromeó con el chofer que festejaba sus ocurren-
cias con una devoción casi religiosa y hasta le rozó el brazo con
a mitad de la mañana, Ramiro se enorgulleció de ella, de su be- la punta de los senos a la hora de abordar el auto. El contacto
lleza, del evidente deseo que despertaba en los hombres. La con- apenas entrevisto, que Ramiro sintió en carne propia a manera
templó a sus anchas durante sus recorridos por la ciudad, al de un toque eléctrico, le impidió salir del café y escoltarla a su
subirse y bajarse del Honda verde; en el café donde se reunió casa. Deseaba conservar esa imagen y esa sensación por el res-
pon un hombre joven y risueño que firmó los papeles que Mari- to de la noche.
pruz le colocó enfrente entre bromas y miradas insinuantes; en Ahora que han pasado varias horas y ha sido testigo de su
~l Rey del Cabrito, durante un banquete en compañía de un gru- transformación, en tanto prende otro cigarro y el humo le raspa
po de viejos ejecutivos que la lamían con los ojos sufriendo los los pulmones, Ramiro se pregunta por qué una mujer tan impo-

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nente y firme, dispuesta a saquear el mundo con las uñas como del día anterior en tanto trata de lidiar con una idea que lo ha in-
la que vio anoche envuelta en la sensualidad de su vestido rojo, quietado varias veces y ahora gira insistente en su cerebro: la de
se achicó entre los tres narcos durante la comida al grado de casi que Damián y Maricruz se conocen.
anularse por completo. ¿Qué motiva un contraste así entre dos Es tan sólo un presentimiento y no sabe a qué atribuirlo, pero
desde hace unos días lo inquieta la sospecha. Ciertas similitudes
..• momentos de una persona? ¿El miedo? No me convence. No tra-
tándose de ti, dama de hierro. Tu arrogancia me lo impide y sólo en la conducta de su patrón y la mujer de hierro, la manera de
puedo pensar en una estrategia premeditada. Sí. ¿Cómo pude con- mirar y sonreír con ironía, la aparente frialdad que sirve de pa-
fundirme? Maricruz fingió sumisión con el objeto de hacerlos creer rapeto a una pasión a punto de desbordarse, los estudios en la
que son ellos quienes detentan el mando absoluto. Escuchó sus misma ciudad de los Estados Unidos y acaso en los mismos años.
propuestas de lavado de dólares, sus amenazas veladas en caso Además, sin alcanzar a precisar por qué, sería capaz de jurar que
de errores, los márgenes de ganancia, y dijo sí a todo, sin obje- algo había de Damián en el histrionismo de Maricruz durante las
ciones, sin reservas, porque está dispuesta a esquilmarlos. Bra- últimas horas. Lo reflexiona y se convence de que fue como si
vo. Así sí te reconozco. Es como hubiera procedido Damián: frío, marcara paso a paso la pauta escrita en un guión: su nerviosis-
con astucia, atrayéndolos hacia el señuelo hasta que se prendie- mo al saludar, su humildad, hasta los tequilas ingeridos. Porque


ran de él con manos y dientes. No cabe duda, la educación en el la mujer bebió al ritmo de sus acompañantes y, terminada la co-
extranjero aporta sus beneficios. mida, cuando los cuatro ya estaban medio achispados, tomó la
-¿Le sirvo? palabra, extrajo de su portafolios varias carpetas y enseñó su con-
La mesera sostiene en alto la jarra de aluminio y él asiente tenido a los hombres con una seguridad que, si bien no era la de
con una sonrisa. Ha recuperado la admiración, el gusto por Ma- siempre, sí eliminó la sumisión y la obediencia. Ramiro acecha-
·-·-- ·• ricruz Escobedo. El líquido negro se aborrasca en el fondo de la ba cada uno de sus movimientos a través de los rombos detrás
taza y despide una espiral de vapor aromático que va a dar a la na- de la barra, mientras tomaba cocacola y veía cómo los hielos se
riz de Ramiro confortándolo, insuflándole un hálito de entusias- diluían en el otro vaso y enturbiaban el whisky. Unos minutos
mo. Desvía la mirada hacia las puertas giratorias, de donde más tarde la mujer de hierro concluía su exposición con una son-
emergen tres secretarias que caminan al extremo de la explana- risa y los ojos brillantes. Sacó su celular y realizó una llamada
da y atraviesan la avenida. ¿Y los narcos? A estas horas ya mor- corta. ¿A quién llamas? ¿A tus ayudantes para que alisten los con-
,,..
dieron el cebo, ¿no, Maricruz? En las alturas las nubes continúan tratos? ¿O a Damián? El hombre del sombrero la imitó y dio al-
enrocándose, filtrando los rayos solares para precipitar sobre la gunas indicaciones a los demás. Maricruz se puso de pie, se
urbe incolora una claridad difusa, sin brillo. Ramiro se lleva el despidió de ellos sin darles la mano y caminó a la recepción. Ya
café a la boca y el primer trago le escalda la lengua. Los dien- estuvo. Los tienes en el bolsillo. ¿Cuándo se te quitó el miedo?
tes le duelen igual que si fueran a cuartearse. Carajo. Devuelve Uno de los hombres pagó la cuenta en efectivo y soltó un par de
la taza a la mesa con un chasquido y percibe sobre él las mira- billetes sobre la mesa. Los tres salieron del restaurant y aborda-
das entrometidas de los comensales. Ya, ya, no fue nada. Ocú- ron uno de los elevadores. Ramiro no se movió. No corría pri-
pense de lo suyo, malditos morbosos. Sin prestar mucha atención sa. Sabía que el destino común sería la casa de bolsa y que los
a los demás, vuelve a la vigilancia, empeñándose en el análisis clientes de Maricruz habían subido a sus habitaciones a asearse

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un poco antes de seguirla. Estuvo en la barra contemplando su Salió de la regadera entusiasmado. Por fin dejaría la ciudad,
whisky aguado hasta notar que el tipo de la revista y los dos pla- los recuerdos que a lo largo de una década habían vegetado en
ticadores iban a alistar el vehículo donde viajarían sus patrones. el fondo de la memoria. Tomó la maleta, la subió a la cama y
Eres buena actriz, Maricruz. Lo había notado. Palpa la taza echó en ella la ropa sucia. De puro contento, se puso a chiflar
y la encuentra con una temperatura aceptable. La conduce a sus un corrido norteño. Enseguida lo tarareó. Pronto ya entonaba los
labios y le da un trago grande. Después echa una rápida ojeada versos de un par de estrofas con voz que fue aumentando de vo-
a su alrededor. La pareja de las arracheras se ha ido y ocupan su lumen. En tanto, se vistió con uno de los trajes que había en el
mesa cuatro señoras que hablan a gritos y se ríen a carcajadas. paquete el día de su arribo a la ciudad, pasó un trapo por la su-
El hambre ha amainado, transformándose en un débil gorgoteo perficie de los zapatos y se anudó la corbata. Guardó lo demás
en su estómago. Una excelente actriz. Si hubiera escrito mi his- en la maleta. El sobre que contenía las hojas con los manosea-
toria me habría gustado que actuaras en ella. Por poco me enga- dos datos de Maricruz Escobedo se hallaba encima de la mesa
ñas. Inhala y exhala con fuerza una fumarola que va a enredarse de escribir. Lo llevó al lavabo y le prendió fuego, contemplando
en lo alto del ventanal y se confunde desde su perspectiva con cómo los papeles se retorcían hasta que fueron un conjunto de
las nubes amontonadas en el cielo. El sol vespertino no ceja en pavesas humeantes. Esto ya está. ¿Y la foto? Salió del baño a

-
su afán de romperlas y, sobre el edificio de la casa de bolsa, la buscarla. No la encontró en la mesa, ni en el buró, ni en el mar-
llCi co de la ventana. Se entretuvo unos minutos reborujando la ropa
capa se adelgaza. Lo de ayer también fue actuado, ¿verdad? Te
diste cuenta de que los hombres del cártel te andaban vigilando empacada, sin éxito. ¿Dónde andas, mujer? Abrió los cajones,
y sacaste ese personaje de una cinta de rumberas. Si te veían ale- se asomó debajo de la cama, cambió las almohadas de sitio; al
gre, dicharachera, coqueta y hasta un poco puta, informarían de final, la ubicó entre las sábanas hechas bola. Cómo no se me ocu-

-·· tu actitud a sus patrones y éstos, al conocerte, se sentirían hala-


gados cuando te hallaran distinta, tímida y sumisa ante ellos. Bien
calculado. Quien te escribió el guión, sabe lo que hace.
rrió que habías dormido conmigo. Con razón no tuve insomnio
ni pesadillas. Los rasgos de la dama de hierro apenas si se dis-
tinguían. Sólo conservaban claridad y color esas dos pupilas ver-
¿Y yo? ¿Qué papel juego? Ramiro contempla las puertas gi- des que lo habían acompañado durante varios días con sus noches,
ratorias del edificio sin parpadear, mas no las ve en realidad. Su librándolo de la soledad, creándole una ilusión de compañía fe-
mente busca un conectivo entre las sucesivas actuaciones de la menina.
,...., #C •

mujer y las llamadas del teléfono a su habitación que se queda- Al observar de nuevo ese rostro adolescente, desdibujado por
ron en suspenso por la mañana. La duda de si forma parte de una la fricción de sus caricias, vino a su cerebro el recuerdo de la
trama urdida por alguien externo comienza a molestarlo. Esta pe- mesera del Salón Vasco la noche en que Ramiro se emborracha-
lícula cada vez degenera más en farsa. Demasiadas sorpresas. De- ba frente a la foto. Lo había mirado con entendimiento, creyén-
... -
~
masiados giros. Y yo no acepto correcciones en el argumento. Ya
lo dije, Maricruz. Mi papel estaba decidido desde que llegué a
dolo acaso un amante dolido. Tenías razón, muchacha. Eso soy.
Un amoroso lleno de despecho por una hembra ajena. Se vio ten-
Monterrey y no voy a modificarlo. Recuerda el sonido del telé- tado a conservar la foto, mas una imagen falsa a la larga le re-
fono y un temblor idénticoal que experimentópor la mañana vuel- sultaría desconocida. Optó por conservar la que llevaba tatuada
ve a recorrerlo. ¿Por qué la insistencia?¿Sería Damián? ¿O quién? en la memoria, la cual mejoraría con el tiempo. Así había ocu-

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rrido con Victoria, con la Muda, las hembras que contaban en co, en el interior de un sótano donde lavaba coches. O antes, en
su existencia. el Penal de la Loma en Nuevo Laredo, cuando se llamaba Gena-
Arrimó la flama del encendedor al rectángulo de papel re- ro Márquez y le decían el Barbas, el Marqués, el Generoso, un
blandecido y de inmediato el fuego capturó una de las esquinas. preso entre cientos. O cargando bultos en el puente internacio-

- Lo sostuvo con la punta de los dedos mientras las lenguas inquie-


tas devoraban el rostro de la mujer y unos hilos de humo resino-
so se erguían hacia el techo. Verla quemarse era una anticipación
nal, o en el basurero en compañía de la Muda, en la época en
que lo conocían con el apodo del Chato y andaba siempre lleno
de mugre, sangre, tierra. Sí, igual que un niño: libre y feliz.
de lo que iba a suceder. Tuvo un acceso de nostalgia provocado ¿Cuándo cambié? ¿A qué hora me amaestraron?
por la pérdida de Maricruz a la par que un escalofrío de gozo por No tuvo tiempo de responderse. El teléfono rasgó de nuevo
ser el causante de su destrucción. El cabello de la joven se con- el silencio y Ramiro atestiguó en el espejo la crispación de su ros-
virtió en una llamarada en cuyo centro los ojos color esmeralda tro. En la madre. ¿Otra vez? La sorpresa repetida le alborotó los
mantuvieron su nitidez hasta el final y él pensó en una hechice- dentros y, en tanto le retumbaban en los oídos la segunda, ter-
ra ajusticiada en un auto de fe, rumiando su rencor más allá de cera y cuarta llamadas, de prisa recogió desodorante, rasurado-
la muerte y jurando a sus verdugos que volverá para vengarse. ra, peine y cepillo de dientes y fue a echarlos en la maleta. Nada
La lumbre lastimó sus dedos y soltó la foto. Todavía los rescol- suyo había ya dentro del baño. Revisó la habitación. Cada tim-
dos lucharon por sobrevivir durante un rato en el fondo del la- brazo agravaba en él la urgencia de huir, de dejar el hotel de una
vabo, pero pronto sólo hubo cenizas. Ramiro abrió la llave y el vez y buscar la calle, lejos de timbres y telefonistas que pudieran
agua arrastró los restos a las cañerías. Suspiró. Adiós, Maricruz anunciar cambios a un plan establecido de antemano. Hizo un es-
fuerzo por ignorar el ruido y se paró junto a la cama. Sus efec-
.. ..
,,-~ '
Escobedo.
Quedó a solas consigo. Alzó los ojos y se sorprendió al re- tos personales estaban empacados. El teléfono seguía terqueando.
conocer su figura en el espejo. ¿Éste soy? Un tipo de traje páli- Ya cállate, chingao. Faltaban de guardar aún la navaja compra-
do, corbata de seda anudada en un triángulo perfecto y camisa da al fayuquero y la Lugger de Damián. Otro timbrazo rebotó
impecable sonrió detrás del vidrio y movió los labios en un su- en las paredes. Por lo visto la insistencia aumentaba con respec-
surro conocido. Ya te vi. En ese instante Ramiro experimentó la to a la primera vez. ¿Y si en verdad fuera Damián con objeto de
clara sensación de haber traicionado un anhelo, un ideal. El hom- abortar el encargo? ¿Se habrá arrepentido? Ramiro repasó las ór-
,:'h"' #' f
bre del espejo era el mismo que, semanas atrás, descansaba en denes. Tírale de lejos. No te arriesgues. Que sea limpio. Así es
su casa campestre entre la paz y el silencio, con la tranquilidad más fácil. ¿La conoces, Damián? ¿Tienes algo que ver con ella?
de una cuenta bancaria abultada, sus necesidades resueltas y el Si no, ¿a qué vienen tantas consideraciones? En un arranque de
futuro asegurado. El sueño de cualquiera. Ya te vi. ¿En quién rebeldía agarró la pistola, la sumió bajo la ropa hasta el fondo
~· me estoy convirtiendo? ¿En alguien como el doctor Guillén? No.
En él no. Me estoy convirtiendo en Damián. Volvió a ver en el
de la maleta y corrió el cierre. Otro timbrazo. No, Damián. Ni
cambios ni órdenes de última hora. Lo voy a hacer a mi modo.
espejo su cabello bien peinado, ningún pelo fuera de su lugar, Se metió la navaja en el bolsillo, tomó el equipaje y salió de la
el mentón y las mejillas sin asomo de sombra, los dientes lim- habitación oyendo cómo el teléfono pegaba de gritos en el vacío.
pios y las uñas cortas. Se concibió unos meses atrás, en Méxi- La recepción del Hotel Ancira se hallaba en soledad. No ha-

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bía botones cerca de los elevadores. En el restaurant algunas me-
sas comenzaban a ocuparse y el único sonido en la planta baja
-Parece que es urgente.
-¿No me oyó? Le dije que ya me fui.
1
,,,J

Una mujer que caminaba hacia el mostrador frunció un ges-


procedía de los platos. Ramiro se acercó al mostrador y tocó con
to de reproche y volvió a alejarse. El recepcionista repitió las ins-
los nudillos la superficie de mármol. Un empleado de ojos irri-
trucciones con tono firme y colgó. Igual que si la llamada no
-· tados salió de la parte de atrás e intentó esbozar una sonrisa.
-¿Se va el señor?
hubiera existido, leyó unos papeles, escribió un par de líneas en
su computadora, entregó a Ramiro su comprobante de estacio-
Ramiro asintió y estiró la mano para entregar su llave. Extra-
namiento y guardó la llave en un cajón.
ñaba el ajetreo de días atrás, con los ejecutivos bajando apura-
-Espero que haya tenido una feliz estancia en Monterrey.
dos de los pisos superiores, las señoras elegantes que desayunaban
¿Quiere el señor que le hable a un botones?
en grupo, los turistas gringos con sus playeras y bermudas. De-
Sin contestar, Ramiro levantó su maleta y abandonó el hotel
trás del mostrador un reloj de pared marcaba las ocho y cinco.
dando grandes trancos. Caminaba y le mentaba la madre a em-
A estas horas Maricruz ha de estar saliendo de su casa rumbo a
pleado en la mente y se preguntaba quién carajos lo perseguía
la oficina. ¿Y la demás gente? Recordó las nubes que cubrían el
con tal insistencia. Tres llamadas. Urgente. No puede ser. Pin-
cielo de Monterrey y pensó en miles de personas adormiladas,
che Damián. No te hagas ilusiones. Hoy mismo mato a esa ca-

5t engañadas por la ausencia del sol. El recepcionista terminaba de


preparar la cuenta, llenó el váucher y lo puso frente a Ramiro
con el fin de que lo firmara. Cuando lo hacía, sonó el teléfono
brona como quedamos o no vuelvo a matar. Ignoró al vigilante
en la caseta del estacionamiento, a los acomodadores que se
acercaron, y se puso a repasar las hileras de cajones en busca de
de la recepción.
_,,. -¿Sí? ¿Cuál es el número de cuarto? Sí, aquí está -le ten-
dió a Ramiro el auricular-. Tiene una llamada.
su auto. ¿O me habrá reconocido algún compañero de la univer-
sidad o del periódico? Quizá mi cara no sea tan común. Me ha-
brán visto entrar al hotel y preguntaron a la telefonista por mi
Un sabor amargo y espeso ascendió del estómago a su boca.
número de cuarto. No. Habrían preguntado por Bernardo de la
Lo picaba la curiosidad, el deseo de darse por vencido y averi-
Garza, no por Ramiro Mendoza Elizondo. La maleta pesaba y
guar de quién se trataba. No obstante, consiguió reprimirse.
comenzó a sudar. Se aflojó la corbata. ¿O me han estado vigi-
Miró al empleado con cara de no haber entendido, enseguida con
lando sin que me diera cuenta? Puede ser. Pero, ¿quién? ¿Los
,........ '
enojo; al final expresó fastidio.
narcos? ¿Gente de Damián? ¿Quién, chingao? Se detuvo. Exten-
-Dígales que ya me fui.
dió la vista por el sitio. Había revisado hilera tras hilera sin iden-
Ni siquiera puso atención a las palabras que el otro transmi-
tificar el carro. Extrajo del bolsillo el boleto del estacionamiento,
tía a través de la línea. Lo exasperaba la idea de coger la bocina
mas no supo hallar en él nada que le indicara la posición del ve-
y oír la voz de Damián ordenándole cancelar la muerte de Ma-
hículo. Resignado, regresó a la entrada y entregó el trozo de car-
r
i
i·* , •• ricruz Escobedo. Y la posibilidad de que se tratara de cualquier 1

toncillo a uno de los acomodadores. !

otra persona le generaba un golpe de acidez. Cálmate, Ramiro.


Se recargó en la defensa de una camioneta y, mientras aguar-
En vez de colgar, el recepcionista lo observó con reprobación,
daba, se dijo que el telefonazo también podía haber sido de Vic-
tapó el teléfono con la palma de la mano y, con una sonrisa for-
toria. No había vuelto a pensar en ella desde la noche en que creyó
zada y voz pastosa, insistió.

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1111

distinguir su silueta tras las cortinas de la casa. ¿Cuál sería la reac- soy un imprudente. Aunque no hay otra manera de quitarme de
ción de una mujer abandonada al encontrarse con su marido lue- encima tanta curiosidad. ¿Qué es lo que ven en mí?
go de diez años? Alegría, nerviosismo, cólera, rencor; todo -¿En qué puedo servirle?
revuelto. Después odio nomás. Y silencio, indiferencia. Debí pre- -Deme más café y un vaso de agua. Ah, y tráigame la cuen-
guntar si se trataba de un hombre o de una mujer. Si fue un co- ta de una vez.
- nocido, ¿por qué no detenerme en la calle o en la entrada del hotel?
Quiubo, cabrón. Cuántos años. Pensábamos que estabas muer-
En tanto llena su taza, la joven posa en Ramiro unos ojos ner-
viosos. Da media vuelta, pero en vez de retirarse le echa otra
to, como desapareciste de repente. No. Un amigo no se hubiera mirada. Su actitud indica que va a hacer una pregunta. Lo pien-
esperado a hablarme por teléfono. Fue Damián. No hay de otra. sa mejor y camina hacia la caja. ¿Qué cara traeré? ¿La de un en-
En cuanto advirtió que el acomodador se acercaba con el carro, fermo, pálido, con los labios cenizos? Se relame la boca seca,
comprendió por qué él no pudo localizarlo: tras el accidente, la áspera; su lengua tropieza con grumos minúsculos de saliva te-
arrendadora le había cambiado el primero por otro de un color rrosa. No, no es que me vea mal, sino que no encajo en este si-
distinto. ¿Cómo se me fue a olvidar? El error cometido en un tio, con estas personas. Es imposible, patrón. De nada me sirvió
detalle tan simple terminó de trastocarle el ánimo y aventó con el entrenamiento, ni tus recomendaciones, ni el dinero, ni la ropa
rabia la maleta en el asiento trasero. Sin embargo, le dio un bi-


cara. Siempre seré el mismo. No se me puede pulir ni amaes-
llete al muchacho y se despidió del vigilante apostado en la ca- trar. Nunca seré invisible entre la gente. La conversación en la
seta agitando la mano. mesa vecina se ha interrumpido de improviso: las cuatro muje-
Ramiro interrumpe el flujo de su pensamiento al presentir que res escrutan sus movimientos, sus gestos. Ramiro trata de ima-
la hora se aproxima. Gira la vista hacia la entrada del edificio: ginar la expresión de su rostro: la del ratero listo para amagar al
nadie. No tardan en salir. Podría jurarlo. Nunca ha sido capaz incauto; la del depredador dispuesto a atacar. Ha escuchado mu-
,..,.. '-• de explicarse cómo sabe estas cosas. Quizá se deba a cierta es- chas veces que, a punto de ocurrir, la muerte es reconocible en
tática en el aire en torno suyo, a un cambio apenas perceptible el semblante del asesino. ¿Eso es lo que ven? Decide ignorar a
en el fuelleo de sus pulmones o a un aumento en la temperatura los demás porque el temblor de sus manos aumenta y se extien-
de la sangre. Lo que sea, durante diez años ha aprendido a cali- de doloroso a las clavículas. Bebe un trago de café y el líquido
brar las señales que su cuerpo le envía en los momentos crucia- arrastra los grumos a su garganta, mas en la lengua persiste la
~ ,,r r les. Prende un cigarro y nota un leve temblor en los dedos. sensación de resequedad.
Levanta la vista con objeto de ubicar a la mesera, quien va de un -Aquí tiene el agua y su cuenta.
grupo de señoras a otro y enseguida recorre las mesas de los hom- -Gracias, señorita.
bres solos con la redonda jarra de aluminio en la mano. Se olvi- -Regrese pronto.
dó de mí. Ramiro contempla su taza vacía, el cenicero atascado Ramiro apura el agua y, junto con la sed, su aprehensión dis-
de colillas. Alza el brazo para captar el interés de la mesera y minuye. El temblor en sus manos y hombros se desvanece. Aún
atrae también el de algunos parroquianos. No me vean, cabro- siente las miradas ajenas embarrándose en él, mas los dos hom-
nes. Les devuelve la mirada con insolencia y recuerda a Damián. bres de traje y botas que hacen girar las puertas del otro lado de
Tú no estarías de acuerdo en que los encare así, jefe. Es cierto, la calle capturan su atención. El tercero en salir es el del som-

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brero de fieltro, quien da instrucciones a los otros, levanta la cara van en silencio, con atención exagerada. Ahora sí, abran bien los
y, al ver que la luz perfora las nubes, se cubre la cabeza. Luce ojos. Lo que van a presenciar no se ve seguido por aquí. Y us-
satisfecho. Incluso bromea con sus compañeros cuando el coche tedes no harán nada para impedirlo, ¿verdad? Una mujer. Como
se orilla junto a la banqueta. Les salieron bien las cosas, seño- mi madre. Como Victoria y la Muda. Pero no se trata de cual-
res. Se les nota. Aceptaron las condiciones, firmaron, pusieron quiera. Es una cabrona. Se lo merece. Fuma y recuerda en cues-
- -ee-
sus ganancias en manos de una mujer. Vuélvanse tranquilos a Cu-
liacán, a Juárez, a Tijuana. A donde vivan. Váyanse. No me es-
tión de segundos todo lo que sabe acerca de la dama de hierro .
Los órganos de su cuerpo vibran desplegando una inmensa acti-
torben. Antes de abordar, el hombre del sombrero mira hacia el vidad, no obstante que él no se ha movido de la banqueta.
café, comenta algo con sus colegas y se arrellana en el asiento Un motor ronronea a lo lejos, cerca del estacionamiento. Ra-
del copiloto. Ramiro permanece a la expectativa unos segundos, miro da una bocanada, tira el cigarro a sus pies, lo aplasta con
rígido, las mandíbulas trabadas; sólo recupera el alivio al ver que la suela del zapato, tose y empieza a caminar. Cruza la avenida
el auto arranca y desaparece dejando la calle desierta bajo el hasta el camellón y hace un alto para dejar pasar una camioneta.
creciente sol de la tarde. El aire que libera el vehículo le pega en el rostro sin refrescar-
¿Cuándo tardarás en salir, Maricruz? ¿Cinco, diez minutos? lo. Parpadea. El pavimento licua los rayos del sol convirtiéndo-

-. Se pone de pie y camina rumbo a la caja enmedio de las miradas


de los comensales, obvias, casi descaradas, que quieren darle a
entender que se han grabado su descripción en la memoria. Ya
te vimos. Paga la cuenta con mano firme, mostrándose sereno
ante la cajera, aunque mientras lo hace reconoce las quejas de su
los en una sola flama baja, angosta y larga. Ramiro atraviesa de
prisa ese sendero de fuego y sube a la acera opuesta al mismo
tiempo que el Honda verde suspende la marcha en la esquina con
el fin de dar vuelta. Llegó tu chofer. Nomás faltas tú. Un sudor
granuloso le cubre la frente. El cuello de su camisa se le ha hu-
cuerpo al prepararse para el ataque: latidos en las sienes, tensión
...,...,:.· en los músculos, los pulmones que se esfuerzan en filtrar el aire
medecido al punto de la frialdad. De las axilas escurren algunas
gotas que encuentran su refugio encharcado en la cintura. Rami-
cargado del interior del café. Tras recibir su cambio sale a la ca- ro le concede entonces un pensamiento de añoranza a la alberca
lle y se detiene en la banqueta. Aspira el aire húmedo, un tanto de su casa en Cocoyoc, a la brisa del campo. Mete la diestra al
recalentado, buscando el aroma de Maricruz Escobedo. Voy a bolsillo y rodea con los dedos el mango de la navaja, lo acuna
matar a una mujer. A sentir la tibieza de su sangre. Los esterto- en la palma, recorre el contorno del botón, la ranura por donde
!""" """ r res de su cuerpo. La letanía tantas veces repetida no lo satisfa- brotará la hoja y de sus pulmones emerge un suspiro. El Honda
ce: hay en ella un regusto maligno. En el cielo, las nubes se verde dobla la esquina y la dama de hierro aún no baja. Apúra-
asemejan a un montón de trapos deshilachados. Los rayos sola- te, Maricruz. Tenemos una cita. ¿La recuerdas? Ramiro duda,

l- res, oblicuos, reverberan en la calle, en la explanada; levantan


una onda cálida intensa y triunfante. Vas a morir a pleno sol, Ma-
ricruz. Enciende el último cigarro, arruga la cajetilla y la arro-
ja al centro de la avenida. Igual que aquella vez. La primera.
continúa su avance despacio, mas en cuanto ve que las puertas
inician su rotación saca la navaja del bolsillo.
No es la mujer que espera quien surge del edificio, sino un
viejo con un portafolios en la mano. Detrás de éste, el vigilante
¿Dónde están los perros? ¿Y el viejo vaquero? Ya te vi. Ya te acompaña a Maricruz Escobedo aún inmersa en el ámbito de som-
vimos. Se vuelve hacia el ventanal: las cuatro mujeres lo obser- bra. Unas llantas rechinan atrás y Ramiro no precisa volverse para

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l
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adivinar que el chofer ha olfateado el peligro de su presencia. Si cráneo y Ramiro aferra el mango del arma con todos los dedos
viene en tu ayuda, lo siento por él. Ya cerca del ocaso, el sol aún a pesar de que la cabeza del otro se estrella contra su nariz ce-
deslumbra la vista, calienta la cabeza, exprime el agua del cuer- gándolo, doblándole las corvas, desplomándolo en el suelo don-
po. Encandilado, el vigilante sale sin advertir a Ramiro. El vie- de se multiplican los golpes con pies, manos y rodillas. Al sentir

- jo, en cambio, se topa con él, nota la navaja cerrada en su mano


y se aparta por instinto, escudándose el pecho con el portafolios.
Trata de alertar a los demás, mas de su boca sólo emana un si-
que el portafolios le azota la cara comprende que el viejo se ha
sumado a la golpiza. Se defiende con fuerzas que por momentos
se le escapan; suelta navajazos sin ver dónde penetran, sin saber
seo sofocado por el portazo del Honda verde. De espaldas a la siquiera si hiere a sus rivales, en tanto lucha por quitarse de en-
calle, el vigilante detiene el giro de las puertas abriéndole paso cima el bulto que lo ahoga. La boca le sabe a sal y bilis. Varios
a Maricruz Escobedo. Ramiro admira de cerca sus rotundas for- coágulos le obstruyen las fosas nasales. Entre sus dedos resbala
mas presas en el traje color amarillo huevo, el cabello libre, la sangre tibia y pegajosa. Comprueba que pertenece al chofer
boca, los ojos verdes y brillantes. Huele su perfume. Escucha su cuando se quita de encima ese cuerpo que ya no lo golpea y se
taconeo y, con claridad, el sonido de su voz. pone de pie enmedio de una oleada de sensaciones desconocidas
-A mí me da lo mismo, Jorge. Tú escoge dónde. que lo disminuyen. ¿Dónde estás, Maricruz?
Un chasquido metálico la obliga a voltear cuando Ramiro se Un silencio sacro oprime la explanada al punto de que es po-
lanza sobre el vigilante y con rapidez le perfora dos veces el hí- sible reconocer el canto remoto de unos pájaros. El sol casi ho-
~ gado. Sin entender qué sucede, el hombre cae encima de sus ro- rizontal lame el rostro de Ramiro y éste se talla los ojos. Su visión
dillas, resoplando, sumergido en la incertidumbre de la agonía. se aclara y mira al viejo alejándose con una pierna herida. El cho-
Sigues tú, dama de hierro. Ella se pierde en el espejeo rojizo de
..,._,:..
fer y el vigilante yacen inmóviles. Maricruz Escobedo, desde el
la hoja cromada; luego mira al asesino como si de pronto lo re- piso, recargada en el muro, fija en él una mirada ausente, soño-
cordara, sin miedo, más bien con curiosidad. Soy yo, Maricruz. lienta, sin ningún interés en lo que sucede a su alrededor. La san-
Vine a buscarte. El viejo por fin consigue articular un grito de gre le tiñe de rojo la manga del traje y ha perdido un zapato. Si
alarma que se confunde con las pisadas galopantes del chofer en pudieras verte. Luces bellísima indefensa. De pronto suenan pa-
la explanada. Ramiro deja atrás al guardia y se adelanta hacia la sos y voces detrás de las puertas giratorias. Sin verlos, Ramiro

r-.r r
mujer. Su respiración se entrecorta, el calor le arde en los bra-
zos, un cosquilleo agudo le recorre las ingles. Aquí acabamos.
Lanza el filo al frente, intentando centrar el corazón, pero ape-
imagina a los ejecutivos, a los inversionistas, a las secretarias chi-
llando histéricas, pidiendo a gritos que alguien intervenga. Na-
die se atreve a moverse. Te van a dejar morir sola. No hagas caso.
nas alcanza a cortarla en un hombro porque ella esquiva el gol- Así es siempre. Tú nomás mírame con esos ojos. Déjame oler tu
pe y se tira al piso. Ramiro sonríe. No esperaba menos de ti. Gira perfume mezclado con la sangre. Da unos pasos y se detiene al
l. - el torso para preparar la segunda estocada, y de reojo ve al cho-
fer casi sobre él: corre con la mano metida en el sobaco y ojos
notar que algo dentro de él no funciona bien. Un dolor oculto le
ha entumido el.costado izquierdo. Mira debajo del saco y al en-
de desesperación. Lo enfrenta con la navaja por delante y sin em-
contrar la camisa empapada se da cuenta de que el trueno que
bargo el muchacho no disminuye su carrera. El encontronazo los
oyó durante la pelea fue un balazo. Carajo. Voltea hacia el cuer-
embarra a ambos en la pared. Un trueno retumba dentro de su
po del chofer. Ahí, junto a sus piernas, está tirado el revólver.

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l
Alcanzaste a chingarme, cabrón. Respira con dificultad antes de Te lo dije. Busca al viejo del portafolios y no lo encuentra; sólo
dar otro paso y Maricruz da señales de volver a la conciencia. divisa un sendero rojo que se pierde a un lado del muro. Cobar-
Tiembla, se repliega en el muro y observa a su agresor con el des. Tienen miedo. Ya los vi. Conforme se acerca a la calle pre-
pánico atornillado en las pupilas. Eso es. Grábate mi cara. Llé- figura las siluetas de los clientes del café tras el ventanal. Un auto

- vatela fuera del mundo. El cosquilleo renace en su bajo vientre


y recupera el ardor. Avanza decidido. Maricruz se levanta e in-
tenta correr, pero su pie descalzo tropieza con el otro y debe apo-
pasa despacio por la avenida; el conductor contempla a los caí-
dos con ojos de espanto y al ver al asesino acelera y dobla en la
primera esquina. Ramiro cruza la calle y el movimiento hace san-
yar un brazo en el muro para no irse al suelo. El rumor dentro grar aun más la herida; no siente la pierna izquierda y la dere-
del edificio se recrudece. Con un desplazamiento rápido, Rami- cha también empieza a dormírsele. Camina en automático,dejando
ro le corta la huida. La inmoviliza presionando una mano en su un rastro sanguinolento tras él. Tengo que llegar al coche. Sa-
pecho. Los latidos angustiosos de la mujer tamborilean en la pal- cude dos veces la cabeza con objeto de ahuyentar un mareo y sube
ma del hombre, en sus dedos; le transmiten un escalofrío. Aspi- los pies a la acera del café. Entonces se exhibe de cuerpo ente-
ra fuerte con el fin de apoderarse de su aliento y de su aroma y ro a las cuatro señoras que lo miran con la boca abierta, a los pa-
contempla cómo el pánico se esfuma de sus ojos en el instante rroquianos con los que tantas veces convivió durante los días

• en que ella percibe el frío de la navaja en el cuello. No luches. pasados, y les apunta con el revólver para ver cómo desapare-
Mírame. Así. Los labios femeninos se humedecen, se entreabren cen en busca de refugio.
y se adelantan igual que si desearan unirse a los de él en un úl- Sin nadie al otro lado, su reflejo traza en el vidrio la figura
timo beso. Maricruz Escobedo gime, se estremece, entorna los de un cuarentón con el cabello en desorden, la mirada demente
párpados y su rostro poco a poco adquiere una expresión de ter- en el centro de un rostro demacrado. El traje sucio, roto, cubre
...,.....;. nura y alivio mientras el torrente de la yugular abierta baña las un cuerpo torcido con la camisa cuajada de sangre. El sobrevi-
manos de Ramiro. Vete, mujer de hierro. Eres libre. Fue todo viente de un desastre. Un hombre que inspiraría lástima si no tra-
un gusto estar contigo. El fulgor de las pupilas se extingue y cede jera la navaja en una mano tiesa, pegada al cuerpo, y un revólver
su sitio a una mirada opaca que provoca en él una sensación de en la otra. Éste soy. El del basurero, el que estuvo a punto de
orfandad. Con cuidado, deposita el cadáver en el piso, con la es- morir a manos del Cóster en el penal. Así salí del pleito aquella
palda contra el muro y la cabeza erguida, para que los ojos muer- vez. ¿Para qué me salvaste, Damián? ¿Para contar con un perro
~r tos sigan sus pasos en tanto se aleja. agradecido, fiel, atento a cada una de tus órdenes? Ramiro aprie-
Camina arrastrando la pierna izquierda hasta el cuerpo del ta el gatillo y su reflejo se desmorona en un estrépito de gritos y
chofer. Al agacharse por el revólver el dolor presiona cerca de cristales rotos que apaga el eco de la detonación. Suelta la nava-
su cintura. Lleva la mano ahí, mezclando su sangre con la de Ma- ja. Se quita el saco, la corbata y los arroja a sus pies. Otro ma-
ricruz Escobedo, y una punzada le indica que la bala entró por reo lo hace tambalearse. De inmediato se repone y avanza hacia
I"'
debajo de la última costilla. No ha de ser grave. Puedo soportar- el estacionamiento del café en tanto trata de recordar el color de
lo. El silencio aísla de nuevo la explanada y Ramiro extraña los su carro.
gritos, el llanto de las mujeres, el horror desfigurando a los mi- No corras riesgos, dijo Damián. Así es más fácil para todos.
rones: la escena de siempre. Te dejaron morir sola, Maricruz. Al acomodarse en el asiento el dolor lo lleva a reconocer que su

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.l.
jefe tenía razón. Cierra la portezuela, echa a andar la máquina y tingue en llamaradas cada vez más mustias. Al hallarse_rodeado
arranca justo cuando varias personas salen del edificio y se arri- de sombras, Ramiro añora el cuerpo tibio, acogedor, de Victo·
man a los cuerpos en la explanada. Otros abandonan el café y lo ñi" para descansar del dolor que poco a poco le carcome el cuer-
señalan con el dedo. Una sirena ulula a la distancia en alguna ca- po y los pensamientos. Aunque no aprieta mucho, sigue ahí,
expandiéndose, punzando, entumiendo la carne. Así debe ser la
- lle de la ciudad. Vienen por ti, Maricruz. O por mí. Pinche Da-
mián. La conocías, seguro. ¿Tirarle desde lejos? Me habría
perdido su mirada final. Su aliento. Tú no sabes de eso, patrón.
muerte. Algo extraño que se mete en nosotros. Como el cansan-
cio, el aburrimiento, la indiferencia. Que nos inmoviliza y nos
Nunca has matado a nadie. Nomás das las órdenes. Y a mí ya libera al mismo tiempo. Tú lo entendiste, Maricruz .. Por eso el
no vas a ordenarme nada. Sin darse cuenta, manejando por iner- miedo se fue de tu mirada.
cia, Ramiro recorre calles solitarias, después otras atestadas de Los conductores tras él hacen rugir el motor, cambian varias
tráfico, deja atrás la colonia Del Valle y asciende una loma hen- veces de luz, insisten con el claxon. En respuesta, Ramiro dis-
dida que le revive en la memoria aquella penosa caminata a tra- minuye aun más la velocidad. ¿A dónde quieren que me mueva?
vés de la Cuesta de Mamulique. Las ganas de fumar regresan. ¿A mi casa, con mi mujer y mis hijos? ¿Al aeropuerto, para ir a
La sed le abrasa de nuevo lengua y garganta. ¿A dónde voy? ¿A México y de ahí a Cocoyoc? Quédate con la casa del doctor Gui-


la frontera? Luego cruza por un paso elevado larguísimo sobre llén, Damián. Te la regalo. Yo prefiero el basurero, el río, la
el río Santa Catarina, con un curioso monumento de bronce a la carretera. Ésos son mis sitios. El último rayo de sol traza una
mitad, semejante al puente internacional donde durante varios días orla violeta en el cielo y Ramiro imagina el espectáculo que se
trajinó bajo el sol ayudando a las chiveras con sus bultos. El aire, lleva a cabo detrás de Chipinque: el abanico luminoso en el ho-
las casas, los edificios, los autos, el cielo, todo se torna rojo an- rizonte, los cerros coloreándose de oro, el canto de pájaros y chi-
..,....,, te su mirada cuando dobla por una avenida y se sitúa a la cola charras. Olvídate de mí, jefe. Ya no voy a matar más a tus
amantes, a tus cómplices, para que tú te guardes los dólares de
de un pelotón de vehículos. El sopor lo atenaza y lo único que
puede hacer es continuar avanzando. I6~snarcos.,.8úscateotro perro. o vete a la chingada. Lo que de-
Un claxonazo lo obliga a fijarse en el camino: a la izquierda cidas. Descubre al frente una desviación y tuerce el volante con
el lecho de piedras del río comienza a poblarse de arbustos y si- el fin de tomar un ramal de la avenida que se interna en el río.
luetas difusas; a la derecha el resplandor de las lámparas muni- Aquí empezó todo. ¿O fue antes? Sí. En la cantina, después de
las dos películas. Retira el pie del acelerador y el coche empie-
'!~r

cipales vence a las luces del crepúsculo. Conduce por Constitución
za a detenerse. Entonces recuerda la figura del viejo demonio que
hacia el poniente, rumbo a Saltillo. Intenta mover la lengua y la
encuentra seca, pesada, unida al paladar. Me estoy quedando seco, lo increpaba a gritos y se estremece al comprender que su mano
Maricruz. De pronto la torreta de una patrulla que pasa veloz por extendida no era una señal de amenaza sino de invitación. Ya te
el lado opuesto de la avenida despierta en él una sensación de te- vi. Tienes miedo. Es cierto, lo tenía. Y a partir de esa noche dejé
"'"' - mor antiguo. Invade el carril de junto y un auto pita. Déjenme de tenerlo. ¿Eso intentabas decirme, vaquero? Dirige el carro a
en paz, cabrones. Agarra el volante con fuerza, ensangrentándo- la orilla y frena. Su cuerpo se ha adherido al asiento a causa de la
lo aun más, y echa una ojeada al espejo. Los autos detrás del suyo sangre. Al abrir la puerta el dolor en el costado se hace presen-
llevan los faros encendidos. Allende la Sierra Madre el sol se ex- te. Ramiro consigue ignorarlo y, arrastrando la pierna, se atra-

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1!11"

viesa en el camino de los vehículos que apenas lo esquivan en-


tre insultos y claxonazos.
En el momento en que alcanza el lecho del río su visión es
demasiado borrosa. Respira con trabajos, aunque es capaz de per-

·- cibir el aroma de la yerba. Tose. Paladea el sabor de su sangre.


Avanza cubierto por la penumbra a través de una vereda que par-
te en dos un macizo de arbustos mientras delinea en la mente los
rostros de Victoria, de la Muda, de Maricruz. ¿Tendré algún día
Índice
a otra? Desde el cielo una pupila solitaria y cárdena le marca la
ruta hacia donde la vegetación parece desvanecerse. El hilillo de
agua en que se ha convertido el Santa Catarina anuncia su pre-·
sencia entre las piedras con un chapoteo. Aguanta, Ramiro. Fal-
ta poco. Sabe que la ciclopista y el centro quedaron atrás, muy
lejos, y que por este rumbo es difícil encontrar gente. Necesito
dormir unas horas. Mañana sigo. Llega a un claro enmedio del
matorral y se pone en cuclillas. Entonces el dolor lo cimbra; vi-
bra en su cuerpo unos instantes y luego desaparece cuando se sien-
ta y estira las piernas. Baja los ojos, mas los levanta otra vez al

...,...., .. escuchar un rumor cerca: un perro famélico husmea en busca de


comida, orina un arbusto, lo mira receloso y retrocede. ¿Dónde
habías estado? Ramiro ríe contento y se recuesta en una estera
de zacate, convencido de que en algún punto del camino lo es-
pera una silueta femenina silenciosa para confortarlo con sus
manos. Mañana. O después. Un día de éstos, seguro. Ojalá se
parezca a ti, dama de hierro. En eso sí tenías razón, Damián. No
~r
,, es difícil matar a una mujer. Mira en lo alto el semblante rojizo
de la luna y descubre en ella rasgos que no había visto: la insi-
nuación de unas cejas, la nariz fina, la boca ladeada. Un enredo
de nubes se va acercando a ella y algunas hebras ya acarician su
contorno. Ramiro suspira con profundidad y, antes de cerrar los
"' -· párpados, advierte que ahí, a la orilla del río, también las som-
bras de los arbustos reptan y se aprietan en torno suyo como si
se dispusieran a proteger su descanso.

300
-
Uno 9
Dos 31
Tres 57
Cuatro 77
Cinco 97
Seis 125
Siete 153
Ocho 177
••......•. :.,
Nueve 201
Diez 225
Once 273

,......,,r
"Nada como matar a un hombre." Con estas
palabras el protagonista da inicio a este trepi-
dante relato en el que el gatillero Ramiro
Mendoza Elizondo, un hombre que ha vivido
los últimos diez años entre las sombras de la
capital del país, recibe la orden de asesinar a una
ejecutiva de bolsa. Para llevar a cabo su misión
debe trasladarse al norte, donde lo aguarda el
reencuentro con un pasado que él creía perdido.
Con una prosa precisa y envolvente, Eduardo Antonio Parra
-ganador del Premio de Cuento Juan Rulfo, otorgado en París
por Radio Francia Internacional- nos conduce en un viaje que
es a la vez disolución y reconstrucción de una identidad, un paseo
por los ámbitos que el protagonista ha habitado en su trayectoria
de muerte: el selvático lecho de un río en el centro de Monterrey,
el basurero aledaño a un mercado, una solitaria carretera que
atraviesa el páramo, las orillas de una ciudad fronteriza, la
ribera del río Bravo, una penitenciaría llena de narcotraficantes
y sicanos.
Oscuro reflejo de un mundo en donde hombres y mujeres se
encuentran indefensos ante el destino, exploración de los entresijos
del mal y la barbarie, Nostalgia de la sombra plasma en sus páginas
los borrascosos territorios del norte con una fuerza poética que se
despliega en atmósferas luminosas o sombrías, pero siempre vio-
lentas que dejarán una huella perdurable en la memoria del lector.

"Eduardo Antonio Parra es un joven maestro en una


hazaña retórica: saber volver a contar una pesadilla."
CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Narradorescontemporáneos


,, JOAQUÍN MORTIZ

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