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Ustedes creerán que pasarse toda la noche durmiendo no es propio de un gato.

Pero
seguramente estén pensando en un gato libre, callejero, explorador pero por sobre todas las
cosas pobre. Nada más alejado de mi caso actual aunque sí muy parecido a mi infancia.
Cuando era pequeña vivíamos en la calle con mi madre, mis hermanos y hermanas.
Siempre que los recuerdo siento una profunda tristeza y pienso en cómo me gustaría
tenerlos aquí conmigo, en el palacio de dos habitaciones con balcón al contrafrente. Un
reinado que logré erigir estos últimos años, gracias a mi belleza y simpatía. En tan solo
meses cambié mi situación de refugiada política a reina y soberana. Siento que estaba
escrito en las estrellas del cielo que me hacía de manto cada noche, que mi destino era el
mismo que el de los astros, ser considerada una deidad.
Mis súbditos son leales hasta la muerte, han jurado protegerme de todo mal y atender mis
necesidades a toda hora. Pero miren si seré una reina benevolente que no acostumbro
hacer peticiones nocturnas. De hecho disfruto del calor que emana mi pueblo en las tierras
blandas y dormimos juntos apelmazados como si fuéramos considerados pares. Compartir
espacios por el bien común es algo que aprendí en mi dura infancia, al igual que mi
humildad característica que me humaniza ante sus ojos y baja a tierra esa visión que tienen
de mí. Ellos me entregan su calor por las noches y yo los recompenso con mi presencia en
sus tierras.
Durante el resto del día atiendo mis deberes como miembro de la realeza tales como la
inspección del pote de agua y alimento. Es mi responsabilidad que permanezcan llenos
para que todo el pueblo pueda abastecerse de ellos en caso de ser necesario. Es por eso
que reclamo a mis vasallos cada vez que veo que están por vaciarse, siempre pienso en los
otros primero como todo buen gobernante.
Una tarea crucial es testear el mobiliario del castillo, para asegurarme que ninguna
amenaza se esconda bajo las fibras lo recubren. Infinidad de veces he llegado al fondo de
su esponjosidad por mi afán de proteger a mi pueblo, a pesar del esfuerzo físico que
representa para mí clavar mis delicadas uñas en tan baja calidad de muebles. Pero eso es
lo que una buena reina haría, y más.
Mis fieles también son cocineros y es tarea de la nobleza supervisar el armado de los
platos. Debo estar al tanto de todo lo que quiera servirse y es común que me escuchen en
la cocina dando órdenes y consejos para que el producto final sea digno de la nobleza.
Siempre soy la primera en sentarse a la mesa por una cuestión de protocolo y etiqueta,
aunque nunca doy el primer bocado. Evidentemente, mis protectores deben asegurarse que
nadie haya echado veneno al plato de la reina. Su consideración por mi bienestar es lo que
me motiva a gobernar cada mañana.
Los momentos más duros son aquellos en que mis súbditos deben abandonar el castillo en
sus excursiones diarias a fin de obtener provisiones. Lo mejor que puedo hacer por nuestro
reino mientras tanto, es cuidarlo de amenazas desde las alturas del transmisor de señales
calientes, por más costoso que sea llegar hasta su cima. Pero nada es mucho cuando se
trata del bienestar común. Lo tengo bien claro.
No deben sentir lástima por mí y esta pesada carga que me ha tocado llevar. No todos
nacen con el don y la pasión por la política. Para mí es honor poder ocupar este alto cargo y
deseo desempeñarlo hasta mi último aliento, priorizando el bienestar general aunque se me
vaya la vida en ello.

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